Una mujer con un secreto - B.J. Daniels - E-Book
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Una mujer con un secreto E-Book

B.J. Daniels

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Beschreibung

Hacía ya un año de aquella tormenta de nieve en mitad de la cual Holly Barrows había corrido a los brazos de Slade Rawlins, convencida de que alguien la perseguía. Había llegado a él como una maravillosa aparición en mitad de la oscuridad de la noche. Pero Holly era real, una mujer de carne y hueso cuyo cuerpo Slade había memorizado con sus dedos. Después de aquella noche había desaparecido y no la había vuelto a ver hasta aquellas navidades, cuando llegó asegurando que habían secuestrado a su bebé...

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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2001 Barbara Heinlein.

Todos los derechos reservados.

UNA MUJER CON UN SECRETO, Nº 51 - marzo 2017

Título original: A Woman with a Mistery

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises Ltd.

Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2002.

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-687-9809-7

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Prólogo

Uno

Dos

Tres

Cuatro

Cinco

Seis

Siete

Ocho

Nueve

Diez

Once

Doce

Trece

Catorce

Quince

Dieciséis

Diecisiete

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Prólogo

 

Halloween

 

El dolor. La asaltó desde una febril oscuridad, arrancándole un grito de angustia. Abrió los ojos. Tres sombras se movían al pie de la cama, recortadas sus figuras contra una luz cegadora. Se agitaban en un rumor de ropas y susurros, rondándola, esperando.

—¡Socorro!

Pero era como si tuviera la boca llena de algodón, y la palabra hubiera quedado ahogada por aquellos murmullos. Las sombras continuaron moviéndose hasta bloquear la luz. Otro chillido escapó de su garganta cuando pudo verlas bien. Con los ojos muy abiertos, el corazón se le aceleró insoportablemente ante la vista de los grotescos rostros que la rodeaban. Nada hacían por impedir que siguiera gritando, y Holly comprendió, en lo más profundo de su ser, que nadie podía oírla, ni la oiría nunca.

Intentó levantarse. Sintió otra punzada de dolor. Se incorporó sobre los codos, aturdida y mareada. Podía sentir de nuevo aquella agonía, arrollándola como un tren a toda velocidad. Tenía que escapar antes de que fuera demasiado tarde. Uno de ellos se adelantó a los demás, oculto el rostro por una horrible máscara.

—Será muy pronto.

La sangre le atronaba en los oídos. ¡Conocía aquella voz! ¡Oh, Dios mío!

Cerró con fuerza los ojos para ahuyentar aquellas terribles imágenes, como queriendo negarlas: negar aquel miedo paralizante y aquel insoportable dolor. Jadeando, se esforzó por no gritar, para no perder el juicio. Pero sabía que era demasiado tarde. Desde el momento en que había visto sus rostros enmascarados, lo había sabido. Desde el momento en que había escuchado aquella voz tan familiar. Los monstruos habían venido para llevarse a su bebé.

Uno

 

Nochebuena

 

Consciente solamente de la carta que llevaba en el bolsillo, Slade Rawlins ni siquiera sentía los grandes copos de nieve que habían empezado a caer conforme se hacía de noche. Seguía caminando calle abajo hacia su oficina, ajeno a todo lo que no fuera el opresivo peso de aquella misiva contra su corazón.

—¡Jo, jo, jo! —un Santa Claus publicitario apareció repentinamente de la nada y se plantó frente a él, risueño—. ¡Felices Navidades!

Slade lo miró sobresaltado: en una mano blandía una campana y en la otra un bote de aguinaldo. Rebuscando apresuradamente en los bolsillos, dejó caer un puñado de monedas en el bote y rodeó al hombre para entrar en la oficina.

Las escaleras que llevaban al segundo piso estaban pobremente iluminadas, fundida una de las bombillas. Pero era el menor de sus problemas. Subió los escalones de dos en dos, con la música navideña, el ruido del tráfico y el tintineo incesante de la campanilla de Santa Claus acompañándolo como si fuera el fantasma de Ebenezer Scrooge, el protagonista del cuento de Dickens.

