La hora del amor - Kathryn Jensen - E-Book

La hora del amor E-Book

Kathryn Jensen

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Beschreibung

Diane Fields, una mujer inteligente y práctica, divorciada y madre de tres hijos, no creía en los finales felices, aunque su hermana estuviera casada con el rey de Elbia. Por ello, cuando el conde Thomas Smythe, el atractivo y aguerrido guardaespaldas del cuñado de Diane, le ofreció unas relajantes vacaciones en el lujoso castillo de Elbia, estuvo a punto de rechazarlas. Sin embargo, el fiel emisario del rey tenía una sed tan ardiente reflejada en los ojos que, poco a poco, fue prendiendo una apasionada llama de amor en el corazón de Diane...

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2000 Kathryn Pearce

© 2020 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

La hora del amor, n.º 957 - marzo 2020

Título original: The Earl Takes a Bride

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas

registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1348-113-5

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Si te ha gustado este libro…

Capítulo Uno

 

 

 

 

 

Diane Fields, madre de tres hijos, lo excitaba. Tal y como le había dicho uno de sus amigos norteamericanos, ella le pulsaba las teclas correctas.

Ella lo miraba, y aquellos ojos color avellana, con una suave chispa de picardía, hacían que se deshiciera. Lo peor de todo era que ella hacía que Thomas se olvidara de que estaba contratado por Jacob von Austerand, rey de Elbia, quien tenía un mal carácter que rivalizaba con el de él y a quién no gustaría que su mano derecha estuviera desnudando mentalmente a la hermana de su esposa. En especial, cuando él estaba encargado de una misión Real.

Thomas había estado vigilando la casa de ella durante dos horas. Entonces, cuando las luces de las habitaciones se hicieron más suaves, decidió que era el momento más seguro para acercarse. Sin embargo, se mantuvo tras el volante del reluciente Benz negro, escondido tras los cristales ahumados.

Él estudió las ventanas, siguiendo atentamente las delatoras sombras que se movían detrás de ellas. ¿Estaría ella en el salón o en su dormitorio? No recordaba exactamente el plano de aquella casa, en el Cabo Cod, en la pequeña ciudad de Nanticoke, Connecticut. Aquella pequeña ciudad le recordaba a Chichester, la ciudad del sur de Inglaterra donde él había nacido.

Tal vez debería esperar un poco más, pero, en un impulso, abrió la puerta del coche, y salió. Entonces estiró el cuerpo, fuerte y musculoso, en toda su extensión, que superaba con creces el metro ochenta y cerró el vehículo, maldiciéndose en voz baja.

Al cruzar la calle se recordó a sí mismo que no era que no quisiera ver a Diane. Solo Dios sabía que llevaba pensando frecuentemente en ella durante más de un año y casi constantemente durante los dos últimos días. Thomas recordó con detalle los preciosos rasgos de su rostro… y de otras partes del cuerpo de ella. Diane Fields era una mujer muy atractiva con una actitud muy sensata hacia la vida que le atraía enormemente. A su modo, Diane era mucho más dura que su hermana, la esposa de Jacob. Thomas había sido testigo de cómo Diane se enfrentaba a Jacob en nombre de Allison antes de que Su Alteza Real se casara con ella. Aquella mujer era una fuerza de la naturaleza, pero, aparentemente, en aquellos momentos tenía problemas.

Como consejero principal y jefe de seguridad de una de las principales personalidades en Europa, Thomas Denton Smythe había recibido el encargo de averiguar por qué clase de dificultades estaba pasando la cuñada del Rey y las consecuencias negativas que esta situación podría tener. Se esperaba de él que llegara al fondo del asunto.

Mientras Thomas se acercaba a la casa, de una sola planta, una suave luz se apagó en una de las ventanas. Rápidamente, se encaminó a través del cuidado césped hacia la cocina. Era lo más adecuado ya que no quería despertar a los niños.

