El medallón misterioso - Belén A.L. Yoldi - E-Book

El medallón misterioso E-Book

Belén A.L. Yoldi

0,0

Beschreibung

¡Habían cruzado la puerta del Nunrat!, una rueda marcada con símbolos arcanos que gira en sentido contrario a las agujas del reloj y donde cada símbolo representa un mundo distinto. Esa rueda, les dicen, es la «Puerta a las Estrellas». Al atravesarla, la vida se volvería muy peligrosa para ellos. Desde que porta ese medallón misterioso, Violeta, más conocida como Finisterre, vaga por lugares ignotos de otro universo junto con dos chicos valientes del campamento de verano, Nika y Javier, en busca de una salida. Les acompaña en su viaje un guerrero Ad-whar errante llamado Miles, un proscrito al que muchos temen, pero es el único que se ha parado a ayudarles. Para regresar a casa, los viajeros deberán descubrir el secreto oculto en el Mentagión, que convierte a quien lo porta en centinela de la Puerta a las Estrellas. Por desgracia, ese medallón dirige sus vidas hacia un destino y hay un ser oscuro muy poderoso que les persigue sin tregua, para arrebatárselo.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern
Kindle™-E-Readern
(für ausgewählte Pakete)

Seitenzahl: 433

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



 

 

GINKGO BILOBA

© del texto: Belén A.L. Yoldi

© diseño de cubierta: Equipo BABIDI–BÚ

© de esta edición:

Avda. San Francisco Javier, 9, 6ª, 23

Edificio Sevilla 2

41018 - SEVILLA - España

Tlfns: 912.665.684

[email protected]

www.babidibulibros.com

Primera edición: enero, 2022

ISBN: 978-84-19106-97-1

Producción del ePub: booqlab

transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o scanear algún fragmento de esta obra».

Dedicado a mi gran familia. En especialpara mis padres: Ignacio y Maribel.

«Cuando ante ti se abran muchos caminos y no sepas cuál recorrer, no temetas en uno cualquiera al azar; siéntate y aguarda. Respira con la confiadaprofundidad con que respiraste el día en que viniste al mundo, sin permitir quenada te distraiga: aguarda y aguarda más aún. Quédate quieta, en silencio,y escucha a tu corazón. Y cuando te hable, levántate y ve donde él te lleve».«Donde el corazón te lleve» de Susanna Tamaro

ÍNDICE

El nigromante de la torre

PARTE 4. UNA ALDEA EN LAS NUBLADAS

Los cazadores de cabezas

Un mal despertar

La huida

La persecución

Tras las huellas de los darkos

El rescate

La aldea

Una tregua breve

La patrulla

En el portillo de los cabreros

PARTE 5. BAJO LA BÓVEDA DE LAS ESTRELLAS

Un regreso accidentado

Selene, la artista de Bernedo

Un nuevo compañero de viaje

Un vuelo por el espacio

PARTE 6. LA ESTEPA PÚRPURA

En la estepa púrpura

En el campamento Kasak

Gorgonias y telumorfos

Camino a las montañas del cielo

El mentagión

EL NIGROMANTEDE LA TORRE

En lo alto de la Torre de los Espejos que se levantaba sobre un islote en mitad del Mar de la Locura, un encapuchado escudriñaba en el interior de una esfera casi tan alta como él. De las cuencas vacías de sus ojos salía una luz eléctrica que se reflejaba en la superficie curva de la esfera como los faros encendidos de un coche deportivo en un espejo retrovisor.

Afuera era noche cerrada. A través de los cristales de la cúpula se podía ver el vuelo ominoso de un dragón, su sombra más negra aún que la noche se recortaba contra el cielo estrellado. Por lo demás, estaba solo.

Dentro de la gran bola vítrea se reproducían en aquel momento imágenes muy vivas, con destellos y sombras de un bosque tenebroso, primero, de un arco de mármol blanco y de montañas agrestes después. Los colores escapaban de la esfera y se reflejaban en las paredes y teñían la atmósfera del salón circular, creando un caleidoscopio en movimiento de tonalidades cambiantes.

El encapuchado alzó la mano enguantada y, al colocarla sobre la superficie de la esfera, un rostro moreno y barbudo pasó al primer plano. El espía de la torre examinó con atención a aquel hombre de mirada magnética y dura que se proyectaba dentro de la bola y que, evidentemente, no podía verlo a él. Se fijó en la espada que sobresalía sobre su hombro, con aquel rubí tan valioso adornando la empuñadura. Luego estudió a las personas inofensivas que lo acompañaban, caminando por la montaña, una mujer de cabellos cobrizos y dos muchachos, chico y chica. Se fijó sobre todo en la mujer, que llevaba colgando del cuello un amuleto de plata con el árbol de la vida.

Tras un agudo examen, dejó que la escena siguiera su curso. Parecía ver una película de cine, solo que esta era una película en tres dimensiones y con personajes palpitantes, muy real.

El encapuchado estaba espiando con la esfera a Miles, el guerrero Ad-whar errante, y a Finisterre, la monitora del campamento de Ochate, en su viaje con Nika y Javier a través del Bosque Umbrío, los Desfiladeros del Buitre y las Montañas Nubladas.

Pronto, muy pronto, esos extranjeros caerían en sus manos. Y el errante también.

Pasó su dedo índice de nuevo sobre la esfera y la imagen cambió para dar paso a otras en las que se aparecían hombres armados con espadas y hachas, también vio a duendes con piel de lagarto y a bestias que rastreaban las huellas de los forasteros en la montaña.

El encapuchado volvió a enfocar la vista en los cuatro viajeros y murmuró:

—¡La red está tendida! Todos los puntos de desembarco, controlados. —Y añadió con determinación implacable—: Vayan donde vayan, ¡mis sicarios estarán allí, para cazarlos! Están rodeados. No podrán escapar.

Hablaba quién sabe si para él mismo o para alguien que podía escucharlo en la distancia a través de algún altavoz. El caso es que su voz salía amenazadora y sibilina desde dentro de la capucha, aunque por el sonido podría haber salido perfectamente desde las mismísimas profundidades del averno.

—¡Solo falta añadir un detalle para que la trampa se cierre definitivamente! Así la caza tendrá mayor emoción todavía…

El extraño personaje se dio la vuelta con decisión, en medio de un revoloteo airoso de la capa morada que le cubría. Al separarse, la luz de la esfera se apagó y su superficie se tornó opaca, gris platino. Él abandonó la sala sin mirar atrás, bajó con paso altivo por unas largas escaleras de caracol y salió al aire libre.

El islote estaba en medio de un océano negro azotado por un viento inclemente. Las olas alborotadas se rompían con bulla contra el anillo de arrecifes que rodeaba el peñón, pero allí se apaciguaban y después llegaban mansas a la orilla pedregosa. La espuma blanca era el único signo de vida marina en la quietud.

