Una institutriz muy especial - Anne Herries - E-Book

Una institutriz muy especial E-Book

Anne Herries

0,0
3,99 €

-100%
Sammeln Sie Punkte in unserem Gutscheinprogramm und kaufen Sie E-Books und Hörbücher mit bis zu 100% Rabatt.
Mehr erfahren.
Beschreibung

Bajo el rubor de la institutriz… La heredera Sarah Hardcastle estaba convencida de que su plan para escapar a las indeseadas atenciones de cierto cazafortunas era infalible. Oculta en las profundidades de la campiña inglesa, y provista de una nueva identidad como la recatada institutriz señorita Goodrum, Sarah esperaba llevar por una vez una vida tranquila. Pero su bien planeada farsa peligró cuando conoció al tutor de su alumno, lord Rupert Myers. Seductor incorregible, Rupert poseía el atractivo y encanto necesarios para hacerla sonrojarse hasta el nacimiento de su severo escote… ¡y la determinación de descubrir lo que ocultaba debajo! Sarah necesitaba de todo su ingenio para resistir sus pícaras mañas y guardar intacto su secreto…

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 378

Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2013 Anne Herries

© 2014 Harlequin Ibérica, S.A.

Una institutriz muy especial, n.º 553 - junio 2014

Título original: His Unusual Governess

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Internacional y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

I.S.B.N.: 978-84-687-4268-7

Editor responsable: Luis Pugni

Conversión ebook: MT Color & Diseño

Prólogo

—¿Qué asunto puede ser tan importante como para que me hayáis convocado aquí? —preguntó lord Rupert Myers al marqués de Merrivale, enarcando una ceja con gesto lánguido—. Esta es una hora muy poco razonable y ayer me acosté tarde —ahogó un bostezo y miró con su elegante monóculo de oro al anciano. Pero al advertir la tensión del marqués, abandonó aquel aire aburrido y dijo con un tono muy diferente—: ¿Qué es lo que puedo hacer por vos, milord?

—¡Cielo santo! —exclamó su tío clavando la mirada en su abrigo, provisto de tantas capas que daba un aspecto definitivamente amenazador a los hombros ya de por sí bastante anchos de Rupert—. ¿De dónde has sacado esa monstruosidad?

—Tío —sus maliciosos ojos parecían burlarse de él—. Herís profundamente mi sensibilidad. ¿No sabéis acaso que soy un fanático de la moda? Me atrevo a decir que al menos seis imbéciles han copiado este abrigo apenas esta misma semana, porque vi al chico de Harrad llevando uno con nueve capas y este solo tiene siete.

—Más estúpido es él —rezongó el marqués—. Siéntate, muchacho. Haces que me sienta incómodo, avasallándome con tu estatura como si fueras un derviche vengador. ¿Qué fue de aquel ansioso jovenzuelo al que vi partir hace seis años para la guerra?

—Yo diría que ha crecido, señor —replicó Rupert despreocupadamente, aunque una sombra cruzó por sus ojos y su boca perdió la sonrisa cuando se sentó en la silla—. ¿Os preocupa algo?

—Me temo que me encuentro en una especie de embrollo, muchacho… del que espero que tú me ayudes a salir.

—Haré lo que sea para asistiros. No me olvido de que fuisteis un padre para mí cuando mi propio... —un amargo resentimiento destelló en sus ojos azules, porque el difunto lord Myers había sido un canalla y un estafador que había llevado a su familia al borde de la ruina. Que Rupert hubiera sido capaz de salvar a su hermana y a sí mismo de la tragedia se debía en buena parte al hombre que tenía enfrente—. No, no quiero ni acordarme. Decidme lo que deseáis, señor, y haré todo lo que esté en mi mano para conseguirlo.

—Se trata de los hijos de Lily —dijo el marqués con un profundo suspiro—. Ya conoces la historia de mi hija, Rupert. Se casó con aquel haragán. Yo ya la advertí de que ese hombre la dejaría sin fortuna y le rompería el corazón. Ella no me hizo caso, y él hizo todo eso y más: la mató.

—No podéis estar seguro de eso, señor.

—La sacó aquella noche de casa, bajo la lluvia. Su doncella me habló de la riña que tuvieron. Scunthorpe le rompió el corazón y ella se quedó allí a la intemperie toda la noche, bajo la lluvia. Y ya sabes lo que sucedió después.

Rupert asintió con la cabeza: demasiado bien lo sabía. Lily Scunthorpe había muerto de unas fiebres, dejando una niña de seis años y un niño de tres, pero desde entonces había pasado más de una década y él no podía entender la urgencia de aquel asunto a esas alturas.

—Vos os llevasteis a las criaturas cuando Scunthorpe las abandonó, las instalasteis en Cavendish Park con un profesor, una institutriz y la servidumbre necesaria. ¿Qué es lo que ha sucedido desde entonces para que en este momento os encontréis tan abatido?

—La institutriz y el profesor dimitieron este mes. He intentado encontrar sustitutos, pero con muy escaso éxito. Me temo que mis sobrinos han adquirido cierta reputación de… difíciles. He conseguido encontrar a una mujer que está dispuesta a hacerse cargo de ambos como institutriz… sospecho que porque no tenía otra elección… pero no creo que pueda aguantar más de unos pocos días —Merrivale se aclaró la garganta—. Necesitan una mano firme, Rupert. Temo que los he malcriado. Cada vez que los sermoneo, se disculpan con la mayor de las dulzuras y vuelven luego a las andadas. ¿Sería mucho pedirte que ejercieras de tutor suyo durante un tiempo? El chico se marchará a la universidad para finales de año, y la chica… bueno, ella debería hacer la Temporada en Londres la próxima primavera, pero temo que resultará harto difícil procurarnos los servicios de una mujer de la suficiente influencia como para ayudarla.

