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El doctor Philip Grant se quedó muy sorprendido cuando se encontró con un viejo amor en el hospital en el que trabajaba. Megan Hastings y él se habían separado por exigencias de sus estudios y, al parecer, el destino había decidido brindarles otra oportunidad. Tras su divorcio, Philip no se fiaba mucho de las mujeres pero, cuando se enteró de que Megan estaba gravemente enferma, se dio cuenta de que la necesitaba. Solo le quedaba convencerla de que tenían un futuro juntos.
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Seitenzahl: 197
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2000 Anne Herries
© 2020 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
El más preciado regalo, n.º 1603 - mayo 2020
Título original: The Most Precious Gift
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-1348-158-6
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Si te ha gustado este libro…
EL DOCTOR Philip Grant tuvo que esperar a que el coche de delante dejara a la persona que había ido a llevar antes de aparcar en su plaza en el hospital local. Sabía quién era el conductor. Se trataba de un ganadero muy rico de por allí, pero no tenía ni idea de quién era la mujer. Cuando la vio salir del coche, la observó detenidamente.
¡No sabía quién era, pero menudas piernas tenía! Y parecía que el resto del cuerpo les hacía justicia.
A pesar de que llevaba un abrigo largo y abrochado, se veía que era de lo más elegante. Desde luego, tenía porte y, cuando giró la cabeza hacia donde él estaba, vio que, además, era guapa. Aquella rubia de ojos verdes le resultaba conocida.
Se quedó un poco perplejo porque le pareció que la conocía de algo, pero ella volvió la cabeza demasiado pronto y no le dio tiempo a reconocerla. Frunció el ceño y se dio cuenta de que ya podía aparcar.
Para cuando terminó, la mujer se había perdido dentro del edificio.
Cuando descendió de su vehículo, Robert Crawley bajó la ventanilla de su BMW y lo llamó.
–Siento haberlo hecho esperar, doctor Grant. He venido a dejar a la enfermera Hastings. En realidad, empieza mañana, pero quería pasarse a ver esto antes.
–Es cierto. Había olvidado que venía una persona para reemplazar a la enfermera Marsh. Muy amable por traerla.
–Está sin coche de momento y me lo pidió. No podía decirle que no. Es amiga de mi hermana desde hace muchos años. Olive me pidió que cuidara de ella y, la verdad, no me importa nada –comentó Crawley.
–Enfermera Hastings… –dijo Philip con el ceño fruncido. Aquel nombre le decía algo, pero no era capaz de saber por qué. Sacudió la cabeza y pensó en cosas más importantes–. Bueno, Crawley, ¿va a ir al torneo de dardos que organiza el hospital el viernes? Ya sabe que todo el dinero que saquemos irá a financiar la unidad infantil.
–Lo siento, no voy a poder, pero ya sabe que les daré un cheque sin problemas. Siempre me agrada ayudar al Chestnuts. Me han dicho que usted no va a participar…
–No, no se me da bien. Yo prefiero el squash o el esquí, cuando tengo tiempo de escaparme, claro –contestó Philip. Le habían pedido que formara parte del equipo de dardos del pueblo, pero tenía muy poco tiempo libre y lo valoraba mucho–. Como sabe, el torneo se celebra todos los años, pero esta vez, como presidente del fondo infantil, decidí aprovecharlo para obtener beneficios. Todos los jugadores tendrán que participar patrocinados y, además, todos los que acudan a verlo tendrán que pagar cinco libras.
–Seguro que están encantados con que usted se haya hecho cargo de organizarlo todo.
–Bueno, no crea que fue realmente idea mía. Fue de la señorita Rowen –sonrió Philip–. Gracias por su ofrecimiento, Crawley. Sé que en otras ocasiones ya ha donado usted dinero al hospital. A ver si se pasa un día por casa de Susan a tomar algo.
–Será un placer ver a su hermana. Me tengo que ir y supongo que usted también.
