9,99 €
La periodista Mona Eltahawy no es ajena a la controversia. A través de sus artículos y acciones, ha luchado por la autonomía, la seguridad y la dignidad de las mujeres musulmanas, atrayendo a seguidores y detractores. En su primer libro, El himen y el hiyab, Eltahawy realiza una condena definitiva de las fuerzas represivas —políticas, culturales y religiosas— que reducen a millones de mujeres a ciudadanas de segunda clase. Recurriendo a sus años como activista y comentarista de los problemas de las mujeres en Oriente Medio, explica que, desde que comenzó la Primavera Árabe en 2010, las mujeres en el mundo árabe han tenido dos revoluciones que afrontar: una lucha junto a los hombres contra los regímenes opresivos y otra lucha contra todo un sistema político y económico que reprime a las mujeres en Egipto, Arabia Saudí, Túnez, Libia, Yemen y otras naciones. Eltahawy viajó por Oriente Medio y el norte de África reuniéndose con mujeres y escuchando sus historias, y su libro es una llamada a la indignación y a la acción para enfrentarse a esa "mezcla tóxica de cultura y religión que pocos se sienten inclinados a desenmarañar". Un manifiesto motivado por la esperanza y la furia en igual medida.
Das E-Book können Sie in Legimi-Apps oder einer beliebigen App lesen, die das folgende Format unterstützen:
Prólogo
a la edición española
Siete años después de que Túnez sirviera de detonante para las primeras protestas de la denominada «Primavera Árabe» y derrocase a su antiguo dictador, el país vuelve a ser fuente de inspiración, pero también de rabia. ¿Por qué? Por derribar algo aún más difícil de derrocar que los dictadores de por vida: las leyes islámicas y los tabús sobre el matrimonio y la herencia.
En agosto de 2018, el presidente tunecino, Beji Caid Essebsi, propuso equiparar por ley a las mujeres en materia de derechos de herencia a pesar de las protestas de miles de personas que se mostraban contrarias a cualquier modificación de la ley islámica. Si el Parlamento decide finalmente aprobar la ley para la igualdad de herencia, Túnez se convertiría en el primer país musulmán en garantizar que las mujeres y los hombres reciban la misma herencia. Según la ley de sucesión islámica, los hombres reciben el doble de herencia que las mujeres. El año pasado, Essebsi también levantó la prohibición que impedía que las tunecinas musulmanas se casaran con hombres de otras confesiones. En casi todos los países musulmanes, los hombres de esta mayoría pueden casarse con mujeres judías o cristianas, pero las musulmanas solo pueden casarse con hombres de su misma fe.
Al revocar la prohibición sobre el matrimonio interreligioso y su promesa de paridad en la ley de herencia, Essebsi ha desatado una polémica encendida. Los eruditos de la Universidad Al Azhar, la mayor autoridad del islam suní, afirmaron que la distribución equitativa de la herencia era «incuestionable» y «contravenía los edictos islámicos», y añadían que la regulación de los derechos sucesorios en el islam estaba recogida en la sharía y que «no había lugar para razonamientos independientes ni incertidumbres». Esos mismos eruditos advirtieron que permitir que las mujeres se casaran con hombres de otra confesión «obstruiría la estabilidad del matrimonio».
Como era de imaginar, los que se opusieron a la igualdad de las mujeres en materia de herencia y matrimonio en Túnez dijeron que había «temas más importantes» de los que ocuparse, y algunos llegaron a asegurar que las medidas que favorecían la igualdad de las mujeres eran parte de una «agenda política extranjera».
Otros han criticado la actitud progresista adoptada por el presidente tunecino como un «feminismo impuesto por el Estado». Los opositores han acusado a Essebsi de utilizar los derechos de las mujeres como un «arma arrojadiza» para desviar la atención pública de otros temas (a saber, una controvertida ley que garantiza la amnistía a los funcionarios de los antiguos regímenes condenados por corrupción). Otros dicen que solo estaba intentando captar el voto femenino para las elecciones municipales. ¿Acaso es algo malo intentar atraer el voto de las mujeres eliminando obstáculos para su igualdad?
