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El hombre que había vuelto de las cruzadas no era el mismo caballero que partió. A su vuelta a casa atormentado por la guerra, sir Zander de Bricasse ya no era el joven idealista que había dejado a su amor de juventud para irse a las cruzadas. Habían pasado los años e imaginaba que se encontraría a Elaine casada con otro hombre. En su lugar, descubrió que ella corría grave peligro… Tras huir de un conde sanguinario, lady Elaine fue rescatada por un misterioso caballero. Pronto descubrió que se trataba de su adorado Zander pero, para recuperar su amor, tendrían que curarse todas las heridas del pasado…Anne Herrries ha ganado el premio CataRomance Reviewer's Choice por Compromiso roto. Una proposición sin amor ha estado en el top 10 de libros más vendidos por Kindel UKDurante los meses de septiembre y octubre, y ha llegado al número 2 en la catagoría de romance histórico en varias ocasiones. En 2004 ganó el RNA Romance Award y el Betty Neels Trophy.
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Seitenzahl: 344
Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2013 Anne Herries. Todos los derechos reservados.
LA PROMETIDA DEL CABALLERO CRUZADO, Nº 542 - Diciembre 2013
Título original: Promised to the Crusader
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.
Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.
® Harlequin, Harlequin Internacional y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Books S.A.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
I.S.B.N.: 978-84-687-3891-8
Editor responsable: Luis Pugni
Conversión ebook: MT Color & Diseño
Eran los tiempos de Ricardo Corazón de León, tiempos heroicos en los que los caballeros buscaban fortuna y aventuras en pos de un ideal. Recuperar los Santos Lugares y extender el Cristianismo era la consigna para la lucha. Muchos jóvenes fueron sin duda tras la llamada de su rey y abandonaron su tierra, sus raíces y todo lo que les era querido. Nuestro protagonista abandonó a su amada siendo apenas una niña y, años después, a su vuelta, era ya una mujer, pero él no era aquel caballero sin fortuna que partió, era un hombre rico en oros y sedas pero vacío de amor. La venganza guiaba sus pasos. Solo una protagonista como la nuestra podría derribar las defensas del mejor adalid de Ricardo. Descubre con nosotros esta fascinante aventura de Anne Herries, seguro que te encantará.
¡Feliz lectura!
Los editores
Cuando los valerosos soldados partieron para luchar por su rey y por la cristiandad, sabían que dejaban atrás sus hogares, a sus familias y a sus parejas durante años. No les era posible regresar a casa de permiso como sucede con nuestros soldados hoy en día; pasaban años hasta que regresaban a su patria. Las esposas y novias solían quedarse con la duda de si volverían a ver al hombre al que amaban, tal vez mientras sus hijos se convertían en hombres en ausencia de su padre. No era de extrañar entonces que el tío de una chica quisiera casarla con un hombre rico y poderoso, y obligarla a olvidar al hombre a quien amaba.
Esta es la historia de Elaine, que estaba decidida a serle fiel a su amor. Pero, cuando Zander regresó, no era el mismo. ¿Encontraría Elaine alguna vez el amor que habían perdido?
Espero que disfrutéis de este libro tanto como yo disfruté escribiéndolo.
—Por favor, no te vayas —dijo la chica entre lágrimas mientras se aferraba desesperada al joven—. No me dejes, Zander. Si te vas, creo que moriré con el corazón roto. No podré soportarlo si me dejas
Lo amaba muchísimo, y su vida parecería vacía sin él.
Zander era alto y fuerte, pero aún un joven de tan solo diecisiete años. Agachó la cabeza y le dio un beso a la chica en su melena rubia para ocultar el dolor que le causaban sus súplicas.
—Debo irme, mi amor —susurró con un nudo en la garganta—. Sabes que te quiero y que te querré hasta el día en que me muera, pero mi padre ha sido asesinado y casi todas sus tierras se han vendido para pagar deudas. Mi madre se ha ido a un convento a llorar por él, pero yo debo vengar su muerte. Hacerme lo suficientemente fuerte para exigir justicia por mi padre. Debo unirme a las cruzadas y convertirme en caballero. Solo entonces podré vengar a mi familia y tomarte como esposa.
Ella se quedó mirándolo; sus ojos eran tan azules como el cielo veraniego que había sobre sus cabezas. En algún lugar cercano cantaba una alondra, pero ella no oía su dulce trino. Lo único que sabía era que la persona a la que más amaba en el mundo se iba y tal vez nunca volviera. Tiró de su túnica y frunció el ceño con dolor.
—¿Qué haré si mueres? —preguntó—. ¿Cómo puedes dejarme así?
—No estás sola, Elaine. Tu padre te quiere y cuidará de ti. Si muero, entonces deberás olvidar que me conocías.
—Nunca te olvidaré —prometió ella con pasión—. Eres el único hombre al que amaré.
—Pero si solo tienes catorce años —dijo Zander con una sonrisa cariñosa. Su pelo era del color de la noche y sus ojos eran grises con un brillo plateado en sus profundidades. A Elaine le parecía hermoso, con una voz dulce y romántica, pues le cantaba canciones de amor y jugaba con ella en los prados durante el verano, mientras le hacía collares de margaritas—. Te amo de verdad, pero tu padre no nos permitiría casarnos. Ha prometido que, si regreso siendo un caballero con una fortuna que haya ganado por mi valor, entonces nos dará su bendición, pero hasta entonces no puedo ofrecerte nada.