Alumbrado por dos lunas soberbias, una blanca y enorme, otra cobriza, el encapuchado bajó la escalinata exterior con poderío, pasando al lado de una esfinge, y continuó adelante sin estremecerse. Unas figuras de humo gris vinieron a su encuentro, le rodearon e hicieron pasillo en torno suyo. Era un ejército de sombras evanescentes, de fumaradas que se desdibujaban y dibujaban con formas cambiantes de fantasmas, que montaban guardia a derecha e izquierda, y alrededor de la torre.

Escoltado por esa guardia incorpórea, el encapuchado llegó hasta el borde mismo de la orilla, donde sus pies casi podían tocar el mar, y se detuvo. Se abrió la capa y una luz proyectada desde su interior iluminó el contorno. Levantó en alto un bastón metálico y pronunció unas frases retumbantes e ininteligibles dirigidas a la noche que sonaron como un mantra. El cabezal esférico del bastón emitió entonces unos haces muy potentes de azul eléctrico y automáticamente la superficie del mar cambió. Se espesó como papilla de metal derretido teñido de tinta negra.

A una orden del encapuchado, se formaron unas ondas circulares que tremolaban serpenteantes y giraban con reflejos de mercurio líquido, lentamente. Las ondas se fueron haciendo más profundas y separadas, conforme la voz se tornaba más imperiosa. Dentro de ese remolino líquido metálico se abrió al fin un pozo y por él salieron unas volutas densas de gris ceniciento muy semejantes a las de los centinelas fantasmas. Las volutas emergían de las profundidades de aquel pozo negro modelando figuras de humo que, poco a poco, fueron ganando cuerpo, hasta adoptar unas formas semihumanas delante del personaje que las había convocado. El agua negra iba resbalando de sus cabezas agachadas al elevarse, luego de sus hombros escurridos, de sus extremidades esqueléticas, de los garfios de sus uñas, hasta dejar unos cuerpos femeninos macabros al descubierto.

A una orden del encapuchado, esos seres tenebrosos despertaron. Levantaron los rostros cadavéricos hacia aquel que les había convocado y desplegaron unas alas polvorientas de polilla nocturna. El mago, adelantando el cabezal metálico del bastón hacia ellos, ordenó con voz cruel:

—¡Traedme a la presa que estoy buscando! ¡Necesito su cuerpo y también su alma!

Las horribles criaturas alzaron el vuelo obedientes y se perdieron en la noche agitando sus alas grises, camino de la tierra de los mortales.

LOS CAZADORESDE CABEZAS

Esa mañana se habían levantado contentos y más descansados en una choza de las Montañas Nubladas, en la frontera de Arn-Goroth. Habían iniciado el camino en compañía de Miles, el guerrero Ad-whar errante que un par de días atrás les había protegido del ataque de un broncotauro, un monstruo mitad orangután mitad toro que habitaba en las tierras ásperas del Bosque Umbrío. Desde entonces viajaban con él. Les había prometido guiarles hasta la Montaña del Oráculo, en Metairos, donde esperaban encontrar respuestas al misterio de por qué estaban allí los tres, en un universo paralelo viviendo aventuras que ellos no deseaban. Nika, Javier y Finisterre solo querían que ese oráculo les mostrase el modo de regresar a su casa. Era lo único que les importaba.

Por suerte, Miles viajaba también en esa dirección, aunque él por otros motivos muy distintos que aún no había terminado de desvelar y que ellos preferían no saber, pero que se imaginaban por la mirada peligrosa y la espada afilada de aquel tipo.

Justo habían comenzado a caminar, risueños, cuando en la lejanía había sonado de repente un chasquido seco, como el de la rama de un árbol al partirse por la mitad. Y ese chasquido había provocado que el guerrero Ad-whar levantara la cabeza con inquietud hacia las cimas de los montes. A continuación, habían escuchado aquel aullido salvaje y un rasquido, como el arañar de unas patas duras en la superficie de la tierra. Y eso había trastocado de golpe todos sus planes.

—¿¡Qué pasa!? —habían preguntado ellos a su guía, alarmados.

—Alguien ha dado suelta a una jauría y… ¡nosotros somos las presas! —les había informado el guerrero con voz grave, acelerando el paso y cambiando de rumbo.

—¿¡Nosotros!?

No había tiempo para explicaciones y Miles no se entretuvo en darlas.

Hasta sus oídos llegó de nuevo aquel sonido espeluznante. Y el guerrero se había lanzado montaña abajo a la carrera, conminándoles a seguirlo, diciendo con una urgencia desusada en él:

—¡CORRED! ¡CORRED, POR VUESTRA VIDA!

Y cuando ellos le habían preguntado la razón de sus prisas, qué era aquello que venía aullando por la montaña, su guía les había respondido con aquella frase críptica:

—¡El demonio y la oscuridad cabalgan juntos!

La frase parecía tener algún sentido para el Ad-whar, para ellos no. Así que, antes de romperse la crisma en esa accidentada carrera que habían iniciado a toda prisa, insistieron entre jadeos.

—Pero ¿qué es lo que ocurre? ¿Qué son esos aullidos? ¿¡Lobos!?

—Peor. ¡¡Cazadores de cabezas!! Seis. Siete, tal vez… Se dirigen hacia aquí, los malditos. ¡Vienen persiguiendo nuestro rastro! —respondió él, mordiendo las palabras—. ¡Corred! No os paréis, debemos llegar al río. El río es nuestra única oportunidad...

De nuevo oyeron aquel aullido desafinado al que acompañó un cloqueo amenazador que les erizó los pelos de la nuca. Ya no hicieron falta más apremios. Aceleraron el paso tanto como se lo permitían las piernas, atemorizados.

Corrían en desbandada, casi volaban, trazando una diagonal en la dirección del torrente. ¡Abajo y adelante; hacia adelante y abajo!, siguiendo a duras penas la estela del Ad-whar.

Habrían recorrido así más de un kilómetro cuando arriba, en la loma que acababan de dejar atrás, se escucharon unos ruidos inequívocos, como si un tropel de alimañas hambrientas diera vueltas alrededor de un punto, buscando comida. Enseguida se oyó un grito de llamada y después cloqueos y alaridos salvajes de triunfo que salían de unas gargantas que no parecían humanas. Así supo Miles que los cazadores de cabezas habían encontrado sus huellas, sin duda alrededor de la choza donde habían dormido pues el sonido procedía de allí. Sus perseguidores se hallaban más cerca aún de lo que esperaba.

La certeza de que los tenían encima aceleró la carrera del guerrero hasta convertirla en un galope a tumba abierta por aquel terraplén infernal. Ellos le iban a la zaga, brincando y patinando sobre las hojas húmedas con la lengua fuera y un temor creciente de abrirse la cabeza contra el suelo. Tenían que agarrarse a las ramas al pasar pues cada vez resultaba más difícil mantener el equilibrio sobre el terreno mojado.

En uno de esos resbalones, Nika se dio una dolorosa culada y a punto estuvo de ir en tobogán hasta el fondo del barranco.

