EL LIBRO SECRETO DE LOS INVISIBLES - JOHN OSPINA NIETO - E-Book

EL LIBRO SECRETO DE LOS INVISIBLES E-Book

JOHN OSPINA NIETO

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Beschreibung

Perpetuando su llamado a la acción en torno a la inclusión por medio de la diversidad, el doctor John Ospina Nieto debuta en la literatura juvenil mediante El libro secreto de Los Invisibles, un relato fantástico basado en las experiencias de una población tan real, como lo es su lucha constante por la inclusión: los neurodiversos o las personas con condiciones físicas y fisiológicas asociadas al desarrollo –y a la alteración del mismo– en especial, los jóvenes con Trastorno del Espectro Autista, TEA. De la mano de su hijo Juan Diego Ospina Posada, el principal promotor del reconocimiento de la diferencia, el doctor John Ospina Nieto, marca un segundo paso en su avanzada por la dignificación social, dándoles visibilidad a todos los que han pasado como invisibles.

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El libro secreto de los invisibles

© 2023, John Ospina Nieto

© 2023, Intermedio Editores S.A.S.

Primera edición, abril de 2023

Edición

Pilar Bolívar Carreño

Equipo editorial Intermedio Editores

Concepto gráfico, diseño y diagramación

Alexánder Cuéllar Burgos

Equipo editorial Intermedio Editores

Imagen de portada

iStock

Ilustraciones

Juan Diego Ospina Posada

Intermedio Editores S.A.S.

Avenida Calle 26 No. 68B-70

www.eltiempo.com/intermedio

Bogotá, Colombia

Este libro no podrá ser reproducido,

ni total ni parcialmente, sin el previo permiso escrito del editor.

ISBN:

978-958-504-135-6

Diseño epub:Hipertexto – Netizen Digital Solutions

Para María Eugenia, Juan Diego y Gabriela. Y todos aquellos que creen que cambiar el mundo es una tarea imposible……de no intentar.

CONTENIDO

CAPÍTULO I

EL ATAQUE DE LOS INVISIBLES

CAPÍTULO II

LO RESOLVEREMOS

CAPÍTULO III

LA CLAVE ESTÁ EN EL FARO

CAPÍTULO IV

UN PUNTO EN LA NOCHE

CAPÍTULO V

UNA GRAN ‘I’

CAPÍTULO VI

MI NOMBRE ES AREDADREV NOISULCNI

CAPÍTULO VII

UNA HISTORIA LARGA DE CONTAR

CAPÍTULO VIII

LA HISTORIA DE NOISULCNI Y AIRTEMIS

CAPÍTULO IX

ESTAMOS CERCA DE ENCONTRARLO

CAPÍTULO X

EL OTRO MONUMENTO

CAPÍTULO XI

UNA REUNIÓN DE SIETE HORAS

CAPÍTULO XII

¡O SOMOS INVISIBLES, O SOMOS HÉROES!

CAPÍTULO XIII

UNA TAREA CUMPLIDA Y OTRA MÁS POR REALIZAR

CAPÍTULO XIV

UNA BREVE PAUSA EN LA AVENTURA

CAPÍTULO XV

EL VIAJE DE NOISULCNI

CAPÍTULO XVI

EN RÍO REVUELTO…

CAPÍTULO XVII

JUICIO ILÓGICO A LA LÓGICA

PARTE I

CAPÍTULO XVIII

LA INCREÍBLE PIEZA SUELTA

CAPITULO XIX

JUICIO ILÓGICO A LA LÓGICA

PARTE II

CAPÍTULO XX

ADIÓS A UN GRAN HOMBRE

CAPÍTULO XXI

ELECCIONES ESCOLARES

CAPÍTULO XXII

VEREDICTO Y SENTENCIA

CAPÍTULO XXIII

UN FINAL QUE NO TIENE FINAL

CAPÍTULO I

EL ATAQUE DE LOS INVISIBLES

La pequeña villa Etneyulcxe, aquella famosa por sus campos verdes, sus espectaculares atardeceres, su aire puro, sus caminos limpios y su cielo azul, se encontraba sorprendida por los sucesos de los últimos días. Todos los medios de comunicación, como la prensa, la radio, la televisión, las redes sociales y la informal voz a voz hablaban de los acontecimientos y no paraban de referirse a ellos. Era lo más comentado en las redes sociales y en las conversaciones en general. La comunidad estaba muy sorprendida; habían sido ocho días llenos de intriga, de sorpresa.

