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Contratar a la doctora Jenny Talforth para que lo ayudara durante seis meses en su clínica de la Costa del Sol fue la idea más inteligente de su vida. El doctor Miguel Sánchez cada vez tenía más pacientes y sabía que era en gran parte gracias al encanto de su nueva compañera. Jenny estaba floreciendo bajo el cálido sol del Mediterráneo y la atenta mirada de Miguel, al que cada vez le resultaba más difícil resistir la atracción que sentía por ella. Pero no podía dejarse llevar, ya que tenía demasiadas responsabilidades a las que hacer frente... y estaba claro que ella estaba escapando de algo o de alguien.
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Seitenzahl: 183
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2001 Anne Herries
© 2019 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
El latido del amor, n.º 1266- noviembre 2019
Título original: A Spanish Practice
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-1328-635-8
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Si te ha gustado este libro…
Qué envidia, Jenny —dijo el doctor James Redfern a su colega—. Seis meses en España, lejos del invierno inglés y del sistema sanitario.
—A mí me encanta nuestro sistema sanitario —dijo Jenny bajando los ojos para que no viera su desilusión ante su entusiasmo. Tenía la esperanza de que le dijera que no era posible, que la necesitaba allí, en el centro de salud de Norwich, que le rogara que se quedase—. He aceptado el trabajo por mi madre. Ya sabes que mis padres se fueron a vivir a la Costa del Sol cuando mi padre se jubiló. Después del infarto, está un poco delicado y mi madre me ha suplicado que me vaya con ellos. De hecho, fue ella la que me buscó el trabajo.
—Tiene buena pinta —comentó James—. Tendrás a gente como tu padre y a veraneantes. Supongo que a los jubilados ingleses que vivan allí y que no hablen español les resultará difícil. Seguro que tener una doctora inglesa les encanta.
—Eso debe de pensar el doctor Miguel Sánchez. Habla inglés perfectamente, pero debe de estar muy ocupado y se debe de pasar casi todo el día en el hospital. Por eso, le ha debido de parecer buena idea tener a una doctora inglesa en su consulta.
—¿Hablas español?
—Un poco. Mis padres me solían llevar de vacaciones a España, así que hablo un poco. No podría trabajar en la Seguridad Social española, claro, pero, si tengo que pedir una cama para un enfermo, sé hacerlo. Tampoco me voy a quedar allí a vivir. Le he dicho a mi madre que estaré seis meses y luego veremos qué tal está mi padre. Si no se acostumbran a vivir allí, tal vez, tengan que volver a Inglaterra.
James asintió y la miró. No le hacía gracia que se fuera. Era una doctora excelente, que rondaba los veintiocho años y que no había tenido una relación desde que había terminado la universidad. A veces, se había preguntado por qué. Era atractiva, aunque no guapa, pero no era su tipo. A él le gustaban más animadas y seguía teniendo aventuras aunque iba a cumplir treinta y cuatro años. No tenía ninguna intención de casarse.
—Bueno, no te sientas culpable por irte —le dijo mirando el reloj. Tenía una tarde muy apretada—. Has trabajado duro, Jenny, quizás demasiado. Me he dado cuenta de que, últimamente, estás un poco desanimada. Te vendrá bien descansar un poco y, si quieres, siempre puedes volver a trabajar con nosotros.
—No, no creo que vuelva —contesté Jenny—. No sé qué voy a hacer después de estos seis meses. Tal vez, regrese al hospital en el que estaba antes para hacer pediatría, que siempre me ha gustado.
—Que tengas suerte en lo que hagas —le deseó James dándole la mano como si apenas se conocieran. ¡Ni un beso en la mejilla!—. Es una suerte que haya médicos tan entregados como tú.
Jenny salió de la consulta en la que llevaba dos años pensando que ya estaba hecho y que no había marcha atrás. Sentía un dolor por la zona del corazón y, por un momento, sintió ganas de llorar, pero se controló.
—No tiene ni idea —murmuró para sí misma mientras abría la puerta del coche—. Si lo hubiera sabido, habría sido peor.
Jenny sonrió mientras ponía en marcha su Golf. Le llevaba gustando su jefe casi un año, desde aquella fiesta en la que había flirteado con ella ligeramente bebido. ¡No se había dado cuenta!
Jenny sabía que no era su tipo porque había visto las explosivas mujeres con las que salía y, además, sabía que era guapo, encantador y un médico brillante.
