El Ritual Musgrave - Arthur Conan Doyle - E-Book

El Ritual Musgrave E-Book

Arthur Conan Doyle

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Beschreibung

En "El ritual Musgrave", Sherlock Holmes relata uno de sus primeros y más intrigantes casos, que gira en torno a una peculiar tradición familiar. Cuando Reginald Musgrave busca la ayuda de Holmes, un enigma secular relacionado con su patrimonio familiar desvela una historia de traición, tesoros ocultos y asesinatos. La recitación de un ritual aparentemente inocuo lleva a Holmes a descubrir secretos enterrados bajo la mansión Musgrave, demostrando una vez más que incluso los detalles más pequeños pueden revelar las verdades más grandes.

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Seitenzahl: 34

Veröffentlichungsjahr: 2025

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El Ritual Musgrave

Arthur Conan Doyle

SINOPSIS

En “El ritual Musgrave”, Sherlock Holmes relata uno de sus primeros y más intrigantes casos, que gira en torno a una peculiar tradición familiar. Cuando Reginald Musgrave busca la ayuda de Holmes, un enigma secular relacionado con su patrimonio familiar desvela una historia de traición, tesoros ocultos y asesinatos. La recitación de un ritual aparentemente inocuo lleva a Holmes a descubrir secretos enterrados bajo la mansión Musgrave, demostrando una vez más que incluso los detalles más pequeños pueden revelar las verdades más grandes.

Palabras clave

Enigma, Tesoro, Misterio

AVISO

Este texto es una obra de dominio público y refleja las normas, valores y perspectivas de su época. Algunos lectores pueden encontrar partes de este contenido ofensivas o perturbadoras, dada la evolución de las normas sociales y de nuestra comprensión colectiva de las cuestiones de igualdad, derechos humanos y respeto mutuo. Pedimos a los lectores que se acerquen a este material comprendiendo la época histórica en que fue escrito, reconociendo que puede contener lenguaje, ideas o descripciones incompatibles con las normas éticas y morales actuales.

Los nombres de lenguas extranjeras se conservarán en su forma original, sin traducción.

 

El Ritual Musgrave

Una anomalía que a menudo me llamaba la atención en el carácter de mi amigo Sherlock Holmes era que, aunque en sus métodos de pensamiento era el más pulcro y metódico de la humanidad, y aunque también mostraba una cierta recatada pulcritud en el vestir, en sus hábitos personales era uno de los hombres más desordenados que jamás haya distraído a un compañero de infortunio. No es que yo sea convencional en ese aspecto. El duro trabajo en Afganistán, sumado a mi natural bohemio carácter, me ha hecho más descuidado de lo que corresponde a un médico. Pero para mí hay un límite, y cuando encuentro a un hombre que guarda sus cigarros en la carbonera, su tabaco en la punta de una zapatilla persa y su correspondencia sin contestar clavada con un cuchillo en el centro mismo de su repisa de madera, entonces empiezo a darme aires virtuosos. Por otra parte, siempre he sostenido que la práctica con la pistola debe ser un pasatiempo al aire libre; y cuando Holmes, en uno de sus extraños humores, se sentaba en un sillón con su gatillo sensible y cien cartuchos Boxer, y procedía a adornar la pared de enfrente con un V.R. patriótico hecho a base de impactos de bala, tenía la firme sensación de que ni la atmósfera ni el aspecto de nuestra habitación mejoraban con ello.

Nuestros aposentos estaban siempre llenos de productos químicos y de reliquias criminales que tenían la costumbre de vagar por lugares insospechados y de aparecer en el plato de la mantequilla o en lugares aún menos deseables. Pero sus papeles eran mi gran baza. Tenía horror a destruir documentos, especialmente los relacionados con sus casos anteriores, y sin embargo sólo una vez cada uno o dos años reunía energía para archivarlos y ordenarlos; porque, como he mencionado en alguna parte de estas memorias incoherentes, a los estallidos de apasionada energía cuando realizaba las notables hazañas con las que se asocia su nombre, seguían reacciones de letargo durante las cuales se quedaba tumbado con su violín y sus libros, sin apenas moverse salvo del sofá a la mesa. Así, mes tras mes, sus papeles se iban acumulando, hasta que cada rincón de la habitación se llenaba de manojos de manuscritos que bajo ningún concepto debían quemarse, y que su dueño sólo podía guardar. Una noche de invierno, mientras estábamos sentados juntos junto al fuego, me aventuré a sugerirle que, ya que había terminado de pegar extractos en su libro de notas, podría emplear las dos horas siguientes en hacer nuestra habitación un poco más habitable. No pudo negar la justicia de mi petición, de modo que, con un rostro más bien apesadumbrado, se marchó a su dormitorio, del que regresó al poco rato arrastrando tras de sí una gran caja de hojalata. La colocó en medio del suelo y, acuclillándose en un taburete frente a ella, echó la tapa hacia atrás. Pude ver que ya estaba un tercio llena de fajos de papel atados con cinta roja en paquetes separados.

—Aquí hay bastantes cajas, Watson —dijo, mirándome con ojos traviesos—. Creo que si supiera todo lo que tengo en esta caja me pediría que sacara algunas en lugar de meter otras.