El hombre enmascarado - B.J. Daniels - E-Book
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El hombre enmascarado E-Book

B.J. Daniels

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Beschreibung

Llevaba el rostro cubierto con una máscara... pero unos impresionantes ojos azules hipnotizaron a Jill Lawson y la arrastraron hasta él. Un malentendido la estaba metiendo en más de un problema; ahora la acusaban de asesinato. Por no mencionar que había hecho el amor apasionadamente con un completo desconocido. Demostrar su inocencia resultó ser mucho más difícil de lo que había pensado, sobre todo porque estaba demasiado distraída por el recuerdo de los besos de aquel hombre misterioso. Unos besos que eran sospechosamente parecidos a los del detective Mac Cooper...

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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2003 Barbara Heinlein. Todos los derechos reservados.

EL HOMBRE ENMASCARADO, Nº 55 - julio 2017

Título original: The Masked Man

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises Ltd.

Este título fue publicado originalmente en español en 2003.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-9817-2

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Prólogo

 

La iluminó con los faros cuando dobló la curva. Estaba en el arcén de la estrecha carretera del lago, con el pulgar levantado. Aminoró la velocidad hasta detenerse.

El corazón, en cambio, se le había acelerado. Larga melena rubia, tez bronceada, unos dieciséis años, diecisiete como mucho. Llevaba una camiseta rosa ajustada y unos pantalones cortos azul marino que destacaban sus largas y bien torneadas piernas. Cuando se detuvo a su lado, vio que tenía «la mirada».

Sentía una debilidad especial por los seres que poseían aquella mirada, aquel aspecto. Aquella fresca y confiada convicción de que la vida apenas estaba empezando para ellos. De que vivirían para siempre. De que jamás nadie les haría el menor daño. Era una mirada asociada inextricablemente con la juventud.

—Hola —bajó el cristal de la ventanilla, con una sonrisa—. ¿Hacia dónde te diriges?

—Bigfork —respondió la chica, inclinándose hacia él.

Mezclado con la cálida brisa nocturna, le llegó el aroma de su perfume. Fresa, uno de sus favoritos. La joven apoyó una mano en la ventanilla. Llevaba las uñas pintadas de un tono rosa pálido. Le encantaba. En la muñeca lucía una delicada pulsera de plata, de la que colgaba un diminuto corazón.

—Sube, voy en esa dirección. Supongo que irás a trabajar a Bigfork para la temporada de verano.

No quería volver a cometer el error de recoger a otra chica del pueblo. La joven asintió, acercándose aún más.

Aquel era el momento crucial, el de la decisión. Eran unos segundos cruciales. Miró su coche, y luego volvió a mirarlo a él.

En sus ojos azules distinguió un brillo de incertidumbre del que dependía su vida… o su muerte. Un instante decisivo. Vida o muerte. Eso le encantaba.

—Gracias —pronunció al fin, abriendo la puerta.

Él sonrió. De oreja a oreja.

1

 

Jill Lawson no podía creerlo.

Trevor la había vuelto a plantar. Solo que esa vez lo había hecho en una fiesta de máscaras… con motivo del aniversario de boda de sus padres. Esa vez se había vestido de Scarlett O’Hara y se sentía una completa estúpida mientras esperaba en el ala más alejada de la casa, sola. Esa vez iba a ser la última. Ya estaba harta.

—No puedo casarme con un hombre así. Voy a romper nuestro compromiso —las palabras resonaron en la habitación oscura y vacía—. Esta misma noche.

Por la ventana podía ver la tormenta acercándose por momentos al lago. Esperó a experimentar el efecto de aquella decisión. Nada. Había esperado sentir algo más aparte de… alivio. Una cierta tristeza, arrepentimiento quizá. Pero nada. Solamente sentía alivio.

Desde el ala este de la gran residencia que los Forester poseían en el lago, los sonidos de la fiesta de máscaras llegaban sordos, apagados. Esa era una de las razones por las que se había refugiado allí. Para escapar de toda aquella alegría y del constante recordatorio de que estaba sola. De la sensación de agobio y opresión que, de pronto, le provocaba el anillo de compromiso que llevaba en el dedo. Y de la familiaridad del insatisfecho anhelo que la atenazaba por dentro.

Porque anhelaba algo que ni siquiera estaba segura de que existía, salvo en las películas.

—Te comportas como si esperaras fuegos artificiales. O un terremoto. ¡Qué tonta eres, Jill! —le había dicho Trevor cuando ella intentó transmitirle lo que sentía, la última vez que lo vio.

Bueno, ciertamente aquella noche se sentía como una tonta. Apenas había visto a Trevor desde que le pidió que se casara con él. Pero cuando hablaron por teléfono, le prometió que esa noche sería diferente. Después de todo, era el trigésimo quinto aniversario de sus padres, y el verano estaba a punto de acabar.

Cada año Heddy y Alistair solían organizar una fiesta de disfraces para celebrar el final del verano, en su residencia de la costa oriental del lago Flathead. Aquel año el tema de la fiesta era «el amor», y Trevor había convencido a Jill de que se vistiera de Scarlett, para que su hijo pudiera disfrazarse de Rhett Butler. Y, con todo y eso, Trevor no había hecho acto de presencia.

—Francamente, Trevor, no me importas lo más mínimo —pronunció en voz alta. Pero era mentira. Le importaba. Había querido que Trevor Forester fuera el único. El hombre de su vida. Y, al principio, él así se lo había hecho creer.

Bajó la mirada a su delicada pulsera de plata, de la que pendía un diminuto corazón, y recordó la noche que se lo había regalado. Por su cumpleaños, dos meses atrás. Justo después de que le pidiese que se casara con él, y le entregara el anillo de compromiso.

Desde el principio, su intuición la había advertido de que Trevor estaba yendo demasiado rápido. Apenas le había dado tiempo para pensar. O para reaccionar. Hasta que de pronto se había descubierto comprometida con un hombre al que en realidad no conocía en absoluto.

Casi desde el momento en que empezaron a salir, Trevor no había vivido más que para su proyecto, la construcción de un lujoso complejo turístico que había bautizado con el nombre de Isla Inspiración, en medio del lago Flathead.

Había trabajado demasiado. Una semana atrás se había pasado por su panadería y apenas lo había reconocido. Estaba bronceado, más delgado, más musculoso.

Se inflamó de deseo al evocar su atractivo, pero rápidamente tuvo que recordarse que solamente habían hecho el amor una vez, poco después de su compromiso. Desde entonces, Trevor siempre había tenido una excusa para no hacerlo. O estaba demasiado cansado, o tenía una reunión con alguno de sus inversores, o debía regresar a la isla. «Cuando nos casemos, todo será diferente», le había prometido.

—Ya, claro —pronunció Jill en aquel instante, en la soledad de aquella habitación. Lo dudaba. Ya no creía en nada de lo que él le había dicho—. Nunca vamos a saber si las cosas habrían sido diferentes o no, porque no voy a casarme contigo, Trevor Forester.

De repente, se giró en redondo. Alguien había entrado en la sala a oscuras, sin que ella se diera cuenta. ¿Cuánto tiempo llevaría allí, escuchándola?

Una pequeña lámpara de mesa se encendió de pronto, cegándola por un instante. Al principio Jill pensó que se trataba de Trevor. Mejor. Así arreglarían las cosas entre ellos de una vez por todas. Aquella parte tan tranquila de la casa convendría perfectamente a su propósito.

Pero no era Trevor.

—Te he oído mencionar el nombre de mi hijo —pronunció Heddy Forester. Iba disfrazada de Cleopatra. Su Marco Antonio, Alistair Forester, no estaba con ella.

Evidentemente, Heddy la había oído. Pero Jill no quería estropearle su fiesta de aniversario. La mujer no tardaría en enterarse de la ruptura de su compromiso. Quizá para entonces no se sintiera tan decepcionada.

—Me molesta que Trevor se haya retrasado tanto.

—Estoy segura de que tendrá una buena razón —comentó la mujer, siempre dispuesta a defender a su hijo único—. Últimamente está trabajando mucho con esa isla.

—Sí, pero al menos podría haber avisado, ¿no? —replicó Jill, intentando disimular su verdadero estado de ánimo. Aunque, de cualquier forma, Heddy no parecía notarlo.

—Quizá no pueda llamar por teléfono.

El rumor de la música y de las conversaciones llegaba hasta ellas por las ventanas del patio. Por lo menos debía de haber un centenar de personas en la fiesta. Jill estuvo a punto de decirle que Trevor siempre llevaba el móvil encima, pero al final cambió de idea.

—En cualquier caso, supongo que no tardará en llegar —observó diplomáticamente. Un trueno retumbó a lo lejos. El lago se iluminó por un instante, sombrío y ominoso.

—O quizá esté atrapado en la isla… y no pueda volver —sugirió Heddy, asomándose a la ventana con expresión preocupada—. Con una tormenta así, seguro que no le funciona el móvil.

—Yo creía que Trevor no iba a ir a la isla hoy.

Pero la mujer no parecía escucharla.

—Será mejor que vuelva con mis invitados, antes de que la tormenta se nos eche encima. Cuando llegue Trevor, dile que me busque, por favor.

Jill asintió. Heddy estaba en lo cierto. Trevor jamás faltaría a la fiesta de aniversario de sus padres. Debía de tener una muy buena razón para haberse retrasado tanto. Para haberla dejado plantada. Otra vez.

Después de que Heddy se hubo retirado, Jill apagó la lámpara. Prefería quedarse a oscuras para ver acercarse la tormenta… y dejar que fuese Trevor quien la encontrara. Le encantaban las tormentas, los relámpagos, su inmenso poder, el olor a tierra mojada por la lluvia.

No supo durante cuánto tiempo estuvo allí, viendo cómo los invitados corrían a refugiarse en la mansión. Ladera abajo, el viento arrancaba las hojas de los árboles y agitaba las olas del lago, que azotaban el pequeño embarcadero. Llegó a distinguir las luces de una lancha cerca de la cabaña de estilo rústico que los Forester tenían al lado del muelle, y en la que solían alojar a sus huéspedes. Se preguntó qué clase de estúpido se habría aventurado a salir con un tiempo así.

Hablando de estúpidos… miró su reloj. Las ocho y cuarto. Trevor llevaba casi dos horas de retraso. Resonó otro trueno. El patio estaba ya vacío. Debería regresar a su casa antes de que empezara a llover.

Podría romper su compromiso al día siguiente, cuando estuviera menos furiosa… y no llevara aquel disfraz. ¿Por qué había insistido Trevor en que fueran a la fiesta disfrazados de Rhett Butler y Scarlett O’Hara? ¿Acaso no había terminado Scarlett… sola y desesperada?

Se dispuso a alejarse de la ventana. Un relámpago iluminó el patio y la escalera excavada en la roca que descendía hasta la cabaña del lago. Fue entonces cuando lo vio.

Rhett Butler. Se refugiaba en la cabaña en aquel instante. Las primeras gotas habían comenzado en caer. Trevor debía de haber atravesado el lago en la lancha cuyas luces había visto antes.

Como no vio encenderse ninguna luz dentro, supuso que tendría las contraventanas cerradas. Debía de estar allí dentro, solo. La oportunidad perfecta para hablar con él. Aquello no podía esperar.

Sospechaba que la había estado evitando porque también él debía de pensar que su compromiso era un error… Pero ahora ya no podría evitarla. Abrió la puerta que daba al patio y, recogiéndose la falda con una mano y sujetándose el sombrero con la otra, echó a correr hacia la escalera de piedra que bajaba hasta la cabaña. A sus espaldas, el viento gemía entre los árboles. Retazos de música llegaban todavía hasta ella. Caía una lluvia fría y persistente. Resonó otro trueno, ensordecedor.

Estaba tan cerca de la ribera que las olas la salpicaban. Ya tenía una mano en el picaporte cuando un relámpago iluminó el cielo una vez más. Esa vez el trueno que lo acompañó reverberó en su pecho. Las luces del patio parpadearon varias veces antes de apagarse: la mansión quedó súbitamente a oscuras.

Abrió la puerta de la cabaña. La sala se hallaba en una oscuridad absoluta. Estremecida, empapada y un tanto desorientada, entró y cerró rápidamente la puerta a sus espaldas. Se dispuso a llamar a Trevor, percibiéndolo más que oyéndolo, cerca de ella.

Pero antes de que pudiera pronunciar su nombre, alguien enroscó un brazo en torno a su cintura, atrayéndola hacia sí… y besándola en los labios. Jadeando de sorpresa, apoyó las palmas de las manos en su amplio pecho. La oscuridad era tan intensa que no podía ver sus rasgos. Solo podía sentirlo: la máscara que le cubría la mitad de la cara, el fino bigote del disfraz de Rhett Butler… ¿La habría visto acercarse desde la casa… y habría pensado que la mejor forma de solucionar las cosas entre ellos era acostándose juntos? Demasiado tarde.

Intentó apartarlo, pero él profundizó aún más el beso, abrazándola con verdadera desesperación. Como si no quisiera alejarse de ella jamás. Como si la hubiera estado esperando desde siempre, y la necesitara con locura…

No era eso lo que ella había ido a hacer allí. ¿O sí? ¿O acaso había esperado secretamente que Trevor pudiera llegar a convencerla? Se debilitaba de deseo en sus brazos. Nunca antes la había besado así. Si esa era su forma de disculparse con ella… Se perdía por momentos en su beso, en el calor de su cuerpo apretado contra el suyo, excitada como nunca antes por aquel inesperado ardor…

La pamela cayó al suelo cuando enterró los dedos en su melena, acorralándola contra la pared. Seguía explorando el dulce interior de su boca mientras, con la otra mano, se apoderaba de un seno. Nunca antes Jill lo había deseado con tanta desesperación. Tenía la sensación de estar ardiendo bajo sus caricias. Se arqueó contra él, extrañamente desinhibida. Había algo terriblemente excitante en el hecho de estar haciendo todo aquello en medio de una total oscuridad. En no verse las caras sino, únicamente, sentir. Era como si jamás antes se hubieran tocado, como si fuera la primera vez.

Con movimientos hábiles y enérgicos, la fue despojando con rapidez de la ropa: la ancha falda con miriñaque, el vestido entero, hasta dejarla únicamente con el sostén y la braga de seda. En el exterior, la tormenta arreciaba. Jill suspiraba de placer contra sus labios. ¿Acaso nunca se había dado cuenta de lo muy sola y abandonada que se había sentido hasta ese momento? Era maravilloso sentir cómo sus dedos buscaban y exploraban debajo de la seda de su ropa interior…

¿Y acaso no se había puesto aquel sensual conjunto negro con la esperanza de que las cosas pudieran cambiar entre ellos aquella noche… tal y como el propio Trevor le había prometido? Con febril impaciencia se esforzó por desabrocharle los botones del traje. Su necesidad era pareja de la suya mientras él terminaba de desnudarla y se dejaba desnudar.

Jill se estremeció al primer contacto de su piel contra la suya, segundos antes de que la tumbara en el suelo. La amó con una violencia y un frenesí puros, reflejo exacto de la tormenta. La excitó hasta la extenuación, transportándola a un paraíso donde cada aliento parecía ser el último, en un implacable crescendo de pasión e infinito placer. Hasta la apoteosis final.

Se le llenaron los ojos de lágrimas cuando se refugió en sus brazos, maravillosamente saciada. Satisfecha por primera vez en su vida. Sabía que, a partir de allí, no habría ya posibilidad de retorno. Acababa de comprometerse con aquel hombre de una forma irreversible, mucho más solemne que cualquier anillo de compromiso o declaración de amor. Se había equivocado con Trevor.

Cerró los ojos. El acelerado latido de su corazón parecía acompasarse con el goteo de la lluvia en el tejado. No oyó abrirse la puerta.

Un viento frío sopló sobre su piel desnuda, estremeciéndola. En aquel preciso instante abrió los ojos, y un cegador relámpago iluminó por fin el interior de la cabaña… y la oscura figura que se recortaba en el umbral.

Tan feliz y aturdida se sentía que tardó algunos segundos en reconocer aquella familiar silueta. El sombrero, el pelo, la falda ancha, de miriñaque… Otra Scarlett. Y tardó todavía más en asimilar las palabras que pronunció:

—Trevor, cariño, siento llegar tarde pero…

Fue entonces cuando la mujer reparó en la ropa desperdigada por el suelo… y descubrió a Jill tumbada en el suelo, en los brazos de Trevor, un instante antes de que volviera a reinar la oscuridad.

—¡Canalla! —chilló la mujer—. ¡Asqueroso…! —un trueno ensordecedor ahogó sus insultos mientras se giraba en redondo, presta a salir de allí.

Jill se había quedado paralizada. Hasta que tomó conciencia de lo que había sucedido. Con un grito ahogado, se apartó de Trevor, avergonzada. Trastabillando, recogió el montón de ropa que había visto a la luz del relámpago, en aquel relámpago de comprensión… ¡Trevor se había creído que estaba haciendo el amor con otra mujer! Con la otra Scarlett, que debía de ser su amante… ¡No le extrañaba que se hubiera mostrado tan ardiente! ¡Tan sorprendentemente tierno y apasionado!

Detrás de ella, seguía sin pronunciar una sola palabra. De todas formas, Jill podía sentirlo observándola. ¿Ni siquiera iba a molestarse en explicarse o disculparse con ella?

Estaba demasiado oscuro para que pudiera encontrar su ropa interior… De espaldas, se vistió con una idea fija en mente: salir de allí lo antes posible. Después de ponerse el vestido, todavía empapado, buscó frenéticamente sus zapatos. De camino hacia la puerta, recogió la pamela del suelo.

Esforzándose por no echarse a llorar de humillación, se quitó el anillo de compromiso. La cabaña seguía a oscuras. Desde el umbral, no podía verle el rostro; solo su figura en medio de las sombras, acostada en el suelo. No se había movido. No había dicho nada.

—Eres un repugnante canalla, Trevor Forester —le lanzó el anillo antes de salir corriendo.

Había esperado, estúpidamente, que la llamara o saliera tras ella. Recogiéndose el vestido, con los zapatos todavía en la mano, subió corriendo las escaleras de piedra, ladera arriba, evitando la mansión. En ningún momento miró hacia atrás. No se permitió llorar hasta que estuvo al volante de su furgoneta, de camino a su casa. Las lágrimas le quemaban los ojos, nublándole la visión, mientras intentaba entrever algo entre la lluvia.

Todavía podía oler su aroma, sentir su contacto como si lo tuviera impreso en la piel. Todavía podía saborear sus besos. Lo maldijo entre dientes.

Estaba diluviando. Jill apenas reconoció el pequeño sedán rojo que la adelantó peligrosamente, a punto de sacarla de la carretera del lago. A la luz de los faros pudo reconocer la matrícula. Era «su» coche, el que Trevor le había pedido prestado la última vez que lo vio, ya que tenía su deportivo en el taller. Desde entonces, Jill había tenido que usar su furgoneta de reparto, con el letrero The Best Buns en los laterales.

Iba tan rápido que no pudo distinguir quién iba al volante. ¿Trevor? ¿O acaso le había prestado el coche a su amante, la otra Scarlett? ¿O quizá iban ambos dentro?

Furiosa, pisó a fondo el acelerador, intentando acortar todo lo posible la distancia que la separaba del sedán rojo. ¿Pretendería Trevor esperarla en su apartamento para disculparse, para suplicarle su perdón? ¿O intentaría simplemente escapar? Por fuerza tenía que haber reconocido la furgoneta.

Procuró no perderlo de vista. La estrecha carretera estaba excavada en la ladera de la montaña. En algunos tramos se abrían despeñaderos que caían en vertical hacia el agua. Una vez en las afueras de Bigfork, el sedán se desvió hacia un complejo residencial de reciente construcción, donde Trevor había alquilado un apartamento hasta que se casara con Jill. O, por lo menos, ese había sido el plan. Le había dicho que le compraría una casa en el lago. Que no quería vivir en un sitio tan pequeño y tan lúgubre.

Mientras aparcaba detrás del sedán, en la puerta del apartamento, Jill estuvo tentada de recuperar su coche y marcharse. Por muy furiosa que estuviera, aquel era el momento menos adecuado para una discusión. Y con mayor motivo con su amante de testigo, si acaso realmente estaba allí. Pero si se llevaba el coche, tendría que dejar allí la furgoneta. Y no podría hacer los repartos del día siguiente.

De pronto, le entraron unas ganas enormes de encararse con él. Tenía muchas cosas que decirle. Y también a su amante.

Bajó de la furgoneta. La puerta del apartamento estaba entornada. Quienquiera que hubiera entrado, debía de haberlo hecho a toda prisa, olvidándose de cerrar.

El interior estaba oscuro. A juzgar por los ruidos, había alguien en el dormitorio. La única luz procedía de allí, filtrándose por la puerta medio abierta.

Desde donde estaba, Jill no podía ver nada más que el dibujo de unas sombras en la pared y el haz de luz de una linterna. El corazón se le subió a la garganta. ¿Por qué Trevor no había encendido las luces? ¿Y por qué habría de estar buscando algo en su propia casa con una linterna?

¿Acaso sería… la otra Scarlett? Jill atravesó el salón a oscuras, siguiendo el rastro de luz y captando el aroma de un perfume de mujer. Se dio cuenta de que lo había olido antes: en el preciso instante en que la silueta de la otra Scarlett se recortó en el umbral de la cabaña del lago. Un perfume denso y pegajoso, que le daba náuseas.

Trevor no era muy ordenado, pero aquel lugar tenía todo el aspecto de haber sido saqueado. Cuando estaba intentando esquivar los objetos diseminados por la moqueta, se le enredó el borde del vestido en un rimero de libros. Algunos cayeron al suelo. El ruido procedente del dormitorio cesó de pronto. La luz de la linterna se apagó.

En medio de una oscuridad absoluta, Jill palpó la pared en busca del interruptor de la luz y lo encendió. No pasó nada. Todo seguía a oscuras. O bien Trevor se había olvidado de pagar a la compañía eléctrica o…

Una figura salió corriendo del dormitorio. Jilla procuró apartarse, oyendo el movimiento más que viendo a la persona en cuestión. Sintió un fuerte golpe en la cabeza. Se le doblaron las rodillas.

Mientras caía al suelo, pudo escuchar un ruido de pasos alejándose, y luego el motor de un coche, seguido de un chirrido de neumáticos.

Aturdida, consiguió levantarse a duras penas y acercarse hasta la puerta. Su coche había desaparecido. Luego se volvió hacia el dormitorio. El odioso perfume todavía flotaba en el aire.

¿Qué habría estado buscando aquella mujer? ¿Y qué habría encontrado? Intentó orientarse a oscuras, de camino al dormitorio. De repente se acordó de la vela que le había regalado a Trevor. Se dirigió como pudo hasta la mesilla, palpando a ciegas. Por la ventana, a través de los visillos, se filtraba el resplandor de una farola. Distinguió la sombra de algo grande, inmóvil, sobre la cama.

Encontró la vela y los fósforos. Por fin pudo iluminar la pequeña habitación. Una maleta abierta descansaba sobre la cama, llena hasta rebosar con ropa de Trevor. Los armarios estaban abiertos de par en par, con las perchas vacías. Y lo mismo los cajones de la cómoda.

Al igual que el salón, el dormitorio parecía haber sido saqueado. O acaso Trevor había hecho su equipaje… a toda prisa. La ropa de la maleta estaba toda revuelta. Resultaba obvio que la otra Scarlett había estado buscando algo allí.

Alzando la vela, dio un paso hacia la maleta y descubrió una bola de papel arrugado en el suelo. Se agachó para recogerlo. Después de desdoblarlo, lo acercó a la luz. Era un aviso de desahucio. ¿Sería posible? Aunque hubiera invertido todo su dinero en el proyecto turístico de la isla, sus padres eran ricos. Lógicamente, si no había pagado el alquiler del apartamento, tampoco debía de haber pagado la factura de la luz…

Con la cabeza todavía dolorida, se inclinó sobre la maleta, preguntándose por lo que habría estado buscando aquella mujer. Alzó una de las camisas de Trevor. Una pequeña carpeta, de las que se usaban para guardar billetes de avión, cayó sobre la cama.

La recogió, temerosa de lo que pudiera encontrar. Contenía el pasaporte de Trevor y un billete de ida con fecha de esa misma noche, con destino a Río de Janeiro, Brasil. ¿Brasil? Trevor no solamente había dejado de pagar su apartamento. También había planeado marcharse. ¿Cuándo había pensado decírselo? ¿En la fiesta? ¿Y qué pasaba con la otra Scarlett?

Jilla siguió buscando en la carpeta hasta que encontró el recibo de la agencia de viajes. Las manos le empezaron a temblar. Trevor había adquirido dos billetes de avión con su tarjeta de crédito. Uno para él, y el otro para «su esposa», a nombre de Rachel Forester.

¿La otra Scarlett? ¿Había sido su billete lo que se había llevado de la maleta? Porque solo había uno. Tuvo que apoyarse en el cabecero de la cama, aturdida. Se sentía enferma. ¿Trevor había planeado casarse con una mujer llamada Rachel aquella misma noche, y escaparse a Brasil? Era increíble. No podía despreciarlo más. Se había equivocado completamente con él.

Cuando se disponía a volver a guardar la carpeta en la maleta, se fijó en el número de la tarjeta de crédito que aparecía en el recibo. Era el suyo. El de su cuenta bancaria.

—Trevor, eres un auténtico miserable —pronunció en voz alta. Se había servido de su tarjeta de crédito para adquirir los dos billetes.

Tambaleándose, salió como pudo del apartamento. Sentía un doloroso latido en la cabeza. Cuando se llevó una mano a la frente, descubrió que estaba sangrando. Lo único que quería era irse a casa y olvidarse de todo lo que había sucedido aquel día. Olvidarse de Trevor.

Lo malo era que no podía olvidarse de lo que había sucedido entre Trevor y ella en la cabaña del lago… antes de que la otra Scarlett hubiera hecho acto de presencia.

Mientras conducía de regreso a su apartamento, situado justo encima de la panadería de su propiedad, se dijo que después de aquella noche no podía ocurrirle nada peor. Pero nada más llegar, vio el coche del sheriff aparcado justo a la puerta de su negocio. No siguió hacia la puerta trasera, sino que se detuvo allí mismo.

Dos agentes bajaron del coche patrulla. Viéndolos acercarse, se quedó paralizada de miedo. ¿Sería algo relacionado con su padre? Gary Lawson no había asistido a la fiesta de máscaras de aquella noche. Le había dicho que tenía fiebre y que…

—¿Jill Lawson? —le preguntó el más alto de los dos. James Samuelson era el nombre que figuraba en su placa—. Lamento tener que molestarla a estas horas. ¿Podríamos entrar y hablar un rato con usted? Queremos hacerle algunas preguntas.

Asintió, aturdida. Con el corazón en la garganta, abrió la puerta de la panadería y los invitó a pasar.

—Se trata de Trevor Forester —le informó el otro, bajo y corpulento. Después de presentarse como Rex Duncan, sacó un cuaderno de notas y un bolígrafo.

Jill podía sentir la insistente mirada de Samuelson. De reojo, vio su propio rostro reflejado en el cristal de la ventana. Tenía los ojos enrojecidos y llorosos, y un coágulo de sangre alrededor del moretón de la frente.

—¿Cuándo fue la última vez que lo vio? —le preguntó Samuelson.

—Esta noche. En la fiesta de máscaras —vio que los agentes intercambiaban una elocuente mirada.

—¿Esta noche? ¿A qué hora? —inquirió Duncan.

—A eso de las ocho y media.

—¿Está segura de que lo vio?

—Estuve con él hasta cerca de las… nueve y media, y luego me marché. ¿Ha pasado algo?

Los policías volvieron a mirarse.

—Por favor, díganme de qué se trata todo esto —les pidió—. Me están asustando.

—Señorita Lawson, usted no pudo haber estado con Trevor Forester en la fiesta de esta noche —explicó Samuelson—. El señor Forester fue asesinado a la misma hora en que usted asegura que estaba con él en otro lugar. Será mejor que nos explique por qué se ha inventado una historia semejante.

2

 

Cuando la mujer salió precipitadamente de la cabaña del lago, Mackenzie Cooper se incorporó sobre un codo, medio tumbado en el suelo, gruñendo.

—¿Qué diablos ha sido eso? —preguntó a la oscuridad, todavía impresionado por lo que acababa de suceder.

Maldijo entre dientes. Cuando aquella chica entró en la cabaña, mientras él estaba espiando desde allí el bote del lago, se le ocurrió besarla con tal de que mantuviera cerrada la boca y no diese la voz de alarma. Pero una cosa había llevado a la otra tan rápidamente…

Maldijo de nuevo. ¿En qué había estado pensando? Eso era. No había pensado en nada. En absoluto. Se llevó una buena sorpresa cuando miró su reloj. Las diez menos cuarto. Había perdido completamente la noción del tiempo. Y de todo lo demás.

Se vistió con rapidez. Era obvio que el tipo con quien supuestamente tenía que haberse encontrado allí lo había dejado plantado. Lo primero, sin embargo, era buscar lo que la mujer le había lanzado con tanta rabia. Usando el bolígrafo linterna que siempre llevaba consigo, se dedicó a buscar el objeto.

Algo brilló en una esquina, y se agachó a recogerlo. Un anillo de diamante. La piedra era de buen tamaño, y la montura antigua. Ya de disponía a marcharse cuando algo más atrajo su atención.

Parecía un trozo de tela negra. Una braga. Sensual, mínima. De seda. Su aroma le inflamó los sentidos, paralizándolo momentáneamente con el recuerdo de la mujer que había tenido en sus brazos aquella noche.

Al parecer, aquella mujer lo había confundido con Trevor Forester, su novio formal. O al menos lo había sido hasta que aquella otra Scarlett O’Hara hizo su aparición. Maldijo de nuevo entre dientes, tomando conciencia de la enormidad de lo que había hecho… ¡Acababa de hacer el amor con la última mujer en el mundo con la que habría debido hacerlo!

Decidido a no dejar ningún rastro detrás, se guardó la braga junto con el anillo y se acercó a la puerta para asegurarse de que el campo estaba libre. Había llegado la hora de marcharse. Había conseguido mucho más de lo que había venido a buscar. De eso no había duda.

 

 

¿Trevor, muerto? Jill se tambaleó. Las piernas parecían incapaces de sostenerla.

El agente Rex Duncan se apresuró a sacarle una silla para que se sentara, en la zona de cafetería del local. Luego sacó otras dos, para su compañero y para él. Samuelson dejó una pequeña grabadora sobre la mesa y la encendió.

—Tiene que haber algún error —murmuró Jill, mirando a uno y a otro.

—No lo hay —repuso Samuelson—. Por eso nos ha extrañado tanto su respuesta. ¿Por qué nos ha dicho que estuvo usted con Trevor Forester en la fiesta? A no ser que, por alguna razón, necesitara de una coartada…

Se lo quedó mirando de hito en hito.

—¿Una coartada? Yo estuve con Trevor en la cabaña del lago a la hora que les he dicho antes —vio que Duncan sacudía la cabeza, escéptico. Se puso pálida. No podía ser. Si no había estado en la cabaña con Trevor, entonces… Oh, Dios.

—¿Por qué no nos lo cuenta todo desde el principio? —le sugirió el agente de policía—. ¿A qué hora exactamente llegó a la fiesta?

Jill se enjugó las lágrimas que le inundaban los ojos. Le temblaban las manos de puro miedo.

—A eso de las siete y media.

—¿Sola?

—Sí. Como Trevor se retrasaba tanto, supuse que nos veríamos directamente en la fiesta.

—¿Trevor Forester era su prometido? —quiso saber Samuelson.