—¡Esperadme! —llamó cuando pudo sujetarse a un matojo. Pero no había tiempo para la compasión. Tuvo que levantarse y seguir corriendo porque el errante no les daba cuartel.

Al fondo de la angosta vaguada, una serpiente blanca se deslizaba como espuma de cerveza entre las rocas y árboles. No se veía agua, solo espuma y piedras. Le acompañaba un rugido sordo que recordaba al tronar lejano de una tormenta.

De la pendiente a su espalda venía también un martilleo rítmico, como si alguien usara piquetas metálicas para golpear la roca.

¡Deprisa, más deprisa!

Los metros finales hasta el torrente eran los más escarpados. Para salvar el último desnivel, Miles usó una soga que guardaba en su macuto. La ató aceleradamente al tronco de un árbol con un nudo corredizo de escalador y probó su resistencia. Luego se deslizó por ella. En dos saltos, el errante se plantó en la orilla y miró atrás. Sus compañeros le alcanzaron unos segundos después. Bajaron agarrados a la cuerda y aterrizaron uno detrás de otro, arrastrando piedras y ramas. Cuando llegó el último, el guerrero dio un tirón a la cuerda para recobrarla y el nudo se soltó. Conforme recogía la cuerda alrededor del codo, se metió en el agua helada con las botas puestas. El nivel le llegaba primero a los tobillos y después por las rodillas, mientras avanzaba. Desde el centro de la corriente, apremió a los demás para que hicieran lo mismo.

Ellos dudaron antes de obedecer. Las aguas bajaban rápidas y parecían gélidas. Sin embargo, las sombras negras que venían disparadas desde la cima, apareciendo y desapareciendo entre los árboles, daban más miedo que el río. Así que se introdujeron los tres de un salto en el torrente. El choque térmico con el agua helada los dejó paralizados, hasta que un grito de su guía los espabiló.

—¡¡¡Moveos!!! Esto aún no ha acabado…

Corrieron todos juntos río abajo, tan rápido como se lo permitían las piernas. La fuerza de la corriente los empujaba.

En sus adentros, el guerrero empezaba a temer que fuera ya demasiado tarde para escapar de sus acechadores, pero no lo dijo. En lugar de eso, su voz imperiosa empujaba a sus compañeros de fuga a adentrarse más y más en la torrentera.

Por fin una lanza negra cruzó disparada entre dos árboles como una centella, a unos cuantos metros por encima de sus cabezas.

Soltando entre dientes un improperio, Miles descolgó la ballesta que llevaba, tensó el alambre y montó un dardo sin dejar de avanzar, con todos los músculos en tensión. Por un mecanismo inconsciente de defensa, Javier y Nika empuñaron también sus armas respectivas, la espada corta y el hacha. Miraban con sospecha hacia los lados esperando la aparición de no sabían qué.

Vadeaban el torrente con el agua por las rodillas cuando aquel peligro que tanto temía el guerrero les dio alcance.

¡De pronto estaban allí, asomados sobre el talud izquierdo, a unos metros sobre sus cabezas! Acechándolos desde las sombras del bosque, con sus grandes ojos de mosca, saltones y malignos.

El Ad-whar fue el primero en descubrirlos. Al principio eran solo tres —observó—, desplegados en abanico sobre la cresta del repecho, pero enseguida se sumaron más hasta llegar al número de seis que había barruntado.

A Nika, Javier y Finisterre se les pusieron los pelos de punta al verlos.

¡Eran insectos! Unas mantis casi tan altas como jirafas y recubiertas con un caparazón duro de crustáceo, negro con ribetes rojos, afilado y lustroso como una armadura de guerra. Las líneas rojas brillaban en la sombra por un mecanismo de bioluminiscencia que acentuaba su fealdad terrorífica. En verdad parecían criaturas salidas del averno. Alargaban el cuello y husmeaban el aire levantando el pico, en el extremo de sus cabezas pequeñas y triangulares.

Se desplazaban con cautela sobre las cuatro patas traseras, estudiando el terreno sin apresurarse. Tenían una forma remilgada de andar en puntas, como si estuvieran subidas en zancos, igual que bailarinas de ballet. Y encogían las dos patas delanteras en actitud boxeadora, preparadas para asestar el golpe mortal a las víctimas con sus lanzas aserradas.

—¡No os paréis! —ladró duramente Miles a sus protegidos para sacarles del estupor que les había provocado la súbita aparición de las bestias. Él mismo se empeñaba en avanzar con denuedo, llevando la ballesta en ristre, como si la salvación se encontrara a un paso de ellos.

Las paredes rocosas eran altas, casi verticales en ese punto, así que las bestias se separaron para buscar un camino de bajada mejor y eso dio un pequeño respiro a los que huían. Tres de aquellas enormes mantis continuaron avanzando por encima del talud, siguiendo el curso del río sin perderlos de vista, mientras el otro grupo retrocedía buscando un lugar más propicio para descender al fondo del torrente.

Por desgracia, no tardaron mucho en encontrar una senda. Y dos de las mantis saltaron al río, cruzaron el cauce por un vado donde apenas cubría el agua y treparon por la orilla derecha con el propósito de rodear a sus presas.

Los cuatro fugitivos redoblaron sus esfuerzos. Querían correr más, pero la propia fuerza del agua dificultaba su avance. Entonces Miles les condujo a la orilla, sin importarle ya las huellas que dejaban, y les hizo correr por suelo seco como si les persiguieran los mismísimos diablos del infierno. Unos diablos que poco a poco iban cerrando el círculo en torno a los humanos.

Pronto se vio que los intentos de escapar por el río resultaban inútiles. Tenían a las depredadoras ya encima.

Lo malo, sin embargo, no eran las mantis negras. Lo peor venía cabalgando sobre su espalda.

Unos pigmeos flacos con piel escamosa de lagarto y ojos de pupila vertical montaban sobre las bestias y las azuzaban contra los fugitivos con gritos punzantes, haciendo restallar violentamente sus látigos de jinete. Iban cubiertos con pieles horrorosas, tenían los rostros pintados y llevaban colgando adornos hechos con huesos y cabezas reducidas de seres que antes fueron humanos. Casi se confundían con sus monturas por el modo en que se adherían a ellas.

Iban sentados a horcajadas sobre la espalda de los insectos, y los dirigían como si fueran caballos de silla, con un dominio férreo, ayudados por un atalaje de correas primitivo. En ese momento los espoleaban con saña animal, manejando con habilidad pasmosa el arnés y el látigo que utilizaban para golpearlos en las partes blandas. Los hostigaban para que fueran más deprisa mientras clavaban sus ojos despiadados de reptil en los humanos que corrían por el fondo de la vaguada. Y las mantis, en lugar de rebelarse por ese trato bárbaro, respondían rápidas como potros domesticados a las indicaciones de sus feroces amos.

