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El deber hacia su reino le impedía dejarse llevar por la pasión… Francesca se quedó sorprendida cuando Zahid al Hakam, un amigo de la familia, apareció en la puerta de su casa. Después de todo, ahora era el jeque de Khayarzah y debía de estar acostumbrado a moverse en otros ambientes. Seguía tan atractivo como siempre y ella se sintió tentada a aceptar su invitación de ir a trabajar con él a su país. Zahid descubrió que la desgarbada adolescente que él conoció se había convertido en toda una belleza. ¿Sería justo tener una aventura secreta con ella?
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Seitenzahl: 166
Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2011 Sharon Kendrick. Todos los derechos reservados.
EL REY DE LAS ARENAS, N.º 2117 - noviembre 2011
Título original: Monarch of the Sands
Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.
Publicada en español en 2011
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.
Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.
® Harlequin, logotipo Harlequin y Bianca son marcas registradas por Harlequin Books S.A.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
I.S.B.N.: 978-84-9010-051-6
Editor responsable: Luis Pugni
ePub: Publidisa
EN CONTRASTE con su pálida piel, el diamante brillaba como una estrella y Frankie suspiró, atónita. ¿Quién lo hubiera imaginado? Frankie O’Hara, la chica rara a la que nadie miraba en el instituto, a punto de casarse y con un diamante en el dedo del tamaño de un arándano.
Abriendo los dedos, admiró cómo la piedra reflejaba la luz de noviembre. Su padre le había dicho una vez que un diamante no era más que un pedazo de carbón que reflejaba la luz, pero para Frankie era mucho más que eso, era un símbolo. Significaba que un hombre la amaba y quería pasar el resto de su vida con ella. Un hombre guapo y rico, además. En absoluto la clase de hombre que hubiera imaginado se sentiría atraído por alguien como ella en el millón de años que tardaba en formarse un diamante.
El ruido de un coche por el camino interrumpió sus pensamientos y Frankie parpadeó, sorprendida y un poco asustada. No podía ser Simon tan pronto. Aún no había pelado las patatas para la cena de celebración que había planeado y las pechugas de pollo no llevaban el tiempo suficiente marinándose.
Pero cuando miró por la ventana se quedó sorprendida al ver el lujoso coche que entraba por el camino.
No era el coche de Simon, que conducía un utilitario como tantos otros que recorrían esa zona residencial de Inglaterra. El coche que se había detenido frente a la casa era un deportivo negro de los que salían en las películas. Y no tenía que mirar al conductor para saber quién era.
¡Zahid!
Frankie se llevó una mano al corazón. Después de todo, Zahid era la fantasía de cualquier mujer. Zahid Al Hakam, el jeque de Khayarzah. El hombre con facciones de halcón y enigmáticos ojos negros.
Era muy raro para alguien tan normal como ella tener amigos como el exótico y poderoso jeque, pero la vida a menudo ofrecía sorpresas. El padre de Zahid había sido amigo de su padre, de modo que lo conocía desde que era niña, aunque sus visitas eran más infrecuentes desde que accedió al trono de su país, convirtiéndose en rey. La repentina muerte de su tío y su primo en un accidente había convertido a Zahid en el único heredero, sin tiempo en su ocupada agenda para visitar a sus viejos amigos ingleses.
Al principio, Frankie echaba de menos sus visitas, pero pronto decidió que su ausencia era lo mejor porque había perdido demasiadas horas fantaseando con un hombre que estaba fuera de su alcance.
¿Entonces por qué aparecía de repente? ¿Y por qué aquel día precisamente?
Lo vio bajar del coche, moviéndose con la elegancia que siempre la había hecho pensar en un felino, y cerró la puerta sin molestarse en activar la alarma. Aunque seguramente su equipo de seguridad estaría tras él. ¿Y quién se atrevería a robarle el coche a un hombre que llevaba un séquito de guardaespaldas?
El sonido del timbre la puso en acción y mientras iba hacia la puerta miró las paredes, que necesitaban una mano de pintura. La enorme casa empezaba a mostrar señales de declive a pesar de sus esfuerzos. ¿Y no reforzaba eso la sugerencia de Simon de que vendiera la casa y la valiosa parcela en la que estaba situada?
