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Por mucho que Rozalyn Sawyer odiara admitirlo, no podía evitar desear que Ford Lancaster se quedara más tiempo junto a ella... y le diera más de aquellos ardientes besos. Rozalyn estaba segura de que alguien había atentado contra su familia, pero no sabía si se empeñaba en averiguar la verdad por miedo o por locura…
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Seitenzahl: 285
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2004 Barbara Heinlein. Todos los derechos reservados.
EL DÍA DE LA VENGANZA, N.º 70
Título original: Day of Reckoning
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises Ltd.
Este título fue publicado originalmente en español en 2004.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.
Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.
® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Books S.A.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
I.S.B.N.: 978-84-9170-850-6
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Portadilla
Créditos
Índice
Acerca de la autora
Personajes
Prólogo
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
Antigua periodista ganadora de varios premios, B.J. Daniels tenía ya treinta y seis relatos publicados antes de la aparición de su primera novela romántica y de suspense. B.J. vive en Montana con su marido, Parker, dos spaniels llamados Zoey y Scout, y un gato de mucho carácter que atiende por Jeff. Cuando no escribe, practica deportes de invierno y en verano realiza excursiones por las montañas. Durante todo el año se dedica a su deporte favorito, el tenis.
Rozalyn Sawyer: Cree que lo único que debe temer de Timber Falls son los fantasmas del pasado. No puede estar más equivocada.
Ford Lancaster: Lo único que le importa es el dinero y la fama… hasta que conoce a Rozalyn Sawyer.
Anna Sawyer: Su hija Rozalyn aún sigue traumatizada por su suicidio, cuando se arrojó desde el balcón del ático, diez años atrás.
Liam Sawyer: El padre de Rozalyn ha desaparecido… muy poco después de su precipitado matrimonio con una mujer más joven que él. ¿Realmente ha salido a las montañas a buscar al mítico Bigfoot? ¿O ha caído víctima de una trampa?
Emily Lane Sawyer: Parece la esposa perfecta. ¿Quizá demasiado?
Drew Lane: Es el único de los nuevos parientes de Rozalyn que parece apreciarla. ¿Pero lo hace solamente para irritar a su madre?
Suzanne Lane: ¿Por qué siente la necesidad de anestesiarse continuamente con el alcohol?
Doctor James Morrow: Era la última persona que vio a la madre de Rozalyn con vida. Y ahora lleva diez años desaparecido.
Lynette Hargrove: Esta pequeña enfermera presenta un impresionante parecido con la nueva esposa de Liam. ¿Pero cómo es posible? Lynette falleció en un accidente de coche diez años atrás…
La mancha borrosa de unas luces rojas en la carretera desapareció de repente entre la lluvia y la oscura bruma. Rozalyn Sawyer frenó, y descubrió sorprendida que no sabía dónde estaba. La carretera no le resultaba familiar. Lo cual no era extraño en aquella parte de Oregón, con aquel bosque impenetrable creciendo a pie de cuneta.
Había estado siguiendo a aquella camioneta durante los últimos treinta kilómetros. La había descubierto en las afueras de Oakridge, feliz de encontrarse con otro vehículo en aquel solitario tramo de carretera, a esas horas de la noche y, sobre todo, en esa época del año. Detrás de las luces había logrado distinguir la silueta del conductor recortada al volante, y no había podido dejar de sentir una extraña simpatía por él.
Entre la lluvia, la oscuridad y lo aislado de aquella zona, se había sentido y seguía sintiéndose algo incómoda. Aunque lo cierto era que la sensación la había acompañado desde que se enteró de que su padre no había vuelto de su reciente viaje de acampada.
Recordaba vagamente haber visto una señal de desvío justo antes de que la camioneta se desviara hacia la izquierda. Pero ahora la carretera terminaba de golpe. De pronto descubrió dónde estaba: en las cascadas de Lost Creek. Se estremeció, consternada y perpleja a la vez. ¿Cómo había podido terminar en la carretera sin salida que llevaba directamente a aquel paraje?
Había estado siguiendo las luces rojas de la camioneta sin prestar atención al camino: esa era la explicación. El conductor debía de haber tomado un desvío más atrás, equivocadamente, y ella lo había seguido a ciegas. Se había distraído, preocupada como estaba por su padre. Y no era de extrañar. Nadie lo había visto ni sabido de él durante las dos últimas semanas. Y eso incluía a Emily, su esposa desde hacía tan sólo mes y medio.