Miles observó que no se escondían, y eso era un mal indicio, en su opinión. Los cazadores se sabían en superioridad de condiciones y exhibían su poderío frente a unas presas que consideraban más débiles, prácticamente indefensas.

Apretando los dientes, el guerrero alentó a sus compañeros para que siguieran adelante sin detenerse mientras él se preparaba para lo inevitable.

¡Un esfuerzo más!, y el río tendría la profundidad suficiente para llevarlos a nado...

—En el río, esos demonios no podrán seguirnos. —El Ad-whar parecía saber bien de lo que hablaba.

La tormenta había descargado toneladas de lluvia sobre la montaña, la noche anterior. Ahora el agua bajaba en escorrentía por la pendiente, desbordaba las torrenteras y se precipitaba en forma de cascadas. El caudal del río subía por momentos.

Parecía que iban a lograr su propósito cuando unos alaridos salvajes llegaron por la derecha y unos dardos comenzaron a caer a su alrededor en el río revuelto. Los estaban cazando.

—¡SEGUID VOSOTROS! No me esperéis —ordenó Miles a sus protegidos. Acto seguido, se plantó sobre un saliente con las botas bien asentadas en tierra firme y levantó la ballesta. Solo necesitaba tener un objetivo claro a tiro para disparar.

—¿Qué vas a hacer? —preguntaron ellos, alarmados. No querían seguir sin el errante.

—¡MARCHAOS! —vociferó este con furia redoblada, viendo que se quedaban parados en el momento y lugar más inoportunos.

Ellos obedecieron. Aunque no podían dejar de mirar a su espalda, mientras se alejaban.

Las dos mantis que habían cruzado el torrente venían cargando por la pendiente derecha y sus jinetes apuntaban con cerbatanas al guerrero. Una tercera mantis embestía bajando por el río, siguiéndoles los pasos. Esta avanzaba más despacio que las otras, levantando mucho las patas, pues las puntas de sus zancos patinaban sobre la superficie pulida de las piedras o bien se hundían en el fango, si no tenía cuidado. El pigmeo que iba encima espoleaba a su montura con violencia, mientras blandía en su mano una lanza adornada con crines y cabelleras. Se levantaba sobre el tórax de la bestia y aullaba como un loco. La prisa que demostraba por cazar a seres humanos ponía los pelos de punta, aún más.

En cambio, el rostro de Miles no evidenciaba ninguna emoción. Se limitaba a esperar con los nervios tensos a que los tres jinetes llegaran. Cuando tuvo al primero de ellos a su alcance, disparó la primera flecha sin pestañear y volvió a cargar rápidamente la ballesta. De nuevo apuntó e hizo saltar el gatillo que sostenía el alambre, así otro proyectil salió volando.

El primero de sus dardos atravesó limpiamente el ojo de una de las mantis y se clavó en su cerebro. La bestia cayó fulminada en el acto y rodó por la pendiente con las patas en desorden, descabalgando a su yóquey. Este rodó también, pero consiguió zafarse del atalaje que le ataba a la montura y se levantó dando saltos nerviosos de rabia.

La segunda flecha del errante fue a clavarse con la misma certera puntería en el insecto negro que pretendía alcanzarlos por el río. Un tercer proyectil sirvió para rematarlo y el cuarto alcanzó a su jinete recién descabalgado en el corazón.

Cuatro dianas de cuatro. El pulso y el ojo de Miles eran verdaderamente letales.

Los pigmeos, que no esperaban una resistencia tan dura, estallaron en aullidos de cólera. Los que estaban sobre el talud de la ladera izquierda comenzaron a lanzar flechas furiosas sobre el río con la intención de abatir sin contemplaciones a sus presas. Como resultado, una peligrosa lluvia de dardos cayó alrededor de los cuatro fugitivos.

—¡Nag, nag! —advirtió colérico otro de aquellos demonios verdes. Se distinguía de los demás por la vistosidad de su collar, con mayor número de trofeos, y por el capacete de hierro emplumado que le cubría la cabeza. Constituían, por lo visto, los signos visibles de su jefatura.

Levantó la lanza mientras increpaba agriamente a los suyos con una jerga rara, mezcla de cloqueos y ladridos ininteligibles. Lo único que los humanos pudieron interpretar de esa sucesión de gestos y chillidos salvajes fue que pretendían cazarlos vivos.

Las mantis que bordeaban el talud izquierdo habían encontrado por fin un camino para salvar el desnivel hasta la orilla del río y empezaron a descender en fila india por una pendiente tendida de tierra, intentando cortar el paso a los fugitivos que corrían en la dirección de la corriente.

Al verlos el Ad-whar volvió a detenerse, apuntó hacia arriba, disparó su ballesta sobre la bestia que iba en cola y volvió a dar en el blanco. Esta vez, la bestia herida derrapó por la cuesta terrosa arrastrando consigo a otra cabalgadura que iba delante, en medio de los alaridos de sus jinetes.

Miles aprovechó la confusión que él mismo había creado para reemprender la huida detrás de sus compañeros, que le jaleaban excitados. Apenas había dado un puñado de zancadas, cuando un enjambre furioso de flechas silbó a su espalda. Los enanos con piel de lagarto se habían rehecho y lo perseguían saltando sobre las rocas. Intentaban derribar al hombre en plena carrera. Un par de proyectiles se clavaron en el escudo que, por suerte para él, llevaba colgado atrás. Las demás flechas se perdieron en el río, entre la rociada que Miles salpicaba al correr.

No resultaba fácil acertar sobre un blanco tan móvil y rápido. Pero tampoco iba a ser fácil escapar de aquellos cazadores sanguinarios, avezados en el arte de matar.

De nuevo se habían dividido y avanzaban formando un tridente. Tres de aquellas cabalgaduras monstruosas aún seguían en pie. Sus jinetes habían cambiado las cerbatanas por unas redes y muy pronto adelantaron al errante. Su intención era pescar al humano como si fuese un gran pez.

Al sentirse acorralado, Miles descargó todas las flechas que le quedaban directamente sobre las mantis. En un combate cuerpo a cuerpo, el guerrero prefería vérselas con hombres antes que con esos insectos monstruosos. Sin embargo, en esta ocasión no tuvo tanta fortuna; bien por las prisas o porque estorbaban las redes para hacer puntería, ningún proyectil se clavó en el blanco. Todos rebotaron en las corazas de los insectos. El guerrero arrojó entonces la ballesta contra la cabeza de uno de sus atacantes, para desestabilizarlo, y asestó un espadazo a las cuerdas del enorme retel que portaban, abriendo un agujero en la malla. Pero ya no pudo escapar.

Los enanos con se habían dado cuenta de que el guerrero moreno era un objetivo muy peligroso, con el que tendrían que emplear todas sus armas y eso hacían. Usaron a los insectos para rodearlo, con sus patas aserradas y sus corazas duras de cangrejo. Lo habían escogido como primer plato de caza, dejando de lado a los demás, aunque no se daban prisa. No necesitaban apresurarse en su opinión.

