El pasadizo secreto - Elsa Drucaroff - E-Book

El pasadizo secreto E-Book

Elsa Drucaroff

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Beschreibung

Mi camino a ser libre coloca a quien camina a mi lado en dirección a su propia libertad. No se trata de que les reclamemos a los gritos que se deconstruyan, se trata de que nuestra práctica de mujeres tenga la mirada puesta en nuestra libertad. Si entonces ellos quieren marchar a nuestro lado, inventarán otra manera de ser hombres.   ¿Cómo se construye una feminista? ¿Qué aprendizajes, qué tropiezos, qué maestras, qué madres, qué viajes, qué amores son necesarios para fundar una conciencia de género? Elsa Drucaroff emprende un viaje literario por su propia vida para reconstruir las escenas que van fundando cierto modo de ser mujer.   Tomando como eje sus encuentros con su gran referente intelectual, la feminista italiana Luisa Muraro, Drucaroff va avanzando en los marcos teóricos de su formación, pero también en las experiencias donde esos conceptos se hacen carne. Su infancia en una familia de clase media acomodada, su juventud en la dictadura militar argentina, sus lecturas, sus amistades, su búsqueda vocacional y profesional en la docencia, sus exilios, su madurez, sus amores, su pareja abierta. Cada vivencia es un paso en la tarea de toda una vida: conquistar la libertad de pensarse a sí misma con autonomía y dejar caer a pedazos el patriarcado que vive dentro nuestro.   A través de diálogos casi socráticos con Muraro, las filósofas de Diotima y sus amigas feministas en distintas épocas, la joven Elsa y su alter ego ya en la madurez van descubriendo otra forma de concebir el mundo y de asomarse al pasadizo secreto.

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Contents

ADVERTENCIA

PARTE 1

Siempre hay trenes

CAPÍTULO 1

2019-1983-1976

CAPÍTULO 2

Cómo me hice feminista

CAPÍTULO 3

Las maestras, la amiga, la madre

CAPÍTULO 4

Londres, 2019

PARTE 2

El feminismo es un viaje de ida

CAPÍTULO 5

La opresión de una mujer está adentro de ella

CAPÍTULO 6

Conseguir derechos no es construir libertad

CAPÍTULO 7

Metáfora, metonimia y opresión de las mujeres

PARTE 3

Amar es hacer acrobacia

CAPÍTULO 8

El sexo es una ronda entre la carne y las palabras

CAPÍTULO 9

1984: Muchas hormonas entre Bologna y Milán

CAPÍTULO 10

2019: Dos amores en Florencia

CAPÍTULO 11

Poder y autoridad según Luisa Muraro

CAPÍTULO 12

Las mujeres, el amor y la libertad

PARTE 4

El aleteo de la paloma

CAPÍTULO 13

La espíritu santa

CAPÍTULO 14

Mujeres en relación dual

CAPÍTULO 15

El grupo oprime

CAPÍTULO 16

Mujeres que autorizan a mujeres

CAPÍTULO 17

El hogar-comité del Partido Comunista

CAPÍTULO 18

La política feminista de una comunidad de dispares

CAPÍTULO 19

Hacer diotima con minúsculas

CAPÍTULO 20

Hacer diotima es pensar sin red

PARTE 5

Ser puta, Patti Smith, lo inaudito

CAPÍTULO 21

¿El patriarcado ha muerto?

CAPÍTULO 22

El debate sobre la prostitución

CAPÍTULO 23

La semana en que consideré ser prostituta

CAPÍTULO 24

La autoridad femenina es el arma contra la misoginia

CAPÍTULO 25

Política de lo inaudito

PARTE 6

El año del destierro

CAPÍTULO 26

Lo peor que le puede pasar a una mujer es que se hable de ella

CAPÍTULO 27

1980-2019: La subversión ideológica

CAPÍTULO 28

La navaja

CAPÍTULO 29

Libertad es elegir el precio que se paga

CAPÍTULO 30

Defensa del parricidio

CAPÍTULO 31

Sobre la ley

CAPÍTULO 32

Gentiles como en la autorreforma gentil de las feministas italianas

CAPÍTULO 33

La grieta en Inmaculada

CAPÍTULO 34

La Inquisición

CAPÍTULO 35

La guerra de Malvinas

CAPÍTULO 36

Simpatía por el demonio

CAPÍTULO 37

La (auto)exigencia de pertenecer

CAPÍTULO 38

Una judía de mamá cristiana

CAPÍTULO 39

La carta desde Italia

CAPÍTULO 40

La caída

EPÍLOGO

El pasadizo secreto

Agradecimientos

Lista de libros mencionados

Landmarks

Cover

Drucaroff, Elsa

El pasadizo secreto : escenas de una autobiografía feminista / Elsa Drucaroff. - 1a ed -

Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Marea, 2024.

Libro digital, EPUB - (Narrativa / Constanza Brunet)

Archivo Digital: descarga y online

ISBN 978-987-823-039-9

1. Autobiografías. I. Título.

CDD 808.8035

Dirección editorial: Constanza Brunet

Coordinación editorial: Víctor Sabanes

Asistencia editorial: Carmela Pavesi

Comunicación: Verónica Abdala

Diseño de tapa e interiores: Hugo Pérez

Corrección: Marisa Corgatelli

Fotografía de tapa: Alicia de la Nava

© 2024 Elsa Drucaroff

Pasaje Rivarola 115 – Ciudad de Buenos Aires – Argentina

Tel.: (5411) 4371-1511

[email protected] | www.editorialmarea.com.ar

ISBN 978-987-823-039-9

Impreso en Argentina – Printed in Argentina

Depositado de acuerdo con la Ley 11.723. Todos los derechos reservados.

Prohibida la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio

o procedimiento sin permiso escrito de la editorial.

Transitando los lugares ciertos.

Charly García

ADVERTENCIA

La escritura y el pensamiento de este libro intentan desnaturalizar y fisurar la comprensión del género gramatical masculino como un universal “el hombre”, como la “normalidad” bajo cuya ala se incluyen “los otros” géneros (que serían apenas variantes, desviaciones del hombre esencial). No creo que debamos respetar la regla gramatical que otorga al masculino el poder de referirse a toda la humanidad, no es una regla políticamente inocente. No quiero borrar la legitimidad de las diferencias entre todes nosotres. Y si bien en algunos casos mi escritura decide caer en esa convención del masculino plural para designar a un conjunto de personas donde coexisten mujeres, hombres y otros géneros, el contexto inmediato deja en claro que es una concesión ocasional al ritmo o al estilo, porque siempre recuerda de algún modo que ese masculino plural que utilicé está mutilando y aplastando la diferencia inherente a nuestra especie humana.

A veces, El pasadizo secreto también utiliza el nuevo morfema rebelde: el inclusivo -e/-es, que hiere saludablemente nuestros oídos gramaticales con la misma potencia con que el movimiento de mujeres intenta herir el sentido común patriarcal. Suena feo. Siempre es feo descubrir que vivimos en una opresión naturalizada desde hace milenios. La verdad ofende. Pero no tiene remedio.

La artificialidad militante del morfema -es exige reflexión, no obediencia a una moda política o académica. Por eso sigo hablando en femenino para hablar de que soy una mujer, no quiero que me nieguen bajo el -es. Uso -e/-es solo cuando están incluidos distintos géneros y, en ese caso, únicamente si lo considero indispensable para lo que quiero transmitir. Cada frase, cada concepto pide sus propios recursos. La coherencia abstracta refuta el pensamiento y la literatura.