Philip asintió, cerró el Golf con el mando a distancia y entró en el hospital. A pesar de lo ocupado que estaba en la consulta, todas las semanas encontraba tiempo para visitar a los pacientes que se estaban recuperando de alguna operación. Era una de sus labores preferidas.
Pasó media hora hablando y consolando al señor Jarvis, que había sufrido una extirpación de colon y recto, y luego bajó al área infantil a ver a Jennifer Russell, a la que habían operado de un tobillo. Una enfermera le estaba pintando las uñas de los pies.
–Doctor Grant –sonrió la niña–. ¿A que estoy guapa? La enfermera Hastings dice que este color está muy de moda.
Él no había visto a la mujer al entrar, pero ella, al oír su nombre, lo saludó con una sonrisa.
–Se llama «Resplandor rojo» –dijo la aludida sonriendo–. Lo compré en Londres.
Aquella sonrisa le hizo recordar quién era. Claro que le sonaba. Había cambiado mucho porque la última vez que la había visto tenía dieciocho años, el pelo largo y unos cuantos kilos más encima.
¡Megan Hastings! La chica con la que lo dejó unos meses antes de conocer a Helen…
Se preguntó si ella se acordaría de él. Había pasado mucho tiempo y ambos habían cambiado.
Eran muy jóvenes y muy ingenuos aquel verano en el que se conocieron. No acabaron muy bien, aunque Philip no recordaba por qué.
–¿Enfermera Hastings? –sonrió él tendiéndole la mano–. Soy Philip Grant. Tengo la consulta en el pueblo y he venido a ver qué tal estaba Jennifer.
–Hola. Yo todavía no estoy de servicio –replicó ella estrechándola la mano y retirándola rápidamente, como queriendo mantener las distancias–. Me han hablado de usted, aunque ya nos conocíamos…
–Sí… No sabía si se iba a acordar de mí. Hace tanto tiempo…
–Sí, unos diez años. Yo estudiaba enfermería y usted estaba de interno. Salimos solo un par de veces…
–Fue más que eso, creo –contestó sorprendido. ¿Por qué negaba que habían estado juntos durante meses? ¿Se estaba mostrando un poco hostil o eran imaginaciones suyas?–. No sé si me equivoco, pero creo recordar que usted vino varias veces a animar al equipo de rugby de Medicina y fuimos a varios conciertos juntos.
–Siempre rodeados de gente. Sí, supongo que si se refiere a eso, sí –sonrió dispuesta a marcharse. Philip se preguntó qué había hecho para no caerle bien. No podía ser que siguiera enfadada por cómo se habían separado en su momento. Le pareció recordar que habían discutido, pero no se acordaba de por qué–. Me alegro de volver a verlo, doctor Grant. Me tengo que ir. Lo dejo con Jennifer –dijo sonriendo a la niña–. Vendré a verte mañana… si sigues aquí. A ver si encuentro un pintalabios que vaya bien con ese esmalte de uñas. Hasta luego.
–Espero que nos veamos otro día –contestó Philip. Aquella mujer era adorable. Le había encantado su sonrisa.
La observó mientras se alejaba. Llevaba una falda de seda gris y una blusa a juego en un gris más claro. Llevaba el pelo corto, peinado hacia atrás y metido detrás de las orejas y sus interminables piernas se movían de maravilla sobre unos altísimos zapatos de tacón. Supuso que llevaría unos más normales para trabajar.
Bueno, ¿y a él qué le importaba? Después de todo, su interés en las mujeres se limitaba a mirar. Tras su divorcio, las pocas ocasiones en las que había intentado algo con alguien del otro sexo no había salido bien.
–¿Me puedo ir a casa? Me dijo que cuando pudiera andar de aquí a la puerta sin pararme, podría irme. Y ya puedo.
–A ver… –la invitó con una sonrisa–. Muy bien, Jennifer. Has sido una chica muy valiente y creo que te mereces un regalo –le dijo, una vez recorrido el trayecto, sacando las zapatillas de deporte especiales que le había comprado.