La controversia desatada ante la perspectiva de garantizar una mayor igualdad para las mujeres en Túnez es un recordatorio necesario de hasta qué punto las mujeres musulmanas de la región —y también las cristianas— son prisioneras de unas leyes de estatuto familiar legitimadas por la religión que son profundamente misóginas. Valga también de recordatorio trágico de que, históricamente, las mujeres se unen a las revoluciones y a los movimientos de liberación solo para verse apartadas por los hombres. Reconozcámoslo, ninguna de las revoluciones de la región ha sido sobre la igualdad de género. A pesar de que las mujeres se manifestaron con los hombres en las protestas, el día después los hombres continúan en guerra con los hombres en su lucha por el poder (literal o políticamente), mientras que las mujeres cosechan escasos logros en las sociedades conservadoras de la región. Cuando hablo de la importancia de la igualdad de las mujeres, a menudo me dicen: «Este no es el momento». Las mujeres oyen que su lucha es una distracción. En otras palabras, las mujeres —que constituyen la mitad de nuestras sociedades— figuran de las últimas en la lista de nuestras prioridades; una lista concebida por los hombres. Es un hecho que nuestros dictadores oprimen a todo el mundo, ya sean hombres o mujeres. Pero mientras el Estado oprime a hombres y mujeres, el Estado, la calle y el hogar trabajan conjuntamente por oprimir a las mujeres, creando una tríada misógina.
Los críticos que aseguran que las acciones de Essebsi constituyen un «feminismo impuesto por el Estado» niegan el hecho de que Túnez haya sido históricamente progresista con los derechos de las mujeres. En 2017, cuando Essebsi levantó la prohibición contra el matrimonio interreligioso y prometió igualdad en materia de derechos de sucesión para las mujeres y los hombres musulmanes, muchos recordaron al presidente Habib Bourguiba, que impulsó las leyes de estatuto personal del país en 1957, un código que garantizaba más derechos a las tunecinas de los que existen en muchos otros países de la región aun a día de hoy. El código les concedía el derecho a iniciar el proceso de divorcio, abrir una cuenta bancaria, crear un negocio sin el consentimiento del cónyuge y acceder a medidas para el aborto. Con Bourguiba, Túnez también prohibió la poligamia.
Del mismo modo que Túnez fue el detonante de otras revoluciones contra los dictadores en otros países, también está liderando la marcha por los derechos de las mujeres en la revolución. Después de la revolución, decretó la igualdad de género en las listas electorales y ahora el país tiene una de las constituciones más progresistas de la zona. Cada vez que los contrarios a la igualdad de género utilizan el comodín del «feminismo impuesto por el Estado» o de la «distracción» contra los progresos en los derechos de las mujeres, ignoran que el Parlamento tunecino, donde las mujeres ocupan un tercio de los escaños —un porcentaje más alto que en Estados Unidos, Canadá y Gran Bretaña—, aprobó una ley contra la violencia de género en 2017 de amplio alcance que protege a las mujeres del acoso sexual y de la discriminación económica. La ley también supuso el fin de un vacío legal en el Código Penal que permitía que los violadores evitaran su condena si accedían a casarse con sus víctimas. Poco después, Jordania y Líbano terminaron con otros vacíos legales similares. En los tres países, las activistas pro derechos de la mujer han luchado largo y tendido para abolir las leyes que fomentan el matrimonio entre el violador y su víctima.
Las medidas de Túnez para proporcionar a las mujeres igualdad de derechos en el matrimonio y en la herencia son revolucionarias no solo para las mujeres de ese país, sino para todas las musulmanas. Así es como una revolución que comenzó contra el dictador en el palacio presidencial puede dar lugar a otras revoluciones contra los dictadores a quienes se enfrentan las mujeres en la calle y en el hogar. Las medidas de Túnez que permiten que las mujeres tengan los mismos derechos en el matrimonio y en la herencia son pasos importantes para desmantelar la tríada misógina que invade nuestra región.
Todavía queda mucho por hacer. Arabia Saudí —uno de los patriarcados más perniciosos de la región— llevó a cabo una campaña sin precedentes contra las feministas y las activistas pro derechos de las mujeres en mayo de 2018, justo unas semanas antes de levantar una prohibición única en todo el mundo que impedía conducir a las mujeres.
Fue un recordatorio de que el feminismo aterroriza a los autoritarios.
¿Por qué si no el príncipe saudí Mohammed bin Salman —el príncipe heredero de la monarquía absoluta que ha reinado desde 1932 en un país cuyo nombre se debe al patriarca— iba a mantener a Loujain al Hathloul, una estudiante de posgrado de veintiocho años, incomunicada durante semanas?
¿Por qué este príncipe, después de haber sido ensalzado en el programa 60 Minutes del canal de televisión norteamericano CBS por «emancipar a las mujeres» en vísperas de una visita a Estados Unidos en marzo de 2018, envió tropas en mayo para arrestar a diecisiete activistas pro derechos de las mujeres, entre ellas Al Hathloul, y también a Aisha al Mana, de setenta años, directora de varios hospitales y de una facultad de medicina, que sufrió un ictus el año pasado?