Poco a poco fueron formando una tenaza,

Al mismo tiempo, el guerrero retrocedía de espaldas hacia tierra firme, buscando un terreno más favorable para defenderse, sin dejarse atrapar por el arpón de las patas espinadas. Fuera del río, sus piernas ganarían mayor libertad de movimientos y el talud le protegería la retaguardia.

Sus compañeros de fuga observaban de lejos con temor la escena. Se habían parado para mirar, en lugar de aprovechar la ventaja para poner tierra por medio.

—¡Yo voy a ayudarle! —resolvió de pronto Nika, con la inconsciencia y el arrojo propios de su edad.

—¿Estás loca? Ha dicho que nos marchemos —chilló Javier. Pero ella se había puesto ya en marcha.

El Ad-whar no podría resistir solo, eso decía mientras caminaba decidida a contracorriente.

Contagiado por su valor, Javier sacó también su espada y la siguió. Finis intentó detenerlos, en vano. Lo que pretendían era muy peligroso, pero Javier y Nika ya volvían sobre sus pasos, sin escucharla, y ella finalmente echó a correr detrás con cara de fatalidad.

En los planes de Nika no entraba entablar un combate cuerpo a cuerpo con los hombres lagarto. Solo quería distraerlos para que Miles pudiera escapar. Cuando estuvo lo bastante cerca, se parapetó tras una roca y comenzó a arrojar piedras sobre sus perseguidores intentando hacer puntería. Sus amigos la imitaron.

La inesperada lluvia de proyectiles sorprendió a los pigmeos que tuvieron que apartarse para eludirlas. El Ad-whar aprovechó entonces el desconcierto para lanzar una veloz embestida y salir del círculo en el que pretendían encerrarlo. Se abrió paso a golpes de espada y corrió hacia sus compañeros de fuga. Juntos continuaron después la huida.

El chapoteo de sus pies corriendo por el agua se mezclaba con el griterío espeluznante de los cazadores que se rehacían y les perseguían con voluntad implacable.

El terreno resbaladizo entorpecía el desplazamiento de aquellas bestias zancudas, que caminaban por el lecho pedregoso del río como señoritas remilgadas. Pero el olor de la sangre fresca las había soliviantado. Quizá por eso hacían percutir sus picos duros produciendo un claqueteo repulsivo.

Avanzar por el centro de la corriente les permitió ganar unos metros a los que huían. El agua les empujaba y los llevaba consigo, casi flotando. El Ad-whar iba el último, haciendo de escudo, mientras gritaba a voz en cuello:

—Hacia el río. ¡DEPRISA!

Pero cómo… ¿El río no era esto?, se preguntaron los más jóvenes.

Pronto descubrirían que esa torrentera era solo el afluente de otro cauce mayor. La desembocadura estaba muy cerca. De hecho, ya se escuchaba un sonido clamoroso y creciente delante de ellos, el de una corriente caudalosa que llegó como música celestial hasta sus oídos.

Rozaron la salvación con la punta de los dedos. Pero los pigmeos tenían muchas estratagemas para atrapar a sus víctimas y los territorios salvajes como aquel constituían su hábitat natural.

Dos insectos vinieron dando saltos por la orilla derecha. Sus jinetes cargaban con unas redes de malla con boleadoras que lanzaron a distancia sobre las dos chicas en fuga. El caso es que Nika y Finis se vieron de pronto atrapadas dentro de la red, tropezaron y cayeron juntas. Manotearon entre chapuzones para zafarse de las cuerdas y bolas, sin resultado. Cuando Miles quiso acercarse a liberarlas, una de aquellas mantis se interpuso y su jinete le cerró el paso mientras otro golpeaba en la cabeza de las prisioneras con el tacón de su lanza, dejándolas inconscientes. Después echaron mano a otra red boleadora y dirigieron sus monturas hacia el guerrero con el propósito evidente de cazarlo del mismo modo. Los de las orillas disparaban dardos para apoyar a sus compinches.

Poco podía hacer ya Miles, con su espada, para contenerlos. El combate estaba perdido y las damas no se levantaban.

Así que el guerrero agarró rudamente a Javier por la capucha de la sudadera y tiró de él con fuerza, arrastrándolo río abajo, lejos de la contienda. El muchacho quiso zafarse, pero no le sirvió de nada.

—¿Qué haces? No podemos abandonarlas así… ¡Tenemos que salvarlas! —gritó, exasperado. No es que quisiera luchar con aquellos monstruos. ¡Esa idea le aterraba! Pero se resistía a abandonar a las únicas personas amigas que conocía en ese mundo, las únicas con las que podía tener un objetivo en común, salir de allí.

—¡Es inútil! —sentenció el errante tirando con más energías de él.

Llevaba al chico a rastras mientras huía, con el agua ya por la cintura. Sus músculos y tendones de atleta acusaban el esfuerzo y se le marcaban claramente, lo mismo que las venas del cuello.

Lograron ganar unos metros preciosos hacia la libertad porque sus perseguidores no se atrevían a entrar en esa parte estrecha del río, donde la corriente era ya demasiado rápida y las paredes de roca, demasiado altas.

Javier volvió a forcejear con el errante para intentar liberarse. Estaba furioso, creía que solo buscaba salvar su culo.

—¡Ahora, no! —contestó Miles con apremio. Había arrojado la capa contra la cara de uno de los perseguidores para cegarlo momentáneamente y quitarse un peso de encima. También había envainado su espada mientras corría. Con la otra mano aferraba al chico y lo empujaba, obligándolo a caminar torrente abajo, quisiera o no. Para el niño esa huida era una traición.

—Pero, pero… ¡las matarán! —gritó desesperado.

—No. Ya lo has oído. ¡Las necesitan vivas! —Y añadió—: ¡No podremos salvarlas si nos hacen también prisioneros!

El muchacho pareció comprender al fin, porque la expresión de su cara cambió.

—Y ahora, si quieres salir de esta… ¡nada! —recomendó el guerrero lanzándole a lo más hondo del río de un empujón. Después se echó él mismo al agua, aferró el escudo de madera que flotaba sobre las olas y se dejó llevar por la corriente detrás del muchacho.

Desde ahí, el río se precipitaba por un cauce encajonado entre dos escarpaduras. Solo había una vía de escape, el mismo camino peligroso que seguía el agua.

El muchacho apenas podría recordar después los detalles del accidentado descenso por los rápidos y nunca se explicaría cómo había logrado salir vivo de aquel cañón. Pues la fuerza del agua lo arrastraba y más de una vez creyó que iba a morir estrellado contra una roca o ahogado en el torrente.

Un torbellino de olas y espuma arrastró consigo, impetuoso, a los dos fugitivos. Ellos solo podían luchar para mantenerse a flote. Atrás quedaron sus perseguidores.

Dos enanos montados en aquellas mantis negras les habían seguido tenazmente por la parte alta del acantilado, pero tuvieron que frenar la carrera al llegar al borde de una cortadura. Ahora contemplaban coléricos cómo el río les arrebataba a unas presas que ya consideraban suyas.