–¿Para mí? –le preguntó encantada antes de colgársele del cuello y abrazarlo–. ¡Cuánto lo quiero, doctor Philip!
Philip se rio. Sabía que no muchos de sus pacientes se habrían mostrado tan sinceros en su presencia porque, según su hermana Susan, a veces, resultaba un poco cortante; aunque, claro, también había que tener en cuenta que mucha gente respetaba en exceso a los médicos, así que, tal vez, no todo fuera culpa suya.
Lo que él no sabía era que las enfermeras del hospital hablaban mucho sobre él, precisamente, tal vez, porque era un poco evasivo. Vivía y trabajaba en el pueblo, estaba adscrito al hospital, pero no solía estar allí. Además, nunca había salido con ninguna de ellas. Por todo ello, se había creado una leyenda en torno a él y a por qué no le interesaban las mujeres. Ninguna creía que fuera homosexual, así que de debía haber otra explicación. ¿Dónde pasaba el tiempo libre y qué le daba esa aura de misterio que a todas les parecía tan fascinante?
Si él hubiera sabido todo aquello, se habría echado a reír. No solía hablar de su vida privada en el hospital porque no tenía razones para hacerlo. Era, más bien, un hombre reservado.
Salió del hospital contento. Días como aquel eran los que lo hacían sentirse feliz de ser médico.
A veces, cuando había tenido un día duro en quirófano, volvía a su casita sintiéndose inútil porque sabía que no podía hacer casi nada por el paciente. Estaba convencido de que jamás se inmunizaría contra los casos terminales. Hubo un tiempo en el que creyó que podría distanciarse, pero eso había sido cuando estudiaba en Londres…
–¡Vaya por Dios! –exclamó de repente al recordar algo. Se paró en seco y se golpeó la frente con la mano–. Debe de creer que soy un arrogante.
Philip se sintió fatal al recordar por qué Megan y él habían dejado de verse. Megan le había pedido que fuera a una boda con ella, pero él tenía un torneo de squash aquel fin de semana. Se había ofrecido a asistir al banquete, pero ella se había enfadado mucho.
–¡Eso no es justo, Philip! –gritó roja de ira–. Yo he ido todas las semanas a tus partidos de rugby y, cuando yo te pido que hagas algo por mí, no quieres.
–No es que no quiera, es que no puedo. Si hubiera sido otro fin de semana… pero este no puedo, prometí que jugaría…
–¡Solo piensas en el deporte o en ir al pub!
Philip supuso que la acusación tenía razón de ser en su momento. Cuando era estudiante, formaba parte de casi todos los equipos de deporte y de debate porque se suponía que así debía ser. De hecho, Megan y él se habían conocido en el pub al que iban todos los estudiantes de Medicina. Él iba dos cursos por delante de ella. Habían salido un par de veces solos, pero, mirando atrás, se dio cuenta de que ella tenía razón: casi siempre habían estado rodeados de gente.
En aquella época, había creído que a Megan le parecía bien. Philip tenía toda la arrogancia que da la juventud. Tal vez no le había dedicado el tiempo que se merecía porque se había centrado demasiado en los exámenes y había supuesto que a ella le parecía bien simplemente porque a él se lo parecía.
Recordó que se había disgustado más de lo que habría podido imaginar cuando ella le dijo que no quería volver a verlo. Anduvo unos días cabizbajo pensando en lo ocurrido y, cuando se había decidido a pedirle disculpas, resultó que ella había desaparecido del mapa. Una de sus amigas le dijo que había encontrado un trabajo lejos y le dio un teléfono. Iba a llamarla, pero tuvo exámenes y se le olvidó.
Tras aquellos exámenes, su vida cambió, se aceleró. Conoció a Helen, que era muy diferente a las chicas a las que él estaba acostumbrado. Tenía su misma edad, provenía de una familia rica y tenía su propia empresa de diseño. Se conocieron, se enamoraron, se casaron y se divorciaron en menos de cinco años.
