Gritos en la oscuridad - B.J. Daniels - E-Book
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Gritos en la oscuridad E-Book

B.J. Daniels

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Beschreibung

El agente Jonah Ries no podía explicarle a la increíble mujer que lo había confundido con la persona con la que se había citado por qué sabía que alguien estaba tratando de hacerle daño. Seguramente cuando Katherine Ridgemont descubriera el secreto de Jonah no querría saber nada más de él; pero eso no le iba a impedir que siguiera protegiéndola mientras pudiera. Y a medida que se acercaba el aniversario de la misteriosa muerte de la madre de Kat, mayor se hacía el instinto de protección...

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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2002 Harlequin Books S.A. Todos los derechos reservados.

Gritos en la oscuridad, Nº 61 - noviembre 2017

Título original: Howling in the Darkness

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises Ltd.

Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2002.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

 

I.S.B.N.: 978-84-9170-600-7

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Uno

Dos

Tres

Cuatro

Cinco

Seis

Siete

Ocho

Nueve

Diez

Once

Doce

Trece

Catorce

Quince

Dieciséis

Uno

 

En medio de la oscuridad, una peligrosa niebla se arrastraba sigilosamente desde el mar, acercándose a la pequeña población costera.

Jonah Ries no podía distinguir en aquella niebla más de lo que podía ver en su propio futuro. Pero lo sentía. Al principio solo fue como un mal presentimiento. Pero luego, cuando terminó de ascender la rocosa ladera y vio el letrero, Bienvenido a Moriah’s Landing, comprendió sin la menor sombra de duda que aquel era el último lugar sobre la tierra en el que debería estar.

Aminoró la velocidad de su motocicleta. La oscuridad era tan intensa que apenas podía ver nada. Sabía lo que se arriesgaba al ir allí. «Mucho más que mi vida», pensó mientras pasaba de largo frente al cementerio de Saint John, sin mirarlo, en dirección al muelle.

Una media luna se alzaba en el cielo, recordándole que solamente disponía de cinco días. Ni uno más. Sintió la invasión de aquella niebla mucho antes de verla. Pequeñas gotas de humedad le cubrían el rostro, a manera de fantasmales telarañas. Pero en el instante en que giró hacia la Avenida del Puerto, la niebla se hizo tan densa que no tuvo más opción que detenerse, bajar de la moto y seguir a pie.

Se llevó una mano bajo la cazadora de cuero para sentir el reconfortante contacto de su 38. Un pobre consuelo. Lo que más temía no podía ser abatido con una simple bala. Ni aunque fuera de plata.

Caminó por la acera hacia el leve resplandor de neón que apenas se vislumbraba al final de la calle, incapaz de sacudirse la ominosa sensación que lo había asaltado desde el instante en que vio el letrero del pueblo. No había tomado conciencia de lo tarde que era hasta que descubrió que todos los locales estaban ya cerrados. Por supuesto, todavía faltaba mucho para el Memorial Day.

Era entonces cuando aquella pequeña población de Massachusetts resucitaba llena de turistas, sobre todo ese año, cuando Moriah’s Landing celebraba el tercer centenario de su fundación. Los turistas acudirían en manada a la playa, alimentando su morbosa fascinación por aquel pueblo lúgubre, famoso por sus ejecuciones de brujas.

Esa noche, por el contrario, el pueblo yacía enterrado bajo una oscura niebla, tan silencioso como la tumba de McFarland Leary, como esperando a que sucediera algo. Por desgracia, Jonah temía saber lo que era ese algo.

—¡Hey! —una voz masculina surgió de la oscuridad, hacia el final de la calle, cerca del borroso neón del bar La Rata del Muelle.

Jonah apenas podía distinguirlo, pero al instante lo reconoció. Al igual que el hombre que acababa de salir del bar lo reconoció a él.

—Hey… —el tipo caminó unos cuantos pasos dando tumbos y se detuvo bruscamente. Era evidente que estaba borracho.

Jonah palpó a ciegas la puerta del edificio que tenía al lado, hasta que encontró el picaporte. Rezó para que no estuviera cerrada con llave, preparándose mentalmente al mismo tiempo para tirarla abajo si era necesario. Por suerte, estaba abierta. Entró con rapidez y la cerró.

—Llegas tarde —pronunció una voz de mujer.

