El futuro comienza ahora - Boaventura Sousa de Santos - E-Book

El futuro comienza ahora E-Book

Boaventura Sousa De Santos

0,0

Beschreibung

En este libro escrito al ritmo de los acontecimientos provocados por la covid-19, Boaventura de Sousa Santos realiza, entre el miedo y la esperanza, un brillante análisis que trata de extraer las muchas lecciones que parece estar dándonos una pandemia que ha intensificado las desigualdades y discriminaciones sociales. Una de las más importantes tal vez sea la necesidad de democratizar la democracia. En medio de tantas muestras de actitudes contrarias a la vida, de negacionismo, de concentración del poder a base de decretos y estados de excepción, es urgente preguntarse quién gana realmente con todo esto. En la primera de las dos partes en que se estructura el texto, se ofrece una visión lo más panorámica posible de la devastación provocada por el coronavirus, de la historia larga que lo precedió, de las causas que determinaron la forma en que "eligió" a sus víctimas, de las consecuencias que se derivaron de ello, de las acciones de los Estados y de las comunidades ante un peligro de dimensiones imprevistas. En la segunda, se argumenta que tal vez sea ahora cuando el siglo XXI tenga su verdadero comienzo. Estamos al final de una era que comenzó en el siglo XVI con la expansión colonial europea; las señales son demasiado visibles para ser ignoradas. En la nueva que se abre ante nosotros, la naturaleza ya no nos pertenece, sino que nosotros pertenecemos a la naturaleza. El autor prevé una transición larga y difícil, pero irreversible, hacia un nuevo modelo de civilización poscapitalista, poscolonial y pospatriarcal. Las resistencias serán enormes, pero la tarea es inaplazable.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern
Kindle™-E-Readern
(für ausgewählte Pakete)

Seitenzahl: 858

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



116

Cuestiones de antagonismo

Diseño interior y cubierta: RAG

Imagen de cubierta: detalle de Visitação ou a persistência do sonho a partir de Aylan Kurdi (2017), de Mario Vitória.

Traducción de Antoni Aguiló y José Luis Exeni

Reservados todos los derechos. De acuerdo a lo dispuesto en el art. 270 del Código Penal, podrán ser castigados con penas de multa y privación de libertad quienes sin la preceptiva autorización reproduzcan, plagien, distribuyan o comuniquen públicamente, en todo o en parte, una obra literaria, artística o científica, fijada en cualquier tipo de soporte.

Nota a la edición digital:

Es posible que, por la propia naturaleza de la red, algunos de los vínculos a páginas web contenidos en el libro ya no sean accesibles en el momento de su consulta. No obstante, se mantienen las referencias por fidelidad a la edición original.

© Boaventura de Sousa Santos, 2021

© Ediciones Akal, S. A., 2021

Sector Foresta, 1

28760 Tres Cantos

Madrid - España

Tel.: 918 061 996

Fax: 918 044 028

www.akal.com

facebook.com/EdicionesAkal

@AkalEditor

ISBN: 978-84-460-5049-0

El futuro comienza ahora

De la pandemia a la utopía

Boaventura de Sousa Santos

En este libro escrito al ritmo de los acontecimientos provocados por la covid-19, Boaventura de Sousa Santos realiza, entre el miedo y la esperanza, un brillante análisis que trata de extraer las muchas lecciones que parece estar dándonos una pandemia que ha intensificado las desigualdades y discriminaciones sociales. Una de las más importantes tal vez sea la necesidad de democratizar la democracia. En medio de tantas muestras de actitudes contrarias a la vida, de negacionismo, de concentración del poder a base de decretos y estados de excepción, es urgente preguntarse quién gana realmente con todo esto.

En la primera de las dos partes en que se estructura el texto, se ofrece una visión lo más panorámica posible de la devastación provocada por el coronavirus, de la historia larga que lo precedió, de las causas que determinaron la forma en que «eligió» a sus víctimas, de las consecuencias que se derivaron de ello, de las acciones de los Estados y de las comunidades ante un peligro de dimensiones imprevistas. En la segunda, se argumenta que tal vez sea ahora cuando el siglo xxi tenga su verdadero comienzo. Estamos al final de una era que comenzó en el siglo xvi con la expansión colonial europea; las señales son demasiado visibles para ser ignoradas. En la nueva que se abre ante nosotros, la naturaleza ya no nos pertenece, sino que nosotros pertenecemos a la naturaleza. El autor prevé una transición larga y difícil, pero irreversible, hacia un nuevo modelo de civilización poscapitalista, poscolonial y pospatriarcal. Las resistencias serán enormes, pero la tarea es inaplazable.

«Es un libro diferente de cuantos he escrito porque pretende ser una memoria del futuro. Hay en él algo de autopsia social y algo de parto inaugural. De manera muy cruel, el coronavirus abrió las venas del mundo, parafraseando la bellísima expresión de Eduardo Galeano. Nos permitió ver las entrañas de muchas monstruosidades que habitan nuestro día a día y nos seducen con los disfraces que, de tan comunes, asumimos como normalidad.»

Boaventura de Sousa Santos es catedrático emérito de Sociología y director emérito del Centro de Estudios Sociales de la Universidad de Coimbra, así como Distinguished Legal Scholar en la Universidad de Wisconsin-Madison. Entre las principales temáticas abordadas en sus obras figuran la globalización, la sociología del Derecho y del Estado, y los movimientos sociales. En Ediciones Akal ha publicado, entre otras, Epistemologías del Sur. Perspectivas (con Maria Paula Meneses, 2014) y La difícil democracia (2016).

Prefacio

La pandemia del nuevo coronavirus desordenó los tiempos individuales y colectivos. Los privilegiados que pudieron seguir trabajando a través del teletrabajo se cerraron en casa, paradójicamente, para sentirse menos encerrados. Y trabajaron aún más intensamente. Quizá, por eso, nunca escribí un libro tan rápido como este. Escribir sobre la pandemia mientras esta ocurría significó que el libro me fue escribiendo mientras yo lo iba escribiendo. Nos escribimos el uno al otro, lo que no es de extrañar, porque los temas que discuto en este libro, además de ser nuevos, tocaron los límites de las incertidumbres existenciales que subyugaban tanto al sociólogo como al ciudadano.

No fue sólo un diálogo entre el libro y yo. A cada momento, el virus entraba en la conversación. A menudo sentía que estaba escribiendo como traductor del nuevo coronavirus. Me di cuenta de que, por mi intermedio, este virus estaba tratando de describir y evaluar el mundo y las sociedades en las que vivimos de una manera que desafiaba los análisis, conceptos y teorías que yo, como sociólogo, podía tener. Poco a poco, me di cuenta de que el virus iba más lejos de lo que nunca había estado en mis análisis de la sociedad. ¿Era el virus mejor sociólogo que yo? Pensé que era mejor no resistirme a la única conclusión sensata: tratar de ser un traductor «fiel» del virus. No fue fácil, porque en el lenguaje del virus el mensaje no se dice, se escribe con acciones, y estas consisten en la destrucción de la vida humana. Es una necrolengua que se escribe con sangre, que gana elocuencia a medida que destruye vidas humanas. Pero, al fin y al cabo, ¿no será también necrolenguaje el de los políticos que intentan convencernos de que, para salvar la economía, es necesario correr el riesgo de sacrificar vidas, las vidas que no pueden ser confinadas, para que el confinamiento de otras vidas sea posible? Este libro busca ser la traducción a un lenguaje que los humanos comprendan de lo que el virus ha venido a decir y el llamado que nos hace para actuar.