En aquel entonces, pensaba que era amor, pero con el tiempo se había dado cuenta de que había sido química. Buena química, mientras había durado, pero no lo suficientemente fuerte como para sobrevivir al paso del tiempo.
Helen se hartó rápidamente de ser la mujer de un joven doctor que tenía que abrirse camino. Quería mucho más de él, mucho más de lo que él podía darle, así que lo dejó por un rico empresario.
Cuando aquello sucedió, él sintió un inmenso alivio porque lo único que hacían era discutir.
–Helen era demasiado egoísta –le dijo Susan en aquel momento–. Nunca entendió la devoción que sientes por tus pacientes. Quería que estuvieras siempre corriendo tras ella, como un cachorrillo. Estás mejor sin ella, Philip. Encontrarás a alguien pronto.
Pero no fue así. Desde entonces, había evitado las relaciones sentimentales. No es que no hubiera podido olvidar a Helen, aquello no le había costado ningún trabajo, sino que estaba demasiado ocupado con su profesión, que le encantaba, como para arriesgarse a dar con otra como ella.
Tras el divorcio, dejó el trabajo de hospital, se instaló en el campo y abrió una consulta al lado de donde vivían Susan y Mike. Le encantaba ir a verlos, a ellos y a sus dos hijos. Las contadas ocasiones en las que quedaba con alguna mujer era por motivos formales. Susan se solía encargar de organizarle las citas con alguna de sus amigas cuando necesitaba una pareja. Era más fácil así. Por eso, algunos creían que era misógino. No era así. Le gustaban las mujeres, pero quitaban demasiado tiempo. Estaba demasiado ocupado como para pararse a pensar en sus sentimientos.
Aquella tarde, Philip fue a casa de Susan y Mike para cenar con ellos. Mientras conducía, iba sumido en sus pensamientos. Tenía que preguntarle a su hermana a quién podía invitar a la fiesta de Fin de Año de la señorita Rowen…
Se paró en la tiendecita antes de ir a casa de su hermana. Tenía que comprar azúcar y también se llevó el periódico y un par de cómics para sus dos sobrinos.
Llegó a casa de Susan, un edificio antiguo e imponente, con jardín para los niños y cinco dormitorios. Eso dejaba claro cuáles eran sus planes para el futuro. Ya tenían la parejita, pero querían más. Por lo menos, cuatro. Mike Blackwell, su amante y resignado marido, siempre decía que lo iba a arruinar, pero formaban la pareja más feliz que conocía Philip.
A veces, al verlos a todos juntos, casi le daba envidia lo felices que eran Mike y Susan con sus hijos. A él le encantaban los niños, pero Helen siempre se había negado a ser madre. Tal vez, si hubieran tenido un par de críos, no se habría aburrido tanto. En el fondo de su corazón, se alegraba de que lo hubiera abandonado. No se llevaban bien y ni siquiera les gustaban las mismas cosas. Susan tenía razón: estaban mejor separados.
Al entrar, Jodie y Peter salieron a recibirlo entusiasmados. Agarró a Jodie y la zarandeó por los aires hasta que la niña empezó a gritar y, entonces, se puso a gruñirle a Peter como si fuera un oso, lo que desencadenó una pelea de mentira hasta que Susan apareció en busca de los niños.
–¡A ver, monstruos, subid a la cama! –dijo sonriendo–. Pareces cansado, cariño –añadió viendo la cara de su hermano–. Anda, manda a los niños a la cama y tómate una copa.
Tras rebuscar en los bolsillos de su tío y encontrar los caramelos que siempre les llevaba, los niños se fueron a la cama. Les habían dejado quedarse despiertos con la condición de que se fueran a la cama en cuanto le hubieran saludado.
Philip pasó al salón, una habitación acogedora y muy vivida. Como en todas las casas con niños, había libros, juguetes y juegos sobre las mesas y las sillas, aunque habían recogido el suelo para intentar ordenar un poco.
Mike estaba viendo las noticias. Al verlo entrar, apagó el televisor e hizo un gesto elocuente.
