El olor de tu recuerdo - Lidia Herbada - E-Book

El olor de tu recuerdo E-Book

Lidia Herbada

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Beschreibung

Un simple papel perdido puede catapultarnos a los secretos del pasado. Así le sucede a Belma Vento, que trabaja como fotógrafa para Google Maps. Ella encuentra una nota vieja en un mueble. El contenido de la nota la mueve a seguir los pasos de su madre durante los años ´60, cuando pudo cruzarse con los Beatles. Nos adentramos en las aventuras y desventuras de tres generaciones de mujeres fuertes, miradas desde un presente donde la música y otros estímulos ayudan a ganarle al olvido.-

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Lidia Herbada

El olor de tu recuerdo

 

Saga

El olor de tu recuerdo

 

Copyright © 2017, 2022 Lidia Herbada and SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788728042960

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

 

www.sagaegmont.com

Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

Todos tenemos historias pendientes, algunas penden de un hilo, otras desaparecen con la línea del atardecer. Están las perdurables en el tiempo, aquellas que machacan nuestro cerebro una y otra vez. Y hay otras, que son las invisibles, las que alguien borró de nuestros ojos.

1 de abril de 1969

 

Abrió la puerta, la cerró tras de sí, sigilosamente se acercó hacia aquel chifonier lacado rojo, el tesoro más preciado de su familia, ese que les había acompañado desde tiempos que ya no recordaba. Allí, tal y como le habían dicho, podría esconder sus secretos, los más íntimos, los que no queremos decir a nadie, los recónditos, los que nos avergüenza decir en alto, los que queremos que mueran con nosotros.

Se acercó al chifonier, se puso de frente. Miró hacia atrás, no había nadie. Eligió un número al azar. 5 y 7. Aquella pequeña cerradura no se resistió. Abrió despacio, como le habían enseñado. Una vez dentro, introdujo su secreto. Lo ocultó. Lo puso pegado hacia arriba. Lo cerró. Giró dos veces la llave y se la guardó en el bolsillo derecho de su pantalón. Y salió huyendo como quien sabe que ha hecho algo mal.

CAPÍTULO 1

Con mi camiseta de Green Day y todavía dormida, desayuno y aprovecho para borrar las fotos de la cámara que no me sirven. Hoy voy a tener un día duro en el trabajo. Anoche dormí fatal, me sentí como la desvelada de Seattle, pero en Madrid. Y para colmo volvió a aparecer en mis sueños mi anterior relación. Lo llamo mi fantasma, porque aparece y desaparece de mi cabeza. Todos tenemos un punto débil, y este es el mío. No importa en cuántos charcos metas el pie que hay uno que queda embarrado en tu memoria.

Ayer, como todos los días desde que lo dejamos, me acordé de él. De sus manos poderosas, de su risa hueca y de su vitalidad cansina. Me agotaba, sí, pero también me recargaba de una energía maravillosa. Era un odio y amor revueltos en sábanas. Ni siquiera sé por qué vive en mí como un fantasma. A veces le hablo, le digo lo que hago en el día. O, lo que es peor, cuando paso por la tienda de perfumes, su olor me asalta como un lobo, y entonces soy la mujer que corre delante de él.

—Mira, hoy han abierto un sitio increíble en Chamberí. Se puede comer en una sala de despiece de un matadero. Me encantaría que lo conocieras.

Y él muy educado me contesta:

—Oye, que ya no estamos saliendo. ¿Para qué me cuentas todo esto?

Pensaréis que Belma Vento está un poco loca por naturaleza o que el estrés me trastoca el día. Soy fotógrafa para Google Maps. Lo que hace que pase mucho tiempo pensando cuál es el mejor encuadre de un lugar. Soy espía de una ciudad que nunca duerme: Madrid. A pesar de mi locura transitoria, ya sabéis, pensar en una historia que no terminé de cerrar, convivo los fines de semana felizmente con mi chico Sebastián. Todavía no estoy preparada para dar el salto a la plena convivencia, cuando te han dejado tocada alguna vez, es difícil hacer la maleta y compartir de nuevo cepillo de dientes.

Lo amo profundamente, sin embargo, no entiendo mi desdoblamiento por contarle al ausente algún punto del día que me asalta con fuerza. Tiene que tener una explicación, y quizás algún día pueda entender algo de esta pequeña tortura en silencio.

Sebastián y yo nos conocimos de una manera increíble, cuando ya no esperas nada, cuando crees que ya has conocido lo máximo que se puede sentir en el amor. Fui a cenar con mis dos hermanas, Delia y Azucena, son más mayores que yo. Me libré de ser una planta de interior. Mi nombre, Belma, lo eligió mi madre, dicen que luchó mucho porque llevara este nombre.

Mi padre, Gabriel, nació en la ciudad más pequeña de Italia, Valle de Aosta, donde se comen las mejores manzanas reinetas del mundo. Como buen italiano, tenía ese carácter regio e insistió en ponerme Rosa. Pero no hubo manera de convencer a mi madre. Deseaba Belma y con Belma me quedé. Quizás mi padre pensó que había que darle el gusto, después de todo lo que había sufrido.

Mis hermanas y yo no habíamos compartido muchos momentos juntas, pero cuando más las necesitaba siempre estuvieron a mi lado.

Recuerdo que mi fantasma me dejó sobre la almohada la nota de la ruptura. Sentí como si las ruedas de un camión aplastaran mi estómago. Y volvieran a pasar, una, dos, tres veces, hasta tirarme por un barranco y, aun así, todavía seguía respirando.

Respiré profundamente y sentí como si la vajilla de mi abuela estallara en mil pedazos sobre mi espalda.

Lo mejor que podemos hacer es liberarnos. Hemos perdido la magia.

Tuve que leerlo más de una vez. Las llamé para que leyeran algo entre líneas que yo a lo mejor, dado mi estado de shock, no podía ver.

—Me está dejando, ¿verdad?

Ellas me acariciaron la cabeza y sacaron ropa de mi armario para animarme. Eligieron algo al azar y me sentaron en una terraza a desayunar. Desde luego tuvieron que pasar muchos meses hasta volver a recuperar mi yo.

Un jueves lluvioso, aparecieron en casa pizpiretas y pegando saltos.

—Venga, ponte guapa que vamos a las fiestas de Santiago.

—¿A Galicia?

—Tonta, a las del barrio.

 

Me recogieron como a una borracha que llevan a hombros y me llevaron a rastras a una mesita encantadora del viejo Madrid, justo en la plaza de Santiago, donde una vez al mes organizan una fiesta y los comerciantes abren todos los establecimientos casi hasta el amanecer. Se baila swing en las calles y el bueno de Cole Porter resucita en los pies de todo el barrio. No podía quedarme apagada como una vela en una noche de tormenta. Pues allí, justo allí, dándome la espalda estaba Sebastián. Iba acompañado de cuatro amigas, y bailaba como un loco divertido en mitad de la plaza. Decidió que estaba harto de sacar a las mismas y de pronto vino a la mesa con la sonrisa de los ganadores. Alargó su mano y me salvó de mi pasado.

—La plaza se me queda pequeña para mis pies de bailarín. ¿Quieres que bailemos juntos en la plaza de Ramales? —dijo Sebastián ofreciéndome su brazo.

—No sé bailar.

—No hay excusa. Los martes y jueves voy a baile y nuestra asociación de swing nos obliga a sacar a las chicas más guapas.

—Y yo que me quejaba que con veinte los chicos eran unos sosos.

—Eso es porque no me conociste a mí.

Me levanté como un resorte y bailamos en mitad de la plaza ajenos a miradas. El baile se metía por dentro de mí como una lagartija sin cola.

—Este estilo se originó a finales de los años 20, de la mano de la Big Band. Destacaba gente como Fletcher Henderson, Benny Goodman, Duke Ellington o Count Basie.

—Sabes un montón de música.

—Es mi profesión.

—¿Eres músico?

De pronto mi fantasma golpeó con más fuerza: él era vocalista y bajista. Tengo todo tipo de atracción fatal hacia los músicos.

—Soy el salvador de ellos: productor.

—Tiene que ser una profesión muy interesante.

—Es compleja. Nos pasamos todo el día escuchando maquetas de tipos que deberían estar perdiendo el tiempo en otra cosa y, ya sabes, pegándonos también con salas para que toquen en alguna.

—Ya, pero debe de ser una sensación maravillosa escuchar por primera vez la voz de alguien que luego seguirán miles de personas.

—No creas que todo es tan bonito.

—Bueno… me ha encantado bailar contigo. Mis hermanas me esperan.

—¿Te apuntas conmigo a las clases?

A partir de ese instante comencé a salir con Sebastián. Me quedaba fascinada, no solo con su baile, sino con todo lo que sabía.

CAPÍTULO 2

Todas las mañanas suena ese maldito despertador, que no puedo con él. Es una carraca de feria, pero me lo regaló mi amigo Marcos y, por educación, necesito que lo vea cuando viene a casa.

Después de pasar por miles de trabajos que no me llenaban, entre los que destaco probadora de camas de lujo. En ese duré unos nueve meses, casi un parto. Dormía en millones de camas ajenas de todos los hoteles de Madrid y pasaba revista a un sinfín de colchones. Me los he encontrado con muelles tan pronunciados, que casi tocaba el techo de los saltos que daba en la cama, otros con manchas que prefiero olvidar, y luego los que eran tan cómodos que no había manera de despertarme. Por este motivo el hotel Room Mates puso una denuncia contra mi jefe. No trabajé como es debido y con una carta de despido tuve que ponerme a buscar otro trabajo para poder sobrevivir.

Fui filadora. Durante largas horas, aguardaba filas para comprar entradas de fútbol, de ópera, de conciertos de pop, de rock, de flamenco, incluso llegué a hacer colas en el INEM por mis clientes. Pero, claro, era un empleo sin futuro, se les acababa el paro y ya tenían el mismo tiempo libre que yo para hacer la cola ellos mismos.

Así que ahora tengo el mejor trabajo del mundo, mi pasión: indagar en la vida de los demás sin que me vean demasiado. A través de un objetivo observo toda la vida de una ciudad. Desde fuera parece que se mueve, pero yo, que estoy dentro, os puedo asegurar que las personas que lo componemos somos marionetas de un mismo guiñol.

Bajo la calle Fuencarral en busca de mi coche. Como cada día, el guardacoches me echa una sonrisa y me regala un piropo.

—A ver cuando me vienes a recoger a mí, y no a tu pequeño.

La verdad es que tiene las pestañas tan largas que podría hacer con ellas una lazada. Le doy una de esas sonrisas amables, de las de «algún día». Marcos me espera en la calle Gravina, con los ojos todavía adormilados.

—Llegas cinco minutos tarde, Belma. Eres un caos de mujer.

—Sabes que del caos nació el Universo.

—No quiero que llegues tarde. Nos jugamos mucho. Ayer también llegaste diez minutos tarde.

—Marcos, cada día te pareces más al cliente misterioso. Controlas todos mis pasos.

—¿Has puesto un ASA de 400?

—Sí, sabes que siempre miro el tema de la luz.

—Que luego nos salen las fotos con profundidad de campo. Y parecen movidas.

—Mira, Marcos, estos de Google cada día son más pijoteros. Hemos hecho fotos muy buenas.

—Si lo sé. Está mal decirlo, pero somos buenos. ¿Qué zona tenemos hoy?

—No lo sé.

—Creo que Rabo Durillo.

—¡Marcos!

—Quería poner un poco de humor en tu vida, Belma. Bravo Murillo.

—Eso está mejor. Ya lo estoy viendo, millones de señoras con sus carritos dirigiéndose al mercado Maravillas, a recoger la pescadilla fresca. Y nosotros yendo a uno por hora haciendo fotos de todas las perpendiculares que se cruzan.

—¿No te gusta este trabajo, verdad, Belma?

—A ver, no es eso, pero vivir con un productor te hace ver que tu trabajo no es nada interesante. A su lado te ves tan pequeña…

—Todos los trabajos desde fuera parecen más interesantes, pero al final no dejas de levantarte cada día para dar el callo.

—El mundo de la música es fascinante.

—Cuando salías con el innombrable, dijiste que nunca más con alguien del gremio.

—Una no elige de quién se enamora. De los cantantes me quedo con que te dedican canciones. Y de los productores que te muestran la canción antes que nadie.

—Lo tuyo es machaque, chica. El otro día paseaba por el callejón de San Ginés y me pareció verle, al lado del pequeño puesto de libros. Cantaba algo sobre La primavera que mataste.

—Esa canción la empezó a componer cuando estábamos juntos. Seguro que era él. ¿Cómo le encontraste?

—Igual.

—No dejes de ser chico. Las mujeres cuando, hacemos esa pregunta, que mira que nos cuesta, esperamos un sinfín de detalles, incluso los superfluos.

—No sé —dijo rascándose la cabeza. Y añadió—: Desaliñado y utópico.

—Entonces era él. Me alegro de que esté trabajando en las calles. —Y añadí—: La calle es un buen termómetro para su música. Siempre le dije que tenía que empezar por ahí. A ver, él, cómo decirte, quería grabar en Abbey Road. Los bares del barrio se le quedaron pequeños.

—¿Por qué lo dejasteis?

—Más bien, me dejó. Durante mucho tiempo me costaba mucho decir esa frase.

—Hay que ser honestos.

—No le inspiraba. Me imagino que llegué a ser una espinilla en la frente. Un músico necesita vivir miles de vidas para poder inspirarse.

—Quiero ser músico.

—Tú no sabes ni lo que quieres, Marcos. «Ayer con mujeres y hoy con hombres».

—Me gustan las personas, no lo puedo evitar.

—Y nunca tienes una relación.

—Bueno, porque soy como Dalí, me gusta más mirar, observar, disfrutar de una charla, de un buen vino.

—Bueno, no creo que seas tan asexuado, que te he visto saltar de cama en cama. Lo que pasa es que tú no quieres implicarte. ¿Tú sabes que detrás de una vida siempre hay una historia pendiente que no has descubierto?

—Eso son tonterías. Me vas a decir que tú eliges músicos porque tu madre era cantante de jazz.

—Quién sabe. Mi madre ya sabes que no está muy bien.

—Cuidado, que cruza Maruja Torres.

—¿En serio?

—No, pero ¿a que se parece?

Nuestra cámara en el techo dispara sin compasión a las perpendiculares. No deja una a salvo.

—La señora del chihuahua ha salido saludando —dice Marcos.

—Cómo nos gusta figurar.

Toda la mañana sentados en el coche, con las piernas repletas de hormigueo. Por fin habíamos registrado el mundo en un día. Mañana sería otro día para inmortalizar.

—Mañana es fin de semana, Belma.

—Qué bien. Parece que no llegan nunca, que se han quedado escondidos y zas, les pillamos siempre.

—Yo este viernes quiero pillar un chulazo de esos apretados y que me enseñe París en agosto.

—Qué calor. A mí se me ha ocurrido la gran idea de organizar el mercadillo benéfico con las British Ladies. Si tienes algo que aportar estaré encantada.

—¿Una bicicleta de barra?

—Mira, si no tuviera la barra, creo que te la compraba yo.

—Así que la organizadora ve el material antes y se queda con cositas.

—Pero pagándolas, que soy legal.

—¿Y te cabe todo en tu casa?

—Tengo buenas noticias, he visto un dúplex que me tiene enamorada, y lo más seguro es que me cambie pronto.

—¿Cómo de pronto?

—Pues, si me gusta, el martes hago el cambio.

—Eso es decisión en la vida. ¿Y Sebastián?

—Todavía es pronto.

—¿Y tú me hablas de mi miedo?

—Estoy tocada, quiero ir despacio para no meter la pata.

—Hacéis una pareja muy bonita. Algún día me gustaría tener vuestra complicidad.

—Pues arriesga algo.

—De verdad, es que no he encontrado lo que busco.

—A todas las personas les falta algo siempre, pero te sorprendería lo mucho que aportan cuando las descubres.

—Tomo nota.

Subí las escaleras y abrí la puerta. Sebastián estaba en la terraza escuchando Radio 3 con el bloc en la mano y su bolígrafo de captación. Un vuelco en el corazón dio un latigazo en mi interior. Me vino a la mente el día que conocí a mi fantasma. Estaba haciendo cola para un muchacho, que me había llamado para conseguirle unas entradas.

—¿Llevas mucho tiempo esperando a sacar entradas para Keane?

—Te vas a reír, pero yo no voy al concierto —dije divertida.

—¿Ah, no? Eres la primera chica que espera cola en un concierto y no va a entrar.

—Me dedico a eso.

—¿A hacer colas?

—Sí, soy una chica curiosa, pensarás.

—Diremos que sí. Más bien extraña.

—Vaya, gracias. Una tiene que dedicarse a algo para ganarse la vida.

—Claro que sí. Si te dijera que soy el telonero y que estás invitada.

—¿Tocas con ellos?

—Ya me gustaría. Soy el telonero de la plaza Lavapiés. Junto al metro.

—Así que eres un músico callejero.

—Pronto dejaré de serlo.

—En los días de lluvia siempre pienso que tiene que ser difícil.

—Mi padre es procurador. Se empeña en ponerme la corbata y darme un puntapié para Arthur Andersen, y yo, ya ves… canto en callejones sin luz.

—No entiendo a tu padre. Lo que quiere él a ti no te hace feliz.

—¿No sabes que todos llevamos historias pendientes que a veces pagan nuestros hijos?

—Nunca había oído eso.

—Mañana, a las siete, tendrás primera fila. No tendrás que hacer colas. —Y añadió—: No vengas con amigas gritonas. No las soporto.

—Iré sola.

 

Le fui a ver. Con su guitarra al hombro, su pelo enmarañado en una coleta mal hecha y sus canciones tristes de cantautor. Reivindicaba las luchas sociales, cantaba por Arjona y sobre todo parecía que todas las canciones estaban dedicadas a mí. De pronto, con voz triste casi rota, susurraba a mi oído.

Al terminar, aplaudí como una loca enfervorecida, se pasó por delante de la gente vendiendo sus ocho canciones grabadas en un CD.

—¿Me echas una moneda?

Abrí mi bolso y eché todo lo que llevaba, incluso a mí misma, porque a la semana ya lo acompañaba a todos los conciertos callejeros. Y es que no sabes por qué hay historias que quedan pendientes y quieres continuarlas en otras personas.

 

Sebastián me abrazó por la cintura con su bloc en la mano y yo rompí mis recuerdos. El presente me atrapaba, sentía que el mundo se movía menos.

—¿Qué escuchas, Sebastián?

—Un montón de niños que cantan con desgana. Les falta la fuerza de gente como Lana del Rey, Modest Mouse, Franz Ferdinand, Pixies, Snow Patrol.

—Para —le digo sonriendo y quitándole el bloc y la camiseta.

—Estás leona hoy, ¿no?

—Siempre lo estoy —le dije al oído con voz suave.

Surqué por toda su piel, me encantaba acurrucarme sobre su pecho, y que me tocara con sus dedos alargados toda mi espalda. Parecía que punteaba con su guitarra. Sentía toda la descarga de amor sobre mi nuca y bajaba por todas mis terminaciones como un funicular. Nos amábamos de una manera diferente al resto. Tomaba mis pies y los masajeaba, lamiéndome cada dedo con la ternura de los sensibles. Después de hacerme sentir única, nos girábamos y nos dábamos la mano mirando al techo.

—Oye, voy a ayudar a la gente del British Ladies con el mercadillo y necesito que busques algo que puedas darme para vender y sacar dinero para la comunidad.

—¿Te vale ese ukelele? —dijo señalando uno al que le faltaban las cuerdas.

—No, Sebastián, está muy deteriorado. ¿Quién lo querría?

—Es broma. Le puedo pedir a mi padre la grabadora Grundigque tenía cuando éramos pequeños, y así se quita también el muerto que dice que le estorba.

—Se trata de dar cosas que nos gusten. Ese es el verdadero amor y la filosofía de la comunidad. No me digas que tu padre os grababa. Qué bonito. —Y añadí—: De mi padre tengo muchos vídeos de navidades y paseos en la sierra.

—No te quería poner triste, Belma.

—Me gusta recordarle. Me gusta guardar esas imágenes, llevan su voz. Y esta es como el olor. Nunca se olvida.

—¿Qué edad tenías cuando murió?

—Tenía catorce años, imagínate lo que supuso para mí. Fue la mayor pérdida de mi vida. Estaba en la mesa cenando, cuando le sobrevino un ataque al corazón. Recuerdo que se sentó, se quitó su reloj de correa elástica y lo dejo sobre la mesa. Parecía que intuía que, donde se iba, no necesitaba hora.

—Ven —dijo abrazándome.

—El médico no pudo hacer nada por salvar su vida.

—Piensa que hizo mucho por los demás. Incluso por tu madre.

—Si lo sé. Sin él no hubiera hecho tantos avances.

—¿Cómo se conocieron?

—Sinceramente, no sé dónde surgió el amor. Me imagino que en el barrio. Intento no ser preguntona, por lo de mi madre.

—Me gusta mucho cómo os protegéis.

—La familia —dije bromeando y poniendo voz de mafiosa.

—Ven aquí —dijo cogiéndome en volandas.

Los brazos de Sebastián me llenaban de fuerza, de amor y de cosas mágicas que me hacían levantar los pies del suelo. Una llamada interrumpió la conversación. Sebastián lo cogió.

—Hola, Carmen. Sí, tu hija está aquí.

—Dile que luego la llamo.

—Ya la has oído.

Me metí en el baño y tomé del neceser la colonia de Sebastián.

—¿Cenamos fuera?

—Sí, me encantaría. Quiero llevarte a un sitio de Chamberí que han abierto nuevo —dije entusiasmada.

—Vale, mi amor.

CAPÍTULO 3

Vivo cantando con Salomé se movía bajo Pertegaz, con sus flecos de porcelana en blanco y negro. El color turquesa se quedaba atrapado en aquel televisor Telefunken. Carmen miraba fijamente con su mirada angelical y sus ojos azules rasgados. Su nariz lucía respingona en forma de bolita de nieve y sus pómulos pronunciados hacían que fuera objeto de muchas miradas, algo que a Gabriel, su marido, le incomodaba mucho. Sabía que su mujer era la diana donde todos apuntaban, y sentía la inseguridad de los hombres que quieren controlarlo todo.

Carmen apenas necesitaba pintura, su belleza era natural. Llevaba un jersey sin mangas de color negro y una minifalda por encima de las rodillas. Destacaban sus botas altas go-go en honor a Jane Fonda en Barbarella. Con su pelo recién cortado miraba la televisión embelesada mientras hojeaba las hojas de la revista Garbo. Tres hombres de negro acompañaban a la cantante, mientras que Gabriel abría la puerta de su despacho. Su jornada laboral terminaba. Casi podía tocar el marco. Con su polo granate Fred Perry de estar por casa, sus gafas de pasta marrones, dejaba clarear su pelo en la coronilla. Con voz profunda y paso firme se movía por la habitación con el poder de los que protegen el hogar. Encendía su cigarro, daba una calada y se lo ponía en la boca de Carmen.

—Austria nos la ha liado, no ha querido acudir al festival como protesta.

—Creo que hace muy bien —decía Carmen dando una larga calada.

—Sabes que no me gusta esa actitud progre y reivindicativa ante el mundo.

—Anda, no seas bobo y ven aquí a ver si ganamos.

 

Las votaciones fueron las más polémicas y crispadas de toda la historia de Eurovisión. Cuatro países empatados a dieciocho puntos, Finlandia, España, Francia, Países Bajos, y Reino Unido a diecisiete. Finalmente, y después de mucho desconcierto de presentadores y jurados, se entregaron las cuatro medallas. España compartió triunfo y pasó a ganar por dos veces consecutivas en el mayor concurso de canciones de Europa.

—Baja la televisión, Gabriel, Delia ya está dormida.

—¿Te ha gustado Salomé?

—¿Quién es?

—La cantante que iba por España.

—Me gusta la melodía, es pegadiza.

—La música te altera. No quiero que oigas canciones. Podrías terminar la bufanda que me estabas haciendo.

 

Gabriel se levantó y se dirigió hasta el buró, allí cogió una baraja española y la puso sobre la mesa. Levantó la sota de bastos. Y Carmen dijo:

—Sota de bastos.

—Muy bien, Carmen.

Gabriel con una sonrisa levantaba cada una de las cartas seleccionadas al azar y Carmen sonreía al ver que coincidían.

—Siete de espadas.

—Bravo. Mañana a las siete vendrá a verte el doctor Ramos.

CAPÍTULO 4

Dejé a Marcos en su casa. Y me despedí de él con la ventanilla bajada.

—Mañana más y mejor.

—No olvides ser puntual, desastre —gritó desde la acera.

Aparqué el coche en el garaje y cogí el metro. Quería ir a ver a mi madre y a mi hermana Delia. Vivían muy cerca de la plaza de la Independencia, en la calle Pedro Muñoz Seca. Una calle sin ruidos, sin bullicio y tranquila.

Delia era soltera y vivía junto a mi madre en la casa que había pertenecido a mis abuelos. Tenía una balconada grande donde a veces se asomaban para verme pasar con mi coche de espía-ciudad.

Antes de subir, pasé por delante de la tetería que habían abierto hacía muy poco y esperé a que un vecino subiera su maleta. Aproveché para hablar con el dueño y mostrarle mi trabajo. De vez en cuando sacaba algo de dinero haciendo fotografías para Google, integrando un tour fotográfico de 360º dentro de su aplicación de Google Maps, utilizando la tecnología Street View. De esta manera el negocio tendría más visitas. Husmear como un ratón en la vida de los otros siempre me ha parecido de lo más gratificante y encima que me pagaran por ello era una oportunidad que no podía dejar perder.

Que cualquier persona desde cualquier parte del mundo pudiera visitar su negocio era un punto fuerte que debía destacar durante mi charla, y así lo hice. Conseguí un cliente más y llamé al telefonillo.

—Subo, soy Belma.

Mi madre estaba en la cocina haciendo una tarta de manzana. Como todos los días que subía a verla, me dirigí al perchero y cogí el sombrero marrón con el ribete rojo que tenía para todos mis encuentros con ella. Esta vez no estaba allí. Lo habían cambiado de sitio.

—Delia, ¿dónde está?

—Lo metí en la lavadora y ahora está tendido.

—Intenta hacer esa operación los fines de semana, pero no los miércoles, que sabes que es cuando vengo a ver a mamá.

—Lo siento. Es que estaba tan sucio que andaba solo por la casa.

Fui al tendedero, el sombrero estaba allí cogido con dos pinzas de colores. Fui al baño con él y le quité la humedad con el secador de mano. Me hice una coleta y me lo coloqué para entrar en la cocina.

—Hola, hija, estoy haciendo una tarta de manzana. La favorita de papá.

—No sería para tanto.

Intentaba siempre mostrar una actitud fuerte de cara a los otros, para no sentir mi propio derrumbe. Yo era la única que no había vivido tantos momentos con mi padre, y que de vez en cuando me dieran pinceladas de su vida hacía que me acercara a él.

Me senté en la encimera y robé un colín.

—Necesito que subamos un momento al trastero. Voy a colaborar otra vez con el rastrillo benéfico. Ya sabéis, con las British Ladies.

—Otra vez vas a colaborar con las damas de trastos viejos —dijo Delia.

—No seas así, Delia. Todo el dinero que recaudamos va para la comunidad. Me divierte ayudarlas, y que me cuenten cosas de Londres.

—Que fijación con Londres, cariño. Podías haberte ido con tu hermana y tu sobrino —dijo mi madre.

—No me hubiera importado. Y mira, Sebastián encantado, porque allí están los mejores artistas.

—En mis tiempos no teníamos esa obsesión por viajar que tenéis ahora. Recuerdo un viaje que hice con tu padre a Helsinki a un congreso de médicos. Verle allí frente al estrado hablando a todos. Me sentía tan orgullosa de él.

—Venga, subamos, que se me hace tarde —dije para cortar todo sentimentalismo. Sabía que le estaba haciendo daño. Pensar en algo que ya no está nos hace vulnerables ante los otros.

Mi madre se quitó el delantal y abrió el segundo cajón para coger la linterna. Delia cogió la llave del trastero. Salimos de la casa y tomamos el ascensor transparente.

La puerta tenía una cadena oxidada con un candado. Delia empujaba con el pie mientras forzaba el cierre con la mano.

—¿No te valdría con algo de mi ropa usada, hija?

—Mamá, me apetece llevarles algún mueble, si puedo encontrar la vajilla china, o las copas de la abuela que trajo de Praga.

—Hace tanto que no subimos, que a saber si no está lleno de ratas —dijo mi madre.

—Yo esos mercadillos es que no los entiendo —dijo Delia. Y añadió—: Ponerte zapatos usados con plantillas corroídas no es algo que me anime a comprar.

—Ves todo negro, hija. Desde luego, a tu padre no has salido. Él era optimista, veía siempre el azul del cielo intenso, aunque lloviera.

—Delia, tiene razón mamá. Yo no sé cómo eres auxiliar de dentista. Bueno, yo creo que te ven y ya les entra el pánico. Te llamarán a escondidas la agorera de la clínica. Llamarán y, si ven que estás tú, anularán cita.

—Muy graciosa, Belma —dijo imitándome.

—Basta, niñas.

Entramos en el trastero. El polvo se levantaba a medida que íbamos andando. Un montón de sillas viejas con el mimbre roto formaban una torre. Una coqueta con un espejo roto aprisionaba la entrada.

—Todo está viejo, Belma. Aquí no puedes sacar nada para tus amigas.

Me giré hacia la sala abuhardillada y vi un mueble escondido tras las cajas de embalaje, se distinguía lo que parecía una cómoda. Un viejo mueble descolorido que desprendía un sinfín de polvo. Me tapé con un pañuelo la boca para poder acercarme hasta él. Despejé el lugar. En ese rincón faltaba el aire, y comencé a tocarlo manchándome los dedos. Sentía una paz interior que me iba llenando por dentro. La madera estaba carcomida por el paso de los años. Las zonas que mantenían el color denotaban un tono granate. Lo olí y su aroma me trajo el olor a vida, a infancia, a tierra mojada, a viejo, a nostalgia. Todo se agolpó en mí y corrió como los caballos que se desbocan.

Sus patas tenían forma de espiral, parecía que sujetaban un viejo imperio. Tenía un montón de cajones con números alternos: 13, 38, 68, 57, 12, 6. Abrí uno al azar y me quedé con el tirador en la mano. Había que trabajarlo mucho, pero no importa cuando las cosas enamoran. Era perfecto. Algunos números se habían desdibujado por el paso del tiempo. Hay muebles que no pueden estar en un trastero porque es como apartar una vida de tu lado.

—Mamá, es precioso —dije entusiasmada.

—Qué distintas somos, Belma, yo lo hubiera bajado ahora mismo a un contenedor, y así subía la mesa de ordenador —dijo Delia.

Mi madre sonriendo y acariciándolo con sus manos finas, mientras que yo ponía esa cara de «me lo llevo».

—Belma, cariño, prometí a tu abuela que nunca abandonaría esta casa.

—Mamá, vamos a cumplir su palabra. Te prometo que jamás me desharé de él. No será para las British Ladies. Necesita un barnizado, un buen lijado. Parece que fue rojo, pero está muy descolorido.

—Si queda en la familia, perfecto. ¿Y para las damas?

—No sé, todo está tan viejo.

—Compra algo nuevo. Ahora cuando bajemos te daré algo de dinero. Alguna bisutería guardada tengo también.

—¿De tus guateques locos?

—Siempre iba acompañada de tu padre y decía que no eran sitios para mí. La mujer de un médico no podía ir a guateques. Papá decía que era un sitio con música ruidosa, con mucha gente que no respetaba a sus padres.

—Entonces, ¿qué hacías?

—Nos divertíamos mucho juntos, paseábamos por El Retiro.

—Eras tan clásica. Hablas como si los guateques fuesen orgías de la época —dije sonriendo.

—Cómo eres.

 

Mi madre era una mujer tranquila, había pasado la mitad de su vida unida a mi padre, y no era como las demás mujeres. No tenía un grupo de amigas. La verdad es que no me podía imaginar a mi madre de confidencias con ninguna. Tampoco le gustaba demasiado la televisión y rara vez pedía ir al cine. Su pasión era la cocina y los grandes paseos. Un único novio en su vida, mi padre, ama de casa y madre fiel a sus tres hijas. Una vida dedicada a todas nosotras.

Las tres éramos muy diferentes. Quizás la más parecida a mí era Azucena. Nos llevamos solo dos años y medio. Tenía esa visión de la vida por cambiar las cosas, inquieta y, desde luego, cuando la crisis la comió de un bocado, decidió largarse a trabajar de camarera a un hotel en Londres. Allí se enamoró de un inglés lechoso y tuvo a nuestro único sobrino, Mateo, que ahora tiene seis años.

—Mamá, quiero ir contigo a la siguiente revisión.

—La tiene el miércoles a las diez de la mañana —dijo Delia.

—Iré con ella. Quiero hablar con el médico.

—Como quieras, hija.

La casa estaba silenciosa, un reloj de pared marcaba las horas. Me gustaba airear la casa y abrir las ventanas. Al menos, ya que no entraba música, que lo hiciera el sol.

Cuando era adolescente me escapaba a La metralleta a comprar vinilos que luego revendía con mis compañeros de colegio. Mis hermanas nunca pusieron el tocadiscos. Todavía recuerdo cuando tenía trece años. Me acerqué a mi madre con un disco de Wham! y le dije:

—Quiero que lo escuches conmigo.

Mi padre salió con su bata blanca y levantó la aguja del tocadiscos.

—¿No te das cuenta que aturde a tu madre?

—Pensé…

—No has pensado. Si lo hicieras, no pasaría esto.

Así que alguna tarde me hacía la remolona y acudía a casa de mi amigo Jairo a escuchar la música. Allí me sentía libre. Fumábamos y escuchábamos todo lo nuevo que sonaba en ese momento. Huir de la prohibición te llena el estómago de mariposas.

Cuando me independicé, lo primero que compré fue una cadena musical. Ahora nadie controlaría mi vida. Fue el símbolo de libertad en mi casa. Eso e ir desnuda del salón a la cocina.

 

Antes de pasar por casa, tenía que hacer algo de compra. No me quedaba nada en la nevera. Compré cuatro yogures Vitalínea y una bolsa de cruasanes pequeños para el desayuno. Todo en mi vida era una contradicción.

Llegué a casa y puse a Flamenco Fuel. Sebastián me los había presentado en una fiesta y la verdad es que sonaban muy bien.

Me fui a la ducha, necesitaba correr el agua por mi cabeza y desconectar de un día de trabajo. Al instante Sebastián se quedó colgado en mi telefonillo. No paraba de llamar. Salí pegando un salto, con el pelo a medio enjabonar y poniéndome el albornoz de mangas cortas.

Sebastián entró como un huracán en mi casa. Solo ha entrado así el primer día que nos acostamos juntos. Ni siquiera pude enseñarle la casa, me llevó directamente a la cama. Algo importante tenía que ser para no respetar nuestro horario de cena.

—¿Qué pasa, cariño? —dije asustada.

—Cambio de planes.

—¿No íbamos a cenar?

—Quiero que leas algo. Abre el portátil.

—Me senté y leí unas líneas sin sentido en un mensaje privado descuartizado de Twitter.

Hola, Sebastián: Esto es un mensaje de vida o muerte, sé que eres productor, que trabajas en Abril Producciones. Y quiero que alguno de los grupos que tú produces me haga una canción para una chica que estoy buscando desesperadamente.

—De verdad que hay gente que tiene mucho valor. Pero ¿tú que pintas en esto?

—¿No te das cuenta, Belma? Ni siquiera puedo manejar esta historia. No puedo ayudarle. Todos estamos atados de pies y manos.

—Calma y explícate.

—Todo productor es un músico frustrado.

—¿Y bien?

—Desde fuera, antes de entrar a trabajar, te imaginas al productor como el hada madrina de los músicos, y no es así. Crees que puedes ayudar a chavales que empiezan y lo que haces es romper sus ilusiones.

—Creo que te menosprecias, Sebastián. A mí me has enamorado con tu dedicación al trabajo. Me encanta cómo siempre luchas porque la grabación sea perfecta.

—Me paso el día escuchando cantantes, a veces haciendo de técnico para ellos, pero luego no puedo colarlos en salas importantes, porque no tienen un millón de seguidoras, que solo se consiguen entrando en televisión.

—Mira, Sebastián, cuando hago fotos, me encantaría ser Korda, y hacerlas de verdad alucinantes, pero no lo soy. Pero puedes aspirar a serlo. Al menos intentarlo cada día.

—Eso es. —Y añadió enfurecido—: Esta semana metí al nuevo grupo que llevamos, Club Collection, en la Sala Heineken.

—No me dijiste nada.

—No quiero aburrirte, y además vine muy enfadado de allí.

—¿Qué pasó?

—Teníamos que llevar a nuestro público para que pagaran en la entrada. Nosotros llevamos a tres del equipo y el hermano de uno del grupo. Y al terminar sacaban el medidor de decibelios. Perdimos nuestra apuesta. Los aplausos son comprados. ¿Comprendes?

—Sí, cariño —le dije acariciando el pelo.

—Yo era un soñador, componía con una guitarra y un ordenador. Un día decidí que era hora de buscar trabajo y conocí a los de Abril Producciones, al principio luchábamos por los sueños, hasta que montaron el sello discográfico. Y creo que ahí perdimos nuestra esencia.

—A veces creemos que los trabajos son patios de recreo, Sebastián. Y un día hay que crecer. De hecho, te vas a reír, pero una de las cosas que me gustaron de ti es que tenías todo tan claro. Eras un hombre.

— Pues creo que no lo soy tanto.

—Me estás asustando.

—Siento que soy el que elige la música base y anima a gente a hacer demos que luego no se escuchan. Nos pasamos el día mandando maquetas a Finlandia para la masterización. Pero… ¿en qué se ha quedado la música?

—No te entiendo bien.

—Acabo de presentar mi dimisión, mediante correo electrónico. Ya no más conciertos en Moby Dick, ni en Sala Heineken, ni Caracol ni ninguna con ellos. Quiero ser un tándem con el músico. Crecer juntos.

—¿Estás seguro?

—Lo he visto con este chico. Me ha hecho ver que la gente busca música para dar un giro a su vida. Y yo estaba vendido —dijo con los ojos llenos de rabia.

—Espera…

—No hay esperas, Belma. El otro día leí la historia de un tipo que ha conseguido 66 millones de dólares para un montón de startups en Estados Unidos con tan solo ventimuchos años. El tío seguro que dijo «hasta aquí».

—Te pones listones muy altos. Salen las historias triunfadoras, pero no ves lo que hay detrás, las que fracasan.

—¿Vienes conmigo, Belma?

—Hasta el infinito y más allá.

—Voy a buscar jóvenes interesados en la música. Y los produciré por mi cuenta. No me importa que haya chicos que tengan un micrófono casero, que luego metan una batería. Que grabemos un long play o que yo mismo les tenga que pagar los noventa euros para Finlandia —gritaba entusiasmado por toda la casa.

—¿Y?

—Desde ahora soy un hombre nuevo. Voy a ser productor indie.

—¡Ay, por Dios!

De la noche a la mañana, mi amor, mi ser seguro, la barca donde remábamos juntos iba a naufragar. Se había convertido en un loco, apasionado, pero loco. Yo ya estaba medio loca por no dejarle en ese instante.

Cuando parecía que la tranquilidad volvía a reinar, porque le vi abrir la nevera y abrirse una cerveza, el barco volvió a moverse de un lado a otro y sentí el mareo.

—¿Para cuándo nos mudamos?

—¿Qué? —dije pegando un grito como cuando ves una cucaracha.

—Quiero empezar contigo desde cero. Quiero jugármela contigo.

Mi cara lo decía todo. Mis rodillas temblaban. No articulaba voz, y en mis ojos debía de vislumbrarse el vértigo.

—Tienes miedo, Belma.

—Mucho.

—Me encanta —dijo cogiéndome de la cara y dándome un largo beso.

Nunca había sido tan directo. Entonces me vino a la mente una frase de la novela de Frédéric Beigbeder: El primer año, se compran los muebles, el segundo se cambian los muebles de sitio y el tercer año se reparten los muebles.

CAPÍTULO 5

La vida de Carmen transcurría tranquila en su casa junto a su marido en El Escorial. En las mañanas frías daba largos paseos por la calle Floridablanca acompañada de Beatriz, la asistente que había contratado su marido solo para ella.

—Deberás acompañarla a todas partes. Ella se vale por sí sola, pero hay ocasiones que se despista mucho.

Gabriel trabajaba en su clínica todas las mañanas hasta la hora de comer. Al terminar su jornada solía esperarla con su bata blanca en la puerta de su casa con la impaciencia de los amantes protectores.

La entrada estaba llena de buganvillas que colgaban adornando la entrada. Algunas tardes, Carmen trabajaba el jardín y en ocasiones venía a visitarla su cuñada. Esta le contaba la vida agitada de Madrid.

—Embassy es lo más. Un día deberías venir y tomaríamos un poco de champán. —Y añadía divertida—: Estuvimos en el guateque que organizó Colelo con su tía de vigilante.

Gabriel, cuando parecía que se hablaban de temas que a él no le gustaban y que creía que podían alterar a su mujer, levantaba una ceja y su hermana cambiaba al momento de tema.

—¿Has ido a visitar la biblioteca de El Escorial? —decía su cuñada intentando llevarla a la tranquilidad del campo.

—No, pero siempre se lo digo a Gabriel.

—Todo llegará, Carmen. Calma. Si tienes interés, le diremos a Beatriz que te lleve.

Gabriel las volvía a dejar solas dejando la puerta entreabierta de su despacho. En la mesa, tenía custodiando la foto de boda de Carmen y él. Cuando ocurrió lo que ocurrió, los planes de boda se agilizaron sometidos por la presión del padre de Carmen. Contaba con la aprobación de su suegro, así que la boda llegó pronto.

El padre de Carmen estaba feliz, por fin un hombre que le diera estabilidad a su hija, «un hombre como Dios manda» había llegado a su vida. El padre de Carmen en el altar miraba con recelo. Controlar la vida de su hija no iba a ser fácil. Su vida era como un silenciador, había que programarla bien para que no haga demasiado ruido. De eso ya se encargaría Gabriel. Ahora él tomaba las riendas de su vida.

Carmen fijaba su mirada en las cejas pobladas de Gabriel. Y sentía seguridad. Un detalle, solo un detalle para no olvidarle.

 

Gabriel ascendía rápidamente, pronto se convertiría en jefe de unidad, pero aun así llevaba el control de toda la casa. Sabía que necesitaba ocupar a su mujer en algo que la tuviera entretenida. Más horas con su hermana podrían poner en peligro todos los años trabajados. Así que decidió que viajara con él.

En sus viajes de trabajo, incluso al congreso de médicos de Helsinki, fue acompañado siempre de su mujer. Los viajes al centro de Madrid eran escasos, pero los pocos que hicieron recorrían la Gran Vía, subían por la calle Sevilla y Banco de España hasta el edificio de la Telefónica. Allí Gabriel la tomaba del brazo y le decía:

—¿Te apetece una horchata?

Después de beberla, tomaban el metro por una peseta y Carmen viajaba viendo todo con sus ojos. Eran los años de series como Bonanza, Perry Mason, llegaron los años del Caravell, donde los jóvenes de la época huían de los guateques para adentrarse en la sala que más tarde fue Pachá.

—Tu hermana me ha hablado de Caravell. Me encantaría ir.

—No te sentirías cómoda. Nosotros somos de ambiente más tranquilo. De disfrutar de estrellas fugaces en verano.

—Tienes razón, Gabriel. —Y añadió—: Aunque a veces echo de menos ir a la piscina de Santiago Apostol como hacen las otras parejas. Disfrutar de la piscina, relacionarme con gente.

—Sabes que allí las parejas no pueden estar juntas. Nos despediríamos en la puerta y cada una iría a su piscina. No me gusta que estés sola. Puedes invitar a quien quieras a casa. Tenemos nuestra propia piscina.

Gabriel manipulaba todos los posibles actos de Carmen. Atrás quedó aquel chico serio y asustadizo italiano que había vivido parte de su juventud en el Borne de Barcelona, y que llegó a Madrid para estudiar. Pasó de las manos de una mano férrea de padre a vivir en la libertad en un hostal humilde de la calle Juan de Herrera.

Venía a estudiar Medicina y lo logró por méritos propios. El afán de Gabriel era ser logopeda, pero su padre interceptó su sueño, quería hacer de él su doble. Este fue el médico más joven de toda España. Se hizo médico en Salamanca, años más tarde fue el jefe de unidad del Hospital Militar de San Sebastián, habiendo recibido una condecoración por la asistencia sanitaria del Ejército de Franco durante la guerra del Ebro.

Deseaba con todas sus fuerzas huir del nido paterno y formar la familia que siempre quiso. Y vio en Carmen aquella chica cuyo deseo era su afán de superación.

Gabriel estudiaba Medicina en la Complutense, era un estudiante modelo, algo que no pasaba desapercibido a los ojos del médico y catedrático de universidad, el doctor Ramos. Un día le reunió en su despacho y le dijo:

—Muchacho, me gustaría que vinieras conmigo a hacer prácticas al hospital Gregorio Marañón. La facultad es interesante, pero allí es donde aprenderás la esencia de la vida.