Es un libro diferente de cuantos he escrito porque pretende ser una memoria del futuro. Hay en él algo de autopsia social y algo de parto inaugural. De manera muy cruel, el coronavirus abrió las venas del mundo, parafraseando la bellísima expresión de Eduardo Galeano. Nos permitió ver las entrañas de muchas monstruosidades que habitan nuestro día a día y nos seducen con los disfraces que, de tan comunes, asumimos como normalidad. El coronavirus hizo caer muchos de estos disfraces y produjo un efecto de destripamiento. Este libro busca identificar y denunciar algunas de las dimensiones de tal destripamiento. En el viaje que emprendí hasta las últimas estaciones del sufrimiento injusto, del abandono, de la exclusión y de la invisibilidad, fue posible conocer resistencias comunitarias, iniciativas tan creativas como indignadas para aliviar el sufrimiento. Este lado indignado e insumiso de la realidad, al mismo tiempo que cuidaba las heridas, convocaba a imaginar la posibilidad de un mundo diferente al que anunciaba la pandemia si no se hiciera nada para cambiar de rumbo, un mundo infernal de pandemias intermitentes.

Este libro fue escrito entre el miedo y la esperanza, tal como uno y otra nos confrontan a principios del siglo xxi. El presente terminó sin darnos cuenta. Como nos enseñó Eric Hobsbawm, los siglos nunca comienzan el 1 de enero del primer año de cada nuevo siglo. Comienzan cuando imprimen su marca en el mundo, es decir, cuando inscriben su aura o su trauma específico en los cuerpos de vastos sectores de la población en diferentes partes del mundo. Cerca de nosotros, el siglo xx comenzó con la Primera Guerra Mundial y la Re­volución rusa[1]. El siglo xxi dio un primer signo de vida en 2008 con la crisis financiera global. Eso fue una falsa alarma; el siglo xx se mantuvo vigente durante algunos años más. El nuevo siglo comienza ahora, en 2020, con la pandemia y pase lo que pase. Sin embargo, es un comienzo diferente a los anteriores. Si fuese sólo el comienzo de un siglo de pandemias intermitentes, habrá algo fúnebre y crepuscular en él, el comienzo de un fin. Por otro lado, también puede ser el comienzo de una nueva era, de un nuevo modelo de civilización.

Entre las muchas lecciones que parece estar dándonos el virus, quizá la más radical sea que estamos al final de la era que comenzó en el siglo xvi con la expansión colonial europea[2]. Una nueva era parece anunciarse en los márgenes o en los intersticios de la inmensa destrucción de vidas humanas provocada por la pandemia. Todos los comienzos son vacilantes, poco creíbles a la luz del sentido común dominante y, por supuesto, su surgimiento puede neutralizarse durante más o menos tiempo. Sin embargo, me atrevo a pensar que las señales son demasiado visibles para ser ignoradas. La pandemia nos ha puesto en el umbral de un tiempo que de la manera más sucinta se puede caracterizar así: desde el siglo xvi hasta la actualidad vivimos una era en la que la naturaleza nos pertenecía; a partir de ahora, hemos entrado en una era en la que pertenecemos a la naturaleza. La dominación moderna tenía tres pilares principales: capitalismo, colonialismo y patriarcado, y todos se basaban en la concepción de que la naturaleza nos pertenece. La pandemia no nos da opción; nos pone ante un dilema: o cambiamos la forma en que vemos la naturaleza, o ella comenzará a escribir el largo y doloroso epitafio de la vida humana en el planeta. Para que se produzca el cambio, no bastan ópticas diferentes o ideas inaugurales. Es necesario empezar a cortar las tres pesadas anclas que nos sujetan a la concepción moderna de la naturaleza: la fuerza de trabajo y la vida misma como mercancía, el racismo y el sexismo. Así, se inaugurará una larga transición paradigmática. Será larga y difícil, pero me parece irreversible.

Las resistencias serán enormes. La propia pandemia, que nos obliga a caminar, también bloquea el camino. Durante la pandemia, los Estados en general, y los gobernados por fuerzas políticas de derecha en particular, demostraron ser, además de autoritarios, muy incompetentes para manejar la crisis de salud y proteger la vida de los ciudadanos. A veces, se convirtieron en cómplices de la destrucción masiva y macabra de vidas humanas. A pesar de esto, el final de estos políticos y políticas no parece estar más cerca después de la pandemia que antes. Todo lo contrario. La pandemia demostró que tales políticos y políticas tienen un nuevo e insospechado aliado: todos aquellos que, angustiados por las abismales incertidumbres del futuro, quieren que alguien les diga que no fue tan grave, que todo pasó ya y que todo volverá a la normalidad. Este libro busca hacer la vida un poco más difícil a ese tipo de políticos y políticas que, lamentablemente, son dominantes en la actualidad.

La pandemia mostró, con una claridad nunca antes vista, lo peor del mundo en el que hemos vivido desde el siglo xvi: el impulso de muerte que la dominación moderna desencadenó con impunidad en el mundo de humanos y no humanos sometidos a ella. Pero la pandemia también mostró lo más exaltado de la humanidad: la solidaridad de tantos que arriesgaron su vida para salvar a los más vulnerables o los más afectados, que se consolaron y se cuidaron entre sí. Para no hablar de los millones de horas de exceso de trabajo a las que se sometieron millones de trabajadores para producir lo imprescindible para prevenir o combatir el virus o, simplemente, para sobrevivir. Además, el mundo se afirmó como un lugar en las noticias como nunca antes había sucedido, como una humanidad sujeta a un destino común, aunque impredecible.

Sin embargo, trágicamente, lo mejor que la humanidad pudo revelar trajo consigo una herida fatal. Sólo pudo revelarse en un momento de catástrofe, en la situación límite de muerte que sólo aparentemente era indiscriminada. En otras palabras, la humanidad se afirmó como una realidad en el momento de morir. Esta es la mayor herida registrada por el nuevo virus en el cuerpo del nuevo siglo. Al tratarse de una herida de época, su curación implicará un cambio de era.

El libro está dividido en dos partes. En la primera, trato de dar una visión lo más panorámica posible de la devastación provocada por el coronavirus, de la historia larga que lo precedió, de las causas que determinaron la forma en que eligió a sus víctimas privilegiadas, de las consecuencias que se derivaron de ello, de las acciones de los Estados y de las comunidades ante un peligro de dimensiones imprevistas. En el Capítulo 1, doy algunas pistas para insertar la novedad del virus en nuestra contemporaneidad. En el Capítulo 2, muestro que esta novedad es más aparente que real, ya que el virus es un factor importante de la era moderna. En el Capítulo 3, analizo cómo el capitalismo hizo de la pandemia lo que ha hecho a la vida humana y la naturaleza: convertirla en un negocio. En el Capítulo 4, trato de desmontar la idea, adelantada por muchos, de la democraticidad del virus y analizo, con detalles que pueden exasperar a algunos lectores, la forma en que el virus ha agravado cruelmente las desigualdades y discriminaciones de las que están hechas las sociedades contemporáneas. En el Capítulo 5, someto a análisis crítico a uno de los dos protagonistas reconocidos del proceso pandémico, el Estado. Cuestiono la forma en que el Estado, llamado a proteger la vida de los ciudadanos, respondió al llamado. En el Capítulo 6, centro mi atención en el otro protagonista reconocido del proceso pandémico, el conocimiento en su inmensa diversidad y la ciencia en particular. Finalmente, en el Capítulo 7, me centro en un protagonista no reconocido, la resistencia y la creatividad de las comunidades para proteger vidas, muchas veces ante el abandono del Estado y la inaccesibilidad a los beneficios de la ciencia biomédica.

