El príncipe secreto - Kathryn Jensen - E-Book

El príncipe secreto E-Book

Kathryn Jensen

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Beschreibung

Elizabeth Anderson no esperaba encontrar al desaparecido heredero al trono de Elbia nadando en la costa de Maryland. Lo que sí supo nada más verlo salir del agua era que Daniel Eastwood era su príncipe... Dan estaba tan distraído por la increíble belleza de Elly, que le costó creer que él fuera el hijo del difunto rey de Elbia. El problema era que, aunque la corona era suya por derecho, él estaba más interesado en perseguir los maravillosos ojos de aquella sirena... ¡Si pudiera convencerla de que, a pesar de todos sus temores, la felicidad que ambos buscaban estaba justo delante de sus ojos!

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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2002 Kathryn Pearce

© 2017 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

El príncipe secreto, n.º 1143 - julio 2017

Título original: The Secret Prince

Publicada originalmente por Silhouette® Books.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-9170-046-3

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Si te ha gustado este libro…

Capítulo Uno

 

–Eres mía, bella dama.

Daniel Eastwood dejó los vaqueros encima de la camiseta que estaba en la arena y fijó su mirada oscura en ella.

–Esa actitud fría no me va a apartar de ti.

Esa mañana estaba más hermosa que el día anterior… y que el día anterior al anterior. Los músculos de su estómago firme y de sus muslos esbeltos se tensaron, listos para la acción.

Dio tres grandes zancadas y se sumergió en las olas frías y, como siempre, ella cedió a sus fieras brazadas. Lo sostenía con sus dedos fríos y lo llamaba a aguas más profundas, retándolo. Él podía sentir su fuerza en cada ola. Nadó quinientos metros exactos a lo largo de la playa desierta y dio la vuelta para volver al punto de partida: justo debajo de las cabañas de El Refugio.

Dan había mantenido una relación íntima con la mar desde el primer día que la vio.

En una excursión del colegio fue por primera vez a Ocean City, a tres horas de autobús de Baltimore, y nunca olvidó la sensación de grandeza, respeto y fascinación que sintió ese día. Un niño de la ciudad, minúsculo, ante una enorme extensión de arena pálida y de agua. El agua que parecía respirar con sus propios movimientos y los movimientos de los seres vivos que se escondían en su interior. Y todo aquel aire puro y fresco dándole en la cara, llenándole los pulmones, haciéndolo sentirse fuerte y renovado por dentro.

Aunque tuvo que volver a la ciudad con sus compañeros de clase, nunca olvidó la belleza de la mar y, desde entonces, deseó vivir junto a ella.

En cuanto tuvo la edad suficiente, fue a Ocean City durante el verano para trabajar como socorrista. Y, después de esa experiencia, volvió cada junio, a excepción de los cuatro años que pasó con los marines.

Ella lo atraía con la misma fuerza que la luna atraía a sus mareas. Aunque siempre tuvo presente su temperamento caprichoso. Los temporales impredecibles. Los escalones repentinos que no habían estado allí en días anteriores. Criaturas que podían agarrar a un nadador fuerte, arrastrarlo a las profundidades y robarle hasta el último aliento. Amaba su belleza y su poder, a pesar de su defectos.

Al girar la cabeza para tomar aire y dar las últimas cuatro brazadas de aquella mañana, vio a una mujer junto a su ropa. Deslumbrada por el sol de la mañana, tenía la mano puesta sobre los ojos para poder ver. Parecía que no estaba allí de manera casual, sino que estaba buscándolo a él.

–¡Qué diablos! –murmuró, tragando un poco de agua salada.

Su gente sabía que no quería que lo molestaran durante ese momento del día. ¡Eso si alguno de ellos estaba en la oficina a esa hora tan temprana!

Se puso de pie, con el agua por el pecho, y la estudió.

No era alguien de por allí; la habría reconocido. Y en aquella época del año ya no quedaban turistas. Era alta para ser una mujer, quizá le llegara por la barbilla, lo que significaba que mediría un metro setenta y cinco. Tenía el pelo rojizo con brillos dorados por el sol y lo llevaba recogido en un moño sobre la nuca. Llevaba un traje de chaqueta verde oscuro, absurdo para la playa, y un par de zapatos colgando de una mano. En el rostro tenía un gesto que denotaba fastidio. Dan se imaginó que los diminutos granos de arena que se estarían colando por sus medias no estarían ayudando a que se sintiera mejor.