Además, el marido de Diane era otra buena razón para andar con cuidado. Al aparcar su elegante coche negro, Thomas se había dado cuenta de que el camión de Gary no estaba aparcado en la zona. A pesar de que eran más de la nueve de la noche, hora más que razonable para que un trabajador de la construcción estuviera en casa. Sin embargo, nada apuntaba a que él estuviera allí.

Casi sin darse cuenta, Thomas se encontró sobre la losa de cemento que marcaba la entrada a la cocina. Lo único que le quedaba por hacer era llamar y acabar con aquel asunto.

Con los brazos cruzados sobre el pecho, esperó a que ella abriera la puerta. Estaba vestido con el mismo traje con el que había viajado, de impecable corte italiano. De joven, nunca se había preocupado demasiado por la ropa, pero al empezar a trabajar para Jacob comenzó a cuidar mucho de su imagen.

Entonces, desde el otro lado de la puerta, se oyó el suave roce de una tela, como si Diane se estuviera poniendo una bata… o buscando un arma para protegerse antes de abrir la puerta a un extraño. Aquel gesto confirmó a Thomas que Gary no estaba en la casa.

Mejor. Nunca hubiera podido sentir simpatía por cualquier hombre que se hubiera casado con ella, pero ciertamente, Gary Fields no le había hecho cambiar de opinión. Había algo en aquel hombre que le hacía desconfiar de él.

Las cortinillas blancas que colgaban a un lado de la puerta se levantaron un poco para dejarse caer enseguida. Pero la puerta no se abrió.

–Diane, soy Thomas Smythe, el consejero del Rey –dijo él, aclarándose la garganta–. Es importante que hable contigo.

Aquello funcionó. Thomas oyó que el pestillo se levantaba y vio que la puerta se abría. Diane estaba allí de pie, rodeada de un halo de luz fluorescente, delante de la mesa de la cocina. Llevaba puesta una bata rosa de chenilla. Tenía el pelo húmedo, como si acabara de salir de la ducha y solo se lo hubiera secado con una toalla. A pesar de que ella estaba a cierta distancia, Thomas notó que olía a fresas. Ella sonrió, pero pareció algo sorprendida de verlo.

–Thomas, no te había reconocido. ¿Pasa algo? ¿Se encuentran Allison y los niños bien? ¿Y Jacob?

Ella hubiera seguido acribillándolo a preguntas si él no hubiera dado un paso para entrar en la cocina. Aquello hizo que Diane guardara silencio. Era la típica reacción de la gente ante la envergadura de Thomas, cosa que él había fomentado en ciertas situaciones. Llevaba muchos años como responsable de la seguridad de Jacob.

Con algo de esfuerzo, Thomas relajó los hombros, intentando parecer más pequeño. No le gustaba producir aquel efecto en Diane. Entonces, sonrió del modo que reservaba para los dignatarios y las jóvenes especialmente hermosas.

–Siento no haberte avisado que venía, Diane –mintió él–. Estoy en los Estados Unidos haciendo varios encargos de Jacob. Espero que no te moleste que haya venido a verte.

Ella sonrió. Parecía no sorprenderse, como si la gente soliera visitarla a aquellas horas.

–Te has afeitado la barba –dijo ella.

–¿Tan distinto estoy?

–Solo por un momento, no te reconocí. A través de la ventaba, en la oscuridad, fue difícil. No hay muchos hombres que consigan parecerse a James Bond con solo afeitarse –admitió ella. Thomas nunca iba al cine, pero le gustó que ella le comparara con alguien que parecía admirar–. Sin embargo, creo que tú eres algo más que 007.

–¿Están los niños levantados?

–No. Les hubiera encantado volver a verte. A Tommy le causaste mucha impresión, tal vez porque os llamáis igual. Ha crecido mucho. Te sorprendería lo alto que está para un niño de siete años.