En la segunda parte, me dispongo a dar credibilidad a la idea de que el siglo xxi puede ser el comienzo de una era, una nueva era basada en la idea de que la naturaleza no nos pertenece, nosotros pertenecemos a la naturaleza. Las implicaciones que siguen son las líneas de la larga transición hacia un nuevo modelo de civilización poscapitalista, poscolonial y pospatriarcal. En el Capítulo 8, identifico los tres escenarios principales que se describen en el horizonte pospandémico. En el Capítulo 9, opto por uno de los escenarios, el que apunta a un cambio de época, a un nuevo modelo civilizatorio basado en la primacía de la vida digna y en una relación con la naturaleza radicalmente diferente a la que mantuvimos en la era moderna y nos llevó al borde de la catástrofe ecológica y a un mundo distópico viral. En el Capítulo 10, identifico los principios que deben presidir el proceso más o menos largo de transición paradigmática, desde el modelo civilizacional actual hasta lo que señalo en el Capítulo 9. Finalmente, en el Capítulo 11, enumero los primeros pasos de este proceso de transición. El libro termina con una conclusión que refleja el carácter especial de este trabajo al ser escrito mientras la pandemia sigue su curso y no deja de sorprender a los analistas.

Este libro no sería posible sin la preciosa y decisiva colaboración de un vasto grupo de compañeras y compañeros de jornada que compartieron conmigo su saber desde sus lugares de acción y lucha, ya fueran la universidad o los movimientos sociales. Con una generosidad inigualable, Maria Paula Meneses colaboró intensamente en la investigación preparatoria de este libro y especialmente en el Capítulo 2, como señalé puntualmente. Margarida Gomes, mi dedicada asistente de investigación durante muchos años, se encargó ejemplarmente de la preparación de las versiones finales de los capítulos, además de hacer una valiosa contribución en varios temas de la investigación. No miró las horas ni el esfuerzo para que el manuscrito terminara a tiempo. Lassalete Simões, mi querida amiga, colaboradora y secretaria, además de haber colaborado en la investigación, cuidó de mí y de la gestión de mis mil actividades online para que yo pudiera concentrarme en este libro. Naomar Almeida Filho, epidemiólogo de fama internacional, colega y amigo de muchos años, leyó y comentó minuciosamente todo el manuscrito y me dio el privilegio de leer de primera mano sus reflexiones especializadas sobre la pandemia. Su colaboración fue una extraordinaria manifestación del espíritu académico. Y en ella incluyo también, por las razones que ella conoce, a Denise Coutinho. Maria Irene Ramalho nunca forma parte de los agradecimientos porque está mucho antes y mucho después de ellos, en la fuente de lo que soy y hago. Además de todo lo demás, leyó y corrigió todos los capítulos con la acribia insuperable de la que es capaz.

Un grupo numeroso de personas amigas y generosas colaboró puntualmente en la preparación de la investigación. Temiendo cometer alguna omisión, de la que pido disculpas de antemano, me refiero a ellos en orden alfabético del primer nombre: Adriana Yanacona, Berenice Celeita, Boaventura Monjane, Bryan Vargas Reyes, Charbel El-Hani, David Morquecho, Elias González, Eliete Paraguassu, Félix Ruiz, Flávio Dino, Gustavo Esteva, Helena Silvestre, Ignacio Nacho Levy, Izadora Brito, Katleho Kano Shoro, João Ramalho-Santos, José Geraldo Sousa Júnior, José Manuel Mendes, José Ricardo Robles, Lino João Neves, Miguel Ramalho-Santos, Nicolás Arata, Peter Ronald deSouza, René Ramírez, Rodrigues Neves Nouveau, Scarlett Rocha, Sônia Guajajara, Tarso Genro. Mi más vehemente agradecimiento a todas y todos.

Mi casa madre es el CES, Centro de Estudios Sociales de la Universidad de Coimbra, y sin ella nada sería posible.

Un agradecimiento muy especial a mis compañeros y colaboradores de hace muchos años, Antoni Aguiló y José Luis Exeni Rodríguez, que asumieron con mucho entusiasmo y profesionalidad la compleja tarea de traducción al español. Last but not least, me complace mucho señalar que este libro no existiría si mi editor Jesús Espino no me llamara una mañana de marzo para sugerirme que escribiera un libro sobre la pandemia. Para sorpresa de la invitación, la decisión de ponerme a trabajar en la tarea fue seguida de inmediato. El agradecimiento a Jesús no podría ser mayor.

[1] Eric Hobsbawm (1994) se refiere al periodo comprendido entre el comienzo de la Primera Guerra Mundial hasta la caída del llamado bloque soviético como «el corto siglo xx», un espacio-tiempo que siguió al «largo siglo xix», que media entre el comienzo de la Revolución francesa en 1789, hasta el inicio de la Primera Guerra Mundial, en 1914.

[2] Publiqué hace poco un pequeño e-book titulado La cruel pedagogía del virus, Madrid, Akal/Buenos Aires, CLACSO, 2020.

PARTE I

El siglo xxi se presenta

I. Introducción póstuma a nuestro tiempo

El fin del presentismo

Desde hace cuarenta años el mundo vive dominado por la idea de que no hay alternativa a la sociedad actual, al modo en que está organizada y en que organiza nuestras vidas, nuestro trabajo y la falta de este, nuestro consumo y el deseo de este, nuestro tiempo y nuestra falta de tiempo, nuestra vida social y la resaca y la soledad que tantas veces nos causa, la inseguridad del empleo y el desempleo, el desistimiento de luchar por una vida mejor ante la posibilidad, siempre inminente, de que la vida empeore.

Este bloqueo de alternativas se dio en paralelo con la idea de que eso era la plena realización del progreso. Lo que quedaba atrás era mucho peor y lo que había por delante sería, en el mejor de los casos, más de lo mismo o incluso peor. El futuro estaba aquí y si nos obstinábamos en buscarlo en otro lugar tendríamos una sorpresa muy desagradable. De ahí la rigidez de un presente eterno, aparentemente libre del pasado y sin otro futuro que su eternidad. O este presente o la barbarie. A este clima epocal lo llamo presentismo, la negación radical y simultánea del historicismo y del futurismo.

Sin embargo, ¿qué mundo soportaba entonces este presente eterno? Era un mundo que cuanto más «progreso» realizaba más intolerable e inhabitable se volvía para la gran mayoría de la población mundial. Era un mundo de posibilidades desfiguradas, que sacrificaba todas las potencialidades emancipadoras con acciones supuestamente llevadas a cabo en su nombre, pero con el objetivo de anularlas. Era un vértigo sacrificial. Veamos algunas de esas posibilidades desfiguradas. La democracia se imaginó, por lo menos desde la Antigüedad clásica, como el gobierno de las mayorías en beneficio de las minorías. Hoy es, un poco por todas partes, un gobierno de minorías en beneficio de las minorías. El derecho y el sistema jurídico se pensaron y diseñaron como garantía de los débiles contra el poder discrecional de los fuertes. En muchos países hoy es un instrumento adicional de los poderosos contra los oprimidos, e incluso un instrumento de destrucción antidemocrática de adversarios políticos o económicos a través de lo que se acordó llamar, basándose en los manuales militares, guerra jurídica (lawfare). Los derechos humanos, pese a su ambivalente genealogía (tanto sirvieron a los intereses de la Guerra Fría como a las luchas contra las dictaduras), surgieron como una narrativa de dignidad humana y se vincularon a la condicionalidad de los tratados internacionales y de la mal llamada «ayuda al desarrollo». En los últimos tiempos dejaron de ser una condicionalidad para pasar a verse como un obstáculo impertinente, e incluso como un paria por parte de grupos de extrema derecha. Los mismos que en las redes sociales tildan a un político de izquierda de «activista de los derechos humanos» y consideran que este es el insulto más eficaz para derrotarlo. El concepto de desarrollo prometió mejores condiciones de vida para la mayoría de la población. Aunque la promesa fuera poco realista, llegó a tener una enorme credibilidad que, no obstante, perdió fuerza con la creciente desigualdad entre países y la inminente catástrofe ecológica. Por último, las redes sociales e internet, que se presentan de manera fidedigna como la gran promesa de la democratización de la vida social y política, hoy se están transformando en el instrumento central del capitalismo de vigilancia y de la destrucción de la voluntad democrática.