–A ver si nos dan una buena noticia de vez en cuando. De verdad que, como vuelva a ver una desgracia más de niños maltratados o algo así…
–Te entiendo. Yo lo veo en el hospital y es horrible. Por cierto, ¿vendrás el miércoles al torneo benéfico de dardos? Te necesitamos en el equipo del pueblo.
–Claro que irá –contestó Susan dándole una copa de vino tinto a su hermano–. ¿Cómo íbamos a dejarte tirado después de todo lo que te has esforzado para conseguir patrocinadores para el torneo? Yo ya tengo quien se quede con los niños y voy a ir a animaros. Me apetece mucho salir.
–Maravilloso –le dijo su hermano–. Por cierto, llega la fiesta de la señorita Rowen y ya sabes que todos los invitados tienen que ir con pareja. ¿Crees que tu amiga June, esa que no habla mucho, querría ir conmigo?
–Pues no creo que pueda ser. Tiene novio y supongo que pasará Fin de Año con él. Iría yo contigo, pero el jefe de Mike nos ha invitado a su casa y tenemos que ir –dijo poniendo cara de pocos amigos. Susan era una mujer guapa, de ojos azules y pelo rizado.
–Bueno, pues piensa en alguien, ¿de acuerdo? –le dijo sonriendo.
No se parecía en nada a su hermana. Él tenía el pelo mucho más oscuro, casi negro, y los ojos grises. A sus treinta y tres años, seguía siendo muy guapo, por lo menos eso era lo que decía su hermana, a quien le parecía que las canas que tenía en las sienes le quedaban muy bien. Estaba delgado y en forma, algo que no le costaba mucho conseguir y que hacía que su cuñado lo envidiara porque Mike tenía que cuidarse mucho para no engordar.
–No se me ocurre nadie, como no sea Anne Browne y no creo que a la señorita Rowne le hiciera mucha gracia que me presentara en su fiesta con la señorita Provocación.
–¿No me digas que todavía te persigue? –dijo Susan con mala cara–. Ya sé que siempre te digo que salgas con chicas, pero ni se te ocurra hacerlo con ella porque te devoraría nada más verte. No es para nada tu tipo.
–Lo sé. Es una especie de devoradora de hombres. Es una pena, porque es una chica encantadora en otros aspectos.
–No sé. Mary se va a Estados Unidos tres semanas a pasar las Navidades y con Beryl fue un desastre la última vez que vino. Me dijiste que no la volviera a invitar. Además, me parece que también tiene pareja.
–Bueno, no pasa nada. Supongo que tendré que arreglármelas yo solo. Siempre puedo llamar a una agencia.
–¡Phil! –exclamó su hermana horrorizada–. No lo harías, ¿verdad? No, claro que no. ¡Siempre me tomas el pelo!
Susan fue a la cocina por la cena mientras los dos hombres se quedaban hablando de la unidad infantil para la que llevaban tanto tiempo recaudando fondos. La señorita Rowen todavía no había donado su parte, pero había dejado claro que lo haría en la fiesta de Fin de Año, un acontecimiento de cierta importancia en el pueblo.
–Se me ha ocurrido alguien. ¿Qué te parece Christine Barber? –dijo Susan al volver a la mesa–. ¿Te acuerdas de ella? Me parece que va a venir a pasar las navidades con sus padres…
–¿La que se ríe como un burro? No, por favor, Susan, no me hagas eso. De verdad, prefiero una agencia.
–Si salieras de vez en cuando con alguien, no te verías en esta situación –apuntó su hermana con el ceño fruncido–. Seguro que habrá alguien en el hospital que te guste, ¿no?
–Bueno… –dijo Philip pensando en Megan, en sus maravillosas piernas y en la estupenda sonrisa que le había brindado a Jennifer–. Podría haber una persona, pero no creo que acepte…
–No lo sabrás si no se lo preguntas –aseveró su hermana suspirando desesperada. Philip era consciente de que, a veces, la sacaba de quicio–. No me habías hablado de esa mujer. ¿Es guapa?