¿Qué amenaza representa una catedrática jubilada de sesenta años como Aziza al Yousef, con cinco hijos y ocho nietos, que también fue arrestada? ¿Se merece que un periódico afín al Gobierno coloque su fotografía en portada bajo el titular: «Tu traición y tú habéis fracasado»?
¿Y cómo hay que interpretar que ese mismo periódico incluya a toda plana las fotografías de siete de las diecisiete activistas arrestadas en mayo, acompañadas de la palabra «traidora» rotulada con tinta roja y editadas para que parezcan fotos policiales? Entre ellas figuraba Emam al Nafjan, catedrática de lingüística y madre de cuatro hijos, incluido un bebé.
La respuesta a estas preguntas es simple: al parecer, las autoridades supremas de Arabia Saudí quieren dejar claro que no fue la valiente lucha de estas feministas la que culminó en este momento, cuando por fin el reino levantó la prohibición que impedía conducir a las mujeres, sino que fue un príncipe embarcado en un ejercicio de revisionismo titánico quien les ha otorgado esa gracia. Permitir que las feministas celebren lo que es, en todos los sentidos, una victoria tras años de activismo, alimentaría la idea de que el activismo funciona: una verdad que los autoritarios odian.
Al menos diecisiete activistas pro derechos de las mujeres fueron arrestadas o retenidas. Fueron acusadas de estar en contacto con organizaciones contrarias al reino. Cuando ves un vídeo en los medios saudíes afines al Gobierno que proclama un «hito en la historia de Arabia Saudí» mientras muestra a un agente de policía (hombre, cómo no) dándole a una mujer su carné de conducir, hay que recordar que son las detenidas las que tienen todo el mérito, no una monarquía absoluta y sus clérigos conservadores, que han conspirado para mantener a las mujeres bajo el yugo del patriarcado.
Por si cabía alguna duda sobre a quién le deben lealtad los clérigos, Reuters informó que el jefe de la policía religiosa —el Comité para la Promoción de la Virtud y la Prevención del Vicio— había «alabado la declaración del fiscal y criticaba a los grupos e individuos que “amenazaban la seguridad y la estabilidad del Gobierno”».
Ante sus aliados y amigos occidentales, al príncipe Mohammed le encanta exhibir lo que Norah O’Donnell, de 60 Minutes, y Thomas Friedman, del New York Times, definieron como reformas «revolucionarias», y seguirles el juego. Mientras tanto, prácticamente no se critican los bombardeos en Yemen que él inició hace más de tres años. Esta campaña ha matado a miles de civiles. El alcalde de Los Ángeles, Eric Garcetti, fue uno de los pocos estadounidenses que se reunieron con el príncipe y sacó a colación el tema de los derechos humanos durante la gira de tres semanas por todo el país norteamericano del saudí.
Durante esa gira, el príncipe heredero negoció contratos de armas con el presidente Donald Trump y se reunió con diferentes celebridades, desde Oprah Winfrey a Dwayne Johnson, pasando por Jeff Bezos y Bill Gates. De regreso a casa, poco más de un mes después, el príncipe Mohammed, que había insistido en que las mujeres eran «absolutamente» iguales a los hombres, dejó claro que no son las activistas feministas que tanto han luchado por la igualdad las que se han ganado la libertad, sino que es él quien la otorga.
Tres de las feministas arrestadas a mediados de mayo como parte de la campaña contra activistas pro derechos de las mujeres (las tres fueron puestas en libertad unas semanas después) formaron parte de la primera protesta al volante del reino en 1990, donde 47 mujeres fueron arrestadas.
Los arrestos de mayo de las líderes de esa generación anterior de feministas, además de otras más jóvenes como Aziza al Yousef y las mencionadas Emam al Nafjan y Loujain al Hathloul (la última sigue bajo arresto en el momento de escribir estas líneas), que han tomado parte en otras protestas más recientes contra la prohibición de conducir, suponen un intento de erradicar el feminismo intergeneracional.
Durante años, la familia real y los clérigos ultraconservadores que la legitiman desacreditaron el feminismo y a las mujeres que desafiaron lo que yo defino como apartheid de género como algo «occidental» y «extranjero». Pero aquellas activistas detenidas a las que los medios afines al Gobierno difaman como «traidoras» no son nada de eso. Son ciudadanas saudíes respetables. También hay algunos hombres. De hecho, al menos hubo tres abogados y activistas defensores de los derechos de las mujeres entre las personas detenidas en mayo.
Durante décadas, el régimen saudí ventiló cualquier crítica hacia su infausto historial contra los derechos de las mujeres alegando una forma de excepcionalismo. Se refugiaba en una interpretación ultraconservadora del islam impuesta a sus ciudadanos, a quienes se describía como «no preparados» para que las mujeres tuvieran más derechos.