Estas y otras posibilidades desfiguradas contribuyeron a que un sentimiento de agotamiento político e ideológico, la sensación de estar viviendo entre ruinas, invadiera el mundo eurocéntrico o el Norte global. No se trata de una experiencia estética de las ruinas, como la que dominó el Romanticismo europeo. Es más bien la experiencia existencial de vivir ante un paisaje de cimientos que se desmoronan. Es una experiencia nueva sólo para el Norte global. Desde el siglo xvi, las conquistas impusieron a los pueblos conquistados esta misma experiencia. Desde entonces, el Sur global se acostumbró a vivir entre ruinas y a resistir e innovar a partir de estas. Es probable que dicha experiencia histórica sea hoy en día más valiosa que nunca, y no sólo para el Sur global.

Todo lo sólido se desvanece en el aire

Existe un debate en las ciencias sociales sobre si la verdad y la calidad de las instituciones de una determinada sociedad se conocen mejor en situaciones de normalidad, de funcionamiento corriente, o en situaciones excepcionales, de crisis. Tal vez ambos tipos de situación induzcan igualmente al conocimiento, pero sin duda nos permiten conocer o revelar cosas diferentes. Existen muchos conocimientos potenciales resultantes de la pandemia del coronavirus. Este libro se dedica a analizar los que me parecen más importantes. En esta introducción, presento un breve sumario.

La normalidad de la excepción. La pandemia actual no es una situación de crisis claramente opuesta a una situación de normalidad. Desde la década de 1980 –a medida que el neoliberalismo se fue imponiendo como la versión dominante del capitalismo y este se fue sometiendo cada vez más y más a la lógica del sector financiero–, el mundo ha vivido en un estado permanente de crisis. Una situación doblemente anómala. Por un lado, la idea de crisis permanente es un oxímoron, ya que, en el sentido etimológico, la crisis es por naturaleza excepcional y pasajera y constituye una oportunidad para superarla y dar lugar a un estado de cosas mejor. Por otro lado, cuando la crisis es transitoria, debe explicarse por los factores que la provocan. Sin embargo, cuando se vuelve permanente, la crisis se convierte en la causa que explica todo lo demás. Por ejemplo, la crisis financiera permanente se utiliza para explicar los recortes en las políticas sociales (salud, educación, bienestar social) o el deterioro de las condiciones salariales. Se impide, así, preguntar por las verdaderas causas de la crisis. El objetivo de la crisis permanente es que esta no se resuelva. Ahora bien, ¿cuál es el objetivo de este objetivo? Básicamente, hay dos: legitimar la escandalosa concentración de riqueza e impedir que se tomen medidas eficaces para evitar la inminente catástrofe ecológica. Así hemos vivido durante los últimos cuarenta años. Por esta razón, la pandemia sólo está empeorando una situación de crisis a la que la población mundial ha estado sometida. De ahí su peligrosidad específica. En muchos países, el Estado, en general, y los servicios públicos de salud, en particular, estaban hace diez o veinte años mejor preparados para hacer frente a la pandemia que en la actualidad.

La elasticidad de lo social. En cada época histórica, las formas dominantes de vida (trabajo, consumo, ocio, convivencia) y de anticipación o postergación de la muerte son relativamente rígidas y parecen derivarse de reglas escritas en la piedra de la naturaleza humana. Es cierto que cambian gradualmente, pero las alteraciones casi siempre pasan desapercibidas. La irrupción de una pandemia no se compagina con este tipo de cambios. Exige cambios drásticos. Y, de repente, estos se vuelven posibles, como si siempre lo hubiesen sido. Al menos para una minoría de la población mundial vuelve a ser posible quedarse en casa y disponer de tiempo para leer un libro y pasar más tiempo con la familia, consumir menos, prescindir de la adicción de pasar el rato en los centros comerciales, olvidando todo lo que nos resulta necesario en la vida pero que sólo se puede obtener por medios que no sean la compra. La idea conservadora de que no hay alternativa al modo de vida impuesto por el hipercapitalismo en el que vivimos se ha desmoronado. Se hace evidente que no hay alternativas porque el sistema político democrático se ha visto obligado a dejar de discutir las alternativas. Como fueron expulsadas del sistema político, las alternativas entrarán en la vida de los ciudadanos cada vez más por la puerta trasera de las crisis pandémicas, de los desastres medioambientales y de los colapsos financieros. Es decir, las alternativas volverán de la peor manera posible.

La fragilidad de lo humano. La aparente rigidez de las soluciones sociales crea en las clases que más se aprovechan de ellas una extraña sensación de seguridad. Es cierto que siempre hay una cierta inseguridad, pero hay medios y recursos para minimizarla, ya sean atención médica, pólizas de seguros, servicios de empresas de seguridad, terapia psicológica o gimnasios. Este sentimiento de seguridad se combina con el de arrogancia e incluso de condena respecto a todos aquellos que se sienten victimizados por las mismas soluciones sociales. La catástrofe viral interrumpe este sentido común y evapora la seguridad de la noche a la mañana. Sabemos, y se demostrará totalmente en este libro, que la pandemia no es ciega y tiene objetivos privilegiados, pero aun así ha creado una extraña conciencia de comunión planetaria. La etimología del término pandemia dice exactamente eso: el pueblo entero. La tragedia es que, en este caso, la mejor manera de mostrar solidaridad es aislarnos físicamente de los demás y ni siquiera tocarnos. ¿Aceptaremos que esta sea la única manera posible de unir nuestros destinos? ¿Será posible luchar por otras?

Los fines no justifican los medios. La desaceleración de la actividad económica, especialmente en los países más industrializados, ha tenido obvias consecuencias negativas. Pero, por otro lado, ha habido algunas consecuencias positivas. Por ejemplo, la disminución de la contaminación atmosférica. Un especialista en la calidad del aire de la agencia espacial de Estados Unidos (NASA) afirmó que nunca se había visto una caída tan drástica de la contaminación en un área tan extensa. ¿Significa esto que, a principios del siglo xxi, la única forma de evitar la cada vez más inminente catástrofe ecológica es a través de la destrucción masiva de la vida humana? ¿Hemos perdido la imaginación preventiva y la capacidad política para ponerla en práctica?

También se sabe que, para controlar efectivamente la pandemia, China ha implementado métodos particularmente estrictos de represión y vigilancia. Cada vez es más evidente que las medidas fueron eficaces. Resulta que China, a pesar de todos sus méritos, no tiene el de ser un país democrático. Es muy cuestionable que tales medidas puedan implementarse, o hacerlo de manera igualmente eficaz, en un país democrático. ¿Significa esto que la democracia carece de la capacidad política necesaria para responder ante situaciones de emergencia? Como las democracias son cada vez más vulnerables a las fake news, ¿tendremos que imaginar soluciones democráticas basadas en la democracia participativa a escala de barrios y comunidades y en la educación cívica orientada hacia la solidaridad y la cooperación, y no hacia el emprendimiento y la competitividad a toda costa? La verdad es que países democráticos de Asia, como Singapur y Corea del Sur, o de Oceanía, como Nueva Zelanda, tuvieron un éxito reseñable en la lucha contra la pandemia. ¿Acaso no se debería reconocer de ahora en adelante la cultura cívica como un recurso crucial de salud pública?