Pero en cuanto él empezó a salir del agua, la expresión de ella cambió.

La línea del agua empezó a avanzar por debajo del pecho, sin revelar aún si tenía traje de baño o no. Ella abrió los ojos alarmada y él sonrió, sin dejar de avanzar. Pero, enseguida, el agua dejó ver la parte superior de su traje de baño.

Inmediatamente, los labios de ella mostraron una débil sonrisa de alivio. Dan se rio para sí; lo que habría dado por haber estado desnudo, solo para ver el susto en sus preciosos ojos.

Una brisa cortante le quitó el aliento.

–Écheme la toalla –le dijo a la mujer.

Ella gruñó como si no lo hubiera oído bien por el ruido de las olas. Miró alrededor y descubrió la enorme toalla junto a la ropa.

–¿No cree que noviembre es un mes un poco frío para meterse en el agua?

–Para mí no –dijo él, sin poder evitarlo–. Yo tengo la sangre caliente.

Ella levantó las cejas y le pasó la toalla.

–¡Por favor…!

–En serio. Mi temperatura corporal está un grado por encima de lo normal. Pero tengo mis límites, no suelo meterme cuando veo hielo.

–Los límites son buenos –dijo ella con los ojos llenos de humor.

Elly se forzó a sí misma a no mirar a aquel hombre medio desnudo y centrarse en el horizonte. Intentó recordar la razón por la que estaba en medio de aquella playa, en pleno invierno, con los pies helados. Pero era difícil no mirar a Dan Eastwood. Ningún hombre que ella conociera tenía aquel cuerpo. Los hombros anchos y fuertes de un nadador, un estómago duro como una piedra y unas piernas fuertes y poderosas. Pero ella no había ido allí a ligar con el propietario de El Refugio. Su misión era mucho más importante, se recordó a sí misma, y el tiempo era de vital importancia.

–¿Es usted Daniel Robert Eastwood? –preguntó, aventurando otra mirada. ¡Dios, estaba espléndido!

–Sí. ¿Y usted quién es?

Se estaba secado su pecho perfecto, los brazos largos y fuertes. La toalla descendió… Se lo estaba secando todo. Miró hacia otro lado, con diminutas gotas de sudor en la frente a pesar del aire frígido.

–Soy Elizabeth Anderson. Tengo que hacerle unas cuantas preguntas, si tiene diez minutos.

Él entrecerró los ojos.

–Si vende suministros para el hotel, tendrá que ver a mi socio, Kevin Hunter. Él se encarga de los pedidos; su oficina está en el edificio principal.

–Ya he hablado con el señor Hunter. Él me dijo que lo encontraría aquí.

–¿Ah, sí?

A ella le gustó la manera en que sus ojos oscuros brillaron, indicándole que no estaba del todo molesto por la decisión de su socio.

Con un sobresalto, Elly se dio cuenta de que se había estado pasando la punta de la lengua por el labio superior. Quizá, él pensara que el gesto significaba que le gustaba su cuerpo semidesnudo, lo cual era muy cierto. Pero era de crucial importancia que ella mantuviera la cabeza fría. Mucha gente importante, uno de los cuales era su propio padre, dependían de ella.

Mientras se metía la camiseta por los pantalones, Dan le echó un buen vistazo a ella. Estaba delgada, pero era esbelta. Era muy atractiva; aunque estaba un poco pálida, como si su trabajo no le permitiera salir mucho a tomar el aire libre. Llevaba una falda plisada corta que revelaba unas piernas largas y elegantes. Sus pechos…. era difícil de decir. Solo podía ver unas formas prometedoras bajo un traje ultraconservador. Una pena que no fuera agosto.

–¿Vamos hacia mi casa? –sugirió él–. En el camino me puede explicar de qué se trata.

–¿Por que no se viste primero y nos vemos en su oficina?

–No es conveniente.

Él comenzó a alejarse de ella por la pendiente de la playa. Un instante después, escuchó sus pisadas en la arena y sonrió para sí.

–¿Por qué no es conveniente?

–Tengo una cita a las nueve y no sé cuánto durará la reunión. ¿Ha oído alguna vez lo de llamar para concertar una cita, señorita Anderson?

–No hay tiempo. Tengo que hablar con usted ahora mismo.

Dan se paró y se giró para mirarla. La urgencia de su tono indicaba que había problemas.

