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Cuando el hacker Tony Barcino recibe el encargo de investigar los archivos de Arcadio Rosales, científico de renombre mundial fallecido en extrañas circunstancias, no puede imaginar que ese trabajo terminará por conducirlo a Pepa, la mujer que pondrá patas arriba su vida. Tony, cínico y osado, no quiere más ataduras que el sexo de una noche, pero Pepa Rosales se revela como una compañera a la altura de sus circunstancias: ella solo quiere que la ayude a hurgar en el pasado de su padre, Arcadio, a fin de dar con una misteriosa mujer de la que este nunca le habló pero que marcó su vida. Lo que ambos hallarán será el rastro de un gran amor que encaminará su investigación hacia las grandes corporaciones que explotan el continente africano en busca de «tierras raras» y a las que Arcadio se enfrentó en la lucha contra el cambio climático. Una lucha que Tony y Pepa no tardarán en comprenderlo, es su legado. En esta novela vertiginosa, en la que nada es lo que parece, con su fina ironía y su prosa certera y precisa, Miguel Pajares, doctor en Antropología Social, presidente de la Comisión Catalana de Ayuda al Refugiado y experto en Migraciones Climáticas, nos sumerge no solo en una trama adictiva, sino en un tema que domina a la perfección: cómo los intereses económicos de las grandes corporaciones inciden en la economía mundial, en la política y, por tanto, en las vidas anónimas de cualquiera de nosotros.
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Miguel Pajares es antropólogo social y presidente de la Comisión Catalana de Ayuda al Refugiado. Su primera novela, Cautivas, publicada en el año 2013, fue finalista al Premio Nadal en su 68.ª edición y al premio a la mejor primera novela de género negro en la Semana Negra de Gijón de 2014. El tema que en ella abordó fue la trata de mujeres. Con su segunda novela, La luz del estallido, continuó cultivando el género negro de denuncia social, adentrándose esta vez en el racismo más extremo. Ha escrito varios libros de ensayo y numerosos artículos. El primero de sus libros, La inmigración en España, se publicó en 1998, y después le siguieron otros ocho títulos, centrados en temas como la lucha contra el racismo, la inmigración, el asilo y los derechos humanos. En los veinticinco años que lleva trabajando sobre esos temas, ha sido asesor o miembro de distintas instituciones, como el Foro para la Integración Social de los Inmigrantes, el Comité Económico y Social Europeo, o el Sistema de Observación Permanente de las Migraciones de la OCDE.
Cuando el hacker Tony Barcino decide asistir al sepelio de Arcadio Rosales, científico de renombre mundial fallecido en un absurdo accidente, no puede imaginar que ello lo conducirá a Pepa, la mujer que pondrá su vida patas arriba, y menos aún que acabará consagrado a la investigación de los archivos del científico.
Tony, cínico y osado, no quiere más ataduras que el sexo de una noche, pero Pepa Rosales se revela como una compañera a la altura de sus circunstancias. En realidad, ella solo quiere que la ayude a hurgar en el pasado de su padre, Arcadio, a fin de dar con una misteriosa mujer de la que este nunca le habló pero que marcó su vida.
Lo que ambos hallarán será el rastro de un gran amor, pero también se verán sumergidos en el contradictorio mundo profesional del científico. Arcadio Rosales había sido el hombre que guio a las grandes empresas multinacionales para que asumieran compromisos en la lucha contra el cambio climático. Sus logros fueron notables, pero Tony y Pepa no tardarán en comprender que su legado es mucho más complejo.
En esta novela vertiginosa, que te arrastra hasta el corazón de África, Miguel Pajares, doctor en Antropología Social y experto en migraciones climáticas, con su fina ironía y una prosa certera y precisa, nos sumerge no solo en una trama adictiva, sino en un tema que domina a la perfección: cómo los intereses económicos de las grandes corporaciones inciden en la economía mundial y contraen la senda para afrontar la emergencia climática.
Primera edición: junio del 2022Primera edición digital: junio del 2022
Para Josep Forment, siempre con nosotros
Publicado por:
EDITORIAL ALREVÉS, S.L.
C/ València, 241, 4.º
08007 Barcelona
www.alreveseditorial.com
© 2022, Miguel Pajares
© de la presente edición, 2022, Editorial Alrevés, S.L.
Printed in Spain
ISBN: 978-84-18584-58-9
Producción del ePub: booqlab
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... habíamos florecido en una infección de contradicciones, nos habíamos encontrado en un laberinto de paradojas sin mirar nunca al suelo, sin mirar nunca al cielo, sin mirar.
ALMUDENA GRANDES,
Castillos de cartón
Todo estaba exquisito. No podía ser de otra manera, ya que el sepelio lo había montado la multinacional en su edificio del barrio 22@ y había contratado al cocinero más famoso de Barcelona. Tony Barcino, con las dos manos ocupadas por sendos canapés, se llevó uno a la boca para coger una nueva copa de cava de la bandeja de un camarero y, aunque resultó ser vino blanco, se la bebió de un sorbo. Se paseaba, comía, se fijaba en la gente y oía retazos de conversaciones. Banales, la mayoría, a su entender. Distintos, si en los corrillos solo había hombres o si había mujeres. «¿La hija?, claro que vendrá», «Sí, está la hostia de buena». «No, del muerto ni puta idea», «Pues se había jubilado, pero mantenía el mejor despacho de arriba», «Sois gilipollas, chicos, Rosales era un dios del Olimpo, que no os enteráis»… Conversaciones en catalán, idioma que Tony ya entendía, y algunas en castellano o en inglés. Él movía la mirada entre los presentes, unos cincuenta, y le parecían arreglados como si estuvieran pasando el casting para El gran Gatsby. Con sus tejanos, no estaba a la altura, desde luego, si bien la americana que se había encajado a última hora, sustituyendo a su habitual cazadora, compensaba un poco el desaliño.
—Qué bonito es un entierro, con sus caballitos blancos y sus caballitos negros…
Tony Barcino frunció el ceño y se giró hacia la voz de su amigo.
—¿Dónde te habías metido, Emilio? Me has dejado tirado nada más entrar. Cuanto antes me presentes a quien sea que vas a presentarme, antes podré largarme de aquí.
—Todo a su tiempo. No te quejarás del ágape.
—No, pero como alguien me pregunte de qué conocía al difunto… Que, por cierto, ni está de cuerpo presente, ni cenizas, ni nada. Qué entierros más raros hacéis en este país.
—El sepelio en el tanatorio se hizo hace tres días. Esto es un acto in memoriam de la empresa, ya te lo dije —respondió Emilio Marina, al tiempo que se atusaba su barba de un par de semanas.