“¿Y ahora qué sigue?”, se preguntaban. Y todos hablaban de lo mismo, de esos extraños sucesos.

Esta era una pequeña ciudad realmente tranquila, ubicada en el Valle de los Selaugi, en la zona costera de un país de gente ordenada, emprendedora, motivada, trabajadora, de pocas preguntas; un país que todos los días se levantaba y se acostaba conservando siempre sus rutinas diarias y en el que la gente realizaba sus actividades de una forma disciplinada y ordenada, casi metódica.

Un lugar conocido como el país de los Selaugi. Allí, donde la fresca brisa del mar empujaba las olas hacia el borde de los acantilados y sus playas de arena gris invitaban a la meditación y al descanso de propios y extranjeros, algo inusual estaba ocurriendo.

Ocho días atrás, la calma y la cotidianidad de esta pequeña ciudad habían sido interrumpidas, y muchos comentaban que la revolución había comenzado. Un gran símbolo había aparecido en la entrada del colegio de aquella comunidad: una sábana blanca de más de cinco metros de longitud y tres metros de ancho, que tenía estampada una letra ‘I’ de color rojo y de estilo itálico, apareció frente al gigante portón de madera que daba la entrada a la única escuela del pueblo.

Allí, colgada de la estatua que rendía homenaje a la fundadora de aquella institución, la profesora Airtemis, se encontraba ese símbolo que se ondeaba al compás de la brisa del otoño costero ante los ojos incrédulos y estupefactos de los moradores. Este sería el inicio de una serie de eventos extraños que aterrarían a toda la comunidad, la cual nunca volvería a ser la misma.

Las noticias de la mañana, de la tarde y de la noche de los últimos días trasmitían y hablaban acerca de lo mismo, de aquellas extrañas letras ‘I’ que iban apareciendo cada día en los símbolos importantes de la pequeña villa.

Primero, fue en la entrada de la escuela; dos días después, en la entrada de la biblioteca; dos días más tarde, en el parque infantil; y ahora, cuando los ojos de la ciudad y el país estaban observando estos extraños sucesos y las cámaras de los reporteros del mundo llegaban, un periodista se percató de una nueva señal.

Desde su helicóptero de reportaje vio cómo en el piso de la plaza principal, frente a la alcaldía, se encontraba grabada una nueva ‘I’ itálica roja, igual a las demás, o quizás más grande que las anteriores y que se veía desde el cielo. La transmisión en vivo de este reportero impactó aún más a los habitantes, ya preocupados por los acontecimientos inusuales.

Era casi increíble que esto sucediera allí. Podía pasar en cualquier parte del mundo, menos allí. Por eso, los reporteros y los periodistas, enviados especiales de los medios locales nacionales e internacionales, cubrían la noticia, por demás sorprendente. La habitual calma y la amena convivencia de este pequeño y paradisíaco rincón del mundo habían sido interrumpidas por algo que, si bien no era un crimen, ni algo que se le pareciera, generaba emociones de sorpresa y asombro en todos los habitantes de la región.

Roberto, el periodista que desde aquel helicóptero azul y blanco enfocaba aquella extraña I, se preguntaba una y otra vez en su transmisión en vivo:

“¿De qué se trata todo esto? ¿Qué significan estos símbolos?”

Los canales transmitían y repetían sobre esta nueva aparición. Mientras el camarógrafo enfocaba desde el aire, el periodista decía: “Una vez más, la ciudad ha recibido otra sorpresa de estas misteriosas y gigantes letras. ¿Se tratará de una campaña de expectativa? ¿Será una revolución, como muchos piensan?”

Y eran las mismas preguntas que se hacían algunos en la ciudad; otros hablaban de que alguien quería burlarse de los pobladores, pero, en general, pocos se atrevían a opinar en voz alta.

Mientras esto sucedía, en su casa observando la televisión, como la mayoría de los pobladores se encontraba Arturo. Aquel anciano de barba blanca y larga, con la mirada por momentos perdida, observaba desde su silla de ruedas cómo se repetía la noticia una y otra vez acerca de aquellas extrañas letras y símbolos; esbozando una sonrisa en su rostro se dirigió a su nieto que lo acompañaba:

—Joaquín, ha vuelto a suceder, están acá de nuevo.