—No me importa nada salvo tú... —¿qué importaría todo el oro de la cristiandad si Zander moría y no regresaba a buscarla?
—No meteré a mi esposa en una pocilga ni permitiré que viva como una pobre —Zander apretó los labios y sus ojos se volvieron duros—. Debo irme, Elaine. Cuando termine la cruzada, regresaré a por ti.
—¿Y si me he casado? —preguntó ella con la cabeza alta y un brillo orgulloso en la mirada. Zander la había rechazado y ella no le rogaría sus favores.
—Entonces te desearé que seas feliz y me iré.
—No me amas como yo te amo a ti... —se dio la vuelta, dolida y furiosa al ver que no le hacía caso, pero Zander la agarró del brazo y le dio la vuelta. Entonces agachó la cabeza y le dio un beso posesivo y apasionado que dejaba entrever al hombre en que se convertiría algún día; un beso que hizo que estuviera a punto de desmayarse de amor por él—. Zander, perdóname... Te quiero...
—Y yo a ti —le acarició la mejilla con las yemas de los dedos—. Cuídate, mi amor. Soñaré contigo, y juro que algún día regresaré para casarme contigo.
Mientras decía aquello, la apartó suavemente de él y la dejó allí de pie mientras se montaba en su caballo y se alejaba galopando. Elaine se quedó mirándolo mientras las lágrimas resbalaban por sus mejillas. Lo amaba desesperadamente y temía que nunca regresara.
El caballero se encontraba en mitad de aquella matanza, contemplando a los fallecidos y moribundos. Amigos y enemigos yacían juntos, unidos en la muerte, como nunca podrían estarlo en vida. Había llegado a aquello que llamaban Tierra Santa siendo un joven, lleno de entusiasmo, con el deseo ferviente de llevar el cristianismo y la fe a los paganos. Lo único que había encontrado era una gran desesperación nacida de la pena, del dolor y de la desilusión producida al descubrir que el rey al que él había seguido podía ser tan cruel e injusto como el enemigo sarraceno. De hecho, en ocasiones el enemigo parecía ser más compasivo que los caballeros cristianos que aniquilaban a los prisioneros sin piedad.
Al encontrar al joven al que estaba buscando entre los caídos, Zander de Bricasse sintió que su pena aumentaba hasta el punto de volverse casi insoportable. El chico era un recién llegado; acababa de abandonar su pueblo en Inglaterra, donde había sido reclutado para luchar por el rey, igual que él hacía cinco años. Zander había luchado en batallas terribles y había sobrevivido, pero aquel chico, Tom, había muerto nada más empezar su primer encuentro con el enemigo. Su madre y su novia esperarían con paciencia y esperanza una carta que les dijera que estaba a salvo, pero esperarían en vano. Tom nunca volvería a casa.
Zander tomó al chico en brazos y lo alejó del hedor a sangre, a calor y a polvo. No podía devolver a Tom a casa con su madre, pero le daría sepultura en un lugar de paz que conocía y enviaría un mensaje a Inglaterra informando de su muerte en la batalla. Y después ¿qué haría?
Zander sintió la humedad en las mejillas y supo que estaba llorando; llorando por un chico al que apenas conocía. ¿O acaso lloraba por el chico que había sido en otra época y por la vida que había disfrutado años atrás? Le vino a la cabeza la imagen de una joven hermosa y la promesa que le había hecho de regresar y casarse con ella cuando hubiese hecho su fortuna y vengado la muerte de su padre.
Depositó el cadáver de Tom a la sombra de un olivo junto a un estanque que nunca se secaba a pesar del sol y comenzó a cavar la tumba. Rezaría para que el alma del joven fuese al cielo, pero ¿dónde estaba el cielo y dónde el infierno? Sin duda, si existía el infierno, estaba allí, en aquella tierra horrible abrasada por el sol.
Zander ya no estaba seguro de si existía el cielo tampoco. Mientras cavaba, sus lágrimas se secaron y su determinación aumentó. Estaba harto de aquella guerra y de la causa que antes le parecía tan justa. Ya no estaba seguro de que existiera Dios. Tal vez los paganos tuvieran razón y su gente se equivocara al tratar de imponerles su religión.
A Zander ya no le importaba. Se sentía vacío de toda emoción, salvo la pena por la pérdida de vidas. Lo único que deseaba era volver a casa y estar en paz.
¿Elaine seguiría esperándolo? ¿O se habría casado hacía tiempo? Sabía que debía regresar a Inglaterra, al hogar y al pueblo donde había nacido. Estaba preparado para buscar venganza y después reclamar a la mujer que amaba.
Mientras se levantaba después de haber rezado la oración que Tom merecía, Zander oyó un grito detrás de él. Se dio la vuelta justo a tiempo de ver cómo el enorme sarraceno cargaba contra él, espada en mano. Le siguieron otros cuatro con sus cimitarras afiladas en alto. Zander no estaba preparado y había cambiado su espada por la pala para cavar la tumba de su amigo. La vio tirada bajo el árbol. ¿Podría alcanzarla antes de que lo partieran por la mitad?
Zander experimentó un momento de desesperación.