—Ya te lo he dicho. Se llevó su camioneta, su equipo de acampada y su cámara de fotos, como tiene por costumbre —le había dicho Emily cuando Roz la llamó el día anterior—. Me dijo que volvería cuando quisiese volver, y que no me preocupara. Eso me lo dejó muy claro.
Sí, pero por unos días. No por un par de semanas. Para la edad que tenía, Liam Sawyer se conservaba en forma. Cumpliría sesenta años el Día de Acción de Gracias. A Roz, sin embargo, la preocupaba que pudiera hacer locuras después de haberse casado con una mujer quince años más joven.
Dado que no había sabido nada de él, se sentía terriblemente preocupada. Y ahora, para colmo, aquel desvío retrasaría mucho más su llegada a Timber Falls. El conductor de la camioneta dio la vuelta en el aparcamiento de grava y se detuvo. Sus faros cegaron por un instante a Roz cuando también se dispuso a girar. La noche sin luna y la densa floresta parecieron cerrarse sobre ella mientras terminaba la maniobra. Las zonas tan aisladas como aquella siempre la ponían nerviosa, desde que era una chiquilla.
De repente alguien echó a correr justo delante de ella. Lo único que acertó a distinguir fue el reflejo fugaz de un impermeable amarillo. Frenó de golpe. La figura, encapuchada, saltó la barrera de seguridad que rodeaba las cascadas y desapareció entre los árboles que se levantaban al pie del mirador.
¿Sería el conductor de la camioneta? ¿Pero por qué se habría aventurado a internarse en las cascadas en una noche como aquella?, se preguntó mientras esperaba a que reapareciera.
De pronto volvió a descubrir la mancha del impermeable amarillo justo en el borde de la cascada. La figura parecía asomarse al escalón por el que se precipitaba el agua, como si quisiera…
—¡Oh, no! —Roz abrió la puerta y echó a correr bajo la fría lluvia, sin protección alguna. El terror que le atenazaba el pecho le impedía respirar bien. «Otra vez no, Dios mío», se repetía sin cesar, horrorizada—. ¡No! —gritó con todas fuerzas, cuando apenas estaba a unos metros.
La figura no la miró. Ni siquiera mostró señal alguna de haberla oído. A través de la cortina de lluvia, Roz contempló horrorizada cómo el impermeable amarillo vacilaba antes de lanzarse al abismo. Corrió hasta la barandilla, pero no pudo distinguir nada más allá de los árboles. Aterrada, rodeó la cerca de madera y se abrió paso entre la maleza, rezando para que la persona en cuestión se hubiera agarrado al borde en el último momento.
El rugido de la cascada era ensordecedor. Podía sentir las diminutas gotas de agua, no tan frías como la lluvia que le empapaba la ropa. Tenía vértigo. Durante los diez últimos años había padecido una insuperable fobia a las alturas, pero el miedo por lo que podía haberle pasado a aquella persona fue mayor. Así que se agarró a una delgada rama de pino que se extendía hacia la cascada y, apoyándose en ella, empezó a acercarse poco a poco al borde. Y el corazón le dio un vuelco en el pecho cuando distinguió algo amarillo agitándose en las oscuras aguas.
De repente soltó un grito y empezó a retroceder. La rama se había roto. Se había quedado con ella en la mano. Desesperada, intentó buscar algún apoyo en el resbaladizo musgo de las rocas.
Con el estruendo de la cascada en los oídos, no lo oyó. Hasta que la agarró por detrás, rescatándola.
14 de noviembre
Era tarde cuando Charity Jenkins oyó entrar a alguien en la oficina del Timber Falls Courier. Sólo entonces se acordó de que no había cerrado la puerta con llave.
Acercó la mano al cajón del escritorio donde solía guardar su arma. Era una costumbre que había adquirido desde que intentaron asesinarla varias semanas atrás. Desgraciadamente, conforme fueron pasando los días, se había relajado demasiado en lo relativo a su seguridad. No era de extrañar. Quizá fuera porque, durante casi treinta años, se había sentido segura en Timber Falls.
—Maldita sea, Charity, si te vas a quedar trabajando hasta tarde, tienes que acordarte de cerrar la puerta con llave —bramó el sheriff Mitch Tanner, entrando en el oscuro umbral.
Soltó el aliento que había estado conteniendo y volvió a guardar su arma.
