El paraíso de las damas - Émile Zola - E-Book

El paraíso de las damas E-Book

Émile Zola

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Beschreibung

El Paraíso de las Damas narra la historia de una joven provinciana, Denise Baudu, que llega a París a la muerte de sus padres en busca de ayuda. La acompañan sus dos hermanos menores, Jean y Pepé. Se dirigen a la tienda de un tío de los niños, que en su día les había prometido su apoyo. Denise había trabajado en su ciudad como dependienta en una tienda de ropa y esperaba que su tío la emplease en la suya, "El Viejo Elbeuf". Pero el pequeño comercio de aquella zona de París (situado un poco al norte de la Ópera) está en declive por la competencia de unos grandes almacenes, "El Paraíso de las Damas". Estos nuevos grandes almacenes están acarreando la ruina de los antiguos comerciantes, incapaces de adaptarse a los nuevos gustos de la época. Tras diversos avatares Denise entra de dependienta en "El Paraíso de las Damas", con gran disgusto de su familia. Los principios fueron muy difíciles para la muchacha, pero su carácter sereno, su bondad y su honestidad van consiguiendo que, poco a poco, vaya ascendiendo en el complicado organigrama de la empresa.

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Veröffentlichungsjahr: 2017

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EMILE ZOLA

EL PARAÍSO DE LAS DAMAS

I

Denise fue andando desde la estación de Saint-Lazare, adonde había llegado con sus dos hermanos en el tren de Cherburgo, tras viajar toda la noche en el duro asiento corrido de un vagón de tercera. Llevaba a Pépé cogido de la mano y a Jean pegado a los talones, tan derrengados como ella del viaje e igualmente atónitos y perdidos en medio de aquel París inmenso, que recorrían fijándose en todas las fachadas y preguntando en cada cruce por la calle de la Michodiére, en la que vivía su tío Baudu. Cuando desembocaron por fin en la plaza de Gaillon, la joven se paró en seco, sorprendida.

–¡Huy! ¡Mira, Jean! –dijo.

Y allí se quedaron, apiñados en medio de la calle, vestidos con los trajes negros y raídos del luto de su padre, que aún no habían acabado de gastar. Denise, muy poquita cosa, muy aniñada a pesar de sus veinte años, llevaba un hatillo ligero en un brazo y a su hermano Pépé, de cinco años, colgado del otro; el mayor, Jean, estaba de pie detrás de ella con los brazos caídos, en el esplendor de sus dieciséis años.

–¡Hay que ver! –volvió a decir Denise, al cabo de un rato–. ¡Menuda tienda!

Se trataba de un comercio de novedades situado en la confluencia de las calles de la Michodiére y Neuve-Saint-Augustin, cuyos llamativos escaparates parecían horadar la suave palidez de aquel día de octubre. Daban las ocho en el campanario de Saint-Roch, y aún no andaba por las calles sino el París más madrugador, oficinistas presurosos y amas de casa que recorrían los comercios del barrio. Delante de la puerta, dos dependientes, subidos en una escalera doble, estaban acabando de colgar unos géneros de lana, mientras otro, arrodillado y de espaldas, disponía, con artísticos pliegues, una pieza de seda azul en un escaparate de la calle Neuve-Saint-Augustin. El interior del establecimiento, aún vacío de clientes y al que empezaban a llegar los empleados, zumbaba como una colmena en pleno despertar.

–¡Cáspita! –dijo Jean–. Ni comparación con Valognes... Tu tienda no era tan bonita.

Denise asintió con la cabeza. Había trabajado durante dos años en Casa Cornaille, la tienda de novedades más importante de su ciudad; y aquellos almacenes con los que se topaba inesperadamente, aquel comercio que tan grande se le antojaba, le henchían el corazón y la atraían, aislándola de cuanto la rodeaba, presa de una emoción y una curiosidad intensas. En el chaflán que daba a la plaza de Gaillon se abría, hasta la altura de la entreplanta, la puerta principal, completamente acristalada; la enmarcaba una caprichosa ornamentación rebosante de oropeles. Dos figuras alegóricas, dos mujeres cuyo torso desnudo henchía la risa, desplegaban un rótulo que rezaba: El Paraíso de las Damas. A ambos lados, los escaparates se internaban por las calles de la Michodiére y Neuve-Saint-Augustin, en las que ocupaban cuatro edificios recientemente adquiridos y reformados, dos a la izquierda y dos a la derecha, que se sumaban al que hacía esquina. Desde aquella perspectiva, le parecía a Denise que los escaparates de la planta baja y las lunas de la entreplanta, a través de las cuales se adivinaba el trajín de las secciones, se prolongaban hasta el infinito. Arriba, una dependiente vestida de seda afilaba un lapicero y, junto a ella, otras dos desdoblaban abrigos de terciopelo.

–El Paraíso de las Damas –leyó Jean, con su tierna risa de apuesto adolescente que ya había tenido un lío de faldas en Valognes–. ¿Has visto? ¡Qué primor! Seguro que la gente se vuelve loca por entrar.

Pero Denise seguía absorta ante los tenderetes de la puerta principal, colocados al aire libre, en plena acera: un cúmulo de oportunidades para tentar a las clientes, para que las gangas las hicieran detenerse al pasar. Desde bien arriba, colgando de la entreplanta, pendían las piezas de lana y los paños, merinos, cheviots y muletones, ondeando como banderas; sobre sus tonos neutros, gris pizarra, azul marino, verde oliva, destacaba la cartulina blanca de las etiquetas. Algo más abajo, enmarcando el umbral, colgaban finas tiras de piel para guarniciones de vestidos: la suave ceniza de los lomos de petigrís, la nívea pureza de los vientres de cisne, el pelo de conejo de las imitaciones de marta y armiño. Por último, abajo del todo, estaban dispuestos varios casilleros y mesas, rebosantes de retales y de un aluvión de artículos de calcetería casi regalados, guantes y toquillas de punto, capuchas, chalecos, todo tipo de prendas invernales multicolores, jaspeadas, a rayas o con toques rojizos, como salpicadas de sangre. Denise vio un tartán a cuarenta y cinco céntimos, orlas de visón americano a un franco y mitones a veinticinco céntimos. Era como si los almacenes, repletos hasta reventar, desembalasen el exceso de mercancías en un gigantesco baratillo de feria.

Ninguno de los tres se acordaba ya del tío Baudu. Incluso Pépé, sin soltarse de la mano de Denise, abría unos ojos como platos. Un carruaje obligó a los hermanos a retirarse del centro de la plaza y, de forma mecánica, se metieron por la calle Neuve-Saint-Augustin, siguiendo los escaparates y volviendo a detenerse delante de cada uno de ellos. Primero, los atrajo un complicado arreglo: bajo una hilera de paraguas dispuestos oblicuamente, a modo de tejado de choza rústica, una selección de medias de seda colgadas de varillas alineaba redondeadas pantorrillas, ora salpicadas de ramilletes de rosas, ora de mil colores: las negras, caladas; las rojas, bordadas en las esquinas; las de color carne, de textura satinada y suave como el cutis de una mujer rubia. Completaban el conjunto varios pares de guantes, colocados simétricamente sobre la tela de la estantería; los dedos estirados y la estrecha palma, como de virgen bizantina, les conferían esa gracia envarada y un tanto adolescente de las prendas femeninas aún sin estrenar. Pero el escaparate que más les llamó la atención fue el último, donde florecía una exhibición de sedas, rasos y terciopelos que armonizaba en una gama ágil y vibrante las tonalidades de los más delicados pétalos: bajo el negro intenso y el blanco de leche cuajada de los terciopelos, destacaban los quebrados pliegues de los rasos rosa y azules, que iban palideciendo hasta alcanzar una infinita ternura. En la base de la composición estaban las sedas; todo un arco iris vivía en aquellas piezas que, gracias a los hábiles dedos de los dependientes, se fruncían en escarapelas o parecían cobrar vida al adaptarse a las curvas de un arqueado torso; y, enmarcando cada motivo, entre las polícromas frases del arreglo, corría un discreto realce, los bullones de un sutil cordón de fular crema. En aquel mismo escaparate podían también contemplarse, a ambos extremos, formando gigantescas pilas, las dos sedas exclusivas de la casa, la ParísParaíso y la Piel de Oro, dos artículos de excepción que iban a revolucionar el comercio de las novedades.

–¡Ay! ¡Qué faya a cinco sesenta! –murmuró con asombro Denise, al ver la París-Paraíso.

Pero Jean empezaba a aburrirse.

–Disculpe, caballero, ¿la calle de la Michodiére? –le preguntó a un transeúnte.

Este le indicó la primera calle a la derecha y los tres rehicieron el camino, rodeando los almacenes. Pero, según entraban en dicha calle, Denise volvió a detenerse, atraída por otro escaparate dedicado a las confecciones de señora. Aunque, en Valognes, era ella la encargada de confección de Casa Cornaille, nunca había visto nada semejante, y la admiración la dejó clavada en la acera. Al fondo del escaparate, un amplio mantón de encaje de Brujas, de elevado precio, extendía sus alas blondas, corno un mantel de altar, entre guirnaldas de encaje de Alenzón y una cascada en que se mezclaban todos los encajes, de Malinas, venecianos y de Valenciennes, incrustaciones de Bruselas, lanzados a manos llenas, cual nieve recién caída. Las piezas de paño colocadas a derecha e izquierda formaban oscuras columnas, entre las cuales parecía aún más distante el lejano tabernáculo. Y en aquella capilla consagrada al culto de los encantos femeninos se exponían las confecciones: ocupaba el centro un artículo excepcional, un abrigo de terciopelo guarnecido de zorro plateado, que flanqueaban un tapado de seda forrado de petigrís y un paletó de paño bordado con plumas de gallo, además de unas salidas de teatro de casimir blanco, acolchadas y con adornos de cisne o de felpilla. Había prendas para todos los caprichos, desde las salidas de teatro a veintinueve francos hasta el abrigo de terciopelo, cuyo precio era de mil ochocientos. El busto opulento de los maniquíes tensaba los tejidos, las caderas generosas exageraban la estrecha cintura, y una etiqueta de gran tamaño, pinchada con un alfiler en el muletón rojo del cuello, hacía las veces de cabeza; a ambos lados del escaparate, varios espejos sabiamente orientados los reflejaban y multiplicaban hasta el infinito, abarrotando la calle de hermosas damas en venta que, en lugar de cabeza, lucían unos precios rotulados con grandes números.

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