—Ya. ¿Qué decías de los caballitos? —preguntó Tony.
—Nada. Machado. No, Povedano, creo. Veo a todo el mundo trincando.
—No te sigo, Emilio.
Pero Emilio Marina ya no aclaró nada porque por la sala se dispersó un soplo de silencio. Acababa de aparecer una mujer que captó la atención de todos los presentes.
—¿Sabes quién es? —preguntó Emilio a Tony en voz baja.
—No. Y sí me gustaría, ya lo creo.
—Es Pepa Rosales.
Vaya, vaya. Tony Barcino se había especializado en consolar a viudas jóvenes, o no tan jóvenes, en Palermo. Le gustaba asistir a los sepelios de La Familia por si se daba la ocasión. Con veinte años ya lo hacía, y lamentaba que no hubiera tantos entierros como cuando él era niño, a finales de los ochenta y principios de los noventa. Aquella debió de ser una época dorada para los que generosamente prestaban su hombro a las viudas sicilianas, pensaba. Pero en Barcelona solo llevaba un año, y este era el primer sepelio al que asistía. Se sentía desubicado. Aun así, su mente comenzó a trabajar buscando las tácticas adecuadas, teniendo en cuenta que no estaba entre familia, ni sabía si los códigos básicos que manejaba en Palermo servían en Barcelona, ni la viuda era una viuda, sino la hija del finado. Sugerente, eso sí, como ninguna de las viudas que habían transitado por su vida. Y de una edad…, probablemente como la de él, cerca de los cuarenta. Pero su impulso inicial se fue volatilizando al verse incapaz de pergeñar nada que le permitiera hacer una entrada exitosa. Y, además, Pepa Rosales había aparecido acompañada por dos hombres: uno era un negro grande y elegante, de unos sesenta años, con más pinta de confesor que de otra cosa, pero el otro era un tipo de la edad de ella con bastante pinta de marido. Ninguno de los dos se apartó un pelo de la huérfana, mientras los demás se acercaban a saludarla y mostrarle condolencias.
Absorto en esos pensamientos, Tony Barcino tardó un instante en darse cuenta de que Emilio Marina volvía a hablarle.
—¿Qué…?
—¿La ves? —Emilio alzó ligeramente su poblada barbilla en dirección a otro lateral de la sala por el que entraba otra mujer y cinco hombres. Claramente, los hombres solo acompañaban, la que hacía su entrada era ella. Alta, delgada, vestido ceñido en negro, gafas de roja montura, melena rubia y corta curvada hacia el cuello, unos cincuenta años y esos aires desenvueltos de quien está acostumbrada a pisar alfombras recién tendidas.
—La veo. ¿Y?
—Es Dorothy Alan.
—Joder, la abeja reina.
Dorothy Alan era la CEO más influyente que podía estar sobre suelo de Barcelona en ese momento. Consejera delegada de GreenLongings Corp —la mayor multinacional estadounidense empeñada en salvar el planeta—, escuchada y querida en todos los foros de Naciones Unidas que tuvieran que ver con el cambio climático, asidua de las COP y recibida con sonido de trompetas año tras año en Davos. Era la representación más exitosa de cómo se pueden hacer negocios y salvar el mundo al mismo tiempo.
Si en ese momento Tony Barcino estaba en el edificio de GreenLongings Corp, asistiendo al sepelio de alguien que no sabía que hubiera estado vivo, era porque perseguía un particular propósito: que la corporación lo contratara para la gestión de todo su sistema informático. Barcino tenía una empresa de servicios informáticos que ofrecía asesoramiento para los procesos de digitalización y soluciones integrales para todo el sistema informático y de seguridad, incluida la parte contable, los números, como él decía. Sabía que la multinacional había tenido algunos problemas en su proceso de digitalización y se le hacía la boca agua pensando en alcanzar esa diana. Era caza mayor. Naturalmente, hoy no esperaba hablar con nadie del asunto, más allá de saludar a quien Emilio le fuera a presentar, pero este le había dicho que se dejara ver en el sepelio. Y que lo vieran un poco afligido por la muerte de Arcadio Rosales, ingeniero de la empresa, científico de enorme prestigio internacional y muy querido por la CEO norteamericana. De hecho, eso era lo que estaba haciendo el mismo Emilio: dejarse ver. Él también tenía su propia empresa, que daba servicios de gestión del personal a GreenLongings. Tampoco él conocía de nada al científico muerto, pero no quería perder esta oportunidad de saludar a los jefes de la empresa con los que habitualmente se relacionaba.
Los más osados se acercaron un poco a la jefa, aunque la guardia pretoriana con la que había entrado no invitaba al atrevimiento. Ella saludó a cuatro o cinco, pero buscó con la mirada y pareció encontrar de inmediato a su objetivo, ya que se fue directa a abrazar a Pepa Rosales. Enseguida se formó un corrillo impenetrable en torno a las dos mujeres, de modo que los demás asistentes desistieron de acercarse al calorcillo del poder y volvieron a lo que los había ocupado hasta el momento: la comida. Sería eso lo que significaba «trincando», la palabreja empleada por Emilio Marina, pensó Tony.
Y, como su amigo había desaparecido de nuevo, Tony Barcino también volvió a picotear. Se concentró en ello porque ya había perdido toda esperanza, no solo de hacer alguna aproximación a la afligida huérfana, sino también de que Emilio llegara de verdad a presentarle a alguien. Fue al lavabo y allí oyó nuevas conversaciones; sesudas, ironizó para sí, porque básicamente se discernía sobre cuál de las dos estaba más buena, si la gran jefa o la hija del difunto. A él le parecía que no había punto de comparación, pero no quería entrar en valoraciones sobre los gustos de los nativos. Volvió a la sala y a centrarse en la comida.
Y en esas estaba cuando Emilio Marina reapareció, lo cogió por un brazo y se lo llevó sin contemplaciones hacia un tipo de unos cincuenta años, con pantalón gris y chaqueta oscura, notable barriga, cara redonda y completamente calvo que parecía esperarlos. Emilio hizo las presentaciones. Se llamaba Arturo Álvarez Acosta, formaba parte del staff directivo de GreenLongings y era la persona que, según Emilio, podía abrir algunas puertas a Tony. Pero cuando el hombre habló, lo único que llegó a decir fue que lo llamara la semana próxima. Y, dicho eso, le dio una tarjeta y se dio la vuelta.