—Me olvidé —repuso con una sonrisa, viéndolo acercarse al círculo de luz que proyectaba la lámpara de su escritorio. El corazón le dio un vuelco de felicidad.
Era alto y moreno, con dos perfectos y deliciosos hoyuelos en las mejillas, un rasgo típico de los Tanner. Era maravilloso, perfecto, y el hombre adecuado para ella.
Mitch miró a su alrededor, contemplando la pequeña oficina del periódico. Como propietaria, editora y periodista, a menudo se quedaba a trabajar hasta horas avanzadas. Su única ayuda era una estudiante de instituto que acudía algunas tardes. Esa no era una de aquellas tardes.
De modo que estaban solos, algo de lo que Charity no podía alegrarse más. Había dedicado años a intentar convencerlo de una verdad llana y simple: que no podía vivir sin ella. Ciertamente había habido momentos en que su voluntad se había debilitado y la había besado. Pero en seguida había vuelto a su retraimiento habitual, convencido como estaba de que no estaba hecho para el matrimonio. Y que su unión en pareja podía derivar en un homicidio recíproco.
Eso había sido así… hasta tiempos muy recientes. Varias semanas atrás, después de que hubiera estado a punto de perecer asesinada, Mitch le había pedido que salieran juntos. Una cita de verdad. Incluso le había regalado una pulsera de plata, en la que se había fijado en cierta ocasión. El episodio la había llenado de entusiasmo. Quizá hubiera esperanzas, después de todo…
Por desgracia, sabía que Mitch aún estaba luchando con lo inevitable, como si tuviera alguna duda de que, finalmente, acabarían casados. Evidentemente él no creía, como Charity, que el amor era una fuerza todopoderosa, capaz de vencer todos los obstáculos.
—Te has quedado hasta tarde —comentó, sacando una silla para sentarse al lado de su escritorio. Bajó la mirada al cajón donde guardaba el arma y, con un gruñido, lo cerró—. Dime que no está cargada.
—¿Qué sentido tendría guardar un arma descargada? —exclamó, preguntándose por la razón de su visita.
—Intenta no dispararte a ti misma, ¿de acuerdo?
Le sonrió. Solamente el hecho de verlo le había alegrado el día. Quizá había ido a pedirle que lo acompañara al baile que organizaba el centro comunal para el próximo fin de semana. O tal vez lo único que quería era un beso. La perspectiva le provocó un delicioso cosquilleo en los labios.
Pero esa esperanza quedó rápidamente truncada cuando vio que se echaba hacia atrás el sombrero y ponía su cara de sheriff.
—Te ibas a enterar de todas formas, así que pensé que era mejor decírtelo… —se aclaró la garganta.
—¿De qué se trata? —le preguntó, interesada. Había ido a decirle algo que no había querido decirle. Podía tratarse de algo bueno. Casi tan bueno como un beso. Casi.
—Tenías tú razón —pronunció a regañadientes.
Charity se recostó en su sillón. Desde luego, aquel día no podía ir mejor.
—Lo siento. Creo que no te he oído bien.
—Me has oído bien. Tenías razón. El disparo que mató a Bud Farnsworth no procedía del arma de Daisy Dennison, sino de la de Wade.
Esa vez dio un respingo en su sillón, antes de asimilar las implicaciones de aquella frase.
—Lo sabía. ¡Te dije que Wade Dennison estaba involucrado en el secuestro!
Wade Dennison era el propietario de Dennison Ducks, la factoría local de patos de reclamo de caza que daba trabajo a la mayor parte de los habitantes de Timber Falls. Treinta años atrás, Wade había dejado asombrado a todo el mundo al volver al pueblo con una esposa mucho más joven. En seguida tuvieron una hija, Desiree. Y otra al cabo de dos años, llamada Ángela. Varias semanas después de su nacimiento, la niña desapareció de su cuna y nadie más volvió a verla. Por aquel entonces ya habían corrido rumores de que el bebé no era de Wade.
No hubo petición alguna de rescate. No se encontró ningún cuerpo. Daisy Dennison, que había sido el foco principal de habladurías del pueblo, se encerró como una ermitaña en su mansión después de la desaparición de su hija. Hasta que, en el último Halloween, apareció con una pistola en la factoría de Dennison Ducks y salvó a Charity cuando el capataz de la plantilla, Bud Farnsworth, estaba a punto de matarlas a las dos.