Era como un modelo recién salido de una revista y lo explotaba al máximo. A Jenny no le gustaba mucho cómo trataba a las mujeres, por lo que se irritaba con ella misma por sentirse atraída por él. Al menos, lo había mantenido en secreto, lo que era todo un alivio.
—Lo que te pasa es que estás falta de cariño —se dijo mientras iba hacia la casa que compartía con dos amigas enfermeras—. ¡Debería seguir el consejo de Moya y salir con alguien!
Jenny sonrió. No solía hacerlo a menudo, excepto con Moya, Angie y sus padres, a los que adoraba. La habían ayudado durante la carrera, aunque su padre se quería jubilar. Era algo mayor que su madre y la habían tenido, hija única, ya mayores. Por eso, la habían mimado tanto que ella se sentía en deuda con ellos y había decidido hacer un sacrificio dejando su vida allí para irse con ellos.
Jenny no estaba muy segura de querer trabajar en el Sur de España. Era una doctora muy responsable y creía estar en deuda con el sistema sanitario inglés que la había formado. Además, seguramente, se iba a pasar el día haciendo primeros auxilios, que no le hacía gracia, pero su madre la necesitaba y eran solo seis meses.
La señora Talforth se lo había pedido justo cuando ella misma se estaba planteando un cambio en su vida porque no podía seguir trabajando con James Redfern todos los días sabiendo lo que sentía por él. En España tendría tiempo de pensar qué quería hacer.
No lo tenía claro. Lo de la pediatría era verdad, pero lo que realmente quería era tener hijos, muchos, porque ser hija única no había sido muy divertido.
Había decidido ser médico para poder compaginar familia y profesión, si tenía suerte a la hora de encontrar marido, claro.
Pensó que, tal y como iban las cosas, no estaba teniendo mucha suerte en ese aspecto. Durante la carrera, había estado perdidamente enamorada, pero aquello había acabado mal. Había salido luego con algunos chicos, pero cada vez se había ido volcando más en su trabajo y, al final, se había acostumbrado a salir en grupo. No le había vuelto a gustar nadie hasta aquella fiesta en la que James la había besado y ella se había encontrado queriendo mucho más y no pudiendo dormir aquella noche de la excitación.
En un momento de desesperación, se lo había dicho a Moya.
—Tú lo que necesitas es una buena relación sexual —le había aconsejado su amiga—. Si quieres, yo sé de alguien con quien podrías salir sin ataduras.
Jenny negó con la cabeza y se rio. Moya no estaba casada, ni ganas tenía, y prefería pasárselo bien cuando le apeteciera. Sabía lo que hacía, era prudente, y Jenny sabía que no corría ningún riesgo, ni físico ni emocional. Sin embargo, aquel tipo de vida no era para ella. Ella quería un matrimonio como el de sus padres. O eso o nada. Todo parecía indicar que, al final, iba a ser nada.
Paró en el supermercado antes de llegar a su casa mientras reflexionaba sobre lo mucho que le gustaba el trato con los pacientes y lo que lo iba a echar de menos en España.
—Muchas gracias —dijo Beth Talforth al hombre serio y encantador que salió de la habitación de su marido—. No sé qué habríamos hecho sin usted.
El doctor Miguel Sánchez sonrió dejando a la vista unos preciosos dientes blancos, que contrastaban con su tez bronceada. Era un hombre atractivo aunque, a veces, sus ojos oscuros podían dar la impresión de ser fríos.
—De nada, señora Talforth —contestó—. Su marido es un buen paciente. Tengo otros pacientes que si enfermaran en otro país no sé qué sería de ellos. Soy yo el que le agradece que su hija venga a trabajar conmigo. Eso me permitirá tener más tiempo para mis asuntos personales.
—Yo también tengo muchas ganas de que llegue. Ya verá, es muy activa. Por eso, le pregunté si quería venir.
—Estará en contacto con pacientes de habla inglesa, así que no tendrá ningún problema.
—Me alegro mucho de que haya aceptado venir porque hace tiempo que la noto triste. Supongo que es por un hombre aunque no cuenta mucho —suspiró—. Los hijos… ya se sabe…
—Claro, me lo imagino. Espero que aquí se encuentre bien.
—Yo lo que quiero es verla feliz, casada, pero me parece que ha tenido un par de relaciones no muy buenas.