PARTE 1

Siempre hay trenes

CAPÍTULO 1

2019-1983-1976

Luisa Muraro me está aguardando sentada en un rincón de la Libreria delle Donne, con su larga túnica y sus zuecos, el pelo corto completamente blanco y unos increíbles ojos azules que las arrugas no logran apagar. Hay una silla vacía a su lado. Estoy llegando quince minutos tarde porque me tomé el tranvía en la otra dirección. Pido disculpas, afligida, me parece que no está enojada. La miro y no puedo creer que esté frente a ella, sus ojos están clavados en mí, me estudia; yo no, yo no tengo serenidad para estudiarla, estoy arribando a un lugar muy deseado. Le digo hola, me extiende la mano, hago el gesto de besarla.

–No. No –me rechaza, alarmada–. Yo no beso.

Io non baccio. Retrocedo. Es evidente que se siente culpable.

–No es por vos, no te sientas mal. Es que estoy hecha así, soy una persona que no da besos –define.

Detecto una pizca de autoironía, como si con el humor volviera algo bondadosa su rudeza. Sonrío. Ella dice entonces:

–Pero vos esperaste mucho tiempo este saludo, así que un beso por lo menos nos vamos a dar.

Se incorpora con solemnidad, me abraza, frunce velozmente sus labios sobre mi mejilla y se aparta avergonzada.

Me invita a sentarme. Corro la silla, la pongo frente a ella y saco de mi mochila los libros que le traje: algunos se los llevo a pedido de colegas, otros son mi regalo; después le doy Checkpoint, mi libro de cuentos. Es la segunda vez que lo tengo en mi mano; en la valija me queda uno destinado a mis tíos, cuando los vea en Londres.

Luisa Muraro ha agradecido cada libro y lo ha hojeado, ha hecho algún comentario amable. Pero cuando recibe el mío va directo a la solapa y se pone a traducir mi biografía. Tiene un italiano vibrante, musical, cuando lee español la resonancia no cambia, se detiene en cada consonante. Es divertido cómo dice mi currículum: repite cada cosa en voz muy alta, tal vez irónica, y siempre agrega algo.

–“Profesora de Castellano, Literatura y Latín”. Yo también enseñé en la escuela.

–Lo sé, en la escuela primaria.

–Claro. Me gusta enseñar la lengua porque es un modo de enseñar filosofía –dice y sigue repitiendo la solapa–. “Dictó el primer seminario de Escritura Creativa en la carrera de Letras”. ¿Escritura Creativa? Yo enseño “escritura pensante”, pensamiento no repetitivo, invención de la idea.

Le explico que, aunque toda escritura es creativa, en las carreras de Letras suele llamarse así la materia en la que se aprenden técnicas para escribir literatura de ficción.

–La escritura creativa inventa realidad –me dice.

–Es que eso es la literatura: crear mundos con palabras.

–Haciendo palanca sobre la escritura, la realidad se vuelve menos falsa –dice y me clava otra vez los ojos.

No besará, pero hace minutos que la conozco y ya la quiero.

Viajo en un tren desde Milán a otra ciudad italiana, más al Sur. Hace treinta y seis años ella viajaba también, ida y vuelta, de Milán a Bologna, que queda más al Sur. Iba y venía ese tren, tanto antes como ahora (mañana estaré de regreso en Milán). Era febrero de 1983, ella había cumplido veinticinco y en su país empezaba el último año de la dictadura. Es octubre de 2019 y en mi país el gobierno de Macri se está terminando. Viajo sola, como viajó ella.

Se había recibido en el profesorado más prestigioso del país, en Buenos Aires: era una flamante profesora de Lengua y Literatura que amaba la docencia y la ejercía desde los últimos años de su carrera, pero la docencia la había despechado como el más traidor de los amantes. Entonces se recibió y se fue a hacer turismo a Europa, allá se descubrió viajera, no turista, y decidió no regresar nunca al lugar donde había enseñado, esa escuela argentina que la había recibido, la había hechizado como a Cenicienta y después de las doce de la noche, sin habérselo advertido antes, la había enfrentado de pronto con una calabaza, un perro flaco y tres ratones. En eso se habían convertido sus compañeros de lucha. Ahí no tenía nada que hacer, decidió, y un instante apenas después subió su apuesta: no iba a volver a esa escuela, pero tampoco a su patria.

En Milán encontró un amor; en Bologna, un proyecto de estudio con Umberto Eco en la Universidad más antigua de Europa. No llegó a nada, ni con su amor ni con su estudio, pero lo que quiero contar es que ella había elegido ser inmigrante. Trabajó para mantenerse, primero en lo que podía (cuidó un bebé, limpió casas), después logró que una cooperativa de traducciones le encargara tareas y hasta ahorró un poquito. Miro ahora, y miraba ella, por la ventanilla, viajando ida y vuelta, el paisaje casi siempre llano, de casas aisladas que sin embargo insisten, se repiten a poca distancia. Poca tierra vacía. Recuerdo que ella recordó lo que había estudiado en la escuela secundaria acerca de la densidad de población en estos países de Europa, pequeños y desarrollados; lo recordó porque la pampa infinita y chata, el ombú lejano en el vacío, las vacas casi quietas integraban el paisaje desde el que pensaban y piensan mis ojos. Treinta y seis años atrás esa chica miraba la llanura verde por la que el tren se alejaba de Milán como si esa llanura poblada que sus amistades italianas llamaban campo fuera la confirmación profunda del abismo, de la distancia irreductible con su patria.

El cielo estaba cargado de promesas y riesgos. Hoy también. Pero en 1983 el tren flotaba en el aire, traqueteaba en el vacío. Ahora, esta que soy echó raíces del otro lado del Atlántico y nada flota, no hay vacío. Tampoco casi existen ya aquellos trenes sobrios, madera y vidrio, compartimentos separados por tabiques elegantes y asientos tapizados de un cuero marrón o verde oscuro, donde ella se reclinaba para tocar con su sien la ventanilla. Este es otro tren obscenamente luminoso, colorido y limpio, casi no sabe lo que es el traqueteo y tarda dos horas menos en cubrir el trayecto que ella hacía. ¿Avanzo más veloz, ahora que no soy joven? Viajo en un vagón sin divisiones ni pasillos, instalada en la butaca que me asignó la web en la vulgar fila de butacas globales. Viajo en el “no tren”, algo como aquel “no lugar” del que habló un francés un poco pretencioso, un tipo que le otorga a la globalización tanto poder que la cree capaz de exterminar la invencible capacidad humana de marcar con su historia los espacios. Mirada de viejo melancólico, la de Marc Augé, mirada de chabón al que las academias le pagan demasiados aeropuertos y nunca fue todos los días a trabajar a uno, entonces cree que el laburante de aeropuerto no marca con su experiencia un lugar que, por más pulcro e impersonal que sea, lo recibe nueve horas por día y mantiene necesariamente sus recuerdos y mantiene necesariamente su vida cotidiana. ¿O acaso las estaciones de ferrocarril que construyeron los ingleses en mi patria no fueron también todas iguales? ¿O acaso esa belleza antigua no fue impersonal y uniforme, implantada? Y se marcaron igual, cada una a su manera. No existen “no lugares” en sí, salvo para quien los atraviesa como tales. No está en el lugar, está en la perspectiva ¡y las perspectivas son tantas! No hay nada en sí, Augé. Nada deja de estar horadado por la Historia, construido en un diálogo incesante.

El “no lugar” es una exageración teórica de señor que estudió para entender el mundo, pero el mundo cambia y cambia y él se abruma por la nueva uniformidad de un mercado mundial más extendido que nunca, ok, no obstante, yo podría compartir esa exageración ahora, en este tren ultrarrápido del siglo xxi, aunque sería atribuir a los demás mi falta de experiencias vitales en los espacios de la nueva tecnología ferroviaria. En mi patria la red ferroviaria hace mucho que fue desmantelada y predicar sobre trenes bala remite a corrupción, insensibilidad o simplemente esnobismo. Entonces, decretar a este tren un “no lugar”, en nombre de mi nostalgia por ese lugar que iba y venía entre Milán y Bologna, enmudecería las experiencias de las personas inmigrantes nuevas, que son tantas. Las nuevas, digo, porque ella fue una persona inmigrante del pasado. Inmigrante en Italia que fracasó porque la nostalgia y el dolor por Argentina se hicieron insoportables, persona inmigrante que fracasó como inmigrante, pero tal vez triunfó como persona por eso, porque finalmente volvió. Y no digo que esta sea una condición necesaria, digo que es lo que le pasó, digo que ella no era capaz de quedarse, la yo que fui no pudo hacerlo.