— ¿Quiénes, abuelito? —preguntó Joaquín.

—Los invisibles, hijo —le respondió Arturo.

— ¿Quiénes son los invisibles? ¿Los conoces? ¿Acaso sabes de verdad quién está haciendo esto? —interrogó de nuevo el niño.

Su mirada otra vez se perdió enfrente del televisor y con una respuesta incoherente, como las que daba desde hacía algún tiempo, producto de su demencia senil, le respondió:

—No, Joaquín, gracias. Yo ya comí.

El niño, un poco extrañado y muy pensativo repetía las frases que su abuelo le había mencionado y corrió a contarles a sus padres, pero la respuesta fue obvia:

—Tú sabes que el abuelo no está bien de la cabeza. Dice cosas sin sentido —le contestaron.

— ¡Pero lo sentí real y conectado! ¡De verdad él sabe quiénes son! —repetía el niño.

— ¿Por qué no sigues viendo la televisión? O ve a leer algo. Mañana tampoco irás al colegio, pero aprovecha el tiempo —fue la respuesta final en esta corta conversación.

Simultáneamente, en el ancianato de aquella pequeña ciudad, un par de personajes de cabellera blanca y de profundas arrugas marcadas en sus rostros sonreían mientras veían aquella noticia. Cómplices, sus miradas se cruzaron y dijeron: “Han regresado”.

Sonrientes, sus ojos brillaron como no sucedía en muchos años y, admirados por la noticia, se fueron a descansar como hacía mucho tiempo no lo hacían.

La mañana siguiente, después de tomar el desayuno, el par de ancianos recibieron la visita de sus nietos. Sus rostros se veían felices, no solo por el encuentro familiar con los niños, sino por la noticia del día anterior.

Lucía y Pedro, quienes casualmente eran amigos en el colegio, llegaron alegres y se dirigieron a las habitaciones de cada uno de sus abuelos, quienes la noche anterior habían recibido lo que para ellos era la mejor noticia de los últimos años.

—¿Cómo te fue esta semana en el colegio? —le preguntó Luis a Lucía, su nieta.

—La verdad no muy bien —respondió la niña—. ¿Sabes? No hubo clases. Desde que las extrañas letras aparecieron, cerraron la escuela y nos ordenaron algunas tareas para hacer en casa. No he visto a mis compañeros en esta semana, aunque sé que todos hablan de lo mismo, pero en voz baja —aseguró Lucía.

El anciano miró a la niña y le dijo:

—¿Sabes algo, hija? Yo sé quiénes lo hicieron.

—¿Quiénes? —le preguntó ella.

—Los invisibles, son los invisibles, hija —respondió el abuelo.

Cinco habitaciones separaban esta escena del encuentro entre Pedro y Martina.

—Abuela, ¿cómo estás? ¿cómo pasó tu semana? —le pregunto el niño.

—Bien, hijo. Fue una semana llena de emoción y noticias. ¿Viste lo de las letras? -le susurró la anciana a su nieto-.

—Claro, abuela. ¿Quién no? Todos hablan de esto, todos están sorprendidos —respondió el niño.

—Pues te voy a contar algo, pero no le puedes decir nada a tus padres —dijo la abuela.

—La verdad yo no tengo secretos con ellos —respondió el niño con cierta incertidumbre en su rostro.

—Eso es verdad, y está bien… —dijo Martina.

Ambos callaron, pero después de un breve silencio Pedro le dijo:

—Pero dime, abuela, dime. Al fin de cuentas, ellos no me van a creer…

Ella sonrió y le dijo:

—Yo se quiénes pusieron las letras.

—¿Quiénes, abuelita? —preguntó asombrado el niño.

—Los invisibles —respondió la abuela.

La visita terminó una hora después y los niños salieron a encontrarse con sus padres, quienes conversaban en el salón con otros hijos de los ancianos que allí vivían, y que también estaban compartiendo con sus nietos, todos hablaban del mismo tema.

Ambos niños salieron, y, después de despedirse, se subieron en los puestos de atrás de sus carros, ninguno se percató de la presencia del otro, pero los dos salieron igualmente pensativos e intrigados con las conversaciones que habían tenido con sus familiares.

Esa tarde, algo inquieto por la conversación, pero animado, Joaquín salió al parque a jugar con sus amigos. Allí se encontró con Lucía y con Pedro; los tres se divertían y corrían, pero todos con sus pensamientos en algo diferente.