Bud Farnsworth había secuestrado a Charity para recuperar la carta que lo implicaba en la desaparición de Ángela Dennison. Una empleada de Dennison Ducks llanada Nina Monroe había remitido la carta al Timber Falls Courier, el periódico de Charity, justo antes de que fuera asesinada. Nina estaba cargada de secretos y tenía una especial afición por el chantaje.
Bud logró destruir la carta antes de que alguien pudiera leerla, incluida Charity, para su pesar. Pero no había duda alguna de que estaba relacionado de alguna forma con el secuestro del bebé. La única pregunta que quedaba sin responder era si había actuado solo.
Charity estaba convencida de que no. De hecho, estaba absolutamente segura de que Wade Dennison había contratado a Bud para deshacerse de Ángela porque creía que no era hija suya. Justo antes de morir, Bud había intentado decirle algo a Wade. Charity pensaba que Wade había disparado contra él para acallarlo. Y ahora que sabía que el disparo fatal había procedido de su arma, y de no de la de su esposa, estaba más que convencida de la principal culpabilidad de Wade en todo aquel asunto.
—Wade estaba detrás del secuestro.
—Por eso precisamente quería decírtelo yo mismo.
Charity alzó los ojos al cielo.
—Me lo has dicho porque sabías que iba a averiguarlo —y ella que creía que se había dejado caer por allí solamente para verla…
—Quizá mi intención no era otra que evitar que elaboraras un reportaje peligroso para tu salud.
—Eres un iluso.
—Hablo en serio, Charity. Estoy preocupado por ti y por lo que estás pensando hacer.
—Mitch, yo vi a Bud intentando decirle algo a Wade justo antes de morir —pronunció, estremeciéndose al recordar aquel momento—. Iba a acusarlo. Por eso le disparó Wade, para que la verdad nunca saliera a la luz.
—Eso no lo sabemos con seguridad y las especulaciones sólo traen problemas. Sobre todo cuando aparecen en la prensa. Yo pensaba que a estas alturas eso lo sabías de sobra.
Charity sonrió. La vieja discusión de siempre.
—Soy periodista. Mi trabajo consiste en averiguar la verdad, y a veces para ello tengo que sacudir unas cuantas jaulas. Por cierto, ahora mismo tú no estarías tan preocupado si no fuera porque sabes que tengo razón acerca de Wade Dennison.
Mitch se quitó el sombrero y se pasó una mano por el pelo.
—¿Hay alguna manera de convencerte de que te olvides de este asunto?
Charity lo miró, ladeando la cabeza.
—¿Tienes tú algo que ofrecerme?
Ironías de la vida. Hasta hacía muy poco había pensado que, si podía ganar un premio Pulitzer con su reportaje, conseguiría por fin convencerlo de que no podía vivir sin ella y de que la pidiera en matrimonio… El triunfo profesional como manera de conseguir su amor. En lugar de ello, ahora sabía que Mitch se habría alegrado de que dejara el periodismo. Por alguna razón, su seguridad era lo que más lo preocupaba. Quizá por los muchos problemas que se buscaba con sus reportajes…
Mitch volvió a ponerse el sombrero… y su cara de sheriff. Pero ella también podía jugar a aquel juego.
—¿Has hablado con Wade? —le preguntó, sabiendo que no estaba dispuesto a hablar con ella ni de manera oficial ni oficiosa.
—Ha admitido que pudo haber efectuado el disparo mortal, pero que si lo hizo fue para salvar a su mujer, Daisy. Esa es la declaración oficial —sacó un papel doblado del abrigo y se lo tendió.
—Ya me figuraba que diría eso —lo ojeó antes de lanzarlo sobre la mesa, indiferente—. Tendré cuidado con lo que publique, pero Mitch… ¿y si estoy en lo cierto?
—Si estás en lo cierto —clavó en ella sus ojos oscuros— entonces Wade Dennison es un asesino. Puede que quieras tenerlo en cuenta.
—¿Pero cómo vamos a demostrarlo? —exclamó—. No podemos dejarlo suelto por ahí…
—No vamos a demostrarlo —replicó, levantándose—. Yo voy a demostrarlo. No tengo ninguna intención de dejarlo suelto… si es que realmente es culpable. Pero Charity, por mucho que te cueste aceptarlo, puede que te equivoques esta vez.
—Bueno, ya sabes que suelo acertar el noventa y nueve por ciento de las veces.
Mitch sacudió la cabeza, pero fue incapaz de reprimir una sonrisa.