Con el corazón acelerado, Frankie abrió la puerta, rezando para no dejarse afectar por él como cuando era adolescente. Habían pasado cinco largos años desde la última vez que lo vio, tiempo suficiente para volverse inmune.
Vana esperanza.
Frankie tragó saliva, intentando contener el sentimiento de culpa que aceleraba su corazón. ¿Había alguna mujer en el mundo que pudiera ser inmune a su presencia, aunque estuviera a punto de casarse con otro hombre?
Zahid no era lo que la mayoría de la gente esperaría de un jeque árabe. No llevaba el atuendo tradicional de su país, pero eso era algo que hacía a propósito. Años antes le había dicho que prefería mezclarse con los europeos, como un camaleón que adaptaba su apariencia al hábitat para sobrevivir. Ésa era también la razón por la que hablaba varios idiomas.
Pero la verdad era que alguien tan especial como Zahid nunca podría pasar desapercibido. Aunque vistiera como los demás, siempre llamaría la atención.
Con un traje de chaqueta gris que destacaba su musculatura, los ojos como ónices negros en unas facciones fabulosas, la piel de un tono más claro que el cobre bruñido y ese ondulado pelo negro que le daba aspecto de estrella de cine, exudaba magnetismo sexual.
Por alguna razón inexplicable, Frankie metió la mano izquierda en el bolsillo de los vaqueros, sintiéndose culpable. ¿Estaba intentando esconder su anillo de compromiso? ¿Y por qué iba a hacer eso?
–Hola, Zahid.
Poca gente podía llamarlo por su nombre de pila, pero Zahid no estaba pensando en el protocolo en ese momento. No podía ser...
–¿Francesca? –murmuró, mirándola como si estuviera viendo un espejismo–. ¿Eres tú?
Frankie apretó los labios. Nadie la llamaba Francesca. Nadie más que él y su manera de pronunciar ese nombre hizo que sintiera un escalofrío. Era un nombre que le había puesto su madre, esperando que fuera tan elegante y refinada como ella... Y se había llevado una desilusión. Cuando el patito feo se negó a convertirse en cisne, el exótico nombre había desaparecido para convertirse en Frankie. Pero no para Zahid.
–¡Pues claro que soy yo! –exclamó. Pero no sería humana si no se hubiera alegrado al ver un brillo de admiración en sus ojos. Siempre la había tratado como si fuera una cría, un sirviente leal o una mascota que corría hacia su amo moviendo la cola alegremente–. ¿Es que ya no me conoces?
Zahid tragó saliva. Claro que la conocía, pero no parecía la misma de siempre. La última vez que la vio era una cría de diecinueve años sin formas y sin atractivo. ¿Qué había pasado en esos cinco años?
El pelo corto y tieso se había convertido en una melena oscura que caía en ondas por sus hombros. Las gafas de pasta habían desaparecido y sus ojos eran de un azul sorprendente. Y la ropa ancha que solía llevar había sido reemplazada por unos vaqueros ajustados y un jersey de cachemir beige que destacaba unas curvas que no hubiera imaginado nunca.
–¿Qué ha sido de tus gafas? –le preguntó.
–Ahora llevo lentillas –respondió ella.
Le gustaría preguntar cuándo había desarrollado esos pechos y esas curvas de cimitarra. Quería saber cuándo había ocurrido la dramática transformación de niña a mujer, pero no dijo nada. Estaba hablando con Francesca, la inocente y dulce Francesca, no con una posible amante que hubiera conocido en un cóctel.
En lugar de eso, la miró con cierta frialdad, como recordándole que a pesar de ser amigo de su familia esperaba cierta formalidad.
–Ay, perdona. ¿Quieres entrar?
Frankie empujó la puerta, sin saber si quería que se fuera o se quedase. Porque si se quedaba la pondría nerviosa. ¿No sería un riesgo empezar a fantasear otra vez con él? Esas fantasías en las que Zahid la tomaba entre sus brazos y la besaba, diciendo que no podía vivir sin ella...
–Pues claro que quiero entrar –dijo Zahid.
¡No, había ido allí desde Londres para quedarse en la puerta como un vendedor de enciclopedias!
–Pasa, por favor –Frankie se aclaró la garganta.
–Gracias –dijo él, burlón, entrando en un sitio que le resultaba extraño y familiar a la vez. Una mansión inglesa grande, pero algo descuidada con un jardín enorme. Aquella casa había sido el único sitio en el que podía relajarse mientras estudiaba en Inglaterra. Casi se sentía como en la suya propia. No, mejor que en la suya propia. Un sitio donde nadie lo vigilaba, donde no había cotilleos ni la amenaza de que alguien hablase con la prensa. Porque ser el sobrino de un jeque significaba estar vigilado a todas horas.
Su padre solía ir allí para hablar con el hombre que había cambiado el curso de la historia de su país, el excéntrico y brillante geólogo padre de Francesca. Había sido su inesperado descubrimiento de petróleo lo que había sacado a Khayarzah de la ruina, provocada por décadas de guerras civiles, y cambiado su futuro por completo.
Mientras Francesca cerraba la puerta, Zahid se encontró mirando sus fabulosos ojos azules, recordando que la había visto por primera vez poco después de nacer. Entonces era una criatura diminuta con el rostro enrojecido de tanto llorar y él tenía... ¿trece años?
Cuando era pequeña, Francesca siempre quería que la llevara en brazos y él hacía todo lo que le pedía. Lo tenía comiendo en la palma de su mano como ninguna otra mujer.
Pero recordaba también el ambiente desolado que había en la casa cuando su madre los abandonó porque estaba aburrida de su marido, un científico obsesionado por el trabajo. La madre de Francesca se había escapado con un hombre rico, uno de sus múltiples amantes, y murió en un trágico accidente de coche. Un suceso que se convirtió en un escándalo al descubrirse que viajaba con un conocido político que estaba casado.
Pero Francesca y su padre eran como uña y carne desde entonces. Había crecido rodeada de científicos perpetuamente ocupados con sus estudios, haciendo lo que quería y portándose como un chicazo. Y, por lo tanto, no había pasado por esa época adolescente en la que todas las chicas se ponían faldas demasiado cortas y vestidos demasiado ajustados. De hecho, hasta aquel momento seguramente nadie habría notado que era una mujer.
Zahid recordaba haberle enseñado a jugar a las cartas cuando volvía del colegio. ¡Y la dejaba ganar! Él, que era competitivo por naturaleza. Pero había merecido la pena por verla sonreír.
Una vocecita interrumpió sus pensamientos y se dio cuenta de que Francesca estaba hablando con él.
–Perdona, ¿qué has dicho?
–Te había preguntado qué haces en Surrey. ¿O sólo estás de paso?
Zahid no contestó inmediatamente. ¿Qué lo había llevado allí, el sentimiento de culpa por no haber ido a visitarla en cinco años? Él sabía que estaba sola en el mundo y, aunque siempre había querido cuidar de ella, la vida y las ocupaciones siempre se ponían en el camino. Y, desde su inesperada coronación dieciocho meses antes, las restricciones que imponía su cargo.
–Tenía asuntos que resolver en Londres y he pensado venir a verte. Hace tiempo que no nos veíamos y eso no puede ser.
Estaba mirándola de una forma... Frankie no sabía por qué, pero empezó a sentir calor en las mejillas.
–¿Quieres tomar algo? –le preguntó, aún sabiendo que no solía tomar nada cuando iba de visita. Antes pensaba que era porque temía que alguien lo envenenase, hasta que su padre le explicó que las familias reales siempre mantenían cierta distancia con los demás.
–Sí, gracias.
–¿Ah, sí?
Zahid frunció el ceño.
–Cuando alguien te ofrece algo, lo normal es aceptar. Té, por favor. De menta, si lo tienes.
Nerviosa, y deseando que desapareciera un momento para poder quitarse el anillo de compromiso y posponer así la inevitable explicación, Frankie asintió con la cabeza.
–¿Quieres... esperar en el salón?
Él frunció el ceño de nuevo. ¿Qué le pasaba? Empezaba a preguntarse si el cambio en su aspecto era responsable de su extraña actitud.
–No, iré a la cocina contigo y hablaremos mientras preparas el té, como hacíamos siempre.
–Sí, claro –asintió ella. Claro que nunca había experimentado esa sensación, como si algo hubiera cambiado entre ellos–. Ven conmigo.
Zahid la siguió por el frío pasillo, intentando no mirar su trasero y preguntándose por qué parecía tan nerviosa. Y por qué caminaba como si...
Cuando llegaron a la cocina le preguntó:
–¿Te pasa algo en la mano, Francesca?
–¿En la mano? –repitió ella.
–La que no has sacado del bolsillo del pantalón.
¿Era una grosería estar delante de un jeque con una mano en el bolsillo del pantalón? Sí, seguramente lo era, pensó Frankie. Y no podía seguir escondiéndola mientras hacía el té. A regañadientes, sacó la mano del bolsillo, notando el roce del anillo con la tela y el brillo del diamante al reflejar la luz de la lámpara.
Y la emoción que había experimentado unos minutos antes se convirtió en una sensación de bochorno.
–No me lo puedo creer, Francesca –dijo Zahid entonces–. Estás comprometida.
EN LOS brillantes ojos negros de Zahid había una pregunta y, tontamente, Frankie sintió que se le doblaban las piernas.
–¿Vas a casarte? –le preguntó.
Ella asintió con la cabeza, preguntándose por qué estaba tan inquieta cuando debería sentirse orgullosa.
–Sí, voy a casarme.
–¿Cuándo ha ocurrido esto?
–Ayer.
–Enséñamelo –dijo Zahid–. Por favor, no seas tímida –añadió, al ver que vacilaba–. Pensé que a todas las mujeres les gustaba mostrar sus anillos de compromiso.
A regañadientes, Frankie levantó la mano. Pero cuando Zahid la apretó sintió un escalofrío. ¿No había soñado muchas veces que sujetaba así su mano? La ironía era que cuando por fin estaba ocurriendo no significaba nada. Lo único que hacía era sujetar su mano para ver el anillo que le había comprado otro hombre.
Zahid estudió la piedra durante unos segundos y notó que la mano de Francesca temblaba un poco mientras la apartaba.
¿No había sentido también él un cosquilleo? De hecho, si fuera otra mujer podría confundirlo con un cosquilleo de deseo.
–Imagino que esto hay que celebrarlo. No será un secreto, ¿verdad?
–No, no –respondió Frankie–. Y claro que hay que celebrarlo.
¿Entonces por qué había querido esconderle el anillo?
Zahid no hizo la pregunta porque estaba seguro de que Francesca no habría sido capaz de darle una explicación satisfactoria.
–¿Y quién es el afortunado?
–Se llama Simon Forrester.
–Simon Forrester –repitió él, apartando una silla y mirando un ramo de rosas sobre la mesa de roble. ¿Sería un regalo del tal Simon Forrester? ¿Sería él la razón de que Francesca llevase lentillas y el pelo largo? ¿El incentivo para esos vaqueros ajustados? ¿La habría despertado Simon a todo tipo de nuevas experiencias?
Inexplicablemente, ese pensamiento le produjo un insoportable desagrado.
–¿Y a qué se dedica ese tal Simon Forrester? Frankie intentó sonreír, pero la sonrisa le salió forzada. ¿No era eso lo que había temido, tener que dar explicaciones? Estaba a punto de decirle que no tenía derecho a aparecer después de cinco años para interrogarla, pero sabía que no valdría de nada. Zahid estaba acostumbrado a salirse con la suya en todo, y además, ¿por qué no iba a decírselo?
–Es el propietario de la agencia inmobiliaria en la que trabajo. ¿recuerdas que te lo conté en una de mis últimas tarjetas navideñas?
Zahid hizo una mueca. Francesca sabía que en Khayarzah no se celebraban las navidades, pero seguía insistiendo en enviarle postales todos los años. Y, por alguna razón, él insistía en abrirlas personalmente en lugar de dejar que lo hicieran sus ayudantes. Siempre eran variaciones del mismo tema: imágenes de abetos cubiertos de nieve o niños cantando villancicos. Y aunque él no celebraba las navidades, esas tarjetas lo hacían sentir nostalgia de los años que había pasado estudiando en Inglaterra.
–Tal vez lo mencionaste, pero la verdad es que no lo recuerdo –dijo por fin. Aunque era una sorpresa porque había pensado que acabaría dedicándose a la ciencia como su padre–. Cuéntame más cosas.
Frankie se mordió los labios, un poco dolida. Zahid no sabía de qué estaba hablando, de modo que nunca se había molestado en leer las cartas que metía en las tarjetas navideñas.
–Simon tiene una agencia que funciona muy bien...
–No sobre la agencia, Francesca, sobre él. Ese hombre con el que vas a casarte, ese tal Simon Forrester.
No era fácil contarle nada cuando pronunciaba el nombre de Simon como si fuera una medicina amarga, pero Frankie intentó recordar todas las cosas que le gustaban de su prometido: sus ojos azules, sus atenciones, las rosas que enviaba a su casa todas las semanas. A ella, que nunca había recibido flores en su vida.
–No es la clase de hombre con la que yo había esperado salir, pero...
–¿Sales con hombres y luego los comparas? –la interrumpió Zahid.
–No, no. No quería decir eso.
–¿Entonces qué querías decir?
Frankie tragó saliva mientras esperaba que el agua se calentase. ¿Por qué estaba siendo tan agresivo? Como si tuviera derecho a interrogarla.
Conteniendo el impulso de decir que la dejase en paz, pensó en Simon, en el flequillo que caía sobre su frente a menos que lo apartase, y lo hacía a menudo.
–Es rubio y muy guapo.
Zahid hizo una mueca.
–Me decepcionas, Francesca. ¿Eres tan superficial que los atributos físicos son lo más importante para ti?
–Yo no he dicho que fueran lo más importante. ¡Y mira quién lo dice, además!
–¿Perdona?
–Nada, da igual.
–No, no da igual. ¿Por qué has dicho eso?
Frankie lo miró a los ojos. ¿Por qué no iba a decírselo? Él no parecía tener ningún problema en decir lo que pensaba.
–Tú no eres precisamente un ángel, Zahid. ¿No aprovechas tus viajes a Europa y Estados Unidos para tener aventuras amorosas?
Si no fuera un comentario tan insultante, Zahid se habría reído. Pero le molestaba que Francesca, a quien conocía de toda la vida, pensara tal mal de él. Como si no fuera más que un semental sin cerebro.
–¿Y de dónde has sacado esa información?
–De las revistas –respondió ella–. Aunque he notado que no te siguen tanto desde que accediste al trono. Pero antes de eso, siempre salías en las revistas con un montón de mujeres.
–Qué ingenua eres, Francesca –Zahid sacudió la cabeza en un gesto de impaciencia–. ¿De verdad crees lo que publican las revistas?
–Creo lo que veo con mis propios ojos. He visto suficientes fotos tuyas con... con...
Consternada, Frankie recordó una fotografía de Zahid con una actriz de Hollywood que lo miraba con cara de adoración. Y con una famosa abogada que había representado a sus rivales en un pleito. Cuando ella estaba segura de que no era legal que el representante de un rival mirase al adversario como si quisiera comérselo.
–¡Con todo tipo de mujeres! –exclamó–. Como si fueras un playboy.
Zahid frunció el ceño, molesto. Aunque, siendo justo, debía admitir que tenía razón. Siempre había disfrutado de una agitada vida sexual hasta que su nuevo papel de rey de Khayarzah lo obligó a ser más prudente. Pero aun así...
–¿Y crees que ésa es la única razón para mis viajes al extranjero? ¿Tener aventuras?
Su tono indignado obligó a Frankie a reconocer el trabajo humanitario de Zahid, el dinero que había puesto en un proyecto para la paz mundial y sus aplaudidos discursos sobre ese tema. Sólo porque ella hubiera sentido celos al ver esas fotografías no debía convertirlo en un bruto interesado exclusivamente en acostarse con miembros del sexo opuesto.
–No, claro que no –admitió por fin–. Pero no negarás que es uno de los lujos que puedes permitirte cuando no estás en Khayarzah.
Él asintió con la cabeza. Qué bien lo conocía. Nadie más se atrevería a decir algo así pero, por todo lo que le debía a su padre, Francesca podía permitirse ciertas libertades.
–Siento mucho lo de tu padre. Y siento mucho no haber podido venir a su funeral.
Frankie tomó la tetera, intentando no mostrar emoción. Era contraproducente y no le apetecía ponerse a llorar delante del jeque.