—¿Hacer de tutor de una muchacha a punto de estrenarse en sociedad y de un joven díscolo? ¡Dios santo, tío! ¿Habéis perdido el juicio? Difícilmente podría ser yo un buen modelo para cualquiera de los dos. Además de ser un fanático de la moda, soy un afamado libertino… ¿o acaso no os habéis enterado?

Merrivale se pasó sus nerviosos dedos por el cabello blanco.

—Sé que tenéis una amante, pero no estoy sugiriendo que os la llevéis con vos a Cavendish.

—Gracias por esa pequeña merced —repuso Rupert con otro brillo burlón en la mirada—. Ella lo interpretaría como una invitación a que se casara conmigo. Annais es demasiado avariciosa para su propio bien. Yo estaba buscando una excusa para dar por terminada la aventura y supongo que esta es tan buena como cualquier otra… ella no profesa amor alguno por la vida en el campo.

—¿Significa eso que lo haréis? —en los ojos del marqués se dibujó tal expresión de alivio que Rupert no pudo evitar reír en voz alta—. Te estoy muy agradecido, muchacho.

—Haré todo lo que pueda por ellos. Pero deberé tener mano libre. La disciplina no es algo muy popular en estos días y es seguro que uno u otra os escribirán para quejarse de mi comportamiento presuntamente autoritario y esas cosas.

—Lily me era muy querida y sus hijos son lo único que tengo… aparte de ti, muchacho. Francesca es muy parecida a su madre, pero creo que el chico ha salido más a su padre. Espero que John no se convierta en un bribón como el capitán Scunthorpe: es por eso por lo que necesita una mano firme en este momento, que lo meta algo en cintura antes de que se marche a la universidad. Supongo que debí haberlo enviado antes a un internado, pero preferí educarlo en casa. Algunas de esas escuelas pueden llegar a ser muy duras, ya sabes.

—Todos hemos sufrido a manos de los matones de la escuela —dijo Rupert—. John necesita aprender a valerse por sí mismo. Yo puedo enseñarle a boxear, según las reglas de los caballeros, y quizá darle algunas clases de esgrima. Con la muchacha no lo tengo tan claro, pero quizá la institutriz pueda enseñarle todo lo necesario.

—Rezo para que sea capaz de hacerlo. Las referencias que trae de lady Mary Winters son buenas, pero la hija de lady Mary se marcha a Francia para terminar allí sus estudios, así que es posible que solamente haya querido quitarse de encima a la mujer.

—¿Qué edad tiene la institutriz y cuál es su nombre?

—Tiene unos veintitantos años, creo, y es una mujer sensata y juiciosa. La señorita Hester Goodrum enseña pianoforte tan bien como literatura, lengua francesa y labor de aguja.

—La señorita Goodrum —Rupert asintió. Parecía lo suficientemente adecuada, pese a lo limitado de sus habilidades—. A John, sin embargo, dudo que pueda serle de gran ayuda. El chico necesitará algo más que eso. Aunque durante los seis próximos meses podrá contar con los beneficios de mi experiencia.

—No sé lo que quieres decir —el marqués parecía perplejo—. Yo creía que pretendías solamente echarles un ojo, sermonearlos a ambos y hacer acto de presencia de cuando en cuando…

—Dudo que eso sirviera de mucho, señor —Rupert enarcó la ceja derecha—. Últimamente me he estado aburriendo bastante, y esto suena ciertamente a reto. Residiré en Cavendish Park hasta que el chico parta para la universidad y, para entonces, imagino que ya habréis encontrado a alguien para que se haga cargo de Francesca. Yo seré el tutor y el profesor de John, y supervisaré a esa institutriz hasta Navidad. Después de eso, calculo que estaré más que harto de todo ello, pero yo nunca rehúyo un desafío.

—Dame entonces la mano. Si puedo serte de alguna ayuda, muchacho, solo tienes que decírmelo.

—Habéis hecho por mí más de lo que yo podré devolveros nunca —le aseguró Rupert, sonriendo, mientras le estrechaba firmemente la mano—. Me vendrá bien este cambio de vida. Mis propiedades marchan bien y prácticamente se administran solas. Además, no estaré más que a un día de viaje de mi propiedad, si mi presencia allí es requerida.

—Temo que descubras que esos dos no se doblegarán fácilmente a tu autoridad, Rupert.

—Puede que con John sea un poco difícil en un principio, pero se adaptará con el tiempo.

Rupert rechazó las muestras de gratitud de su tío. Al fin y al cabo, ¿qué problemas podían darle dos muchachos a un hombre de mundo como él? Esperaba que la institutriz fuera una dama presentable y no una de aquellas solteronas de expresión agria, pero fuera como fuera como fuese, tendrían que llevarse mínimamente bien.

Uno

—Ha sido muy amable al llevarme con usted, señorita Hardcastle —dijo Hester Goodrum mientras subía a la cómoda calesa—. Lady Mary me prometió que enviaría un carruaje para llevarme a Cavendish Park, pero cuando la llamaron para atender a su hermana, se olvidó completamente de mí. He de estar allí para finales de esta semana, porque el marqués mandó recado de que los jóvenes se quedarían solos para entonces en casa. Sin contar con la servidumbre, por supuesto.

Sarah Hardcastle miró a la mujer que acababa de sentarse frente a ella y asintió con la cabeza. Hester debía de tener unos veintitantos años; era atractiva, que no bella, y de buen corazón. Enterada del apuro en que se encontraba, se había apresurado a prestarle asistencia.

—Bueno, yo vuelvo a mi casa del norte de Inglaterra y pasaremos a unos treinta kilómetros de Cavendish Park. Un breve rodeo no representará ningún problema, Hester.

—Mi prometido me dijo que estaba loca por haber aceptado el puesto —continuó Hester—. Quería que dejara de trabajar y me volviera a Chester para casarme con él.