Las mujeres y sus aliados masculinos detenidos por el príncipe Mohammed han demolido esas excusas. Durante las distintas olas de protestas al volante, las mujeres subían vídeos suyos o de otras mujeres desafiando la prohibición; por su parte, otras personas al volante les brindaban muestras de apoyo mediante gestos como el pulgar hacia arriba. Las mujeres también compartían historias de parientes varones que las acompañaron durante sus protestas al volante o acudieron a las comisarías a buscarlas después de ser arrestadas.
Algunas personas han sugerido que, con los actuales arrestos de las activistas, el príncipe Mohammed busca apaciguar a los elementos más conservadores de Arabia Saudí preocupados por sus «reformas».
Pero la valiente labor de las feministas arrestadas siempre ha ido más allá de la eliminación del veto que les impide conducir; quizá este sea el mayor desafío que representan para él y para el régimen saudí. Se trata de abolir el sistema de tutela, la personificación del patriarcado que permite que las mujeres sean consideradas menores a perpetuidad. Estas precisan del permiso del padre, un hermano o incluso un hijo para viajar, estudiar, casarse o acceder a algunos servicios públicos.
Cuando comenzó esta década no se produjo ninguna revolución política en Arabia Saudí como las de Túnez, Egipto y otros países de la Primavera Árabe. Pero una revolución social ha comenzado ahora en Arabia Saudí.
Su vanguardia no es un príncipe que se vanagloria de ser un emancipador de las mujeres. Las verdaderas líderes son las feministas que él ha detenido y a quienes ha impedido viajar por atreverse a exigir su libertad.
Aquellos que han rechazado la revolución de las feministas saudíes por considerarla poco realista deben recordar que también a las feministas irlandesas les dijeron que era imposible escapar del yugo de la Iglesia católica en su país. En mayo de 2018, mientras Arabia Saudí arrestaba a algunas feministas, Irlanda elogiaba a las suyas por derrotar al patriarcado conservador al derogar, por referéndum popular, la enmienda en su Constitución que prohibía el aborto.
Los autoritarios tienen motivos para estar aterrorizados por el feminismo.
Y, en un recordatorio del potencial revolucionario intrínseco a la lucha contra la violencia sexual, dos mujeres muy dispares han emprendido el camino para escapar de la fortaleza de tabús que rodea la violencia sexual en Egipto, donde las víctimas se ven obligadas a aceptar la violencia y la culpa en lugar de exigir justicia. Al contraatacar y denunciar lo sucedido, ambas han comenzado a ajustar las cuentas con aquellos hombres que han sido absueltos mediante infinitas excusas tras cometer maltrato hacia las mujeres en el pasado.
En febrero de 2018, un tribunal del sur de Egipto condenó a un hombre a pasar tres años en prisión por tocamientos a una de estas mujeres. En El Cairo, Khaled Ali, quien fuera en su día candidato presidencial —algunos lo consideraron la personificación de los ideales de la revolución egipcia de 2011—, dimitió como líder del partido Pan y Libertad y como abogado del Egyptian Center for Economic and Social Rights tras ser acusado de acoso sexual. Otro de los abogados del centro, a quien la segunda mujer acusó de violación, también dimitió.
Los testimonios de estas mujeres han dado lugar a un amplio debate sobre si han mejorado las cosas para las egipcias desde 2011. También han puesto en evidencia la hipocresía de algunos activistas de carrera que piensan que los principios de la revolución son aplicables a todo el mundo salvo a ellos.
Una de las mujeres es Rania Fahmy, de veintitrés años, que lleva hiyab y se ha hecho famosa bajo el sobrenombre de «Upper Egyptian Girl». Ella contraatacó, literal y legalmente, a un hombre que la acosó en la calle. El vídeo de una cámara de seguridad de una tienda la muestra golpeándolo con su bolso. El vídeo fue muy compartido en redes sociales y ella lo utilizó para hacer presión y que su atacante fuera juzgado y condenado.
La otra mujer es una feminista que escribió un correo electrónico a un grupo de activistas en octubre de 2017 en el que acusaba a Ali de acoso sexual en 2015 y a otro abogado de derechos humanos de haberla violado en 2014. Mi amigo Ahmed Abdel Rasool me reenvió su correo con el nombre borrado para proteger su anonimato, en el que se leía el siguiente mensaje: «Tenemos que tomar partido cuando las personas que supuestamente defienden nuestros derechos y combaten las violaciones de los mismos son culpables de violarlos. Qué desastre».
La historia de la víctima, que ya no vive en Egipto y se conoce en redes sociales bajo el sobrenombre de «Email Girl», contrasta en muchos sentidos con la de Fahmy, su coetánea.