Se quedó paralizado. La habitación estaba a medio oscuras. Se volvió lentamente, preparado para sacar su revólver.

La mujer se hallaba detrás de un gran mostrador. Tenía una mano apoyada en la cadera y la cabeza levemente ladeada, con la melena negra como la noche cayéndole en cascada sobre un hombro. Jonah sintió la escrutadora mirada fija en él mucho antes de que pudiera distinguir sus rasgos.

—Perdona —dijo sin pensar, de manera automática.

—Supongo que no recibiste mi último e-mail —le dijo, entrecerrando los ojos.

Jonah negó con la cabeza. Por desgracia no había recibido ningún e-mail suyo. Le habría gustado.

—¿Estás listo? —inquirió.

Había cierto matiz de inquietud en su voz. Como si todo aquello fuera nuevo para ella.

«¿Listo?», se preguntó a su vez Jonah, extrañado. Vio que recogía su bolso y su chaqueta. No podía dejar de mirarla. Tenía el rostro más fascinante que había visto en su vida. Unos ojos enormes, de color azul oscuro y largas pestañas. Una boca de labios llenos, y aquellos pómulos salientes…

—¿Y bien? —insistió ella, al ver que no se movía—. ¿Algún problema?

—No, ninguno…

A esas alturas, la confusión de Jonah era total. Evidentemente, lo estaba confundiendo con otro. Pero cuando se disponía a decírselo, la mujer salió de detrás del mostrador y su diminuto vestido negro lo dejó… impactado.

Vaya. Era bellísima, con aquella tez de un cálido tono levemente oliváceo, en la que destacaba el plateado reflejo de su pulsera y de sus pendientes. Descansando en el valle que se abría entre sus senos llevaba un pequeño colgante de plata con la figura de un minúsculo faro.

—¿Tienes algún lugar en mente? —volvió a preguntarle, acercándosele.

El taconeo de sus zapatos distrajo por un instante la mirada de su rostro. Hasta que tomó conciencia de lo que pasaba. Sí, aquello tenía todo el aspecto de una cita a ciegas on line. Y ella lo estaba confundiendo con otro. Por la manera en que iba vestida, resultaba evidente que habían quedado para tomar una copa. O para cenar.

Por desgracia, su verdadero acompañante podía aparecer en cualquier momento. Y Jonah se dio cuenta de que se llevaría una terrible decepción cuando eso sucediera. El problema era que marcharse en aquel preciso momento no constituía una opción viable… O al menos no lo era salir por aquella puerta, donde temía que pudiera estar al acecho el hombre que lo estaba buscando.

Por suerte, encontró una salida: literalmente hablando. Una puerta trasera y una oportunidad de matar dos pájaros de un solo tiro.

—¿Qué te parece El Hostal de Moriah’s Landing? —le propuso, consciente de que le convenía mucho más estar con ella que solo, si quería evitar al hombre que acababa de ver en la calle. El hostal se encontraba en Main Street y tenía un restaurante muy bueno. Y, lo más importante: estaba cerca, lo que significaba reducir las posibilidades de tener un desagradable encuentro… con su pasado.

—Estupendo.

Jonah detectó un cierto matiz de sorpresa en su tono y supuso que se debería a su aspecto.

—Me disculpo por haber venido vestido así… —se miró los vaqueros, las botas de motorista y la vieja camisa azul que llevaba debajo de la cazadora de cuero. Acto seguido, se pasó una mano por la barbilla sin afeitar. Desde luego, tenía un aspecto muy poco presentable para una cita de ese tipo…

Ella, a su vez, se miró el vestido. Le llegaba hasta medio muslo. Gracias a los zapatos de tacón, estaba a su misma altura. Volvió a mirarlo, ruborizada.

—Es un vestido demasiado…

—Es perfecto —la interrumpió, sincero—. Estás fantástica.

Sonrió, ladeando la cabeza.

—Gracias —repuso con voz nerviosa.

Sí, definitivamente aquello era nuevo para ella. Parecía una mujer poco habituada a sentirse vulnerable, pero en aquel momento era así como se sentía. Jonah no pudo evitar preguntarse por el motivo. Incluso aunque no se hubiera visto obligado a hacer una rápida salida, su vulnerabilidad lo impulsaba a sacarla de allí antes de que apareciese su cita real.