Abrió la puerta de Investigaciones Rawlins y, sin encender la luz, se dirigió directamente al frigorífico que estaba al lado de la ventana. Sacó una botella de cerveza, la abrió y se quedó contemplando el pueblo bajo la nieve. Por fuera se estaban helando los cristales. Dentro hacía más calor de lo normal, debido a un fallo del radiador.

Podía permitirse alquilar una oficina en la zona residencial de las afueras del pueblo. Pero estaba profundamente arraigado en aquel lugar, como si una poderosa fuerza le impidiera moverse. Y sabía exactamente qué tipo de fuerza se trataba. Sintió un escalofrío cuando sonó el teléfono. Había estado esperando aquella llamada.

—Rawlins.

—Me he enterado de que hace un rato has estado aquí poniéndoles las cosas difíciles a mis chicos —le espetó de golpe el jefe de policía L.T. Curtis.

Slade se relajó al oír aquella voz tan familiar. Llevaba oyéndola toda la vida.

—¿No te ha dicho nadie que estamos en Nochebuena? —añadió Curtis, sarcástico—. ¿Cómo es que no estás ahora mismo en casa decorando el árbol de Navidad y esas cosas?

Curtis y el padre de Slade habían sido los dos policías, y muy buenos amigos.

—He descubierto un nuevo indicio en el caso de mi madre —le dijo Slade, yendo directamente al grano. No había sido capaz de pensar en otra cosa desde que descubrió la carta—. Creo que ya sé quién la mató.

—Slade —gruñó Curtis—, ¿otra vez con lo mismo? Te juro que no entiendo por qué sigues empeñándote en eso. El caso está cerrado. Lleva veinte malditos años cerrado. El asesino confesó.

—Roy Vogel no la mató —se apresuró a afirmar Slade, antes de que el policía lo interrumpiera—. Encontré una carta que mi madre le escribió a mi tía Ethel antes de morir.

—¿Tu tía Ethel? ¿La que falleció en Townsend hará un par de semanas? Siento de veras su muerte.

La tía Ethel, siempre tan inquieta y tan activa, le había sacado diez años a la madre de Slade. Nunca se había casado. A causa de cierto desacuerdo familiar ocurrido antes del matrimonio, Ether jamás había congeniado con el padre de Slade.

—Me lo legó todo a mí, incluidas varias cajas llenas de cartas. ¿Sabías que mi madre se estaba viendo con otro hombre? Ella misma lo admitió en la carta.

—Diablos —exclamó Curtis—. Es increíble. Besaba la tierra que pisaba tu padre, y tú lo sabes…

—Sí, creía que lo sabía. Pero parece que mi madre albergaba un secreto que nadie más conocía.

—¿En un pueblo como Dry Creek, Montana? No lo creo.

Aunque aliviado de que Curtis se mostrara tan sorprendido como él, no podía negar lo que acababa de descubrir. El asesinato de su madre había constituido el motivo principal por el que se había hecho investigador privado. Había sido el primero en descubrir el cadáver. Con solo doce años, un día Slade volvió temprano del colegio y llamó a su padre a la comisaría de policía para decírselo. Aquel día se prometió a sí mismo, y a ella, que terminaría encontrando al asesino… a pesar de lo que pensara su padre. Joe Rawlins había temido que el asesino de Marcella pudiera atacar a continuación a sus hijos, y por eso le había ordenado que le dejara el caso a él.

Pero aquella misma tarde, un joven que vivía en la misma calle fue encontrado ahorcado en su garaje. Roy Vogel había dejado una nota confesando ser el asesino de Marcella Rawlins. Durante todo ese tiempo, Slade jamás se había quedado convencido: siempre había sospechado de la facilidad con que se había cerrado el caso. Pero no había encontrado ninguna otra pista. Hasta ahora.

—Tengo un presentimiento —pronunció.

—Pues mira, lo tengas o no, estás equivocado —le dijo Curtis—. Ojalá pudieras seguir tranquilamente con tu propia vida y dejar a tu madre descansando en paz.