En el correo a su círculo de activistas, Email Girl dijo que no iba a presentar cargos porque meter a alguien en la cárcel no era una solución contra la violencia sexual. En lugar de eso, prefería prevenir a otras mujeres del comportamiento de ciertos abogados de derechos humanos en los que creían que podían confiar. Describió cómo, mientras estaba de copas en un bar con sus compañeros de trabajo, perdió el conocimiento y se despertó mientras el abogado la violaba.
El caso de Fahmy, celebrada como una heroína por los medios y tuiteros egipcios, muestra lo mucho que ha cambiado la percepción del acoso sexual y los abusos callejeros. Pero las repercusiones de la advertencia de Email Girl —como era de esperar, fue criticada por su forma de vida «disoluta»— muestran lo mucho que nos queda por avanzar.
Como se ha visto después, Email Girl ha obligado a una comunidad que lucha por los derechos humanos y que se precia de sus credenciales feministas a pasar una prueba que no ha superado. En lugar de apoyarla, algunos miembros de esa comunidad han elegido el silencio. Otros mantuvieron su amistad con los acusados.
«Algunos dijeron que las acusaciones mancharían la revolución, una falacia porque esos dos hombres no le dieron fama a la revolución, más bien la revolución los hizo famosos a ellos», declaró Iman Shukri Abdel Latif, una de las feministas y activistas que criticaron una investigación interna del partido de Ali que lo exoneró. «No podemos oponernos a un régimen opresor con una oposición injusta y que oprime a las mujeres», añadió.
Resulta tentador definir este momento como el #MeToo egipcio. En 2006, la activista afroamericana Tarana Burke fundó el movimiento #MeToo para mostrar su apoyo y solidaridad con las víctimas de la violencia sexual. En 2017, después de que algunas estrellas de Hollywood utilizaran el #MeToo tras acusar al poderoso productor Harvey Weinstein de agresión sexual, el hashtag se convirtió en un altavoz mundial.
Las dos egipcias han sido los últimos ejemplos de mujeres en mi país de nacimiento que han levantado la voz contra la violencia sexual. Su valentía es más que bienvenida.
Durante años, las egipcias hemos tenido que navegar entre aguas de tabú y vergüenza para denunciar la violencia sexual por parte del Estado y los hombres de la calle. Es un proceso lento. Pero, en diciembre de 2017, un abogado fue condenado a tres años de cárcel por decir que las mujeres que llevan vaqueros rotos merecían ser violadas como castigo. Y creo que Email Girl ha instigado una revolución contra lo que yo llamo «el dictador en el hogar».
Hace siete años, los egipcios se embarcaron en una revolución contra un dictador en el palacio presidencial. A día de hoy necesitamos más revueltas tanto en la calle como en el hogar. Los activistas que proclaman principios políticos deberían comenzar a creer en algo más significativo que los eslóganes. Deberían reconocer que, mientras el Estado oprime tanto a los hombres como a las mujeres, a estas les está reservado un tipo especial de opresión por parte del Estado, la calle y el hogar. Yo la llamo la «tríada misógina».
Pero todavía hay esperanza. Un activista egipcio, Islam Hashem, me preguntó: «¿Cómo voy a oponerme a la injusticia y el autoritarismo de un régimen dictatorial cuando oprimo y actúo injustamente con mi mujer y mis hijas?».
Él vinculó el apoyo que recibió Upper Egyptian Girl y la valentía de Email Girl, que definió como «una piedra arrojada en aguas tranquilas». Según él, Email Girl «ha dado un primer paso que servirá de inspiración a muchas otras».
Por muy inspiradores e importantes que hayan sido estos dos casos, la consolidación en el poder de Abdulfatah al Sisi —el antiguo comandante en jefe del Ejército, que ganó un segundo mandato presidencial en las elecciones de marzo de 2018, condenadas rotundamente por constituir una coronación en lugar de un proceso electoral limpio y justo— es un recordatorio de la misoginia que habita en el corazón del autoritarismo, ya sea una monarquía absoluta, como en Arabia Saudí, o un régimen apoyado por los militares, como en Egipto.
En julio, la turista libanesa Mona al Mazbouh fue condenada a ocho años de cárcel por colgar un vídeo en Facebook sobre el acoso sexual que experimentó durante un viaje a Egipto. En agosto, la activista egipcia Amal Fathy fue llevada a juicio por subir a Facebook un vídeo en el que denunciaba el acoso sexual que había vivido en su país. El régimen egipcio ha hablado alto y claro: en lugar de perseguir a los culpables de violencia sexual, prefiere silenciar a las mujeres.