Tony Barcino tuvo los reflejos suficientes como para hacerlo esperar un segundo, sacar otra tarjeta propia de su bolsillo y dársela. Sus tarjetas ponían «BCN» en letras bien grandes; debajo, «Barcino Computadoras y Números»; un poco más abajo, «Tony Barcino», y, finalmente, una dirección de correo, un número de teléfono y un sitio web.
—Ha conseguido usted componer con su apellido y sus especialidades las siglas BCN de Barcelona, relacionadas además con su propio apellido, Barcino. ¡Qué ingenio!
Sí, ¡qué ingenio! Lo que el tipo no sabía era que este no era un caso de empresa a la que se otorga como nombre el apellido del dueño, sino más bien lo contrario, un caso de apellido adoptado a partir del primer nombre que se le ocurrió para la empresa. En realidad, Tony Barcino ni se llamaba Tony ni se apellidaba Barcino, y el auténtico ingenio había sido conseguir que los sistemas informáticos del Registro Civil de Barcelona, el Ministerio del Interior, el Instituto Nacional de Estadística, Hacienda, el padrón municipal de Barcelona y varios sitios más se tragaran su cambio de identidad, pues de otra manera probablemente ya no estaría vivo. Pero él había sido el mejor hacker de Sicilia, y acaso el de toda Italia, de modo que esas cosas estaban a su alcance.
Arturo Álvarez Acosta se fue sonriendo y Tony dio por supuesto que había hecho una buena entrada. Después vio movimientos que indicaban que iban a hacerse discursos: se dispusieron un par de trípodes con sus micrófonos y hubo una recolocación general de los asistentes, cuatro poniéndose detrás de esos trípodes y el resto en el lado opuesto. Un joven que parecía ejercer de maestro de ceremonias saludó a la concurrencia, mencionó con voz engolada el triste motivo por el que estaban congregados y dijo quiénes serían los oradores. Entre ellos estaba Dorothy Alan, naturalmente, pero el primero que hablaría sería el negro alto y elegante que Tony había visto entrar junto a Pepa Rosales. Lo presentó como Joseph Ilunga, ingeniero de la empresa y buen amigo de Arcadio Rosales.
Joseph Ilunga se movió lentamente hacia el micrófono, miró a los presentes con cierta teatralidad y comenzó haciendo mención a la profunda amistad que, desde hacía años, lo había unido a Arcadio Rosales. Pero ese fue el momento que Tony Barcino eligió para buscar a Emilio Marina y decirle que se marchaba. Se despidió y se dirigió hacia la salida, no sin antes echar un último vistazo a la huérfana y lamentar que este partido no estuviera jugándose en su campo.
Pepa Rosales miraba la pantalla en negro del ordenador portátil de su padre, aunque no la veía, solo pensaba. Estaba arrellanada en la silla del viejo escritorio, la misma en la que tantas veces, durante tantos años, lo había visto a él. Ocupando su silla quería sentir su presencia, pero no lo lograba y ello acentuaba la tristeza que la oprimía desde que él murió, ese jodido desconsuelo por el que llevaba once días vagando.
Se sentía más sola que nunca, y eso que se consideraba bregada en materia de soledad. Su madre murió cuando ella tenía nueve años y, desde entonces, el único pilar de su vida fue su padre. Pero este pasaba la mayor parte de su tiempo en otros países; algo que comenzó cuando se fue al Congo, en 1998, y a ella, con quince años, la dejó al cuidado de una tía. Ahora pensaba que, pese a todo, el vínculo con su padre fue sólido durante muchos años. Él nunca dejó pasar más de dos o tres meses sin venir a verla para estar varios días con ella, fuera cual fuera el país en el que estuviera trabajando. Así ocurrió hasta que ella se casó, a los treinta, pero puede que en ese momento se produjera un punto de inflexión. Después de los seis años que le duró el matrimonio, volvió a la casa familiar con la intención de revivir aquel vínculo, pero resultó que su padre ya se había habituado a pasar muy poco tiempo en Barcelona. Ni siquiera estuvo en casa durante los meses del confinamiento del 2020, confinamiento que ella se tragó solita. En el último año, además, en las pocas veces que se habían visto, él había estado muy poco comunicativo. Bastante abandonada, así era como se había sentido últimamente, la verdad, pero la soledad nunca la había asfixiado como ahora.
Y morirse recién jubilado… ¡Qué ocurrencia! A unos setenta años en los que disfrutaba de plena salud y aires casi juveniles. Un tipo de esos que rompían los esquemas sobre cómo se supone que está la gente a cada edad. Arcadio había dicho que quería quedarse definitivamente en Barcelona. Pepa sabía que la jubilación era un poco teórica, ya que su padre seguiría implicado en todo aquello que lo motivaba —esta misma tarde debiera haber hecho una intervención en un congreso que se inauguraba en Barcelona—, pero ella había contado con que, al menos, estuviera más tiempo en casa. Pensando en eso, recordó que un día, haría ahora unos ocho o nueve meses, en el que ella lo vio especialmente estresado, le pidió que se jubilara y volviera ya a casa, y él, con gesto taciturno, dijo que tenía algo que resolver en África, pero no dijo qué. Aquello fue raro. Dijo «África», no Etiopía, el país donde trabajaba en ese momento. Dijo «África», como si estuviera omnipresente en todo el continente, o como si no estuviera en ningún sitio concreto, en realidad.
Se arrellanó un poco más en la silla, como si cada pensamiento la hiciera descender un tramo por el pozo de su desolación. Y uno que la hundía bastante era su matrimonio. Después de casarse, fue perdiendo las relaciones con sus amigos y amigas porque a su marido no le apetecían los encuentros con las amistades de ella. Pepa, eso sí, había participado en «salidas de chicas», como él lo hacía en «salidas de chicos», pero, mientras las de él se habían hecho cada vez más frecuentes, las de ella habían ido decayendo. Así que, tras el divorcio, no tenía amigas a las que llamar para tomar unas copas el sábado por la noche, y la pandemia aumentó las barreras. Entre sus compañeros de trabajo no le faltaban pretendientes que buscaran sexo, pero ninguno le interesaba de forma especial y, además, le daba una pereza enorme iniciar cualquier fase preparatoria. Antes de la pandemia se había ido a la cama con un par de ellos, y eso había sido todo. En definitiva, la muerte de su padre la había dejado rematadamente sola.
¡Y morirse de esa forma! Atragantado hasta ahogarse cuando comía un pepito de ternera, ¡qué horror! Delante de varios compañeros de la empresa que, pese a los esfuerzos que hicieron para ayudarlo a expulsar el trozo de carne, acabaron siendo testigos de cómo la vida de Arcadio se apagaba. «¿Cuántas veces me dijiste de pequeña que la carne había que comerla a pequeños bocados? ¿Cómo pudiste olvidar tu propio consejo?» Con la vista nublada, a punto estuvo de dar un manotazo a todos los papeles que su padre tenía sobre la mesa, o de pegar un puñetazo sobre el teclado del ordenador.