—Eso no sucederá hasta que el asesino pague sus cuentas ante la ley.

—Maldita sea, eres un…

—Bueno, ¿te gustaría echarle un vistazo a la carta esta noche en casa de Shelley? —desde que podía recordarlo, siempre se habían reunido para pasar la Nochebuena. L.T. y Norma Curtis habían sido los mejores amigos de sus padres, y con el tiempo habían terminado educando tanto al propio Slade como a su hermana Shelley.

—Anda, vete de compras navideñas. Disfruta. Y olvídate de todo este asunto hasta después de vacaciones —le aconsejó el jefe de policía, consciente de que sus palabras caerían en saco roto.

Pero una vez que a Slade se le metía algo en la cabeza, ya nada podía detenerlo.

—Te veré esta noche en casa de Shelley. Quiero que le eches un vistazo a la carta. Esto no puede esperar.

—Pues entonces… que pases unas malditas y felices Navidades —le dijo Curtis, y colgó.

Slade se volvió de nuevo hacia la ventana. La nieve seguía cubriendo los edificios de blanco. Conocía personalmente a todos y cada uno de los habitantes de aquel pueblo. ¿Significaría eso que conocía también al hombre que había sido el amante de su madre? «Sigue aquí», pensó. «Y se cree que todo el mundo se ha olvidado ya de su asesinato. Pero no sabe que yo estoy tras su pista».

También había estado nevando el día que encontró el cadáver de su madre. Al principio no la había visto: solo se había dado cuenta de que el árbol de Navidad estaba caído. Cuando se disponía a levantarlo, pensando que debía de haberlo tirado el gato, la vio. Tenía una bufanda roja alrededor del cuello, y un adorno navideño en la mano. En la radio, seguía sonando la música de villancicos. Y, como aquella misma noche, sonando de muy lejos, podía oírse el tintineo de la campanilla de un Santa Claus.

A su espalda, el ruido de unos tacones resonando en el piso de baldosa lo sacó de sus reflexiones. Demasiado tarde recordó que no había cerrado la puerta de la oficina. Maldijo entre dientes.

—¡Está cerrado! —alzó la voz, sin molestarse en volverse. Sacó otra bebida de la nevera, esperando que los pasos se alejaran.

Pero como eso no sucedió, se volvió rápidamente, disgustado. La silueta de una mujer se recortaba en el umbral de la puerta, contra la luz de la escalera. Tenía una figura alta, esbelta. No se movió ni dijo nada. Había algo en ella que le recordaba a una mujer que había conocido, y con las luces apagadas casi podía imaginarse que era ella realmente…

—¿Señor Rawlins? —su voz era tan seductora como su figura y casi tan familiar.

Slade frunció el ceño, diciéndose que su imaginación le estaba gastando una mala pasada.

—¿Le importa que encienda la luz?

La encendió… y Slade parpadeó asombrado, incapaz de pronunciar palabra. Era bellísima. Contempló sus generosas curvas, desde los firmes senos que se destacaban contra la fina tela de su blusa, debajo del abrigo de lana, hasta las largas y bien torneadas piernas que dejaba ver su falda corta. Y qué rostro. Enmarcado en una maravillosa melena negra y rizada. Con unos labios llenos, sensuales. Y unos ojos de un azul prístino y largas pestañas. Sí. Era la misma mujer que había estado intentando olvidar durante meses.

Maldijo entre dientes, más de asombro que de furia. Había pasado la mayor parte del último año preguntándose por lo que habría sido de su vida, si al final había muerto, si la habrían matado… y culpándose continuamente a sí mismo por ello.

—Necesito ayuda —le dijo, con un leve quiebro en la voz—. Ya sé que es Nochebuena…

Sacudió la cabeza, incrédulo. Miles de preguntas asaltaron su mente: dónde había estado, por qué había vuelto ahora y… sobre todo, por qué lo había abandonado, desapareciendo de repente.

—Pero… ¿quién te crees que eres para…?

Dio un tentativo paso hacia ella pero se detuvo en seco al ver su expresión, que era de absoluto asombro. ¡No lo reconocía!