Aunque ella sonreía mientras le contaba todos los detalles de sus tres hijos, Tommy de siete, Annie de seis y Gare de cinco, Thomas notó la tensión que ella trataba de ocultarle. Ella intentaba ocultar los nervios que la atenazaban preocupándose por tareas sin importancia, como alinear los botes de la sal y la pimienta encima de la mesa o enderezar el trapo de cocina. Además, unas suaves lineas le enmarcaban los ojos y la boca.

Thomas no pudo concentrarse más de la cuenta en la boca y sin darse cuenta se inclinó sobre ella. Automáticamente, ella dio un paso atrás, como si quisiera hacer más espacio en la pequeña cocina.

–¿Tienes tiempo para tomar un café? ¿O prefieres té?

–Café, gracias.

Ella se dio la vuelta enseguida, poniéndose a preparar el café. Entonces, sacó dos tazas de cerámica azul que hubieran parecido de lo más vulgares al lado de la frágil porcelana de Sheffield que se utilizaba en casa de los von Austerand.

–¿Te puedo ayudar…?

–No, no –dijo ella, mientras lo iba colocando todo en la mesa–. Siéntate y dime como están todos –añadió, pareciendo de repente muy cansada–. El verano en Elbia debe de ser maravilloso.

–Nunca has estado allí, ¿verdad?

–¿En Elbia? ¿En Europa? –preguntó ella, riendo–. No creo que eso sea posible. ¿Te das cuenta de lo que cuesta viajar al extranjero hoy en d…? Claro que no –añadió con una leve sonrisa–. Todo se apunta al presupuesto de la Casa Real, ¿verdad?

–Casi todo.

–Eso debe de ser estupendo –musitó ella, casi para sus adentros–. Un mundo tan exótico, tan lejano… Es casi como un sueño.

La cafetera terminó de expulsar las últimas gotas de agua, ya convertidas en café, y la cocina se inundó de un maravilloso aroma. Diane salió de su ensoñación para llenar las tazas y llevarlas a la mesa, a la que se sentó con pesadez.

Thomas la observó mientras se llevaba la taza a los labios. El café era muy flojo, comparado con el que a él le gustaba. Si hubieran estado juntos en otras circunstancias, la habría enseñado cómo se preparaba el café en Europa. Sin embargo, Thomas apartó rápidamente aquel pensamiento tan íntimo y se concentró en su misión.

–Tienes buen aspecto –dijo él.

–Claro –respondió ella, sin levantar los ojos de su café.

Thomas se sentía algo desesperado. No sabía cómo proceder.

–Yo… es decir, nosotros, nos preguntábamos…

–Entonces, es para eso para lo que has venido –dijo ella, levantando los ojos, llenos de sospecha.

–Espera, Diane…

–Has venido para espiarme.

–Siento mucho estar entrometiéndome en tu vida. Jacob y Allison están muy preocupados por ti y por los niños. Tus padres los han llamado desde Florida. Ellos creen que tienes algún tipo de problema pero que no quieres decirles de lo que se trata.

–No es nada que deba preocuparlos. No quería molestar a nadie innecesariamente –replicó ella, poniendo la taza de café de un golpe en la mesa.

–Entiendo.

Por la forma en la que ella lo miró, Thomas entendió que lo que había pasado debía de ser bastante grave.

–Si es tan grave –añadió Thomas, dejando la taza encima de la mesa–, me parece que tu familia debería saberlo.

–No es nada que yo no pueda… Es que…

De repente, algo pareció ahogarle la voz y los ojos se le llenaron de lágrimas, por lo que ella apartó la mirada.

¿Iba a llorar? Thomas nunca hubiera creído posible que Diane, la luchadora, una verdadera tigresa cuando tuvo que apartar a la prensa en los días precedentes a la boda de su hermana, estuviera a punto de perder el control. Thomas no sabía lo que hacer.

–Diane, déjalos que te ayuden.