Viendo el giro que tomaba aquella fuga, los endiablados jinetes consideraron más prudente desistir de su empeño. Si no se ahogaban en esas aguas revueltas, tarde o temprano los humanos tendrían que regresar a tierra firme —eso lo sabían sus perseguidores— y entonces los cazarían; les harían pagar cara su huida, sobre todo a aquel tipo de la ballesta; harían que los insectos se comieran sus ojos para torturarlo. Eso mascullaban, furiosos.

Lo último que vieron los perseguidores fueron dos cabezas, una rubia y otra morena, flotando junto a un tronco a la deriva, mientras se alejaban barranco abajo a lomos de la tempestuosa corriente. Poco después, el tronco desapareció también de la vista de los cazadores en la lejanía.

UN MALDESPERTAR

Mientras Javier y Miles todavía luchaban por salir del río, Nika había despertado con un fuerte dolor de cabeza. Se encontró tirada sobre unas piedras y rodeada por los rostros más feroces y horripilantes que había visto en su vida. Unos rostros escamosos y lampiños de pez abisal, con barbillas salientes, pómulos marcados y frentes en retroceso. Sus ojillos eran pequeños como botones de camisa, con pupilas verticales de serpiente, y sus bocas sin labios eran por el contrario enormes, abiertas de lado a lado de la cara. Unas bocas que dejaban al aire dos filas de dientes de aguja, largos y curvos, con colmillos sobresalientes que al juntarse producían un chasquido siniestro. En cambio, no tenían narices ni orejas, al menos visibles, solo se veían dos pequeños orificios sobre la boca para respirar y unas ranuras oblicuas a los lados de la cabeza protegidas por una especie de aleta de pez y por un pliegue móvil de la piel. Una cresta aserrada y cartilaginosa, que recordaba a la aleta dorsal de algunos reptiles, les recorría el cráneo desde mitad de la frente hasta la nuca. Estaban cubiertos de escamas y tenían dedos largos de lagarto, aunque caminaban erguidos y mostraban la inteligencia de un ser humano primitivo.

Parecían el producto de una mente calenturienta. Un cruce imposible entre hombre, pez abisal y reptil.

Al principio no se dieron cuenta de que la prisionera había despertado.

Espiando a través de las pestañas, Nika contó hasta cuatro de aquellos lagartos duendes. Se golpeaban furiosos las corazas que les cubrían, hechas con cuero y pieles de animales, y esgrimían unas armas toscas. Parloteaban agriamente entre sí, enseñando los dientes, y parecían enzarzados en una disputa. Hablaban con sonidos guturales primitivos, chasquidos de lengua y cloqueos, más que con palabras articuladas. Les faltaba poco para llegar a las manos. Por lo visto, no estaban contentos con los resultados de la caza.

De los seis que habían formado inicialmente la partida, dos pigmeos yacían en el barro, muertos, y los cadáveres de tres mantis gigantes vertían un líquido negruzco en las aguas del torrente.

Estaban acostumbrados a sembrar el terror sin esfuerzo y, cuando salían a cazar humanos, los capturaban sin demasiada resistencia como a conejos asustados. Pero aquel guerrero les había plantado cara con una eficacia y unos reflejos demoledores, sin demostrar miedo. Para colmo, conocía bien el terreno que pisaba y había sabido aprovecharlo huyendo por el único elemento en el que las skrugs se desenvolvían con dificultad y donde más fácil se podía perder el rastro.

Ahora, los pigmeos supervivientes estaban reunidos en corro y reñían entre ellos, dándose empujones y puñetazos violentos. O bien se echaban las culpas los unos a los otros por los errores cometidos o no se ponían de acuerdo sobre el plan de acción que debían seguir.

Apeados de sus monturas parecían más pequeños e insignificantes, pensó Nika. Se desplazaban a saltitos, flexionando las rodillas. Sus brazos flacos tenían una largura desproporcionada y sus manos eran nerviosas y huesudas con unos dedos de reptil y unas uñas negras en punta, tan afiladas como los dientes. Daban grima.

La chica desvió la vista con cuidado de no delatarse para explorar los alrededores. Observó que seguían al fondo del mismo barranco donde la habían capturado. No se habían movido del sitio.

Al mirar a su derecha, tropezó con unas patas aserradas descomunales de cangrejo que se clavaban en la tierra delante de sus narices. Cuando levantó la vista, con un escalofrío, descubrió a su lado a una de aquellas horribles mantis. Estaba alimentándose con los restos de uno de sus congéneres caídos, tan cerca que la chica podía contar cada pelo filoso que salía de su abdomen. Con las pinzas delanteras sujetaba la pieza y al mascar con el pico producía unos crujidos de cáscaras rotas que se mezclaban con el sonido repulsivo que hacía al sorber el contenido.

Mientras ella la espiaba, la cabeza triangular de la skrug giró 180 grados sobre la base del cuello hasta volverse completamente. Nika no pudo evitarlo. Se le escapó un grito de miedo cuando los ojos saltones, globosos y fríos del insecto se clavaron en ella.

Al instante siguiente, uno de los pigmeos se inclinó sobre la muchacha con los dientes puntiagudos de aguja tan pegados a su cara que pudo sentir la humedad de su saliva en la mejilla. Sus ojos amarillos la recorrían con malignidad.

Aturdida y horrorizada por esa visión, Nika hizo un brusco movimiento de retroceso hasta tropezar con otro cuerpo que se interpuso en su camino y la detuvo. Intentó apretar la pulsera para huir, pero entonces se dio cuenta de que tenía los brazos maniatados a un palo e inmovilizados de tal modo que no podía juntar las manos ni llegar con los dedos a la muñeca. No pudo ver qué obstáculo había detrás porque se encontró bajo las fauces de otro pigmeo. Ella cerró los ojos con verdadero terror y se quedó quieta, rogando mentalmente para que alguien la librase de aquella pesadilla.

Solo oyó un grito agrio, mezcla de cacareo y chasquido. Después de eso, los salvajes se apartaron y la dejaron en paz. Volvían a hablar entre sí con aquel lenguaje altisonante, áspero y grosero.

Al cabo de un rato, la muchacha se atrevió a abrir de nuevo los ojos con disimulo. Los pigmeos formaban un corro en cuclillas, a unos metros escasos. Se volvió con precaución para buscar a sus amigos. Las patas de la skrug seguían estando muy cerca, pero se esforzó por ignorarlas. Giró el cuello sin hacer ruido y descubrió que justo detrás se encontraba Finisterre, muy pálida y despierta, empapada también. Era el cuerpo con el que había ido a chocar de espaldas.

La pelirroja le parpadeó un mensaje de ánimo en silencio. Tenía las manos atadas, igual que la niña, y un chichón sangrante en la esquina de la frente. Aparte de eso, no parecía estar herida.

