La puerta secreta - Belén A.L. Yoldi - E-Book

La puerta secreta E-Book

Belén A.L. Yoldi

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Beschreibung

Una antigua leyenda dice: «Cuando la ardiente estrella Sirio cabalgue en el cielo nocturno junto al cazador Orión, si un cometa naranja cruza entonces el firmamento, sabrás que se ha abierto la Puerta a las Estrellas»... Violeta —más conocida como Finisterre—, Nika y Javier solo comparten unos días de vacaciones en un campamento de verano, pero sus vidas cambian cuando una desconocida pone en sus manos un extraño medallón, mientras visitan el pueblo maldito de Ochate. Entonces son arrancados de la tierra e inician así una odisea por mundos lejanos y peligrosos. Ellos aún no lo saben, pero los han elegido para cumplir una misión. Porque quienes portan ese objeto y atraviesan la puerta del Nunrat, tienen la oportunidad de hacer un viaje extraordinario, pero también se convierten a la fuerza en guardianes del "Mentagión".

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GINKGO BILOBA

© del texto: Belén A.L. Yoldi

© diseño de cubierta: Equipo BABIDI–BÚ

© de esta edición:

Editorial BABIDI–BÚ, 2022

Avda. San Francisco Javier, 9, 6ª, 23

Edificio Sevilla 2

41018 - SEVILLA

Tlfns: 912.665.684

[email protected]

www.babidibulibros.com

Primera edición: enero, 2022

ISBN: 978-84-19106-96-4

Producción del ePub: booqlab

transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o scanear algún fragmento de esta obra».

 

 

 

 

Lo dedico a mis hijos, Pablo y Daniel.Por ellos, escribí este libro.Y para Ángel, que me acompañó en todo el camino.

 

 

«Fantasía es una tierra peligrosa, con trampas para los incautos y mazmorras para los temerarios. (…)

(…) Hay allí toda suerte de bestias y pájaros; mares sin riberas e incontables estrellas; belleza que embelesa y un peligro siempre presente; la alegría, lo mismo que la tristeza, son afiladas como espadas.

Tal vez un ser humano pueda sentirse dichoso de haber vagado por ese reino, pero su misma plenitud y condición arcana atan la lengua del viajero que desee describirlo. Y mientras está en él le resulta peligroso hacer demasiadas preguntas, no vaya a ser que las puertas se cierren y desaparezcan las llaves».

J.R.R. TOLKIENSobre los cuentos de hadas.

«Universo, un gran casino donde los dados son tirados y la ruleta gira alguna vez»,

Stephen HAWKING

ÍNDICE

Prólogo: La guardiana de la llave de la puerta secreta

PARTE 1. VIAJE AL REINO PROHIBIDO

Javier

Nika

Finisterre

Ochate

Bajo la bóveda estrellada

Los jardines de Sammuramat

PARTE 2. EN EL CORAZÓN DEL BOSQUE UMBRÍO

Encuentro en el bosque

Un guía inesperado

Los bandidos

En el corazón del Middle Umbra

Por el barranco de las almas perdidas

PARTE 3. MÁS ALLÁ DEL ARCO CICLÓPEO

Gravelón

La garganta del buitre

La pesadilla

Un refugio bajo la tormenta

El despertar

EL MENTAGIÓN

AGRADECIMIENTOS

PRóLOGO

LA GUARDIANA DE LALLAVE DE LA PUERTA SECRETA

Anoche volví a asomarme al abismo insondable. La negrura más profunda se extendía ante mí, su energía primigenia me succionaba, me atraía hacia el vacío infinito mientras una bóveda de estrellas silentes brillaban misteriosas sobre mi cabeza. Y sentí un estremecimiento helado en los huesos.

Yo creí que tendría más tiempo…

En mi visión, unas largas cortinas de pintura plástica caían en oleadas desde el cielo y empezaban a tapar el mundo, mi mundo. Me encerraban y me empujaban hacia la negrura mientras a mi alrededor iban desapareciendo lugares familiares, las personas que amaba. Hasta el sol se borraba devorado por el agujero negro.

Cuando se apagaron todas las luces me vi de nuevo ante al abismo, con el mentagión brillando en mi pecho, en ese inmenso lugar vacío y carente de vida. Sola.

Me he despertado de golpe. Y me he encontrado en mi cama en plena noche, bañada en un sudor frío. Mi Ángel, mi amor, dormía plácidamente a mi lado. He alargado la mano hasta su brazo para cerciorarme y me he acurrucado en el calor de su cuerpo fuerte, tan familiar. Ha sido su respiración acompasada y el latido firme de su corazón en mi oído los que me han calmado.

«Estoy en casa», he pensado con alivio, pero ya no he vuelto a dormirme.

Sé lo que significan estos sueños.

Es un aviso, la señal de que está cerca la hora de partir.

Porque este año, tal y como reza una antigua leyenda que solo algunos elegidos en la Tierra conocen:

«Cuando la ardiente estrella Sirio cabalgue en el cielo nocturno junto al cazador Orión, llegará la canícula y, si un cometa naranja cruza entonces el firmamento, sabrás que la esfera del Nunrat ha comenzado a girar en el vértice del universo y que se ha abierto la Puerta a las Estrellas». Otra vez.

El portal estelar vuelve a abrirse, sí. Y para una «Nunrat Gitzé» como yo, Guardiana de la Llave que sella la Puerta Secreta entre los mundos, llega la hora del gran viaje… Un viaje en el que todo es posible, también morir.

Es la hora de partir a las estrellas y ahora debo darme prisa en prepararme.

He vivido dos veces una vida. Me siento cansada y estoy enferma… No sé si podré reunir las fuerzas suficientes para volver a cerrar esa puerta, antes de que se desate el caos. Pero el mentagión aún responde ante mí, yo soy su guardiana y debo intentarlo. Sea como sea, no puedo fallar.

Ruego también para que pueda encontrar a alguien digno y valiente al que confiar el mentagión y transmitir este legado. Gamal me ha enviado a su hijo menor desde Egipto, dice que está preparado para asumir la carga; procede de una larga estirpe de Guardianes que se remonta ininterrumpidamente hasta la época de los faraones y desea con vehemencia emular a sus antepasados y convertirse en un centinela del Nunrat, siguiendo el ejemplo de su padre y su hermano mayor. A priori parece un buen candidato. Pero hay algo en él, en su mirada huidiza, que me hace dudar de que sea un Elegido.

Por si acaso, dejo escrito un diario para mi sucesor o sucesora con la esperanza de que sabrá qué hacer cuando lo lea, si yo falto…

A ti te hablo. Cuando la esfera comience a girar y las puertas del universo se abran de nuevo, todos y todas las Guardianas de la Puerta estelar deberán entrar en el orbe del Nunrat con el mentagión, y allí sobre los puentes, al borde mismo del abismo, deberán repetir el conjuro que sirve para cerrar esas puertas. Generaciones y generaciones de guardianes que nos preceden lo han logrado; sus nombres están escritos con luz. Si ahora eres tú la persona elegida, has de saber que el futuro de nuestro mundo estará en tus manos.

JAVIER

En la inmensa vastedad del universo, alguien lanzó los dados del destino y uno vino a caer precisamente en un pequeño punto del norte de España, un día tórrido del mes de julio. Y esa voluntad quiso que la suerte se fijara en ellos cuando caminaban por los campos yermos de un pueblo abandonado llamado Ochate, que algunos consideran maldito.

Lo único que compartían eran unos días de vacaciones en un campamento juvenil de verano.