–Solo estoy cansada –replicó ella, poniéndose de pie al mismo tiempo que él–. Los días son muy largos por aquí. Creo que debería irme a la cama.

–Dime lo que ha ocurrido –insistió él.

–Por favor, vete.

–No voy a dejar que abandones esta habitación, ni yo saldré de la casa, hasta que me expliques lo que está pasando.

–¿Y qué importa? –le espetó ella–. Es la posibilidad de un escándalo, ¿verdad? Si la prensa se entera de que la cuñada del rey de Elbia ha sido abandonada por su marido y que no puede pagar ni la factura de la luz, les harán pedazos. Es eso, ¿verdad?

Thomas sintió que el corazón le daba un vuelco.

–¿Que Gary te ha dejado a ti y a los niños?

–Se ha ido… ha levantado el vuelo con una pelandusca de su empresa… buen viaje –añadió, sacudiendo una mano, como si no le importara en absoluto. Pero no consiguió engañar a Thomas.

–Dios mío, lo siento –musitó él, tratando de reaccionar.

–Pues yo no –le respondió ella–. Se veía venir desde hacía mucho tiempo. Yo debería haber insistido hace muchos años, pero no lo hice, no pude encontrar el modo…

En aquel momento, el valor la abandonó y, entre sollozos, se puede la cocina para dirigirse al salón. Thomas, con una enorme zancada, le cortó el paso y, tomándola entre sus brazos, la inmovilizó. Ella luchó por liberarse durante un segundo y luego se rindió, dejándose caer entre sus brazos. Thomas no supo lo que hacer, pero sentía que aquel contacto estaba produciendo algún efecto más abajo de su cinturón.

Él cerró los ojos con fuerza y lucho por recordarse de que estaba allí para proteger y honrar a la familia de Jacob. El deseo que él sentía no formaba parte del trato. Aunque Diane fuera una mujer hermosa y desesperada que tal vez podría rendirse ante la presencia de un hombre, Thomas sintió que debía controlarse. Tenía que descubrir lo que había venido a averiguar, arreglarlo lo mejor que pudiera y… marcharse por donde había venido.

Tal vez si jugaba bien sus cartas y no había retrasos en el aeropuerto, conseguiría despegar en el jet real y volver a Europa en pocas horas.

Sin embargo, en aquellos momentos tenía una mujer llorándole en el pecho. Tal vez le estaba arruinando su traje nuevo, por el que había pagado mucho dinero en Florencia, más de lo que le había costado su semana de vacaciones en la Riviera con una atractiva actriz. Si recordaba aquella semana, le parecía que el traje había merecido más la pena.

Diane no se movía. Sin embargo, Thomas estaba seguro de que seguía llorando.

–Diane, a mí se me da bien arreglar las cosas. Déjame ayudar.

A pesar de sus esfuerzos, no pudo evitar que el tono de aquellas palabras fuera muy frío, muy oficial. Ella contuvo el aliento.

–¿Ayudar? –replicó ella, con infinita tristeza–. ¡Qué tonto! ¿Es que no te das cuenta de que esto no tiene nada que ver con la diplomacia o con rescatar a Jacob de una horda de paparazzi?

–Ya lo sé, pero tal vez haya una manera de arreglar las cosas entre tu marido y tú.

–No la hay –respondió ella, zafándose de sus brazos–. Sé que firmar esos papeles ha sido lo mejor, pero no puedo dejar de preocuparme por lo que van a sufrir mis hijos.

–¿Qué papeles? ¿Dónde está Gary ahora? –preguntó él, tensando los músculos, como si se estuviera preparando para pelear con el hombre que había roto el corazón de aquella maravillosa mujer.

–No lo sé y no puedo decir que me importe.

Thomas miró a Diane, sin saber lo que hacer. No podía entender por qué le destrozaba tanto verla sufrir. Durante años se había hecho inmune al dolor de los demás. Fuera del círculo de la Familia Real, no guardaba muchas simpatías por nadie.

Después de todo, sus propios padres lo habían abandonado, cada uno a su manera. Thomas tenía apenas cinco años cuando su madre abandonó a su padre, el conde de Sussex, junto a sus hermanos y a él. A los seis años, su padre le había mandado a un internado. Nadie se había preocupado nunca de él.

Por eso, lo que le pasara a los extraños no le afectaba en absoluto. Diane, aun estando relacionada a la familia real, no dejaba de ser una extraña para él, pero, sin embargo, no podía dejar de sentirse conmovido por su sufrimiento.

–Lo siento –dijo él–. Ha sido un idiota por dejarte. Si lo que te preocupa es el dinero, no resultará difícil encontrarle y obligarlo a pagaros una pensión. Lo dicta la ley de este país.

–Lo sé, pero prefiero criar a mis hijos yo sola. Ahora son solo hijos míos. Si los quisiera, no se habría marchado.

Thomas parpadeó. ¿Se habría marchado su madre porque no los quería?

Diane ajustó la bata de chenilla para cerrarse el escote, que se había abierto para revelar una visión que Thomas se estaba esforzando por no mirar.

–Supongo que no –dijo él.

–No estás dispuesto a marcharte, ¿verdad?

–No hasta que tenga algo que decirle a Jacob.

Rápidamente, ella se dio la vuelta y desapareció por una esquina. Thomas la encontró rebuscando entre un montón de papeles que había en la mesita auxiliar, rodeados de pinturas de colores, trozos de plastilina y dinosaurios de plástico.

–Toma –dijo ella por fin, extendiéndole un sobre–. Léelo para que puedas contárselo todo a mi familia.

Ignorando el hecho de que el escote había vuelto a abrírsele, Thomas tomó el sobre y lo abrió. Contenía un documento de cinco páginas.

–Es un acuerdo de divorcio, legalmente firmado y fechado y revisado por un notario –afirmó él, empezando a leer el documento. Diane parecía no sentir nada en aquellos momentos o por lo menos no lo demostraba–. ¿Has aceptado la custodia de tus hijos y has liberado a tu marido de cualquier responsabilidad económica con respecto a ellos? ¿Por qué has hecho esto? ¿Es que te ha obligado él a firmar estos papeles?

–No –replicó ella–. Fui yo la que pedí el divorcio y la que hizo que redactaran estos papeles.

–¿Pero tu abogado no te aconsejó que…?

–Sí, me aconsejó muy bien para que no liberara a Gary de sus obligaciones con respecto a los niños. Me dijo que yo tenía derecho a solicitarle una buena pensión ya que había sido él quien abandonó el hogar.

–¿Y tú no hiciste caso de sus consejos?

–No quiero tener nada que ver con Gary Fields. Tanto los niños como yo estaremos mejor sin él.

–No lo dudo, pero…

–No digas nada más. Ya está hecho. Ahora todo lo que tengo que hacer es pensar cómo sobrevivir con el orgullo, ya que no hay ningún ingreso en esta casa. Mira, Thomas, yo no estaba intentando ocultarle nada a Ally y Jacob… o a mis padres. Tampoco quiero avergonzar a nadie. Solo intentaba evitar que se preocuparan por mí, ¿me entiendes? Había decidido esperar hasta saber lo que iba a salir de todo esto. Y no supe hasta ayer, cuando llegó el correo, si Gary había firmado los papeles.

–Estaba claro que lo haría.

–Y lo ha hecho muy rápido –replicó ella, riendo secamente–. Nunca me ha querido. Ni siquiera creo que sepa lo que es el amor. Yo fui una buena esposa para él y ahora se ha terminado todo. Y me alegro, de verdad. Ninguno de los dos era feliz.

–Lo entiendo.

Sin embargo, lo que Thomas no acababa de entender era que ella no hubiera luchado por lo que era legalmente suyo. Sería imposible que pudiera mantener a tres niños con el poco dinero que sacaba de los niños que cuidaba en su propia casa.