Se asomó a la ventana de la fachada para echar un vistazo a la calle. La niebla seguía tan densa como antes. No había rastro alguno de la oscura figura que había visto antes.

La mujer arqueó una ceja pero no dijo nada. Jonah la ayudó a ponerse la cazadora y abrió la puerta trasera, asomándose antes para cerciorarse de que nadie lo estaba esperando. Cuando se marchaban, descubrió el pequeño cartel que colgaba de la puerta: Agencia de Detectives Ridgemont. ¿Trabajaría acaso para algún investigador privado?

Escuchó sobrecogido el taconeo de sus zapatos mientras caminaban por la acera hacia el muelle, envueltos en aquella espesa niebla que lo tornaba todo tan irreal… Se recordó que acababa de robarle la cita a otro hombre. Eso solo bastaba para explicar la inquietud que lo atenazaba por dentro. Además, se hallaba de vuelta en casa, en un pueblo al que había jurado no regresar nunca. Por desgracia, conocía demasiado bien todos los peligros que podían estar acechando en Moriah’s Landing.

Ella lo tomó del brazo. Jonah aspiró su perfume e intentó relajarse. Estaba a salvo con ella. Pero sabía que, mientras permaneciera en aquel pueblo, le resultaría imposible relajarse. Y peligroso.

La aparición surgió tan inesperadamente, que Jonah ni siquiera tuvo tiempo de llevarse la mano a la pistola. De pronto, una oscura figura se dibujó ante ellos, con una capa negra ondeando al viento como las alas de un buitre.

Por un momento, se quedó mirando fijamente aquel familiar rostro arrugado, enmarcado por guedejas de pelo gris asomando bajo la capucha, con unos ojos que parecían dos pozos sin fondo. Con rapidez se colocó entre su acompañante y la anciana, que extendió hacia ellos una mano de dedos engarfiados, como una garra.

—Oh, es Arabella —le susurró—. Es inofensiva.

Mirando a Jonah, la anciana retrocedió tambaleándose como si hubiera visto a un fantasma. O algo peor.

—Katherine… —gritó, aterrada, dando un rodeo y acercándose a ella para aferrarse a las solapas de su cazadora—. El horror viene con la niebla… —desvió la mirada hacia Jonah—. El horror y la muerte…

De pronto, la anciana desapareció, dejando a Jonah aún más estremecido. Si ni siquiera podía oír acercarse a una torpe anciana en medio de aquella neblina… ¿cómo pensaba defenderse del peligro real que presentía que lo acechaba?

Katherine debió de haber visto su expresión porque se apresuró a tranquilizarlo.

—Arabella es como una de las atracciones de este pueblo —le explicó, riendo, mientras continuaban caminando hacia el hostal—. No me extrañaría que el alcalde le pagara un sueldo por aterrorizar a los turistas, como parte de nuestro peculiar patrimonio folklórico.

Jonah todavía se volvió para echar otro vistazo. Ni rastro de la anciana. Pero, como él, también aquella mujer había percibido la presencia de algo terrible en la niebla.

Pasaron al lado de una de las “tiendas de brujas” del pueblo, que vendían desde barajas de tarot hasta hierbas medicinales.

—Supongo que habrás oído hablar de toda esta estupidez, ¿no? —le preguntó ella, mirando en el escaparate.

—¿A qué estupidez te refieres? —le preguntó Jonah.

—Pues a todo esto: las brujas, lo sobrenatural, toda esta campaña publicitaria asociada a este pueblo —echó a reír—. Según reza la leyenda, su fundador, McFarland Leary, tenía tratos con una bruja.

Atravesaron Main Street para dirigirse hacia el hostal. Jonah le abrió la puerta, deseoso de entrar cuanto antes. Debido a lo avanzado de la hora, tanto el vestíbulo como el restaurante estaban casi vacíos. Un joven camarero los instaló en una mesa frente al ventanal que daba a la ensenada: en el punto más alejado posible de la puerta y la calle.

