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Este ensayo de Dumas, escrito con la colaboración de A. Arnould, recoge una investigación de documentos de la época, que intentan esclarecer la verdadera identidad de este famoso prisionero, que vivió inicialmente en Pignerol por trece años, luego en la prisión de la isla de Santa Margarita y murió en la tristemente celebre Bastilla.
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Veröffentlichungsjahr: 2016
Alejandro Dumas
EL HOMBRE DE LA MASCARA DE HIERRO
INDICE
Tres comensales admirados de comer juntos
¡A palacio y a escape!
Un negocio arreglado por M. de D'Artagnan
En donde Porthos se convence sin haber comprendido
La sociedad de Baisemeaux
El preso
La colmena, las abejas y la miel
Otra cena en la Bastilla
El general de la orden
El tentador
Corona y tiara
El castillo de Vaux
El vino de Melún
Néctar y ambrosía
La habitación de Morfeo
Colbert
Celos
Lesa majestad
Una noche en la Bastilla
La sombra de Fouquet
La mañana
El amigo del rey
Cómo se respeta la consigna en la Bastilla
El reconocimiento del rey
El falso rey.
En el que Porthos cree que corre tras un Ducado
El último adiós
Beaufort
Preparativos de marcha
El inventario de M. de Beaufort La fuente de plata
Prisionero y carceleros
Las promesas
Entre mujeres
La cena
Consejos de amigo
Cómo el rey Luis XIV hizo su pequeño papel
El caballo blanco y el caballo negro
En el cual la ardilla cae y la culebra vuela
Belle-Isle-en-Mer
Las explicaciones de Aramis
La despedida de Porthos
El hijo de Biscarrat
La gruta de Locmaria
En la gruta
Un canto de Hornero
La muerte de un titán
El epitafio de Porthos
El rey Luis XIV
Los amigos de M. Fouquet
El testamento de Porthos
¡Padre, padre!
El Angel de la muerte
El último canto del poema
Epílogo
La muerte de D'Artagnan
TRES COMENSALES ADMIRADOS DE COMER JUNTOS
Al llegar la carroza ante la puerta primera de la Bastilla, se paró a intimación de un centinela, pero en cuanto D'Artagnan hubo dicho dos palabras, levantóse la consigna y la carroza entró y tomó hacia el patio del gobierno.
D'Artagnan, cuya mirada de lince lo veía todo, aun al través de los muros, exclamó de repente:
––¿Qué veo?
––¿Qué veis, amigo mío? ––preguntó Athos con tranquilidad.
––Mirad allá abajo.
––¿En el patio?
––Sí, pronto.
––Veo una carroza; habrán traído algún desventurado preso como yo.
––Apostaría que es él, Athos.
––¿Quién?
––Aramis.
––¡Qué! ¿Aramis preso? No puede ser.
––Yo no os digo que esté preso, pues en la carroza no va nadie más.
––¿Qué hace aquí, pues?
––Conoce al gobernador Baisemeaux, ––respondió D'Artagnan con socarronería: ––llegamos a tiempo.
––¿Para qué?
––Para ver.
––Siento de veras este encuentro, ––repuso Athos, ––al verme, Aramis se sentirá contrariado, primera-mente de verme, y luego de ser visto.
––Muy bien hablado.
––Por desgracia, cuando uno encuentra a alguien en la Bastilla, no hay modo de retroceder.
––Se me ocurre una idea, Athos, ––repuso el mosquetero; –– hagamos por evitar la contrariedad de Ara-mis.
––¿De qué manera?
––Haciendo lo que yo os diga, o más bien dejando que yo me explique a mi modo. No quiero recomenda-ros que mintáis, pues os sería imposible.
––Entonces?...
––Yo mentiré por dos,, como gascón que soy.
Athos se sonrió.
Entretanto la carroza se detuvo al pie de la puerta del gobierno.
––¿De acuerdo? ––preguntó D'Artagnan en voz queda,
Athos hizo una señal afirmativa con la cabeza, y, junto con D'Artagnan, echó escalera arriba.
––¿Por qué casualidad?... ––dijo Aramis. ––Eso iba yo a preguntaros,––interrumpió D'Artagnan.
––¿Acaso nos constituimos presos todos? ––exclamó Aramis esforzándose en reírse.
––¡Je! eje! ––exclamó el mosquetero, ––la verdad es que las paredes huelen a prisión, que apesta. Señor de Baisemeaux, supongo que no habéis olvidado que el otro día me convidasteis a comer.
––¡Yo! ––exclamó el gobernador.
––¡Hombre! no parece sino que os toma de sorpresa. ¿Vos no lo recordáis?