—Eres incorregible. Intenta aceptar la posibilidad de que tal vez nunca lleguemos a saber lo que le ocurrió a Ángela Dennison.
Pero Charity era sencillamente incapaz de imaginársela.
—Tiene que haber alguna manera.
—Charity, la última vez que lo intentaste por poco te costó la vida.
Cierto. Pero con ello también consiguió que Mitch se diera cuenta de que la quería. Aunque en ese instante fue lo suficientemente prudente como para no recordárselo.
Mitch se la quedó mirando como si quisiera decirle algo más. Charity esperó que la invitara al baile del centro comunal. O quizá simplemente a cenar. Había pasado casi una semana desde la última vez que la había besado.
—Ten cuidado, ¿de acuerdo?
—Ya me conoces —le sonrió.
—Sí, y eso es lo que me preocupa —se volvió para retirarse—. Nos vemos luego.
«Eso espero», pensó Charity mientras lo observaba marcharse, con sus labios echando de menos un beso que no llegó. Se levantó para cerrar la puerta con llave y, acto seguido, se sentó ante el ordenador. Tenía un reportaje que escribir.
Sonó el teléfono. Lo levantó, sabiendo ya quién era.
—Ya tengo el informe balístico que querías —le dijo su fuente, al otro lado de la línea—. ¿Estás sentada?
Lo estaba, aunque ya sabía los resultados.
—El arma de Wade Dennison mató a Bud Farnsworth.
—Eres el mejor, Tommy —había estado dándole vueltas en la cabeza a una idea desde que se marchó Mitch. Si ella estaba en lo cierto y Wade Dennison había contratado a Bud para hacer el trabajo sucio, tendría que quedar algún rastro del dinero—. ¿Podrías hacerme otro pequeño favor?
—¿Pequeño, dices? —alzó la voz, adivinando ya sus intenciones—. ¿Te das cuenta de los años que podría pasarme en la cárcel si me descubrieran jaqueando los archivos bancarios?
—¿Más que si te descubrieran jaqueando los resultados de un informe balístico encargado por la policía? —le preguntó, fingiendo un tono inocente.
Tommy se echó a reír.
—¿A nombre de quién está la cuenta?
—Se trata de dos cuentas. Wade Dennison y Bud Farnsworth. Y me interesan los registros antiguos… digamos de hace unos veintisiete años. Te daré las fechas.
Cuando Charity hubo terminado de dárselas, Tommy soltó un silbido de estupor.
—Espero que sepas lo que estás haciendo.
—¿Estás de broma?
Colgó y tecleó un posible titular: ¿Wade Dennison disparó para salvar a su esposa o para acallar al secuestrador? Y otro más: El secuestro de Ángela Dennison: un misterio aún por resolver. De repente se detuvo, recordándose que Wade la había amenazado de muerte no hacía tanto tiempo. Lo había hecho delante de Mitch… y en aquel instante no se lo había tomado muy en serio. Pero ahora… ahora no estaba tan segura de que no tuviera nada que temer.
Lo cual, sin embargo, no le impediría escribir su reportaje. O hacer unas pequeñas averiguaciones en las cuentas bancarias de Dennison y Farnsworth. Después de todo, era una periodista, tanto si le gustaba a Mitch como si no. Tenía que descubrir la verdad de lo sucedido.
El problema era que tal vez solamente quedara una persona viva que supiera la verdad sobre el secuestro de Ángela: el propio Wade. Quizá, con aquel reportaje, pudiera enfurecerlo lo suficiente como para empujarlo a hacer alguna tontería, algún error que posibilitara su captura…
Empezó a teclear de nuevo, consciente de que Mitch no se iba a poner muy contento. Lo cual no constituía ninguna novedad. Era una lástima que no la hubiese besado antes. Temía que al día siguiente, cuando saliera el periódico, besarla fuera lo último que quisiera hacer.
El estruendo de la cascada ahogó los gritos de Roz mientras intentaba liberarse de los fuertes brazos que la habían agarrado por detrás.
Frenética, intentó recuperar el equilibrio mientras forcejeaba. Pero al hacerlo perdió pie en la húmeda roca cubierta de musgo y se balanceó peligrosamente sobre el borde de la cascada. Los brazos del hombre se aflojaron de repente, como si temiera caerse con ella si continuaba reteniéndola. Incluso intentó agarrarse a algo para salvarse.