La guerra de la que se hace la paz. La forma en la que se construyó inicialmente la narrativa de la pandemia en los medios de comunicación occidentales hizo evidente el deseo de demonizar a China. Las malas condiciones higiénicas en los mercados chinos y los extraños hábitos alimentarios de los chinos (primitivismo insinuado) serían el origen del mal. El público de todo el mundo fue alertado, de forma subliminal, sobre el peligro de que China, ahora la segunda economía mundial, llegue a dominar el mundo. Si China no pudo evitar semejante daño a la salud mundial y, además, no pudo superarlo de manera eficaz, ¿cómo podemos confiar en la tecnología del futuro propuesta por China? ¿Acaso el virus nació en China? La verdad es que, según la Organización Mundial de la Salud, el origen del virus aún no se ha determinado. Por lo tanto, es irresponsable que los medios oficiales de Estados Unidos hablen del «virus extranjero» o incluso del «coronavirus chino», sobre todo porque sólo sería posible hacer pruebas gratuitas y determinar con precisión los tipos de gripe que se han dado en los últimos meses en países con buenos sistemas de salud pública (y Estados Unidos no es uno de ellos). Una de las grandes revelaciones de la pandemia ha sido el hecho de darse a conocer que se está agravando peligrosamente para la paz mundial la guerra comercial entre China y Estados Unidos, una guerra sin cuartel que, como todo parece indicar, tendrá que terminar con un vencedor y un vencido. Desde el punto de vista de Estados Unidos, es urgente neutralizar el liderazgo de China en cuatro áreas: la fabricación de teléfonos móviles, las telecomunicaciones de quinta generación, la inteligencia artificial, los automóviles eléctricos y las energías renovables.

La sociología de las ausencias. Una pandemia de estas dimensiones ha causado una justificada conmoción en todo el mundo. Aunque el drama está justificado, es bueno tener siempre en cuenta las sombras que ha ido creando la visibilidad. He aquí algunas de las ausencias. Durante algún tiempo, el poder político logró transmitir la idea de que entre la protección de la vida y la salud de la economía había un trade-off, un intercambio. De ese modo, se admitió que la economía prosperara por encima de una montaña de cadáveres. Los casos patéticos de Estados Unidos, Brasil y la India revelaron cruelmente que dicho intercambio no existía: las muertes no garantizan el crecimiento económico. Asimismo, se pretendió vender la idea de que el coronavirus era democrático. La realidad mostró trágicamente, como relato en este libro, que lo que ocurrió fue bastante diferente. De lo contrario, ¿cómo se puede explicar que más del 61 por 100 de los muertos por covid-19 en Estados Unidos pertenecía a la comunidad negra? Por otro lado, muchos Estados, pese a ser incapaces de proteger con eficacia a su población, usaron la retórica de la protección para concentrar el poder represivo y de vigilancia, creando o agravando así situaciones de estado de excepción permanente. Por último, la orgía de las estadísticas y de los gráficos sobre la progresión de la pandemia se utilizó muchas veces para impedir o hacer olvidar la discusión sobre las verdaderas causas de la recurrencia de las pandemias, para no cuestionar los actuales modelos de desarrollo.

La trágica transparencia del virus

Los debates culturales, políticos e ideológicos de nuestro tiempo tienen una extraña opacidad debido al alejamiento de la vida cotidiana de la gran mayoría de la población, los ciudadanos comunes, «la gente de a pie», como dicen los latinoamericanos. En particular, la política, que debería mediar entre las ideologías y las necesidades y aspiraciones de los ciudadanos, ha renunciado a dicha función. El único rastro de esta mediación se observa en las necesidades y aspiraciones del mercado, ese megaciudadano disforme y monstruoso que nadie vio, tocó ni olió jamás, un ciudadano extraño que sólo tiene derechos y no tiene ningún deber. Es como si la luz que proyecta nos cegara. De repente, irrumpe la pandemia, la luz de los mercados se desvanece y, de la oscuridad con la que siempre nos amenazan si no les rendimos pleitesía, surge una nueva claridad. La claridad pandémica y las apariciones en las que se materializa. Lo que esta nos permita ver y cómo se interprete y evalúe determinarán el futuro de la civilización en la que vivimos. Este libro aborda este desafío.

La pandemia es una alegoría. El significado literal de la pandemia del coronavirus es el miedo caótico generalizado y la muerte sin fronteras causados por un enemigo invisible. Pero lo que expresa es mucho más que esto. He aquí algunos de los significados que surgen de ella. El todopoderoso invisible puede ser infinitamente grande (el dios de las religiones del libro) o infinitamente pequeño (el virus). En los últimos tiempos, ha surgido otro ser todopoderoso invisible, ni grande ni pequeño al ser deforme: los mercados. Al igual que el virus, es insidioso e impredecible en sus mutaciones y, como dios (santísima trinidad, encarnaciones), es uno y muchos. Se expresa en plural, pero es singular. A diferencia de dios, los mercados son omnipresentes en este mundo y en el mundo del más allá. Y, a diferencia del virus, son una bendición para los poderosos y una maldición para todos los demás (la aplastante mayoría de los humanos y la totalidad de la vida no humana). A pesar de ser omnipresentes, todos estos seres invisibles tienen espacios de recepción específicos: el virus, en los cuerpos; dios, en los templos; los mercados, en las bolsas de valores. Fuera de estos espacios, el ser humano es un ser sin hogar trascendental.

Sujetos a tantos seres impredecibles y todopoderosos, el ser humano y toda la vida no humana de la que depende son inminentemente frágiles. Si todos estos seres invisibles permanecen activos, la vida humana pronto será (si no lo es ya) una especie en peligro de extinción. Está sujeta a un orden escatológico y se acerca al fin. La intensa teología que se teje alrededor de esta escatología contempla varios niveles de invisibilidad e imprevisibilidad. El dios, el virus y los mercados son las formulaciones del último reino, el más invisible e impredecible, el reino de la gloria celestial o la perdición infernal. Sólo ascienden a él aquellos que se salvan, los más fuertes (los más santos, los más jóvenes, los más ricos). Debajo de ese reino está el reino de las causas. Es el reino de las mediaciones entre lo humano y lo no humano. En este reino, la invisibilidad es menos tupida, pero la producen las intensas luces que proyectan sombras densas sobre él. Este reino está compuesto por tres unicornios. Sobre el unicornio, Leonardo da Vinci escribió: «El unicornio, debido a su falta de templanza e incapacidad para dominarse a sí mismo, y también al deleite que le brindan las doncellas, olvida su ferocidad y salvajismo. Deja de lado la desconfianza, se acerca a la doncella sentada y se duerme en su regazo. De este modo, los cazadores logran cazarlo» (Da Vinci, 2016: 320). En otras palabras, el unicornio es un todopoderoso feroz y salvaje que, sin embargo, tiene un punto débil, sucumbe a la astucia de todo el que logre identificarlo.

Desde el siglo xvii, los tres unicornios han sido el capitalismo, el colonialismo y el patriarcado. Estos son los principales modos de dominación. Para dominar efectivamente, tienen que ser imprudentes, feroces e incapaces de ser dominados, como advierte Da Vinci. A pesar de ser omnipresentes en la vida de los humanos y las sociedades, son invisibles en su esencia y en la articulación esencial entre ellos. La invisibilidad proviene de un sentido común inculcado en los seres humanos por la educación y el adoctrinamiento permanentes. Este sentido común es, al mismo tiempo, evidente y contradictorio. Todos los seres humanos son iguales (afirma el capitalismo); pero, como existen diferencias naturales entre ellos, la igualdad entre los inferiores no puede coincidir con la igualdad entre los superiores (afirman el colonialismo y el patriarcado). Este sentido común es antiguo y Aristóteles ya debatió sobre él, pero no fue hasta el siglo xvii que se introdujo en la vida de las personas de a pie, primero en Europa y luego en el resto del mundo.