–Será mejor que me diga qué pasa.

Ella suspiró y miró hacia la playa barrida por el viento y, después, se volvió para estudiar la cara de él con un intensidad extraña.

–Hable rápido –le pidió él. Se le estaban empezando a congelar los dedos.

–De acuerdo –dijo ella con una mirada molesta–. Soy una genetista profesional. Trabajo para la empresa de mi padre y estoy intentando encontrar a los descendientes de un caballero que ya ha muerto. Existe la posibilidad de que usted sea uno de ellos.

Él se rio.

–¿Eso es todo?

–Eso es todo –repitió ella–. Solo tengo que hacerle unas preguntas muy simples, después lo dejaré tranquilo –levantó la cabeza para observarlo–. Se le están poniendo los labios morados. Me imagino que podremos hablar en su casa.

–Gracias –dijo él, subiendo a la pasadera de madera que corría paralela al océano.

La mayoría de las construcciones al final de las planchas de madera eran grandes hoteles. Pero allí, en la parte antigua de la ciudad, junto a las arcadas y a los parques, había unas cuantas cabañas que habían sobrevivido a la furia violenta del océano Atlántico.

Hacía cuatro años, un huracán había barrido las antiguas cabañas y Dan vio la oportunidad que tanto había estado esperando. Había acabado el servicio militar, tenía su título de administración de empresas y un dinero ahorrado, y estaba buscando un sitio donde invertir que le permitiera estar cerca de su amada playa. Kevin, su mejor amigo, y él decidieron comprar la propiedad destrozada. Levantaron el nivel del suelo con toneladas de cemento, construyeron dunas artificiales para protegerse y, después, edificaron versiones más pequeñas y más consistentes de las antiguas cabañas. Veinticinco.

El Refugio se convirtió en un negocio mucho más próspero de lo que ellos habían soñado. Dan se sentía orgulloso de lo que habían conseguido.

Pero ahora que todo el trabajo duro estaba hecho, los días pasaban despacio y, cuando no estaban en temporada alta, todo quedaba bastante desierto, sin turistas, ni mujeres bonitas. Pero ahí estaba la intrigante Elizabeth Anderson con su aspecto impecable, sus piernas largas y la imperiosa necesidad de interrogarlo. Él jugó con la tentadora idea de cancelar su cita de las nueve para pasar la mañana con ella… si pudiera encontrar una manera de prolongar esos diez minutos y convertirlos en unas cuantas horas…

–Hábleme de mi misteriosa familia –dijo él, mientras abría la puerta de la primera cabaña y la invitaba a pasar con un gesto.

–No estamos seguros de que sea su familia –dijo ella con precaución–. Todavía no. Por eso necesito hablar con usted.

–Dispare –dijo él, tirando la toalla húmeda sobre el brazo de un sofá de cuero.

–¿Cuáles son los nombres completos de sus padres?

–Mi madre es Margaret Jennings Eastwood. A mi padre nunca lo conocí. Se llamaba Carl Eastwood. Murió al poco de nacer yo.

Ella asintió, sacando una pequeña libreta y un bolígrafo de su bolso.

–¿Cuándo nació?

Él se lo dijo.

–Entonces tiene treinta y dos años. ¿La dirección y el teléfono de su madre?

Él se paró en medio de la habitación y se volvió hacia ella, sintiendo un repentino recelo.

–¿Por qué necesita saber eso?

–Seguro que a ella también le interesa su posible herencia –le dijo con una brillante sonrisa; pero apartó los ojos antes de acabar lo que estaba diciendo.

Eso le hizo a Dan preguntarse si escondía algo que él debía saber antes de darle más información.

–Si tiene que hablar con mi madre, yo la llevaré con ella. ¿Qué más necesita de mí?

Pareció que ella se sentía un poco incómoda.

–Bien… ¿Dónde nació, señor Eastwood?

–En Baltimore, en el hospital Mercy. Puede llamarme Dan, señorita Anderson.

–A mí, mis amigos me llaman Elly –dijo ella con una radiante sonrisa.

–De acuerdo, Elly –dijo él mientras algo se le encogía en el estómago.

Ella pestañeó, comprobó algo que había escrito en otra página y, después, asintió.

Él notó que contenía el aliento al hacerle la siguiente pregunta.

–¿Siempre has vivido en Baltimore, Dan?

–Hasta que me gradué en el instituto. Después me alisté en los marines y, cuando acabé, me vine a vivir a Ocean City. Desde entonces, vivimos aquí.