—Perdóname, Elaine —murmuró, y pensó que pronto su sangre también mancharía aquel lugar.
—Harás lo que se te diga, Elaine —le dijo lord Marcus Howarth a su hermosa sobrina—. Tu padre te consintió mucho y permitió que te quedaras en casa esperando el regreso de un hombre que podría estar ya muerto en Jerusalén. Ahora tu padre ha muerto y yo mando aquí. El conde de Newark te ha pedido en matrimonio y no veo razón para rechazar su oferta. Es un hombre poderoso y tu matrimonio nos haría más fuertes aquí en Howarth.
—Por favor, os lo ruego, señor —suplicó Elaine Howarth—. No me obliguéis a casarme. No me gusta el conde, y mi corazón pertenece a Zander. Si está muerto, preferiría irme a un convento y pasar el resto de mi vida entre oraciones. Le di mi palabra de que le esperaría cuando se marchó a luchar por el rey, y no faltaré a mi palabra —sus ojos azules ofrecían un brillo desafiante—. Rechazo este matrimonio. No importa lo que digáis, no me casaré con un hombre al que desprecio y tampoco faltaré a mi palabra.
—¿De verdad? —preguntó lord Howarth. Era un hombre alto y robusto, lo contrario a su amable padre, cuya muerte Elaine seguía llorando—. Eso ya lo veremos, jovencita.
El difunto señor del castillo de Howarth jamás habría obligado a su única hija a casarse con un hombre al que despreciaba. Él se había casado con la madre de Elaine por amor, y había llorado su muerte durante el parto, siete años después del nacimiento de su hija. El bebé había sobrevivido solo unas pocas horas más que ella, y lord Howarth había llorado mientras enterraba el cuerpo diminuto de su hijo junto a la madre. Había amado demasiado a su esposa como para volver a casarse, aunque eso significaba que su hermano le sucedería. Tenía a su hija y eso debería bastar.
—Marcus es un buen hombre —le había dicho a Elaine su padre a principios de año, cuando yacía en su lecho de muerte—. Has de seguir su consejo, mi querida niña, pues, si no lo haces, enfurecerá. Mi hermano es honesto, pero no es muy paciente y le gusta que le obedezcan.
Elaine le había dado un beso a su padre en la mejilla y le había dicho que no se preocupara por ella, pero no había dado su promesa. Nunca le había gustado su tío y sabía que este la consideraba una malcriada y orgullosa. Su esposa, Margaret, siempre le obedecía; de hecho trataba de anticiparse a todos los caprichos de su marido y obviamente tenía miedo a contrariarlo. Elaine no podía acudir a su tía en busca de ayuda porque esta le diría que era su deber obedecer a su tío.
—Soy heredera por derecho propio —dijo Elaine, mirando a su tío con descaro. Era alto y fuerte, y podría romperla con sus propias manos si quisiera, pero ella dudaba que fuese a rebajarse a usar la violencia. Imaginaba que, a su manera, era el hombre honorable que su hermano había dicho, pero creía que sabía lo que era mejor para ella, para la familia—. Si no permitís que espere a que regrese Zander, permitid que me retire a las tierras de mi dote. Puedo vivir allí y no causaros ningún problema, milord.
—¡Qué estúpida! —exclamó su tío, exasperado—. ¿Cuánto tiempo crees que se te permitiría estar allí sin mi protección? Tu belleza, tu riqueza... te convierten en un blanco fácil para cualquier barón canalla del país. En cuestión de seis meses serías prisionera de algún caballero sin recursos y te verías obligada a casarte con el porque te habría deshonrado. Yo te estoy ofreciendo un matrimonio que te traería prestigio y riqueza. Newark es persona de confianza del príncipe Juan y te llevará a la corte, donde se apreciará tu belleza. Tendrás ropa hermosa y joyas, y serás respetada como su esposa. Vamos, Elaine, dame tu palabra y le mandaré llamar. La pedida será en unos días.
—No... —a Elaine se le aceleró el corazón al ver la furia en los ojos de su tío, pero levantó la barbilla y mantuvo la cabeza alta—. Le di mi palabra a Zander...
—Un caballero sin tierras que no puede ofrecerte nada. Tu padre le dijo que debía demostrar su valía antes de que pudierais casaros. ¿Y qué hizo? Se fue a Tierra Santa. Si se hubiera quedado aquí y se hubiera ganado el favor del príncipe Juan, tal vez ya llevarías tiempo casada.
Elaine se mordió el labio. En su corazón sentía lo mismo que su tío, pues había llorado amargamente noche tras noche cuando Zander se había marchado, pero sabía que el hombre al que amaba jamás habría buscado favores en la corte del príncipe Juan. Pensaría que el príncipe era un corrupto y despreciaría la subida de impuestos abusivos sobre una población que luchaba por sobrevivir a pesar de las exiguas cosechas y de la pobreza que muchos soportaban.
No tenía sentido decirle a su tío que no deseaba ir a la corte del príncipe. Lo único que deseaba era ser la señora de su propio hogar. Las tierras que había heredado de su madre eran fértiles y se encontraban en la frontera entre Inglaterra y Gales, a una distancia de casi ciento sesenta kilómetros. Si abandonaba la protección de su tío, sabía que se convertiría en un blanco fácil para caballeros sin escrúpulos, que se aprovecharían de ella y la obligarían a casarse por su dinero.