Roz aprovechó entonces aquella distracción para hundirle un codo en las costillas, pero el desconocido se recuperó al instante y la arrastró hacia atrás, fuera de las rocas. Ambos cayeron al pie de un árbol, a unos metros de la cascada.
—Aléjese de mí —chilló, buscando algo con qué defenderse. Sus dedos se cerraron sobre una pesada rama. Intentó levantarse del suelo al tiempo que la blandía como si fuera una maza.
Bajo el árbol la oscuridad era casi total. Ni siquiera llegaban hasta allí las luces de su coche. Pero, viéndolo levantarse, se dio cuenta de que era un hombre grande, fuerte. Su rostro estaba envuelto en sombras, sus rasgos eran una borrosa mancha, pero sus ojos… sus pupilas eran tan claras, tan pálidas, que parecían tener luz propia.
Avanzó hacia ella con las manos levantadas en un gesto de rendición. Pero Roz sabía que sólo estaba buscando una nueva oportunidad para atacarla.
—Si se acerca, le pegaré con esto —gritó, haciéndose oír por encima del estruendo de la cascada y retrocediendo a la vez—. Se lo advierto.
—Muy bien —se detuvo—. Adelante, salta al agua. No me importa. Mi error ha sido intentar salvarte de ti misma.
Parpadeó asombrada, en medio de la lluvia y de la neblina que los envolvía.
—¿Salvarme de mí misma? Pero si yo no iba a saltar…
—Muy bien. Como quieras. Adelante, hazlo de nuevo. Puedes estar segura de que esta vez no intentaré detenerte.
Cruzó las manos sobre el pecho. Por primera vez Roz advirtió que, como ella, no llevaba impermeable. Tenía la camisa y los pantalones empapados. Como los suyos.
—¿No estabas intentando lanzarme a la cascada?
—¿Estás loca? —la fulminó con la mirada—. No, claro, por supuesto que lo estás. Si no lo estuvieras no estarías aquí, en mitad de esta tormenta, dispuesta a suicidarte. Y este es el agradecimiento que obtengo por haber intentado salvarte.
—¿Agradecimiento? Si casi nos matas a los dos —le espetó—. Ya te lo he dicho, yo no pretendía suicidarme —se estremecía de sólo pensarlo.
—Oh-oh. Así que solamente querías echar un vistazo a la cascada, ¿eh? —se dispuso a marcharse—. Bueno, pues mírala todo lo que quieras. No te molestaré más.
—Vi saltar a alguien.
—¿Qué? —se detuvo, volviéndose lentamente.
—Que vi saltar a alguien con un impermeable amarillo —miró de nuevo hacia la cascada, temerosa—. Por eso vine corriendo.
—¿Viste a alguien?
—Creo que era una mujer —había alcanzado a vislumbrar una larga melena rubia antes de que la figura desapareciera en lo alto de la cascada—. La vi… —se le quebró la voz—… inclinarse sobre el borde y arrojarse al vacío. Cuando llegué arriba, el impermeable amarillo que llevaba estaba abajo, en el agua.
—Vaya —miró a su alrededor—. ¿Y se puede saber dónde está el coche de esa mujer que saltó?
—Allí.
—Esa es mi camioneta. Y lo sabes perfectamente, porque me has estado siguiendo durante los treinta últimos kilómetros.
Desvió la mirada hacia su propio coche, con el motor todavía en marcha, la luz encendida y la puerta que se había dejado abierta en su apresuramiento. Los faros proyectaban un haz luminoso a través de la cortina de lluvia. No había más vehículos. Sólo el suyo… y el de él. Y tampoco había visto más coches en la carretera aquella noche.
—¿Cómo pudo llegar esa misteriosa mujer hasta aquí?
Roz sacudió la cabeza, confundida. La cascada estaba demasiado lejos para que alguien hubiera llegado hasta allí caminando. Sobre todo en esa época del año, y con aquella tormenta.
—Tú y yo somos los únicos que estamos aquí —añadió él.
Roz abrió la boca para decir algo, pero la cerró de nuevo. Había visto a alguien con un impermeable amarillo. Había visto a alguien saltar a la cascada. Había visto el impermeable en el agua.
—Tienes que haberla visto —insistió. La voz seguía temblándole, pero ya no era de frío.
—Yo solamente te vi a ti por el espejo retrovisor cuando me disponía a largarme. Te vi frenar en seco, salir disparada del coche y correr hacia el borde de la cascada.
¿La había estado observando, vigilando quizá? Por eso no debía de haber visto a la persona del impermeable amarillo. Así que… ¿realmente había intentado salvarla?
—Si me he equivocado acerca de tus intenciones…
—Olvídalo —con un gesto, desechó sus disculpas.
—Tenemos que llamar al sheriff —incluso mientras lo decía, sabía que nadie habría sobrevivido a una caída semejante. Sólo quedaba recuperar el cadáver.
—¿Tienes algún teléfono móvil que funcione aquí? —le preguntó él—. Yo lo intenté con el mío cuando me detuve.
Roz negó con la cabeza. En una zona como aquella no tenía cobertura.
—Llamaré al sheriff cuando me acerque a Timber Falls.
—¿Seguro que quieres hacerlo?
Se pasó una mano por la cara, sosteniendo todavía la rama en la otra. Estaba agotada, emocionalmente exhausta. Lo miró a los ojos.
—Te digo que vi a alguien saltar a la cascada.
—Como quieras —se encogió de hombros.
Detestaba su tono desdeñoso. ¿Habría intentado realmente salvarla? ¿O matarla quizá? Si la hubiera dejado en paz, en aquel momento estaría perfectamente. Hacía unos minutos había estado completamente segura de lo que había visto. La estaba haciendo dudar de todo…
—Tengo familia en Timber Falls —le dijo, en un esfuerzo inconsciente por convencerlo de que estaba en sus cabales—. De hecho, ahora mismo iba hacia allí.
—Si tu familia vive en Timber Falls, ¿cómo es que no te conoces la carretera?
—Me distraje. Te seguí, confiando en que llevabas mi rumbo. Hacía años que no venía por aquí —de hecho, no habría vuelto si no hubiera estado tan preocupada por su padre. Cuando se marchó de Timber Falls, diez años atrás, lo hizo con la idea de no regresar jamás. Ni siquiera se planteó hacerlo cuando su padre se casó de nuevo, volvió al pueblo y reabrió la casa familiar. Hasta ahora—. He venido aquí esta noche porque…
—Gracias, pero preferiría no saber nada más de ti.
—¿Siempre eres tan desagradable? —le espetó ella.
—De hecho, en este momento estoy intentando comportarme de la mejor manera posible.
—¿De veras?
—De veras. Deberías verme cuando no lo intento.
—No, gracias.
—¿Te había dicho ya que voy a llegar tarde a una cena?
—Pues no te dejes entretener por mí. Faltaría más.
Empezó a retirarse.
—Ah, y por favor, no me des las gracias por haberte salvado la vida.
—No te preocupes. No tenía intención de saltar, pero ahora que te he conocido, quizá cambie de idea.
Riendo, le dio la espalda y se dirigió hacia su camioneta. Roz volvió a su coche, sin soltar la rama por si fuera un asesino psicópata y planeara atacarle de nuevo. No lo era. Subió a su vehículo, encendió el motor y se marchó sin mirar atrás.
El asiento estaba empapado, y ella también. Como si no estuviera suficientemente estremecida por lo que acababa de pasar. Se sentía inquieta, y no sabía por qué. Estaba sola. No había nadie más. Aunque quizá la persona que había saltado hubiera dejado aparcado su coche por alguna parte…
Mientras salía del aparcamiento del mirador, los ojos se le llenaron de lágrimas. No, no se había imaginado a aquella suicida del impermeable amarillo. La historia no podía repetirse.
La lluvia repiqueteaba contra el cristal, barrida rítmicamente por el limpiaparabrisas, mientras Roz conducía por la estrecha pista de vuelta a la carretera. Ya no veía por ninguna parte las luces rojas de la camioneta. Evidentemente no quería que continuara siguiéndolo y había acelerado para perderla de vista. Mejor para ella.
Deteniéndose en el cruce, buscó la señal de desvío que vagamente recordaba haber visto antes. No había ninguna. ¿La habría retirado él? Aquel tipo no había visto a la persona del impermeable amarillo. ¿Era posible que tampoco hubiera visto la señal? Desechó aquel pensamiento. ¿Pero por qué entonces se había desviado hacia el mirador de la cascada?
Pisó el acelerador, deseosa de llegar cuanto antes a Timber Falls. No podía esperar para ver las luces del pueblo, entrar en su casa y comprobar que su padre había vuelto y que no había nada de qué preocuparse…
El bosque formaba un oscuro y húmedo dosel sobre la sinuosa carretera. Varios kilómetros más adelante, cuando los árboles se espaciaron un tanto, sacó su móvil, vio que tenía cobertura y llamó a emergencias. Relató brevemente al operador lo que había visto en la cascada de Lost Creek y dejó su número para que el sheriff se pusiera en contacto con ella.