¿Por qué nosotros?, se preguntarían después a menudo. ¿Por qué no?, respondería la suerte sin dar explicaciones.

Si les hubiesen dejado elegir, Javier y Mónica jamás habrían emprendido un viaje juntos. Mucho menos para compartir una aventura.

Lo cierto es que su primer encuentro no había sido nada afortunado. Más que encuentro podría calificarse de encontronazo y solo sirvió para que los dos adolescentes se odiaran a muerte, al menos durante un tiempo.

Pero la vida casi nunca te pregunta tu opinión. Y proporciona extraños compañeros de viaje cuando uno menos se lo espera.

Cuando se conocieron, dos meses atrás, Javier acababa de mudarse a la casa de Mutilva con sus padres y la nueva vecina le pareció una chavala muy desagradable, de lo más impertinente y fastidiosa, con una boca demasiado grande, unos ojos castaños demasiado vivos y con demasiada mala leche para su gusto. Insufrible.

—¡Pedazo de bestia! ¿Por qué no miras por dónde vas? —Fue el saludo abrupto que Nika le soltó entonces, enfadada, sacudiendo la coleta.

Claro que, literalmente, él acababa de atropellarlas con su bicicleta en plena calle, a ella y a una niña gafosa más pequeña que la acompañaba. Esto también hay que decirlo.

Javier bajaba pedaleando a toda velocidad desde Pamplona por la avenida, con la mochila en la espalda. Llegaba tarde a comer y su madre era una maniática de la puntualidad.

Había tomado demasiado deprisa el cruce y, tras girar a la izquierda por la rotonda del Club de Marketing, había enfilado hacia Mutilva Alta sin apretar el freno, mirando hacia los lados para vigilar el tráfico de otros vehículos que se acercaban. No se había fijado en las dos niñas que empezaban a cruzar la calle por el paso de cebra hasta que fue demasiado tarde para esquivarlas.

El sol brillante de finales de mayo había contribuido también, un poco, a deslumbrarle.

Había intentado frenar en el último segundo, al verlas, y había girado el manillar para esquivarlas, pero no con la rapidez suficiente. Él tampoco era un acróbata con la bici. Así que, tras un violento derrape, los tres habían terminado rodando por el suelo en un revoltijo, con los brazos y piernas enredados entre los pedales y las ruedas.

Las gafas habían aterrizado sobre el asfalto caliente, unos metros más allá.

La chica mayor se zafó enseguida de la bicicleta y se levantó de un salto en actitud peleona, con la huella de una rueda marcada en su pantorrilla. La niña más pequeña, en cambio, se agarraba la rodilla contusionada con lágrimas en los ojos.

Javier se habría disculpado con ellas, pues solía ser un chico educado, si Mónica le hubiese dado tiempo. Pero su lengua rápida y el comentario agrio cortaron de raíz las buenas intenciones.

—No lo he hecho a propósito, ¿te enteras? Ha sido un accidente —farfulló, apartando nervioso la bici de la carretera para dejar pasar a los nuevos coches que llegaban. Todos los conductores se paraban, indagaban a través de la ventanilla y luego pasaban de largo al comprobar que no había ocurrido nada grave—. Bueno, qué, ¿os habéis hecho daño?

—¡Claro que nos hemos hecho daño, idiota! ¿A ti qué te parece? Como que venías lanzado...

En realidad, Mónica había parado con su cuerpo el mayor golpe y le dolía terriblemente, pero estaba demasiado indignada con aquel estúpido y demasiado preocupada por su hermana menor como para quejarse.

—¿Te encuentras bien, Leyre? —preguntó a la pequeña, solícita, mientras la ayudaba a levantarse. La menor asintió entre pucheros frotándose la rodilla.

Su hermana recogió las gafas del suelo y se las devolvió. Acto seguido, se encaró con el atolondrado ciclista con expresión beligerante. Era casi tan alta como él, pero parecía mayor. Con catorce años recién cumplidos, estaba bastante desarrollada y se la veía muy resuelta y adulta.

—¡Al menos podías pedir perdón! —espetó al muchacho.

—¡Ya te he dicho que no lo he hecho a propósito! —respondió acalorado en lugar de disculparse.

—¡Solo faltaba eso!

Retraído por naturaleza, Javier se puso decididamente a la defensiva. No estaba acostumbrado a recibir tantos reproches juntos. Además, aunque no quisiera reconocerlo, se sentía un poco intimidado por la actitud combativa de la niña, en inferioridad de condiciones. Él no entendía mucho de chicas —no tenía hermanas, era hijo único, y con sus compañeras de clase se trataba lo justo—, pero esta chillaba demasiado en su opinión. Le parecía que estaba montando un espectáculo por una tontería y Javi odiaba montar espectáculos en público.

—Pero estáis bien, ¿no? ¿Podéis andar?

—Claro que podemos andar… ¿Es que no lo ves o qué?

Pensó que lo mejor sería largarse de allí cuanto antes.

Se agachó a recoger su bicicleta del suelo y al hacerlo comprobó que se le había torcido el manillar y el faro colgaba roto de un cable. «Mierda». Enderezó la bici y puso el pie en el pedal. Al menos la cadena seguía en su sitio y las ruedas giraban sin problemas.

—Pues si estáis bien, yo me marcho. Lo siento, tengo prisa —dijo.

—¡Hala, así de fácil! Nos atropellas y tan fresco…

—Bueno, ¿y qué quieres que haga?

—Sí, sí. ¡Mejor lárgate!

Montado en la bici maltrecha, Javier se escabulló a toda prisa. Por suerte su casa no estaba lejos, en la calle Ezkibel, a solo unos metros de distancia. Pedaleó deseando no volver a ver nunca más a esa niña impertinente. Aún sentía en la nuca los ojos indignados de la chica.

Cuando llegó frente a su casa, uno de los primeros chalés adosados en la línea de números pares de la calle, Javier se apeó de la bicicleta y echó un mal disimulado vistazo hacia atrás antes de entrar en el garaje, más que nada por saber qué hacían ellas. Observó que las dos niñas venían caminando desde la rotonda y que entraban en una casa de la acera de enfrente. Precisamente en la casa tradicional de piedra restaurada que tanto le había llamado la atención, por sus recios muros, el balcón con barandilla de hierro forjado y el jardín que hacía de esquina entre dos calles.

«¡Mierda!». Solo faltaba que esa niña tan bocazas fuera vecina suya.

Hacía poco que se había trasladado con sus padres a Mutilva. Así que el chico apenas había tenido tiempo todavía para explorar el entorno, mucho menos para hacer amistades. Pero si todos los vecinos de su edad eran como aquella niña, prefería quedarse en casa con su ordenador y sus pantallas digitales.

Por desgracia, basta que no quisiera volver a ver a la «Bocazas», como Javi la llamaba, para que se la encontrara en todas partes tras el día del accidente. En la calle, en el autobús urbano, en la plaza Eguzki de Mutilva…

Cuando eso ocurría, Javier se ponía colorado, desviaba rápidamente la vista y fingía no conocerla. Menos mal que la chica hacía lo mismo y le ignoraba olímpicamente con una tranquilidad pasmosa.

Entretanto transcurría el mes de junio con los últimos exámenes, las despedidas de clase, los primeros baños en la piscina, las notas finales… Todo ello salpicado de calor y tormentas, en los preludios de un verano que prometía.

Poco a poco, a lo largo del último trimestre de curso, sus padres habían ido desvelando el programa de vacaciones con las actividades que habían planeado para mantener ocupado a su hijo único y que aprovechara el tiempo libre al máximo, mientras ellos hacían sus propios planes y viajes de adultos.