—Por favor, tío, por el amor que le teníais a mi padre, concededme unos meses más. Si Zander no regresa para... Nochebuena, aceptaré mi destino y me casaré con quien queráis.
Lord Howarth se quedó mirándola en silencio durante algunos minutos y Elaine temió que fuese a imponerle su voluntad. En vez de dejarse someter, ella huiría, pero sabía que, si lo hacía, correría grave peligro. A no ser que llevara hombres armados, podrían secuestrarla y obligarla a casarse contra su voluntad. Su mejor opción era esperar a que Zander regresara, pero parecía que su tío estaba impaciente por verla casada. Ella sabía que había pasado la edad normal para el matrimonio, que para chicas de su linaje solía concertarse cuando tenían doce años. Aun así, preferiría ser una solterona a casarse con un hombre a quien odiaba.
¿Qué le importaba a su tío con quién se casara? Él no tenía nada que ganar en ningún caso; y aun así tal vez prefiriera tener al conde como amigo que como enemigo. Si Newark se enfadaba, tal vez intentara conseguir por la fuerza lo que no podía conseguir de otra manera.
Howarth entornó los párpados.
—¿Me das tu palabra solemne, Elaine? Si ese canalla al que tanto amas no regresa para Nochebuena, ¿te casarás con el conde?
—Si ese es vuestro deseo, señor, sí —cruzó los dedos por detrás de la espalda, porque nada le haría casarse con ese hombre malvado. Se las arreglaría para escapar y buscar refugio en un convento.
Su tío inclinó la cabeza.
—Entonces te concederé tu deseo. Solo quedan dos meses y medio. No soy tan despiadado como para obligarte solo para mi beneficio, sobrina, pero esto es por tu bien. Si te retrasas mucho más, perderás la oportunidad y no te quedará más remedio que irte a un convento.
Elaine preferiría eso a un matrimonio que no deseaba, pero no dijo nada desafiante y fingió una calma que no sentía.
—Gracias por vuestra paciencia, tío —agachó la cabeza con recato para que no viera el brillo furioso de sus ojos. Antes que casarse con un hombre al que odiaba, se retiraría a un convento; o, llegado el caso, se quitaría la vida. Existían venenos rápidos, aunque causaban un dolor terrible, pero soportaría incluso eso antes que someterse a Newark. Su manera de mirarla le producía escalofríos, y se estremecía solo de pensar que sus labios gruesos pudieran llegar a tocar los suyos.
—Muy bien, te doy mi palabra. Ahora ve a ver si puedes ayudar a tu tía. Antes se encontraba indispuesta y tu habilidad con las hierbas podría aliviarla.
Elaine inclinó la cabeza. Ya había atendido a su tía, pues la pobre mujer sufría terribles dolores de cabeza y debía quedarse tumbada en su cama. No tenía sentido decirle a su tío que su tía estaba descansando. No quería ir a visitarla para ver cómo estaba cuando lo único que la mujer necesitaba era un poco de paz.
Elaine abandonó la sala privada de su tío y atravesó el gran salón. La estancia estaba siempre llena de caballeros y de sirvientes enfrascados en sus asuntos. En invierno, e incluso en verano, el fuego de la chimenea permanecía encendido, pues los muros de piedra y el alto techo abovedado hacían que fuese un lugar frío. La luz del sol rara vez entraba por las finas rendijas de las ventanas, y generalmente estaba a oscuras. Fuera hacía un glorioso día otoñal, pero en el castillo siempre había rincones oscuros hasta que se encendían las antorchas.
Las tierras de su dote no tenían un castillo robusto como aquel, solo una mansión, pero era mucho más luminosa, y los alféizares de las ventanas proporcionaban un lugar perfecto para sentarse y contemplar los jardines y los campos que rodeaban el hogar de su madre. Había pasado muchos días felices allí en su infancia, y deseaba poder irse allí, pero su tío tenía razón. Sin un marido que la protegiera, sería vulnerable y estaría a merced de barones despiadados.
—Milady, ¿queréis pasear? —le preguntó Marion, su fiel sirvienta, al acercarse a ella con una cesta en el brazo—. Necesitamos hierbas para la cocinas. Voy al bosque. ¿Querríais acompañarme?
—Sí, ¿por qué no? —Elaine ya llevaba puesta la capa, pues tenía intención de dar un paseo por los alrededores del castillo, pero, en un día otoñal tan agradable, sería divertido ir más lejos—. ¿Llevamos a Bertrand con nosotras?
—Bertrand me espera en el patio —contestó Marion—. Dijo que no debería adentrarme sola en el bosque, porque ha oído que hay una banda de saqueadores por la zona. Siempre hemos estado a salvo en las tierras de vuestro padre, pero... —miró por encima del hombro—. Lord Howarth no envía patrullas de vigilancia con la misma frecuencia con que lo hacía vuestro padre, milady.
—Mi tío cree que su apellido es suficiente para disuadir a cualquiera que quisiera enfrentarse a él. Sus vecinos se llevan bien con él y creo que estaremos a salvo, pero me alegro de tener a Bertrand con nosotras.