—Suele ocurrir —contestó el doctor mirando el reloj—. Lo siento, pero me tengo que ir.
—Uy, sí, perdone. Y yo entreteniéndolo. Gracias de nuevo.
—De nada —contestó Miguel sonriendo.
En cuanto salió a la calle, se le borró la sonrisa y, al montarse en el coche, descolgó el móvil.
Eran más de las siete de la tarde, pero seguía siendo de día. Estaba muy cansado porque había tenido un día duro y no podía dejar de pensar en un niño inglés que había ingresado en urgencias inconsciente. Se había golpeado en la piscina y lo tenían en observación. Llamó al hospital para interesarse por su estado y habló con el médico de guardia.
Frunció el ceño mientras ponía en marcha el Mercedes. Todavía le quedaban tres visitas a domicilio más antes de poder irse a casa. Allí comenzarían los problemas. Tenía que sacar tiempo de donde fuera para dedicárselo a Elena y a Joaquín. El niño tenía tres años y su madre no podía sola con él, necesitaba la figura del padre.
Miguel sabía que se la estaba jugando contratando a una doctora inglesa a la que no conocía, pero le había caído bien por teléfono y tenía un currículum excelente.
Si todo salía bien, podría dejarle lo privado a la doctora Talforth mientras él se dedicaba al hospital… y, tal vez, pudiera dedicarle alguna tarde a Joaquín.
—Cuánto me alegro de verte, mamá —dijo Jenny abrazando a su madre. Había llegado en coche desde el aeropuerto de Málaga hasta la bonita urbanización en la que vivían sus padres, situada entre Fuengirola y Marbella. No era la primera vez que iba a casa de sus padres, pero en aquella ocasión había llegado con más equipaje que de costumbre—. ¿Qué tal está papá?
—Cansado… ya sabes —contestó Beth intentando disimular su preocupación—. He estado muy preocupada, Jenny. Pensé que se podría… bueno, ya me entiendes —añadió con voz temblorosa y lágrimas en los ojos—. No sé qué habría hecho sin el doctor Sánchez. Lo ingresó y se quedó conmigo hasta que estuvo estabilizado. En Inglaterra, no nos hubieran tratado mejor.
—¿Os ha costado mucho?
—Lo ha cubierto el seguro que contratamos al venirnos aquí. Son seis mil pesetas al mes y, como la pensión de tu padre es buena, nos lo podemos permitir.
Jenny asintió. Sabía que sus padres vivían holgadamente aunque no eran ricos.
—Entonces, ¿no habéis pensado volver a Inglaterra?
—El clima de aquí nos va muy bien —contestó Beth—. En Inglaterra, la artritis me mata, pero aquí casi ni me molesta. Además, aquí tenemos muchos amigos. Claro que si algo le ocurriera…
—No pienses en eso, mamá. Hoy en día, un infarto ni significa que todo se acabe. ¿Está papá yendo al fisioterapeuta?
—Sí, pero es caro. El doctor Sánchez me ha explicado los ejercicios sin cobrarnos, pero no sé si los hago bien.
—No te preocupes. A partir de ahora, me encargaré yo. Voy a meter estas cajas y ahora voy a verlo.
—Sí. Está deseando verte. Los dos nos alegramos tanto de que estés aquí. Sé que no habría tenido que pedírtelo, pero estaba muy preocupada.
—Cómo no iba a venir —dijo Jenny abrazando a su madre—. Os quiero mucho, siempre os habéis portado de maravilla conmigo. Además, me vendrá bien cambiar de aires.
—Espero no haberte ocasionado ninguna molestia, no haber echado por tierra algún romance ni nada…
—Me gustaba un hombre, pero no pudo ser —contestó Jenny—. Ni siquiera me miraba… bueno, sí, pero solo como médico.
—Espero que algún día me hagas abuela.
—Claro que sí… si encuentro al hombre adecuado.
—Bueno, ve a ver a tu padre. Así, luego, podrás darte una ducha porque debes de tener calor.
—Sí, la verdad es que sí —confesó Jenny—. Cuando salí de Inglaterra, hacía frío. Ya sabes que allí en mayo…
—Sí, pero ya verás aquí. Hay veces que te tienes que poner a la sombra.
—Después de cambiarme, a lo mejor, me voy a dar una vuelta, a ver la clínica.