Baisemeaux, miró a Aramis, que a su vez le miró también a él, y acabó por decir con tartamuda lengua:
––Es verdad... me alegro... pero... palabra... que no... ¡Maldita sea mi memoria!
––De eso tengo yo la culpa, ––exclamó D'Artagnan haciendo que se enfadaba.
––¿De qué?
––De acordarme por lo que se ve.
––No os formalicéis, capitán, ––dijo Baisemeaux abalanzándose al gascón; ––soy el hombre más des-memoriado del reino. Sacadme de mi palomar, y no soy bueno para nada.
––Bueno, el caso es que ahora lo recordáis, ¿no es eso? ––repuso D'Artagnan con la mayor impasibili-dad.
––Sí, lo recuerdo,––respondió Baisemeaux titubeando.
––Fue en palacio donde me contasteis qué sé yo que cuentos de cuentas con los señores Louvieres y Tremblay.
––Ya, ya. ––Y respecto a las atenciones del señor de Herblay para con vos.
––¡Ah! ––exclamó Aramis mirando de hito en hito al gobernador, ––¿y vos decís que no tenéis memoria, señor Baisemeaux?
––Sí, esto es, tenéis razón, ––dijo el gobernador interrumpiendo a D'Artagnan, ––os pido mil perdones. Pero tened por entendido señor de D'Artagnan que, convidado o no, ahora y mañana, y siempre, sois el amo de mi casa, como también lo son el señor de Herblay y el caballero que os acompaña.
––Esto ya lo daba yo por sobreentendido, ––repuso D'Artagnan; ––y como esta tarde nada tengo que hacer en palacio, venía para catar vuestra comida, cuando por el camino me he encontrado con el señor conde.
Athos asintió con la cabeza.
––Pues sí, el señor conde, que acababa de ver al rey, me ha entregado una orden que exige pronta ejecu-ción; y como nos encontrábamos aquí cerca, he entrado para estrecharos la mano y presentaros al caballero, de quien me hablasteis tan ventajosamente en palacio la noche misma en que...
Ya sé, ya sé. El caballero es el conde de La Fere, ¿no es verdad?
––El mismo.
––Bien llegado sea el señor conde, ––dijo Baisemeaux.
––Se queda a comer con vosotros, ––prosiguió D'Artagnan, –– mientras yo, voy adonde me llama el ser-vicio. Y suspirando como Porthos pudiera haberlo hecho, añadió: ––¡Oh vosotros, felices mortales!
––¡Qué! ¿os vais? ––dijeron Aramis y Baisemeaux a una e impulsados por la alegría que les proporcio-naba aquella sorpresa, y que no fue echada en saco roto por el gascón.
––En mi lugar os dejo un comensal noble y bueno.
––¡Cómo! ––exclamó el gobernador, ¿os perdemos?
––Os pido una hora u hora y media. Estaré de vuelta a los postres.
––Os aguardaremos, ––dijo Baisemeaux.
––Me disgustaríais.
––¿Volveréis? ––preguntó Athos con acento de duda.
––Sí, ––respondió D'Artagnan estrechando confidencialmente la mano a su amigo. Y en voz baja, aña-dió: ––Aguardadme, poned buena cara, y sobre todo no habléis más que de cosas triviales.
Baisemeaux condujo a D'Artagnan hasta la puerta. Aramis, decidido a sonsacar a Athos, le colmó de halagos, pero Athos poseía en grado eminentísimo todas las virtudes. De exigirlo la necesidad, hubiera sido el primer orador del mundo, pero también habría muerto sin articular una sílaba, de requerirlo las circuns-tancias.
Los tres comensales se sentaron, a una mesa servida con el más substancial lujo gastronómico.
Baisemeaux fue el único que tragó de veras; Aramis picó todos los platos, Athos sólo comió sopa y una porcioncilla de los entremeses. La conversación fue lo que debía ser entre hombres tan opuestos de carácter y de proyectos.
Aramis no cesó de preguntarse por qué singular coincidencia se encontraba Athos en casa de Baise-meaux, cuando D'Artagnan estaba ausente, y por qué estaba ausente D'Artagnan, y Athos se había quedado.
Athos sondeó hasta lo más hondo el pensamiento de Aramis, subterfugio e intriga viviente, y vio como en un libro abierto que el prelado le ocupaba y preocupaba algún proyecto de importancia. Luego consideró en su corazón, y se preguntó a su vez por qué D'Artagnan se saliera tan aprisa y por manera tan singular de la Bastilla, dejando allí un preso tan mal introducido y peor inscrito en el registro.
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