Volvió al presente. Tenía que levantarse de esa silla y arreglarse un poco.
Hoy comenzaba el CTWC, el Climate Technology World Congress, y tenía que estar allí en menos de dos horas para asistir a la inauguración. Su padre hubiera intervenido en el panel inaugural representando a la IACE, la Asociación Internacional de Ingenieros por el Clima, de la que era su presidente, y Pepa quería estar, aunque no sabía muy bien por qué. Una mezcla de anhelo por notar la presencia de su padre, al que muchos sin duda mencionarían en sus discursos, y acaso también interés por lo que allí se tratara, pues no en vano ella también era ingeniera, aunque no estaba especializada en energías renovables, como su padre, sino en saneamiento de aguas. Además, sabía que su padre, tres o cuatro años atrás, había trabajado duro para que este congreso se realizara; la pandemia lo había puesto en riesgo, pero finalmente se acordó que sería bianual y que su primera edición se haría este año.
El CTWC se había preparado por todo lo alto. Participaban todas las grandes corporaciones multinacionales y otro sinfín de empresas. Iban a presentarse los últimos avances en células fotovoltaicas, colectores termosolares, turbinas eólicas, energía geotérmica, energía mareomotriz, agrocombustibles, hidrógeno y otros sistemas de almacenamiento eléctrico, aplicaciones digitales para las redes eléctricas, sistemas ciberfísicos para la sostenibilidad, modelos de eficiencia energética para todos los sectores, avances en digitalización que sazonaban todo lo anterior, grafeno y otros frontier materials, sistemas para la captación del dióxido de carbono de la atmósfera, geoingeniería contra las radiaciones solares, tecnologías de reciclado de metales críticos… Todo. Todos los avances de los últimos años propulsados hacia el futuro por el CTWC. Además, todas las grandes corporaciones presentaban sus compromisos de reducción de emisiones: quedaría sentenciado que en el 2050 ninguna multinacional estaría emitiendo gases de efecto invernadero. Este congreso estaba destinado a ser la prueba definitiva del compromiso de los mercados con el clima. Las grandes corporaciones trabajando juntas para la transición. La gran esperanza. Ya estaba diciéndose que si el CTWC acababa adoptando una periodicidad anual sería la contraparte de las COP anuales de Naciones Unidas. O, más aún, que convertiría a las COP en una extensión de los CTWC, o en el componente subsidiario necesario para que los gobiernos siguieran la senda que fuera marcando la iniciativa privada. En los próximos años quedaría demostrado, al fin, que el mercado podía salvar el planeta.
Pepa Rosales no tenía muy claro que todo eso fuera verdad. Le parecía un poco exagerado. Tampoco sabía si su padre se lo creía del todo o no, porque hacía más de un año que no le había oído decir ni media palabra sobre el congreso. Hoy, sin embargo, deseaba que todo lo que prometía este congreso se tornara realidad.
En su memoria.
El estand que BCN, la empresa de Tony Barcino, tenía en el recinto del CTWC era pequeño y no estaba muy bien situado, pero los tres empleados que lo atendían no descansaban, porque el público asistente al congreso era abundante. Parecía que en la era pospandemia, que a duras penas se iniciaba, a la gente le encantaba agolparse en los eventos multitudinarios. Tony Barcino estaba a lo suyo, delante de un ordenador, dentro de una minúscula sala interior del estand. Prefería no dejarse ver mucho en la zona de atención al público. No había empresas sicilianas participando en el congreso, pero nunca se sabe quién puede aparecer paseando entre los estands y reconocerlo a uno. También la gente de La Familia hace turismo de vez en cuando.
Así estaba, con todos los dedos correteando por el teclado, cuando se abrió la puerta y apareció Emilio Marina.
—Joder, hay mucha gente en tu estand.
—¿Y a ti cómo te va?
—Fenomenal, también.
Emilio Marina fue la primera persona que Tony Barcino conoció al llegar a Barcelona. Tony contrató un espacio en un edificio de coworking ubicado en el barrio 22@ —un espacio relativamente grande, para poder colocar a una decena de empleados, cuando los tuviera— y resultó que en la misma planta estaba la empresa de Emilio, que se dedicaba a la gestión del personal de cualquier otra que quisiera contratarlo. Se saludaron como vecinos y Emilio se prestó a enseñar a Tony las zonas comunes del edificio; y, cuando ya estaban tomándose una cerveza en una de ellas y Tony le había dicho a qué iba a dedicarse su empresa, Emilio fue el primero en contratar sus servicios porque no estaba muy contento con la infraestructura informática que tenía. A partir de ese día fueron haciéndose cada vez más colegas, ya que tenían la misma edad y una parecida concepción cínica de la vida; a lo que se podría añadir que Emilio era madrileño, algo que, muy vagamente, también lo era Tony. Así, entre ellos se estableció una relación win-win: Emilio ayudaba a Tony a encontrar clientes y este le resolvía los problemas informáticos. Además, tras la apertura del ocio nocturno, habían comenzado a salir juntos y estaban desarrollando ciertas habilidades de cooperación para darse apoyo mutuo en el flirteo. Ambos eran promiscuos vocacionales, podría decirse, aunque la de Emilio era una promiscuidad sobrevenida, fruto de un matrimonio fallido, mientras que la de Tony nacía de las profundidades de su trayectoria vital. En cualquier caso, dos almas libertinas.
—El acto de inauguración está acabándose —dijo Emilio—. El primero que ha intervenido ha sido el vicepresidente de la IACE, un tal David Moore, en sustitución del presidente difunto. Lacrimógeno. Se ha pasado los primeros quince minutos hablando del legado científico que deja Arcadio Rosales, y los siguientes, del personal, como si Rosales hubiera sido amigo de media humanidad. Después han intervenido el conseller de la Generalitat y la ministra. La alcaldesa, por lo que sea, no se ha presentado. Ahora está no-sé-quién de Naciones Unidas y después le toca a Dorothy Alan. Vas a perdértela.
—No pensaba oírla.
—Allí estarán todos los miembros de su empresa. Incluido el Triple A.
—¿El qué?
—Arturo Álvarez Acosta. El tipo al que tienes que ganarte. Lo llaman así.
—No creo que hoy me haga mucho caso. Me dijo que lo telefoneara la semana próxima. ¿Sabe él que lo llaman el Triple A?
—Ni idea. Pero es argentino y de familia militar, o sea que quizás no le moleste.