Además de pensar en lo sucedido en la semana y en las conversaciones con sus abuelos, se preguntaban en dónde estaría María, la otra amiga del grupo. De repente, un silencio los separó, y después de un par de segundos, casi al unísono dijeron: “Tengo que contarles algo…mi abueee…”

Todos se detuvieron y se miraron fijamente. Los tres coincidían en lo que querían decir:

—Dilo tú primero —dijo Pedro.

—No, dilo tú, dilo tú… —rogaba Joaquín.

—Primero las damas —dijeron los dos.

Ninguno se atrevía, pero finalmente Pedro habló:

—Bueno, lo diré yo: mi abuela dice que esto ya había sucedido y que la situación seguirá empeorando —explicó con voz temerosa.

—Algo igual me dijo mi abuelo Luis —aseguró Lucía—. Además me dijo que buscara al inspector… Y nuevamente al unísono los dos dijeron:

— ¡Noisulcni!

Los tres, asombrados, interrumpieron su conversación y salieron corriendo en busca de su amiga María; querían contarle lo sucedido. Llegaron hasta la puerta de su casa y tocaron el timbre. Cuando la madre de María los recibió en la puerta, le preguntaron si su amiga podría salir a jugar con ellos. A lo que la señora contestó:

—La abuela Lucrecia está muy mal, y María está leyéndole un cuento en este momento, pero entren —asintió la señora.

Los tres ingresaron, subieron lentamente por las escaleras y vieron cómo, ya habiendo terminado de leer el cuento, María le daba un beso a la anciana y le decía:

—Descansa, abuela…

—No me queda mucho tiempo, pero me iré feliz, ellos han regresado —respondió la anciana.

— ¿Quiénes? —preguntó Lucía.

—Los invisibles. Ellos volverán a hacer presencia. Busca al inspector Noisulcni que él te ayudará a encontrar el libro secreto.

— ¿De qué hablas, abuela? ¡Mamá, la abuela está diciendo cosas! —gritó María.

—Shhhhhh… El libro secreto está en el colegio; allí reposan las fotografías de todos y cada uno de los que hicieron parte del club de los invisibles, y sus historias están escritas con su puño y letra. Encuéntralo, hija; solo el inspector Noisulcni podrá resolver el misterio, ayúdalo hija, ayúdalo —añadió Lucrecia.

Estas fueron las últimas palabras que escuchó María de su abuela, que falleció unas horas después. Al siguiente día, María asistió con su familia a los actos fúnebres en los que estuvieron acompañados por los familiares y algunos amigos.

Esa tarde, después del entierro, al regresar a casa, allí, en los columpios oxidados de aquella vieja casona, los cuatro amigos reunidos indagaron a María acerca de lo que habían presenciado.

—¿Qué te dijo? —le preguntó Joaquín.

—No mucho, fue algo extraño, muy extraño.

—A todos nos ha pasado algo extraño esta semana y creo que está relacionado —aclaró Pedro.

Mientras la tarde se convertía en noche, y sentados en los viejos columpios que estaban adornados por un tapete de hojas rojizas que caían de los árboles, conversaron del asunto y decidieron hacer caso a sus abuelos, si bien sus padres coincidían en que eran cosas de ancianos.

CAPÍTULO II

LO RESOLVEREMOS

Los cuatro amigos, que tenían entre doce y trece años, sellaron un pacto aquella tarde. Frente a aquella vieja casona y en un abrazo fraternal decidieron intentar resolver el misterio.

En ese parque infantil, estaban Pedro, María, Joaquín y Lucía, abrazados, comprometiéndose a investigar acerca de este asunto; sabían que algo grande sucedía; sabían que no era un juego, que no era cosa de niños, ni mucho menos “cosas de ancianos”.

Estaban seguros de que esta revolución, como algunos la llamaban, era algo importante y que sus abuelos tenían mucha información al respecto.

El momento fue interrumpido por el llamado de los padres de Joaquín e inmediatamente por los de Lucía y de Pedro. El mensaje era el mismo:

“Niños despídanse; María debe descansar y ustedes también, ya está tarde”.

Con una despedida inconforme, lánguida pero muy cómplice acordaron reunirse el siguiente día en el colegio.

Joaquín regresó a casa. En el camino, mientras miraba por la ventana del puesto trasero del vehículo, iba pensando en todo lo que quería hablar con su abuelo.