A diferencia de lo que piensa Da Vinci, la ferocidad de estos tres unicornios no sólo se basa en la fuerza bruta. También se basa en la astucia que les permite desaparecer cuando aún están vivos o parecer débiles cuando permanecen fuertes. La primera astucia se revela en un gran número de artimañas. Así pues, con la victoria de la Revolución rusa, parecía que el capitalismo había desaparecido en una parte del mundo. Sin embargo, simplemente hibernó dentro de la Unión Soviética y siguió controlando desde fuera (capitalismo financiero, contrainsurgencia). Hoy, el capitalismo adquiere más vitalidad en el corazón de su mayor enemigo de siempre, el comunismo, en un país que pronto será la primera economía del mundo: China. A su vez, el colonialismo ocultó su desaparición con la independencia de las colonias europeas, pero, de hecho, continuó metamorfoseándose en neocolonialismo, imperialismo, dependencia y racismo. Finalmente, el patriarcado parece estar muriendo o debilitándose debido a las importantes victorias de los movimientos feministas en las últimas décadas, pero, en realidad, la violencia doméstica, la discriminación sexista y el feminicidio siguen aumentando sin parar. La segunda astucia consiste en la aparición del capitalismo, el colonialismo y el patriarcado como entidades separadas que no tienen nada que ver entre ellas. La verdad es que ninguno de estos unicornios separados tiene el poder de dominar. Sólo los tres juntos son todopoderosos. Es decir, mientras haya capitalismo, habrá colonialismo y patriarcado. Las combinaciones pueden variar mucho dependiendo del país, pero globalmente prevalecen.

El tercer reino es el de las consecuencias. Es el reino en el que los tres poderes todopoderosos muestran su verdadero rostro. Esta es la capa que la gran mayoría de la población logra ver, aunque con cierta dificultad. Este reino tiene hoy dos paisajes principales donde lo siguiente es más visible y cruel: la concentración escandalosa de riqueza con la consecuente desigualdad social extrema; la destrucción de la vida en el planeta con la inminente catástrofe ecológica. Es ante estos dos paisajes brutales que los tres seres todopoderosos y sus mediaciones muestran hacia dónde nos llevan si continuamos considerándolos todopoderosos. ¿Pero son todopoderosos? ¿O acaso su omnipotencia sólo es el espejo de la incapacidad inducida por los humanos para luchar contra ellos? He aquí la cuestión.

La realidad suelta y la excepción en tiempos excepcionales

La pandemia otorga una libertad caótica a la realidad y cualquier intento de aprisionarla analíticamente está condenado al fracaso, ya que la realidad siempre va por delante de lo que pensamos o sentimos sobre ella. Teorizar o escribir sobre ella es poner nuestras categorías y nuestro lenguaje al borde del abismo. Como diría André Gide, es concebir a la sociedad contemporánea y su cultura dominante como una mise en abyme[1]. Los intelectuales son los que más deberían temer esta situación. Al igual que lo que ocurrió con los políticos, los intelectuales, en general, también dejaron de mediar entre las ideologías, las necesidades y las aspiraciones de los ciudadanos comunes. Median entre ellos, entre sus pequeñas y grandes diferencias ideológicas. Escriben sobre el mundo, pero no con el mundo. Hay pocos intelectuales públicos, y estos tampoco escapan al abismo de estos días. La generación que nació o creció después de la Segunda Guerra Mundial se acostumbró a tener un pensamiento excepcional en tiempos normales. Ante la crisis pandémica, les resulta difícil pensar en la excepción en tiempos excepcionales. El problema es que la práctica caótica y esquiva de los días va más allá de la teorización y debe entenderse en términos de subteorización. En otras palabras, como si la claridad de la pandemia creara tanta transparencia que nos impidiera leer y mucho menos reescribir lo que estábamos registrando en la pantalla o en papel. Son dos ejemplos que analizaré más tarde. Tan pronto como estalló la crisis pandémica, Giorgio Agamben se rebeló contra el peligro del surgimiento de un estado de excepción, un surgimiento que viene de lejos y que con la pandemia sólo se ha agravado. El Estado, al tomar medidas para vigilar y restringir la movilidad con el pretexto de combatir la pandemia, adquiere poderes excesivos que ponen en peligro la propia democracia. Esta advertencia tiene sentido y, como veremos en el Capítulo 5, fue premonitoria en el caso de algunos países. Pero se escribió en un momento en el que los ciudadanos, presos del pánico, se dieron cuenta de que los servicios nacionales de salud no estaban preparados para combatir la pandemia y exigieron que el Estado tomara medidas efectivas para prevenir la propagación del virus. La reacción no tardó en llegar y Agamben tuvo que dar marcha atrás. En otras palabras, la excepcionalidad de esta excepción no le permitió pensar que hay varios tipos de excepciones, y que, por lo tanto, en el futuro no sólo tendremos que distinguir entre Estado democrático y estado de excepción, sino también entre estado de excepción (estado de emergencia, de alerta, de calamidad, etc.) democrático y estado de excepción antidemocrático.

El segundo ejemplo se refiere a Slavoj Žižek, quien al mismo tiempo predijo que la pandemia apuntaba al «comunismo global» como la única solución futura. La propuesta se alineaba con sus teorías planteadas en tiempos normales, pero pareció totalmente descabellada en tiempos de excepción excepcional. Él también tuvo que reconsiderarlo. Por muchas razones, he argumentado que ha concluido el momento de los intelectuales de vanguardia. Los intelectuales deben aceptarse como intelectuales de retaguardia, deben estar atentos a las necesidades y aspiraciones de los ciudadanos comunes y teorizar a partir de ellas. De lo contrario, los ciudadanos estarán indefensos ante los únicos que saben hablar su idioma y entienden sus preocupaciones. En muchos países, estos son los pastores evangélicos conservadores o los imanes del islamismo radical, apologistas de la dominación capitalista, colonialista y patriarcal.

La escala del planeta visto desde el virus

La pandemia provocó el mayor cambio de escala de la vida humana y del planeta después de 1972. El 7 de diciembre de 1972, los astronautas de la nave espacial Apolo fotografiaron por primera vez el planeta Tierra a 29.000 kilómetros de altura durante su viaje a la Luna. Fue entonces cuando surgió The Blue Marble, una sorprendente imagen de la Tierra que rápidamente se transformó en la más reproducida de la historia. Esta imagen cambió profundamente la representación dominante de la escala del planeta en el conjunto del universo. Lo que hasta entonces era infinitamente grande e inabarcable para la mayoría de los mortales surgía ahora como una pequeña esfera girando en un universo, ese sí, infinito. En esta nueva escala, el mundo aparecía miniaturizado, una pequeña casa común con el destino común que la hacía rotar de manera regular en un espacio infinito. Ante esa fuerte imagen de comunidad, los conflictos, las diferencias y las divergencias eran necesariamente relativizados.

Por otras vías mucho menos emocionantes, el coronavirus produce el mismo efecto de escala. Hoy el mundo parece más global de lo que ha sido alguna vez a través de las dinámicas del capitalismo o el colonialismo. Y, al mismo tiempo, más pequeño, porque, pese a todas las desigualdades que la propagación, la prevención y la mitigación del virus produjeron y agravaron, la expansión del virus ha sido sorprendente, imprevisible y caótica. La distancia del agente que produce este cambio de escala ahora no procede de un espacio sideral, radicalmente exterior. Procede, por el contrario, del interior más íntimo de la vida en el planeta. Es un astronauta interno, secreto, que viaja por las profundidades de las porosidades entre la vida humana y la no humana, un viaje cada vez más rápido y agresivo a través de las decisiones irresponsables y arrogantes con que los humanos han superpuesto la vida humana a la vida no humana del planeta.

Sin embargo, hay diferencias importantes entre los dos cambios de escala. El cambio de escala producido por los astronautas siderales era auspicioso, no exigía cambios de curso, sólo mostraba la irreflexión e incluso la futilidad de las rivalidades entre países, e incluso entre grupos humanos. El cambio de escala producido por el astronauta interior es amenazador y exige un cambio de rumbo, bajo pena de continuar e intensificar su destrucción de vida humana. Si este cambio se da o no, no depende del virus y por ahora es una cuestión que permanece abierta, pero las consecuencias no se harán esperar. Mientras que el astronauta sideral mostraba la íntima simbiosis de la vida humana y de la vida no humana, el astronauta interior no se limita a mostrar eso, sino que también revela que, en caso de conflicto, la vida no humana no continuará en el planeta, aunque se extinga la vida humana. En otras palabras, la vida humana necesita más el planeta que el planeta la vida humana.