Al contrario, ese muchacho africano que veo acá cerquita, dos filas adelante. A diferencia de la que fui, tal vez no tenga otro remedio. Viaja pensativo, aprieta, mueve las manos una contra otra, es como si sus manos estuvieran razonando. Tiene los ojos clavados en el paisaje campero del país desarrollado, densamente poblado, un paisaje bastante parecido al que veía esa muchacha inmigrante de veinticinco años: ¿qué modelará a la inteligencia de sus ojos, ya que no es la pampa argentina? ¿Estará viendo con la lente de su ciudad senegalesa o de su aldea nigeriana? ¿Cuántas veces habrá hecho este viaje de ida y vuelta? No lleva equipaje, salvo una mochila pequeña; no parece asombrado. Sé que para él este tren que yo vivo impersonal ya tiene historia. Debe reconocer esta cascina abandonada que ahora pasa rauda por la ventanilla izquierda y a él siempre le aparece a la derecha, en el minuto treinta y ocho de partida; el tren tendrá para él sus marcas peculiares como las tuvo para ella el tren que se sacudía en lugar de deslizarse y era sin embargo igualmente extranjero, iba por la misma llanura en la misma dirección.

Milán se queda atrás. Atrás a esa chica le quedaba cada vez el mismo hombre, cuando se iba. Ahora la que queda detrás es en cambio una mujer. El día anterior, Luisa Muraro, casi octogenaria, me preguntó si había leído novelas de aventuras (a mí, que leí novelas de aventuras desde los siete años y escribí novelas de aventuras, que nada amo más que la aventura).

–En esos libros –me dijo Luisa–, en las películas también, tantas veces hay un pasadizo secreto; se abre por el movimiento casual pero intuitivo de una mano que busca y que no busca, que se toma su tiempo recorriendo, palpando la pared, porque, aunque el momento sea límite no hay razón que le indique cómo mover los dedos y tampoco puede darse el lujo de ser brusca. Pero algo toca y el pasaje aparece.

Me miraba con sus ojos celestes nublados por las cataratas y sin embargo transparentes. Una profecía, un permiso, un consejo.

Yo le había confesado que no tenía la menor idea de qué libro iba a escribir a partir de nuestro encuentro. Primero había pensado en hacer uno de conversaciones con ella sobre su obra. Y después una crónica del viaje en la que las conversaciones fueran solo una parte. Y después pensé que tenía que escribir otra cosa, algo que no sabía, no sé aún. Algo que fuera hablar con ella y de su obra, pero también un más acá, algo que fuera hablar de mí, pero también un más allá. Porque este viaje ahora (le expliqué a Luisa, ayer a la tarde) no me conmocionaba solamente porque significaba conocer a la autora de uno de los pensamientos que más me habían sacudido, mi maestra, la autora de las ideas que pusieron los pilares de mis propias ideas, uno de los nombres más importantes de la tan importante como negada, tan rica como ignorada teoría feminista del final del siglo xx. No. Este viaje era también regresar a Milán después de treinta y seis años.

Esa inmigrante veinteañera vivió en esta ciudad; se apoderó con esfuerzo de un italiano casi perfecto que asombraba a la gente pero no a ella, porque era una lengua nueva pero no la estaba aprendiendo con lectura y estudio sino poniendo el cuerpo, la aprendió con el estómago y la boca y el clítoris y las risas y los llantos y el riesgo y la locura, la aprendió fregando pisos, cuidando a un bebé, escuchando que la señora de la casa donde limpiaba se refería a ella ante terceros llamándola la ragazza y que la mamá del bebé que cuidaba le reprochaba con justicia ser una argentinita mimada, burguesa, melancólica y desubicada, incapaz de levantarse temprano. La aprendió inventando métodos para viajar en tranvía un mes con el mismo ticket sin tildar, ahorrando así las liras para poder ir al cine o para comprarse comics o para sostener un proyecto que al final no sucedió. Fue así, chapoteando en un intento fallido pero central para cada uno de los intentos no fallidos que emprendería luego, como habitó esa chica el italiano: con fascinación, desesperada de amor y de nostalgia, con la certeza absurda (cuyo por qué todavía le es complejo explicarse) de que el lugar que había dejado se había vuelto imposible, completamente perdido, que jamás iba a poder volver porque si lo hacía la atraparían sus garras.

Entre un hombre de Milán que se empeñaba en ser amor imposible y el fantasma de un lugar imposible, así flotó ella entre Milán y Bologna. Había elegido Bologna porque allí quería estudiar y porque así se separaba de ese hombre, como una adicta que trata de curarse. Entonces iba y venía, como cualquier adicta que trata y no puede, mientras temblaba la tierra bajo el tren y ella pensaba en los treinta mil muertos de su patria que eran sus muertos y pensaba que los que había allí abajo de sus pies, de las vías, no eran suyos y por eso jamás sería esa su tierra.

Todo esto recordé ayer mientras le contaba a Luisa bastante menos, sin anécdotas ni aclaraciones, apenas títulos. Ella no me hizo una sola pregunta, sin embargo, me miró de un modo que reconoceré después, cuando me mire así en otros momentos importantes; era un modo en que hasta ayer todavía no me había mirado. Sus ojos me entraban, comprometidos; supe que no necesitaba especificar, relatarle, para que ella leyera en mí como en un libro.

–Hace poco escribí un artículo para una revista de Estados Unidos –me dijo Luisa–. El título está en inglés: The Inner Passage.

Y ahí habló de los libros de aventuras. El pasadizo.

–Vas a tener que encontrar el pasadizo secreto entre aquel viaje y este –dijo Luisa.

Acá estoy, tanteando teclas para ver qué se abre.

Son las 7.40 de una mañana aún a oscuras porque esta luz de octubre es otoñal, pese a la temperatura de horrorosa primavera (riscaldamento globale) que ha hecho en estos días en Milán. Me desperté muy temprano para llegar al aeropuerto, estaba dispuesta directamente a no dormir, pero Luisa se enteró de que iba a salir antes de las cuatro para llegar en autobús a Malpensa e insistió en pagarme un taxi. Yo me afligí, porque para mí el precio será imposible, pero para ella es carísimo y no pareciera que la práctica de la docencia, la filosofía y la escritura durante muchas décadas haya vuelto extraordinariamente rica a esta profesora universitaria jubilada de setenta y nueve años. Pero Luisa no se da fácilmente por vencida: primero trató de convencerme con esa ternura áspera que le he ido conociendo en estos días; después, con llamadas preocupadas a sus amigas, para que me convencieran ellas. Mirá, si Luisa quiere que te tomes un taxi, te lo vas a tener que tomar, explicaron Gabriella y Paola, mis anfitrionas, y se reían. Yo qué más quería, pero me daba culpa.