—¿Por qué no lo hiciste? —inquirió Sarah agarrándose a la cuerda cuando la calesa dio una fuerte sacudida—. Me temo que el cochero vuelve a estar de mal humor. Si sigue así, tendré que mandarlo parar y soltarle una buena reprimenda.

—Por mí no lo haga, señorita —dijo Hester—. A mí me gustaría casarme. Llevo años ahorrando para ello, pero Jim necesita más dinero para establecerse por sí mismo y montar la posada. Él tiene algunos ahorros, pero los dos sabemos que tendremos que esperar otro año como poco.

—Es una lástima… —Sarah se la quedó mirando pensativa. Le habían contado la historia de la institutriz y esa era de una de las razones por las que le había ofrecido asiento en su calesa—. ¿Cuánto más necesitarás ahorrar?

—Supongo que un centenar de libras serían suficientes… —Hester suspiró—. Si ambos ahorramos mucho este año, puede que lo consigamos. Aunque a mí me cueste más tiempo, dado lo poco con lo que contribuyo.

Ya no era precisamente una joven. Sarah experimentó una punzada de simpatía por ella, porque el tiempo pasaba rápido y con él la juventud. Resultaba irónico que Hester anhelara tanto casarse y no tuviera el dinero suficiente para hacerlo, mientras que ella, Sarah Hardcastle, estuviera haciendo todo lo posible por evitarlo.

Su plan, ¿sería acaso demasiado osado para que tuviera alguna posibilidad de éxito? Se había pasado toda la noche pensando en ello y tenía un nudo de nervios en el estómago. No dudaba de que Hester pensaría que se había vuelto loca.

—Supón que te ofrezco doscientas libras y te entrego dos de mis mejores vestidos a cambio de las referencias que has recibido de lady Mary y de los vestidos que portas en tu maleta. ¿Te cambiarías por mí? Quiero decir… ¿me permitirías ocupar tu puesto en Cavendish Park… y volverías a casa para casarte con tu prometido?

Ya estaba: ya lo había dicho en voz alta. ¿Habría sonado tan disparatado como había imaginado? Hester la estaba mirando perpleja.

—¿Qué es lo que ha dicho usted, señorita? Creo que no he oído bien.

—Te he ofrecido doscientas libras a cambio de tu ropa y de las referencias que te ha dado lady Mary. Podrás hacer lo que gustes con el dinero.

—¿Quiere trabajar de institutriz? ¿Por qué? —Hester estaba desconcertada—. Es usted una dama joven y rica, señorita Hardcastle. ¿Por qué habría de querer ser institutriz?

—Necesito desaparecer por un tiempo y esta me parece la situación ideal para mí. Tu patrón no te ha visto. La muchacha tiene casi diecisiete años y será fácil de manejar, mientras que el muchacho marchará a la universidad dentro de seis meses, de modo que no podrá ser tan difícil… Mis profesores me tenían por una brillante alumna. Imagino que podré enseñar al chico matemáticas y geografía, y a la chica música, literatura, francés, latín, dibujo y baile. ¿Qué más necesitará saber?

—Nada que se me ocurra —reconoció Hester, pero parecía nerviosa—. No sé qué decir, señorita… no me parece bien. Sería como engañar a mi patrón…

—Pero si ni siquiera se molestó en entrevistarte, no puede estar tan preocupado por sus nietos. Lo único que desea es quitárselos de encima… y yo puedo hacer eso tan fácilmente como tú.

—Quizá incluso mejor, señorita. Tiene usted un don especial. La gente la escucha cuando habla.

—Eso es porque mi padre me dejó una fortuna invertida en molinos y minas, que he administrado yo misma desde los diecinueve años, la edad que tenía cuando murió.

—¿Qué edad tiene usted, señorita… si no es indiscreción?

—Veinticinco —respondió Sarah, suspirando—. Mis tíos llevan meses intentando casarme. Dicen que necesito un hombre para que me ayude y temen que acabe mis días como una vieja solterona.

—¿La fuerzan a ello, señorita?

—No. No te mentiré. La tía Jenny es muy amable y mi tío está cargado de buenas intenciones, pero yo no pienso casarme para complacerlos. Si me marché fue porque mi tío no se cansaba de sacar el tema.

—¿Qué pasará con sus molinos y minas cuando no esté usted allí, señorita?

—Tengo directores y un administrador de confianza. Seguiré en contacto con él por carta… y solo por poco tiempo, hasta que haya tomado una decisión sobre determinado asunto. Después de eso, dimitiré del puesto y tus alumnos tendrán una nueva institutriz. Mi influencia no podrá perjudicarlos durante ese lapso —se inclinó hacia delante—. ¿Pensarás sobre ello? Esta tarde, cuando nos detengamos a pasar la noche en la posada, podrás darme una respuesta. Si la respuesta es afirmativa, nos cambiaremos de ropa. Por la mañana partiremos en mi calesa a Chester… y yo me bajaré en Cavendish Park.

—No sé qué decir… —Hester parecía preocupada, claramente desgarrada entre aprovechar aquella maravillosa oportunidad y cumplir con su deber—. Representa para mí una oportunidad tan grande… Significaría un mundo para mi Jim que tuviera su posada este mismo año, en lugar de seguir esperando.

—Bueno, la elección es tuya. Yo no pretendo obligarte. Si tu respuesta es no, simplemente tendré que encontrar otra manera de desaparecer por un tiempo.

Hester asintió, recostándose en los cojines con un suspiro. Obviamente se sentía tentada y Sarah cruzó los dedos bajo los pliegues de su elegante vestido de viaje. Ejercer de institutriz representaría un ambiente seguro en el que una rica heredera como ella podría esconderse. Al menos hasta que se librara de la sensación de que solamente la querían por su dinero.

¿Por qué su padre había tenido que fallecer en aquel accidente, en el molino? Tobías Hardcastle siempre había sido un patrón implicado, nada reacio a arremangarse la camisa. Había empezado con las cincuenta libras que le había dejado su abuelo y edificado su gran negocio gracias a su inteligencia y a su capacidad para trabajar veinte horas de cada veinticuatro, y así durante años.