Al llegar, subió rápidamente por las escaleras y llegó hasta donde él estaba. Realmente tenía muchas preguntas para hacerle, y allí, en su silla de ruedas, interrogó al abuelo Arturo de una y otra forma acerca del tema:

—Abuelito, ¿cómo estás? ¿Viste las noticias? ¿Apareció alguna nueva señal? ¿Te acuerdas de los invisibles? ¿Quiénes son? —preguntó el niño.

—Hola, hijito. No, gracias, ya me bañé —fue su respuesta.

Y continuó: ¿De quiénes? ¿De los imperdibles? No, hoy no han dado noticias —terminó riéndose el abuelo.

Todas las respuestas eran confusas y sin coherencia. Parecía que la conversación no tendría ningún sentido ni futuro. De repente, Juan, el padre de Joaquín, entró en la habitación:

—Hijo, te he dicho que no molestes al abuelo; él está mal y debe descansar, al igual que tú. En las noticias informaron que mañana tampoco habrá escuela, pero ve a descansar.

— Sí, señor —respondió el niño.

Le dio un beso al abuelo y le dijo:

—Descansa.

Pero antes de salir de la habitación, y casi a manera de secreto, le preguntó al oído:

— ¿Conoces al inspector Noisulcni?

El anciano se quedó mirándolo fijamente; sus ojos brillaron, movió la cabeza asintiendo y respondió:

—Sí lo conozco, y tú también lo conoces—dijo en voz baja.

Joaquín no necesitaba más respuestas, era quizás lo que estaba esperando; salió rumbo a su habitación y, en medio de la noche, al igual que sus tres amigos, se quedó en su cama pensando en todo lo sucedido y en la información que tenían.

La mañana de aquel lunes tendría escenas similares. Los cuatro niños, despiertos, atentos y listos, así no hubiera clases, estaban sobre la mesa del comedor tomando apuntes y preparados para reunirse con sus amigos.

En casa de Pedro y de Lucía las conversaciones incluyeron una pregunta común para sus padres: “¿A qué hora visitaremos a los abuelos el domingo?”. La respuesta fue la misma: “Este fin de semana no iremos”. Los niños, extrañados por la negativa, siguieron en su labor de alistarse.

Los cuatro salieron de sus casas. María, de la casona de su abuela, donde se había quedado la noche anterior; Lucía y Joaquín, del condominio cercano donde vivían y Pedro, de su apartamento. Muy puntuales, llegaron al parque para cumplir la cita a las diez de la mañana. Ahí, en aquel lugar de juegos infantiles, de grandes recuerdos y ahora su centro de operaciones, con libreta y lápiz en mano, cada uno llevaba ideas para organizar y concretar esta investigación que iniciaría como una aventura pero se tornaría en algo mucho más que esto.

Las noticias del día no registraban ninguna nueva información. Los magazines repetían las novedades de la semana anterior y, aunque era lunes, la escuela continuaba cerrada por recomendación del director y del alcalde. Era obvio que, por el patrón que habían presentado las apariciones anteriores, una nueva ya debería haberse dado, pero todo indicaba que no, o por lo menos aún no se había publicado nada al respecto.

Los cuatro amigos reunidos comenzaron por saludarse, y por preguntarle a María cómo estaba. Ella respondió que bien, aunque casi no había podido dormir pensando en lo que su abuela le había dicho. Los otros tres comentaron que igual situación había pasado con ellos. Así dieron inicio a su reunión.

Abrieron sus libretas y comenzaron a registrar lo que hasta ese momento conocían y a realizar una lluvia de ideas. Joaquín tomó la palabra y dijo: “Amigos, para resolver este misterio, lo primero que debemos hacer es entender qué significan las extrañas letras ‘I’ y quién las está escribiendo. En segundo lugar, es claro que nuestros abuelos tienen información y conocen lo que sucede; debemos obtenerla de algún modo. Al parecer esto ya había sucedido, debemos descubrir cuándo fue y, finalmente, debemos averiguar quién es el inspector Noisulcni, dónde lo encontramos, y cómo podrá ayudarnos, o nosotros a él”.

Todos atentos tomaron nota, como si estuvieran en la clase de español o de matemáticas. Después de esto Lucía dijo: “Es correcto lo que dices. También he pensado que debemos hablar con nuestros abuelos para conseguir más información”.

María, con signos de tristeza, agachó la cabeza; el fallecimiento de su abuela estaba muy reciente. Joaquín agregó: “Pero mi abuelo no está muy bien y dice cosas sin sentido”. Y Pedro continuó: “Lo sabemos, yo estoy de acuerdo con Lucía, pero mis padres decidieron no ir a visitar a mi abuelo este fin de semana”. “Lo mismo dijeron los míos. ¡Qué extraño!”, exclamó Lucía. Joaquín de nuevo tomó la palabra y dijo: “Si los cálculos no me fallan, ayer debería haber aparecido otra letra ‘I’, pero no fue así. La primera apareció el sábado en el colegio; la segunda, el lunes, en la biblioteca; luego el miércoles, en el parque y el viernes en la plaza principal. Ayer domingo se esperaba otra, pero no apareció. ¿Será que esto ya se terminó? ¿Será que no hay tal misterio, que no hay tal revolución?”.

Lucía interrumpió y dijo: “Eso no es del todo cierto. Ayer, en la ceremonia en la que despedimos a la abuelita de María, vi en el espaldar de las sillas de la iglesia una letra ‘I’ similar a las anteriores, pero grabada en la madera”. Pedro y Joaquín comentaron que ellos habían observado lo mismo. Ante su extrañeza, rápidamente entendieron lo que debían hacer.

Tomaron sus bicicletas y se dirigieron hacia la pequeña capilla del singular pueblo. Allí, de manera respetuosa se dieron la bendición y luego entraron. Se dividieron en dos parejas: las niñas entrarían por el lado derecho y los niños, por el izquierdo. Revisaron los espaldares de todas las sillas y todas, para su sorpresa, tenían la misma marca: una ‘I’ itálica grabada en la madera.

Entonces salieron en silencio. Era claro que ahí estaba la nueva señal, pero no sabían qué hacer con la información. Sus dudas eran si deberían comentarlo o no; si deberían reportarlo a las autoridades y a los medios o guardarse esa pista para su propia investigación. Decidieron por lo pronto hacer un pacto de silencio y regresar a sus casas, pues ya era hora del almuerzo y no querían levantar las sospechas de sus padres, eso sí, acordaron ponerse en contacto por la tarde para seguir buscando y organizando la información.

En sus casas, fingiendo su rutina normal y viendo la televisión, los cuatro amigos se enteraron de que, dadas las investigaciones y la ausencia de nuevas señales, la escuela reabriría.

Era una sensación ambigua, pues nunca antes habían tenido tantos deseos de asistir al colegio. En ese lugar se había iniciado todo este misterio y ellos tenían que estar allá para reunir pistas y evaluar la escena; realmente estaban contentos de volver a clases, tenían la excusa perfecta para seguir en su aventura y además podrían estar juntos para continuar su tarea.

Así que, alistaron sus maletas, organizaron sus libros, reunieron sus apuntes y se despidieron de sus padres, no sin antes hacer una oración y pedir claridad para ver lo que estaba sucediendo.

Joaquín, antes de dormir, invitó a sus amigos a través de una aplicación en su teléfono celular y escribió: “He creado este grupo para que estemos en contacto y reunamos todas las pistas por acá. Descansen, mañana tendremos un largo día, pero estoy seguro de que este misterio lo resolveremos”.

CAPÍTULO III

LA CLAVE ESTÁ EN EL FARO

Los cuatro amigos madrugaron para ir a la escuela. Antes de las seis de la mañana ya estaban listos, bañados, vestidos y dispuestos; la ansiedad por llegar hasta el lugar donde había iniciado todo este misterio los había despertado temprano.

Los cuatro tomaron rápidamente sus maletas, sus refrigerios, las libretas de apuntes, se despidieron de sus padres y salieron presurosos en sus bicicletas rumbo a la escuela. Querían ser los primeros, no querían omitir detalles ni permitir que cualquier evidencia pequeña fuera alterada por sus compañeros. Su sorpresa fue enorme cuando al llegar a la institución se percataron de que muchos compañeros habían llegado temprano a ‘estudiar’. “Lo sospeché”, les dijo Joaquín a sus amigos.

Sin bajarse de las bicicletas, con un pie en un pedal y el otro en el piso, contemplaban la estatua en donde había aparecido la extraña señal.

La escultura en bronce y hierro representaba la figura de la profesora Atcefrep Airtemis, quien había fundado la escuela y se había convertido en un ícono en la comunidad.

Era una estatua en la que se la veía con sus anteojos redondos, su cabello recogido y que sostenía en su mano izquierda un libro que decía Auqualitatem, Scientia, Qualitas, Perfectum, los cuatro principios que regían a la institución educativa y a la sociedad.

En su mano derecha sostenía una antorcha, la cual se encendía solamente cada año durante la semana en que se conmemoraba la fundación de la escuela. Allí estaban los cuatro niños contemplando aquella imagen mientras escuchaban el murmullo de sus compañeros, quienes hablaban sobre todas las hipótesis, las suposiciones y sobre lo ocurrido la semana anterior.

Los profesores y las directivas, así como los padres de los alumnos que llegaron hasta ese lugar, como era de esperarse, trataban de no hablar del tema. Y a quien lo insinuaba, le respondían que se dedicara a estudiar y que no perdiera el tiempo con fantasías y juegos.

El llamado a clases llegaría como era costumbre a las 7:15 de la mañana. “Todos a sus salones”, era la frase que repetían en los pasillos de la institución los profesores y tutores de la escuela, y todos de manera obediente se dirigieron hacia las aulas, inclusive los cuatro amigos, quienes antes de entrar volvieron a reunirse. Allí, Pedro les diría: “Bueno amigos, estemos atentos a cualquier detalle, en verdad hoy comienza esta investigación”.

Las clases transcurrieron de manera normal. Disciplinados, atentos e interesados, casi todos los alumnos recibieron la información de parte de sus instructores. El día, aparentemente convencional, sería interrumpido por un anuncio del director a través de los altavoces de las aulas:

“Se convoca a todos los alumnos y profesores a una reunión especial en el auditorio a la 1:30 pm, después del almuerzo”.

La citación, que era una aburrida convocatoria para casi todos, resultaba interesante para los cuatro amigos.

La hora del almuerzo llegó y los cuatro amigos, en la misma mesa, comentaban acerca de la reunión que se daría unos minutos después, pero con preocupación también hablaban acerca de la ausencia de nuevas pistas, o de otra información acerca de las extrañas letras.

Aunque todo parecía normal, una tensa calma enrarecía el ambiente; el almuerzo terminó y de manera ordenada llegaron al auditorio todos los miembros de la comunidad educativa a escuchar al director, el profesor Rotcer quien, de pie, erguido sobre la tarima de aquel teatro, dijo:

“Apreciados alumnos: para nadie es un secreto lo que ha sucedido en estos últimos días. Nuestra comunidad, por cierto bastante tranquila, ha visto cómo tal vez un juego de adolescentes, o quizás una broma pesada de alguien, logró perturbar no solo las clases durante una semana, sino, además, la vida de esta ciudad. No podemos tapar el sol con un dedo, por eso estamos acá para hablar sobre este asunto”.

Acto seguido, continuó diciendo:

“Estamos convencidos de que realmente no es nada diferente a un juego. A aquellos que han hablado de conspiración, de revolución, de misterio, déjenme apagarles el fuego de la curiosidad; no voy a cultivarles su vocación de detectives, y quiero informarles que no existen tales historias misteriosas. Quiero comentarles, además, que la pérdida de las clases de la semana anterior será compensada durante los descansos y saldremos a vacaciones unos días después de lo programado para no alterar el cronograma académico”.

La inconformidad de los alumnos fue calmada rápidamente por los profesores quienes entre los pasillos del auditorio silenciaron cualquier intento de ruido. “A sus salones y en silencio”, repetían mientras los alumnos regresaban aburridos, casi sin derecho a musitar palabra.

El día terminó más rápidamente de lo esperado, y los cuatro amigos, que querían quedarse un poco más y revisar el lugar de los hechos, fueron desalojados de las instalaciones por el conserje. “Vayan a sus casas, vayan a descansar y a hacer sus deberes”, ordenaba el personaje.

Entonces salieron molestos de aquel lugar. La brisa otoñal de la tarde los obligaba a utilizar chamarra, guantes y bufanda. Allí, antes de irse, contemplaron otra vez la imagen de la estatua en la entrada de la escuela; algo les decía que les podría aportar información, pero no sabían qué podía ser. María interrumpió la escena y les dijo: “Vamos a casa, antes de que el frío aumente; la verdad, tenía mucha expectativa por lo que pudiera suceder hoy, pero nos vamos con las manos vacías”.