Ayer Luisa me entregó un sobre en el que los euros para el taxi estaban prolijamente doblados, disimulados junto a la reproducción de una pintura; era un cuadro feroz y extraordinario de Artemisia Gentileschi, artista del siglo xvii: ayudada por otra mujer, Judith decapita al conquistador Holofernes con un puñal. En ese momento apenas miré la postal, estaba avergonzada, pero ahora observo: la composición del cuadro es muy extraña: las líneas y la luz, todo lleva a la cabeza del conquistador, que está por ser cercenada y aparece desplazada hacia abajo y a la izquierda de la imagen; ocupa un primer plano, es inminente que salte la sangre a chorros desde la yugular. Eso de correr el centro que hace la pintura barroca va bien con la posición femenina, siempre a un costado. Me impresiona cómo se cuenta acá la determinación de las mujeres, la voluntad de sus brazos tensos y extendidos, la dureza concentrada de sus rostros trabajados por la sombra. Yo también conté en una novela cómo una mujer asesinaba para no ser sometida. Es un episodio bíblico que muestra, una vez más, las ambigüedades que se infiltran en las grietas de una tradición patriarcal judeo-cristiana de la que las mujeres se apropian a su modo; también Luisa, al regalarme el cuadro, alude a objeciones que le hice en estos días sobre su postura frente a la religión, me sigue respondiendo. La gente es más libre de lo que se da cuenta, le gusta decir a Luisa (creo que voy a volver muchas veces a esta frase) y se ve que Artemisia Gentileschi lo sabía cuatrocientos años atrás, la libertad la ejercía su talento, sin pudor ni cobardía, o sea: sin eso que nos ha dado a entender el machismo que debe ser la discreción femenina.

Sin embargo, otra discreción existe: qué discreta, qué dulce y cuidadosa despedida me dedica Luisa cuando me pide que la deje ayudarme a dormir un par de horas más, mientras disimula el dinero (un detalle menor) con la postal de una gran obra de arte femenino.

El avión ha empezado a moverse. Es la tercera vez en la vida que levanto vuelo desde Milán y como en las otras ocasiones, mi paso por acá me ha transformado. Qué raro que una ciudad en la que no nací y adonde ni se habla mi idioma ni descansan mis padres, mis abuelos, o al menos mis bisabuelos, sea una clave para mi biografía.

¿Cómo contar mi vida sin Milán? La primera vez que ella partió de acá tenía veintiséis años. Lo miró a Gerardo, que se quedaba quieto allá, del otro lado. ¿De un molinete? ¿Cuál era la frontera que dividía a la gente que se amaba y se decía adiós en los aeropuertos de ese entonces? Ahí está Gerardo, ella lo ve mirándola, de pie, alto y delgado, sus grandes anteojos de miope, sus ojos dolidos y húmedos, la mano levantada. También ella tenía los ojos inundados y antes de darle la espalda articuló para él, con claridad, una palabra: “Vuelvo”, dibujó en silencio con la boca, en castellano, prometiéndole lo que deseaba cumplir con toda el alma y sabía en un lugar profundo y mudo que no podría cumplir. Algo cumplí, me digo cínica ahora que el avión corta a toda velocidad la pista, los motores al máximo: después de todo volví veinticuatro años después y volví ahora, treinta y seis años después.

Es que ella quedó fóbica a volar ya desde que aterrizó en Buenos Aires, casi en mayo de 1984. Y pasaron veintitrés años hasta que la mujer que desde entonces soy logró subirse a un avión y afrontar un viaje largo. Su horror era un secreto frustrante y vergonzoso, una idiotez indigna con la que sin embargo yo no podía pelear. Pasé la era menemista del dólar barato con los pies en la tierra. Llena de culpa arruiné varios planes de viajes románticos que acariciaba el Hor conmigo; una vez un amigo nos regaló una estadía en el nordeste de Brasil, precisamente en el lugar donde yo había estado sola a los veinte, bañándome desnuda en playas increíbles, yendo de acá para allá con mi mochila. Un lugar soberbio y vital que ahora podría visitar con él. Nada hubiera deseado más que regresar allá a su lado, pero tuve que rechazar el regalo porque para eso tenía que subirme a un avión y no dormía, no podía respirar por el terror. También perdí oportunidades laborales importantes que nunca volvieron a darse. Estaba mutilada, prisionera en una jaula de oro sedentaria donde podía encarar mi vocación literaria y mi vocación docente, mi maternidad, podía sostener la felicidad que había logrado edificar, siempre y cuando mi cuerpo no se alejara del suelo. Para cultivar mi amor real, yo tenía que ser una pasajera quieta y vivir lejos, muy lejos de los aeropuertos.

Recordaba a la que fui, la que se estremecía de felicidad viendo la tierra volverse chiquitita y el horizonte que se le abría al mundo mientras el avión subía, atravesaba las nubes para encontrar el sol; me costaba juntar a esa mujer con la cobarde absurda que era yo, la que tenía la certeza psicótica de que atreverse al cielo, a ese coágulo de magia y tecnología por el que cualquier ser humano terrestre, incluso el más estúpido, puede surcar el aire del planeta, era encontrarme con la muerte. Una muerte azarosa e improbable, yo leía estadísticas. Pero me resultaba evidente que lo improbable me estaba indefectiblemente destinado.

Qué extraño chocar con esas certezas de piedra: en Italia, la inmigrante había estado convencida de que para ella Argentina se había perdido para siempre y no hubo evidencia que la tranquilizara. Por eso dolía tanto quedarse y terminó regresando. Y al llegar, lo que quedó perdido para siempre –ahora bajo amenaza de muerte– fue Italia. ¿Por eso no cumplió su promesa a Gerardo? Tal vez hubo ahí alguna inteligencia, tal vez la autodestrucción que la esperaba al regreso tenía ese mismo nombre masculino.

Hoy puedo entender razones para aquella locura. La certidumbre de que en 1983 el regreso a la patria le estaba vedado de manera irrevocable fue en realidad un modo de disfrazar algo que sí era cierto, pero dolía demasiado: la Argentina que ella había amado y conocido estaba terminada. Ella venía de ser adolescente y veinteañera en un país apasionadamente radicalizado, había caminado eufórica entre el mundo roquero y el mundo de militancia y, como toda su generación, se había estrellado contra la dictadura. Todo el pasado y todo el futuro, ruina sobre ruina, dijo Charly.