Tony Barcino no había dejado de teclear, así que la conversación decayó. Emilio se sentó en una silla y ambos estuvieron un rato callados. Hasta que este dijo:
—Además, trabaja para la CIA.
Tony Barcino se giró hacia su amigo.
—¿El Triple A trabaja para la CIA? ¿No trabaja para GreenLongings?
—Ya trabajaba para la CIA en Argentina. Allí lo contrató GreenLongings, y la empresa acabó trasladándolo a Barcelona. Pero aquí va de vez en cuando al consulado estadounidense, y sé de buena tinta que sigue en nómina de la CIA.
—¿Y a la empresa no le importa?
—No sé si lo saben —respondió Emilio, encogiéndose de hombros—. A mí esta información me ha llegado por otro lado. Y, si lo saben… ¿por qué tendría que importarles? La empresa es estadounidense; ya sabes lo jodidamente patriotas que son.
Tony hizo un mohín de desinterés y volvió a girarse hacia el teclado, pero antes de que sus dedos comenzaran a moverse, Emilio le tocó un brazo y, con una sonrisa maliciosa, dijo:
—También he visto a Pepa Rosales en un lateral de la sala.
Tony apartó las manos del teclado.
—¡Qué cabrón eres! Vamos.
Diez minutos después, estaban sentados en ese lateral de la sala de actos, dos filas más atrás que Pepa Rosales. Desde la mesa de oradores, hablaba Dorothy Alan. En inglés.
La norteamericana hablaba pausadamente, pero enlazando las palabras sin interrupción alguna, y movía las manos como si quisiera abrazar a todos los presentes. Tony pensó que sabía captar la atención. Estaba señalando la globalidad de las transformaciones que el mundo está viviendo. Los avances en economía colaborativa, en movilidad compartida, en gestión colectiva de la producción de energía. «Después de haber descentralizado la comunicación, estamos avanzando, a una velocidad impensable hace unos años, hacia la descentralización de la economía. La conexión a la red lo abarca casi todo y está al alcance de todo el mundo. Es horizontal, no vertical, y marca un esplendoroso futuro para el emprendimiento social. Es la democratización de la economía, para lo que resulta clave tanto la digitalización como la capacidad de las empresas para producir su propia energía.» Siguió hablando del rol de su empresa, la primera corporación mundial en energías renovables, dejando claro que su principal vocación era el apoyo a las empresas y a todas las comunidades que quisieran producir su propia energía. Después se internó en las apuestas hechas por su empresa para la electrificación del transporte… Pero ahí fue cuando Tony Barcino dejó de escucharla.
En la mesa de oradores había un famoso cantante, ya excantante, que captó su atención y llevó sus pensamientos a otro lugar y otro tiempo. Tony supuso que estaba ahí salvando el planeta en representación del mundo cultural, pero a él le interesaba por razones muy particulares.
«¡Mi padre!»
Su padre.
Él, en realidad, no tenía ni idea de quién era o había sido su padre. Su madre, una guapa madrileña llamada Dolores, había emigrado embarazada a Sicilia en 1984. En ese mismo año nació él, y su infancia la pasó con plena conciencia de que su única familia era su madre, pese a que por la habitación de ella fueron pasando distintos hombres y algunos incluso lo cuidaron esporádicamente. Cuando empezó a tener uso de razón, también empezó a preguntar a su madre por el padre que le faltaba, pero ella, en lugar de responder a eso, le hablaba de sus años gloriosos en el Madrid de finales de los setenta y principios de los ochenta, de sus pinitos con la música, de su trabajo en la sala Rock-Ola y de sus amistades en la movida madrileña. Los nombres que más repetía coincidían con los vinilos que más pinchaba de la colección que se había llevado de España, y Tony Barcino no tardó en llegar a la conclusión de que él no era hijo del Espíritu Santo y que, entre los cantantes que ella más mencionaba y escuchaba, estaba su padre. Así que comenzó a fijarse en las carátulas de los vinilos y ver si él podía estar hecho a imagen y semejanza de alguno de aquellos tipos. A veces se ponía delante del espejo con la carátula junto al hombro y se pasaba un buen rato observando lo que el espejo le devolvía.
Pero este asunto de la filiación acabó aburriéndolo, sobre todo porque otras cosas comenzaron a captar su interés. Su madre había pasado de ser Dolores a ser Lola, y de ser chica de algunos conspicuos de la movida madrileña a ser novia de distintos soldatos de la Cosa Nostra, lo que para ella fue un modus vivendi y a Tony Barcino le condicionó la adolescencia y todo lo que vino después. Muy pronto empezó a hacer trabajos para alguno de los novios de su madre, al tiempo que concentraba su interés en algo que ella había promovido y que a él no tardó en entusiasmarle: la informática. Durante unos años, Lola tuvo la esperanza de que su hijo acabara siendo un buen informático y se alejase de todo lo que los rodeaba, pero, bien al contrario, las habilidades del joven le facilitaron el ascenso en la escala de rangos, hasta llegar a ser el hombre de confianza de uno de los capos con más poder: Paolo Messina. Aunque ese fue el límite de su carrera, ya que quedó truncada hacía ahora un año, cuando Messina se sintió traicionado por partida doble. Descubrió dos cosas el mismo día: que Tony Barcino le robaba y que se acostaba con su mujer. Las descubrió el mismo día, porque fue la mujer quien se las desveló.
Hacía muchos años que Tony Barcino no pensaba en aquellas carátulas de disco ni en la identidad de su padre, pero hoy tenía allí delante a uno de los cantantes que había estado entre sus opciones preferidas, lo que hizo que rememorase todo aquello y, sobre todo, que se acordase de su madre. Pensó en las poesías que ella escribía, siempre en castellano, y en su afirmación de que había escrito varias letras para algunos famosos de la movida madrileña. Tony conservaba, y de vez en cuando releía, los cuadernos repletos de poemas que ella jamás logró que fueran publicados. Algunos se los sabía de memoria. Pensó también en su muerte, producida tres años atrás en un supuesto accidente. Las habilidades de Tony como hacker le permitieron descubrir que la muerte, en realidad, se debió a los excesos etílicos y violentos de Paolo Messina, el capo que había sido su mentor y ahora era su peor enemigo. Fue entonces cuando se rompieron sus lazos de fidelidad a La Familia e hizo algo que nunca había hecho antes. Jamás había usado sus conocimientos de hacker para robar; esta era una de las tres o cuatro cosas que su madre le había inculcado con firmeza; un principio ético grabado a fuego que incluso a él le resultaba extraño, ya que con los ordenadores había cometido otro buen número de delitos. Sin embargo, con Messina se saltó ese principio y comenzó a llevar a la práctica aquello de «quien roba a un ladrón…», aunque sabía que si era descubierto no tendría ni un minuto de perdón. Como así fue.