Ella hizo un sutil gesto con los ojos que le indicó que debía de haberle dado una información importante. Eso lo molestó. No le gustaba no saber qué estaba pasando.

–¿Tienes hermanos? –continuó ella.

–No.

–¿Ni siquiera solo por parte de padre o de madre?

Dan gruñó por el giro más íntimo que estaban dando las preguntas.

–¿Qué estás insinuando?–preguntó él, con la creciente sospecha de que ella le estaba tendiendo una trampa.

–Solo es una pregunta, de verdad –continuó ella–. Hoy en día, las mujeres se casan más de una vez. Ya sabes.

–Mi madre nunca se volvió a casar –dijo él rápidamente.

–Entiendo.

Dan deseó poderle echar un vistazo a lo que estaba escribiendo. Su bolígrafo no dejaba de moverse, apuntando más cosas de las que él le estaba contando. El sentimiento de que estaba invadiendo su intimidad más allá de lo que podía comprender era abrumador.

–Tengo que cambiarme para llegar a esa reunión –refunfuñó él–. A menos que quieras ser directa conmigo y decirme qué es lo que realmente pretendes, nuestra conversación ha llegado a su fin.

Ella parecía desanimada. Guardó la libreta y el bolígrafo en el bolso.

–Me temo que no puedo decir nada más.

–Entonces será mejor que te vayas –dijo él enfadado.

Dan se dijo a sí mismo que era un idiota por echar de su lado a la chica más guapa que había pasado por aquella playa en varios meses. Estaba tan guapa dentro de la casa como en el exterior. Aunque sus ojos parecían más brillantes y más vivos que antes, como si estuviera entusiasmada con algo que acabara de oír.

Pero la reunión con el constructor era realmente importante. Y, aunque su libido le decía que le pidiera el número de teléfono, su cerebro le advertía que se alejara de ella. Sabía que era un problema, aunque todavía no había descubierto de qué tipo.

–Te diré si puedo contarte algo más –prometió ella con frialdad, después, extendió su mano como si quisiera acabar la conversación con un gesto profesional.

–La próxima vez, quizá te animes a nadar conmigo –sugirió él, mientras le abría la puerta.

Ella se rio.

–¿En noviembre? Ni se me ocurriría.

«Qué pena», pensó él, cuando ella se marchó por la puerta. «Me encantaría ser yo el que te calentara después de un chapuzón en pleno invierno».

 

 

Elly estaba sentada en el coche, apretando con fuerza el volante mientras intentaba recobrar la compostura. Su padre se pondría furioso con ella por no sacarle toda la información a Daniel Eastwood.

Casi se desmaya cuando lo vio salir del agua, todo músculos y piel bronceada. Una visión clásica de Neptuno de joven, pero sin el tridente. Además, ¡el minúsculo traje de baño no le había dejado mucho a la imaginación!

Sintió que un calor la invadía y chasqueó la lengua con frustración. Normalmente, los hombres no la afectaban así. De hecho, era bastante inmune a aquellos sentimientos. Era su autodefensa para no relacionarse con nadie. Una relación implicaba intimidad y la intimidad…

Un recuerdo oscuro le vino a la memoria sin querer. De repente, podía oír y ver todo lo que sucedió aquella noche. El grito en medio de la noche… los gritos de pánico de su padre al teléfono… la desesperada mirada en su ojos. Y, finalmente, el cuerpo inerte de su madre tendido en el suelo de la habitación antes de que las sirenas rompieran el silencio.

La visión, que pasó con la misma rapidez con la que había llegado, dejó a Elly temblando, con el cuerpo sudoroso y el corazón latiéndole con fuerza. Se cubrió los ojos con las palmas de las manos y tomó aliento.

–Ya pasó, ya pasó –se tranquilizó a sí misma hasta que el temor y la presión que le oprimían el pecho cedieron y pudo pensar con claridad. ¿Dónde había estado? ¿En qué estaba pensando cuando…?

«Ah, sí», recordó. «Dan Eastwood».

Abrió los ojos y se centró en la línea verde que cruzaba el horizonte más allá de la arena donde había aparcado.

«Puedo hacerlo», se dijo a sí misma.

Aunque no se hubiera negado a responder a más preguntas, sería una tortura volver para seguir interrogándolo. Siempre que aquellos ojos oscuros se posaran en ella, recordaría la escena de la playa y sería incapaz de centrarse en el trabajo. Además, podía derrumbarse delante de él, igual que le acababa de pasar, y eso no lo podría soportar.

El verdadero problema era que, aunque había confirmado algunos puntos importantes de su investigación, todavía no tenía la información suficiente para demostrar que él era la persona que estaba buscando.

Miró el reloj. Dentro de unas cuantas horas, tendría que llamar a su padre a Elbia para ponerlo al corriente. Los dos sabían que si no encontraban a la persona que buscaban dentro de las veinticuatro horas siguientes, en la prensa internacional iba a estallar un escándalo. De alguna manera, se había filtrado a los periódicos sensacionalistas ingleses una información que podía amenazar la corona elbiana. Aunque ellos no habían sido los culpables, la empresa de Investigaciones Genealógicas Anderson sufriría un gran revés por un supuesto incumplimiento de la regla de confidencialidad.

¿Qué podía hacer?

Mordiéndose el labio inferior, Elly agarró su ordenador portátil y se lo puso sobre las piernas. Lo encendió y abrió un archivo. De memoria, añadió la información que Eastwood le había dado. Había encontrado su nombre y dirección en Internet, pero el número y la dirección de su madre no habían aparecido, probablemente, porque no tenía dirección de correo electrónico.

Sin embargo, por lo que Eastwood había dicho, su madre debía vivir cerca de allí. «Vivimos aquí desde entonces…». Además, se había ofrecido a llevarla.

Elly dejó de escribir los comentarios, agarró su bolso y salió del coche. Los vecinos siempre eran de gran ayuda en cosas así. Por ahí sería por donde empezaría.

 

 

Elly estaba de pie sobre el último peldaño de una cabaña pintada de amarillo limón. Se arregló el traje, puso una sonrisa simpática en la cara y llamó al timbre. Un instante después, la puerta se abrió.

–¿Sí? –preguntó una señora de mediana edad, con el pelo rubio.

–¿Margaret Eastwood? –preguntó Elly.

–Sí.

–Acabo de hablar con su hijo y…

El rostro de la mujer se iluminó.

–¿Es amiga de Dan?

–Bueno, exactamente, amiga no. Estaba buscándola a usted y encontré el nombre de Dan primero…

–Entre y dígame por qué la ha enviado –invitó la mujer sonriendo–. Esta es una de las mejores cosas de El Refugio. Al ser una comunidad pequeña, te puedes sentir tranquila charlando con la gente.

–Sí, claro –asintió Elly, sintiéndose un poco culpable porque ella se iba a convertir en una intrusa.

Al entrar en el agradable salón de estilo colonial, se fijó en la colección de botellas de cristal antiguas que había sobre una repisa, después, en unas fotografías sobre un piano. Había varias fotos de un niño pequeño a diferentes edades.

Elly olfateó el aire, distraída por un aroma delicioso.

–Qué bien huele.

–Un bizcocho de almendras –aclaró Margaret–. Me recuerda a mi hogar y a Dan le encanta.

–Entonces, ¿no es de por aquí?

–No. Pero he vivido en Maryland toda mi vida de adulto. Siéntese, le traeré una taza de café y un trozo de bizcocho.

Elly iba a protestar, pero Margaret ya había desaparecido.

–Dijo que había vivido aquí toda su vida de adulto –gritó mirando hacia la cocina.

–En Maryland, no en Ocean City. Cuando Dan era pequeño vivíamos en Baltimore. Pero, después, tras unas cuantas visitas en verano se enamoró de esta playa. Cuando acabó el servicio militar, quiso que me viniera a vivir aquí con él, mientras él estudiaba en la universidad. Hace cuatro años, su amigo y él compraron este lugar y construyeron estas casas.

Radiaba orgullo al hablar de su hijo. Volvió al salón con una bandeja.

–Dan también dirige un campamento de verano para los chicos y las chicas de la ciudad.

–No lo sabía –admitió Elly.

–¡Oh, sí! Le encanta darles la oportunidad de que salgan de su barrios problemáticos y conozcan algo diferente.

Elly aceptó la taza de café y un plato de postre con un gran trozo de pastel con otra punzada de culpa. No quería engañar a una mujer que estaba siendo tan agradable con ella.

–Señora Eastwood, tengo que confesarle que Dan no me envió a hablar con usted.

–¡Oh! –la mujer parecía decepcionada.