Entonces, pasó siete de los ocho años de dictadura naturalizando los derrumbes, el temor y también la resistencia; los pasó con otras y con otros coetáneos que temían y resistían en las casas y en las camas, en reuniones en las que murmuraban nombres de familiares y amigos que habían desaparecido, escuchaban discos de Pescado Rabioso y de Serú Girán, cantaban bajito, con prudencia, tocando la guitarra; los pasó en bares de la calle Corrientes donde discutían de libros y de cine después de asegurarse de que tenía los documentos a mano para cuando entrara la Policía a ver a quiénes se llevaba, en calles donde no había que detenerse mucho en las esquinas, sobre todo si se estaba con más de seis personas, porque el estado de sitio prohibía las concentraciones de más de seis y ella y sus amigos preparaban veloces las respuestas por si la cana los paraba; tenían que hablar seguros y tranquilos, alejar cualquier sospecha de haber alguna vez apoyado el socialismo o simplemente un cambio, cualquier cosa que atentara contra el Orden: el sexo, una novela, una película, una canción, la lucha armada. Si nos paran, nos conocimos en tal lado, vos estudiás tal cosa y yo tal otra (Letras no, Psicología menos), estamos yendo a nuestras casas, que quedan en tales lugares. Conocerse y caminar por la calle siempre exigía ocupar algunos minutos para acordar esto; Jakobson descubre la función fática cuando estudia la comunicación: las frases con función fática son las que usamos a menudo cuando nos hablamos, porque necesitamos ajustar el canal que nos conecta (hola, hola, te oigo cortado, ¿me oís?, yo te oigo bien, a ver, esperá, ¿mejora?), en esos años a ella se le imponía una función que Jakobson no había pensado: función de sobrevivencia, hablar para garantizar, antes que la fluidez del canal comunicativo, la posibilidad misma de seguir hablando. Función sobreviviente se imponía cada noche en los encuentros azarosos que sucedían en bares, librerías, pequeños teatros, cines en los que la expectativa de ser joven seguía como podía, defendiendo la vida y defendiendo así la fantasía de que la juventud no se les había truncado y la Argentina anterior pervivía en sus hábitos rebeldes y sonsos: en cada faso que pasaba de mano en mano, su olor dulzón trazando el círculo amistoso, en cada libro manoseado y subrayado, cada vez que apretaban los dientes con odio por un gol de la Selección argentina en el Mundial 78, cada vez que puteaban (cómo putearon) a los militares, pero también (cómo la despreciaron) a la gran mayoría de compatriotas que apoyaban asesinos, que festejaban que por fin hubiera mano dura y veían hecho realidad el gran deseo que poco antes habían pronunciado a toda voz, ellos y la entera dirigencia política parlamentaria, de izquierda a derecha, del Partido Comunista al extremo más conservador: “Hay que terminar con la guerrilla”. (Ex)terminar. No importaba cómo. Ella lo había escuchado pronunciar hasta en su casa de izquierda: hay que terminar con la guerrilla. Aunque lo otro, después, no.… lo otro nunca: ni sus padres ni su hermano dijeron “por algo será” ni le dieron vuelta la cara a la tía Chalita cuando Chalita apareció después de secuestrada, pero ya nunca más su hija, nuestra prima Alejandra. Al contrario. Cómo agradecía ella eso, no soportar la vergüenza, el dolor que soportaban muchos, muchas amigas, cuando escuchaban a sus propios padres diciendo por algo será. Porque sí dijo, sí hizo cosas así la ciudadanía argentina, en su compacta mayoría: si a mí no me pasó nada es por algo; por algo los autos sin patente nunca se dignan a buscarme (nadie podía ignorar esos autos, atravesaban las calles de Buenos Aires en pleno día, a veces con las ametralladoras que asomaban sin timidez por ventanillas, o la silueta de una negra águila fascista desplegada en un vidrio), por algo estoy acá y en cambio mi primo no, la amiga de Juana, el novio de Laura tampoco, ellos sí no están más. Por algo. Acá estoy porque yo me porto bien, le dijo a ella el papá de su amiga del alma; las dos tenían dieciocho años y se apretaron las manos debajo de la mesa; buscan a los subversivos, no a mí, decía la mayoría compacta y filicida, aludiendo a esa categoría amplia de no seres humanos que incluía varones y mujeres preferentemente jóvenes, a los que urgía extirpar como se extirpa el cáncer.

Ella se hacía amiga solamente de quienes puteaban y despreciaban a esa gente que era tanta y que después, todavía más inconmensurablemente despreciable si se puede, alegaría que nunca había sabido nada, y que si alguien lo había sabido, había callado por miedo, no porque le pareciera bien, no porque fuera cómplice. Con ese magma canalla y mentiroso, con esa blanda mierda hipócrita se amasaría la Argentina llamada democrática que ya estaba naciendo. Tal vez por eso ella, al elegir irse, estuvo tan segura de que ya no habría nunca a dónde regresar. Y en un sentido fue cierto.

En conclusión: la Argentina de la juventud empezó a deshacerse ante sus ojos cuando ella ni siquiera había tocado la veintena. Pero su biología era joven y protestaba. Se pasó siete de ocho años peleando por conservar el país que había tenido treinta mil personas más y un futuro que (entusiasmada como tantos y tantas), ella había creído rutilante. Pero ya era un país muerto, aunque se notara menos de lo que se notaría después, cuando llegara la democracia, y las expectativas e imágenes que se quisieran reeditar con viejo amor setentista se evidenciaran estériles. Todo tiene fecha de vencimiento: el imaginario juvenil que esa chica había disfrutado era como un yogur viejo que sobrevive en la heladera, pero nadie acepta tirar, aunque nadie lo tome, porque huele rancio. Creo que ciertas experiencias tremendas que tuvo en 1982 la llevaron a intuirlo: la gran desilusión con la docencia en aquella Argentina; por otro lado, claro, la guerra de Malvinas, que ella repudió como repudió el Mundial 78 pero en una soledad mucho más radical, observando atónita hasta dónde el nacionalismo cegaba a la gente más impensada. Ese grado brutal de soledad debe haberla empujado a elegir, tarde y voluntariamente, el exilio que muchos y muchas compatriotas habían emprendido temprano y obligados a salvar sus vidas. Lo eligió ya estando en Europa, fue una decisión súbita, violenta, que todavía la asombra. ¿Y si no vuelvo?, se preguntó de pronto sentada en una plazoleta de París. La respuesta la estremeció. Devolver un pasaje puede ser tan fácil…

Y así, un viaje turístico que le regaló su madre porque se acababa de recibir de profesora de Castellano, Literatura y Latín en el Joaquín V. González se transformó en inmigración. Su madre le había dado dinero y a ella todavía le quedaba la mitad: tenía un colchoncito, sabía no gastar en tonterías, tenía dos manos, una cabeza. Viajaba por países bulliciosos donde nadie pedía documentos por la calle y el pensamiento crítico, o la música, o el arte, o el hachís (en Europa era difícil conseguir marihuana) no la volvían posible subversiva, donde incluso si sus ideas realmente sub-virtieran, ella seguiría teniendo derechos de persona humana. ¿Por qué volver, entonces?

Creo que fue esa magia la que la convenció de pelear para quedarse. Eligió Italia porque en ese momento conseguir ciudadanía allá parecía más fácil que en Francia y, además, en Bologna enseñaba Umberto Eco, en una carrera que la convocaba, Discipline delle Arti, la Musica e lo Spettacolo. Quería estudiar eso, aunque ya tuviera un título, quería dirigir teatro, escribir literatura y armarse una vida joven en ese antiguo país en el que el reflujo de la izquierda ya había empezado, pero la retirada de la ola era gloriosa. Y hablando de olas, allí descubrió, precisamente, la ola feminista que ya estaba alejándose de la playa. Y se enamoró de ella, danzando con la resaca.

Así fue que optó por volverse una inmigrante y la oscura, impronunciable angustia por la Argentina que no existía más se disfrazó de esa melodramática certeza ridícula y personalizada que le aseguraba que no había ningún modo de volver. Y que si contra todo ese sentimiento irrefutable, ella tomaba un avión para saludar a su gente aunque fuera una semana, eso sería su perdición porque jamás retornaría a Italia; la nostalgia desde lejos era dura pero la nostalgia de cerca se transformaría en maelström que la iba a ahogar y ella así renunciaría a todo lo que su libertad quería: la carrera en Bologna, la vida italiana autónoma que se estaba construyendo y el amor con Gerardo que, por difícil que pareciera, le era visceralmente irrenunciable.

Y cuando no pudo lidiar más con la locura que los unía a ella y a Gerardo y terminó regresando nomás a la Argentina porque (como explicó a sus amigos de allá) si no, temía aparecer en la sección de crímenes pasionales del Corriere della Sera (no tenía muy claro si en calidad de víctima o de victimaria), entonces se abrió el abismo mortal del otro lado. Es que ella no había partido de Milán, no había dicho adiós: había huido. Ahí quedó, sin entierro ni duelo, el amor loco que desata el viento de la vida cuando no tenemos un ancla que nos deje gozarlo o soportarlo. Cuando estuve lejos y anclé (no sin esfuerzo) en Argentina, por fin algo empezó a buscar cimientos. Anclada, mi vida era... preciosa, lo que también es decir que había un precio. Alto. No viajar más, salvo por tierra y a lugares cercanos.

Finalmente vencí la fobia al avión. Veinticuatro años después, impulsada por una buena psicoanalista, una novela mía que había despertado interés en Polonia y algunos otros proyectos literarios, logré volver a cruzar por el aire el gran Océano Atlántico y en algún momento de ese viaje me ocupé de aterrizar en Milán por segunda vez en mi vida. Estuve aquí solo dos días en los que me cambió la vida nuevamente, porque derribé la mentira de que tener a esta ciudad en una dimensión inalcanzable era la garantía. Fueron dos días ridículos en que solo deambulé como una zombi, con los ojos nublados, por los escenarios de la pasión antigua. Mucha gente debe haber mirado asombrada a esa mujer sin pudor que daba vueltas a las mismas manzanas con la cara bañada en llanto. Fui a mi velorio privado, mi sepelio. Después respiré hondo, tomé el low cost siguiente hacia otro lado y cuando la emoción estuvo lejos, lo entendí: había conseguido ir, pero también volver. En Milán no había abismo alguno, tan solo apenas memoria. Entonces, dado que seguía estando viva, a lo mejor ya era tiempo de que el mundo se ensanchara y los transportes aéreos pasaran a integrar la gris panoplia de opciones de la locomoción humana. El avión perdió encanto: de corte del aliento y de trampa mortal, se transformó en un vehículo incómodo y eficiente en el que se te hinchan los pies y compañías como Air Europa se ocupan de dejarte con hambre durante catorce horas.

En 2010, a tres años de haber vuelto a Milán, el Hor y yo (este amor real que ahora sí puede vivir en aeropuertos) viajamos a Polonia porque por fin salía allá la traducción de mi novela, El infierno prometido; acabábamos de casarnos después de vivir juntos veinticuatro años, dejamos a nuestro hijo de trece en casa luego de organizar para él torpes precauciones y cuidados, y usamos los regalos de los buenos amigos, los honorarios de algunas conferencias que dimos allá y unos pocos ahorros en un largo paseo. Y visitamos a mis tíos en Londres.

Después viajé sola, o con él, a diferentes lugares del hemisferio norte adonde me invitaban. Viajes profesionales gratificantes, intensos, que aparecían porque yo ya no los expulsaba. Cada viaje proponía su ritmo, su aventura y su asombro, sus pasiones, pero no había ya cráter de lava en que caer, no había precipicio que me estuviera llamando. (Ah, ¡qué delicia puede tener un precipicio! Pero otros lugares ciertos hay que pueden transitarse sin peligro de muerte. La vida así resulta tal vez algo más aburrida pero también más fértil y más suave. Es increíble que haya tenido que esperar muchas décadas para aprender algo obvio).

CAPÍTULO 2

Cómo me hice feminista

Ninguno de esos nuevos viajes me hizo regresar a Milán hasta este 2019. Y ahora me estoy yendo de nuevo (el avión se sacude un poco, trepa por nubes densas) pero ya no me escapo, me despido. Ayer, en el subte, le dije adiós a Luisa. ¿Es que siempre hay trenes? Tengo que pensarlo mucho, algo pasó ahí, algo que late y me llevo, algo con lo que ahora estoy viajando.

Antes de ser feminista –contó Luisa–, yo estaba inmersa en un mundo de pensamiento masculino. No era consciente de esto, no me daba cuenta, tenía una buena formación filosófica, de buena calidad, pero no encontraba nada que pudiera responder a mi indagación, a mi búsqueda, me quedaba siendo siempre una alumna, una comentadora, no pensaba de modo original. No era que yo quisiera ser original, yo buscaba algo que fuera pensamiento mío, que sintiera que valía la pena y me ayudara a vivir. Por supuesto, luché por la paz en Vietnam, por las causas que nos movían como juventud en 1968, sí, pero ahí yo estaba perdida, me perdía a mí misma.

Ningún hombre, esta vez, en el enlace, el pasadizo este es cosa de mujeres: durante las dos décadas y media en que mis pies no se atrevieron a despegar del suelo más que para dar pasos en tierra, el camino que seguí fue el feminismo, y al feminismo me lo descubrió Italia. Yo, en Italia, ya lo dije, me hice feminista, o mejor: pude ponerle ese nombre a lo que era sin saberlo. Tenía, también dije, veinticinco años. Y porque era feminista y porque hablaba italiano, estaba por cumplir treinta en Buenos Aires cuando encontré la escritura de Luisa Muraro.

–¿Cómo llegaste a construir tu obra?, ¿cómo empezaste a pensarla? –le pregunté a Luisa.

–No puedo hablar de mi obra sin Lia Cigarini y otras amigas. A finales de los años 60, yo había estudiado filosofía y había sido una excelente alumna; mis profesores me alentaban a seguir, pero yo sentía una insatisfacción que no terminaba de poner en palabras, estaba insatisfecha con mi formación, estaba insatisfecha con el pensamiento filosófico. Entonces encontré a Lia Cigarini y a otras y me hice pensadora con ellas. Mi pensamiento no es mío solamente, es del movimiento feminista. Yo pertenecía al movimiento del 68 y ahí estaba escondido el movimiento feminista, ese fue mi inicio.

–Sí, sé que todos los pensamientos son producto de un diálogo y de la experiencia, pero cuando me decís “yo sentía insatisfacción con el pensamiento filosófico”, ¿cuál era exactamente?

Fue Moira Fradinger la que me hizo leer a Luisa Muraro. Ahí estábamos las dos, amigas, más o menos de la misma edad, recibidas ambas hacía poco. Moira era psicóloga y estaba empezando a estudiar Filosofía como segunda carrera, yo comenzaba con la docencia académica, daba clases en Semiología y Análisis del Discurso en el Ciclo Básico Común de la Universidad de Buenos Aires. La experiencia real nos ponía todo el tiempo contra las cuerdas por nuestra condición femenina: como mujeres jóvenes, éramos objetos bellos en circulación y así nos hacía sentir el mundo, pero como personas, éramos inteligencias y afectos que rebalsaban de preguntas; esta era una contradicción difícil de tolerar para los demás y difícil de manejar para nosotras mismas; con este conflicto crecemos y envejecemos las mujeres.

“Insatisfecha con mi formación”: ese es el sintagma que nos describe a Moira y a mí en ese momento. Ahí estábamos, intercambiando ideas febrilmente y revisando toda la teoría que encontrábamos, buscando ideas que hablaran de nosotras y no de “el Hombre”, neutro donde no cabíamos. Y Moira un día me regaló dos carpetas, cada una con su pilón de fotocopias. El pilón más bajito era un artículo que, supe después, era famoso y clásico: El tráfico de mujeres. Notas sobre la economía política del sexo, de Gayle Rubin. A ella le había volado la cabeza y a mí me la voló también. Mi amiga me hizo una relación brillante entre el planteo teórico de Rubin y una novela (también regalo suyo) que a las dos nos había fascinado: Historia de O, de Pauline Réage, extraordinario festival de fantasías narcisistas sadomaso que yo leí jadeando.

Esa novela, me explicaba Moira, parecía captar algo estructural y atávico en nuestros inconscientes femeninos, colonizados por el patriarcado, y eso estructural estaba planteado precisamente por Gayle Rubin; pero también aparecían en Gayle Rubin la resistencia, la posibilidad de cambio cultural incluso de lo más profundo e inconsciente, como proyecto político. La novela, en cambio, ¿acaso está tejida simplemente por el deseo fálico de mujeres obedientes? No, yo creí entonces y creo aún que también la novela resiste, a su modo. Por un lado, porque desnuda sin hipocresía que el reinado del Falo construye mujeres que avanzamos gozosas hacia el sometimiento y el sacrificio; pero por el otro, porque el mismo hecho de que Pauline Réage se haya puesto a escribir con esa voluptuosidad, diría con alegría, una historia sacrificial que carece de cualquier moraleja, de cualquier cristianismo o bella causa que la justifique, pone en primer plano la libertad de su imaginación femenina: libertad de escribir el placer incorrecto y porque sí, porque el orgasmo es lindo y ya, perché mi piace.

Historia de O fue un escándalo cuando se publicó en Francia en los años 50. Apareció sin firma. Diarios y público, horrorizados, aseguraron que solamente podía ser hombre quien escribiera algo así, ¿qué suave y dulce mujer va a imaginar una perversión semejante? A fines de los 80, cuando Moira me regaló el libro, la autora, ya anciana, había dado la cara: Pauline Réage se había sacado fotos sonriente, serena, hablando sobre su libro. Ni había sido esclava sexual ni estaba marcada por látigos y hierros como la bella O: era una señora de aspecto respetable que contaba, divertida, que su maravillosa obra había nacido en un juego para calentarse y calentar a un amante: una historia de libertinos y esclava imaginada por una chica astuta que en lugar de tomarse a Sade a la tremenda, lleva oscuras fantasías femeninas a la coartada inofensiva y gloriosa que proporciona la ficción. Y sumergida en la ficción, Réage reinterpreta aquel mundo masculino del Marqués de Sade inventando una mujer que se somete a gusto mientras la escritura, exuberante, se detiene en el terciopelo rojo que la viste, el refinado cuero del sillón en donde la arrodillan, los mármoles y sedas del castillo al que se entrega prisionera, reina doliente de una ridícula corte de machos libertinos, uniformados para ella con calzones de cuero que dejan al aire hermosos y enormes penes, una corte con preciosas jovencitas sometidas que esos machos (dirigidos convenientemente por la imaginación gozosa de la autora) destinan a servir a esta esclava cinco estrellas, quien acaba feliz mientras también ellas la acarician o la latiguean. Mucho del detenimiento en los detalles exquisitos de esa escritura está captado en los escenarios y vestuarios que dibuja Guido Crepax en la historieta que hace a partir de la novela. Crepax no tiene más que obedecer con sus trazos la riqueza descriptiva de Réage para lograr que su comic genere un mundo de consistencia asombrosa. Es la misma consistencia que asombra a los varones (tanto más burdos en su fantasear), cuando las mujeres les confiesan las ficciones con las que ellas se masturban. Fernando me dijo una vez, riendo: se ve que sos escritora, mis historias de paja duran tres minutos. Lo que se ve es que soy mujer, le dije yo.

(Nos reíamos mucho Fernando y yo. Extraño nuestro amor otro, paralelo al Hor, en mí era libre y luminoso).

En Historia de O la fantasía onanista femenina llega al paroxismo: ¿narcisismo devaluado de la esclava?, ¿deseo colonizado por el patriarcado? Sí, en un sentido, pero en otro, es muy gracioso que tanto O como Jacqueline, la muchacha que O enamora y traiciona al entregarla a los libertinos (Moira me mostraba ahí la doliente estructura ancestral: hijas que aman a sus madres, madres que aunque las aman las entregan, permiten que los padres las transfieran a otros hombres como a sus objetos preciosos, hijas que lo aceptan y lo asumen como deseo propio), tanto O como Jacqueline, decía, son, antes pero también después de su “educación” como esclavas en el castillo de Roissy, mujeres trabajadoras y autónomas: fotógrafas de moda exitosas, creativas, ganan su propio dinero. En esa escena final surrealista y delirante en la que O llega a la plena felicidad porque su amante y dueño la exhibe desnuda y encadenada, con una máscara de pájaro, ante multitud de hombres, una lectura sutil que abandone la moralina y no quiera para el arte un panfleto político puede entender hasta qué punto el paroxismo de la entrega como objeto le hace una toma de judo al patriarcado. Una toma de judo que se explicita burdamente en la película que retoma la novela, cuando le agrega a todo una escena final en la que O le pregunta a su amante si él estaría dispuesto a hacer lo mismo por ella y, sin esperar respuesta, le apaga un cigarrillo en la mano.

Volví muchas veces a pensar Historia de O; siempre termino esbozando una sonrisa por esa toma de judo: la subjetividad de Pauline Réage se construyó como la de la mayoría de nosotras, en el triángulo edípico freudiano, en la circulación de mujeres que descubrió Lévi-Strauss, en esa estructura infernal de macro y micropolítica que, como demuestra Gayle Rubin y refrenda desde otros argumentos Luce Irigaray, produce y reproduce nuestra opresión: ser mujer heterosexual es tener necesariamente la autoestima disminuida y gozar colocada en el lugar de objeto bello que es capaz de circular, por el cual hay demanda, y desear por ende sacrificarse como persona en la entrega; ser varón heterosexual es tener necesariamente un narcisismo que niega la incompletud que todos y todas sufrimos por el solo hecho de ser humanos, es ahogar la angustia por la incompletud sintiendo que las incompletas son ellas y confirmarlo en un disfrute sádico, al apropiárselas como objetos. Más o menos machirulos, más o menos feministas, de esos deseos horrorosos nadie que haya atravesado el Edipo, digámoslo con toda la ironía: “sanamente”, nadie zafa.

Entonces, ¿qué hace Réage con ese disfrute que solamente desde la maldad, la imbecilidad o la resignación más conservadora se puede considerar “normal”? Lo desentierra de su propio inconsciente y a través de la bendita mediación de la literatura –del arte–, lo lleva a un exceso glotón y lujurioso, despreocupado. Pauline Réage escribió su fantasía maso-sado de tocador motivada por el juego con un amante y sin pensar en publicarla, pero de paso, como quien no quiere la cosa, como quien ni siquiera se da cuenta, sí la publicó y ocupó con prepotencia su lugar en esa tierra de varones que es la gran literatura, se entrometió ahí como persona, no como objeto bello. Porque en su vida de verdad Réage no solo no fue una esclava, sino que fue una escritora secreta pero exitosa, debe haber ganado buen dinero por un libro inaceptable que lectores y lectoras leyeron masivamente con morbosa hipocresía.

–¡Yo siempre digo –exclamó Luisa– que la gente es mucho más libre de lo que cree y se da cuenta!

(Agrego yo ahora, recordando la charla: es libre a veces incluso de eso de lo que no se puede ser libre, para eso existe el arte).

–Es desde ti que nace la idea que puede ayudar a la libertad femenina –me dijo Luisa–; es tu libertad incluso intelectual la que puede generar libertad a la conciencia femenina.

Me ganó la emoción, le pregunté despacio:

–¿Tú crees que la libertad intelectual de una mujer puede contagiar?

–¡Naturalmente! –contestó ella y se señaló a sí misma– ¡Yo soy contagiosa! ¿Por qué? ¡Porque tengo libertad!

Moira me dio entonces la carpeta con Gayle Rubin. La otra, que contenía mayor cantidad de fotocopias, reproducía un libro entero de Muraro. Yo no la conocía, aunque ella ya era famosa en el feminismo europeo y, ahora que lo pienso, a lo mejor sí la había visto, pues en 1983 la inmigrante había apretado su ñata contra el vidrio de la mítica Libreria delle Donne di Milano, Via Dogana 2, tan cerca del abbaino donde se revolcaba con Gerardo como si estuviera por desaparecer el mundo y después se peleaba con él como si el mundo ya hubiera desaparecido para revolcarse una vez más en la reconciliación, y hacerlo resurgir. Saliendo una vez del abbaino, harta tal vez de tanta tontería, ella buscó esa librería que, en el comedor universitario, alguien le había mencionado: hito del feminismo que recién estaba refluyendo, la librería era aún (lo sigue siendo) centro de producción y movimiento femenino.

El Milán de 1983 tenía muy fresco el recuerdo de cientos de miles de mujeres marchando por las calles. Gritaban, por ejemplo: Maschi, tremate, le streghe sono tornate, levantando la memoria de las miles que ardimos por brujas en la hoguera. Que ese fue un plan genocida-femicida y no “un acto de oscurantismo” es algo que el feminismo estaba estudiando entonces y hoy es un lugar común, pero ella escuchó esos argumentos por primera vez allá y lo que su familia atea y de izquierda presentaba como pruebas de la ignorancia y la brutalidad de la Iglesia de pronto fue una decisión política del patriarcado: esa fue la primera vez que entendí que la Historia también era la historia de la lucha de géneros, y no exclusivamente de la lucha de clases (ese camino me llevaría a Otro logos, el ensayo que publiqué en 2015). Había voluntad masculina de poder y esa voluntad usaba la violencia y el exterminio cada vez que era necesario.

Ávida por saber más y más, ella llegó entonces a Via Dogana 2 y se quedó en la vidriera observando el movimiento de adentro: varias mujeres, algunas un poco mayores que ella, iban y venían, acomodaban cosas en estantes, fumaban, conversaban. Pensó en entrar, pero no entró, sentía algo raro; no era miedo a lo que fuera a descubrir si atravesaba esa puerta, sino a ser rechazada, a no tener derecho. ¿Quién era ella, oscura tontita de un país donde se había librado una batalla sangrienta por lo que llamaban “los oprimidos”, pese a que la situación de las mujeres no importaba a ninguno de los bandos? ¿Qué clase de mujeres luchan y están dispuestas a morir por el socialismo sin haberse preguntado jamás por ellas mismas? ¿Les importan los trabajadores y no incluyen dentro de ese término a sus mamás amas de casa, que se desviven sin horario ni vacaciones por los sacrosantos obreros? ¿No les importa que un plomero, que solo sabe de caños y artefactos por donde corre agua, gane muchísimo más que una mucama, que debe manejar habilidades tan sofisticadas y diferentes como cocinar, limpiar innumerables cosas, cada vez con la técnica apropiada –cristales delicados, hornos, ropa, culitos de bebé–, planchar diferentes tipos de tela, cuidar criaturas en distintas etapas de crecimiento y también ser gentiles y bondadosas con ellas, lustrar el piso, organizar alacenas, hacer compras? ¿Qué clase de mujeres se llaman revolucionarias y dan su vida porque termine la extracción de plusvalía, sin denunciar que a ellas se les extrae mucha más que a los hombres? ¿Quién era esta ignorante argentina que se creía de izquierda, pero naturalizaba la opresión de ella y sus congéneres? ¿Quién era ella, que ni siquiera podía manejar con mínima cordura el vendaval de un amor heterosexual en el exilio, para entrar ahí adonde estaban las resistentes, las que la tenían clara, las que habían logrado explicar que lo personal era político, la amistad entre mujeres, subversiva, y que no había revolución social que tuviera algún sentido si la mitad de la especie no se liberaba?

De pronto, innumerables situaciones usuales que hasta ese momento ella había aceptado como injusticias de la naturaleza, o como consecuencias de las que era responsable su propia rebeldía neurótica y autodestructiva, quedaban en evidencia.

–Si tú tienes la idea, como yo –me dijo Luisa–, de que el patriarcado es algo esencialmente de naturaleza simbólica, hecho de ideas, de signos, de valores e interiorizaciones, si tú aceptas la idea de que las mujeres han aceptado… no aceptado, se han adaptado al dominio masculino, por razones incluso materiales (porque había que criar hijos y las mujeres eran las que lo hacían, por ejemplo)... entonces, mientras las mujeres (mi abuela, mi mamá, tal vez tú misma, una parte de ti) se adaptan a estar en las condiciones que ponen los hombres, el patriarcado va adelante. Sucede que algunas no lo aceptan más, este es como un hecho enigmático: hubo algunas que dijeron no lo aceptamos más y contagiaron a otras y continuaron contagiando, y todas las mujeres (todas potencialmente) se contagiaron de la idea de decir “no, no es verdad que sea necesario estar en las condiciones dictadas por los hombres, yo no estoy, ese hombre de ahí no es más que yo, no vale más que yo, es un hombre e incluso (como a menudo las mujeres sometidas saben) vale menos que yo, soy yo que lo pongo arriba; sin mi mirada admirada, ese hombre no vale mucho”.

–Luisa, dices que es enigmático este comienzo en el que de pronto no aceptamos más lo que aceptábamos –dije–. Pero si miras la historia hacia atrás, ¿no crees que siempre existieron este tipo de mujeres que no aceptaron? Lo enigmático tal vez no es el comienzo sino el contagio. Eso es lo que genera estas olas feministas.

–Exacto. Siempre estuvieron esas mujeres, incluso nosotras, las feministas, encontramos muchas estudiando la Historia. Lo enigmático es el contagio.

A ella le avergonzaba haberse dejado convencer por cierta versión lamentable del psicoanálisis de ese tiempo en su país: si no armás una pareja estable, decía una que fue su analista durante la dictadura (la anterior, Silvia Tubert, que muy difícilmente hubiera dicho esas cosas, había tenido que exiliarse en 1977), es porque sos fálica e infantil. ¡Te quedaste en la fantasía de que el clítoris te basta! A ver, ese orgasmo, describilo, dale, ¿cómo es? ¿Te nace bien adentro? ¡Ah! ¡Empieza ahí como adelante! ¿Ves? ¡Como una nena! ¡Como esa nenita que se masturbaba cuando tenía cuatro años! Ah… ahora también… ¡Claro! ¿Ves? ¡Hay que volver adulto a ese orgasmo, a ver cuándo crecés!

Vos (le interpretaba, y acentuaba el pronombre, acusándola) tenés miedo de crecer, vos te hacés abandonar por los hombres porque buscás inconscientemente situaciones humillantes para confirmar tu autodesvalorización.

La autodesvalorización de ella no tenía que ver con que fuera una mujer en un mundo patriarcal, sino con su exclusiva neurosis. La sociedad no tenía responsabilidad alguna según esa psicoanalista que ella había tenido poco tiempo atrás. La culpa era de la infancia, de los padres y de lo poco que ella hacía para elaborar por fin sus traumas. Tenés tiempo, pero no tanto tiempo, amenazaba la analista. Tu rebeldía es expresión de estos traumas, tu peor enemiga.

Protestar porque no había macho que se bancara que ella fuera inteligente, o porque cuando sí se lo bancaba, la propuesta de fondo siempre era “sé mi secretaria”, o confesar que le daba odio que el tipo se quedara sentado con un vaso de vino cuando los invitaban a cenar a una casa, mientras ella iba a la cocina con la mujer anfitriona a ver “en qué podía ayudar”, o que le molestaba que él hablara largamente de sus ideas, sus posiciones políticas, sus estudios, su trabajo, sin que le interesaran las ideas de ella, las posiciones políticas de ella, los estudios de ella, su trabajo: todas eran formas de racionalizar la fijación clitoridiana, boicotear la relación posible. Contar en sesión que le había hecho al amante de turno un chiste ácido o le había discutido sobre la calidad de un libro, y entonces el deseo del tipo se había vuelto sutil o no sutilmente agresivo, o que desde entonces no la había telefoneado, se interpretaba como: vos espantás a los hombres porque tenés miedo de formar una pareja. Discutirle a un varón su derecho a opinar sobre el largo de su falda era boicotearse. Uno que quería ser novio y no amante le hizo una escena cuando le vio en el cuerpo desnudo la marca de la bikini que todavía perduraba del verano, vos conmigo de vacaciones eso no lo usás, le dijo y ella se enojó. Está pensando un proyecto con vos, eso te enoja, reprochó su analista. Ella la escuchaba, ella quería creerle, quería ser normal y se quedaba. Porque ser mujer era aprender a resignarse.

Había cosas que, si se contaban en la sesión de terapia, era para darlas simplemente por sentadas. Ejemplo: si una no la chupa es una reprimida, pero él no chupa conchas porque explica que le da asco. Pero de pronto aparece uno que dijo que lo hace solo cuando está enamorado... ¡y ayer a ella se lo hizo! ¡Guauuuu, pareja a la vista!, festejaban ella y la analista.