—Cuando empezaron las quemas de brujas en Salem, muchas de ellas escaparon a Moriah’s Landing. Aquí las escondieron McFarland Leary y su esposa, una bruja llamada Seama —le explicó Katherine—. Y de Seama y de sus famosos aquelarres es de donde le viene a este pueblo su pintoresca reputación —desvió la vista hacia la oscura niebla con expresión despreocupada, como si no tuviera nada que temer—. McFarland es nuestro fantasma local, maldecido por la bruja a la que traicionó. Seama llevaba un hijo suyo en su seno cuando lo sorprendió engañándola con una campesina, y lo maldijo para toda la eternidad. Luego desapareció con su hijo aún no nacido. Hay gente que afirma que, posteriormente, volvió al pueblo y que sus descendientes aún viven entre nosotros —se sonrió—. El pueblo acusó a Leary de ser un traidor emboscado y lo condenó a muerte. Lo colgaron de un gran roble de lo que ahora es el parque y lo enterraron en el cementerio de Saint John, como un aviso para todo aquel que se atreviera a tener tratos con las brujas. Y ahora, Leary sale de su tumba cada cinco años para buscar venganza. O, al menos, eso es lo que la Cámara de Comercio del pueblo quiere que tú te creas —suspiró profundamente cuando terminó su relato, para luego añadir, riendo—: Así que bienvenido a Moriah’s Landing.

Jonah concluyó que, obviamente, el tipo con el que se había citado Katherine no era del pueblo. Sonrió, mirándola a los ojos. Estaba deseoso de cambiar de tema a toda costa, aunque para ello tuviera que flirtear con ella.

—Creo que tu pueblo ya me está gustando, Katherine —al menos, gracias a Arabella, sabía su nombre.

—Kat —bajó la vista, levemente ruborizada—. Todo el mundo me llama Kat.

Excepto Arabella. Jonah contempló la Avenida del Puerto: la niebla era demasiado espesa para poder saber si el hombre que había visto antes seguía allí o no.

—¿Sabes? Tengo la impresión de que, al contrario que a mí, a ti sí que no te gusta mucho el pueblo —estaba decidido a no dejar de hablar para que ella no empezara a hacerle preguntas—. Si es así… ¿por qué te quedas?

Por un instante pareció sorprenderse de su pregunta, y Jonah temió haberlo estropeado todo. Todavía no estaba preparado para volver a la calle. Y aunque no hubiera sido así, encontraba fascinante a aquella mujer. Quizá demasiado.

Kat bebió un sorbo de agua y levantó su carta de menú.

—Jamás se me había pasado por la cabeza marcharme de aquí. ¿Te lo puedes creer? Ni siquiera me fui para estudiar.

Jonah dedujo que habría estudiado en el colegio universitario de Heathrow, situado a las afueras de la población.

—Hago la decimoctava generación de mi familia desde que mis antepasados se establecieron aquí —añadió, como si eso lo explicara todo—. En Massachusetts no te consideran nativo mientras no tengas al menos ocho generaciones enterradas en el cementerio local.

Una chica del pueblo de toda la vida, pensó Jonah. Mala suerte la suya.

—Tus antepasados debieron de ser pescadores, ¿no? —abrió su menú, aunque no tenía el menor apetito.

—Hasta la decimoséptima generación. Mi padre murió en el mar cuando yo estaba haciendo segundo curso en la universidad.

—Lo siento.

Kat lo miró por encima del borde de su carta, con un brillo absolutamente cautivador en sus enormes ojos azules.

—Pesca comercial —agregó antes de concentrarse en el menú.

Jonah asintió, consciente de que el mar se había llevado consigo a muchísimos pescadores de las pequeñas poblaciones costeras como Moriah’s Landing, y todavía seguiría haciéndolo. Por otra parte, los hombres seguirían viéndose atraídos por el mar. En la naturaleza había fuerzas tan irresistibles, que su atracción parecía cosa de brujería. Y él lo sabía bien.

—¿Y tu madre? —le preguntó.

—Mi madre… —vaciló por un instante, con un nudo en la garganta—… murió cuando yo solo tenía tres años. No la recuerdo —cerró bruscamente el menú, claro indicio de que deseaba cambiar de tema.

—Perdona. Espero que todavía te queden familiares aquí…

—Sí, está mi hermanastra Emily. Tiene diecisiete años y es una chica algo difícil, pero la quiero muchísimo. Es el único familiar que me queda. La semana que viene se gradúa en el instituto. Pero cuéntame más cosas de ti…

«Más cosas», se repitió Jonah, preocupado. Fingió leer el menú mientras se preguntaba cómo sería el hombre con quien Kat había aceptado cenar esa noche. Solo sabía que se habían conocido a través de internet. Nada más.