Las revoluciones en Oriente Medio y el norte de África continuarán tropezando y fracasando mientras la ecuación siga siendo esta: donde hay autoritarismo, hay misoginia. La llave de la libertad es el feminismo. En muchos países se sigue asumiendo lo contrario: que las mujeres y nuestras exigencias feministas deben esperar. Resulta fundamental comprender que nadie será libre mientras la mitad de nuestras sociedades continúen oprimidas. La llave para la libertad de todo el mundo está en el feminismo.
Agosto de 2018
Prólogo
de la traductora
El himen y el hiyab: por qué el mundo árabe necesita una revolución sexual,de Mona Eltahawy, es una obra valiente, decidida, provocadora y fundamentada. En ella, la autora de origen egipcio aboga por una revolución social, política, sexual y mental. «Es mi bandera, mi manifiesto para denunciar la misoginia en mi región y una forma de conectar con la lucha feminista global», declara. Pero, además de un manifiesto feminista, el libro que tienes en las manos es un poderoso y minucioso ensayo de análisis social que abarca los graves problemas a los que se enfrentan las mujeres en Oriente Medio y el norte de África: la mutilación genital femenina, la violencia de género, el matrimonio infantil, las agresiones y el acoso callejero, la legislación discriminatoria, la misoginia que impera en todas las estructuras sociales y políticas, el predominio del velo islámico y un largo etcétera de agravios que sufren millones de mujeres en la región.
Al mismo tiempo, Eltahawy realiza una reivindicación del papel de las mujeres en las primaveras árabes que, después de manifestarse codo con codo con los hombres en las calles para derrocar a los dictadores, han visto que sus esperanzas por la igualdad de género no se han cumplido: «El patriarca en el hogar y el patriarca en el poder» continúan instalados en las sociedades árabes, perpetuando la misoginia.
El estilo de Mona Eltahawy no dejará indiferente a quienes lo lean: su voz narrativa es directa, precisa y objetiva cuando menciona datos y episodios concretos, incisiva y personal cuando relata su experiencia y escribe sobre la cultura en los países árabes donde ha vivido, Egipto y Arabia Saudí, pero siempre respetuosa cuando cita escrupulosamente las voces de otras mujeres tan valientes como ella, que se hicieron oír en medio del estruendo patriarcal que trataba de acallarlas.
Así, la obra de Eltahawy es un ejercicio para revertir el silencio que se impone en las sociedades árabes de Oriente Medio y el norte de África, un silencio que, como escribía su admirada Gloria Anzaldúa, siempre ha limitado a las mujeres:
Ahogadas, escupimos el oscuro.
Peleando con nuestra propia sombra
el silencio nos sepulta[1]
Por otra parte, debemos recordar que Eltahawy es una autora egipcia de nacimiento que escribe en inglés tras haberse educado en Gran Bretaña, en la Universidad Americana de El Cairo y en otras instituciones de habla inglesa en Arabia Saudí, y haber desarrollado la mayor parte de su carrera periodística en Estados Unidos. Eltahawy es una voz híbrida, y en la traducción resulta fundamental respetar este hibridismo sin caer en una adaptación paternalista ni orientalista.
En cierto modo, el ensayo-manifiesto de Eltahawy funciona como respuesta a la pregunta que se hiciera la crítica postcolonial Gayatri Chakravorty Spivak: ¿pueden hablar los subalternos, unos sujetos que han sido silenciados tradicionalmente por los discursos reduccionistas y privilegiados de Occidente? En su ensayo, Spivak perseguía ofrecer un análisis alternativo de los discursos de Occidente y cómo la mujer subalterna podía o no hablar en este contexto. Para Spivak, no se trata de que la mujer subalterna no tenga capacidad de hablar, sino que no dispone del espacio discursivo necesario para hacerlo.[2] Eltahawy recopila testimonios de mujeres de todo Oriente Medio y el norte de África precisamente para ofrecerles este espacio discursivo y permitirles hacerse oír y denunciar las injusticias a las que se ven sometidas. En realidad, Eltahawy no escribe para un hipotético público occidental, sino para las mujeres y niñas de la región, así como las mujeres árabes de la diáspora. La autora es consciente de los peligros que encierra criticar la violencia de su cultura contra la mujer, pues puede dar «munición» a los reaccionarios de Occidente para justificar la islamofobia. Al mismo tiempo, sabe que los occidentales de izquierdas incurren con frecuencia en el relativismo e imperialismo cultural al interpretar costumbres que atentan contra los derechos de la mujer, como el uso del velo integral, como simples diferencias culturales. «Cuando los occidentales callan por “respeto” a las culturas extranjeras, solo están apoyando los elementos más conservadores de esas culturas», señala Eltahawy.