Antes de morir, la madre de Sarah se había quejado amargamente de que su marido casi no había tenido tiempo para darle un hijo. No era cierto, por supuesto, porque siempre había comido en casa y ocasionalmente había tenido algún domingo libre, pero también lo era que había dedicado largas horas a asegurar la solidez de su negocio. Sarah no podía decir lo mismo, pero había tenido la habilidad de elegir bien a sus empleados y de inspirarles lealtad. Desde el comienzo había aceptado el desafío porque no había querido entregar las riendas de su pequeño emporio a alguien que hubiera podido malograrlo. Sin embargo, con el tiempo, había empezado a sentirse algo cansada de las constantes reuniones y estudios de contabilidad que se habían convertido en algo permanente en su vida. Había llegado el momento de parar un poco, porque la vida se le estaba escapando y, para algunos, bien podría estar dejando atrás la edad adecuada para hacer un buen matrimonio. Sus directores y agentes se asegurarían de que sus molinos continuaran prosperando durante su ausencia, y lo mismo las dos minas de cobre que poseía en Cornualles. Había sido a la vuelta de la visita bianual a las minas cuando se había detenido para visitar a su antigua institutriz, ocasión que le había permitido conocer a la señorita Hester Goodrum.

Algo en aquella mujer la había atraído inmediatamente. Si Hester hubiera estado deseosa de hacer carrera profesional, Sarah le habría ofrecido inmediatamente un puesto como ayudante suya. Pero Hester había fiado sus esperanzas en el matrimonio y había sido eso precisamente lo que había puesto su mente a funcionar.

Era algo ciertamente engañoso fingir ser otra persona, por supuesto, pero tampoco estaba perjudicando a nadie. No iba a llevarse la plata de la familia ni a enseñar a los niños a jurar y a beber ginebra. Una sonrisa asomó a sus labios, porque la idea de ser institutriz de niños se le antojaba muy agradable. Sarah había trabajado muy duro desde la muerte de su padre y pensado muy poco en el placer de cualquier tipo. Se había esperado de ella que asistiera a cenas y veladas en los hogares de los amigos de sus padres, pero desde que sabía que los casados querían comprar sus molinos y los viudos desposarla para apropiárselos, encontraba aquellas ocasiones habitualmente tediosas.

Ya en la escuela había sido consciente de que no pertenecía realmente a la clase aristocrática. Ella era la hija de un hombre acaudalado que había comprado el derecho a vivir en una gran casa y a tener tierras, pero no era de sangre azul. Las otras chicas se habían mostrado hasta cierto punto amables con ella, pero Sarah había sentido la presencia de una barrera y sabía que se habían reído de su acento norteño, que a esas alturas ya había desaparecido del todo. A veces, cuando estaba enfadada, le volvía, pero sus profesores se habían ganado bien su dinero. El señor Hardcastle había querido que su hija fuera una dama, y lo era a todos los efectos… solo que no se sentía del todo aceptada en la sociedad. Era bienvenida en las juntas de damas de caridad, y su dinero era mejor acogido aún, pero rara vez era invitada a algún evento íntimo en sus hogares. Ocasionalmente recibía invitación a algún baile importante debido a su influencia, pero no pertenecía a la clase de damas con las que los caballeros pensaban en casarse.

Bueno, eso tampoco era del todo cierto, reflexionó Sarah mientras miraba por la ventanilla. Tenía un pretendiente bastante tenaz. Sir Roger Grey le había pedido matrimonio ya tres veces, y no le gustaba que lo rechazaran. Sarah era consciente de que estaba atravesando dificultades económicas, aunque se las arreglaba para disimularlo ante su tío y la mayoría de sus conocidos. Sarah había pedido a uno de sus agentes que hiciera averiguaciones y su informe resultaba alarmante. Sir Roger proyectaba la imagen de alguien rico y respetable, pero en realidad era un libertino y un jugador, el último hombre con el que ella desearía casarse. Y sin embargo le costaba librarse de él porque parecía habérsele metido en la cabeza que ella acabaría cediendo si continuaba presionando. Desafortunadamente, su tío se había dejado engañar por sir Roger y lo tenía por un hombre de palabra.

Fueron las tácticas empleadas en el baile benéfico de Newcastle lo que hizo que se decidiera a salir para Cornualles un mes antes de lo habitual. Había intentado besarla y manosearle los senos. Ella se había resistido y le había arañado una mejilla.

—Pequeña gata salvaje… —se había llevado una mano a la cara, estupefacto—. Lo lamentarás, Sarah. Yo te enseñaré a respetar a tus superiores.

—Yo no os considero un superior mío, señor —había replicado ella—. No tengo intención alguna de dejarme seducir. Si pensabais comprometerme y forzarme al matrimonio, os ha salido mal. Preferiría que me señalaran con el dedo por la calle antes que casarme con vos.

Eso era perfectamente cierto, porque habría muerto antes que casarse con un hombre como él, pero también lo era que no tenía deseo alguno de perder su respetabilidad.

—Si te casas con Sam Goodjohn, o con Harry Barton, estarías a salvo de esas situaciones —le había dicho su tío cuando ella le contó lo sucedido—. Son buenos hombres y dirigirían bien los molinos para que tú pudieras quedarte en casa y ser la esposa y madre que deberías ser. Ya va siendo hora de que te cases y pienses en tener una familia, Sarah… a no ser que quieras morirte como una vieja solterona.

—Yo sé que quieres protegerme, tío William —había replicado Sarah—. Pero yo odiaría casarme solo por conservar mi fortuna. Cuando encuentre un hombre al que ame y que me ame a mí, me casaré.

—¡Amor! —había rezongado su tío—. ¿Cuándo el amor te ha llevado a alguna parte? Necesitas un hombre que te proteja y que mire por tu negocio, jovencita. No lo dejes para más tarde o ni siquiera tu dinero podrá conseguirte al hombre que necesitas.

La ceñuda expresión de su tío la había sacado de su autocomplacencia. Era verdad que el tiempo se le escapaba y que ya no era una jovencita. Tenía el cabello castaño oscuro y la nariz recta. Su boca era más grande de lo que le habría gustado, ella habría preferido tener unos labios finos como los de Hester. La señorita Goodrum era más bonita que ella, pero Sarah no se tenía por una mujer fea. Cuando se ponía sus mejores galas, se sentía suficientemente atractiva y la gente decía que tenía una preciosa sonrisa.

¿Tan imposible era que encontrara el amor?

Tenía la sensación de que habría tenido mayores posibilidades si no hubiera sido la heredera de su padre. Cuando los hombres la miraban, veían a la acaudalada señorita Hardcastle y querían todo lo que ella podía darles. Los más obstinados deseaban engrandecer su negocio y hacerse más ricos; los derrochadores esperaban la garantía de una vida fácil.

Mientras que ella quería… Un leve suspiro escapó de sus labios. Ella quería un hombre que le hiciera reír. Un hombre que apreciara la música, la poesía y los jardines hermosos… alguien que la amara por ser quien era, y no por su dinero. ¿Estaría pidiendo demasiado? Quizá su tío tuviera razón. Quizá lo sensato fuera aceptar a alguno de sus pretendientes y encargar a sus abogados un contrato que le garantizara a ella el control de su negocio y la protección de su fortuna.

Era una manera sencilla de salir del apuro. Un acuerdo de negocios que la protegiera de cazafortunas y hombres sin escrúpulos que persiguieran las riquezas que le había legado su padre. Hasta hacía poco tiempo, Sarah la habría considerado una idea perfectamente razonable, pero por algún motivo había empezado a sentir una leve insatisfacción con su vida actual. En vida de su padre ella no había pensado en el matrimonio y, durante los pocos años que siguieron a su muerte, había estado demasiado volcada en su trabajo para hacerlo. Solo últimamente había empezado a fijarse en los niños que jugaban en los parques y en las parejas de enamorados que paseaban al sol. Era tanto lo que se perdería si no se casaba…

¿Acaso se sentía sola? ¡Ciertamente que no! Tenía amistades y leales empleados. Y estaba siempre demasiado ocupada para sentirse sola.

Pero seguro que tenía que haber otra manera de vivir. Necesitaba tiempo para pensar, para decidir lo que quería de la vida. Necesitaba un lugar al que escapar, donde esconderse y ser otra persona por una temporada…

—Sí. Lo haré, señorita. Como usted misma ha dicho, no perjudicaremos a nadie. Y Jim estará tan contento de tenerme en casa…

Sarah parpadeó varias veces, regresando a la realidad. Por un instante no pudo creer que Hester había aceptado; luego, cuando vio la expresión de la mujer, sonrió.

—Muchas gracias, Hester —dijo, y se inclinó hacia delante para tocarle la mano—. No te arrepentirás. No haré nada que pueda afectar a tu buen nombre, te lo prometo.

Hester se echó a reír. El brillo de entusiasmo de sus ojos le hacía parecer mucho más joven.

—No sé cómo agradecerle que me haya dado esta oportunidad. Espero que no tenga problema con sus alumnos. Lady Mary me dijo que eran algo difíciles, pero estoy segura de que se las arreglará perfectamente.

—Sí, yo también estoy convencida de ello —replicó Sarah, riendo—. ¿Qué dificultad puede tener cuidar de una dama adolescente y de un muchacho de trece años?

Dos

—¿Por qué tenemos que tener un tutor además de una institutriz? Yo creía que habías dicho que todo se arreglaría cuando nos hubiésemos librado de los dos últimos profesores. Dijiste que el abuelo dejaría de enviarnos más y que nos llevaría a vivir con él a Londres.

—Yo dije que me llevaría a mí. Ya debería haberme presentado en sociedad —dijo Francesca Scunthorpe al tiempo que hacía una mueca a su hermano. Era una chiquilla preciosa de cabello sedoso y ojos brillantes, con una boca de labios llenos y sensuales. El vestido de seda amarilla que lucía era bonito, pero no tan moderno como a ella le habría gustado, y elaborado por una costurera de la localidad—. Tú te irás a Cambridge a la vuelta de Navidad. Y al parecer yo me quedaré aquí sola con alguna estúpida institutriz.

—A mí no me importa ir a la universidad —dijo John y le lanzó un dardo de papel desde el otro lado de la sala de estudios. Era un muchacho fornido y atractivo, de pelo y ojos oscuros y mentón obstinado. Su profesor le había dado una lista de verbos latinos para memorizar y tenerlo así ocupado, hasta que llegara el nuevo, pero a John le aburrían las listas. Su profesor se había pasado el último año y medio suministrándole nuevas listas cada día, pero nunca le había explicado nada. Sus clases consistían en la realización de un nuevo ejercicio y pruebas posteriores para valorar lo aprendido—. Siempre sería mejor que quedarnos aquí solos.

—Al principio estuvo bien —dijo Francesca—. Cuando éramos más pequeños teníamos a la señorita Graham y al señor Browne. A mí ella me gustaba, y me enseñó muchas cosas interesantes, pero se marchó y la última institutriz era una inútil. No sabía tocar el pianoforte ni el arpa y escogía para leer los peores libros de todos.

—Y no le gustaban las ranas en la cama —apuntó John con un brillo malicioso en los ojos—. Nunca he oído a nadie gritar tanto como cuando vio aquella culebra.

—Se creía que era venenosa —comentó Francesca con desdén—. No sabía que era una simple e inofensiva culebra.

—Cualquiera conoce la diferencia entre una víbora y una culebra —dijo John, y levantó la mirada hacia su hermana—. ¿Qué vamos a hacer, Fran? Me aburro tanto… ¿Tú no?

—Sí, parte del tiempo —reconoció Fran—. A mí me gusta leer poesía, pero ya sé que tú prefieres jugar o salir a pescar.

—¿Podemos salir a pescar hoy? Probablemente él nos prohibirá divertirnos cuando llegue… y tu institutriz te dirá que ese no es un pasatiempo adecuado para una dama.

—Ya los burlaremos de alguna manera —le prometió Fran. Recogió el libro de poesía que había estado leyendo y volvió a dejarlo con un suspiro de desagrado—. Se supone que los dos tienen que llegar hoy, aunque no juntos. Saldremos a pescar esta mañana y volveremos cuando nos apetezca.

—La carta del abuelo decía que teníamos que comportarnos mejor que nunca: quedarnos a esperarlos en el salón delantero para cuando lleguen.

—Bueno, pues debería haber venido él mismo y haberse quedado unos cuantos días.

—Dijo que eso le costaba demasiado. ¿Crees que estará enfermo?

—No lo sé.

Fran frunció el ceño porque le preocupaba su abuelo. El marqués era el único familiar que les quedaba: el único, al menos, que se preocupaba por ellos. Su padre se había marchado a algún lugar del extranjero cuando el dinero se acabó. Su casa y su propiedad habían sido puestas en venta y el marqués los había recogido e instalado allí. Al principio había pasado tiempo con ellos, pero últimamente no se había molestado en visitarlos más que en Navidad, aunque siempre se acordaba de enviarles un regalo de cumpleaños.

—Espero que no —añadió—, porque no sé lo que sería de nosotros si muriera. No tenemos ningún dinero que sea nuestro, John. Todo lo que tenemos procede del abuelo. Si hago la Temporada, me casaré con un rico lord y entonces tendremos dinero. Yo te mantendré y no tendrás que trabajar para vivir.

—¿Crees que el abuelo nos dejará algo?

—No lo sé. No quiero ni pensar en ello… —a Fran se le cerró la garganta ante la idea de que pudieran verse obligados a abandonar aquella casa. La había amado desde el mismo momento en que llegaron y no quería vivir en una pequeña y horrible casita de campo como las de algunos de los niños de la propiedad—. Vamos. Me niego a entristecerme en un mañana tan encantadora como esta. Pillaremos algo de comer en la cocina y bajaremos al arroyo.

—Sí —John le sonrió—. Al menos nos tenemos el uno al otro. Yo le pondré ranas a la institutriz en la cama y a ti ya se te ocurrirá algo con ese lord como se llame.

—Lord Rupert Myers —dijo Fran—. No te preocupes: ya pensaremos en alguna manera de deshacernos de ellos, si es que llegamos a odiarlos. Vamos a pescar. Les estará bien empleado no encontrar a nadie aquí cuando lleguen.

Sarah bajó de la calesa y contempló la casa. Cavendish Park era una agradable mansión rural, con mucho la más grande de cuantas había visitado, mayor y más impresionante que la que poseía su padre en las afueras de Newcastle. Había visitado unas pocas como huésped de sus compañeras de escuela, pero ninguna había sido como aquella. Era tan bella que por un momento lo único que pudo hacer fue quedarse mirando los muros de color amarillo claro y las altas ventanas que brillaban como diamantes al sol.

—Si gusta entrar en la casa, señorita Goodrum.

Sarah se recuperó con un sobresalto. El ama de llaves debía de llevar unos segundos hablándole, pero se había quedado abstraída… y además le resultaba difícil recordar que ya no era la señorita Hardcastle, la rica heredera. Había empaquetado a esa persona en particular en sus baúles y los había despachado de vuelta a casa con una carta para sus tíos, en la que les explicaba que iba a tomarse unas pequeñas vacaciones y que no necesitaban preocuparse por ella. Todo lo que llevaba consigo era un pequeño baúl que contenía la ropa que le había entregado Hester.

Llevaba el mejor vestido de Hester, porque esta le había asegurado que era lo esperable el día de su llegada. Era de color gris perla con falda recta, corpiño ajustado y cuello de encaje blanco. Sarah se había puesto un pequeño broche de plata en el cuello para alegrarlo un tanto. Los otros vestidos de Hester no eran tan buenos y ciertamente tampoco se parecían a los que Sarah estaba habituada a lucir, pero tendría que acostumbrarse.

Al fin y al cabo, aquello solamente duraría algunas semanas.

—Sí, gracias, señora Brancaster. Estaba pensando en lo preciosa que es la casa. Debe usted de disfrutar mucho viviendo aquí.

—Sí que es bonita, señorita Goodrum, pero… —la mujer vaciló y frunció su boca de labios finos—. Las cosas no son lo que deberían ser. Milord no viene con la suficiente frecuencia y los niños andan libres y haciendo lo que les place. La casa necesita un amo o un ama. O, si quiere saber mi opinión, preferiblemente ambos.

—Sí, ya lo supongo. Un lugar tan grande como este necesita una buena organización, algo que no debe dejarse en manos de la servidumbre.

Inconsciente de la mirada de extrañeza con que la señora Brancaster había acogido su comentario, Sarah entró en la mansión por la puerta de servicio de la cocina. Dado que en casa tenía la costumbre de visitar regularmente las cocinas, no se sintió en absoluto incómoda. Podía ser rica y haber recibido una educación exquisita, pero Sarah sabía que estaba muy lejos de ser una dama. Se podía sacar a una chica de Newcastle, pero no se podía sacar Newcastle de la chica; ese dicho, uno de los favoritos de su padre, le arrancó una sonrisa. Se había sentido tan cerca de su padre, su verdadera mano derecha… Lo echaba terriblemente de menos.

Tal vez en ese momento estaba buscando alguien a quien poder amar y respetar, como había hecho con Tobías Hardcastle. Si tal hombre hubiera aparecido de repente frente a ella, no habría dudado en entregarle su persona y la diaria administración de su negocio, pero por el momento no había encontrado a nadie que satisficiera esos requisitos.

—La llevaré directamente a su habitación —le estaba diciendo el ama de llaves—. Una vez que esté instalada, baje a tomar una taza de té a la cocina. Se suponía que la señorita Francesca y el amo John deberían estar aquí para recibirla, pero se escabulleron temprano esta mañana. Sospecho que salieron a pescar en desafío a las instrucciones del marqués respecto a que la esperaran a usted y a su tutor en el salón delantero.

—¿Su tutor? Yo creía que el marqués de Merrivale era su abuelo y guardián legal.

—Y lo es, señorita Goodrum. El señorito John tiene que tener un tutor que será a la vez su profesor. Tal como lo entiendo yo, él será quien mande aquí y todos nosotros tendremos que responder ante su persona.

Era la primera vez que Sarah oía hablar de aquel procedimiento y se preguntó si Hester habría estado enterada. Aquel hombre podría inquirir con demasiada profundidad por sus antecedentes. Se alegraba de haberle pedido a la institutriz que le entregara sus referencias.

—Entiendo. ¿Conoce usted el nombre de ese tutor?

—No estaba escuchando con atención cuando me lo dijo el señor Burrows —admitió el ama de llaves—. Acababa de descubrir que aquel par de diablillos habían vuelto a desaparecer y no tenía la cabeza puesta en ello, pero me enteraré cuando llegue y se lo haré saber.

—Gracias, señora Brancaster —Sarah se quedó pensativa—. ¿Le importaría que dejara el té para más tarde? Me gustaría dar un paseo por los jardines antes de deshacer mi equipaje.

—Bueno… —la señora Brancaster pareció un tanto sorprendida—. Como usted quiera, señorita. Yo imaginaba que querría ver antes la sala de estudios.

—Cuando vuelva, podrá usted indicarme dónde está o preguntaré a alguno de los criados. No quiero robarle demasiado tiempo, porque sé lo mucho que hay que hacer en una mansión tan grande como esta… y el hecho de contar con dos nuevos inquilinos debe de haber trastornado toda su rutina.

—Sí... —reconoció la señora Brancaster—. Bueno, vaya entonces. Mandaré enseguida que le suban el baúl. Espero que se las arregle bien para volver sola de los jardines.

—Oh, seguro que sí. Me oriento perfectamente.

Sintió que el ama de llaves se la quedaba mirando fijamente mientras se alejaba. Sabía que tal vez se había arriesgado a ofender a su nueva compañera, pero había intuido que debía escapar antes de cometer alguna estupidez. De repente era como si la enormidad de lo que acababa de hacer, y de lo que tenía intención de hacer, la hubiera golpeado en plena cara. Dentro de su cómoda calesa, rodeada de sus objetos familiares, le había parecido una idea inteligente. Se había imaginado que los niños estarían la mayor parte del tiempo al cuidado de los criados de su abuelo, pero… ¿quién era aquel nuevo tutor y cómo sería?

Si se trataba de otro sirviente de rango superior, podría arreglárselas para seguir adelante con su mascarada. Pero si había sido nombrado por el marqués para encargarse del futuro de los niños, podría querer saber demasiado sobre ella. Y Sarah no podía permitirse que rebuscara demasiado en sus antecedentes. Si llegaba a descubrir que estaba mintiendo, podría juzgarla como una persona de nula integridad moral y dudosa virtud.

Tenía un nudo de nervios en el estómago mientras atravesaba el huerto de la cocina, advirtiendo lo bien cuidado que estaba. Si había esperado encontrar allí un aire de negligencia, se había equivocado de medio a medio. ¿Y si su tutor había conocido a Hester Goodrum en el pasado?

Todo aquel asunto era una locura… Debería volver en aquel mismo momento a la casa, pedir las señas de la posada más cercana y marcharse. ¿Cómo había podido pensar que sería capaz de seguir adelante con una farsa como aquella? No había estado pensando con claridad, por supuesto. Sarah quería hacer un alto en su rutina para averiguar lo que necesitaba y esperaba del futuro: ¿debía casarse por conveniencia o por compañía, o bien esperar hasta que estuviera enamorada?

Una sonrisa asomó a sus labios. No tenía garantía alguna de que el hombre al que eligiera pudiera corresponder a sus sentimientos. Sarah sabía que no era precisamente la muchacha más bonita del mundo y, si encontraba a alguien que le gustara, probablemente él no estaría interesado en ella.

No debía apresurar su decisión. Mirando a su alrededor mientras caminaba, Sarah se fue enamorando de los hermosos rosales, de los caminos bordeados de setos y de los extensos prados. Algunos de aquellos árboles debían de llevar siglos allí. Al oír un rumor de risas procedente de lo que parecía una pequeña jungla, se giró instintivamente para descubrir a una jovencita de quizá unos dieciséis años y a un muchacho algo más joven. Estaban tendidos en el césped, contemplando cómo un pez se cocinaba lentamente en un fuego de brasas.

La camaradería que compartían y el sonido de sus risas hicieron que se le cerrara la garganta de emoción, recordándole lo mucho que echaba de menos tener una familia. Era una estampa tan bella, inmersos como estaban los dos en su diversión, que vaciló en un principio, nada deseosa de entrometerse. Si se presentaba en aquel momento, los niños podrían resentirse de su intrusión y ella habría empezado con mal pie. No, sería mejor esperar a conocerlos después, cuando se hubieran lavado la suciedad de sus manos y de sus caras. Y, sin embargo, se moría de ganas de formar parte de aquella escena…

Girándose de nuevo, experimentó un extraño dolor. Había estado pensando que lo mejor sería inventar alguna excusa y marcharse, dejando que el nuevo tutor contratara a una nueva institutriz, pero de repente volvía a cambiar de idea. Algo parecía atraerla hacia la joven pareja a la que había sorprendido divirtiéndose y ahora deseaba quedarse. No los perjudicaría en modo alguno y guardaría las distancias con su tutor: sería amable pero reservada, como correspondía a una verdadera institutriz.

Alzando la cabeza, hizo acopio de coraje. Tras la muerte de su padre, sus abogados la habían aconsejado que vendiera los molinos al mejor postor y se olvidara de dirigirlos ella sola. Pero Sarah no había escuchado sus apocalípticas profecías. A fuerza de luchar contra los prejuicios masculinos, los de hombres resentidos de que una mujer osara internarse en su territorio, había terminado imponiéndose y su negocio marchaba viento en popa. No pensaba, pues, achicarse y salir corriendo ante el menor obstáculo.

Ya era hora de tomar la prometida taza de té con la señora Brancaster. Sarah no mentiría nada más que lo estrictamente necesario para mantener su papel de institutriz... y tampoco se alejaría de aquellos encantadores niños.

Rupert estaba bajando de su carruaje cuando vio a la mujer que volvía de los jardines. El sol arrancaba reflejos rojizos a su cabello, envolviendo su cabeza en una especie de halo. Por el vestido que llevaba, imaginó que sería la nueva institutriz y supuso que habría salido a dar un paseo para familiarizarse con el recinto. Era muy poco lo que sabía sobre ella, excepto que había sido recomendada por lady Mary Winters.

Bien familiarizado con Cavendish Park por las visitas que de adolescente había hecho a su tío, Rupert no sintió deseos de seguir su ejemplo. Había conocido a los niños, pero habían pasado seis años desde la última vez que los había visto. Se preguntó si estarían esperándolo dócilmente en el salón delantero, según les había sido prescrito, o si, como él mismo habría hecho en su lugar, se habrían escapado para gozar de un día de libertad.

—Milord —dijo Burrows todo sonriente mientras se dirigía a saludarlo—. Es un placer veros, señor. He sido informado de que tenéis intención de quedaros unos meses con nosotros.

—Sí, hasta que John parta para Cambridge —repuso Rupert—. Burrows, ¿verdad?

—Me alegra que recordéis mi nombre, señor —el mayordomo pareció reconfortado—. La mayoría de la plantilla sigue aquí, aunque algunos de los criados y doncellas son nuevos.

—¿La señora Brancaster sigue con usted?

—Sí, señor. Llegará dentro de un momento… Ah, ahí viene. Seguro que ha estado muy ocupada.

—¿Francesca y John están en la casa?

—Salieron temprano esta mañana, señor. ¿Queréis que envíe a alguien a buscarlos? Uno de los jardineros me comentó que habían ido a pescar.

—Un día perfecto para ello. No me habría importado acompañarlos. No, no quiero que se sientan culpables. Pronto estableceremos una rutina para ellos. Ahora me apetecería tomar una cerveza fría y algo de comer… He hecho el viaje de un tirón.

—Lord Myers… —la señora Brancaster, que acababa de llegar, pareció sorprendida de verlo—. ¿Cómo estáis, señor? Ignoraba que pensabais venir hoy. He preparado la habitación equivocada. Yo pensaba… —se ruborizó—. Disculpadme. Tendréis lista vuestra propia habitación en media hora.

—No hay prisa —le aseguró Rupert, divertido por su evidente azoro—. Me gustaría conocer a la señorita Goodrum. Me parece haberla vista regresando a la casa hace unos momentos.

—Sí, señor. Salió a dar un paseo para familiarizarse con los alrededores. Nos disponíamos a tomar una taza de té cuando me avisaron de que habíais llegado y por eso me he puesto tan nerviosa…

—No necesito tantas ceremonias. Soy el mismo que cuando venía aquí de muchacho, señora Brancaster.

—No lo sois, señor. Todos sabemos que fuisteis condecorado por vuestra bravura por lo que hicisteis allí en Francia… y resultasteis herido en una pierna.

—Herida de la que suelo olvidarme que la tengo. Solo la noto cuando enfría un poco el tiempo —la sonrisa de Rupert se apagó. No le gustaba que lo elogiaran por algo que era mejor dejar bien enterrado en el pasado.

—Le diré a la señorita Goodrum que os espere en el salón delantero inmediatamente, señor.

—Dígale por favor que vaya a verme allí cuando haya tenido tiempo de tomar tranquilamente su refrigerio. Deseo estar en los mejores términos con esa joven. Dígame, señora Brancaster, ¿cuál es su primera impresión?

—¿De la nueva institutriz? —la mujer frunció el ceño—. Apenas acabo de conocerla, señor, pero… parece muy tranquila y muy segura de sí misma.

—Creo detectar una nota de desaprobación.

—Oh, no señor, os lo aseguro —el ama de llaves se quedó pensativa—. Es solo que… no se parece a ninguna otra que hayamos tenido. Por lo general tienen un aspecto… entre resignado y decepcionado, pero ella no es así en absoluto.

Rupert enarcó una ceja, divertido.

—Entiendo. Una institutriz excepcional. Interesante. Espero que sea lo suficientemente inteligente como para saber que no se puede mantener a una muchacha como Francesca encerrada en una sala de estudio. Veremos.

—Os pido que no utilicéis contra ella nada de lo que os he dicho, señor. Acabo de conocerla y estoy segura de que es una dama perfectamente respetable.

—Oh, estoy convencido de ello. De lo contrario, Lady Mary no la habría contratado. Viene con impecables referencias. Tengo muchos deseos de conocerla.

—Os la mandaré al salón delantero dentro de diez minutos. Os servirán el refrigerio cuanto antes. Y haré que os preparen inmediatamente la habitación.

—Gracias. Siempre me ha mimado usted mucho, señora Brancaster. Ahora me doy cuenta de todo lo que me he perdido por no haber venido más a menudo.