Se había ensimismado pensando en su madre, en sus poesías y en su muerte, pero vio que Pepa Rosales se ponía en marcha y concentró su intelecto en el objetivo que tenía para esta noche. La huérfana salió de la sala, y detrás, prestos, Emilio y Tony.
El bar elegido por Pepa Rosales estaba en una zona peatonal del Poble-sec en la que las terrazas se alinean una tras otra en el centro de la calle. La conversación había girado desde el principio en torno al congreso y Pepa decía que no acababa de creérselo.
—Hay demasiado optimismo. Una confianza desbordante —concluyó.
—Mejor así, ¿no? Sin optimismo no se impulsarán los cambios necesarios —replicó Emilio Marina—. Yo no llegué a conocer a tu padre, pero sé que fue uno de los impulsores de este congreso.
—Sí, lo fue. Y deseo de todo corazón que salga bien.
—El congreso es la prueba de que el mundo empresarial se ha puesto manos a la obra de forma decidida en el tema climático —insistió Emilio.
—¿Seguro?
—¿Por qué lo dudas?
Ella tardó un poco en responder, pero al final dijo:
—Es posible que las energías renovables vayan a crecer al ritmo que se ha dicho, pero está por ver si eso hará descender mucho el consumo de combustibles fósiles.
—Una cosa traerá la otra, ¿no? —terció Tony Barcino, que apenas había intervenido—. Bueno…, yo no sé mucho sobre eso, pero supongo que es así.
Pepa lo miró, condescendiente. Tony parecía estar aburriéndose y eso a ella no le interesaba. Temía que en cualquier momento dijera que había quedado con alguien y se largara sin más. Tony Barcino era justo lo que ella necesitaba en este momento. Lo vio en el sepelio celebrado en las oficinas de la empresa de su padre, aunque ese día apenas se fijó en él, pero hoy la suerte había querido que coincidieran a la salida del congreso. Ella salió deprisa, porque no quería que se le acercara nadie de GreenLongings para expresarle condolencias; sin embargo, no le molestó encontrarse con Emilio Marina, al que había conocido un día en el hall de la empresa y había resultado ser un tipo ingenioso, agradable y un poco vivalavirgen. Pero, además, venía con ese amigo de fuerte atractivo que ahora sabía que era italiano. En cuanto intercambiaron las primeras palabras, tuvo la impresión de que Tony Barcino era un canalla que no iba a manifestar la más mínima empatía con la tristeza que a ella le embargaba, lo que, lejos de producirle rechazo, le gustó. De repente, creyó que el azar estaba ofreciéndole una posibilidad de evasión totalmente inesperada y, cuando ya estaban sentados a la mesa del bar, ella había tomado la decisión de aprovecharla: esta noche tenía que tirarse al italiano.
—¿Y tú…? Informático, habéis dicho, ¿no? ¿Trabajas en alguna de las empresas que está en el congreso?
—Tengo mi propia empresa. Hacemos programación para otras empresas, nos cuidamos de los procesos de digitalización, seguridad informática… Estoy en el congreso para captar clientes nuevos, aunque algunas de las empresas que participan ya lo son.
—¿GreenLongings es cliente tuyo?
—No.
«Pues entonces no sé qué hacías en el sepelio de mi padre.»
—No, todavía —añadió Emilio Marina.
«Ah, entiendo.» Pero lo que menos le importaba a Pepa Rosales en ese momento era la empresa y todo lo que tuviera que ver con ella. Así que buscó la forma de avanzar hacia la meta que se había marcado para esta noche.
—Yo podría facilitarte alguna vía de entrada —dijo, y al instante temió haberse puesto roja, ya que sus palabras tenían un doble sentido garrafal que ella no había buscado. Y además había ninguneado a Emilio Marina, pues si se trataba de conectar a Tony Barcino con la empresa, él podía hacerlo y seguramente ya lo habría hecho.
—Lo de la vía de entrada… —dijo el italiano, dubitativo—. Sí, estaría bien…
Pepa Rosales buscó un atisbo de ironía en su rostro, pero no lo encontró.
—Aunque no querría… —continuó Tony Barcino—. No creo que tengas que molestarte con algo así en el momento por el que estás pasando. No hemos hablado de eso, pero… Supongo que lo estás pasando mal. ¿Estabas muy unida a tu padre?
—Sí… Bueno, él pasaba la mayor parte del tiempo fuera, pero sí, lo estaba.
—¿Y tienes…, no sé, hermanos…, más familia?
—No. No tengo hermanos. Y estoy divorciada.
En este punto los interrumpió Emilio Marina, al tiempo que miraba su reloj:
—Chicos, yo tengo que irme. Había quedado a las diez con un grupo de congresistas que ha venido de Londres y ya se me ha hecho tarde. Os invito a lo que hemos tomado, y lo que venga después corre ya de vuestra cuenta.
Esta vez, Pepa Rosales sí detecto ironía en las palabras de Emilio, «lo que venga después». Lo curioso es que lo había dicho mirando a Tony Barcino. «¿Habrán hablado antes sobre mí? ¿Habrá sido uno de esos casos en los que un tío le dice al otro: “Haz lo posible por presentármela”, y el encuentro a la salida del congreso no tuvo nada de casual? Si es así, no sabe Tony Barcino lo fácil que le va a resultar cazar hoy a su presa.»
Estos pensamientos le dieron confianza y fue ella la que, una vez se hubo marchado Emilio, se lanzó a las preguntas personales, y así supo que Tony Barcino era de Milán, que no tenía pareja y que en Barcelona se sentía un poco solo, mientras ella también iba dando abundante información sobre su propia soledad. Hasta que él preguntó:
—¿Y ahora estás instalada en esa casa grande de tu familia?
—Sí, la casa era de mis abuelos y, durante los primeros años de mi infancia, ahí vivimos mi madre, mi padre, mis abuelos y yo. Pero primero murieron mis abuelos y, unos años después, mi madre. Así que mi sensación fue que la casa iba haciéndose cada vez más grande. Por eso te la he descrito como «casa grande».
—Y ahora que falta tu padre, más grande aún.
—Sí. —Pepa se esforzó en evitar toda emoción. No quería que él sintiera compasión y que su plan se fuera al garete.
Hubo unos instantes de silencio, hasta que Tony Barcino se inclinó ligeramente hacia ella, la miró fijamente frunciendo un poco el ceño y entrecerrando levemente los ojos, y dijo:
—Parece increíble que una mujer tan extraordinariamente guapa pueda estar sola.