Ese año habían decidido mandarle la última semana de julio a un campamento de golf. Su padre era un adicto al golf; había empezado a practicarlo más por marketing laboral que por verdadera afición, pero con los años se había enganchado a la práctica de caminar por la hierba con un palo golpeando una bolita. Y quería inculcar ese deporte de élites en su hijo, convencido de que le serviría en el futuro para crearse relaciones sociales muy fructíferas.

Javier no entendía por qué se empeñaban sus padres en apuntarlo a tantos campamentos de idiomas y deportivos, con actividades y horarios estrictos, cuando el sol del verano invitaba a tumbarse a la bartola y disfrutar sin hacer nada. Odiaba además estar rodeado las 24 horas de desconocidos a los que forzosamente tenía que gustar y de los que debía hacerse amigo, según sus padres, le gustaran o no.

La verdad es que nunca le había resultado fácil hacer amigos. No tenía don de gentes. Demasiado introvertido, eso decían las pruebas psicotécnicas de él. Muy inteligente y con una habilidad extraordinaria para las matemáticas, pero con pocas habilidades sociales. Javier sabía que era un friki y no el chico más famoso de su colegio, como hubieran deseado sus padres, no hacía falta que se lo restregasen en la cara. No quería serlo, pero estaba aprendiendo a resignarse ya que no podía hacer otra cosa.

Por fin terminó el curso y llegaron las ansiadas vacaciones.

Pensaba que disfrutaría de un periodo de gracia y felicidad. Pero sus esperanzas se torcieron en la última semana de junio, cuando acudió a la reunión preparatoria del campamento de golf.

Los organizadores habían convocado por correo electrónico a las familias a las siete de la tarde de un miércoles en la Casa de Cultura de Mutilva. Y la familia García en pleno había acudido al llamamiento. Solo habían tenido que doblar la esquina y caminar desde su casa hasta la cercana plaza Eguzki donde se encontraba el edificio público. En la puerta, al entrar, les habían entregado una hoja impresa a color que daba información sobre el campamento, las condiciones del viaje y los patrocinadores.

El «Campamento de Iniciación al Golf» era una idea novedosa. Estaba organizado por la Federación Navarra para promocionar ese deporte entre las nuevas generaciones y contaba para ello con la colaboración de los ayuntamientos de Egüés y Aranguren, que buscaban dar a los jóvenes de sus valles otras alternativas de ocio diferentes, con el patrocinio de una conocida entidad bancaria.

El cursillo se iba a celebrar en el Izki Golf de Urturi, un pequeño pueblo situado en la Cuadrilla de Campezo-Montaña Alavesa, a unos 100 kilómetros de distancia de Pamplona. Era el primer campo de golf de iniciativa pública construido en España, creado por la Diputación Foral de Álava y diseñado por el famoso campeón español Severiano Ballesteros. El centro contaba con un buen programa de actividades para jóvenes y, al estar en parte subvencionado con fondos públicos, resultaba bastante asequible. Además, estaba situado junto al Parque Natural de Izki, uno de los parajes naturales más hermosos y bien conservados de Euskadi, con rutas para realizar senderismo y actividades de media montaña.

Después de saludar a algunos conocidos, la familia García se había acomodado al fondo de la sala a esperar el comienzo de la reunión. Y justo acababa de ocupar su asiento, cuando Javi vio entrar a la Bocazas con una mujer que, por el parecido y la familiaridad de trato, tenía pinta de ser su madre. El chico se hundió inmediatamente en la silla y se escondió tras el folleto. A continuación, comprobó aterrado que sus ojos no le engañaban. Era la misma chavala del accidente y llevaba en la mano el mismo folleto que daban en la entrada, lo que significaba que también asistiría al campamento. ¿Para qué si no iba a sentarse en la segunda fila? Ahora la Bocazas se había vuelto y recorría con mirada curiosa la sala y, por mucho que intentó evitarlo, acabó descubriendo dónde estaba él. Reaccionó frunciendo el ceño. Javi no logró ver más porque otras personas se pusieron delante y se sentaron en medio.

Sin embargo, ya no pudo parar en la silla, se removía inquieto como un pez fuera de su ambiente. Y aunque estaba deseando marcharse, no podía porque sus padres le cerraban el paso y querían enterarse de las normas que regirían el campamento.

Los organizadores, sin embargo, apenas dieron normas. Hablaron más bien de las excelencias del lugar elegido, empezando por las instalaciones del Izki Golf con sus campos de césped ondulantes. También mostraron un vídeo fantástico de la zona y de la localidad de Bernedo, donde iban a alojarse esos días en un albergue juvenil. Se trataba de una cuenca agrícola franqueada al norte y al sur por unas sierras accidentadas y fragosas. Estaba jalonada de pueblos con casas de arquitectura tradicional, con ríos rápidos que atravesaban gargantas verdes, montes de relieve agreste y boscoso en un entorno natural donde el grupo de jóvenes podría probar el sabor de la aventura sin correr peligro, eso dijeron.

La organización quería causar una buena impresión y en general lo logró de sobra.

Aunque Javier estaba tan disgustado que apenas se fijó en el vídeo. Solo prestó atención cuando subieron al estrado los que serían sus monitores en el campamento, dos hombres y dos mujeres jóvenes. El primero de todos en presentarse fue Mikel. A los padres de Javi no les causó buena impresión ver que llevaba el pelo muy rapado y un pendiente en cada oreja, pero como maestro de profesión, debía saber su oficio. El otro monitor, Koldo, parecía un joven agradable y con buen carácter cuando se presentó.

En cuanto a las monitoras… Javier se enamoró de la sonrisa de Violeta nada más verla. Era una sonrisa encantadora y positiva que abrazaba a quien la miraba. Que hacía brillar sus ojos verde miel como si fuesen de agua e iluminaba por completo su rostro fino, bello y juvenil. Tenía una media melena rizada de cabellos llameantes, teñidos de un vibrante color rojo cobrizo, que le daban un aire moderno y distinto. Pequeña y delgada, se desenvolvía en el estrado con la fluidez y ligereza de una mariposa volando en la brisa y, mientras se presentaba, sus brazos gesticulaban como alas. A Javi le recordaba vagamente a una actriz famosa del cine americano, delicada y elegante como ella.

Su compañera, Amaia, era todo lo contrario, más terráquea. Grande y alta, su melena rubia enmarcaba un rostro saludable de corte celta. Parecía simpática también, extrovertida y un tanto malhablada, eso dijo la madre de Javi al oírla soltar varios tacos.

A la salida, los monitores se habían repartido por la sala para ser más accesibles. Y Violeta había saludado a Javier al pasar deduciendo que sería uno de los participantes.

—¡Hola! Tú vienes al campamento, ¿verdad? ¿Cómo te llamas?

—Javier García —respondió tímidamente.

—Estupendo, Javier. ¡Nos vemos dentro de un mes, entonces! —dijo sonriendo con optimismo la joven del pelo rojo—. ¡Nos lo pasaremos muy bien, ya lo verás!

El muchacho habría salido contento de la reunión, pensando que en efecto aquel campamento podría resultar divertido, de no ser por un desagradable detalle. Nada más atravesar la puerta, en el hall de la Casa de Cultura, a punto estuvo de tropezarse con la Bocazas. Los dos se cruzaron al pasar una mirada de desaprobación mutua, más enfadada la de ella, más desesperada la del muchacho.

—¡Cuántos chicos de Mutilva van al campamento! Así podrás hacer amigos nuevos… —comentó la madre satisfecha, mientras volvían a casa.