Bertrand llevaba meses cortejando a su doncella. Era un hombre de voz suave, alto, fuerte y educado, pero algo reservado en presencia de las mujeres. Aunque había mostrado cierta preferencia por Marion, no le había dicho nada. Sería una buena oportunidad para que pasaran un poco de tiempo juntos. Elaine iría un poco por delante y les daría la oportunidad de expresar lo que de verdad sentían. Si le pedían su permiso para casarse, se lo concedería, pero esperaba que Marion no abandonara su trabajo, pues la quería como a una hermana.
Deseó con todo su corazón que Zander hubiera regresado a Inglaterra para poder acompañarlas al bosque, y sonrió al recordar las veces que había paseado por las tierras de su padre con el joven caballero antes de que este se fuese a Tierra Santa.
—¿Sabes que te quiero, Elaine? ¿Sabes que no te abandonaría si no me quedara otro remedio? —le había dicho Zander.
—Sí, lo sé —Elaine había sonreído mientras miraba sus ojos grises. Era tan guapo con aquellos rasgos nobles y orgullosos, con su boca suave y seductora, con sus cejas oscuras y elegantes. Un mechón de pelo negro le había caído sobre la frente y ella se lo había apartado—. Por favor, prométeme que volverás sano y salvo, Zander. No me importa que traigas riquezas. Cuando cumpla dieciocho años, las tierras de mi madre serán mías. Son todo lo que necesitamos para vivir felices y en paz.
Zander la había estrechado contra su cuerpo y la había besado con una ternura que hizo que los ojos se le llenaran de lágrimas.
—Que sepas que jamás querré a otra mujer, Elaine. Si no vuelvo a por ti, será porque he muerto en Tierra Santa.
—¡No! No puedes morir, porque no lo soportaría. ¿Debes irte? Ojalá no fuera así. Busca los honores en la corte y, con el tiempo, mi padre cederá.
—Debo seguir al rey. Ricardo quiere convertir a los paganos o expulsarlos de la ciudad santa. Solo cuando Jerusalén sea nuestra consideraremos nuestra misión terminada. Y entonces vengaré a mi padre...
—¿Y si no lográis tomar Jerusalén?
—Si me parece que nuestra causa es inútil, regresaré, pero tenemos razón. Dios está con nosotros y debemos vencer porque representamos su obra.
—¿Y aun así me dejas y me rompes el corazón? ¿Cómo puedes hablar de amor y herirme de este modo?
Elaine sintió las lágrimas en sus mejillas. Zander la había besado con tanta ternura que ella no había dudado de su amor. Su causa era justa y ella no habría podido impedir que se marchara.
Se secó las lágrimas. Sus recuerdos eran hermosos y los atesoraba. Zander se había ido porque consideraba que la causa del rey era justa y porque era la única manera de ganar sus honores y regresar siendo un caballero rico. Sus súplicas no habían logrado detenerle, así que le había visto marchar. Los años habían pasado despacio desde entonces y ella había llorado por el amor que habría podido tener. Cuando su padre vivía, ella esperaba pacientemente, pero ahora su alma gritaba en busca del hombre al que amaba.
—¿Dónde estás, Zander? —susurró mientras seguía a su doncella hacia el patio, donde esperaba el fornido mozo de cuadra—. Por favor, vuelve conmigo. Te lo ruego, no me abandones.
Levantó la cabeza y se obligó a sonreír mientras atravesaba el patio. Nadie debía advertir que estaba a punto de echarse a llorar. Solo una mujer débil lloraría. Ella era fuerte. Había logrado una promesa de su tío y tenía más de dos meses de libertad antes de pensar en convertirse en la esposa del conde de Newark.
—¿Cuándo atacamos el castillo? —le preguntó Stronmar a su señor, el conde de Newark, al entrar en el salón donde se preparaban para la guerra—. Todo está preparado, solo tenéis que dar vuestra palabra, milord.
—Howarth es tonto —gruñó el conde—. Me dijo que su sobrina sería mía para Navidad si esperaba con paciencia, pero un hombre no debe dejarse gobernar por los caprichos de una mujer. Debería obligarla a obedecerle. No hay razón para esperar.
—No hace falta esperar. Howarth no envía patrullas de vigilancia y cree que los rumores de que hay una banda de saqueadores en sus tierras son solo eso, rumores. No tiene ni idea de que somos nosotros los que hemos estado atacando a los viajeros y quemando las casas aisladas. No dejamos a nadie con vida que pueda contar la verdad.
—Has hecho bien —dijo el conde con una sonrisa ladina—. Si la dama hubiese accedido a casarse, tal vez hubiese perdonado a su tío, pero no pienso permitir que frustren mis planes. Quiero sus tierras, pero es la heredera de Howarth. Cuando su tío muera, será el doble de rica de lo que es ahora, pues, además del castillo, Howarth posee otras mansiones en el norte.
Stronmar sonrió y dejó entrever sus dientes podridos. Era un hombre feo de rasgos desagradables y con un aliento fétido. Lo único que le salvaba era su lealtad al conde, y moriría por el hombre que le había rescatado cuando, de niño, había estado a punto de morir de hambre después de que sus padres murieran de una fiebre terrible. Las cosechas se habían estropeado aquel año, debido a que una peste había matado a casi todos los aldeanos. Él también habría muerto si Newark no hubiese ordenado que lo llevasen a su castillo, donde Stronmar había crecido y se había hecho fuerte a medida que pasaban los años.