No fueron esas palabras las que le produjeron un repentino rechazo, sino la mirada y la pose de seductor seguro de sí mismo adoptada por Tony. De pronto, supo que estaba delante de un tipo acostumbrado a que las tías se rindieran a sus encantos, y eso no le gustó nada. De seductores engreídos y dominantes estaba más que harta. Hacía años que los eludía de plano. Pero, un instante después, decidió dar prioridad a sus necesidades fisiológicas. Tras días de opresiva pena y soledad, tenía una necesidad casi vital de descorchar la botella, y el tipo, para qué negarlo, era un bombón.
Así que le siguió el juego. Se inclinó hacia él, como él había hecho antes, le obsequió con una penetrante mirada y una leve sonrisa, y preguntó de forma cadenciosa:
—¿Estás tirándome los tejos?
—Pues… si me lo permites… —No parecía acostumbrado a que le quitaran la iniciativa.
—Entonces no perdamos más el tiempo. Voy a llevarte a conocer esa casa.
Y se levantó de la silla.
A partir de ahí, todo quedó claro. No necesitaron más insinuaciones veladas, ni frases a medio decir. Cogieron un taxi que los dejó en la calle Campoamor del barrio de Horta, delante de una casa rodeada de jardín. Pepa abrió la cancela y después la puerta de la casa. Entraron y, antes de cerrar, ya estaban quitándose la ropa el uno al otro, moviendo las manos como si quisieran comprobar que lo que abrazaban era real y buscando una lengua con la otra con sediento arrebato. De esa forma, lograron cerrar la puerta, traspasar el comedor, subir las escaleras, entrar en una habitación y abatirse sobre una cama.
Pepa Rosales se despertó y miró el reloj. Las tres de la madrugada. Después estuvo un rato observando al tipo que dormía a su lado. Por suerte, no roncaba. Pero tenerlo ahí toda la noche no estaba en sus intenciones iniciales. Ella solo quiso follar y eso ya estaba hecho. Ahora prefería estar sola. Sola con su soledad. ¿Debería despertarlo y decirle que follar no le daba derecho a alojamiento? Por otro lado… Había sido uno de los mejores polvos de su vida, y puede que más adelante quisiera repetir. No debería ser grosera con él. Lo dejaría dormir y por la mañana le pediría educadamente que se largara.
Volvió a pegar la cabeza a la almohada y trató de dormir, pero se dio cuenta de que eso iba a resultarle harto difícil, así que se levantó y se fue a buscar otra habitación y otra cama, que precisamente camas era de lo que más sobraba en esa casa.
Eran las ocho de la mañana cuando Tony Barcino se despertó. Enseguida recordó lo ocurrido y se giró en busca de su acompañante. No estaba. Lo invadió el temor de que se le hubiera ocurrido preparar desayuno para dos. Se arrepintió de no haberse marchado en cuanto ambos estuvieron saciados de sus rabiosos deseos. Él no había querido nunca establecer vínculos que fueran más allá del sexo esporádico, acaso por el tipo de vida que había llevado desde sus tempranos inicios como mafioso, y se aseguraba de no desayunar con ninguna mujer con la que hubiera iniciado la noche. ¿Qué pasó esta vez? Simplemente, que se quedó profundamente dormido, quizás porque el sexo había sido intenso. Esta mujer le gustaba, debía reconocerlo. Motivo añadido por el que tendría que haber salido corriendo de esta cama lo antes posible.
Buscó su ropa por el suelo, pero solo encontró el calzoncillo y los calcetines. Salió al pasillo, vislumbró un lavabo y entró para vaciar la vejiga. Allí vio toallas apiladas y pensó que a Pepa no le importaría que cogiera una para darse una ducha. Ya duchado, se entregó a la labor de seguir buscando su ropa. En el inicio de la escalera localizó su pantalón y se lo puso. Siguió bajando y encontró un zapato; avanzó un poco más y vio la camisa y el otro zapato. Ya solo le faltaba la cazadora.
Desde la puerta de la cocina comprobó que no había desayuno alguno preparado. Menos mal. Se acercó a otra puerta que daba a un estudio. Paredes repletas de libros, un par de butacas y una mesa con enormes pilas de papeles y un ordenador portátil. Allí estaba Pepa Rosales, mirando a la pantalla del ordenador, pensativa.
—Buenos días, Tony —dijo ella, sin apenas levantar la cabeza.
—Hola. Trabajando de buena mañana, ¿no? Pues yo… tengo que irme ya hacia el congreso, así que…
—Vale, sí, ya nos veremos —dijo ella, todavía con la vista perdida en la pantalla.
—Pues, eso, ya nos veremos.
—Sí. Déjame tu teléfono y ya… Bueno, si quieres.
—Sí, claro.
Acabó de traspasar el umbral, se acercó a la mesa y le dio el número a la antigua usanza: cogiendo un bolígrafo de los que había por ahí y escribiéndolo en un papel.
—No te entretengo más, que te veo muy ocupada. —Y se dirigió hacia la puerta.
—No estoy trabajando. Solo intento abrir este portátil.
Tony Barcino se detuvo.
—¿Abrir…? ¿No se deja abrir?
—No sé la contraseña. —Se retrepó en la silla y se giró hacia Tony Barcino—. He probado con dos que creo que se le podrían haber ocurrido a mi padre, pero nada, y estoy pensando… Hay algo que me intriga y querría saber si en el ordenador encontraría la información que busco.
—Algo que te intriga…
—Sí, no sé desde qué país africano vino mi padre. Solo sé que no vino desde Etiopía, que era donde trabajaba. En el sepelio del lunes se lo pregunté a Joseph Ilunga. Te fijarías en él porque fue el primero que habló. Es un ingeniero de la República Democrática del Congo que era amigo de mi padre. Él tampoco lo sabía. Por eso intento… En el ordenador podría haber billetes de vuelo comprados, o tarjetas de embarque…
—¿Y por qué es importante de dónde vino?
—No es que sea importante, pero creo que mi padre tenía una relación en algún país africano. Lo creo desde hace mucho tiempo. Una vez le oí hablando por teléfono con un colega, con el que había trabajado en el Congo, y dijo algo que me dejó muy claro que tenía una pareja. Aquel día me enfadé un poco por el hecho de que nunca me hubiera hablado de ella, pero decidí esperar a que lo hiciera. Sin embargo, pasó el tiempo y, aunque volví a oírle cosas que confirmaban mi sospecha, seguimos sin hablar del asunto. Pero, joder, ahora está muerto y no entiendo por qué nunca me habló de esa mujer.
—Bueno, es agua pasada, ¿no?
—No. Si tenía una mujer en algún sitio, me gustaría contactar con ella.
«Lo de la contraseña podría resolvértelo yo fácilmente, pero no vine aquí para hacerte trabajillos informáticos, ni quiero pasar más tiempo del debido en esta casa.»
—Vale, pues que tengas suerte. Me voy ya.
—Que tengas un buen día —dijo ella, volviéndose hacia el ordenador.
Pero, después de haber recuperado su cazadora y a punto de salir de la casa, Tony Barcino pensó que no estaría mal ayudarla. Lo justificó diciéndose a sí mismo que ella era un recurso que podría servirle para acercarse a GreenLongings. De modo que volvió sobre sus pasos.
—¿Quieres que pruebe yo?
—¿Tienes alguna idea sobre cuál podría ser la contraseña?
—No. Yo lo haré de otra manera.
Pepa Rosales dudó un segundo, pero dijo que sí y le cedió la silla.
Él sacó un USB de un bolsillo de su cazadora, lo insertó y comenzó a mover los dedos sobre el teclado, mientras ella lo observaba desde el centro de la habitación, hasta que Pepa se volvió hacia la puerta y dijo:
—Voy a preparar un poco de café. ¿Quieres?
—Vale.
Casi tres cuartos de hora después, él entró en la cocina y se sentó delante de una taza de café, frente a Pepa, que tenía otra ya vacía.
—Te preparo otro café, que ese está ya frío.
—No, tranquila, también me gusta frío.
—¿Lo lograste?
—Sí. Ya lo podrás abrir siempre sin contraseña.
—¡Genial! ¡Mil gracias!
«¿Se lo digo o no se lo digo?» Tony Barcino había abierto el ordenador en un par de minutos, como había dado por hecho que sucedería, pero después se había entretenido hurgando en sus entrañas. Encontró algo que llamó su atención, y su vocación de hacker lo impulsó a seguir tirando de ese hilo. Fue un reto al que no pudo sustraerse, ya que llegar al extremo del hilo tenía una dificultad muy alta. Pero llegó y descubrió algo importante. Si se lo decía a Pepa Rosales acabaría entreteniéndose más de la cuenta en esta casa, y si no se lo decía era un cabrón. Esto no le importaba mucho, pero decidió decírselo.
—Hay algo más que creo que debes saber.
Ella abrió los ojos, expectante.
—¿Sobre la africana que podría ser pareja de mi padre?
—No, algo muy distinto.
Pepa Rosales frunció el ceño.
—Tu padre sufrió el accidente el 28 de febrero a las dos de la tarde, ¿no? —Ella asintió—. Y tú no estarías aquí a las tres, ¿verdad?
—Claro que no. Estaba yendo al hospital desde mi trabajo.
—Pues a esa hora alguien abrió el ordenador de tu padre. Y no a distancia, sino usando el propio ordenador.
Ella se quedó estupefacta y no dijo nada durante varios segundos.
—Imposible. El ordenador estaba aquí, y de esta casa, aparte de mi padre y yo, solo tiene llave la mujer que viene a limpiar, y ese día no le tocaba. Ni sabe la contraseña.
—Quienes han abierto el ordenador no necesitaban contraseña, ni creo que necesitaran llaves para entrar en la casa. Supongo que se enteraron del accidente de tu padre y aprovecharon para venir, dando por hecho que aquí no habría nadie.
—¿Y qué…? —Pepa estaba blanca. Había cogido la taza vacía con las dos manos y se la había puesto delante de la cara a modo de escudo, como si tratara de protegerse.
—Necesitaría más tiempo para analizarlo, pero, de entrada, he visto que a esa hora se abrió un archivo de texto que estaba en una carpeta encriptada llamada «Informe». Pero ese archivo ya no está en el ordenador.
Pepa se quedó pensativa, con la vista puesta en su taza vacía que ya descansaba de nuevo sobre la mesa.
—Si era un informe…, sería algún trabajo para la empresa… Tengo que decírselo.
Tony notó que Pepa estaba asustada y decía unas cosas mientras pensaba en otras.
—Sí, deberías hacerlo. Bueno, ahora sí que me voy. Si te acercas por el congreso, nos vemos allí, y si no, ya…
—Sí, vale, ya nos veremos.
Tony Barcino apuró el café, se levantó y se dirigió a la puerta de la calle.
—Estoy un poco alarmada —dijo ella con voz trémula desde la puerta de la cocina. Parecía un ruego.
«Estás asustada, y no es para menos. Lo que no te he dicho, ni pienso decirte porque aún me entretendría más, es que el portátil llevaba un mes completamente desconectado de internet, y por eso tuvieron que entrar en tu casa. Tu padre había tomado fuertes precauciones para proteger lo que tuviera dentro. La carpeta a la que han accedido estaba muy bien encriptada; algún informático muy cualificado había asesorado a tu padre sobre cómo esconderla y estaba realmente bien escondida. Los ladrones han utilizado los servicios de un hacker jodidamente bueno.»
—Tranquilízate. Quienes hayan entrado en la casa ya tienen lo que querían. No volverán. Y… Bueno, tengo que irme. Mis empleados estarán ya en el congreso y he de…
—Has dicho que necesitarías más tiempo para analizar mejor el portátil, ¿no podrías llevártelo y hacerlo? Emilio dijo que eres el mejor para estas cosas.
«Joder, ¿al final vas a hacerme trabajar gratis para ti? Ahora estoy concentrado en captar empresas en el congreso, y ya debería estar allí.» Tony Barcino iba a rechazar amablemente la petición, pero los ojos suplicantes de Pepa le hicieron vacilar. ¡Qué ojos! Asustada era aún más guapa. Aceptó llevarse el ordenador.
Se había dicho a sí misma que no quería a nadie en su casa; que quería estar sola, o solo acompañada del recuerdo de su padre; pero ahora que Tony se había marchado, ya no estaba tan segura de que el aislamiento fuera la mejor opción. Temía estar deslizándose hacia la paradoja que ya había sufrido en otros momentos de su vida, cuando la compañía la irritaba y la soledad le generaba desamparo. Que además alguien hubiera violado la privacidad de su casa parecía generarle un nuevo vínculo con el hombre que lo había descubierto, o una desagradable dependencia. Tenía sentimientos encontrados, pero qué demonios, a eso estaba bastante acostumbrada.
Después de desayunar había vuelto a recluirse en el estudio y ahora estaba paseando ante las estanterías y mirando, sin objetivo alguno, los libros de su padre.