Ante este cambio radical de escala, la acción política tendrá necesariamente que cambiar, so pena de volverse globalmente ridícula e irrelevante. Basta con pensar en eslóganes como «America first» o «America great again», proclamados hasta la saciedad por el presidente Donald Trump, ahora más cómicos y grotescos que nunca. El país más rico del mundo es, de repente, el más vulnerable a la pandemia; el país que tiene poderío militar y nuclear para destruir varios mundos no fabrica productos esenciales para proteger a sus propios ciudadanos y, en especial, a los profesionales sanitarios; manifiesta una incompetencia y una descoordinación para lidiar con la pandemia tan escandalosas que más bien parece un nuevo tipo de Estado fracasado.

Así pues, la miniaturización de la escala del mundo producida por el coronavirus es la segunda de los últimos cincuenta años. La primera, la de los astronautas siderales, no produjo los efectos que se imaginaba. No puso fin a las rivalidades entre Estados, principalmente a la Guerra Fría. Al final, la carrera al espacio sideral era, ella misma, una instancia de la Guerra Fría. Esta terminaría más tarde con la caída del Muro de Berlín en 1989. Y ese hecho tampoco propició el «dividendo de la paz», como se decía entonces, la oportunidad que existió a partir de ese momento de poner fin a la carrera por el armamento y de usar el dinero público en políticas de bienestar de los ciudadanos y las comunidades. En cambio, los presupuestos militares, tras un corto periodo de reflujo, volvieron a crecer, y así ha sucedido hasta hoy. Y, según la antigua Unión Soviética, ahora Rusia, más pequeña y totalmente integrada en el mundo capitalista, eso duró poco. Volvió a surgir la lucha por la influencia geoestratégica en Europa (crisis de Ucrania), en Oriente Medio (guerra de Siria) y, por último, en América Latina (crisis de Venezuela). Mientras tanto, sobre todo a partir del nuevo milenio, la Guerra Fría empezó a desplazarse hacia Oriente, y China pasó a ser el nuevo eje de la Guerra Fría. Así pues, en un abrir y cerrar de ojos, China pasó de ser el gran socio económico a ser vista como una potencia rival, hasta transformarse en un enemigo cuya influencia global se debe neutralizar.

En este contexto surge la segunda miniaturización de la escala del mundo, ahora provocada por la pandemia. ¿Acaso hay condiciones para que, esta vez, afrontemos tareas que, al ser planetarias, sólo se pueden afrontar a escala planetaria? A diferencia de los astronautas siderales, el astronauta profundo, de quien por ahora no podemos defendernos sin tener que escondernos en nuestras casas (¿cobardemente, pensará él?), es amenazador, trae malas noticias y anuncia otras peores. ¿Sabremos leerlas e interpretarlas, sacar de estas las debidas consecuencias?

Hay algo que parece cierto, no debemos esperar a una tercera miniaturización del mundo para decidir actuar en conjunto a fin de salvar la vida en el planeta. Puede que entonces seamos demasiado pequeños o demasiado pocos para que merezca la pena decidir. Intentar salvar la vida del planeta en los escombros o entre fosas comunes es un ejercicio, además de fútil, macabro.

Las metáforas en curso

El nuevo coronavirus ha resultado ser una fuente abundante de metáforas. Todas ellas representaron un gran desplazamiento de los contextos en los que dichas metáforas se usan en circunstancias normales. Esto demuestra la sorpresa y el espanto que suscitó la pandemia de la covid-19. Las metáforas constituyen un intento de domesticar este virus como fenómeno y de intentar enmarcarlo en el dominio de lo comprensible en el ámbito social, filosófico y cultural. Las metáforas, lejos de ser arbitrarias, son intencionales, invocan diferentes tipos de acción e imaginan diferentes sociedades pospandemia. Distingo tres metáforas: el virus como enemigo, el virus como mensajero y el virus como pedagogo.

El virus como enemigo

Esta metáfora fue la favorita de los gobiernos. La guerra es y será siempre algo perteneciente exclusivamente al Estado. También es, entre las posibles obligaciones estatales, aquella en la que el Estado reúne más consenso. La metáfora del enemigo es una doble metáfora, porque concibe la lucha contra el virus como una guerra, y el virus, como el enemigo a derrotar. La metáfora de la guerra evoca con eficacia la seriedad de la amenaza y la necesidad patriótica de la unión en el combate a esa amenaza. A los Estados les resulta particularmente útil este llamamiento a la unidad, puesto que en el periodo anterior fueron escenario de grandes protestas sociales, como es el caso de Francia con las manifestaciones de los chalecos amarillos (gilets jaunes). La guerra implica el uso de medidas extremas de combate. Fomenta una narrativa política simplista del tipo «o está con nosotros o contra nosotros». Con el enemigo no se discute ni se argumenta, al enemigo se lo elimina.

La metáfora del enemigo tiene dos sesgos principales. Por un lado, centra la acción contra la pandemia exclusivamente en el Estado. Ahora bien, como veremos, en la lucha contra la pandemia estuvieron decisivamente implicadas familias, comunidades, asociaciones y, sobre todo, los profesionales sanitarios que actuaron con un espíritu de misión que no se reduce al mero estatuto de funcionario público. Por otro lado, esta metáfora implica que, una vez ganada la guerra, todo volverá a la normalidad. Sin embargo, lo más probable es que no sea así, no sólo porque la victoria definitiva es un escenario muy incierto, sino también porque, cuando ocurra dicha victoria, si es que ocurre, la nueva normalidad será muy diferente de la que hemos vivido hasta ahora. Además de todo esto, es muy probable que no se elimine el virus, más bien se domesticará o se neutralizará a través de los anticuerpos que producimos y las vacunas. Puede que al final la guerra no se gane, y que a lo máximo que podamos aspirar sea a obtener unas treguas temporales y condicionadas.

En los últimos cincuenta años, la metáfora de la guerra fue ampliamente usada en el mundo occidental liderado por Estados Unidos para mencionar la percepción de la seriedad de las amenazas que lo podrían destruir. Si la historia nos sirve de lección, esas guerras se diseñaron para ser guerras permanentes y puede que incluso perpetuas. Así ha sido la guerra contra el comunismo, a pesar de no haber hoy comunismo en ninguna parte del mundo, ni siquiera en China, donde lo que domina es un capitalismo de Estado. Lo mismo pasa con la guerra contra el terrorismo, con la guerra contra las drogas y, más recientemente, con la guerra contra la corrupción. Ninguna de estas guerras se ha terminado en la actualidad ni está previsto que se termine en los próximos tiempos. ¿Ocurrirá lo mismo con la guerra contra la pandemia? Curiosamente, la guerra contra las pandemias recientes[2] tiene en común con las otras guerras permanentes el hecho de ser una guerra irregular. El enemigo es impreciso, engañoso, no respeta las leyes de la guerra, no usa tácticas convencionales, y el combate contra él se tiene que pautar a través de los mismos medios para ser eficaz. ¿Acaso la guerra contra la covid-19 será una nueva guerra para añadir al catálogo de las guerras permanentes o eternas? Sabemos que, hasta que las vacunas no estén disponibles para una amplia mayoría, la guerra no terminará. Hasta entonces viviremos en un periodo que caracterizo como la pandemia intermitente. Sin embargo, incluso después de la vacuna, y si no se altera el modelo de desarrollo, de consumo y de civilización en el que vivimos, es altamente previsible que surjan otras pandemias. Por tanto, podemos estar ante una guerra permanente más. Esta posibilidad debe ser motivo de preocupación, y no sólo por el hecho de que esta implique la reaparición de virus cada vez más frecuentes y letales. No debemos olvidar que las guerras permanentes referidas anteriormente han servido a quienes las han declarado para alcanzar fines que no tienen nada que ver con los fines declarados. Han servido, sobre todo, para neutralizar a adversarios políticos y para controlar zonas de influencia geoestratégica. ¿Acaso la guerra contra el virus tiene también esta función? Algunas señales perturbadoras están ahí. La guerra contra la pandemia es, a escala de las grandes potencias (Estados Unidos, China y la Unión Europea), una instancia de la guerra por la hegemonía geoestratégica entre China y Estados Unidos. Y lo mismo se aplica a la guerra de las vacunas.

Además, la metáfora de la guerra tiene un impacto negativo en la vida democrática de la sociedad que combate el virus. El tiempo de guerra es un tiempo de estado de excepción, un tiempo en el que las órdenes no se discuten y sólo se obedecen. No es el momento de discutir razones o proponer alternativas. La obediencia incondicional es, a fin de cuentas, para nuestro bien y, si no obedecemos, ponemos nuestra vida en riesgo e incluso la vida de los demás. La guerra representa un gran peso para la ciudadanía. Sólo no será un peso fatal si es de corta duración. ¿Y si no lo es?

En suma, la metáfora de la guerra y del enemigo no nos ayuda a imaginar una sociedad mejor, más diversa en las experiencias interculturales, más democrática, más equitativa, más justa y menos propensa a virus tan letales. Esta metáfora expresa una pulsión de muerte contra la amenaza de muerte que el virus representa. Es muerte contra muerte, y nada nos dice sobre la posibilidad de desear que no haya guerra. En vista de esto, esta metáfora no me parece muy útil. Sin embargo, podría ser diferente si la metáfora de la guerra y del enemigo se deconstruyera a fin de permitirnos ver y entender a los enemigos en esta guerra. Al fin y al cabo, si el virus es el enemigo de la sociedad, es justo pensar que la sociedad puede que sea la enemiga del virus. Para ello sería bueno seguir el ejemplo del fotógrafo de guerra Karim Ben Khelifa expresado en su extraordinario documental The Enemy[3]. Tras ser fotógrafo de guerra durante quince años, Karim Ben Khelifa empezó a cuestionarse la utilidad de sus fotos, puesto que estas no cambiaban en nada la actitud de la gente respecto a la guerra, no hacían que desearan la paz. Llegó a la conclusión de que una de las razones quizá era el hecho de que los enemigos fueran invisibles. En vista de esto, decidió dar visibilidad a los combatientes, dándoles voz y permitiendo que se presentaran y explicasen sus motivos, sus sueños y sus miedos. Al hacerlo, recurriendo a altas tecnologías de comunicación, acabó permitiendo confrontar los puntos de vista de los enemigos con los de quienes luchaban contra ellos. Y los enemigos dejaron de ser enemigos. ¿Seríamos capaces de hacer lo mismo en el caso de la guerra contra el virus? ¿Cómo se podría dar visibilidad a nanoentidades? ¿Cómo podríamos conocer sus razones para atacarnos, sus puntos de vista sobre la sociedad en la que vivimos? Y, si eso fuera posible, ¿qué razones daríamos para intentar eliminarlos o por lo menos neutralizarlos? ¿Sería posible comprar razones y puntos de vista e incluso dejarnos convencer para cambiar profundamente nuestras formas de vida? Entonces sería posible no sólo una tregua, sino también una convivencia basada en comportamientos más civilizados entre ambas partes. Por desgracia, pese al gran esfuerzo de Karim Ben Khelifa, la guerra significa guerra y se hizo para matar y morir.

El virus como mensajero

La segunda metáfora es la que concibe el virus como un mensajero. Sin duda, como un mensajero de la naturaleza. Para esta metáfora no interesa conocer el contenido específico o los detalles del mensaje. El mensaje se halla en la propia presencia del virus. Es un mensaje performativo. Es un mensaje pésimo porque consiste en la muerte o en la amenaza de muerte. Este mensaje cuestiona qué hacer con el mensajero. En la tradición oriental china había un acuerdo tácito entre las partes en guerra según el cual los mensajeros que fueran enviados por cada una de ellas irían desarmados y no correrían ningún riesgo personal. Ya en la tradición occidental, si nos remontamos al antiguo Egipto y la antigua Grecia, la historia de mensajeros asesinados por traer malas noticias es recurrente. Tan recurrente que «matar al mensajero» pasó a ser un topos cultural y una táctica política. En las Vidas paralelas de Plutarco se cuenta que Tigranes, perturbado por la noticia de que las fuerzas de Lúculo se acercaban amenazadoramente, mató al mensajero para calmar su ansiedad. En la obra Antonio y Cleopatra de Shakespeare, Cleopatra amenaza con arrancarle los ojos al mensajero que le trae la noticia de que Antonio se ha casado con Octavia, hermana de Octavio César. Este topos de «matar al mensajero» está bien presente en nuestros días. Basta con considerar el modo en que Julian Assange ha sido tratado (puede que sea más exacto decir asesinado lentamente) por haber traído tantos mensajes malos a los poderosos de nuestro mundo.

En el caso de la metáfora del virus como mensajero, se activa este arquetipo cultural de «matar al mensajero». Es cierto que una minoría de los que usan esta metáfora la prefieren a la metáfora del enemigo, precisamente porque quieren entender el mensaje, por más doloroso que sea. Sin embargo, en el discurso público, incluso cuando se usa la metáfora del virus como mensajero, no se pierde un minuto en intentar descodificarla. El pánico o el terror del mensaje performativo (muerte o amenaza de muerte) es tan grande que no se intenta investigar la causa de la muerte, como sería propio de cualquier investigación criminal o novela policíaca. El próximo paso es un non sequitur con el significado del mensaje. A la sociedad le basta con el hecho de no gustarle la noticia que trae el virus. No intenta confrontarla y mucho menos cuestionar las razones que la pueden haber provocado. En lugar de esto, concentra todo su esfuerzo en matar al mensajero.

Por esta razón, la metáfora del virus como mensajero no me parece una buena metáfora para ayudarnos a pensar cómo podremos impedir en el futuro la llegada de nuevos mensajeros, eventualmente con noticias aún más aterradoras. Al igual que la metáfora del enemigo, la metáfora del mensajero se centra en la eliminación de este virus. Sirve para defendernos en el presente, pero no para defendernos del futuro.

El virus como pedagogo

Yo me decanto por la metáfora del virus como pedagogo. Es la única que nos exige intentar comprender el virus, las razones de su acción, y, en función de ello, intentar organizar las respuestas sociales que, en el futuro, podrán disminuir la posibilidad de ser visitados por nuevos virus de esta manera tan indeseable. Concebir el virus como pedagogo es darle una dignidad muy superior a la que se le da a través de las metáforas anteriores. Para la metáfora de la guerra, el virus es un enemigo que se debe eliminar, para la metáfora del mensajero, el virus es un portador que no tiene ningún papel significativo en las rivalidades en juego. Como portador, seguro que se limitará a decirnos lo que el mensajero dijo a Cleopatra en la obra de Shakespeare: «Gentil señora, yo sólo traigo noticias de una boda que no es mía»[4]. La metáfora del pedagogo es la única que nos obliga a interactuar con el virus, a convertirlo en un sujeto digno de tener un diálogo con nosotros. Como es obvio, es un pedagogo cruel, que no pierde el tiempo en explicar las razones de su forma de actuar y simplemente actúa como debe actuar. Sin embargo, no es un ser irracional. Tuvo sus razones para llegar ahora hasta nosotros y para llegar de la manera que lo ha hecho. Así pues, es necesario intentar pensar en él, para poder pensar progresivamente con él, hasta finalmente pensar desde su propio punto de vista.