—La dama será vuestra, milord. Dad la orden y partiremos hacia el castillo hoy mismo. Los muy idiotas no sospecharán de un ataque y podremos vencerlos sin apenas luchar.
—Entonces partiremos —contestó el conde—. No veo razón para esperar cuando puedo tener a la dama ya. Cuando la haya llevado a la cama, me rogará que me case con ella. Una mujer debe aprender quién manda, de lo contrario un hombre no es nada en su propio hogar.
—Lady Elaine es demasiado orgullosa para su propio bien.
El conde asintió y sonrió con desdén.
—Un orgullo como el suyo ha de controlarse, y creo que disfrutaré enseñándole a esa muchacha una lección que no olvidará. Además, necesito un heredero, pues mis esposas solo me dieron hijas.
—Ya hemos recolectado suficientes hierbas y bayas —dijo Elaine. Tenían las cestas llenas y el día estaba tocando a su fin. Debido al agradable día soleado y a la libertad de la que disfrutaban al estar fuera del castillo, se habían alejado bastante de su casa para recoger bayas, hierbas o nueces con las que llenar las profundas alforjas que Bertrand le había puesto al caballo de carga. Él iba montado en su propio caballo mientras que las damas iban a lomos del palafrén de Elaine—. Creo que deberíamos volver a casa.
—Sí, milady —dijo Marion con una sonrisa—. Vuestro tío se preocupará y enviará a los hombres a buscaros si no hemos regresado antes de que caiga la noche.
—No quiero que piense que hemos huido —Elaine le dio las gracias al mozo cuando las ayudó a subir al palafrén. Marion iba en el asiento trasero, como era costumbre para una mujer del servicio, aunque durante parte del día había cabalgado con Bertrand para que el palafrén no se cansara de llevarlas a las dos.
El grupo tomó la dirección que los conduciría de vuelta al castillo. Se habían reído, habían hablado y bailado en el claro mientras recolectaban la rica cosecha, y ahora estaban cansados, ansiosos por la comida y la bebida que los aguardaba en el castillo. Marion había llevado algo de pan, queso y un odre de cerveza que habían compartido, junto con las deliciosas moras que abundaban en el bosque. Pero aun así habían empezado a pensar en la cena que los esperaría y Bertrand tuvo que disculparse por el rugir de su estómago.
—No te disculpes —le dijo Elaine riéndose—. Creo que todos comeremos bien esta noche, pues hay cerdo asado, así como faisán y capón.
Se le hizo la boca agua al pensarlo y se dio cuenta de que ella también estaba hambrienta. Fue en ese momento cuando captó el olor a quemado y arrugó la nariz.
—Alguien ha encendido un fuego —dijo—, pero creo que...
Dejó la frase a medias, pues, al coronar la pequeña colina, divisaron el humo negro que rodeaba el castillo.
—¡Ha habido un incendio! —exclamó Marion—. Se ve la torre, pero el humo es espeso. ¿Qué habrá ocurrido?
—Han atacado el castillo —dijo Bertrand tras detener a su caballo—. No debemos seguir avanzando, milady. Deberíais cobijaros en aquel granero vacío por el que pasamos esta mañana. Os dejaré con los caballos e iré a ver qué ha ocurrido.
—No deberías ir solo —le dijo Marion, y se sonrojó por el atrevimiento—. ¿Qué será de nosotras si te matan?
—No temas por mí, querida —respondió Bertrand con una sonrisa—. Sé cómo permanecer escondido y ver cómo están las cosas. Si el tío de milady ha sido atacado en su castillo, debe de ser un enemigo fuerte. Esto no ha sido cosa de una banda de saqueadores.
—No, creo que tienes razón —dijo Elaine con un escalofrío—. Haremos lo que dices, Bertrand, pero, por favor, ten cuidado. Marion tiene razón. Sin ti, seremos vulnerables y una presa fácil para el que haya hecho esto.
—Confiad en mí, no os decepcionaré —dijo Bertrand—. Manteneos ocultas hasta que oigáis mi llamada —imitó el sonido de un búho ululando—. En cuanto sepa cómo están las cosas, regresaré, milady. Ocurra lo que ocurra, os protegeré a ambas con mi vida.
—Lo sé, y doy gracias a Dios de que estés con nosotras —contestó Elaine—. No sé quién ha hecho algo tan horrible, pero temo por mis tíos y por toda nuestra gente.
—Manteneos escondidas —insistió Bertrand antes de entregarle las riendas de los caballos a Elaine y a Marion—. Descubriré lo que pueda y regresaré lo antes posible.
Salió corriendo en dirección al castillo a medida que la oscuridad los envolvía, y la única luz que se distinguía era un brillo rojo sobre lo que Elaine creía que eran algunas de las construcciones externas. Creía que el gran salón y la torre seguían en pie, de modo que, fuera quien fuera el atacante, no tenía intención de destruirlo, solo de sitiarlo.
Solo albergaba la esperanza de que hubieran sido tan considerados con las personas. Imaginarse a sus tíos muertos en el castillo le provocó un vuelco en el corazón y lágrimas en los ojos. Daba igual que se hubiera resistido a las exigencias de su tío para casarse, porque les tenía cariño a su tía y a él y rezaba para que siguiesen vivos.
—Vamos, milady —dijo Marion—. Debemos hacer lo que nos ha dicho Bertrand y cobijarnos. Sea quien sea el atacante, podría pasar por aquí y seríamos una presa fácil.
—Sí —Elaine experimentó un pequeño escalofrío. De no haber salido con Marion a buscar comida, tal vez habría muerto o sería prisionera de quien fuera que hubiera atacado el castillo de su tío.
—Dime dónde está tu sobrina, mujer, o te reunirás con tu marido en su tumba —el conde de Newark miró con odio a la mujer que sus hombres habían sacado a rastras de su habitación y habían llevado hasta él en el gran salón. Los restos de la cena yacían desperdigados sobre la mesa, pues había ordenado que sirvieran la comida incluso cuando todavía tenía las manos manchadas con la sangre de su víctima—. Dime dónde ha ido y te perdonaré.
—Si lo supiera os lo diría —contestó la pobre mujer, retorciéndose las manos con angustia mientras miraba a su alrededor y veía los cadáveres tirados por el suelo. Algunos de los hombres de su marido habían intentado defenderlo y por ello habían perdido sus vidas—. Perdonadme, señor. Yo estaba dormida cuando abandonó el castillo y no sé dónde está.
El conde echó el puño hacia atrás y le asestó un golpe que hizo que la mujer cayera al suelo de rodillas. Se quedó allí, con la cabeza agachada, llorando con miedo y pena.
—Déjate de lloriqueos, mujer —gruñó él—. Si la estás escondiendo, será peor para ti.
—Os lo ruego, milord, no golpeéis más a milady —gritó uno de los pajes mientras corría hacia ella—. Vi a lady Elaine salir a caballo con su doncella y el mozo Bertrand. Aún no han regresado al castillo.
El conde entornó los párpados al mirar al joven. Era delgado, pero le plantaba cara con orgullo. Lo habría aniquilado allí mismo, pero algo en su actitud le detuvo.
—¿Dices la verdad?
—Lo juro por mi vida, milord.
Newark asintió.
—Muy bien, te creo. Si no se llevó nada consigo, entonces tendrá que regresar. Enviaremos a nuestros hombres a buscarla —frunció el ceño cuando el paje se acercó a su desconsolada señora—. Sí, llévatela de mi vista.
Mientras la condesa se ponía en pie, Newark levantó la mano.
—Abandona el castillo por la mañana. Puedes llevarte tu ropa y tus enseres, pero el oro y la plata se quedan. Si intentas engañarme, te mataré.
La condesa agachó la cabeza y no protestó cuando otros sirvientes se acercaron para llevársela. Podría regresar a casa de su hermano y de su cuñada, que le darían cobijo. No se quedaría hasta por la mañana, pues estaba deseando abandonar aquel lugar, y no se quedaría siquiera para ver el entierro de su marido. Lloraría por él, pero en el fondo sabía que su dolor no duraría mucho, pues no había sido un marido devoto. Debía dar gracias a Dios porque el conde le hubiera perdonado la vida. Quedaba por ver si su hermano vengaría lo sucedido.
Permitió que sus sirvientes la guiaran y se preguntó qué habría sido de su sobrina. Si pudiera advertirle que se mantuviera alejada del castillo, lo haría, pero, dado que no tenía idea de dónde había ido la chica, no podría hacer nada. De su ausencia ella había deducido que Elaine se había marchado a las tierras de su herencia. Pero parecía que no se había llevado nada consigo, de modo que lo más probable era que se hubiese ido a pasear, como había dicho el paje. Era una suerte que no hubiera estado en el castillo cuando se produjo el ataque, pero sin duda el conde la atraparía de un modo u otro.
Entre lágrimas, la condesa ordenó que recogieran sus cosas y escondió algunas de sus joyas en su persona. El conde tenía demasiado en qué pensar como para ordenar que la registraran, y no pensaba marcharse sin nada. Se llevaría lo que pudiera y se marcharía deprisa, antes de que él cambiara de opinión.
Pensó en las joyas de Elaine, pero decidió que no merecía la pena el riesgo de intentar llevárselas. El conde había ordenado que montaran guardia frente a los aposentos de la muchacha y cualquier intento de robar sus cosas sería recompensado con un severo castigo.
Elaine debía aprovechar al máximo su libertad si podía, y tal vez llegar hasta las tierras de su herencia, aunque, ahora que su tío había muerto, nadie podría protegerla ni siquiera allí. Ella no podía hacer nada para ayudarla, pues debía pedirle asilo a su hermano y rezar para que se lo concediera.
—Escucha... —Elaine le tocó la mano a Marion cuando oyó el ulular del búho—. Estoy segura de que ese es Bertrand. Al fin ha regresado.
—Sabía que no nos decepcionaría —contestó Marion poniéndose en pie con alegría cuando la puerta del granero se abrió y alguien entró—. Bertrand, ¿eres tú?
—Sí, querida —dijo Bertrand mientras se acercaba para estrecharla entre sus brazos antes de volverse hacia Elaine—. Malas noticias, milady. El conde de Newark ha tomado el castillo por sorpresa, pues se presentó en son de paz. Vuestro tío ha sido asesinado y vuestra tía maltratada antes de que le ordenaran que abandonara el castillo.
—¿Mi tío ha muerto? —repitió Elaine llevándose la mano a la boca. A pesar de su reciente discusión con él, honraba tanto a su tío como a su tía. Era el hermano de su padre y, aunque severo, sabía que se preocupaba por ella—. ¿Y mi tía?
—Le han dicho que se fuera con sus pertenencias, pero no con la plata ni las joyas.
—Newark quiere quedarse con todo. ¿Por qué mi tío no se dio cuenta de lo villano que es? —preguntó Elaine con la voz algo quebrada—. Si me hubiera casado con él, no habría parado hasta ver a mi tío en su tumba. No podemos regresar al castillo. Tenemos que intentar llegar a mis tierras, pero no llevo dinero conmigo. No tenemos nada salvo la ropa que llevamos y las bayas que hemos recolectado.
—Tenemos algo más —anunció Bertrand—. Vuestros aposentos estaban vigilados, milady. Temo que no pude llevarme nada de vuestras cosas, pero fue fácil entrar en la estancia de Marion. He traído algo de ropa, que podéis compartir, y también algo de plata y peltre que logré llevarme. Tengo algo de dinero y algunas de mis propias cosas.
—Sí, la ropa de Marion me quedará bien, y tal vez sea mejor que me cambie antes de emprender nuestro viaje. Si me hago pasar por tu hermana y Marion por tu esposa, podríamos pasar desapercibidos y estar más seguros.
—Sí, milady, eso es cierto —convino Bertrand—. Siento mucho no haber podido traer vuestras joyas.
—Bajo el vestido siempre llevo la cadena y la cruz de plata que me regaló mi padre —dijo Elaine con una sonrisa—. Nada importa salvo nuestras vidas. Si llegamos hasta mis tierras, podremos reclutar algunos hombres para que nos defiendan; aunque temo que el conde intentará detenernos antes de que lleguemos allí.
—Cuando se dé cuenta de que no pensáis regresar al castillo, rastreará la zona para encontrarnos —dijo Bertrand—. Aun así, si sus hombres ignoran a un guardia real, a su esposa y a su hermana, tal vez pasemos desapercibidos.
—Me aseguraré de cubrirme la cabeza y la cara si nos preguntan —dijo Elaine—. Sabéis que ambos corréis un gran riesgo al acompañarme. Si el conde nos captura, tal vez sufráis por ayudarme a escapar.
—Yo nunca os abandonaría —declaró Marion al instante—. Os queremos, milady.
—Sí, lo sé y os lo agradezco. Rezaré para poder llegar a mis tierras a salvo. Una vez allí, al menos podremos intentar defendernos.
—Al menos no estabais en el castillo en el momento del ataque —dijo Bertrand—. Nosotros tenemos ventaja, porque no sabrá dónde buscar. Sé que ambas debéis de estar cansadas, pero debemos marcharnos pronto. Si cabalgamos durante la noche, les sacaremos ventaja.
—¿El conde no enviará guardias a vuestras tierras? —preguntó Marion.
—Debemos intentar llegar allí primero —aseguró Bertrand—. Aun así, no deberíamos ir directamente hacia el sur, porque es lo que él espera. Cabalgaremos hacia el este y después daremos la vuelta. De ese modo tal vez logremos esquivar a sus patrullas. Si tenemos suerte, no enviará a nadie a buscarnos hasta por la mañana y, para entonces, estaremos lejos.
—Pero nuestros caballos estarán cansados de habernos transportado durante todo el día...
—He traído otros —dijo Bertrand—. Deberíamos soltar a vuestro palafrén, milady. Si regresa al castillo para buscar su establo, los hombres del conde perderán tiempo buscándoos.
—Tal vez piensen que me he caído —contestó Elaine con una sonrisa—. Has hecho bien, Bertrand. Creo que deberíamos partir ahora y cabalgar durante la noche. Descansaremos un poco cuando hayamos avanzado algunas leguas.
—Estáis cansado, amigo mío —dijo el sirviente de piel oscura al ver a su señor desmontar del caballo—. Permitid que me encargue de los caballos esta noche. Habéis estado enfermo durante mucho tiempo y aún no habéis recuperado vuestra fuerza.
—Habría muerto de no ser por ti —respondió el caballero con una sonrisa. A la luz de la luna, su rostro habría podido parecer hermoso a cualquiera que pasara, pues el hematoma que cubría la mitad de su cara apenas se veía gracias a la cota de malla. La cicatriz iba desde el rabillo de su ojo izquierdo hasta su barbilla, y aún resultaba sensible al tacto incluso después de meses de hierbas medicinales y lociones que le había aplicado el fiel Janvier—. Si tu familia y tú no me hubierais acogido aquel día...
Janvier sonrió y sus dientes blancos resaltaron sobre su piel oscura.
—Olvidáis que vos nos salvasteis la vida a mi familia y a mí cuando los caballeros cristianos arrasaron con todo después de que los hombres de Saladino se vengaran de ellos por el asesinato de los prisioneros musulmanes.
—No me recuerdes nuestra vergüenza —respondió el caballero—. Cada día me encuentro mejor, Janvier, pero admitiré que esta noche estoy cansado. Si descansamos algunas horas por la mañana, me sentiré mucho mejor.
—Deberíais volver a casa con vuestra familia, milord.