Al leer estas reflexiones, recordé a la teórica del feminismo india Chandra Talpade Mohanty, que ya en los ochenta denunció que el feminismo blanco, por bienintencionado que fuese, incurría en una simplificación y, en algunas ocasiones, cosificación de las mujeres de los países en vías de desarrollo al suponer que todas ellas compartían la misma problemática y que podían ser «salvadas» por sus compañeras de Occidente.[3] Eltahawy nos recuerda que la solución a los problemas de las mujeres árabes está en la mano de las mujeres del mundo árabe, pero su lucha las conecta con el compromiso feminista global. Occidente puede contribuir a su tarea denunciando sin paliativos las injusticias que sufren y, sobre todo, generando el espacio discursivo necesario para que ellas se expresen sin filtros. Por este motivo el ensayo de Eltahawy puede ser tan valioso para el público occidental, pues puede ayudarnos a desaprender y desarticular nuestro privilegio para acercarnos a otras realidades desde el punto de vista del otro o, en este caso, de las otras.
¿Cómo crear este espacio de traducción que respetara la intención de Eltahawy sin caer en el relativismo cultural? ¿Cómo trasladar un caleidoscopio de voces árabes a una cultura occidental sin hacerlo desde una posición de superioridad? ¿Cómo desprenderme de mi privilegio como mujer blanca occidental? La propia Spivak aporta una posible solución para evitar los prejuicios occidentales. En su ensayo «The politics of translation», Spivak reflexiona sobre la necesidad de evitar las traducciones de autores de otras culturas que simplifiquen y aplanen los originales para acercarlos a un público occidental, desposeyéndolos de sus diferencias culturales, literarias y geográficas «en una suerte de construcción neocolonialista del panorama no occidental».[4] La alternativa que propone Spivak no es otra que la literalidad, la creación de un discurso intermedio que transmita al lector «una sensación sólida del terreno específico del original».[5]
En este sentido, traducir a Mona Eltahawy es una búsqueda de este terreno intermedio. Con este marco teórico en mente, he procurado ser escrupulosa y respetuosa con el tratamiento de la diversidad de voces que pueblan la obra, tratando de adaptar tanto los testimonios de las distintas mujeres que aparecen en el libro como las diversas culturas de la autora y de sus fuentes. Ha sido mi forma de no silenciarlas con una traducción plana o limitada.
Así, he optado por la literalidad que sugiere Spivak siempre y cuando no incurriera en calcos innecesarios o lastrase inútilmente la lectura. En cuanto al estilo, he procurado adaptar en todo momento el registro de la autora, que va de lo coloquial, especialmente cuando critica mordazmente alguna actitud o personaje especialmente retrógrado, a lo periodístico, cuando desglosa minuciosamente datos estadísticos. El de Eltahawy es un estilo muy directo que plantea numerosas preguntas retóricas o invita a las lectoras objetivas a fijarse en un aspecto concreto mediante imperativos. He optado por una segunda persona del singular en lugar del plural en estos casos, porque considero que transmite una inmediatez y una cercanía que están presentes en el texto, y que genera complicidad con el público lector.
Asimismo, al tratarse de un texto feminista contemporáneo, he evitado en la medida de lo posible los masculinos genéricos. En cuanto a la adaptación de los nombres propios en árabe, he optado por cambiar la transliteración inglesa del original únicamente en aquellos casos que hacen referencia a personajes políticos o autores que se conocen en el mundo de habla hispana. En el caso de otros nombres propios, he mantenido la transliteración inglesa para no generar confusión en caso de que quienes lean el ensayo deseen ampliar información sobre una determinada persona. Con los textos citados de otras obras, he incluido las traducciones preexistentes al castellano y en caso de obras no traducidas, obviamente he incluido mi traducción.
En cuanto al contenido, para mantener el mensaje de denuncia social y dejar patente que los datos que recaba Eltahawy, que escribió su ensayo entre 2013 y 2015, no son cosa del pasado, he realizado un trabajo de actualización de algunos de los datos más significativos. En aquellos casos en los que he recabado datos posteriores a los que manejaba la autora, los he incluido en notas al pie; en aquellos en que los datos no han cambiado o no tengo constancia de que lo hayan hecho, no se han actualizado.