No reparó en que su hijo bajaba la cabeza y miraba el suelo con pesimismo.

NIKA

—¿Cómo? ¿CÓMOOO...?

Dos veces. Lo repitió dos veces por si con una no bastara para expresar su malestar. Nika no se lo podía creer. De pie en la confortable cocina de su casa, miraba a su madre con indignación mientras esta preparaba la cena.

Físicamente, madre e hija se parecían mucho, con sus melenas abundantes y encrespadas difíciles de domar, también por los rasgos pronunciados de sus caras en las que destacaban la nariz potente y una boca generosa y propensa a la risa, y por sus curvas contundentes enfundadas en ropas prietas y sexys, sin complejos. Más delgada la hija, eso sí. Las dos tenían además el mismo carácter fuerte, desenvuelto y extrovertido, de convicciones firmes que exponían con lengua viva y rápida así que con frecuencia chocaban, sobre todo ahora, cuando la hija atravesaba por la tempestuosa etapa de la adolescencia.

—¡Me niego a ir al campamento de golf con ese niñato! —declaró la niña con voz rotunda.

—Ay, Nika, ¿qué te pasa con ese chico? Es «mono» y a mí no me ha parecido tan malo.

La madre intentaba endulzar la situación.

—¿Monooo? —repitió Nika, poniendo los ojos en blanco—. Un kamikaze y un idiota, eso es lo que es.

—Ya sé, ya sé que tuvisteis ese tropiezo con él y con su bici el otro día. Y que podía haber sido más grave. Seguro que está arrepentido. Por suerte, todo acabó bien. No deberías darle más vueltas…

—¿¡Solo un tropiezo, dices!? Si casi nos pasó por encima…

La tormenta familiar se había desatado en la calle, nada más salir de la reunión en la Casa de Cultura, y había continuado al llegar a casa. Todo aquel lío, solo porque entre los chicos y chicas que iban a participar en el campamento de golf se encontraba el muchacho que las había atropellado hacía un mes con la bici, a Leyre y a Mónica.

El día del accidente, Carmen, la madre de Mónica, se había alarmado mucho. Habría querido estrangular a aquel ciclista imprudente. Pero luego se había tranquilizado al comprobar que ninguna de las niñas había sufrido daños serios. Más tarde se había echado a reír y casi se había apiadado del pobre chaval al escuchar la descripción de su precipitada huida que hacía su hija mayor. Ahora que lo había visto de cerca ya no le parecía tan antipático como su hija lo había descrito. Solo era un adolescente espigado y tímido, de ojos y cabello castaños con un mechón de pelo grueso que le caía sobre la frente y detrás del cual parecía esconderse.

—Mamá, por favooor… ¡Te aseguro que es un pijo y un idiota! ¡Y no pienso ir a ningún campamento de verano con él!

—Tú quisiste apuntarte a ese cursillo de iniciación al golf en vacaciones, Nika. ¡Estabas encantada de ir!

—¡Pues hoy no quiero!

Carmen aspiró hondo e intentó razonar con ella.

—Ya hemos pagado el campamento con antelación. No podemos anularlo, sin tener un buen motivo. No nos devolverían el dinero.

—¡Claro, te importa más el dinero que la felicidad de tu hija!

—Mira, Nika. En ese campamento habrá otros chicos y chicas. Seguro que te diviertes y haces amigos nuevos, ya verás. ¡No tendrás que estar con ese chico que te cae tan mal, si no quieres!

—¿Es que ahora quieres decidir también sobre mis amigos? —estalló Nika, incontenible—. No solo nos arrastráis papá y tú a la fuerza hasta este pueblo, tan lejos de Madrid y de nuestra casa, ¡de todo lo que era mi maravillosa vida! ¿Y ahora también quieres elegir los amigos que debo tener?

Todavía, a pesar de los meses transcurridos, Mónica seguía sin perdonar a sus padres aquella locura que les había dado de volver a la ciudad que les vio nacer, cerca de sus familias. Había surgido aquella oportunidad laboral para su padre de ocupar un puesto importante en una buena empresa y la habían aprovechado. La habían arrancado del hogar que conocía y amaba, de su colegio de siempre y la habían separado de sus mejores amigas. Todo para irse a vivir al norte, a un pueblo llamado Mutilva, al lado de Pamplona, donde su madre había trasladado el estudio de ilustradora gráfica; un pueblo que resultaba tremendamente aburrido en comparación. ¿Cómo habían podido cambiar la vida excitante y moderna de una capital cosmopolita como Madrid por ese muermo?

La madre suspiró para sus adentros. Carmen era una mujer de bandera, que nunca se arrugaba y solía hacer frente a las dificultades con buen humor. Pero tenía que reconocer que últimamente esto resultaba muy difícil con su hija mayor en plena fiebre adolescente. El traslado de domicilio tampoco había ayudado a mejorar las cosas.

En ese momento se oyó la llave de la puerta girando en la cerradura, señal de que el padre de familia regresaba a casa. Y Carmen dijo la frase definitiva para acabar con la discusión:

—¡Punto final! Ya estás inscrita en el campamento de golf, Mónica. ¡Desde hace tres meses! No vamos a cambiar ahora de planes por una ventolera mental, ya lo sabes.

La niña le dedicó una de sus miradas flamígeras.

—¡No pienso ir!

Para ratificar su decisión, Nika se fue a su cuarto donde se encerró enfadada.

Pero la rueda de la ruleta ya había empezado a girar y, lo quisieran o no, ella y Javier formaban parte inseparable de una nueva partida.

FINISTERRE

En el futuro, cuando tuviera que fijar un kilómetro cero para el comienzo de su extraordinario viaje, Violeta pensaría en aquella primera noche de campamento juvenil, quizá porque había sido la última vez que había mirado las estrellas con ojos inocentes, sin buscar algo, o a alguien, en ellas.

Estaban sentados chicos y chicas en el suelo del patio del albergue juvenil donde se alojaban, en las afueras de la localidad alavesa de Bernedo, iluminados por las bombillas de sus linternas portátiles.

Habían salido de excursión nocturna después de cenar para contar estrellas. Y después de caminar un rato a la luz de la luna por un camino rural, habían regresado al patio donde ahora charlaban animadamente formando un corro.

Una estrella fugaz anaranjada cruzó entonces por el firmamento nocturno. Solo Violeta acertó a verla pasar. El caso es que su vida cambiaría de rumbo a partir de esa hora cero, aunque ella tardaría un tiempo en darse cuenta.

—¡Hoy habéis dado el primer paso para convertiros en aventureros de verdad! Habéis aprendido a guiaros por las estrellas, algo muy importante para la vida y esencial para emprender cualquier aventura —declaraba en ese momento Mikel, el jefe de los monitores. Lo dijo con voz solemne, sin saber que para algunos de los presentes la mayor aventura comenzaría muy pronto, antes de lo que se imaginaba.

Hizo una pausa teatral para dejar que sus palabras calaran. Luego adelantó la cabeza hacia el círculo juvenil y en tono confidencial no exento de cierta guasa, dijo:

—¿Creíais que solo veníais aquí a jugar al golf? Pues no. ¡Estáis aquí para emprender un viaje iniciático!

En medio del campo y envueltos en la oscuridad, con los ruidos nocturnos desconocidos acechando a su alrededor, aquellas frases impresionaban un poco.

—Un viaje iniciático, sí. Nosotros seremos vuestros guías, ¡pero solo eso! El éxito de este viaje, que lleguéis a convertiros al final de esta semana en guerreros y guerreras, en auténticos ‘trotamontañas’ y ‘exploramundos’, dueños del cielo y las estrellas, depende enteramente de vosotros.