—Lo siento, no he debido haberlo molestado —le dijo, disponiéndose a marcharse.

—Espera un momento —quiso detenerla, temeroso de que tan pronto como la tocara desapareciera nuevamente. Otro fantasma del cuento de Navidad de Dickens.

Le rozó una mano. La mujer se volvió hacia él, con el inequívoco brillo de las lágrimas en sus ojos azules. No se evaporó en la nada. Y, después de tocarla, Slade supo que era de carne y hueso. Sí, era ella. No había duda.

—Lo siento, la había confundido con otra persona —mintió, perdiéndose en el azul de sus ojos.

Evocó la Nochebuena del año anterior, cuando la vio salir corriendo de la nada, en medio de una tormenta de nieve, en plena calle. Slade frenó bruscamente la camioneta para no atropellarla, pero derrapó con el hielo. Luego bajó rápidamente para atenderla: todavía podía verla tendida en la nieve, a unos escasos centímetros del morro de su vehículo. Cuando abrió los ojos bajo la luz de los faros, descubrió que eran increíblemente azules… con una mirada de asombro muy semejante a la que tenía en aquel preciso momento.

—Siéntese —le señaló una silla mientras cerraba la puerta de la oficina, temiendo que cambiara de idea y se marchase—. ¿Qué puedo hacer por usted?

Pareció dudar pero finalmente tomó asiento, retorciéndose las manos, nerviosa. Slade la miró fijamente, apoyado en su escritorio, sin sentarse. Y volvió a recordar. Cuando el año anterior se la encontró en la calle, la subió a su camioneta con intención de llevarla a un hospital. Pero ella le suplicó que solamente la llevara a un lugar donde pudiera estar a salvo. No recordaba nada. No tenía nombre. Ni pasado. Pero estaba convencida de que alguien pretendía matarla y le rogaba que no llamara a la policía.

—Necesito su ayuda.

—¿Mi ayuda? —inquirió, todavía esperando que lo reconociera en algún momento. Pero fue en vano. O no había sido capaz de dejar huella alguna en aquella mujer o tenía tendencia a olvidar muchas cosas—. ¿Por qué yo?

Sacudiendo la cabeza, apretó el bolso con gesto inquieto.

—Me temo que todo esto es un error —y empezó a levantarse.

—No —le dijo con mayor vehemencia de lo que había pretendido—. Al menos deme una oportunidad.

Volvió a sentarse, todavía temerosa. Y ciertamente no tan confiada como la otra vez que la vio, pensó Slade con una punzada de resentimiento. En aquel entonces la había tomado bajo su protección, convencido de que debía de haber sufrido alguna especie de trauma. Pero dos meses después, justo cuando creía estar avanzando algo en su proceso de recuperación de memoria, había desaparecido de pronto… con una par de cientos de dólares en el bolsillo y media docena de expedientes de su archivo. Luego la había buscado con ahínco, temiendo que alguien la hubiera matado.

Y ahora estaba de vuelta. Viva. Y nuevamente metida en problemas.

—Me temo que pensará usted que he perdido el juicio —pronunció con voz temblorosa.

—¿Por qué habría de pensar eso? —inquirió, preguntándose si no le estaría tomando el pelo. Era demasiada coincidencia que hubiera aparecido dos veces en su vida: ambas veces envuelta en problemas, y en Nochebuena. Solo que, en esa ocasión, aparentemente ya ni siquiera se acordaba de él.

—La ayuda que necesito es un tanto… inusual.

—Cuéntemelo —sacó una silla y se sentó.

Ese gesto pareció tranquilizarla, pero todavía seguía apretando nerviosa el bolso contra su regazo.

—Sospecho que alguien me robó mi bebé.

Slade la miró de hito en hito. ¿Así que tenía un hijo?

—¿Lo sospecha?

—Ya sé que suena absurdo, pero es así. No puedo estar segura.

—¿Por qué no me lo cuenta todo desde el principio? —le sugirió—. Podría empezar por decirme su nombre.