De Javier y Miles no había rastro. Ignoraban que sus amigos habían escapado, porque se habían desmayado antes, y la incertidumbre sobre su suerte las corroía.

Por fin, el que parecía su jefe lanzó un grito, que sonó como un cloqueo, y todos callaron. A una nueva orden, los salvajes se levantaron bruscamente y se pusieron en movimiento a la vez.

Uno de los duendes bajó a la orilla del río y regresó arrastrando consigo la capa y la ballesta del errante, que arrojó delante del hocico de una de las skrugs vivas y dejó que los olfateara. Después las apartó y se montó de un brinco sobre la bestia.

Un temor más grande se apoderó de las prisioneras al ver las posesiones de Miles en manos de aquel duende. ¿Estarían muertos sus compañeros de aventura?

«Que no les haya ocurrido nada malo, por favor...», rogaron, angustiadas.

Dos de los pigmeos las obligaron a levantarse a puntapiés. Agarraron el extremo de la soga con que las tenían maniatadas, tiraron de ellas y les hicieron caminar penosamente montaña arriba tras las patas zancudas de una de las mantis. Uno de los pigmeos iba montado delante en su cabalgadura y el otro detrás, vigilándolas estrechamente.

En cambio, los otros dos pigmeos y la tercera skrug tomaron una ruta distinta, barranco abajo, siguiendo el curso del río. Buscaban algo. ¡O a alguien! A Miles y a Javier, no podían ser otros, se dijeron. Y eso despertó una leve esperanza en el corazón de Nika y Finis.

Ya no pudieron ver más. Habían emprendido un camino distinto junto a sus carceleros, remontando penosamente la cuesta que antes habían descendido a trompicones.

Mientras se alejaban por el bosque, las dos se preguntaban aterradas qué pretendían hacer esas bestias con ellas y adónde las llevarían. ¿Por qué las habían hecho prisioneras? ¿Encontrarían de nuevo a sus amigos, vivos? Pero, sobre todo, ¿volverían algún día a casa?

LA HUIDA

En cuestión de minutos, una corriente de aguas turbulentas que bajaba de las montañas arrastró a los dos perseguidos muy lejos de los duendes con piel de lagarto y de sus endiabladas monturas, a una velocidad de vértigo. Para Javier Goñi, aquel descenso a tumba abierta por las aguas bravas de un río perdido en la frontera de Aerne-Gorothia sería una travesía de infarto que jamás olvidaría.

Las aguas se precipitaban tumultuosas por una escala natural de piedra. La fuerza del oleaje les sumergía a Miles y a él dejándoles casi sin respiración. Les zarandeaba como si fueran muñecos y les arrastraba barranco abajo. Ellos braceaban desesperados entre olas rugientes de espuma. Pero todos sus esfuerzos por mantenerse a flote resultaban pequeños ante la fuerza elemental de aquel torrente.

Miles tropezó en su accidentada travesía con un tronco que navegaba a la deriva y se aferró a él. Lanzó un grito de aviso a su compañero, pero el fragor de la corriente ahogaba su voz. Así que, aprovechando un golpe de ola, el guerrero Ad-whar pataleó, estiró el brazo todo cuanto pudo y consiguió enganchar al muchacho por la ropa, luego lo atrajo de un tirón hacia él. «¡Agárrate!», chilló. Para Javier fue un alivio encontrarse con aquel inesperado salvavidas, porque estaba a punto de sucumbir.

El tronco les sirvió de ariete y de flotador a la vez durante el descenso, y salvó sus vidas. A cada choque con las rocas saltaba una lluvia de astillas y toda la madera temblaba, pero el tronco seguía adelante sorteando los escollos y cabalgaba sobre las olas salvajes con los dos fugitivos aferrados a su cintura.

Por fin las paredes de la montaña se abrieron. Parecía que su azaroso descenso iba a acabar. Sin embargo, al final del barranco les esperaba un último salto, el más peligroso, una caída hasta un remolino donde el torrente se reunía con su hermano mayor, un río caudaloso de montaña que bajaba crecido por la tormenta del día anterior.

Los dos se zambulleron a la vez en la poza. La fuerza del remolino tiraba de ellos violentamente hacia abajo en medio de un hervidero de burbujas que les impedía respirar. Por suerte, su milagroso salvavidas de madera logró salir a la superficie arrastrando a los dos náufragos consigo.

Sacaron la cabeza con ansia buscando el aire que les faltaba, patalearon y se aferraron con más fuerza al madero que, tras unas vacilaciones, continuó su camino corriente abajo por el cauce de un río ancho y profundo. Y ellos nadaron agarrados al tronco.

Un kilómetro y medio más abajo, aproximadamente, el terreno se allanaba y las aguas dejaron de rugir. La furia del río se fue aquietando. Ellos probaron a dirigir el tronco hacia remansos más tranquilos. Pataleando y remando con un brazo, llegaron hasta una zona donde las aguas se desbordaban mansamente inundando la ribera. Solo entonces, al hacer pie, los dos fugitivos se atrevieron a abandonar su salvavidas y caminaron juntos hasta la orilla más cercana.

Primero Javier y detrás suyo el hombre, los dos salieron del río con pasos tambaleantes, chorreando, tosiendo y vomitando un agua turbia con sabor a barro.

El chico se dejó caer aturdido sobre un trozo de terreno seco nada más pisar la orilla, con respiración jadeante. A sus catorce años, era la primera vez que vivía una situación así, tan al límite, y en ese momento no deseaba protagonizar otra aventura semejante nunca más.

Confuso y mareado, no quería pensar en sus dos compañeras perdidas, en Mónica y Finisterre. No quería pensar en nada. Las sensaciones vividas en el accidentado descenso por aquel torrente embrutecido ocupaban toda su mente. Le dolían las piernas, los brazos, todo el cuerpo. Temblaba.

La ropa chirriada le pesaba tanto que enseguida se sacó a tirones el jersey y la camiseta y los arrojó sobre las piedras. Luego se tumbó boca arriba completamente agotado, sin fuerzas, vacío de todo.

Al contrario que él, Miles se quedó de pie con las piernas medio flexionadas, la cabeza hundida entre los hombros y las manos apoyadas sobre las rodillas. Inspiraba y expiraba el aire con repetida fruición, tan honda y profundamente como se lo permitían sus pulmones. Intentaba recuperar las fuerzas sin rendirse a la tentación fácil de tumbarse en la hierba.

Pronto se dejaron de escuchar sus toses y jadeos. En cuanto pudo respirar con normalidad, el guerrero Ad-whar se irguió en toda su estatura y procedió a examinar los alrededores con su vista aguda. Luego repasó las pertenencias que le quedaban. Había perdido parte de sus posesiones durante la lucha y en la huida posterior; le faltaban el escudo y la ballesta, también la capa. Pero aún tenía el hacha y el cuchillo de monte, y la daga a salvo dentro de su bota. Por supuesto conservaba la espada, jamás se separaba de ella. La desenvainó y examinó la rectitud de la hoja. Pasó el dedo con suavidad por el filo y comprobó, satisfecho, que ningún golpe la había mellado; luego batió el aire con su hoja para pulsar su equilibrio antes de devolverla a la funda y depositarla cuidadosamente sobre la hierba.