—Buena idea. Supongo que estará Soraya, la enfermera de noche. Se encarga de las urgencias leves y, si hay algo grave, llama al doctor Sánchez.
—Eso me dijo él cuando hablamos por teléfono. Parece un médico eficiente.
—Eso y mucho más, pero no te voy a decir nada. Te dejaré que te formes tu propia opinión cuando lo conozcas.
—Eso no será hasta mañana a las nueve y media, pero esta noche voy a salir a echar un vistazo.
Había refrescado un poco, pero seguía haciendo mucho más calor que en Inglaterra. Jenny, en pantalones cortos, miraba el mar desde el jardín de la casa de sus padres. También veía las casitas blancas y montones de flores y árboles.
La clínica estaba en la zona comercial, rodeada de supermercados, tiendas y cafeterías. Con la noche tan agradable que hacía, decidió dar un paseo hasta allí. Además, todo el camino era cuesta abajo.
Pasó junto a las pistas de tenis y el campo de golf, donde había veraneantes jugando después de haber pasado el día en la playa. Pasó junto a un restaurante en el que había cenado la última vez que había estado allí y el dueño la saludó con la mano. Desde luego, el ambiente era de lo más cordial, todos se conocían y se trataban con amabilidad. Comprendía por qué a su madre le gustaba vivir allí. No tenía nada que ver con Inglaterra.
La clínica estaba rodeada de flores cuyo perfume impregnaba la noche. Por fuera era pequeña. Jenny frunció el ceño porque el doctor Sánchez le había asegurado que era moderna y estaba bien equipada. Lo puso en duda.
Al ver que la puerta estaba abierta, entró. La zona de recepción era muy agradable. El suelo era de baldosas oscuras y había butacas de cuero, además de muchas plantas. De momento, le gustó.
En el mostrador de recepción no había nadie y la puerta del cuarto de enfermeras estaba cerrada. Oyó gritar a un niño angustiado dentro y a dos o tres mujeres que intentaban calmarlo. Sonrió. Jenny sabía la que podía montar un niño herido. Se iba a ir cuando vio una puerta con su nombre. Sintió curiosidad y, cuando estaba a punto de abrirla, oyó una voz a sus espaldas.
—Por favor, no entre en las consultas a no ser que así se lo indiquen —dijo una voz masculina en tono severo—. Espere a que la recepcionista le haya hecho la ficha.
Jenny se giró ruborizada y se encontró con un hombre de ojos negros y fríos, pelo oscuro muy corto y una boca desprovista en aquellos momentos de cualquier atisbo de sonrisa. Se sorprendió porque se lo había imaginado mayor.
—Lo siento —se disculpó Jenny—. Sé que debería haber esperado a mañana, pero tenía curiosidad. Ha sido una estupidez por mi parte —dijo tendiéndole la mano—. Soy la doctora Jenny Talforth y… supongo que usted es el doctor Sánchez.
—¿Es usted la doctora Talforth? —dijo enarcando las cejas. Parecía contrariado—. Pero si debe de tener veintidós años. Ha debido de haber un error…
—Tengo casi veintinueve —contestó Jenny algo ofendida. ¿Se creería que había mentido para que le diera el trabajo?— y mis referencias son correctas. Las puede comprobar si quiere… si no lo ha hecho ya.
—Efectivamente, ya lo he hecho, señorita Talforth. Aunque usted pueda pensar lo contrario, aquí somos muy estrictos y muy serios. Si acabara usted de salir de la facultad, no le habría dado el trabajo. Su experiencia en hospital y como médico de cabecera me convencieron.
—Sí, supongo que estoy suficientemente cualificada para el trabajo que voy a hacer aquí.
—Pues no suponga tanto. Antes de ayer trajeron a un niño con traumatismo craneoencefálico y hubo que operarlo porque tenía un coágulo en la cabeza. ¡Si ese tipo de casos le parecen de poca importancia, no es usted la persona que busco para ocupar el puesto!
—No, claro que me parece importante. No creí que pasaran cosas así a menudo.
—Lo suficientemente a menudo como para que necesite una ayudante a jornada completa —contestó Miguel.
—Perdón por haberme formado un concepto erróneo del trabajo que voy a desempeñar aquí —dijo ruborizada de nuevo—. Creí que consistiría en cortes e insolaciones, pero veo que me he equivocado. Discúlpeme por eso y por haberme presentado aquí sin avisar.