—Oh, perdone. Me llamo Holly Barrows. Soy actriz. Vivo en Pinedale.

Pinedale se hallaba a unos setenta kilómetros de allí, pensó Slade. ¿Tan cerca había estado de él durante todo ese tiempo?

—¿Cuánto tiempo lleva viviendo en Pinedale?

—Toda mi vida.

¿Así que era eso lo que había ocurrido? ¿De repente había recuperado la memoria y simplemente se había vuelto a casa? Le parecía algo demasiado sencillo, teniendo en cuenta lo convencida que había estado de que alguien pretendía matarla. Para no hablar de que le había robado el dinero y varios expedientes de su archivo.

—Por favor, continúe —le pidió.

—Cuando di a luz… —le costaba pronunciar las palabras—. Tengo un recuerdo muy vago del parto. Creo que estaba drogada.

—¿Dio a luz en Pinedale?

—No sé dónde estaba: solo que no era un hospital normal. Creo que la sala estaba insonorizada y que los médicos… —desvió la mirada. Le temblaron las manos—. Cuando me desperté, estaba en el hospital del Condado. Me dijeron que el niño había nacido muerto. No sé cómo había llegado hasta allí. Pero lo que no dejo de recordar, continuamente, es el llanto de mi bebé. Cuando pedí verlo en el hospital… —se interrumpió, esforzándose por recuperar la compostura—… me di cuenta de que el niño que me presentaron no era el mío.

Slade podía imaginarse su enorme sufrimiento.

—¿Qué le hizo pensar que no era suyo?

—Una madre es capaz de reconocer siempre a su hijo.

—¿Y qué cree usted que le sucedió a su hijo, suponiendo que tuviera razón y que el bebé estuviera vivo en aquel otro lugar?

—Sé que parecerá una locura, pero sigo teniendo fugaces recuerdos de aquello. Mi bebé estaba vivo. Alguien me lo robó.

«¿Alguien?», se preguntó Slade. ¿La misma persona que, según ella, pretendía matarla hacía un año? Aquella mujer le estaba haciendo perder el tiempo. Resultaba obvio que no iba a devolverle el dinero… ni los documentos sustraídos. No iba a darle explicación alguna, y satisfacciones mucho menos. Era una trastornada. Hermosa y deseable, pero trastornada.

De repente vio que abría a toda prisa el bolso para sacar un pañuelo de papel. Se enjugó las lágrimas con manos temblorosas. Ya había oído suficiente, pero aun así tenía que preguntárselo.

—¿Por qué habría de querer alguien arrebatarle su bebé?

—No lo sé. Pero tengo la impresión de que no es la primera vez que hacen esto. Que lo han hecho antes, con otras mujeres.

Estaba todavía peor de lo que había imaginado. Slade se pasó una mano por la cara, recordando algo que había dicho antes.

—Durante el parto, usted mencionó a unos médicos. ¿Llegó a verlos?

—Sus caras no —vaciló dudar antes de añadir—: Llevaban máscaras.

—¿Máscaras? ¿Se refiere a mascarillas de cirugía?

—No. Caretas de Halloween, máscaras de monstruos horribles —evitó su mirada mientras volvía a rebuscar en su bolso—. Le pagaré lo que quiera si logra demostrar que no estoy loca y me ayuda a recuperar mi bebé.

Slade cerró los ojos por un instante, suspirando.

—¿Cuándo sucedió todo esto?

—Hace un mes y una semana.

Cuando volvió a abrir los ojos, vio que ella tenía ya la chequera en la mano y lo miraba con una conmovedora esperanza. Cielo santo. Aquella mujer le había llegado directamente al corazón, pero no podía aceptar. Por muy deseable y hermosa que fuese, por muy loca que estuviera y por muy necesitada de ayuda que estuviera en ese momento.

—Lo siento, pero no puedo ayudarla —le dijo, levantándose.

Vio que bajaba lentamente la mirada y volvía a guardarse la chequera.

—Lamento haberle hecho perder el tiempo.

La observó mientras salía por la puerta, pensando que al menos debería sugerirle que buscara ayuda médica. ¿Conocería a algún buen psiquiatra? Pero la dejó ir. O estaba loca de verdad o era una consumada maestra del engaño. Probablemente ni siquiera se llamaba Holly Barrows.

Esperó a oír el sonido de la puerta de la calle antes de recoger su botella de cerveza y acercarse de nuevo a la ventana. Había dejado de nevar. Vio que se dirigía apresurada hacia un coche aparcado en una esquina. Sin pensar, tomó nota de su número de matrícula. ¿Por qué había vuelto a acudir a él con otra historia tan absurda? ¿Acaso no había conseguido sus propósitos la primera vez?

Al verla alejarse, tuvo que dominar el impulso de seguirla. Cuando ya se disponía a retirarse de la ventana, captó un rápido movimiento en la acera. El tipo vestido de Santa Claus ya no estaba tocando la campanilla, ni pidiendo el aguinaldo. Estaba hablando precipitadamente por su móvil, sin despegar la mirada del coche de Holly Barrows.

Le dio un vuelco el corazón cuando aquel Santa Claus alzó la mirada hacia la ventana de su oficina. Fue una mirada fugaz, pero significativa. Jurando entre dientes, Slade rodeó el escritorio y salió a toda prisa. Bajó tan rápidamente las escaleras que a punto estuvo de caerse, con el cerebro trabajando todavía a mayor velocidad.

El Santa Claus había desaparecido: solo quedaban su gorro rojo y su falsa barba blanca, tirados en el suelo. Había visto su alarmada expresión cuando alzó la mirada y lo vio en la ventana. Y recordaba muy bien su agitación mientras hablaba por el móvil. Dios Santo, ¿le habría contado Holly Barrows la verdad en aquella segunda ocasión? Y, lo que era aún más importante: ¿le habría contado también la verdad un año atrás, cuando le confesó que alguien tenía intención de matarla?

De repente un temor se le clavó en el corazón como un cuchillo. Si Holly no estaba loca, si realmente había estado embarazada y había dado a luz a un bebé cinco semanas atrás, entonces… entonces solo había que sumar dos y dos.

Tuvo que apoyarse en el edificio con la mirada clavada en la dirección por donde su coche había desaparecido. Si realmente había existido un bebé, existía la posibilidad, bastante probable, de que fuera suyo.

Dos

 

—¿Te encuentras bien? —le preguntó Shelley mientras cortaba una rebanada de pan casero de arándanos. Su cocina olía tan bien como había olido siempre la de su madre.

—Sí, ¿por qué? —se apoyó en el mostrador para observarla, intentando lucir la mejor de sus sonrisas.

Para cualquiera que los viera juntos, resultaba obvio que Slade y Shelley eran gemelos. El cabello de Shelley era de un rubio tan oscuro como el de su hermano, aunque el tono castaño de sus ojos era algo más claro. Ambos habían salido a su padre.

—¿Crees que no me doy cuenta cuando algo te preocupa? Aparte de las Navidades, claro.

La Navidad siempre era un trago difícil para Slade. Y aquella todavía más, después de haber descubierto la carta de su madre, pero eso no estaba dispuesto a decírselo.

—¿Te acuerdas de la mujer que conocí el año pasado por estas mismas fechas?

Shelley continuó cortando el pan.

—La que no se acordaba de quién era. La llamabas Janie Doe —frunció el ceño—. Recuerdo que te quedaste muy afectado cuando desapareció.

—Sí, bueno, hoy ha vuelto a aparecer por mi oficina.

Shelley dejó de cortar el pan para mirarlo.

—¿Entonces se encuentra bien?

—El caso es complicado —se encogió de hombros—. Y no puedo sacármelo de la cabeza.

—¿El caso? ¿O ella?

—Ambos —admitió con una sonrisa.

—¿Quieres llevar esto al salón? Norma ha llamado para avisar de que llegarían un poco tarde.

Shelley sacó una bandeja mientras su hermano servía dos copas de vino. Con la música de villancicos sonando en el estéreo, la ayudó luego a decorar el árbol. Aquello se había convertido en una tradición inamovible, y siempre en casa de Shelley. Las primeras Navidades después del asesinato de su madre habían sido las peores, huérfanos como se quedaron.Pero el jefe y Norma Curtis los ayudaron a asentar nuevas tradiciones, nuevos ritos familiares, y Slade se esforzó todo lo posible por complacer a su hermana a pesar de la aversión que sentía por aquellas fiestas.

—Este es uno de mis favoritos —le comentó ella, admirando un Santa Claus de porcelana—. Me acuerdo de haberlo visto en las fotos que tenemos de cuando éramos pequeños.

A su madre le había encantado coleccionar adornos navideños. Shelley se acordaba de dónde y cuándo había comprado cada uno. Todos tenían un especial significado para ella. Observando a su hermana con la figura, Slade no pudo evitar pensar en el Santa Claus que había visto debajo de su oficina un par de horas antes. Después de que se le escapara, había vuelto al despacho para intentar llamar a Holly Barrows a Pinedale. Por supuesto, su número no figuraba en la guía de teléfonos. No era de sorprender. Probablemente se habría inventado incluso el nombre.

Acababan de terminar de decorar el árbol de Navidad cuando llegaron el jefe Curtis y su esposa.

—Slade, sírveles una copa de vino —le pidió Shelley mientras recogía sus abrigos, salpicados de copos de nieve—. Debéis de estar helados.

—¡Nada como unas Navidades blancas! —exclamó Norma, acercándose a la chimenea—. ¡Oh, él árbol es precioso!

—¿Quieres ayudarme con el vino? —le preguntó Slade al jefe, con toda intención.

Suspirando, Curtis lo siguió a la cocina. De complexión recia, calvo y generalmente malencarado, Slade sabía que era perro ladrador más que mordedor, pero aun así le guardaba respeto. Le tendió la carta y luego llenó dos copas de vino.

—¿La tengo que leer ahora? Diablos, Slade, es Nochebuena.

—Roy Vogel no la mató. Ahora ya sé que fue otra persona. Un hombre. Un amante secreto que quería permanecer en el anonimato.

—No vas a dejar este asunto en paz, ¿verdad?

—No puedo. Y teniendo en cuenta la relación que tú tenías con mis padres, imaginaba que tú tampoco.

Curtis le lanzó una fría mirada antes de abrir el sobre. Reacio, desdobló las hojas manuscritas.

—Es demasiado vaga —afirmó el policía con su habitual tono de convicción. Pero Slade advirtió que le temblaban ligeramente los dedos cuando volvió a meter la carta en el sobre. Evidentemente, lo había afectado tanto como a él.

—En la carta admitía que se estaba viendo a escondidas con alguien cuya existencia quería ocultar a Joe, y le pedía a Ethel que no descubriera su secreto. ¿Qué vaguedad ves tú en eso?

—No dice que estuviera manteniendo una aventura —se ocupó de señalarle Curtis, bajando la voz.

—Voy a descubrir con quién se estuvo viendo —le aseguró Slade mientras le tendía una copa de vino—. ¿Vas a ayudarme? Alguien tenía que estar al tanto.

—Pero aunque tuviera un amante, eso no quiere decir que fuera el asesino.

—Lo tenía. La carta lo pone muy claro. Y si Roy Vogel no la mató…

—¿Pero por qué confesó entonces?

—No lo sé. Ese tipo no estaba bien de la cabeza. Pero por esa misma razón, mi madre jamás le habría franqueado la entrada a su casa, y mucho menos invitado a tomar algo. ¿Recuerdas que había un segundo vaso, medio vacío, en la mesa del café?

—Pero las huellas dactilares de tu madre estaban en los dos vasos —replicó Curtis, como si ya se lo hubiera dicho un millón de veces antes. Y probablemente lo había hecho.

—El asesino llevaba guantes. Era diciembre. Poco antes de Navidad. Aquel año hizo mucho frío. Quizá nunca llegó a tocar esa bebida.

—Nunca debí haberte entregado una copia del caso —pronunció Curtis, sacudiendo la cabeza—. ¿Qué es lo que haces con ella? ¿Te la lees todos los días antes de acostarte?

—No tengo necesidad. Me la sé de memoria —no le dijo que ya no conservaba la copia. Ese era uno de los documentos que le robó la misteriosa Holly Barrows, si es que ese era su verdadero nombre, junto con otra media docena de expedientes más antiguos. Ninguno de los casos estaban relacionados entre sí, ni eran lo suficientemente interesantes para que alguien quisiera robarlos. Lo que confirmaba la demencia de aquella mujer.

—Tu padre estudió el caso con exquisito cuidado. Si por un instante hubiera sospechado que Roy Vogel no era culpable…

—¿Y si hubiera sabido lo de su aventura? ¿O incluso la identidad de su amante? —lo interrumpió Slade. Joe Rawlins había fallecido de un ataque al corazón menos de seis meses después del asesinato de su esposa. Pero Joe nunca había tenido un corazón débil. Por eso Slade siempre había pensado que fue la pena lo que en realidad lo mató.

—¿Crees que un poli como tu padre habría dejado en paz al asesino de Marcella?

—Quizá existiera una razón por la que papá no fue tras el verdadero asesino. O una razón por la que no podía hacerlo.

—Estás pisando un terreno resbaladizo. ¿Se te ha ocurrido pensar en Shelley y en lo que todo esto puede significar para ella?

—Yo siempre pienso en mi hermana —replicó Slade.

Curtis arqueó una ceja cuando Shelley los llamó desde el salón.

—¿Qué estáis haciendo vosotros dos? ¡Nada de trabajo! ¡Estamos en Nochebuena!

Cutis tomó la copa de vino que Slade había servido para Norma.

—¿No te parece que tenemos ya bastante con el asesinato de tu madre? ¿Quieres también asesinar su reputación? ¿Y para qué? Roy Vogel la mató.

—Entonces tú piensas que sí tenía una aventura.

—Si la hubiera tenido, no querría que lo supiese nadie.

Slade se quedó callado mientras lo seguía al salón. La conversación giraba en torno a las vacaciones, la comida navideña y las fiestas. Le costó trabajo seguirla, ya que no podía dejar de pensar en el asesinato de su madre y en la mujer que se había presentado aquella tarde en su oficina. Se preguntó qué estaría haciendo en aquellos momentos, y si se encontraría bien. ¿Era posible que hubiera dado a luz realmente a aquel bebé y que alguien se lo hubiera arrebatado?

Tuvo que recordarse que era una ladrona y, muy probablemente, también una mentirosa compulsiva. Le había robado algo más que dinero y unos cuantos archivos. Le había robado el corazón.

Quizá por eso no podía sacársela de la cabeza, ni tampoco a aquel Santa Claus de la campanilla. Ni olvidarse completamente de la maldita carta que llevaba en el bolsillo… y de sus posibles consecuencias.

—¿Qué opinas tú de eso, Slade?

—¿Qué? —alzó rápidamente la cabeza.

—Te preguntaba si pensabas que este era el mejor árbol de Navidad que habíamos hecho hasta el momento —volviéndose hacia los demás, Shelley explicó—: Salimos a cortarlo nosotros mismos.

—Desde luego que sí —respondió, consciente de la mirada de preocupación de su hermana. Lo conocía demasiado bien.

Cuando terminaron de cenar, el jefe Curtis se levantó para recoger los platos. Slade se ofreció a ayudarlo.

—¿Y ahora qué? —le preguntó Curtis.

—¿Hay alguna posibilidad de que aceptes revisarme un número de matrícula esta noche?

—¿Esta noche? —exclamó, incrédulo.

—Es para el caso de una persona desaparecida en el que estoy trabajando —le dio el número de matrícula del coche de Holly Barrows—. Necesito un nombre y una dirección. Es importante. No lo sé, pero tengo la sensación de que no puedo esperar hasta después de Navidad.

El jefe gruñó, pero se guardó la nota en el bolsillo.