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En 'El Paraíso Recobrado', John Milton ofrece una poderosa reflexión sobre la libertad humana y la redención. Esta obra poética, escrita en un estilo elevado y lírico, se sitúa dentro del contexto del siglo XVII, en un período donde las tensiones religiosas y políticas dominaban Europa. A través de su narrativa, Milton se adentra en la historia bíblica de la caída del hombre, centrándose en la figura de Adán y su relación con Dios, así como su lucha por recuperar el paraíso perdido. La profundidad de los temas abordados y la musicalidad de su verso consolidan a esta obra como un hito de la literatura renacentista y barroca. John Milton, un erudito y poeta de vasta cultura, se vio influenciado por su contexto político y religioso para escribir 'El Paraíso Recobrado'. Criado en un ambiente puritano, su obra refleja no solo sus creencias teológicas, sino también su compromiso con la libertad individual y la búsqueda de la verdad. La pérdida de su vista en la madurez lo llevó a concebir este poema con un profundo sentido de introspección y profundidad espiritual, convirtiéndose en un símbolo de la lucha por la libertad de pensamiento. Recomiendo con vehemencia 'El Paraíso Recobrado' a todos aquellos interesados en la exploración de temas universales como la redención, la libertad y la condición humana. La sutileza de Milton para desarrollar sus ideas, unida a su maestría como poeta, hace que esta obra sea tanto una lectura desafiante como profundamente gratificante. Su riqueza literaria y filosófica garantiza que cada lector encontrará en sus versos elementos que resonarán a lo largo del tiempo.
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Argumento
El asunto de esto libro comienza por la invocación al Espíritu Santo. El poema representa en primer lugar a Juan bautizando en el Jordán: llega Jesús, que recibe a su vez las aguas del bautismo; y es reconocido como Hijo de Dios, no solo por la bajada del Espíritu Santo, sino también por una voz del cielo. Al ver esto Satán, que se halla presente, remóntase al momento a las regiones etéreas, donde reuniendo a sus infernales consejeros, les manifiesta sus temores de que Jesús sea aquella semilla de la mujer, destinada a aniquilar todo su poderío. Al propio tiempo les indica la urgente necesidad de averiguar la certeza del hecho, intentando, por medio de lazos y engaños, combatir y exterminar al Hombre de quien tanto deben temer. Satán se brinda a acometer por sí solo tamaña empresa, y aceptado su ofrecimiento, se pone en marcha para llevar a cabo su cometido. Dios, entre tanto, rodeado de su corte celestial, anuncia que ha resuelto someter a su Hijo a las tentaciones de Satán; pero predice que el tentador sufrirá la más completa derrota, lo cual celebran los ángeles, entonando un himno de triunfo. Jesús es conducido por el Espíritu al desierto, cuando pensaba en el principio de su elevada misión de Salvador de la humanidad: sumido en sus meditaciones, refiere, en un soliloquio, cuán divinos y generosos impulsos había experimentado desde su más tierna juventud, y cómo su madre, María, al observar en él tales disposiciones, le dio a conocer las circunstancias de su nacimiento, revelándole que era nada menos que el Hijo de Dios. Indica luego lo que sus propios estudios y reflexiones le habían sugerido en confirmación de esta gran verdad, fundándose particularmente en el reciente testimonio que acababa de recibir en el Jordán. Nuestro Señor pasa cuarenta días ayunando en el desierto, donde las fieras se humillan a su presencia, mostrándose inofensivas. Satán aparece después bajo la forma de un anciano campesino, y entabla conversación con nuestro Señor; manifiéstale su extrañeza por verle solo en tan peligroso sitio, y al propio tiempo aparenta recordar que él es la persona reconocida en el Jordán como Hijo de Dios. Jesús contesta lacónicamente: Satán le replica, enumerando las dificultades que ofrece vivir en el desierto; y excítale a manifestar su divino poder, si es realmente Hijo de Dios, trasformando algunas piedras en pan. Jesús reprueba su proceder, y le dice que ya sabe quién es. Satán se da entonces a conocer, y procura disculpar su conducta con una artificiosa defensa; pero nuestro Señor le reprende severamente, refutando todos los puntos de su justificación. Satán, con aparente humildad, intenta todavía sincerarse; finge admirar a Jesús por su virtud, y le pide permiso para conversar con él en otra ocasión, a lo cual contesta el Señor que obre según el permiso del Cielo. Desaparece entonces Satán, y termina el libro con una breve descripción de la noche en el desierto.
Yo, que en otro tiempo canté el feliz jardín, perdido por la desobediencia de un hombre, voy a cantar ahora el Paraíso, recobrado para la humanidad entera por la firme obediencia de aquel que a rudas pruebas sometido por todo género de tentaciones, humilló al tentador, frustrando sus asechanzas, y convirtió en Edén el salvaje desierto.
¡Oh tú! celeste Espíritu, que al glorioso eremita condujiste al desierto, futuro campo de su victoria, para combatir al Enemigo; y le llamaste a ti cuando hubo dado irrecusables pruebas de ser el Hijo de Dios: inspírame como solías hacerlo, que sin ti enmudeciera mi improvisado canto. Condúceme a las alturas o a los profundos abismos del universo todo; préstenme apoyo tus favorables alas, para que pueda referir actos en alto grado heroicos, que aunque secretos y relegados al olvido durante tantos siglos, no menos dignos son de haberse cantado ha mucho tiempo.
Ya el gran Precursor, con voz más imponente que el sonido de la trompeta, proclamaba el arrepentimiento, anunciando que el reino de los cielos estaba al alcance de todos cuantos recibieran el bautismo: poseídos de religioso temor, los habitantes de las comarcas vecinas acudían en tropel para ser bautizados; y con ellos llegó desde Nazaret a las orillas del Jordán, aquel que pasaba por hijo de José. Oscuro se presentaba entonces, desconocido y sin llamar la atención de nadie; pero avisado San Juan Bautista, por conducto divino, reconociole al punto como superior, más digno que él de alabanzas; y hasta hubiera querido resignar en sus manos su santo ministerio. No tardó en confirmarse este testimonio: entreabriose la celeste bóveda sobre el que acababa de ser bautizado, y descendió el Espíritu en figura de paloma; mientras que la voz del Padre proclamaba desde el empíreo que aquel era su muy amado Hijo. Oídas fueron estas palabras por el Enemigo, que vagando todavía por la tierra, no debía ser el último en acudir a tan famosa reunión; y consternado al escuchar la voz divina, contempló unos momentos con asombro al hombre glorificado a quien se acababa de dar tan augusto título. Poseído entonces de envidia y de rabia, emprende su vuelo a través de los aires, sin detenerse hasta llegar a su imperio; convoca a consejo a todos sus poderosos próceres, sombrío consistorio rodeado por diez capas de negras y espesas nubes; y una vez en medio de ellos, con miradas de temor y abatimiento, dirígeles estas palabras:
«¡Oh antiguas potestades del aire y de este inmenso mundo! (pues pláceme mucho más hablaros del aire, nuestra primitiva conquista, que recordar el infierno, nuestra odiosa morada); bien sabéis cuántos siglos hace, para nosotros como los años de los hombres, que hemos poseído este universo, gobernando a nuestro antojo los asuntos de la tierra, desde que Adán y su fácil consorte Eva, engañados por mí, perdieron el Paraíso. Con temor esperaba yo, no obstante, la hora en que la semilla de Eva asestaría contra mi cabeza este golpe fatal. Tardía es la ejecución de los decretos del cielo, pues el más largo período es corto para él; y ahora, demasiado pronto para nosotros, por la sucesión de las horas ha llegado el temido momento en que debemos sufrir las consecuencias de la remota amenaza. Preciso es ante todo parar el golpe, si es que podemos, so pena de ver derrocado todo nuestro poderío, perdida nuestra independencia, y el derecho de residir en este hermoso imperio del aire y de la tierra, conquistado por nosotros. Malas noticias os traigo: de mujer ha nacido últimamente el vástago destinado a combatirnos. Fundado motivo nos dio ya su nacimiento para abrigar temores; pero ahora, llegado a la flor de la juventud, dotado de todas las virtudes, de gracia y de sabiduría, para llevar a cabo las más altas misiones, redobla justamente mi recelo. Un gran profeta, que a guisa de heraldo le precede, a fin de anunciar su llegada, llama a todo el mundo; y pretende lavar los pecados en el consagrado río, para preparar a sus neófitos, así purificados, a recibir a ese hombre sin mancha, o más bien, a honrarle como a su Rey. Todos acuden, y él mismo, entre ellos, fue bautizado, no con el fin de purificarse más, sino para recibir el testimonio del Cielo, y que no puedan dudar ya las naciones de su divino carácter. Yo vi al profeta acogerle con respeto; vi que al salir del agua, abría el cielo por cima de las nubes sus puertas de cristal; inmaculada paloma bajó entonces sobre su cabeza; y oí la voz soberana pronunciar desde el Empíreo estas palabras: «Ese es mi Hijo muy amado, con quien estoy complacido.» Vemos, pues, que su madre es mortal; pero su Padre ocupa el trono del cielo; y ¿qué no hará para favorecer a su único Hijo? Conocémosle ya, y harto comprendimos su fuerza cuando su terrible trueno nos lanzó a las profundidades. Averiguar debemos quién es Aquel, pues hombre parece por todas sus facciones, aunque resplandezcan en su rostro los rayos de la gloria de su Padre. Ya lo veis; el peligro es inminente y no permite que entremos en largas discusiones: debemos oponerle al punto un grave obstáculo (no por la fuerza, sino por una refinada astucia, por una trama bien urdida), antes que a la cabeza de las naciones aparezca como su rey, su jefe, el dueño supremo de la tierra. En otro tiempo, cuando nadie se atrevía, yo solo acometí la arriesgada empresa que tenía por objeto descubrir el paradero de Adán y perderle; y entonces llevé a cabo felizmente mi ardua misión. El viaje que debo emprender hoy os menos peligroso; y hallado ya una vez el buen camino, de esperar es que el éxito me favorezca de nuevo.»