Sus movimientos hicieron que Javier despertara de su letargo y abriera los ojos.

—¿Qué… qué eran esas ‘cosas’? —preguntó con un escalofrío aterrorizado. No hacía falta que describiera a las mantis gigantes para que el guerrero supiese de qué hablaba.

—Skrugs. ¡Los caballos del diablo! Son bestias de la Región de Penumbra. Unas depredadoras implacables.

—¿De la Región de Penumbra? —repitió el chico a lo tonto. Ignoraba qué lugar sería aquel—. ¿Y esos enanos horribles?

—¡Ellos son el diablo! —declaró el guerrero sin vacilar—. Reptilianos. Seres oscuros. ¡Darkos!, así los llaman. Una raza subhumana de caníbales y cazadores de cabezas.

El niño tragó saliva mientras el guerrero dirigía sus ojos pensativos hacia la montaña, aguas arriba.

—Es raro verlos por aquí. Muy raro… —Hablaba para sí mismo.

Conforme volvía a recuperar las fuerzas y también a recobrar la memoria de todo lo que había pasado, Javier sintió que una garra helada le apretaba el corazón. Cinco días atrás, él estaba tranquilamente de vacaciones en un campamento de verano en la Montaña Alavesa con pantalón corto, zapatillas deportivas y camiseta. Habían ido de excursión por la tarde al despoblado de Ochate incitados por uno de sus monitores, Mikel, que era un friki de Cuarto Milenio y un cazador de misterios, como a él le gustaba decir. Habían ido hasta el pueblo maldito de Ochate, que en la lengua vasca significaba «puerta del frío», por la fama que tenía de avistamientos de ovnis. Y he aquí que de pronto se había formado aquella niebla extraña, cuando regresaban al autobús, y una columna de energía había caído sobre él cuando caminaba por el descampado con Mónica Ramos, esa bocazas, y con Finisterre, la mejor de las monitoras.

Por más vueltas que daba al asunto, no podía entenderlo. Cómo ellos tres habían podido ser abducidos por aquel flujo de energía, y habían aparecido de pronto en una plataforma del espacio delante de una máquina en forma de rueda giratoria que, en realidad, era una puerta interdimensional que conducía a otros universos paralelos, planetas y mundos.

Y ahora estaban allí, en esa tierra desconocida y salvaje, en un reino feudal donde la gente se vestía y actuaba como si hubieran regresado a la Edad Media, rodeado de bárbaros y de bestias peligrosas que les acechaban. Un puñado de esas bestias les había perseguido a través de la montaña, para cazarlos como si fueran animales; habían capturado con redes a sus amigas Nika y Finisterre y él había tenido que escapar a nado por el río de aguas bravas en compañía de aquel sujeto moreno de ojos penetrantes, un guerrero Ad-whar con cara de malas pulgas y peor genio. Algo muy excitante para vivirlo a través de un videojuego, pero nada divertido, más bien angustioso, cuando uno se veía obligado a sufrirlo de verdad en sus carnes con todas las consecuencias.

Se tocó torpemente con los dedos un chichón que le había salido en la cabeza.

—¿Qué va a pasar con ellas, con Finis y Nika? ¿Qué crees que les harán esas cosas y... los darkos? —se atrevió a preguntar al fin, temiendo escuchar la respuesta.

—No las matarán, tranquilo. Tienen que entregarlas vivas a quienquiera que les haya pagado por cazarlas o no cobrarán la recompensa... Aun así, no las tratarán muy bien…

—Pero… pero… ¿por qué nos persiguen a nosotros?

El ceño de Miles se acentuó aún más. Por su frente cruzó una sombra.

—Eso me gustaría saber a mí también —murmuró pensativo. Después bajó la cabeza, miró de frente al muchacho y aclaró—: Ya os dije que soy un proscrito. Mi cabeza tiene un precio en Arn-Goroth que el rey pagará con gusto a cualquiera que se presente con esa cabeza en un saco. Os lo advertí. Pero además… ¡hay un hombre que me busca para matarme!... Alguien que con el tiempo se ha vuelto muy poderoso… con mercenarios a su servicio… ¡Yo también le persigo a él!, por eso he vuelto… Para cobrarle una deuda de sangre que tenemos pendiente, él y yo…

Hablaba entre jadeos, mientras se recuperaba del esfuerzo casi sobrehumano de aquella accidentada huida. Se paró unos segundos más para tomar aire, apoyado sobre las rodillas, y esperó a que su corazón dejara de latir a mil.

Luego reflexionó y dijo para sí:

—Pero es raro… —Él ya esperaba un ataque, sabía que sus enemigos intentarían interceptarlo a toda costa, tenderle una trampa. Lo esperaba, pero no tan pronto ni con esa clase de mercenarios—. Estamos en la frontera… No pueden haber enviado tan rápido, tan lejos a sus sicarios contra mí… Y esos darkos venían de las Tierras Ásperas…

De nuevo clavó sus pupilas aceradas en el chico extranjero con el que había compartido la ruta y al que había tenido que proteger durante los dos últimos días, desde que se habían tropezado con el broncotauro que él pretendía cazar en el Middle Umbra o Bosque Umbrío.

—Venían a por nosotros, por los cuatro… No solo me buscaban a mí… —razonó.

Alrededor de las botas del Ad-whar se había formado un gran charco y seguía chorreando agua, aunque a él eso parecía no importarle. Un poco más calmado y habiendo recuperado el resuello, por fin se puso en acción. Se despojó del peto de cuero y de la camisa, empapada, y examinó un tajo que le sangraba en el antebrazo izquierdo. Tenía un aspecto feo.

—¿¡Estás herido!? —exclamó entonces el chico, alarmado, sentándose de golpe.

—No es nada —le informó el hombre con indiferencia. Se enjugó la sangre, cogió un pellizco de barro fresco y unas hojas verdes cercanas, y se los aplicó sobre la herida. Luego se ató una pequeña venda alrededor del corte con un pedazo de tela arrancado de su propia camisa, para impedir que siguiera sangrando—. ¿Y tú? ¿Estás herido?

El muchacho se repasó bien; tenía moratones por todo el cuerpo e incluso los pantalones desgarrados, pero todos los huesos seguían en su sitio. Lo único digno de resaltar era el corte abultado en la frente que goteaba sangre sobre la ceja izquierda. Había tenido mucha suerte, sí. Su compañero le recomendó que se pusiera barro como había hecho él. En cuanto lo hizo, Miles apretó sin miramientos con el pulgar sobre la herida para cortar la hemorragia.

—Ay —se quejó el chico—, ¡ten más cuidado!

El guerrero no le hizo el menor caso. Rasgó otra tira de la tela de su camisa y se la tendió diciendo: