El hermano Juan o el mundo es teatro - Miguel de Unamuno - E-Book

El hermano Juan o el mundo es teatro E-Book

Miguel de Unamuno

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Beschreibung


La obra retoma el mito de Don Juan, pero desde otra perspectiva: La vejez del mito. Don Juan, arrepentido de sus desmanes amorosos, que visto en perspectiva no le han producido una vida gratificante y han provocado las desgracias de muchas mujeres, se recluye en un convento y, desde allí intenta recomponer la vida de las damas a las que ha provocado tanto dolor.

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Veröffentlichungsjahr: 2020

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Miguel de Unamuno

Miguel de Unamuno

EL HERMANO JUAN O EL MUNDO ES TEATRO

Traducido por Carola Tognetti

ISBN 978-88-3295-926-0

Greenbooks editore

Edición digital

Noviembre 2020

www.greenbooks-editore.com

ISBN: 978-88-3295-926-0
Este libro se ha creado con StreetLib Writehttp://write.streetlib.com

Indice

I

II

I

MICUEL DE UNAMUNO

«¡Mi querido lector! ¡Lee, si es posible, en voz alta! ¡Y si lo haces, gracias por ello! Y si no lo haces tú, mueve a otros a ello, y gracias a cada uno de ellos y a ti de nuevo. Al leer en voz alta recibirás la más fuerte impresión, la de que tienes que habértelas contigo mismo y no conmigo que carezco de autoridad ni con otros que te serían distracción.»

Soeren Kierkegaard, Prólogo (del 1 de agosto de 1851) a Para examen de conciencia, dedicado a sus contemporáneos.

Prólogo

Este prólogo es, en realidad de apariencia, un epílogo. Como casi todos los prólogos. Aunque… ¿sí? ¿Nacen los hombres —a contar entre éstos a los llamados entes de ficción, personajes de drama, de novela o de narración histórica— , nacen de las ideas los hombres, o de éstos aquéllas? ¿Es el hombre una idea encarnada —en carne de ficción , o es la idea un hombre historiado, eternizado así? Voy a contarte, lector, cómo me nació este mi «El Hermano Juan».

Un compañero de letras, Julio de Hoyos, que había escenificado mi

«Nada menos que todo un hombre» (novela) dejándomelo reducido a «Todo un hombre» (drama), me propuso llevar a escena mi

«Niebla» —¿por qué la llamé nivola? Lo tuve, desde luego, por un despropósito. Mí Augusto Pérez, el héroe —héroe, sí— de mi

«Niebla», se afirma frente a mí y aun en contra de mí, el autor del libro —del libro, no de Augusto Pérez—, sosteniendo que él, y no yo, es la verdadera realidad histórica, el que de veras existe y vive

—sólo vivir es existir—, y yo un mero pretexto para que él exista y viva en los lectores de su historia. Y lo tuve por despropósito porque no cabe en escenario de tablas un personaje de los que llamamos de ficción representado allí por un actor de carne y hueso, y que afirme que él, el representado, es el real y no quien lo representa, y menos el autor de la pieza, que puede estar hasta materialmente muerto. ¿Y cuando pre sumí después que acaso se propusiera proyectarme a mí, al autor, cinematográfica mente, y acaso hacerme hablar por fonógrafo? ¡Antes muerto! Sólo se vive por la palabra viva, hablada o escrita, no de máquina. Y entonces me di cuenta de que la verdadera escenificación, realización histórica, del personaje de ficción estriba en que el actor, el que representa al personaje, afirme que él y con él el teatro todo es ficción y es ficción todo, todo teatro, y lo son los espectadores mismos. Que es igual que lo otro, que lo que parece inverso. Son dos términos al parecer contradictorios, mas que se identifican. ¿Qué más da que se afirme

que es todo ficción o que es todo realidad? Y me acordé al punto de Don Juan Tenorio y de su leyenda.

Porque toda la grandeza ideal, toda la realidad universal y eterna, esto es: histórica, de Don Juan Tenorio consiste en que es el personaje más eminentemente teatral, representativo, histórico, en que está siempre representado, es decir, representándose a sí mismo. Siempre queriéndose. Queriéndose a sí mismo y no a sus queridas. Lo material, lo biológico, desaparece junto a esto. La biología desaparece junto a la biografía, la materia junto al espíritu.

Si Don Quijote dice «¡Yo sé quién soy!», Don Juan nos dice lo mismo, pero de otro modo: «¡Yo sé lo que represento! ¡Yo sé qué represento!» Así como Segismundo sabe que se sueña. Que es también representarse. Se sueñan los tres y saben que se sueñan. Don Juan se siente siempre en escena, siempre soñándose y siempre haciendo que le sueñen, siempre soñado por sus queridas. Y soñándose en ellas. ¿Y la lujuria? ¿la libido —pues que este término latino han puesto en modo los especialistas biológicos—?

¿la… —no la llamaremos amor—, la rijosidad? ¡Bah! No se trata de biología, sino de biografía; no de materia, sino de espíritu; no de física, sino de metafísica. O sea de historia. Porque la metafísica es historia y la historia es metafísica. Y la filosofía, ¿qué es sino la historia del desarrollo del pensamiento universal humano?

Hay dos principales concepciones llamadas materialistas de la historia, dos materialismos históricos: el de Carlos Marx y el de Segismundo Freud. Y frente a ellas, y en gran parte contra ellas, una que podríamos llamar concepción —acaso mejor: sentimiento— histórica de la materia. Hay la concepción materialista del hambre, la de la conservación del individuo material, del animal humano, y hay la de la reproducción, que es también conservación, conservación del género material humano, del linaje. Y las dos, en el fondo, se completan y hasta se funden. ¿Es que el animal humano —como los demás anima les— se conserva para reproducirse, o se reproduce para conservarse? A los biólogos con el problema. Y ellos os

marearán con el metabolismo, el anabolismo y el catabolismo. Y el estómago y los órganos sexuales.

Mas frente a esta doble concepción materialista de la historia — dirigida ésta por el hambre y por la libido — hay la concepción histórica de la materia, la de la personalidad. Algún filósofo la llama vanidad. Y con ella, si queréis, la envidia. Así la leyenda bíblica que abre la verdadera historia humana, la de la guerra, la de la lucha por la vida — struggle for life—, con el asesinato de Abel por su hermano Caín, no se lo hace cometer a éste en aquél ni por hambre ni por celo, ni disputándole pan ni disputándole hembra. Sino que Caín, el labrador, mata a Abel, al pastor de ovejas, porque Yahvé, el Señor, ve con buenos ojos las ofrendas de Abel y no las de Caín. O sea que ve con buenos ojos al uno y no al otro. Y le mata Caín a Abel por envidia. En el fondo, lucha de personalidad, de representación. No es lo que aquí juega la necesidad física, material, de conservarse ni la de reproducirse, sino la necesidad psíquica, espiritual, de representarse y con ello de eternizarse, de vivir en el teatro que es la historia de la humanidad. O en este caso bíblico, la de ser recibido en la mente, en la memoria, del Creador de cielo y tierra, de que este Señor le mire. «Aquel día me miró Dios» o «vino a verme Dios», dicen los campesinos, labrado res o pastores, cuando se refieren a alguno en que les nació o les medró fortuna. Y a esta concepción histórica volveré pronto.

Hánse apoderado de la figura histórica de Don Juan, y hasta han pretendido acotársela, los biólogos, los fisiólogos, los médicos —y hasta, entre éstos, los psiquiatras!—, y hánse dado a escudriñar sí es —no si era— un onanista, un eunucoide, un estéril —ya que no Un impotente— , un homosexual, un esquizofrénico —¿qué es ésto?— , acaso un suicida frustrado, un ex-futuro suicida. A partir, en general, de que no busca sino el goce del momento. Ni siquiera conservarse, menos reproducirse, sino gozarse. Proceso catabólico, que diría un biólogo.

¿Un onanista? Hay quien lo cree. Y son los más groseros de concepción. Un onanista… en la hembra. Un perfecto egoísta, que

es siempre, aun en la más íntima compañía y en el más apretado abrazo, un solitario. Que ni siquiera trata de adentrarse en la hembra, en su presa, de fundirse con ella, sino a lo más de ensimismarse, no de enajenarse, en ella. Y nada de conocerla. De conocerla en el hermoso sentido bíblico cuando se dice de un varón que conoció a su mujer. Que es para él mujer y no hembra, persona y no animal. Por algo los fieles cristianos han identificado la tentación del conocimiento, de probar el fruto del árbol de la ciencia del bien y del mal, con la tentación de la concupiscencia carnal.

Ese Don Juan, entendido así, como un gozador solitario, aunque en compañía, es a lo más como el rano —el macho de la rana—, que, aunque fecunda los huevos de la hembra, lo hace fuera de ésta, si bien la tiene cogida, la palpa, la ve y la huele. Otros animales, ni eso siquiera. Ni conocen materialmente a la hembra, ni la ven, ni la tocan, ni la huelen. Lo de la compenetración, lo de la fusión, se queda para el espermatozoo masculino y para el óvulo femenino, que no se sabe que tengan psique. Y éstos sí que se digieren mutuamente, se entredevoran, se funden, se conjugan. Los otros se limitan a gozarse un momento a sí mismos.

Y aquí se enredan nuestros biólogos en teorías sobre la homosexualidad, y cómo el goce, que es el medio, borra el fin, que es la reproducción. Suponiendo, claro está, que la naturaleza tenga fines, sea finalista. Aunque no será eso de la homosexualidad fruto de un oscuro instinto malthusiano? Gozar el goce del momento, gozar inmediatamente lo mediato, sin sentido de la finalidad, que es la reproducción, la continuidad y continuación de la especie. El pobre animal no se conoce fuera de sí. Y ni aun en sí; conocerse. A lo sumo la hembra tiene una más o menos vaga conciencia de maternidad futura.

¿Reproducirse? ¿Gozarse fuera de sí, en otros? ¿Tener conocimiento y conciencia y contento de la finalidad trascendente del acto sexual? A lo sumo Don Juan se goza a sí mismo —hay quien lo cree— fuera de sí, pero en la representación de los demás.

«¡Aivá, pa'a que se le diga!» —que decíamos de niños cuan do