“Es cierto, pero no te olvides de que mañana, si el patrón se cumple, debe aparecer una nueva señal” —añadió Joaquín.

En sus casas, meditando acerca de todo lo acontecido y ansiosos por que llegara el siguiente día, o por obtener nuevas pistas, pasaban los canales de la televisión buscando datos al respecto. Ninguno emitía una sola noticia, parecía que ya todo se hubiera olvidado, y no era extraño. En aquella comunidad así sucedía; las noticias pasaban de moda tan rápido como el vuelo de un colibrí; la atención de los medios estaba ahora centrada en el clima y la posible tormenta que podría afectar la región. Solo en un periódico local, una pequeña nota en las páginas interiores, muy cerca de los anuncios clasificados, titulaba: “Ni una sola ‘I’”.

El reportero hacía clara mención de la ausencia de más símbolos y al hecho de que el domingo, como era de esperarse según el patrón presentado, no hubiera aparecido ninguna letra más. Cerraba su columna con una frase contundente: “Una semana convulsionada que se queda en el misterio”. Joaquín recortó la noticia y la pegó en su cuaderno de apuntes.

La mañana siguiente llegó lentamente, mucho más de lo deseado. Los cuatro amigos tenían una ansiedad aún mayor, y esto hacía que el tiempo transcurriera paulatinamente. Sabían de las letras en el templo; solo ellos las habían visto y presentían que ese martes podría suceder algo nuevo; estaban atentos, muy atentos. Al igual que la mañana anterior, se alistaron, se despidieron y salieron rápidamente en sus bicicletas para la escuela.

El día comenzó con la rutina normal a las 7:15 de la mañana y, como siempre, las clases avanzaron de forma convencional. Sin embargo, cerca de las dos de la tarde la tranquilidad de la escuela se vio súbitamente alterada. Un murmullo generalizado hizo salir a los estudiantes de sus aulas, todos se preguntaban qué estaba sucediendo y por qué había tanta algarabía y ruido.

Las miradas se dirigieron entonces hacia el gimnasio, de donde salía Laura, una alumna que debería ir en octavo grado, pero algunos inconvenientes habían retrasado su programa escolar.

Allí estaba ella en ese momento, en horas de clase, tomando los bastones y los pompones del equipo de porristas. Catalina, la líder del equipo, la había visto entrar al gimnasio, y como la situación era tensa avisó rápidamente a la maestra Lucrecia, quien al entrar al recinto vio cómo Laura tomaba aquellos objetos llevando en su mano un envase de pintura roja en aerosol.

La institución en pleno se preguntaba si acaso Laura sería la responsable de la aparición de las misteriosas letras y de todo lo acontecido. Aunque para casi todos esto era imposible.

Laura no decía nada; simplemente los estudiantes la miraban y, mientras caminaba por el pasillo que la llevaba a la oficina del profesor Rotcer, sonreía discretamente; era como si fuera su momento, era como si realmente lo disfrutara. Todos murmuraban e incrédulos la observaban.

Joaquín salió de entre la multitud y le preguntó: “¿Eres tú? En serio, ¿tú eres la responsable de las señales?” Ella lo miró, pero no dijo nada; en sus ojos le leía una verdad, pero su rostro la ocultaba. Para muchos, incluso para los cuatro amigos, era imposible creer que ella fuera parte de esto.

Laura era una estudiante ejemplar; a decir verdad no era muy popular, pero tenía un excelente rendimiento académico. Cuando era niña, había sufrido de una enfermedad conocida como PCMTSI —parálisis cerebral mecánica tardía secundaria de la infancia— que la había dejado con problemas para caminar y, en general, para todos sus movimientos corporales.

Era conocida como una buena niña y nadie podía imaginarse que realmente ella estuviera detrás de todo esto. Al ingresar a la oficina de la dirección, escoltada por la profesora Lucrecia y Catalina, el rector la miró y le dijo:

—Simplemente dime que no eres tú.

Ella lo miró y no respondió.

El rector le pidió a Catalina que se retirara y que ningún alumno diferente a Laura estuviera allí. De nuevo le dijo:

—Dime simplemente que no eres tú. No puedes ser tú. Y si fuiste, ¿por qué lo hiciste?

Laura se limitaba a mirarlo sin pronunciar ni una sola palabra. Y la profesora Lucrecia la interrogó: