El reconocimiento de la humanidad. España, Portugal y América Latina en la génesis de la modernidad - Fernando Álvarez-Uría - E-Book

El reconocimiento de la humanidad. España, Portugal y América Latina en la génesis de la modernidad E-Book

Fernando Álvarez-Uría

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La tesis sostenida en El reconocimiento de la humanidad es que el moderno orden secular se sustentó en Occidente en la categoría de género humano, una categoría de pensamiento extraña al mundo protestante de los elegidos. Tras el descubrimiento del Nuevo Mundo esta categoría se expandió, tanto en España como en América Latina, impulsada por la llamada Escuela de Salamanca. ¿Cómo explicar que esa primera modernidad del sur, que fue decisiva en el proceso de formación de un pensamiento racional y científico, haya sido mayoritariamente marginada, ignorada o infravalorada por los historiadores? ¿Cómo explicar que los países hispanos, en donde presuntamente se produjo ese primer avance de secularización y de democratización, se hayan incorporado tardíamente al mundo moderno, hasta el punto de que la Iglesia Católica sigue aún en la actualidad marcando fuertemente la agenda de los gobiernos? En el libro se abordan estas y otras cuestiones, y se argumenta que la formación de la idea de humanidad, en íntima relación con las navegaciones y descubrimientos, abrieron el camino a la constitución de un nuevo espacio mental, a un nuevo sistema de pensamiento que se articuló con específicas condiciones sociales y políticas. La historia intelectual únicamente resulta inteligible a la luz de la historia social. El reconocimiento de la humanidad abrió la caja de Pandora del problema de la legitimidad del poder. ¿Si todos los seres humanos compartimos una naturaleza común, por qué unos mandan y otros obedecen, por qué unos son ricos y otros pobres, de dónde dimana la propiedad, la sociedad, y el Estado? Las bases para un nuevo pensamiento político, al margen del orden teocrático, propio de la cristiandad, estaban puestas. Frente a las ideas recibidas, se avanza en esta obra una nueva línea explicativa de la génesis de la modernidad que, centrada especialmente en el siglo XVI, atraviesa España, Portugal y América Latina.

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Fernando ÁLVAREZ-URÍA

El reconocimientode la humanidad

España, Portugal y América Latinaen la génesis de la modernidad

Ediciones Morata, S. L.

Fundada por Javier Morata, Editor, en 1920

C/ Mejía Lequerica, 12 - 28004 - MADRID

[email protected] - www.edmorata.es

© Fernando ÁLVAREZ-URÍA

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar, escanear o hacer copias digitales de algún fragmento de esta obra.

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© EDICIONES MORATA, S. L. (2015)

Mejía Lequerica, 12. 28004 - Madrid

[email protected]

Derechos reservados

ISBN papel: 978-84-7112-780-8

ISBN e-book: 978-84-7112-781-5

Compuesto por: M. C. Casco Simancas

Cuadro de la cubierta África 2002 de Carlos Franco: Técnica: tinta china, óleo y acrílico sobre papel ingres. Medidas: 62,5 x 48,5. Agradecemos a Carlos Franco su cesión y autorización para reproducirlo.

Nota de la editorial

En Ediciones Morata estamos comprometidos con la innovación y tenemos el compromiso de ofrecer cada vez mayor número de títulos de nuestro catálogo en formato digital.

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Fernando Álvarez-Uría

Doctor en Sociología por la Universidad de París VIII, y Catedrático de Sociología en el Departamento de Sociología IV de la Universidad Complutense de Madrid. Fue socio fundador y miembro del consejo de redacción de la Revista Archipiélago. Cuadernos de crítica de la cultura, en donde coordinó diversos números monográficos. Ha sido Profesor Visitante en el Goldsmiths´ College de la Universidad de Londres, y en la Maison des Sciences de l’Homme (MSH) de París. Ha impartido cursos y conferencias en numerosas universidades españolas y extranjeras.

Sus principales investigaciones están centradas en la sociología histórica, la teoría sociológica, la sociología del conocimiento, y la sociología de las instituciones de resocialización. Es autor de numerosos libros y artículos, así como de traducciones y ediciones de libros. Entre sus publicaciones destaca Miserables y locos. Medicina mental y orden social en la España del siglo XIX (1983), así como algunos libros publicados en colaboración con Julia Varela, tales como Las redes de la psicología (1994), Sujetos frágiles (1989), Arqueología de la escuela (1991), Genealogía y sociología. Materiales para repensar la Modernidad (1997) y más recientemente Materiales de sociología del arte (2008).

Accede a la página: http://www.edmorata.es/autor/alvarez-uria-fernando# sthash.AtILrjv0.dpuf

A Julia Varela, que me mostró el caminoque conduce a las civilizaciones del sur.

Agradecimientos

Este libro es el resultado de una investigación en la que intervinieron tanto las instituciones que lo financiaron (especialmente el Ministerio de Educación y la Universidad Complutense) como las personas que lo alentaron, lo criticaron y debatieron.

La principal finalidad de este trabajo es objetivar las raíces de las dificultades con las que nos enfrentamos en las sociedades católicas del sur de Europa, y de América Latina, para consolidar las instituciones democráticas, y poder avanzar hacia sociedades cada vez más justas. He intentado por tanto responder a una demanda social de clarificación de esta cuestión, pues somos muchos los que soñamos en los países del sur con sociedades más asentadas en la libertad y en la igualdad, y aspiramos a superar una aparente incapacidad endógena para lograrlo.

Quiero expresar mi más sincero agradecimiento a profesores, investigadores y amigos que me hicieron participar de sus ideas, propusieron lecturas, leyeron una primera versión del libro, y lo enriquecieron con sus apreciaciones críticas y comentarios: Ángel Gordo, Pilar Parra, Carlos Alberdi, Ana Romero, Tomás Pérez Rodríguez, Manolo Rivero, Ramón Villares, Narciso de Gabriel, Juan Tabares, María Carballido, mi hermano José Antonio Álvarez-Uría, y, muy especialmente, Julia Varela.

Una vez más este libro sale al encuentro con los lectores gracias a Paulo Cosín y los editores responsables de Ediciones Morata que han decidido correr el riesgo de publicarlo. Espero que el texto esté a la altura de su generosa confianza.

Contenido

AGRADECIMIENTOS

INTRODUCCIÓN

CAPÍTULO PRIMERO: La formación de un espacio teológico-político en el occidente medieval

Por el imperio hacia Dios

La recepción de Aristóteles en el pensamiento islámico y en el pensamiento cristiano

Tomás de Aquino y la fuerza de la razón teológica

“Fuera de la Iglesia no hay salvación”

La ruptura de un inestable equilibrio de poder

CAPÍTULO II: El descubrimiento de la naturaleza pura y el estatuto de los infieles del nuevo mundo

El amanecer del humanismo cívico

El aristotelismo radical de la Escuela de Padua

La autoridad del papa cuestionada

Aristóteles y el debate sobre la inmortalidad del alma

Tomás de Vio y la génesis de la categoría de naturaleza pura

CAPÍTULO III: Una común naturaleza natural compartida por todos los seres humanos

El descubrimiento de un Nuevo Orbe

Anatomía de un conflicto de Estado

Luz en la obscuridad: Las relecciones de Francisco de Vitoria de 1539

La Escuela de Salamanca, un colegio de pensamiento activo y cohesionado

¿Repetición o diferencia?

CAPÍTULO IV: Dos disputas claves en torno a las raíces y los límites de la libertad

Bartolomé de las Casas y la conversión pacífica de los infieles

Los pobres no pueden ser privados, sin justa causa, de la libertad natural

Juan Ginés de Sepúlveda, un humanista al servicio del papa y del emperador

La Disputa de Valladolid

Libertad o servidumbre

CAPÍTULO V: La escuela de Salamanca decapitada: El proceso inquisitorial contra el arzobispo de Toledo

La alianza entre Las Casas y Carranza

Bartolomé Carranza, el amigo de los presos

El Gran Inquisidor Don Fernando de Valdés ante una cuestión de Estado

Roma, y el poder de atar y de desatar

Centralidad de la policía de la fe: La heterodoxia asediada

CAPÍTULO VI: La contrarreforma católica o la formación de una modernidad bloqueada

Los jesuitas, caballería ligera de la Iglesia

Francisco de Borja en elÍndicede Valdés

La Santa Liga contra los infieles

Predestinación divina versus libertad humana

Hacia el desencantamiento del mundo

REFLEXIONES FINALES

El debate sobre la naturaleza de la modernidad

Derechos humanos, democracia y laicidad en la sociedad global

BIBLIOGRAFÍA

Introducción

Una de las principales funciones del conocimiento sociológico es poner de manifiesto la existencia de coerciones sociales que se derivan de configuraciones sociales sedimentadas, de hábitos mentales estructurados y de rituales institucionalizados, que operan a su vez como estructuras generativas de las conductas y de las mentalidades. Las instituciones sociales actúan coactivamente sobre sujetos y grupos sociales, a la vez que producen, reproducen, y desarrollan lógicas sociales a lo largo de la historia y en el seno de cada sociedad. Las experiencias históricas, grabadas en la memoria de los colectivos sociales, se convierten en una especie de inconsciente social que de forma mecánica, irreflexiva, guían la acción social de los sujetos en determinadas direcciones. Objetivar ese inconsciente social, esa dinámica oculta, equivale a romper el desconocimiento, la amnesia, que está en la base de que una determinada lógica social se perpetúe en el tiempo, y atraviese rizomáticamente el espacio social. En este sentido la sociología permite detectar regularidades y singularidades históricas y, a partir de ellas, realizar diagnósticos que eventualmente sirven para decidir con mayor conocimiento de causa, y para orientar la acción colectiva de forma más reflexiva y crítica.

El punto de partida de esta investigación gira en torno a unaproblematización. Y es que tanto en la vida política española, como en la de los países hispanoamericanos, se ha puesto de manifiesto en los últimos doscientos años, en el marco de las sociedades modernas, tras la Revolución francesa y la revolución industrial, una aparente incapacidad para avanzar con paso firme hacia un sistema democrático consolidado, un sistema político racional, sólido y solidario. Los avances en determinadas épocas históricas van muchas veces acompañados de parálisis y retrocesos pues, a las esperanzas, e incluso a las grandes expectativas de cambio, suceden los ruidos de sables, las dictaduras, los caudillos, las depresiones económicas y las frustraciones. La intransigencia, la crueldad, los exilios de los vencidos, la violencia y el fanatismo, constituyen verdaderas barreras para la formación en nuestras sociedades de una cultura política democrática sedimentada, una cultura basada en propuestas pensadas, en la negociación, el respeto, y en la búsqueda de acuerdos razonados.

La población española y portuguesa, y las poblaciones hispanoamericanas, han dado prueba a lo largo de los siglos de un gran amor por la libertad, pero también de una aparente incapacidad para que esta pasión se traduzca en instituciones sólidas, estables, justas, consensuadas, instituciones democráticas duraderas, que surjan y se desarrollen con expectativas de futuro. Una de las principales metas de esta investigación es, por tanto, intentar proyectar luz sobre esta especie de esclerosis crónica que afecta a nuestras sociedades, con el fin de que los pueblos iberoamericanos puedan avanzar, con mayor conciencia de sus límites y de sus inercias históricas, pero también con mayor conciencia de sus aciertos y contribuciones valiosas, al fondo social del conocimiento humano, al proceso de la civilización.

Me pareció que para proyectar luz sobre esta problematización era preciso remontarse en la historia al proceso mismo de formación de una peculiar modernidad latina, la modernidad del Sur. Concretamente a lo largo de este libro analizaré la génesis de una incipiente secularización del pensamiento en los países iberoamericanos. Para ello pondré de manifiesto cómo los representantes de la denominada segunda escolástica, en el siglo XVI, principalmente en España, Portugal, Italia, y América Latina, sentaron las bases de un nuevo derecho naturaly de gentes, es decir, contribuyeron a la institucionalización en el terreno de las ideas de nuevos derechos universales, que a su vez sirvieron de base, de soporte, al nacimiento de los derechos humanos de los tiempos modernos. Las sociedades europeas del siglo XVI eran sociedades estamentales, sociedades divididas en grupos sociales muy jerarquizados, en las que resultaba por tanto impensable la democracia social y política. Sin embargo fue en el siglo XVI cuando las desigualdades sociales instituidas se vieron cuestionadas en nombre de nuevos valores y de nuevos sistemas de pensamiento. Este libro es un intento de objetivar el proceso de formación de un pensamiento moderno que marcóun antes y un después en la historia de las ideas occidentales, y que a su vez se vio frenado, reprimido, y reconducido por los grandes poderes establecidos, especialmente la Iglesia, la nobleza de armas, y la Corona, unidos en una especie de santa alianza por el espíritu del Concilio de Trento. Nos interesa la génesis de la modernidad pues, en el proceso de formación de una determinada configuración social, las reglas de base sobre las que se articula esa configuración durante su génesis, durante su proceso de gestación, marcan, para bien y para mal, su consiguiente lógica de desarrollo. No se trata por tanto simplemente de realizar una nueva aproximación al pasado para conocerlo mejor, este libro pretende también proporcionar materiales para contribuir a edificar una historia del presente, con el fin de situar en el centro de las agendas políticas de gobiernos y movimientos sociales, especialmente en los países latinos e hispanoamericanos, los ideales modernos, laicos, de libertad, igualdad, solidaridad, y democracia participativa.

Para dar un impulso a este proyecto sociopolítico era preciso indagar sociológicamente, es decir, socio-históricamente, cómo se gestó la idea de una humanidad común, más concretamente cómo y por qué se instituyó en el mundo occidental la categoría de género humano, así como explicar cómo y por qué este impulso democratizador hacia un mundo desencantado se detuvo, y resultó problemático. Me propongo por tanto repensar el nacimiento mismo de la modernidad en el espacio iberoamericano, objetivar las posibilidades que entonces se abrieron, pero también los sesgos y las limitaciones que entonces se consolidaron, con el fin de intentar responder a una demanda social de mayor clarificación en los actuales tiempos de incertidumbre.

Michel Foucault, en Las palabras y las cosas, tras reproducir la célebre clasificación de los animales que presuntamente Jorge Luis Borges retomó de una enciclopedia china, presentó El Quijote de Cervantes y Las meninas de Velázquez como dos obras fundamentales que se convirtieron en el síntoma de un nuevo espacio mental, del nuevo sistema de la representación y, al hacerlo, se alejaban de la episteme renacentista, de un pensamiento mágico-mítico, para servir de gozne a la modernidad. No se han valorado ni explorado suficientemente las propuestas que se abrieron con el libro de Foucault sobre la génesis del pensamiento moderno, ni tampoco se tuvo suficientemente en cuenta el papel clave que jugaron en este sentido en los países latinos los códigos artísticos, tanto pictóricos como literarios, es decir, un nuevo modo de mirar y de narrar que implica nuevos modos de pensar en Portugal, América Latina y la España del siglo de Oro1.

Friedrich Nietzsche, el implacable fustigador de todas las neurosis religiosas, descubrió, en la base de los remedios dietéticos de las religiones, la soledad, el ayuno y la abstinencia sexual, la negación del mundo y de la voluntad. En La genealogía de la moral afirmaba que todas las religiones son, en su último fondo, sistemas de crueldades y, Nietzsche, a pesar de sus aires aristocráticos, y de su manifiesta misoginia, más allá de sus arrebatos pasionales y narcisistas, tenía razón cuando advertía que necesitamos una crítica de los valores morales, hay que poner alguna vez en entredicho el valor mismo de esos valores, y para esto se necesita tener conocimiento de las condiciones y circunstancias en los que aquellos surgieron, en las que se desarrollaron y modificaron (...), un conocimiento que hasta ahora ni ha existido, ni tampoco se lo ha siquiera deseado2. Necesitamos someter a crítica los valores heredados de las sociedades estamentales para poder pensar de otro modo, para poder avanzar hacia sociedades de semejantes, sociedades de ciudadanos unidos por relaciones de solidaridad, y este fue el reto que Michel Foucault asumió en el Colegio de Francia en su proyecto inacabado de genealogía de los sistemas de pensamiento.

El reconocimiento de la humanidad es un libro que se inscribe en el marco, en buena medida aún borroso, del perímetro circunscrito por Las palabras y las cosas y por La genealogía de la moral. La exploración avanzada en esta investigación socio-histórica pretende servir de base a una genealogía de la modernidad. El eje central de esta indagación se articula, como ya he señalado, en torno a la génesis de una categoría de pensamiento: el género humano. Era inevitable por tanto aproximarse a las propuestas formuladas por Émile Durkheim en Las formas elementales de la vida religiosa, en donde el sociólogo francés señalaba que las categorías de pensamiento son históricas, tienen una naturaleza social, producen efectos epistemológicos y sociales, cobran sentido, en fin, en el interior de sistemas de clasificación, en el interior de marcos eidéticos, que no son ajenos a las formas que adopta, en cada momento histórico y en cada sociedad, la organización social3. Émile Durkheim dio un impulso decisivo, en su ya citado libro, a una nueva área de conocimiento: la sociología del conocimiento. A la vez también fue miembro fundador de la Liga por la Defensa de los Derechos del Hombre, creada en Francia coincidiendo prácticamente con el caso Dreyfus. Fue él quien promovió en la Universidad de Burdeos, en donde era profesor de sociología, la rama de la Liga de la que fue Secretario. La militancia de Durkheim en defensa de la laicidad y del republicanismo cívico no era ajena a su implicación intelectual como sociólogo comprometido en la defensa de una moral social, la moral laica propia de la ciudadanía. Durkheim entendía las producciones sociológicas como respuestas a demandas sociales pues, a su juicio, el período crítico abierto por la caída del Antiguo Régimen aún no está cerrado.

A lo largo de este libro se cuestionan dos tesis, todavía hoy dominantes, que establecen un especial vínculo directo entre el protestantismo y la modernidad, y a la vez postulan que la ruptura con el mundo medieval se produjo en los siglos XVII y XVIII. A mi juicio el protestantismo no liberó a las sociedades occidentales del medievalismo católico. Me parece que apelando a materiales históricos se puede cuestionar que el protestantismo haya engendrado el mundo moderno. Sin duda el pietismo protestante está en la base del espíritu del capitalismo, pero es preciso distinguir el capitalismo de la modernidad, a la vez que tener en cuenta que el protestantismo nació como un fundamentalismo religioso, un fideísmo irracional, que hacía inviable el paso de la centralidad de Dios a la centralidad de los seres humanos. Como ya he señalado no se trata tan solo de abrir un debate académico, sino, y sobre todo, de dar cuenta, apelando a la lógica histórica, de procesos sociales e intelectuales complejos que han tenido, y siguen teniendo en la actualidad, importantes repercusiones sociales y políticas. A mi juicio fue el descubrimiento del género humano en el siglo XVI, en el marco del mundo católico, el detonante que hizo posible pasar de la dignidad del hombre de los humanistas, al derecho natural, y de éste a los derechos humanos emancipados ya de las creencias religiosas. La Escuela de Salamanca, que jugó un importante papel de bisagra en todo este proceso, no descubrió los derechos humanos, pues el reconocimiento de esos derechos universales implica como presupuesto epistemológico la laicidad, pero sentó las bases para la superación de un mundo teocéntrico, un mundo atravesado todo él por los poderes y los saberes mágico-míticos propios de las religiones. El universalismo católico recibió entonces un impulso decisivo de carácter secularizador, frente a la comunidad de los santos en la que se encerraron las sectas protestantes.

Los historiadores de la filosofía recurren con frecuencia a la acción de determinados sujetos aislados para explicar tanto el nacimiento del pensamiento moderno como las innovaciones que tuvieron lugar en la tradición del pensamiento político occidental. Descartes, Hobbes, Locke, Espinosa, e incluso Maquiavelo, Lutero, Grocio, y Galileo, son citados con frecuencia como los creadores de la ciencia y el pensamiento jurídico y político propios de la modernidad. Son numerosos los manuales de historia del pensamiento en los que se postula la existencia de una especie de genialidad individual, con frecuencia inseparable del recurso a una racionalización ahistórica y asocial. Desde una perspectiva sociológica, sin embargo, no cabe desplazarse con tanta facilidad de unos padres fundadores a otros, es preciso entrecruzar en los análisis los procesos propios de la historia social con los de la historia intelectual. Las ideas no surgen por generación espontánea, y tanto su formación, como sus desarrollos, no son ajenos a los marcos epistemológicos en los que escriben y piensan determinados pensadores en cada momento y en cada sociedad, ni tampoco a las redes sociales e intelectuales que dotan a determinados códigos teóricos de una determinada fuerza y consistencia. Los debates teológico-políticos y morales que tuvieron lugar en el siglo XVI, a raíz del descubrimiento de América, en la Universidad de París, en la Universidad de Padua, y sobre todo en las Universidades de Salamanca, Évora, Coímbra, México, únicamente cobran sentido en las condiciones histórico-sociales y políticas en las que se desarrollaron. Intentaré por tanto mostrar cómo surgió la moderna categoría de género humano en íntima relación con distintas disputas y procesos sociales, para pasar a prolongar a continuación el análisis a los efectos y transformaciones que se derivaron de este descubrimiento decisivo para la historia del mundo occidental y, en general, para la gran república humana.

El cristianismo, y más concretamente el catolicismo, que durante siglos sirvió, y desgraciadamente aún sigue sirviendo, de soporte a estructuras sociales jerarquizadas, asentadas en relaciones de poder, resultó ser en Occidente la religión que hizo de puente para la superación de la religión, es decir, el catolicismo fue la religión que contribuyó a abrir para el pensamiento libre, laico, una vía de salida al margen de los poderes teocráticos. El catolicismo, y no el protestantismo, fue, por servirnos de la expresión de Marcel Gauchet, la religión dela salida de la religión4. Sin embargo, para explicar cómo se produjo este incipiente proceso de desencantamiento del mundo, para dar cuenta del paso de un mundo vertebrado por las representaciones y los valores propios de la religión cristiana, a un mundo racionalista, secular, formado en el espíritu civil, el mundo que sirvió de fermento al pensamiento científico, a la ética cívica y al arte moderno, el mundo que minó las bases de los regímenes absolutistas, es decir, el mundo que institucionalizó los derechos humanos y la democracia representativa, es preciso renunciar a las teorías preconcebidas, a los estereotipos e ideas recibidas, para intentar objetivar en la historia los procesos que se encuentran en los cimientos de esta profunda metamorfosis social. En este sentido es necesario explicar la génesis de las sociedades modernas como un proceso de emancipación de las instituciones religiosas. Emancipación no equivale sin embargo a una total desvinculación de la religión. Aún más, el pensamiento moderno surgió en el interior de moldes conceptuales que no eran ajenos a las racionalizaciones teológicas. De hecho hubo un tiempo en el que teólogos y sacerdotes, dotados de importantes poderes materiales y simbólicos, establecían en las sociedades cristianas pautas normativas de pensamiento y de conducta que se imponían al grueso de los fieles. Estos jerarcas, investidos del carácter sagrado que les proporcionaba el orden sacerdotal, ejercían en el nombre de Dios el oficio de pastorear a las ovejas del rebaño del Señor. La principal finalidad por tanto de esta investigación es contribuir a desentrañar el papel que jugaron los códigos teológico-políticos en el descubrimiento de la moderna categoría de género humano, en la transición del mundo medieval, holista, profundamente imbuido en valores religiosos, al mundo moderno, es decir, en la transición a un mundo tendencialmente secularizado, formado por individuos.

¿A través de qué procesos el pensamiento propio de la modernidad comenzó a liberarse en Occidente de las coerciones religiosas, y de las formas arcaicas de poder y de dominación teológico-política? Intentaré responder a esta cuestión a lo largo de los seis capítulos que conforman este libro. Para ello me voy a circunscribir predominantemente a un tiempo y a un espacio social determinados, concretamente al momento en el que, en el siglo XVI, se abrió paso en la Europa del sur, y en América Latina, la existencia de lo que Bartolomé de las Casas denominó el linaje humano, es decir, la idea de una común humanidad que nos une a todos los seres humanos en el interior de todo el orbe para conformar en el imaginario social la existencia de la gran república humana. Trataré de poner de manifiesto las condiciones sociales e intelectuales que hicieron posible esta importante innovación categorial en el firmamento del pensamiento político occidental, así como las resistencias y los efectos generados por la apertura de este nuevo espacio mental. Hago del concepto de género humano casi un pleonasmo de la modernidad, pues, desde el momento en el que se afirma la existencia de una humanidad común, compartida por todos, se plantea a la vez el problema del origen del poder en la sociedad, el problema del origen de las desigualdades sociales, y de las raíces de la propia organización política, es decir, se abre la vía a una reflexión sobre las bases legítimas en las que se asientan las instituciones sociales y políticas. Hoy como ayer la categoría de género humano, la categoría de humanidad, con sus límites y sesgos propios de su proceso de gestación, es una de esas piedras preciosas que brilla con luz propia, y que forma ya parte activa del patrimonio de la civilización.

La nueva noción de humanidad no irrumpió de repente en la escena social, ni tampoco surgió por generación espontánea, como si se tratase de una idea genial producto de una mente privilegiada y singular con capacidad para la innovación. Esta revolución mental estuvo precedida y preparada en la historia de las ideas y, en la historia social, por todo un lento y profundo trabajo silencioso de naturaleza eminentemente colectiva. En este sentido el humanismo cívico surgido en las ciudades italianas jugó un importante papel catalizador. Sin embargo su eclosión, su salida a la luz, tuvo lugar en el marco de lo que se ha dado en denominar la Escuela de Salamanca, un colegio de pensamiento que se formó en el siglo XVI, y que transcendió los límites de la península ibérica, para desarrollarse en la América hispana, y en la Holanda en la que brilló la sinagoga de Ámsterdam, convertida en lugar de destino del marranismo5. En términos generales se podría decir que esta Escuela fue una especie de intelectual colectivo que surgió como un intento de reflexión para pensar el Nuevo Mundo, y los problemas sociales, políticos y misionales que allí se planteaban, pero también como respuesta del partido imperial al desafío luterano. Los efectos sociopolíticos e intelectuales que se derivaron de las categorías de pensamiento sobre las que se articuló este colegio de pensamiento aún no han sido a mi juicio suficientemente reconocidos por los historiadores del mundo moderno, ni tampoco han encontrado el espacio que se merecen en los manuales de historia de las ideas sociales y políticas. En este sentido este libro pretende también proyectar una nueva luz sobre un espacio relegado en el mundo académico, susceptible de ser explorado con más profundidad, y enriquecido por nuevas investigaciones.

En los primeros capítulos mostraré cómo se produjo la transición de un orden teológico-político a un orden social secular que permitió a las sociedades modernas poder pensar y vivir en un sistema social relativamente caracterizado por la laicidad. La historia no se acaba sin embargo en este programa que ocupa sobre todo los tres primeros capítulos. A partir del capítulo cuarto pondré de manifiesto cómo los propios poderes de los monarcas y del emperador, así como los poderes eclesiásticos al servicio del papado, obstaculizaron, y en gran medida reprimieron, tanto en España y Portugal, como en Italia e Iberoamérica, el desarrollo de las vías modernas de emancipación cultural y sociopolítica. Los efectos de esta contraofensiva lanzada desde lo alto, es decir, desde las dos luminarias del mundo, aún se dejan sentir en nuestras sociedades atravesadas por las inercias del pasado, por coacciones y contradicciones aparentemente insalvables, que nos impiden avanzar. Hacerlas visibles constituye tan solo un primer paso para poder conocerlas, y también para poder superarlas. Y es que la denominada servidumbre voluntaria se sustenta con frecuencia en un reconocimiento del orden instituido que en parte hemos heredado del pasado, reconocimiento que hunde sus raíces en el desconocimiento de la historia. La historia no solo nos permite comprender el pasado, ilumina el presente, sienta las bases para poder proyectar un futuro mejor.

En demasiadas ocasiones la historia social suele estar separada de la historia intelectual. Existen historias de la filosofía, de la literatura, del arte, del derecho, historias del pensamiento político, y a la vez historias de España, de la demografía, de los ciclos económicos, de los reyes, de la administración, de las grandes familias, de los grandes hombres, y de las grandes batallas. Este libro esta todo él vertebrado por la sociología histórica de la religión y la sociología histórica del conocimiento. Como señalaba hace ya mucho tiempo Karl Mannheim, siguiendo la senda abierta por Émile Durkheim, las ideas no caen del cielo, son de naturaleza social, y son por tanto inseparables de la historia social: La historia de la ciencia política solo llegará a ser una aportación real al cosmos de la sabiduría, si es capaz de explicar la historia del pensamiento político con referencia constante a la cambiante práctica política de la que surgen los conceptos cambiantes6.

El historiador italiano F. Olgiati, en un libro titulado L’anima dell’Umanesimo e del Rinascimento, publicado en Milán en 1924, defendía que, a diferencia de la cultura medieval, en la que la vida social y cultural estaba toda ella atravesada por valores sobrenaturales, en la cultura del Renacimiento coexistieron tres corrientes: la síntesis entre lo natural y lo sobrenatural (Cusa, Ficino, Savonarola, Suárez); el predominio de la naturaleza (Bruno, Telesio, Leonardo da Vinci, Galileo, aristotelismo); y, en fin, el predominio de lo sobrenatural (protestantismo). Creo que Olgiati simplifica las cosas, pero además olvidó una cuarta línea cultural caracterizada por una clara distinción o separación entre lo natural y lo sobrenatural. Olvidó por tanto una corriente de pensamiento enormemente influyente, de inspiración a la vez tomista y aristotélica, precisamente la línea que va a ser seguida como hilo conductor a lo largo de este libro. Se trata de una corriente que fue especialmente relevante en el siglo XVI, en la Iglesia católica, y que, a través de una clara diferenciación entre lo natural y lo sobrenatural, abrió el camino a un orden social nuevo tendencialmente anclado en el proceso de secularización.

Para el desarrollo de esta investigación han sido fundamentales no solo las fuentes primarias, los textos de época, relativamente accesibles, sino también fuentes secundarias, y entre ellas trabajos pioneros de algunos historiadores con sensibilidad sociológica. Este trabajo no habría sido posible sin numerosas y valiosas contribuciones de sociólogos e historiadores. Se inscribe por tanto en un fondo social del conocimiento formado por abundantes estudios realizados por conocidos representantes de la historia del pensamiento político. Retomaré infinidad de textos viejos muy conocidos, y trataré de situarlos en las condiciones que los hicieron posibles y en las que a mi juicio resultan más inteligibles. Trataré de explicar el movimiento, la dinámica social, la lógica de fondo de los procesos, en fin, el cambio social, sirviéndome de documentos históricos leídos sociológicamente.

Como base de los análisis socio-históricos que conforman este libro se ha privilegiado un tipo específico de documentos: las cartas. Las cartas, esos documentos escritos, y por lo general perfectamente datados, nos ayudarán a seguir la trama de los procesos y a tratar de comprender su sentido. Las cartas, a las que apelan predominantemente los historiadores que se inscriben en la microhistoria, han sido documentos a los que se recurre en este libro con el fin de servir de puente entre los procesos micro-sociales y los macro-sociales. Y es que las cartas, en los siglo XV, XVI y XVII, no eran predominantemente escritos relativos a asuntos privados, pues muchas veces se copiaban y se imprimían, y circulaban de mano en mano hasta el punto de que contribuían a conformar la opinión publica. Las relaciones epistolares, tanto las simétricas como las asimétricas, ponían de manifiesto la naturaleza de las relaciones personales, pero también y, sobre todo, la naturaleza de las relaciones sociales e institucionales, pues, en la medida en que trabajamos fundamentalmente con sujetos dotados de una personalidad de estatus, las cartas reflejaban las relaciones de fuerza, los debates intelectuales, los conflictos de intereses, los secretos, las pasiones, las intrigas y las reconciliaciones, en fin, la naturaleza misma de las relaciones de poder. Analizaré estos documentos, en los que se expresan a la vez hechos, ideas, aspiraciones y poderes, a partir de marcos interpretativos que a su vez en ocasiones se conforman y se remodelan siguiendo la lectura de esos mismos documentos. Y puesto que hablamos de marcos interpretativos me gustaría detenerme muy brevemente en algunas obras que están en la base de esta investigación.

El ya clásico libro del historiador norteamericano Lewis Hanke, titulado La lucha por la justicia en la conquista de América merece una mención especial, pues supuso, a mi juicio, un antes y un después en la interpretación histórica de la dominación española en América. Hanke, sin negar la violencia, la rapiña, las crueldades de los conquistadores españoles en el Nuevo Mundo, aún más, precisamente porque fue sensible a la violencia y a los crímenes contra la humanidad, desplazó su mirada de historiador a lo que él mismo calificó como uno de los mayores intentos que el mundo haya visto de hacer prevalecer la justicia y las normas cristianas en una época brutal y sanguinaria. Su libro se publicó en español por vez primera en Buenos Aires en 1949. Con anterioridad Hanke había publicado, también en Buenos Aires, en 1935, otro importante libro titulado Las teorías políticas de Bartolomé de las Casas. Posteriormente, en 1974, publicó La humanidad es una, un libro en el que aborda el debate mantenido entre Las Casas y Sepúlveda en Valladolid sobre la legitimidad de las guerras de conquista. Los análisis que nos presenta el historiador de Harvard en todos estos libros están llenos de sensibilidad, de informaciones valiosas, pero, sobre todo, de una documentación desbordante, en buena medida inédita, fruto de su riguroso trabajo en los archivos7. Hanke hace explícito un conocimiento preciso de los trabajos de numerosos investigadores e historiadores, y entre ellos reconoce una deuda especial con el libro de Fernando de los Ríos Religión y Estado en la España del siglo XVI que, como es bien sabido, antes de convertirse en libro, se inició con una conferencia pronunciada en la Universidad de Columbia el 6 de octubre de 19268. El intelectual socialista Fernando de los Ríos fue el primero en poner de relieve la importancia que tuvo, tanto para España como para América Latina la subsunción del Estado en la envoltura de la Iglesia católica, así como en subrayar la necesidad de rehacer de un modo nuevo la conciencia colectiva que en el siglo XVI quedó desgarrada. En este sentido señaló una vía de salida arraigada en la tradición que va de Francisco de Vitoria a Francisco Suárez. Lewis Hanke realizó una historia de las ideas pero, como él mismo observó, su aproximación no constituía una presentación coherente y sistemática del desarrollo del pensamiento político en la España del siglo XVI, algo que consideraba una tarea fundamental, una historia importantísima, escribe, que está aún por contar9. Lewis Hanke optó sin embargo por privilegiar una mirada americanista que con frecuencia olvidaba la metrópoli, así como el espacio social europeo. Optó además por conceder una centralidad a la historia intelectual desvinculándola de la historia social y política, desgajándola de los conflictos de intereses, y de la propia política imperial.

Con anterioridad a las publicaciones de Hanke es obligado señalar el estudio ya clásico sobre los Heterodoxos de Menéndez Pelayo, así como el monumental Erasmo y España de Marcel Bataillon, y también los estudios siempre documentados e inteligentes de José Antonio Maravall. Contamos asimismo con obras de historia de las ideas políticas, como Los fundamentos del pensamiento político moderno en la que Quentin Skinner, historiador de la Universidad de Cambridge, dedicó un importante capítulo al resurgimiento del tomismo, un resurgimiento que a su juicio fue de importancia vital para el desarrollo de la moderna teoría del derecho natural del Estado10. Desde las publicaciones de Hanke hasta la actualidad los estudios e investigaciones se han enriquecido enormemente, como prueban los libros de Francisco Fernández Buey sobre Bartolomé de las Casas, el de Paz Serrano sobre Vasco de Quiroga, el de Anthony Pagden sobre La caída del hombre natural, el de Randall Collins sobre Sociología de las filosofías, así como numerosos estudios y monografías dedicados a explorar las raíces de la modernidad. He tratado de retomar y de asimilar estas y otras muchas contribuciones preciosas, reflejadas en las referencias bibliográficas, pero sin renunciar por ello a la búsqueda de nuevos marcos interpretativos a la luz de un problema central sobre el que giraron racionalizaciones, enfrentamientos y disputas que jalonaron el siglo XVI español: el problema de la legitimidad del poder de los reyes españoles en América.

Uno de los principales obstáculos epistemológicos para avanzar en el descubrimiento de las claves interpretativas del cambio social radica a mi juicio en la proliferación de estudios realizados en función de criterios apologéticos o religiosos, es decir, sesgados, aunque también abundan las lecturas lastradas por concepciones estereotipadas de la historia de España construidas a partir de concepciones apriorísticas. Para que lo invisible se haga visible es preciso realizar una indagación que implica muchas veces confrontar los hechos sociales con las ideas recibidas con el fin de no ceder a la inercia con la que se transmiten las historias de la historia. Esto no es óbice para que algunos estudios realizados por eclesiásticos hayan sido de gran ayuda, y entre ellos la brillante tesis de José Luis Novalín sobre el Inquisidor Fernando de Valdés, el libro de Beltrán de Heredia sobre Domingo de Soto, el de Villoslada sobre Francisco de Vitoriay la Universidad de París, así como los numerosos estudios y recopilaciones de textos que durante toda su vida realizo Tellechea Idígoras sobre Bartolomé Carranza y su tortuoso proceso inquisitorial.

Este libro está formado por seis capítulos. En el Primero situaré, en el marco de redescubrimiento operado por los seguidores de Mahoma de los escritos de Aristóteles, la formación de un nuevo espacio teológico-político vinculado al pensamiento de Tomás de Aquino. En el II, siguiendo la senda del averroísmo y del humanismo cívico, intentaré mostrar cómo en la Universidad de Pisa se produjo una primera escisión entre lo natural y lo sobrenatural capitaneada por el Cardenal Cayetano y por los representantes italianos del humanismo cívico. En el III y IV capítulo mostraré cómo la autonomía de un orden natural se vio ampliada por los teólogos erasmistas englobados en la denominada Escuela de Salamanca en íntima relación con el descubrimiento del Nuevo Mundo, así como los efectos y los debates que estas innovaciones categoriales generaron. En el V capítulo, a partir del enigmático proceso inquisitorial contra el arzobispo de Toledo, pondré de manifiesto cómo los grandes poderes instituidos intentaron frenar las consecuencias más revolucionarias que se derivaban de los planteamientos doctrinales de la segunda escolástica, también denominada escuela española de derecho natural y escuela española de la paz. En fin, en el VI y último capítulo desarrollaré la tesis de una modernidad inconclusa, una modernidad reprimida y reorientada por el jesuitismo en el marco de la contrarreforma tridentina.

M. W. Stone escribía que son pocos los estudiosos de la filosofía que reconocen que las ideas y doctrinas avanzadas por los pensadores escolásticos supusieron una contribución señalada para la investigación filosófica en los siglos XVII y XVIII. Para la mayoría el escolasticismo se vio eclipsado, y consiguientemente desplazado, por el estilo propio de los movimientos “modernos” en filosofía y ciencia, asociados con Galileo, Bacon, Descartes, Hobbes, Spinoza, Leibnitz, Newton11. Los análisis presentados en este libro refuerzan sin embargo la posición de esos pocos estudiosos, y ello no tanto por una voluntad de ir a contracorriente de las ideas recibidas, ni tampoco por un deseo de colocar en un primer plano unas producciones intelectuales frente a otras, sino porque el proceso de investigación socio-histórica nos obliga a asumir una posición que es el resultado de intentar explicar cómo se produjeron cambios intelectuales y culturales que afectaron a la formación de los códigos científicos, éticos, estéticos y políticos modernos. La modernidad del Sur, la modernidad de los países católicos, no debe por tanto quedar eclipsada, y por consiguiente desplazada, por la hegemónica modernidad del Norte, la modernidad protestante. En este sentido este libro problematiza el propio concepto de modernidad dominante, la modernidad predominantemente construida en los países anglosajones. No se trata evidentemente de retornar a la dialéctica de vencedores y vencidos, dominantes y dominados, y menos aún a las guerras de religión, sino de asumir la complejidad de los procesos históricos, sus avances y retrocesos, para descubrir la verdad, o por lo menos para aproximarse a ella, con el fin de contribuir a abrir en el presente nuevos caminos a la reflexión y a la acción colectiva.

1 Cf. Michel Foucault, Las palabras y las cosas. Una arqueología de las ciencias humanas, Siglo XXI, México, 1970.

2 Cf. Friedrich Nietzsche, La genealogía de la moral, Alianza, Madrid, 1975, pág. 23.

3 Cf. Emile Durkheim, Las formas elementales de la vida religiosa, Akal, Madrid, 1982.

4 Cf. Marcel Gauchet, El desencantamiento del mundo. Una historia política de la religión, Trotta, Madrid, 2005, así como Marcel Gauchet, La condición histórica. Conversaciones con François Azouvi y Sylvain Piron, Trotta, Madrid, 2007.

5 Cf. Gabriel Albiac, La sinagoga vacía: un estudio de las fuentes marranas del espinosismo, Hiperión, Madrid, 1987.

6 Cf. Karl Mannheim, “La historia del concepto de Estado como organismo: un análisis sociológico” en Ensayos sobre sociología y psicología social, FCE, México, 1963, pág. 201.

7 Véanse por ejemplo Lewis Hanke, La lucha por la justicia en la conquista de América, Ediciones Istmo, Madrid,1988; Lewis Hanke, Estudios sobre Fray Bartolomé de las Casas y sobre la lucha por la justicia en la conquista de América, Universidad Central de Venezuela, Caracas, 1968, así como Lewis Hanke, Lewis, La humanidad es una, FCE, México, 1985.

8 Cf. Fernando de los Ríos, Religión y Estado en la España del siglo XVI, Ed. Renacimiento, Madrid, 2007.

9 Cf. Lewis Hanke, La lucha por la justicia en la conquista de América, Ediciones Istmo, Madrid, 1988, pág. 76.

10 Cf. Quintin Skinner, Los fundamentos del pensamiento político moderno. II La Reforma, FCE, México, 1986.

11 Cf. M. W. F. Stone, “Scholastic schools and early modern philosophy” en Donald Rutherford (Ed.), The Cambridge Companion to Early Modern Philosophy, Cambridge University Press, Cambridge, 2006, págs. 299-327, pág. 299.

CAPÍTULO PRIMERO

La formación de un espacio teológico-político en el occidente medieval

El cristianismo de los primeros siglos pasó de ser una secta para convertirse en el siglo IV en la Iglesia. Como señaló Paul Veyne el emperador Constantino instaló la Iglesia en el imperio romano para erradicar el paganismo. El cristianismo paulino fue una religión con vocación universalista, dirigida a todas las gentes, propagada por todos los rincones entonces conocidos del orbe. La conversión implicaba que los catecúmenos se bautizasen y se sometiesen a los dictados de la Iglesia. La adhesión y pertenencia a la comunidad que mantenía viva la verdadera fe reintroducía sin embargo la dialéctica existente en todas las religiones entre los fieles y los infieles, es decir, en este caso, la separación entre cristianos y paganos.

En el cristianismo la identidad étnico-religiosa judía fue sustituida por la identidad de la fe del cristiano forjada a través de las creencias y el culto. El bautismo daba al cristiano una identidad que estaba basada en la adhesión a las doctrinas ortodoxas de Jesucristo expresadas a través de la Iglesia. Jesús transmitió a sus discípulos el mandato de predicar a todas las gentes para comunicarles la buena nueva del Evangelio. Las primitivas comunidades cristianas, formadas por fieles creyentes, desde patricios y señores principales, que eran una minoría, hasta esclavos, bárbaros y menesterosos, que eran mayoría, permanecían expectantes ante una segunda venida de Jesús que se consideraba inminente.

El Sermón de la Montaña era una llamada a los pobres del mundo, a los perseguidos por la justicia, a los humildes y necesitados para quienes estaba destinado el triunfo próximo del reino de la Justicia. La segunda venida de Jesús supondría la instauración del Reino de Dios sobre la tierra. Pobres, enfermos y menesterosos serían entonces ensalzados, mientras que ricos y poderosos se verían humillados ante el trono de Cristo que presidiría el gran tribunal del juicio final. El retraso de la segunda venida de Cristo favoreció la progresiva formación en las comunidades cristianas de una estructura organizativa institucionalizada que implicaba dar paso a una jerarquía de poder. Convencidos sin embargo de que su reino no era de este mundo los jerarcas de la Iglesia primitiva aceptaron sin grandes problemas la perpetuación de las estructuras sociales y políticas del imperio romano con el fin de dar prioridad a la preparación comunitaria para la realización en la tierra del reino de Dios. El cristianismo primitivo se extendió por el imperio romano hasta convertirse, con el apoyo del emperador Constantino, en la religión oficial del imperio. Gonzalo Puente Ojea sintetizó esta deriva monárquica y autoritaria de la Iglesia como un proceso de sucesiva convergencia con el imperio.

Por el imperio hacia Dios

La caída del imperio romano, y la consiguiente expansión del cristianismo en el mundo medieval, vino acompañada de una enorme involución cultural, como prueba el redescubrimiento de ruinas, esculturas y frescos de la antigüedad clásica que fueron una fuente de inspiración para el humanismo, y en general alentaron el espíritu del Renacimiento italiano. Pese a la centralidad de la que gozó la religión cristiana durante toda la Edad Media en el interior de la vieja estructura del imperio romano, y pese a que el Cristianismo defendía que todos los seres humanos han sido creados a imagen y semejanza de Dios, la esclavitud, y otras variadas formas de explotación y servidumbre, fueron aceptadas sin problemas por la Iglesia durante siglos. En la Carta a los Colosenses Pablo de Tarso advertía explícitamente a los esclavos que se hacen cristianos: ¡Esclavos, obedeced en todo a vuestros amos de este mundo! En la I Epístola de Pedro se puede leer la siguiente proclama que legitimaba el poder imperial: Por amor del Señor someteos a toda institución humana: ya al emperador como Soberano; ya a los gobernadores, como delgados suyos, para castigo de los malhechores y elogio de los buenos. Tal es la voluntad de Dios.

La Iglesia primitiva defendía el buen trato de los amos para con los esclavos, pero no la revocación de la esclavitud. La esclavitud fue por tanto perfectamente compatible durante siglos con la doctrina cristiana. En el año 324, un canon del Concilio de Granges, que pervivió durante toda la Edad Medía, pues figuraba en todas las recopilaciones de los cánones conciliares, proclamaba textualmente que si alguien bajo pretexto de piedad, induce al esclavo a menospreciar a su amo, a sustraerse a la servidumbre, a no servirle con buena voluntad y respeto, sea anatema. En el Concilio de Altheim, que tuvo lugar en el año 916, se equiparaba a los esclavos que huían de sus amos con los malos sacerdotes que abandonaban a los fieles de sus parroquias. Ambos eran expulsados de la comunidad1. Desde la perspectiva de la Ciudad de Dios la vida de los fieles en este mundo es un corto viaje hacia la eternidad. La vida terrenal es tan solo un lugar de tránsito, un tiempo de preparación para gozar de la vida plena en el más allá. En este mundo perecedero unos han nacido para mandar, y otros para obedecer. Unos han nacido varones, y pueden acceder al imperio, al sacerdocio, e incluso al papado, mientras que las mujeres están llamadas a someterse a sus maridos, y a mantenerse en silencio en la Iglesia, cubiertas por un velo, y siempre sumisas a la voluntad del Altísimo. Cada uno en su puesto y condición, queridos por Dios desde toda la eternidad, debe asumir la condición de cristiano.

La jerarquía terrestre es de algún modo un espejo cóncavo de la jerarquía celeste. Se explica así que papas, obispos, cardenales, sacerdotes y príncipes de la Iglesia, eunucos por el reino de los cielos, no tuviesen grandes problemas a la hora de mantener esclavos y esclavas a su servicio. Sin embargo la manumisión con obediencia se generalizó a lo largo de la Edad Media. Se institucionalizó por tanto un régimen de servidumbre que llegó a provocar con el tiempo, en la mayor parte de la Europa rural, la reducción de la esclavitud a la mínima expresión.

En la península ibérica, en las guerras de reconquista, los musulmanes vencidos en justa guerra podían ser convertidos en esclavos. Observa Konetzke que en la campaña de Granada, que duró desde 1482 hasta la conquista de la Alambra en 1492, los Reyes Católicos hicieron vender como esclavos a los seguidores del islam que vivían en la ciudad y en los pueblos sometidos por los cristianos. Los infieles, los seguidores de la secta de Mahoma, vencidos en justa guerra, fueron vendidos como esclavos para compensar los costes de los servicios militares, y sufragar los múltiples gastos de la guerra. Este mismo modelo se adoptó en un principio en América en las guerras de conquista contra los naturales de las islas y tierra firme del mar océano. Los portugueses, que iniciaron el descubrimiento y la conquista de África, mantuvieron durante siglos el monopolio de la trata de los esclavos negros, antes de pasar el testigo a holandeses y británicos. Los nuevos imperios ultramarinos de España y Portugal se asentaron en buena medida sobre la caza de esclavos, y sobre su explotación intensiva, lo que supuso un impulso para el proceso de acumulación primitiva de capital que sirvió de base al moderno capitalismo en Europa.

La doctrina de Jesús, predicada por la primitiva comunidad de sus discípulos, tuvo una buena recepción entre los pobres, los humildes, los criados de los patricios, los esclavos, pues se les prometía disfrutar de la libertad sin ataduras en un inmediato futuro mejor en el más allá. La escatología cristiana se afirmaba como un bálsamo contra la dura realidad pagana. La libertad interior, fruto del reconocimiento de cada uno de los cristianos de percibirse a sí mismo como uno de los elegidos, y la seguridad de la salvación ultraterrena que procuraba la fe, eran perfectamente compatibles con la servidumbre y la esclavitud en este mundo, que es un valle de lágrimas. A medida que la segunda venida de Jesús se dilataba en el tiempo fue preciso establecer normas para la convivencia y para la supervivencia de las comunidades cristianas. Se produjo así el paso de un cristianismo espiritual a una religión institucionalizada y basada en una organización piramidal.

La estructura organizativa de la Iglesia pasó de las comunidades espirituales primitivas, y de la comunidad de bienes, a un complejo entramado de poderes instituidos que impusieron para su prestigio y esplendor nuevos rituales litúrgicos. A medida que el cristianismo se extendió por las estructuras sociales y políticas del imperio se produjo el abandono de los códigos de pensamiento heredados del judaísmo, punto de partida de la fe cristiana, para ser sustituidos por nuevos códigos greco-romanos. La helenización del cristianismo suponía la sustitución del núcleo narrativo de la fe, formulado inicialmente en el lenguaje hebreo, por un nuevo corpus discursivo de verdades formuladas ahora en griego y en latín. Esta compleja tarea de re-traducción, de reinterpretación, de reestructuración del mensaje primitivo, a la larga se convirtió en un proceso de transformación del dogma cristiano cuando la primigenia fe cristiana fue asumida por los primeros padres de la Iglesia.

La tradición patrística, atravesada toda ella por debates, herejías, y nuevas formulaciones de fe, se vio remodelada a lo largo de la historia. Desde la perspectiva de las autoridades eclesiásticas la verdad prevaleció sobre un fondo de errores sostenidos por los herejes. Para gestionar el gobierno de la Iglesia, para monopolizar y distribuir lo sagrado, para mantener la ortodoxia, muy pronto surgió la institución del sacerdocio cristiano, un poder exclusivo de varones consagrados a Dios, separados del resto de los fieles, y dotados de autoridad para dirimir los conflictos y administrar sacramentos y sacramentales. En el centro de la arquitectura del poder de la Iglesia, en el interior de la jerarquía sacerdotal, pronto una autoridad adquirió un protagonismo especial: el primado del obispo de Roma. El papa, empezó siendo el vicario del apóstol Pedro para pasar a convertirse en el vicario de Cristo en la tierra. Pasó así a ejercer el poder supremo de atar y de desatar.

La Donación del imperio, un escrito firmado, sellado, y presuntamente redactado personalmente por el emperador Constantino, tras su conversión al cristianismo, transfería el imperio al papa Silvestre, y a sus sucesores, por lo que se legitimó el poder imperial de los papas a lo largo de siglos al establecerse una continuidad entre el imperio romano y el imperio cristiano, entre la Roma de los Césares y la Roma de los Pontífices romanos2.

Cuando en el siglo IV el cristianismo se vio entronizado como la religión oficial del imperio, los defensores de la libertad evangélica, los cristianos más espirituales, obedientes al mandato primitivo de Jesús, protestaron contra el nuevo estatuto del cristianismo como una religión de Estado, y los colectivos formados por los cristianos más radicales y espirituales abandonaron las ciudades, y tras sacudirse el polvo de las calzadas romanas, se retiraron a monasterios, ubicados en los desiertos o en sierras escarpadas de difícil acceso. El monacato nació como una reacción contestataria y evangélica contra la connivencia existente entre la Iglesia institucional y el poder político Imperial.

Al lado del emperador coexistió por tanto desde muy pronto otra figura internacional en la que durante toda la Edad Media buscaron protección reyes y señores: el Pontífice romano. Para algunos canonistas la hegemonía del papa no solo concernía al orden espiritual, sino también al material. La dignidad papal es real, y la dignidad imperial es sacra y semi-sacerdotal. Ambos ocupaban la cúspide de un sistema social a la vez holista y jerarquizado, atravesado todo él por los valores religiosos. Se producía así un mutuo y constante auxilio entre ambas esferas, pero también surgieron terribles conflictos, pues imperio e Iglesia institucional encarnaban los dos poderes situados al más alto nivel. Cristo rey, el sacerdocio papal, y el emperador, constituían la Trinidad en la Tierra. Tres personas distintas, pero una sola y única potestas.

Gregorio el Grande, Hildebrando, elegido papa en 1073 con el nombre de Gregorio VII, hizo redactar el Dictatus Papae. A los dos años de ser elegido papa este texto se convirtió en la Biblia de la teocracia pontificia. Solo el Pontífice romano es llamado con justo título universal. Solo él puede absolver o deponer a los obispos. Solo él puede usar las insignias imperiales. El papa es el único hombre al que todos los príncipes besan los pies. Ningún texto, ni ningún libro, pueden adquirir un valor canónico al margen de su autoridad. Su sentencia no debe ser reformada por nadie, y solo él puede reformar la sentencia de todos los demás. El pontífice romano, canónicamente ordenado, se hace indudablemente santo, gracias a los méritos del bienaventurado Pedro. El que no está con la Iglesia romana no debe ser considerado católico. Este memorandum añadió la segunda piedra al edificio del agustinismo político al hacer del emperador una pieza fundamental, subordinada al papa, en la diseminación del cristianismo.

La razón y el oficio del emperador pasaron a radicar en la defensa y servicio a la Iglesia. Gregorio creó así una concepción ministerial del imperio cristiano. En todo caso el Dictatus Papae, aunque nunca fue insertado en ninguna recopilación canónica, pues quedó como borrador, ilustra magníficamente a la vez el pensamiento gregoriano y la ofensiva de los eclesiásticos para imponer la supremacía del papado sobre el imperio. Inocencio III, en 1198, poco tiempo después de recibir la tiara pontificia, escribió: De igual modo que Dios, creador del Universo, estableció dos luminarias en el firmamento de los cielos, la mayor para alumbrar el día, la menor para alumbrar la noche, así estableció dos dignidades en el firmamento de la Iglesia universal, la mayor para gobernar el día, esto es, las almas, y la menor para gobernar la noche, es decir, los cuerpos. Estas dignidades son la autoridad papal y el poder real. Y de la misma manera que la luna recibe su luz del sol, del que es inferior en calidad, cantidad, posición y efecto, también el poder real recibe de la autoridad papal el esplendor de su dignidad.

Dante, que militó en favor del emperador, dio la vuelta al razonamiento condensado en esta metáfora, para defender siglos más tarde que la luna puede eclipsar la luz del sol, mientras que el sol no puede eclipsar la luz de la luna, por lo que el poder del emperador no es nada desdeñable. Para Dante entre el imperio y el papado hay una separación diáfana que corresponde respectivamente a dos órdenes distintos, el orden terrestre y el orden celeste. El dominico Pierre Mandonnet y Etienne Gilson debatieron sobre el tomismo y el agustinismo de Dante, pero en todo caso el humanista florentino estaba lejos de sostener, como su maestro Tomás de Aquino, una teocracia pontificia moderada.

Las impugnaciones contra la primacía del papa sobre el emperador no se hicieron esperar en el pensamiento político medieval. Entre los escritos críticos destaca en 1102 el del Anónimo de York o Anónimo Normando que para algunos medievalistas señala el punto de partida del proceso de secularización del poder político. Sin embargo, anteriormente, el propio emperador Enrique IV reaccionó contra las pretensiones del papa, y en enero de 1076 reunió en el sínodo de Worms a veinticuatro obispos alemanes y dos italianos para deponer al papa. Enrique IV afirmaba la dualidad del gobierno, y fue él quien introdujo la alegoría de las dos espadas: Cristo dio al papa una espada, la espada espiritual; pero dio al Rey o al emperador otra espada, la espada temporal. Y aunque la reacción de la curia papal fue inmediata a la hora de condenar este dualismo, la teoría de las dos espadas fue esgrimida por reyes y emperadores para frenar las ambiciones del poder papal, e incrementar su propio poder. En todo caso, para poner de manifiesto que el poder del papa no era tan solo simbólico, Gregorio VII reaccionó declarando la excomunión del emperador. Comenzaba así la querella de las investiduras, una larga etapa de encuentros y de desencuentros entre papas y emperadores.

En el año 1095 el papa Urbano II, para poner bien de manifiesto que él era el auténtico jefe de la cristiandad, convocó la primera cruzada contra los infieles. El espíritu de cruzada, la guerra santa declarada a los infieles, concretamente a los seguidores del profeta Mahoma, aún imperaba en 1492, el año en el que se produjo la conquista de Granada por los cristianos frente al islam. En 1492, el año del descubrimiento del Nuevo Mundo, también tuvo lugar el decreto de expulsión lanzado por los Reyes Católicos contra los judíos que no aceptasen la conversión forzosa. El edicto de expulsión del 31 de marzo de 1492 fue redactado por un dominico tristemente célebre que fue inquisidor general, prior del convento de la Santa Cruz de Segovia, y confesor de los reyes: Tomás de Torquemada. Isidoro Loeb calcula que de los 235.000 judíos que por entonces había en España unos 50.000 recibieron el bautismo, 20.000 murieron en el viaje hacia nuevas tierras de acogida, y unos 165.000 se establecieron en diversos lugares en el exilio, predominantemente en Portugal y en el norte de África. El historiador Jaime Contreras sostiene, por su parte, que los judíos expulsados de los reinos de Castilla, Aragón y Navarra no llegaban a los 90.000. Domínguez Ortiz matiza que el número de bautizados pudo ser superior a la cifra que apunta Loeb, sobre todo teniendo en cuenta el retorno, que se produjo desde la expulsión hasta que se aprobó la pragmática del 5 de septiembre de 1499 por la que se prohibía, bajo pena de muerte, la entrada de cualquier judío, aunque digan que quieren ser cristianos.

Los partidarios del emperador encontraron en la tradición bizantina una base de argumentación para justificar la plenitudo potestatis del césar, pues los emperadores bizantinos fueron herederos de la idea romana del Estado. El cesaropapismo vino de Oriente. No en vano Constantino convocó el Concilio de Nicea, el primer concilio que él mismo presidió en el año 325. Durante la Edad Media el poder imperial encontró un fuerte aliado en los juristas de Bolonia. Autores como Búlgaro, Martino, Hugolino enseñaron que el emperador es el señor del mundo, dominus mundi. El Ambrosiasta, en un pasaje de sus Cuestiones sobre el Viejo y el Nuevo Testamento afirmaba que el emperador es Vicario de Dios. El emperador, dicen sus partidarios, es coronado por Dios, y recibe por tanto su potestad directamente del propio Dios. La causa imperial fue defendida entre otros por Marsilio de Padua, autor del Defensor Pacis