Un rápido repaso a los cambios producidos desde que se publicó la edición estadounidense en 2015 y los meses de 2018 en los que se llevó a cabo esta traducción revela ciertas mejoras en la condición de las mujeres en la región: varios países han legislado contra el acoso y las agresiones sexuales callejeras, algunos han abolido las leyes que permitían que un violador se casara con la víctima para eludir el juicio, otros han legislado contra la violencia de género, y en Arabia Saudí las mujeres ya pueden conducir y pudieron participar y votar en las últimas elecciones municipales. No obstante, aunque hay motivos para la esperanza, las mujeres en los países árabes, sobre todo las menos privilegiadas, siguen viviendo realidades abrumadoramente misóginas y violentas: la mutilación genital femenina continúa plenamente vigente en muchos países a pesar de los esfuerzos de activistas locales y organismos internacionales por erradicarla, el matrimonio infantil persiste en algunos de los países de la región, la violencia sexual en las calles y la violencia de género en el hogar siguen siendo habituales, la presencia de mujeres en la política continúa siendo residual y los distintos marcos jurídicos, sobre todo el sistema de tutela saudí y las leyes de estatuto personal influenciadas por la sharía en diversos países, continúan discriminando a las mujeres. Como señala Eltahawy, la «mezcla tóxica de cultura y religión» impide una separación de poderes real que siente los fundamentos para una desarticulación real de la misoginia.
Es el turno de las mujeres árabes de desarrollar lo que Judith Butler, Zeynep Gambetti y Leticia Sabsay llaman «mecanismos de resistencia en la vulnerabilidad».[6] Según estas teóricas feministas, tradicionalmente se ha entendido la vulnerabilidad como victimización y pasividad, como un espacio de inacción. Pero la vulnerabilidad también puede ser un espacio para la resistencia, la acción y la agencia. Eltahawy se muestra completamente vulnerable a través de sus vivencias —conmueven su lucha por quitarse el velo, su sentimiento de culpa al perder la virginidad o la agresión sexual que sufrió durante una manifestación pacífica a manos de las fuerzas de seguridad—, algo que potencia más aún su mensaje y confirma su resiliencia.
Al mostrarse vulnerable, también señala que la única forma que tienen las mujeres árabes de hacer valer sus derechos y luchar por la igualdad dentro y fuera del hogar es alzar la voz y hacerse oír, denunciar, superar el tabú y el estigma social y desterrar para siempre el silencio. Como público lector, debemos contribuir a generar un espacio discursivo para que las mujeres árabes cultiven la palabra y construyan esta habitación propia desde donde denunciar sus injusticias, porque todas ellas son más que un himen y un hiyab. Como concluye Eltahawy, «las palabras son importantes para combatir el silencio, la alienación y la violencia. Las palabras son banderas que clavamos en los planetas de nuestro ser […] Las palabras dicen que estamos aquí».
[1] Gloria Anzaldúa, Borderlands/La frontera: la nueva mestiza, trad. de Carmen Valle, Madrid: Capitán Swing, 2016, p. 104.
[2] Gayatri Chakravorty Spivak, «¿Pueden hablar los subalternos?», trad. de Manuel Asensi Pérez, Barcelona: MACBA, 2009, pp. 90-95.
[3] Chandra Talpade Mohanty, «Bajo los ojos de Occidente. Academia feminista y discurso colonial», trad. de María Vinós, en Descolonizando el feminismo: teorías y prácticas desde los márgenes, Liliana Suárez Navaz y Rosalva Aída Hernández (eds.), Madrid: Cátedra, 2008, pp. 117-163.
[4] Gayatri Chakravorty Spivak, «The Politics of Translation» [La política de la traducción], en Outside the Teaching Machine, Nueva York: Routledge, 1993 [2009], p. 181.
[5] «The Politics of Translation», p. 211.
[6]Judith Butler, Zeynep Gambetti y Leticia Sabsay (eds.), Vulnerability in Resistance, Durham: Duke University Press, 2016, p. 1.
Por qué nos odian
La fallecida e infravalorada autora egipcia Alifa Rifaat comienza su relato «Vista distante de un minarete» con una mujer que permanece tan impasible mientras mantiene relaciones sexuales con su marido que, mientras él está concentrado exclusivamente en su goce, ella se fija en una telaraña del techo que debería limpiar y le sobra tiempo para meditar sobre el continuo rechazo de su marido a prolongar el coito para que ella alcance el orgasmo, «como si quisiera privarla a propósito». Justo antes de que su marido eyacule, la llamada a la oración interrumpe el coito y su marido se aparta de ella. Después de asearse, la mujer se abstrae rezando y observa la calle desde el balcón. Sale de su ensimismamiento para prepararle, solícita, un café a su marido para que se lo tome cuando despierte de la siesta. Cuando lo lleva al dormitorio para servirlo delante de su marido, como a él le gusta, descubre que este ha muerto. Avisa a su hijo para que vaya en busca de un médico. «Regresó al salón y se sirvió ella el café. Su tranquilidad la sorprendió», escribe Rifaat.