Varios adolescentes reaccionaron con desdén y burla ante la propuesta, que consideraban ridícula; pero otros, la mayoría, abrieron los ojos con interés.

«Algunas cosas no cambian. Y está bien que sea así,» pensó Violeta sonriendo para ella misma mientras observaba, uno por uno, los rostros frescos de los que iban a ser sus pupilos durante una semana. Aún se notaba en ellos la tensión del primer día, las miradas tímidas que se lanzaban entre sí, la incomodidad de estar fuera de casa. Se esforzaban por parecer muy mayores y autosuficientes, pero bastaba una promesa de aventura mezclada con juegos de aprendizaje y bien aderezada con unos cuantos relatos de misterio para que en sus caras asomaran de nuevo la curiosidad y el asombro.

La mirada de la monitora se cruzó con la de Mikel y este le guiñó el ojo disimuladamente con complicidad. A Violeta le entraron ganas de reír porque no le cabía duda de que su amigo estaba en su salsa, disfrutando a tope por la expectación que iba despertando.

Allí estaban, cuatro monitores organizando actividades para una tropa de chavales y chavalas con las hormonas revolucionadas, en pleno mes de julio, mientras otros jóvenes de su edad se iban de fiesta o a tumbarse en la playa o bien recorrían Europa en tren.

Mucha responsabilidad, pero también resultaba divertido, al menos para ella. Y uno de esos momentos felices solía ser cuando tenías al grupo alrededor tuya totalmente conectado a ti, atento a cada palabra, mientras les proponías un juego o les contabas una historia emocionante. Para la monitora, cada momento de la vida o cada persona estaba asociada a una música, a una canción distinta que solo ella podía sentir en su cabeza, y este instante estaba acompañado por una música excitante y muy alegre, que la subyugaba. Porque a Violeta le encantaba contar historias.

—¿Queréis saber en qué consiste este viaje iniciático? ¡No va a ser fácil, os lo advierto! —aseguraba en ese instante el jefe del campamento—. Tendréis que andar muy listos para pasar todas las pruebas...

Los días de verano eran muy largos. Y con una tropa de adolescentes de vacaciones, poco descanso cabía esperar.

Por eso, junto a las actividades deportivas programadas por la organización, el equipo de monitores había diseñado una serie de actividades de ocio, destreza e ingenio para amenizar el campamento y mantener ocupado al grupo. Habían inventado un juego de rol de inspiración medieval donde cada participante podría adoptar el papel que quisiera siguiendo el hilo de una historia. Se encontraban en un escenario propicio para ello.

—Desde ahora debéis saber que ya no estáis en la montaña alavesa, tampoco en Bernedo… —avisó Violeta. Acto seguido, con su gran don de contadora de cuentos, comenzó a desplegar el escenario de la historia imaginaria donde iban a desarrollar el juego de rol que habían ideado—. En un mundo paralelo a este, oculto bajo estas piedras antiguas y disimulado por la sombra de los montes selváticos, se encuentra el Reino Prohibido de la Amilamia, Señora de la lluvia y de los regachos, de los torrentes bravos que bajan salvajes de la sierra y de los ríos profundos de aguas quietas que riegan los sembrados y huertos. Un reino misterioso y secreto lleno de magia que muy pocos pueden llegar a descubrir...

—Para entrar en el Reino Prohibido y encontrar el tesoro de la Amilamia, es preciso demostrar mucho ingenio y valor. Tendremos que armarnos con objetos mágicos y superar algunas pruebas —corroboró Mikel siguiéndole el hilo.

—Habrá pruebas en equipo y otras individuales donde deberéis ejercitar la inteligencia y la memoria, también habrá pruebas deportivas, etecé, etecé… ¡Y todos deberéis manteneros muy atentos para poder superarlas!

—¡Ah, y el último día tendremos un examen final! ¡Una gran yincana por todo Bernedo! donde deberéis poner en juego todo lo que hayáis aprendido estos días. Por ejemplo, a orientaros con las estrellas…

Un murmullo de emoción recorrió el círculo juvenil al oír la palabra yincana.

—Será de noche, por supuesto. A la hora en la que salen los fantasmas de paseo… —Mikel soltó una risotada terrorífica de película de miedo, tan exagerada que no asustó a nadie—. ¡Ah! Y para esa yincana, cada uno de vosotros deberá elegir un nombre, ser un personaje, tener una identidad secreta…

—¿Qué clase de nombre? —preguntaron de inmediato los muchachos y muchachas entrando en el juego, claramente intrigados.

—Dentro de vosotros hay un guerrero o guerrera de la luz, un guía, un mago o maga, un cazador de sueños, una sanadora… Estos días deberéis pensarlo bien, qué queréis ser en el juego final del campamento. Y elegir un nombre que vaya en consonancia con eso —explicó Violeta.

—¡Exacto! Un nombre sonoro que os distinga y simbolice algo importante para vosotros, que represente vuestro valor y saber. Por ejemplo… —Mikel se puso de pie y abriendo los brazos para saludar, como un actor al final de una obra, declaró—: Yo soy Bandoleón Saltamontañas, juglar aventurero y alpinista. Desde ahora podéis llamarme así.

Violeta hizo lo mismo diciendo que ella era la Capitana Finisterre, viajera de las estrellas y una maga de las palabras. Después se presentaron Koldo y Amaia cada uno con un apodo. Los tres saludaron igualmente con una reverencia simpática.

Alrededor se formó un alboroto plagado de risas al oír los motes. Sin embargo, bajo esas risas, recorriendo el círculo, se podía pulsar la electricidad de una expectación nerviosa que se apoderaba progresivamente de los más jóvenes.

—Como veis, todos son nombres de guerra, capaces de asustar a un fantasma, ¡y hasta a la Santa Compaña si tenéis la mala suerte de tropezar con ella en una de estas noches!

—¿Qué es la Santa Compaña? —preguntó una voz inocente.

Nunca fallaba. Siempre había alguien que caía en la trampa y hacía esa pregunta. Para Violeta y los demás monitores era la señal, el punto de partida para encadenar un chorro de historias misteriosas, empezando por la fantástica leyenda popular gallega.

—¡Cómo! ¿Nunca habéis oído hablar de eso? Pues esa ignorancia podría costaros la vida... ¡Habéis de saber que la Santa Compaña es una procesión de ánimas que recorre en las noches oscuras los caminos rurales, cubiertas con ropones negros y con cirios encendidos! Caminan atravesando los bosques y campos como esas procesiones de Semana Santa, haga frío o calor. A su paso, solo se ven luces. Son espíritus de otro mundo… ¡fantasmas! —explicó Mikel al círculo de oyentes, adoptando un tono misterioso.

Su compañera Violeta tomó el relevo y, modulando la voz con gravedad dramática, prosiguió:

—Cuando se presenta la Santa Compaña, alguien desaparece de este mundo... Los fantasmas se levantan y salen en la medianoche, se cree que para encontrar a algún vivo al que llevarse con ellos. Les ponen en la mano una antorcha y les obligan a seguir a la procesión de encapuchados hasta que se convierten en fantasmas, también ellos… ¡Así se alimenta la compañía de nuevas ánimas!

—Si os tropezáis alguna vez con la Santa Compaña, lo mejor es salir corriendo —recomendó Mikel con un guiño de payaso que sirvió para rebajar la tensión—. Pero si por alguna mala suerte no podéis escapar, cuando pregunten vuestro nombre… ¡no se lo digáis! No el verdadero. Decidles vuestro nombre secreto y, como el diablo no lo tendrá apuntado en sus listas, ya no podrán llevaros consigo…

Justo en ese momento se oyó a lo lejos la risa estridente de una lechuza escondida y todos los chicos y chicas del corro pegaron un brinco. Hubo un movimiento perceptible de acercamiento y el círculo se apretó como si de ese modo se sintieran más a salvo.

Al verlo, Violeta volvió a sonreír para sus adentros. Allí había treinta chicos y chicas de entre trece y catorce años. La peor edad, según algunos. O la mejor para despertar el espíritu a la aventura de la vida. Todo dependía de los ojos con que se mirase.

Habían tomado el autobús esa mañana temprano, cargados con sus mochilas, bolsos y sacos de dormir, y tras despedirse de sus respectivas familias se habían sentado desperdigados por las butacas, solos muchos de ellos. La mayoría se había pasado todo el viaje mirando al móvil e ignorando el paisaje. Únicamente tres eran amigos y, cómo no, habían avanzado hasta el final del pasillo para ocupar la fila de asientos del fondo desde donde llegaban sus risas y bromas. El resto guardaba silencio. A Violeta no le cabía duda de que, al terminar la semana, en el viaje de vuelta, aquellos asientos del fondo estarían llenos. Siempre ocurría igual.

Los monitores habían pasado lista antes de partir, para ir conociéndolos personalmente y comprobar que no se dejaban a nadie. Unos habían contestado con voz adormilada, tímida o displicente; otras voces habían sonado alegres y vivas o tranquilas y expectantes ante lo desconocido. La niña de coleta gruesa y ojos simpáticos, al escuchar su nombre «Mónica Ramos», había contestado resuelta:

—¡Nika!, llamadme Nika.

El autobús había partido temprano de Mutilva y en hora y media había cubierto la distancia hasta el pequeño pueblo de Urturi, en la Montaña Alavesa. La primera parada había sido en el Izki Golf, donde habían visto las instalaciones y habían recibido su primera clase. Al terminar las prácticas, dos horas después, empezaba a caer a plomo el sol achicharrante de julio y todos se habían refugiado en la sombra del bar-cafetería para tomar refrescos mientras se secaban el sudor.

A continuación, se habían trasladado en el mismo autobús al pueblo de Bernedo, antigua plaza fuerte amurallada que aún conservaba el trazado estrecho de las viejas calles medievales y hoy capital de la comarca del mismo nombre; en las afueras estaba situado el albergue juvenil donde pernoctarían. Era un edificio de arquitectura moderna y funcional, pintado con colores alegres y vestido con grandes ventanales por donde entraba a raudales la luz. Allí habían desembarcado con sus mochilas y sacos, y habían comido en un espacioso comedor tras el ruidoso reparto de literas.

Por la tarde, habían recorrido con gran bullicio la vieja villa, en una primera toma de contacto con el que iba a ser su centro base durante la semana del campamento. A las nueve en punto habían regresado al albergue donde les habían servido una buena cena.

Y en la primera noche de campamento, nada mejor que salir de exploración con la excusa de contar las estrellas, eso pensaban los monitores. De ese modo, los chicos comenzaban a hacer piña y a conocerse unos a otros. Después, con cualquier pretexto, Violeta y Mikel se lanzaban a narrar historias terroríficas a la luz de la luna que ponían los pelos de punta y hacían reír al mismo tiempo a los oyentes, por su forma de contarlas.

En los Pirineos o en la Montaña Alavesa, en todas partes había leyendas que se pasaban de generación a generación de narradores. Y siempre triunfaban porque, desde los tiempos más remotos, las buenas historias contadas alrededor de una hoguera o a la luz de las linternas ejercían una magia poderosa que atraía y acercaba a las personas.

—Todos los móviles se quedan en el albergue. ¡Nada de teléfonos móviles! —Esa había sido la consigna al levantarse de las mesas del comedor, antes de lanzarse a la excursión nocturna.

Como los monitores habían imaginado, la protesta fue general. ¿Por qué tenían que dejar sus móviles?, respondían los adolescentes. No podían estar desconectados. ¿Y total para qué?, ¡ver estrellas! ¡Vaya chorrada! Yo me quedo en el albergue, dijo alguno.

—Ah, ah, ah. Así que tenéis miedo a salir de noche, ¿eh? —saltó Mikel.

—Sí, sí, no pongáis esa cara... Todo ese rollo del móvil a mí me suena a excusa. —Koldo lo secundaba desatando la indignación de los chicos que ya no se atrevían más a decir que se quedaban dentro por temor a parecer cobardes.

—¡Fuera móviles! No se necesitan maquinitas para contar estrellas. ¡Solo los ojos!

Entre bromas y frases jocosas, pero con firmeza, los monitores habían ido empujando a la tropa renuente de chicos y chicas a la calle armados tan solo con linternas vulgares de pila. Y los habían llevado de paseo en la oscuridad, primero por el arcén de la carretera hasta la vecina residencia de ancianos y después internándose por una vía de tractores que cruzaba entre los campos. Allí, entre risas, los monitores les habían hecho apagar las linternas y después les habían enseñado a leer el mapa del firmamento nocturno señalando las principales constelaciones.

Para la mayoría de aquellos urbanitas, caminar a oscuras por el campo y contemplar el cielo nocturno era una experiencia insólita, también un descubrimiento fascinante. Algo curioso teniendo en cuenta que las estrellas siempre estaban ahí para quien quisiera mirarlas.

—Para que os hagáis una idea, aquí en el campo en una noche sin luna podemos ver más de 3000 estrellas. En cambio, en una ciudad grande y llena de luces artificiales como Madrid o Barcelona, el cielo nocturno se ve plano y amarillo, apenas se pueden distinguir las estrellas más brillantes. ¡A eso se le llama contaminación lumínica!

—¿Sabíais que la bóveda celeste gira por la noche? Por eso, el mapa de estrellas va cambiando según la hora y la época del año. En realidad, no es el cielo sino la tierra la que gira sobre sí misma. Pero si te quedas quieto mirando al cielo en un mismo lugar, tienes la sensación de que toda la bóveda celeste se está moviendo. Lo hace alrededor de un eje que es el polo norte. Por eso no se ven las mismas estrellas en el mismo sitio a la medianoche que a las cuatro de la madrugada. Con las estrellas ocurre como con el sol durante el día; según pasan las horas, hay astros que aparecen por el este y otras estrellas se van poniendo y desaparecen por el oeste.

—Para guiarse por el cielo, lo primero hay que encontrar la estrella Polaris. Es la estrella situada justo encima del Polo Norte, la única que permanece quieta, ¡siempre señala el norte!, por eso los antiguos navegantes la usaban como brújula en sus viajes.

Al volver, el grupo caminaba más junto y contento. Nadie tenía ganas de irse a la cama. Así que, al llegar al albergue, se habían sentado en el patio y, tras los preliminares, Mikel y Violeta habían empezado a desplegar su arte para entretener desgranando hábilmente algunas leyendas tal y como esperaban los más jóvenes porque las historias de miedo, según dicta la tradición, forman parte inseparable de los campamentos de verano.

—¡Bah, eso de la Santa Compaña es un cuento! Los fantasmas no existen... —decía en ese momento un chaval, haciéndose el entendido.

Fue Violeta quien respondió con voz enigmática:

—¡Eso creemos! Pero los fantasmas son como las estrellas, ¡como el aire! Puede que en una ciudad llena de farolas no los veáis, porque la luz artificial os ciega. ¡Pero habéis de saber que aquí estamos en tierra de frontera!, donde cualquier misterio es posible.

Sus compañeros asintieron.

—Seguramente a vosotros, estas tierras os parecerán unas simples montañas con bosques y desfiladeros de rocas por donde corren inofensivos ríos, el Ega y el Ayuda. O llanuras aburridas, con campos de cereal recién cosechado. Pero sobre estos mismos campos cabalgaron en otro tiempo, no hace tanto, ejércitos de caballeros que iban a la batalla. Hace mil años, dos reyes poderosos se disputaban entre sí estos lugares, el rey de Castilla y el de Navarra. Durante tres siglos esta región formó parte del antiguo Reino de Navarra y el mismísimo rey Sancho el Sabio dio privilegios y convirtió Bernedo en una villa. Se levantaron murallas para defender el pueblo. Al final, el rey de Navarra perdió estas tierras que pasaron a pertenecer al reino de Castilla. Oh, sí, hay mucha sangre seca mezclada con esta tierra… Y los huesos de muchos muertos se blanquearon al sol. Se dice que los fantasmas de algunos de esos muertos que cayeron por la espada aún se pasean por las antiguas cañadas en busca de su señor. Y otros buscan venganza de los que les dieron muerte con malas artes de brujería. Como el caballero que regresó de la tumba para ayudar a su amada a acabar con un basilisco que asolaba estas tierras...

Como narradora, Violeta era una verdadera artista, una contadora de cuentos nata que hechizaba con su voz y sus relatos. Tenía el don de la poesía y el talento natural de una actriz para crear ambiente. Así que durante un buen rato mantuvo a todos en vilo con la leyenda de un ser mágico, un basilisco creado por un brujo para complacer a un caballero rico y envidioso que quería matar a su rival para conquistar con malas artes los amores de una dama muy hermosa. En realidad, era una variante de la leyenda alavesa del basilisco de Urrialdo, que Violeta había adaptado a las circunstancias para darle mayor emoción y cercanía.

El basilisco había hecho su nido en una cueva junto a una fuente de la comarca, dijo la joven, y todos los que iban a coger agua a la fuente desaparecían sin que al principio los vecinos supieran la razón. Su primera víctima había sido, claro está, el buen caballero odiado por su vecino.

El relato fue dando vueltas hasta la conclusión en la que lógicamente triunfaba el bien, cuando la dama valiente, tras rechazar al pretendiente envidioso, se enfrentaba al basilisco con los ojos vendados, una espada bendecida y una traílla de comadrejas amaestradas.

Al terminar su cuento, parte inspirado en la leyenda local y parte inventado, era tarde. Cosa rara, la historia había mantenido en vilo a los adolescentes hasta el final. Sin embargo, ahora los bostezos empezaban a abrir muchas bocas.

Los monitores se pusieron de pie y los chavales del campamento les imitaron. Al moverse, el hechizo que les cubría se desvaneció.

—¿Conoces más leyendas? —preguntaron algunos a Violeta, curiosos.

—¡Claro! Navarra, Euskadi, Castilla… ¡Estas tierras están sembradas de leyendas y misterios! No muy lejos de aquí hay un pueblo abandonado que muchos consideran maldito… ¡Ochate!, en el Condado de Treviño. Pero esa es otra historia que os contaremos mañana.

—¿Por qué te llamas Finisterre?

—¡Porque fui hasta el fin de la tierra persiguiendo estrellas!

—Sí, claro… Y yo que me lo creo.

—¡No, en serio! Hice el camino de Santiago en bici siguiendo la Vía Láctea con unos amigos y después continuamos hasta llegar al cabo Finisterre, donde antes decían que se acababa el mundo. Yo quería ver el mar y me empeñé en seguir hasta la costa. Mis amigos me pusieron entonces ese mote y ahora es mi nombre artístico de cuentacuentos.

Esa noche, después de muchos cuchicheos entre las literas, todos se durmieron por fin.

Al día siguiente, mientras los muchachos daban su clase diaria de golf en Urturi acompañados por Amaia y Koldo, Violeta y Mikel se dedicaron a recorrer a fondo la villa de Bernedo.

Los dos monitores querían estudiar con detalle el lugar para marcar los hitos y empezar a organizar la yincana del último día. Así que caminaron sin prisa por el pueblo, comenzando por su plaza Mayor, donde estaba la iglesia parroquial, y por la cercana ermita de Santa Teresa, donde colgaba aquella inscripción en piedra que tanto les había llamado la atención: «La maldición de la madre abrasa, y destruye de raíz hijos y casa». También se acercaron a la Fuente del Suso donde estaba el viejo lavadero. Al mismo tiempo iban creando un plano con hitos, sacando fotos, poniendo pegatinas de colores en arcos de piedra, bajo escudos o detalles curiosos que les servían de inspiración.

En uno de los bares del pueblo, mientras tomaban un café, les hablaron de una casona de piedra en las afueras que albergaba un taller artístico, donde vivía y trabajaba una escultora local de cierto renombre. No les resultó difícil localizarla.

La casona tenía un arco de entrada y una puerta tradicional de madera gruesa que daba a la calle, adornada con un eguzkilore de metal, como les habían indicado. Un muro hecho con piedras de río salía desde la esquina de la casa y bordeaba una pequeña parcela. La verja estaba abierta y ellos se asomaron al interior con curiosidad. Descubrieron un jardín con césped y con macizos de hortensias, rosales y margaritas, muy bien cuidado. Un camino de losas lo cruzaba desde la verja hasta un pequeño edificio de piedra bajo y alargado, anexo a la casa grande, que tenía delante un porche. Debía ser el taller artístico del que les habían hablado, pues la pared estaba adornada profusamente con objetos originales de cerámica pintada, con farolillos colgantes y con flores hechas de hierro forjado. El lugar parecía desierto.

—¿Hay alguien? —llamaron.

El silencio se ahondó aún más porque callaron los pájaros. Luego, una mujer que rondaba la sesentena hizo su aparición en el umbral del taller. Llevaba un vestido suelto, largo y sin mangas y un delantal encima con manchas de pintura. Pero lo más llamativo era el pañuelo de seda que cubría su cabeza, enrollado como un turbante. Por su característico nudo y por la delgadez de la cara, Violeta y Mikel dedujeron que aquella mujer padecía algún tipo de cáncer. En esas circunstancias, muchas enfermas adoptaban el pañuelo con coquetería para esconder la calvicie provocada por el agresivo tratamiento que les hacía perder el pelo.

—¿Qué desean?

—Perdone la intromisión. Estamos alojados en el albergue y nos han hablado de su taller...

—Si molestamos, nos vamos —se apresuró a añadir Violeta. O Finisterre, como ya habían empezado a llamarla las chicas del campamento.

—Está abierto, sí. Adelante, —respondió la mujer con amabilidad. Su mirada agradó a los recién llegados—. Podéis pasar. Aunque está todo un tanto desorganizado, os advierto. Este es mi lugar de trabajo no la tienda...

—¡Es fantástico! —exclamó Mikel con admiración nada más cruzar el umbral, mientras sus ojos recorrían el taller con la pequeña fundición, el banco de ceramista y los curiosos instrumentos de trabajo que estaban dispuestos en tableros y mesas de madera.

—Unas veces trabajo con metal y otras con cerámica… Depende de lo que me inspire más en cada momento. ¡Como artista, no soy muy clasificable! No sigo ninguna tradición artesana. Voy a mi aire —confesó ella con sencillez, respondiendo a las preguntas que le hacían mientras acariciaba una pieza a medio pintar en la que estaba trabajando, que representaba una bella luna con nariz de perfil griego y boca carnosa rodeada por un medio arco de estrellas. Era un diseño delicado y a la vez potente, muy femenino.

Les invitó a que mirasen tranquilamente mientras ella seguía trabajando, sentada en una banqueta alta e inclinada sobre una mesa del taller. La luz de la calle que entraba por un ventanuco cercano daba relieve a su figura, creando alrededor un halo de serenidad.

Empezaron a recorrer la estancia sin necesidad de que se lo dijeran dos veces. Era una bodega alargada y fresca dividida en dos zonas, sin una separación clara entre ellas. Al lado derecho de la puerta se encontraba la zona de trabajo, con mesas cubiertas de sopletes, herramientas, botes de pintura, pinceles y material en bruto, un torno de ceramista y algunas máquinas. Al fondo vieron apiladas en un rincón unas cajas de embalaje plegadas y tintadas de color azul océano, con un logotipo y un nombre impreso: Selene. En el otro lado estaban las piezas ya terminadas, dispuestas sobre varias mesas y en estanterías pegadas a la pared.

Había multitud de objetos, desde llaveros, pendientes y colgantes hasta adornos decorativos de pared y esculturas de diversos tamaños. Vieron eguzkilores, girasoles, árboles de la vida... Pero el motivo preferido eran los astros del firmamento. Dondequiera que mirasen, predominaban las formas de sol y luna, rodeados de estrellas, pintados con bocas sonrientes o serias y con ojos humanizados, almendrados y sensuales. Soles con rayos flamígeros, lunas de rasgos marcados. Eran objetos tan bellos que les fascinaron.

—¿Podríamos venir con un grupo de chicos para enseñarles su trabajo? —preguntó Mikel a la escultora, entusiasmado—. Somos monitores de un campamento juvenil de verano y estamos en el albergue…

—Lo sé. —La artista esbozó una media sonrisa ante el asombro reflejado en la cara de su interlocutor—. Vivimos en un pueblo pequeño. Aquí es difícil pasar desapercibido.

Pero no contestó ni que sí ni lo contrario, ante la petición del joven.

Mientras terminaban de recorrer la nave, Violeta riñó por lo bajo a su compañero.

—¿Cómo se te ocurre? No podemos traer aquí al grupo. Molestaríamos a la señora… ¡Y ya tenemos un programa de actividades demasiado apretado! Yo ni siquiera iría hasta Ochate. ¡No sé por qué te empeñas tanto! Allí no hay nada que ver...

—¡Claro que sí! —respondió el otro, con su optimismo incombustible—. ¡No pienso perder la oportunidad de visitar Ochate, el famoso pueblo de los ovnis! ¿Te lo imaginas? Ya se lo he comentado al chófer del autobús y no ha puesto ninguna pega en acercarnos hasta allí. Y seguro que a los chicos les encanta, sobre todo después de que les contemos hoy su historia un poco aderezada de misterio.

—¡Si no es más que un pueblo abandonado! He visto fotos por internet y allí no hay nada interesante. Es a ti a quien te llaman esos temas esotéricos. Como si no te conociera, colega. ¡Eres un friki de Cuarto Milenio!

—Vale, me encanta ese programa de televisión. Pero no me negarás que hay misterios en el mundo muy excitantes. Y ya que estamos tan cerca, no hacemos nada malo si visitamos uno de esos lugares misteriosos con una panda de adolescentes ávidos de aventuras…

—Insisto en que tenemos demasiados planes y...

—Luego hablamos. No me rayes ahora la cabeza. ¿Has visto qué llaveros? Creo que voy a comprar uno para mí y otro a mi churri, para que vea que me acuerdo de ella. ¿A ti cuál te gusta? Ya sabes que yo soy fatal para elegir regalos.

Mientras Mikel elegía y preguntaba a la artista el precio de los objetos que le interesaban, Violeta terminó su recorrido por la nave. De pronto le llamó la atención un reloj de pared peculiar fabricado con metales dorados y en bronce, decorado con cristales de colores y con detalles pintados en el azul turquesa que tanto gustaba a la escultora. Estaba colgado junto a una puerta interior que parecía comunicar el taller con el resto de la casa.

Se trataba de una pieza de buen tamaño y muy elaborada, con un llamativo sol de sonrisa femenina enigmática, ojos hipnóticos y rayos dorados flameantes con cristales engarzados en el extremo. Dos medias lunas azules, creciente y menguante, miraban a ese sol. Curiosamente, las lunas tenían perfiles masculinos de rasgos poderosos. Sobre la frente solar se veían las manecillas de un reloj. Y bajo el sol había otros astros más pequeños de metal pintado, muy decorativos.

Uno llamó especialmente la atención de la monitora por su rareza y se acercó a observarlo con curiosidad. Era una pequeña joya en sí misma, con una elaborada filigrana en relieve; un objeto muy delicado de plata y azul. Su diseño floral en mosaico recordaba a un mandala y, por sus materiales, parecía un medallón antiguo. Representaba una rosa con sus cuatro pétalos iguales dispuestos en forma de cruz y con las puntas de unas hojas triangulares sobresaliendo entre los pétalos; cada pétalo tenía tallado un dibujo que recordaba vagamente la forma de un árbol y la corola central era un octógono que repetía dentro el esquema de la flor. La rosa-estrella parecía una de esas imágenes de caleidoscopio donde todas las caras se repetían.

—Es un fractal —le informó Mikel, que también se había parado a admirar aquel objeto detrás suya—. Una estructura geométrica que se repite idéntica a diferentes escalas...

—¡Es precioso!

Fascinada por el hallazgo, Violeta alargó la mano para tocar el metal con los dedos y cuando acarició la pieza, se produjo un hecho insólito. Por algún mecanismo oculto, el medallón comenzó a moverse y cambiar de forma por sorpresa, abriéndose de dentro hacia afuera. Primero se desplegaban los triángulos y después los pétalos, metamorfoseándose así en flor o en estrella sucesivamente. En cuanto la joven retiró la mano, el mecanismo se detuvo y adoptó la posición inicial.

—¿Cómo hace eso? ¡Es una maravilla! —exclamó la pelirroja, acariciando fascinada el medallón y poniéndolo en marcha de nuevo. Con Mikel, en cambio, la flor permanecía inmóvil.

Los dos monitores se volvieron hacia la artista, intrigados. En un primer instante, ella misma pareció sorprendida por lo que acababa de ocurrir, no se lo esperaba. Pero enseguida se rehízo y explicó:

—Es un artilugio que me regalaron y va como quiere. ¡Ni siquiera yo entiendo cómo funciona! —Después se volvió hacia Violeta—. No está en venta, aunque tú… tú deberías saber que...

Les pareció que iba a decir algo. ¡Quería decirles algo! Al menos esa impresión le dio a Violeta por el paso que la artista dio hacia ella y el modo atento con que la miraba. Pero entonces entró alguien en el taller. La escultora reparó en el recién llegado y su expresión cambió automáticamente para volverse cauta. Se apartó de los monitores.

—Lo siento. Tengo que cerrar. Si queréis comprar algo, hacedlo ya por favor... —dijo.

De repente mostraba una prisa enorme por echarlos cuando cinco minutos antes estaba trabajando tan tranquila, en la mesa del taller. Violeta advirtió pese a todo que la examinaba a ella de una manera especial, como si quisiera atraparla con los ojos.

—Enseguida nos vamos —se apresuró a prometer, incómoda por esa mirada—. Yo ya he elegido un colgante. Y tú, Mikel deberías comprarle otro colgante a tu chica, no un llavero. Le hará más ilusión.