Philip vio un brillo especial en los ojos de su hermana.
–No, no saques conclusiones precipitadas. Solo hemos hablado unos segundos esta tarde, eso es todo. La enfermera Hastings es nueva en Chestnuts… aunque nos conocimos cuando yo estaba en Guy’s hace años.
–Un antiguo amor… –dijo Susan encantada–. ¿Cuándo me la vas a presentar?
–No fue una historia de amor. Éramos muy jóvenes –la corrigió viendo que su hermana estaba, como de costumbre, sacando conclusiones precipitadas–. Solíamos salir en grupo y ella me pidió que la acompañara a una boda, algo familiar, me parece, pero yo tenía que jugar al squash…
–¿La dejaste tirada por un partido de squash? –preguntó Susan sin poder creérselo–. ¿Cómo te negaste a acompañarla a una boda familiar? Me parece un poco egoísta por tu parte. Tú no eres así. Eso no estuvo bien, Phil. Supongo que le habría hablado a su familia de ti y querría que te conocieran. Yo me habría agarrado un enfado de muerte.
–Me dejó. Cuando me dijo que lo nuestro se había acabado, ni siquiera rechisté. Unos días después, la llamé para disculparme, pero me dijeron que se había ido. Para ser sinceros, lo dejé estar. Tenía exámenes y luego conocí a Helen… Que Megan me dejara tal vez tuvo algo que ver con que yo me enamorara tan profundamente de Helen. Tardé muchos meses en encontrar a alguien que me gustara después de que Megan me dejó.
–Tu orgullo… –sonrió Susan–. Siempre has sido un cabezota independiente, Phil. Lo que me extraña es que no tardaras años en pedirle salir a otra mujer. Ya te puedes olvidar de pedírselo a ella. No creo que tenga muy buen concepto de ti.
–Ya… –dijo sintiéndose mal. La boda a la que Megan había querido que fuera con él debía de haber sido importante para ella. Debería haber conocido mejor sus sentimientos–. Me porté muy mal. Le pediré perdón la próxima vez que la vea…
Philip le dio un traguito al whisky que se permitía los días duros, dejó el vaso en la mesilla de noche y se dispuso a hacer unas cuantas flexiones. Aunque su metabolismo quemaba todas las calorías que no necesitaba, gracias a lo cual tenía un cuerpo duro y esbelto, el partido de squash con su amigo Matthew Keane, para el que conseguía sacar tiempo una vez por semana, no era suficiente para mantenerse en forma.
Ya no tenía tiempo de jugar al rugby como cuando era estudiante. Sonrió al recordarlo. Entonces tenía ideales y entusiasmo. Seguía teniendo mucha energía, pero la empleaba en el trabajo. Se movía en un mundo muy diferente: reuniones, acontecimientos benéficos y seminarios ocupaban el tiempo que le dejaban sus pacientes.
Su hermana decía que conseguir quedar con él para cenar era más difícil que concertar una cita con el presidente de una multinacional.
–Deberías tomarte tu tiempo para respirar, como el resto de los mortales –le había dicho algún tiempo antes–. Phil, estás demasiado metido en tu mundo. Deberías dedicar más tiempo al ocio.
Philip sabía que Susan tenía razón. A veces, no tenía tiempo ni para respirar. Por otra parte, así no tenía tiempo para pensar demasiado. El divorcio lo había llevado a meditar sobre los misterios de la vida.
Después del divorcio, se había embarcado en un par de relaciones muy físicas, algo instintivo, como un sentimiento de libertad de haberse librado de Helen, pero ninguna había resultado especialmente satisfactoria. Sin amor, el sexo no era todo lo maravilloso que podía ser. Desde entonces, se había contentado con amistades y con su familia.
Al terminar la copa, Philip pasó revista al día, como solía hacer. Por alguna extraña razón, no pensó en el trabajo sino en un maravilloso par de piernas que salían de un coche.