Miguel se pasó la manos por el pelo y la observó. La doctora Talforth no era lo que esperaba, se la imaginaba mayor y no tan atractiva. ¿Qué le había comentado su madre sobre un compañero que le había dado problemas? Por eso, había aceptado el trabajo tan pronto, cosa que a él le había parecido una bendición del cielo. Ahora que la tenía delante, no estaba tan seguro. ¡Como fuera así vestida a trabajar!
Por un momento, pensó en decirle que había cambiado de opinión y que no le daba el trabajo. Lo último que necesitaba era una mujer tan atractiva como compañera. ¡No podía hacerlo! Ella había dejado su trabajo y él necesitaba desesperadamente a alguien.
—He tenido un día muy duro —se disculpó—. Problemas personales y un muerto. Me parece que me he pasado. ¿Podríamos empezar de nuevo? —le dijo tendiéndole la mano—. Bienvenida, doctora Talforth.
—Gracias, doctor Sánchez.
Jenny no las tenía todas consigo. Había visto su mirada hostil, pero había cambiado y se estaba comportando como un profesional.
—Espero que sus padres estén bien. Su madre me ha tenido algo preocupado.
—¿Mi madre? —dijo ella confusa. Pero si era su padre el que estaba enfermo…
—Sí, parece perdida y desorientada. Es normal teniendo en cuenta que está en un país que no es el suyo. Para un extranjero, ponerse enfermo en esas circunstancias puede ser horrible. Se vienen aquí cuando se jubilan, con la esperanza de tener mejor calidad de vida, y la mayoría de ellos no se mezclan con los españoles, ni siquiera aprenden nuestro idioma. Su padre es una excepción, pero los demás se asustan cuando enferman. Por eso, pensé en contratar a un médico de habla inglesa, para que los pacientes mayores estén más a gusto.
—Es una buena idea —dijo Jenny. Al principio, le había caído mal, pero estaba cambiando de opinión—. A mi madre le encanta vivir aquí, pero si perdiera a mi padre supongo que volvería a Inglaterra aunque allí estaría peor.
—A no ser que usted se quedara aquí con ella.
La miró de forma extraña y Jenny notó que le faltaba el aire. Respiró profundamente y se dijo que no debía de ser tan tonta. Acababa de salir de una mala experiencia, como para meterse en otra. Si no estaba casado, seguro que tendría novia porque siendo tan guapo era imposible que no la tuviera. Tampoco le importaba. ¡Por Dios! Pero si no sabía si le caía bien del todo.
—No, no creo…
—Doctor Sánchez —lo llamó una enfermera morena con un cuerpo escultural. Hablaron en un español tan rápido que Jenny no se enteró de casi nada, pero parecía que lo estaban llamando al teléfono.
—Perdone un minuto, me necesitan. Mire lo que quiera —le indicó—. Isabel, esta es la doctora Talforth. Ayúdela en lo que necesite —añadió dirigiéndose a la recepcionista, que parecía salida de una revista de moda.
La mujer se giró y la miró con sus ojos marrones y hostiles.
—¿Quiere que le enseñe su consulta? —le preguntó en tono antipático.
—No, creo que lo voy a dejar para mañana. Por favor, dígale al doctor Sánchez que estaré aquí a las nueve y media, como habíamos quedado.
La chica no dijo nada. Jenny supuso que le gustaba su jefe, cosa que no le extrañaba nada.
Miguel Sánchez era un hombre muy guapo aunque lo sería más si no tuviera aquel aspecto de preocupación continua. Estaba tan ocupado que, probablemente, no se habría dado cuenta de que su recepcionista estaba loca por él.
«Pobre Isabel», pensó mientras subía por la colina. A veces, las mujeres hacían el tonto por los hombres, les entregaban su corazón aunque no se lo merecían. ¿Por qué se enamorarían de hombres que ni se daban cuenta de su presencia?
Lo que tenía muy claro era que no se iba a dejar sentir atraída por el doctor Sánchez. No estaba muy segura de que estuviera convencido de haberla contratado, así que iba a tener que trabajar duro para demostrarle que no se había equivocado.
Era una pena que lo hubiera conocido vestida como una turista. ¡Ya se aseguraría de ponerse algo más apropiado para el día siguiente!