—No hay mucho que contar.

—Apostaría cualquier cosa a que tu padre no era pescador.

Por suerte, el camarero lo salvó del apuro al aparecer de repente a su lado.

—Yo tomaré langosta —le dijo, y miró a Kat—. ¿Y tú?

—No, a mí no me gusta el marisco —sacudió la cabeza—. Nunca me ha gustado. Prefiero pollo. Con guarnición.

—Kat… —probó a pronunciar su nombre. Le gustaba. Le sentaba muy bien—. Supongo que prácticamente conocerás a todo el pueblo, ¿no?

—A todos y cada uno —afirmó, echándose a reír.

Seguro que conocía a su familia. Ese pensamiento lo dejó frío.

—Es uno de los problemas de vivir en una población tan pequeña —añadió—. Todo el mundo lo sabe todo de ti. Y tú de ellos —se encogió de hombros—. Pero, al fin y al cabo, es tu hogar, ¿sabes?

No, Jonah no lo sabía. Para él, Moriah’s Landing nunca había sido su hogar, pese a haber nacido allí. Contempló el muelle por la ventana. Todavía podían distinguirse los letreros de neón de los bares del final de la calle. La niebla les daba una apariencia fantasmal.

—Cuando la niebla está tan densa, ni siquiera se puede ver la luz del faro —comentó Kat, siguiendo la dirección de su mirada.

Jonah miró entonces la Ensenada del Cuervo, en cuyo islote rocoso sabía que se levantaba el faro, unido a tierra por un estrecho istmo. El camarero les sirvió las ensaladas. No podía dejar de pensar en la advertencia de Arabella. O en su propia inquietud. Intentó decirse que la culpa era de la niebla. O del hecho de estar de vuelta allí.

—Venga, háblame de tu trabajo —le pidió ella.

—¿Mi trabajo?

—Sí, la informática. ¿A qué te dedicas exactamente?

Jonah soltó una carcajada. ¿Él, un cerebro de la informática?

—Es demasiado aburrido para explicarlo. Estoy seguro de que tu trabajo es mucho más interesante.

Kat sacudió la cabeza, sonriendo.

—¡Espero que no seas una de esas personas que se creen que los detectives privados son como los que salen en las películas!

—¿Es que no son así? —le preguntó, fingiendo un tono decepcionado mientras se perdía en el azul de sus ojos. Era como perderse en la contemplación del mar. Un mar insondable, lleno de misterios.

Kat se humedeció los labios con la punta de la lengua, ruborizándose de nuevo, y bajó la vista a su ensalada.

—No. La realidad es muy distinta. Te pasas horas y horas, a cuál más aburrida, recabando información, datos. Pero empecé con este negocio porque quería ayudar a la gente, así que no me quejo —volvió a alzar la mirada.

Jonah no supo si la fuerte impresión que se llevó en aquel preciso instante se debía a aquella mirada… o al descubrimiento de que ella era la detective de la agencia Ridgemont. Malas noticias. Pero aunque se sentía terriblemente atraído por ella, no volvería a verla después de esa noche. De hecho, planeaba abandonar aquel pueblo lo antes posible. Tan pronto como terminara lo que había venido a hacer.

Durante el resto de la cena, se las arregló para alejar la conversación de sí mismo. Tuvo éxito. Incluso consiguió hacer que se relajara un tanto.

—Me lo he pasado muy bien —le confesó finalmente Kat, con tono tímido, en la puerta del restaurante.

—Y yo también —repuso, sincero. De hecho, no había querido prolongar tanto aquella cita. Era consciente de que no podía retrasar más su salida. Pero, aun así, no pudo evitar estremecerse cuando salió nuevamente a la niebla, en compañía de aquella mujer que habría debido estar con otro hombre…—. ¿Te acompaño a casa?

—No hace falta. Vivo aquí al lado —se cerró la cazadora y alzó la mirada hacia él.

Aquellos ojos. Y aquella boca… Presa de un anhelo irresistible, Jonah se inclinó para darle un beso de buenas noches. De despedida.

Vio que cerraba los ojos y entreabría los labios. Pero cuando estaba a punto de besar aquella maravillosa boca, sintió que algo frío le rozaba la nuca. Algo helado, como un beso de la misma muerte.

Dio un respingo y se volvió. No vio nada excepto niebla, jirones de niebla que se arrastraban rápidamente, como barridos por el viento. Solo que no soplaba viento alguno. Tampoco había nadie frente a él. Pero eso no significaba que no hubiera una presencia allí fuera, en lo oscuro, observándolos…

—Permíteme que te acompañe hasta casa.

Kat abrió los ojos con expresión sorprendida. Humedeciéndose los labios, volvió la cara, insegura, vacilante.

—Soy perfectamente capaz de volver a casa sola.

Era evidente que estaba molesta con él porque no la había besado. Así que retrocedió un par de pasos.

—Me lo he pasado fantásticamente bien —añadió Jonah.

No quería dejarla marchar. Tenía miedo de hacerlo.

Kat asintió con la cabeza, giró en redondo y desapareció en la niebla.

Jonah esperó unos segundos y la siguió a cierta distancia. La vio entrar en una casa de tres pisos cercana al parque, incapaz de sacudirse la ominosa sensación que lo había asaltado en el instante en que estuvo a punto de besarla.

Antes de regresar hacia el muelle, se quedó esperando durante un rato hasta que escuchó el sonido del cerrojo de la puerta… Seguido, para su inmensa sorpresa, del de unos pasos alejándose.

Y volvió a estremecerse al pensar que alguien más se había molestado en seguirla hasta casa.

Dos

 

Kat no podía sacudirse la extraña sensación que la había acompañado desde que salió del restaurante. No era solo que aquel tipo no la hubiese besado. Al regresar a casa, había oído un ruido de pasos a su espalda.

Cuando se detuvo, dejó de escuchar los pasos, lo que aumentó el ilógico pero creciente temor de que alguien la estaba siguiendo… al igual que le había sucedido a su madre, veinte años atrás. De poco consuelo le había servido la pistola Beretta que llevaba en el bolso, así como el hecho de que fuera una gran tiradora. No. Contra su costumbre, había experimentado una auténtica sensación de pánico.

Una vez dentro de la casa, cerró rápidamente la puerta, echó el cerrojo y se asomó a la ventana. Nada pudo distinguir entre la niebla. Una explicación lógica era que aquel ruido de pasos pudo haber sido un simple eco lejano producido por la niebla. Sabía, además, lo que había causado aquel ataque de paranoia: la simple mención de su madre en la conversación del restaurante.

Se quitó los zapatos y anduvo descalza por la casa en que la que había vivido siempre, desde que era niña. Al acercarse a la escalera vio luz en la habitación de Emily, en el segundo piso. De alguna manera, la música que estaba escuchando y el rumor de su voz mientras hablaba por teléfono con alguna de sus amigas la tranquilizaron. Se alegraba de que no hubiera elegido aquella noche para salir, así como de que fuera a graduarse en el instituto tan pronto, a la semana siguiente. De todas formas la preocupaba que no tuviera ningún plan para después de su graduación.

Lo cierto era que esa noche Kat se sentía enormemente agradecida de no estar sola en casa.

Vio que la luz del contestador automático estaba parpadeando y, distraída, pulsó el botón de rebobinado. Todavía se sentía algo asustada y se arrepentía de no haber aceptado la oferta que le había hecho su cita de aquella noche de acompañarla. Pero… ¿acaso no era ese precisamente el error que había cometido su madre? ¿Confiar en un hombre? En el hombre equivocado.

Se abrazó mientras la cinta del contestador se detenía. ¿Qué diablos le pasaba? Su acompañante se había comportado con ella de manera impecable. La había hecho reír. La había hecho olvidarse de lo incómoda que se había sentido ante la perspectiva de aquella cita a ciegas. Se había mostrado interesado por su persona, por su trabajo. Y tampoco podía olvidarse de la obvia atracción que había sentido por él.

Pero una vez que salieron del restaurante, él hizo un intento de besarla que no llegó a consumar… para su inmensa decepción. ¿Por qué? No fue por timidez: de eso estaba segura.

Aun así, recordaba que al principio había parecido casi asustado de verla. La manera en que había entrado en su oficina, su aspecto de confusión, su retraso… Y su apariencia, como si acabara de regresar de una jornada de trabajo en los muelles. Aquella cita la había puesto muy nerviosa. Pero él también se había mostrado nervioso. Y no parecía de esa clase de hombres.

Desde luego, tampoco era lo que había esperado. Aquel rostro de rasgos duros, sin afeitar; aquellos ojos de un castaño profundo, algo más claro que el color de su cabello corto… En suma, un tipo mucho más duro, recio y… peligroso de lo que había esperado.

Ese pensamiento la sobrecogió. Ya tenía alguna experiencia en hombres peligrosos. Solo una vez. Pero una mujer inteligente aprendía siempre a la primera. O terminaba muerta en el parque del pueblo. Y no quería cometer el error de elegir al hombre equivocado. Como su madre.

Kat se apresuró a desechar aquel pensamiento y pulsó el botón de lectura de los mensajes.

—Hola, soy Ross.

Alzó rápidamente la cabeza. Ross era el nombre de su pareja de aquella noche. Pero la voz parecía distinta.

—Lamento lo de esta noche. Tenía muchísimas ganas de conocerte, pero me surgió una emergencia de última hora. ¿Podríamos quedar en otra ocasión? Estaremos en contacto por internet.

Incrédula, Kat volvió a escuchar el mensaje. Sintió un escalofrío. Entonces… ¿con quién había pasado realmente la velada? Desesperada, intentó recordar lo que le había contado de su persona durante la conversación. ¡Solo vagas generalidades! Ya no le extrañaba que se hubiera mostrado tan sorprendido cuando entró en su oficina. ¡Porque hasta entonces no había sabido de su existencia! Por eso se había mostrado tan interesado por ella, por su trabajo, y le había hecho tantas preguntas… Para desviar su atención de él.

Y ella había estado tan nerviosa, que ni siquiera se dio cuenta de eso. Hasta ahora. De repente, se le ocurrió algo que la dejó sobrecogida. Quizá el interés que le había demostrado no había respondido únicamente a la intención de ocultar su engaño. Asustada, se esforzó por recordar lo que le había contado de su vida. ¿Por qué había fingido que era su cita?

Se sentía enferma por dentro. Por lo general, se le daba bien juzgar a la gente. Pero salir con un hombre… Dios, eso la ponía tan nerviosa… Probablemente porque había pasado demasiado tiempo desde la última vez, y porque tenía miedo de volver a equivocarse. Menos mal que no lo había dejado que la acompañara hasta casa. Se abrazó, estremecida. ¿Habrían sido sus pasos los que oyó a su espalda, siguiéndola?

—Lamento lo de tu cita.

Kat alzó la mirada y vio a Emily apoyada en la barandilla de la escalera, vestida con su pijama favorito. Era pequeña y menuda, con los mismos ojos grises de su padre. Se había recogido su larga melena oscura en una cola de caballo, lo que la hacía parecer todavía más joven a sus diecisiete años.

—Estaba en casa cuando dejó el mensaje en el contestador. Vaya un cretino. Ni siquiera se presentó en persona para disculparse por haberte dejado plantada —frunció el ceño—. ¿Has estado trabajando hasta tan tarde?

Kat pensó por un instante en mentirle.

—No, salí… a cenar.

—¿Sola? —inquirió Emily, como si no pudiera imaginar nada peor.

—No, lo cierto es que me encontré con alguien —intentó convencerse de que se había tratado de un encuentro inocente. Aquel tipo se había aprovechado simplemente de la situación. ¿Qué hombre no habría visto en aquello la oportunidad de cenar con una mujer joven y bonita? Se dijo que era un hombre honesto. Un hombre que no tenía nada que esconder.

—¿Y quién era ese tipo?

A esas alturas, Kat ya se arrepentía de no haberle dicho una mentira. Como, por ejemplo, que se había quedado a trabajar hasta tarde.

—Nadie que tú conozcas —declaró a la defensiva, incapaz de olvidarse de que se había sentido atraída por él, el hombre que le había mentido—. Por cierto, no me gusta que me fiscalices las citas —apagó la luz del piso de abajo, recogió sus zapatos y empezó a subir la escalera.

—Vaya, como si no hicieras tú lo mismo con los chicos con los que salgo…

—Esto es distinto —repuso Kat, deteniéndose en el rellano—. Tengo veintitrés años. Tú solo diecisiete y todavía te queda mucho que aprender sobre los hombres.

—Oh, hablas como si fueras toda una autoridad —Emily alzó los ojos al cielo—. ¡Este año yo he salido con más hombres que tú en toda tu vida! —y se metió en su habitación, dando un portazo. Siempre tenía que tener la última palabra.

Kat se había quedado de piedra, confiando solamente en que aquella última palabra no fuera cierta. Lo ocurrido aquella noche le había demostrado lo poco que sabía sobre los hombres. Con creces.

Subió a su dormitorio del segundo piso, sin molestarse en encender la luz. Era una habitación amplia, con dos grandes ventanas y un pequeño balcón que daba al parque del pueblo. Detrás podía verse la Ensenada del Cuervo y el mar. En medio de la oscura niebla, apenas se distinguía la leve luz del faro.

Dejó los zapatos al pie de la cama y salió al balcón. Se sentía vulnerable. Amenazada. ¿Con quién había salido a cenar aquella noche? Aspiró profundamente el aire frío y húmedo. Mientras contemplaba los jirones de niebla que se arrastraban como fantasmas por el parque, volvió a decirse que ella no era su madre. Pero cada vez que se miraba al espejo, no podía menos que maravillarse de la increíble semejanza que tenía con los viejos retratos que conservaba de ella.

Peor aún: tenía miedo de que las similitudes fueran más profundas, como la de la elección equivocada de aquel hombre, una elección que le había costado muy cara un año atrás. Ahora, según parecía, había vuelto a cometer otro error. ¡Y pensar que se había sentido tentada de dejar que la acompañara hasta casa!

La niebla seguía reptando por el parque. Por un instante, logró vislumbrar el cenador que estaba más allá del histórico árbol en el que ahorcaban a las brujas: el cenador blanco, de celosías invadidas por la hiedra. Había sido una noche como aquella de hacía veinte años… Estremecida, salió del balcón y cerró las puertas. ¿Cómo podía no pensar en su madre aquella noche?

 

 

Kat se despertó bañada en sudor, enredada en las sábanas, con el corazón acelerado. Se sentó, aterrada. Con mano temblorosa, encendió la lámpara de la mesilla para ahuyentar aquellas horribles imágenes. El reloj marcaba las dos y media de la madrugada.

Había vuelto a tener el mismo sueño. Solo que esa vez creía poder oler realmente el perfume de su madre. Y, por un instante, habría jurado que no estaba sola en la habitación.

Se abrazó mirando en torno suyo, no viendo nada más que los objetos familiares de siempre. No, era imposible que alguien se hubiese escondido allí. Al cabo de unos minutos, se hizo un ovillo hasta que volvió a quedarse dormida.

La despertó la alarma del reloj. Se levantó rápidamente de la cama, acordándose todavía de la pesadilla, y se metió en la ducha. El agua caliente y la luz del día la ayudaron. Cuando se secó, ya se había convencido de que no había tenido nada que temer la noche anterior… incluido el sueño y su misteriosa cita.

Lógicamente, si aquel hombre hubiera deseado hacerle algún daño, no la habría llevado al Hostal de Moriah’s Landing, en plena Main Street. Le habría sugerido algún lugar donde hubiera sido más fácil que no los vieran juntos. Y aunque, ciertamente, había escuchado un ruido de pasos cuando regresaba a casa, eso no tenía por qué significar que alguien la hubiera estado siguiendo.

Mientras se vestía para ir a trabajar había ahuyentado ya todos sus miedos. E incluso había encontrado una explicación lógica al hecho de que hubiera vuelto a tener aquella pesadilla después de tanto tiempo. Solo faltaban unos pocos días para el vigésimo aniversario de la muerte de su madre. Indudablemente, la simple mención de su madre durante la conversación de la noche anterior había bastado para activar el mecanismo de la pesadilla, incluso para hacerla creer que había olido de verdad su perfume. Al igual que se había imaginado que había alguien en la habitación…

Pero, cuando salía hacia el trabajo, evitó atravesar el parque como hacía normalmente cada mañana. Sabía que era una estupidez, pero no pudo evitarlo. ¿Qué podía temer que le sucediera en el pueblo, a plena luz del día?