–Siento que te hayas tenido tú que encontrar con todo esto –dijo ella–. Tú eres solo un mensajero.

Inconscientemente, ella estaba jugueteando con el escote y se lo estaba abriendo de nuevo. Thomas deseó con todas sus fuerzas que ella se detuviera ya que no podía dejar de pensar cómo aquellos dedos tan delicados podrían acariciar su pecho…

–Hacía mucho tiempo que no teníamos relaciones íntimas –prosiguió ella–. El sexo no parecía ser muy importante para Gary.

–La mayoría de los hombres casados están interesados en el sexo –dijo Thomas, no pudiéndose imaginar a nadie que no se sintiera interesado por tener relaciones íntimas con Diane–, a pesar de lo que digan. Solo buscan una manera de aliviarse que les resulte adecuada… y que puede ser con sus esposas o no.

–Una manera de aliviarse. Qué horrible suena eso –musitó Diane, mordiéndose los labios–. ¿Es eso todo lo que las mujeres son para los hombres?

–Claro que no, en lo que se refiere a un hombre de verdad –respondió él, sintiendo un poco de remordimiento por las mujeres que él había utilizado en el pasado. ¿Acaso importaba que ellas también le hubieran utilizado a él para conseguir regalos, invitaciones a recepciones reales? Tal vez él no fuera del todo inocente–. Solo quería decir que la personalidad de Gary no tiene parangón con la tuya. Él no te merecía.

Diane lo miró de un modo extraño, como si estuviera tratando de decidir lo en serio que debía tomarse aquel cumplido. Sin querer, había dejado al descubierto un hombro.

Thomas se dio la vuelta para mirar por la ventana, hacia su coche. Respiró profundamente, luchando por recordarse que la única razón de su presencia en aquella casa era Jacob… no su atractiva cuñada.

–¿Puedo contarle al rey y a tu hermana lo que he averiguado aquí esta noche? –preguntó él, en un tono muy formal.

–Claro –replicó ella–. Pero antes de que regreses a Elbia, llamaré a mi hermana y se lo contaré todo personalmente. Sé que deben saberlo. También llamaré a mis padres.

–Los niños…

–Gary nunca pasó mucho tiempo con ellos –le interrumpió ella–. Evidentemente lo echan de menos, pero su ausencia no ha supuesto un cambio para ellos. Durante un tiempo pasaremos algunas estrecheces con el dinero, pero ya se me ocurrirá lo que hacer.

–¿Estás segura?

–Claro –respondió ella, con una maravillosa sonrisa–. Soy una superviviente, Thomas. Si me conocieras mejor, lo sabrías.

–Tengo autoridad suficiente como para darte un cheque en blanco…

–Ya me lo habría imaginado. Agradéceselo a Jacob de mi parte pero dile que no puedo aceptarlo. Ya nos las arreglaremos.

Ya no había nada más que él pudiera hacer. Sabía la verdad y le había ofrecido ayuda, que ella había rechazado. Si llamaba por teléfono al piloto en el aeropuerto, tal vez pudiera llegar a Elbia al día siguiente a mediodía.

–Si estas segura –dijo él, tomándole la mano.

–Lo estoy –susurró ella.

Entonces, ella lo estropeó todo. Se acercó a él, se puso de puntillas y lo besó suavemente en la mejilla. Un ligero beso de una mujer que era capaz de responder de aquella manera a la gratitud de otros a pesar de su propio sufrimiento.

–Gracias por venir, Thomas –añadió, rozándole el brazo, sin querer, con sus senos.

Thomas se dirigió al coche, maldiciéndose por dejar que su cuerpo le hubiera traicionado. Un beso, un roce accidental, un hombro desnudo… y las hormonas se le habían desatado.

Definitivamente, aquella noche no podría marcharse a casa.