Cuando las luces de Timber Falls aparecieron detrás de la bruma y de la lluvia, sintió tal punzada de alivio que a punto estuvo de echarse a llorar. Había llegado a su hogar. La sensación la sorprendió, considerando los motivos por los que se había ido de allí. Durante diez años aquel pueblo había dejado de ser su hogar y no volvería a serlo de nuevo. Pero en aquel momento se sentía reconfortada, satisfecha de llegar al único sitio donde se había sentido segura y feliz.
Recorrió Main Street pasando por delante de la oficina municipal, el bar Duck-In, la sede del diario Timber Falls Courier y la tienda de antigüedades Busy Bee. El cartel de Completo brillaba con letras de neón en el motel Ho Hum y el café de Betty estaba lleno, con una media docena de coches aparcados delante. Qué extraño. Frunció el ceño, preguntándose por qué todo el mundo parecía tan ocupado en aquella época del año… y con aquel tiempo tan endiablado. Algo debía de haber ocurrido.
Cuando entró en el familiar sendero flanqueado de árboles, tuvo la sensación de que el tiempo se había detenido. Allí estaba, la antigua y gran mansión donde se había criado. Nunca había entendido por qué su padre la había conservado, con los dolorosos recuerdos que evocaba. Lo cierto era que durante todos aquellos años se había preocupado de volver de vez en cuando, solo, velando para que no se cayera a trozos.
Sintió una punzada de nostalgia al ver que el edificio todavía parecía luchar contra el bosque que lo rodeaba, con el perfil de sus altos tejados recortándose contra el cielo nocturno. Contuvo el aliento, admirándolo. De niña siempre había pensado que era un castillo. Incluso en aquel momento, al cabo de tantos años, seguía pareciéndole enorme, inmensa.
Aquel había sido su hogar durante diecisiete años. Había sido un lugar de diversión, de descanso, con mucho espacio para jugar y numerosos escondites. Su madre tenía preciosas flores en grandes macetas en el portal y cortinas de vistosos colores en las ventanas. Pero ahora ya no había ni flores ni cortinas. Y su madre tampoco estaba. Roz desvió la mirada, presa de la misma tristeza que la había atormentado durante los diez últimos años.
Había tres coches aparcados. El nuevo Cadillac que su padre le había comprado a Emily como regalo de bodas y dos deportivos más, uno amarillo y el otro negro brillante. El amarillo pertenecía a la hija de Emily, Suzanne, de veinticuatro años. Y el negro a su hermano Drew, de veintiséis. Experimentó una punzada de aprehensión al ver que la familia se había reunido al completo. Evidentemente, su padre no había vuelto. ¿Sería por eso por lo que Suzanne y Drew habían ido desde Portland? ¿Habría sucedido algo desde la última vez que habló con Emily?
Cada vez más preocupada, aparcó frente a la casa y corrió hacia el portal, bajo la lluvia. Esperó a que algún miembro de la nueva familia de su padre le abriera la puerta. Se sentía tan ajena, tan fuera de lugar, que ni siquiera era capaz de abrirla ella misma. Los sentía y pensaba en ellos como si fueran extranjeros. Apenas los había tratado unas pocas veces, y siempre en un ambiente tenso, incómodo. Incluso su padre se había convertido en un extraño desde que, seis meses atrás, se casó a toda prisa en Las Vegas.
—Dale una oportunidad a Emily —le había pedido después de la boda—. Sé que todo esto ha sucedido muy rápido. Pero, por favor, inténtalo. Hazlo por mí.
Y lo estaba intentando. De veras.
Para su alivio, fue su nuevo hermanastro Drew quien abrió la puerta. Con él no se llevaba tan mal como con las demás.
—Vaya, por fin has llegado. Ya estaba empezando a preocuparme —esbozó una radiante sonrisa.
Drew era rubio, de ojos azules y de una belleza clásica, de rasgos perfectos. Roz, sin embargo, encontraba su rostro falto de carácter, sin fuerza. Lo salvaba un detalle fundamental: era el único familiar que parecía apreciarla en algo. Pero su actitud no estaba exenta de interés. Roz sospechaba que si le prestaba cierta atención era justamente para irritar a su madre.