El rostro amarillo - Arthur Conan Doyle - E-Book

El rostro amarillo E-Book

Arthur Conan Doyle

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Beschreibung

El triste y trágico pasado de una joven viuda la perseguirá hasta el final de sus días.La joven escapa a Inglaterra tras perder trágicamente a toda su familia por la fiebre amarilla. Su nuevo esposo inglés, el Sr Grant Munro acudirá desesperadamente al consultorio de Sherlock Holmes y el Dr. Watson. Su mujer lleva días desaparecida, tiene parte de su dinero y sin dejar rastro alguno, abandonó a su esposo sin ninguna explicación.El Sr. Munro con el corazón en la mano, buscará la ayuda de Holmes y Watson para encontrar el paradero de su amada esposa.Una novela que realizará una crítica racial al sistema inglés del siglo XIX, te sorprenderá con la manera en Holmes deduce una inimaginable verdad.-

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Seitenzahl: 77

Veröffentlichungsjahr: 2020

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Arthur Conan Doyle

El rostro amarillo

 

Saga

El rostro AmarilloOriginal titleThe Adventure of the Yellow FaceCover design: Breth Design www.brethdesign.dk Copyright © 1893, 2019 Arthur Conan Doyle and SAGA Egmont All rights reserved ISBN: 9788726462876

 

1. e-book edition, 2019

Format: EPUB 2.0

 

All rights reserved. No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

 

SAGA Egmont www.saga-books.com – a part of Egmont, www.egmont.com

EL ROSTRO AMARILLO

Es perfectamente natural que yo, al publicar estos breves bocetos, basados en los numerosos casos en que las extraordinarias cualidades de mi compañero me convirtieron a mí en un oyente y, en ocasiones, en actor de algún drama extraño, es perfectamente natural, digo, que yo ponga de relieve con preferencia sus éxitos y no sus fracasos. No lo hago tanto por cuidar de su reputación, porque era precisamente cuando él ya no sabía qué hacer cuando su energía y su agilidad mental resultaban más admirables; lo hago más bien porque solía ser lo más frecuente que nadie tuviese éxito allí donde él había fracasado, quedando en tales casos, para siempre, la novela sin un final. Sin embargo, dio varias veces la casualidad de que se descubriese la verdad, aun en aquellos casos en que él iba equivocado. Tengo tomadas notas de una media docena de casos de esta clase; de todos ellos, el de la segunda mancha, y este que voy a relatar ahora, son los que ofrecen rasgos de mayor interés.

Sherlock Holmes era un hombre que rara vez hacía ejercicio físico por el puro placer de hacerlo. Pocos hombres eran capaces de un esfuerzo muscular mayor, y resultaba, sin duda alguna, uno de los más hábiles boxeadores de su peso que yo he conocido; pero el ejercicio corporal sin una finalidad concreta considerábalo como un derroche de energía, y era raro que él se ajetrease si no existía alguna finalidad de su profesión a la que acudir. Cuando esto ocurría, era hombre incansable e infatigable. Resultaba digno de notar que Sherlock Holmes se conservase muscularmente a punto en tales condiciones, pero su régimen de comidas era de ordinario de lo más sobrio, y sus costumbres llegaban en su sencillez hasta el borde de la austeridad. Salvo que, de cuando en cuando, recurría a la cocaína, Holmes no tenía vicios, y si echaba mano de esa droga era como protesta contra la monotonía de la vida, cuando escaseaban los asuntos y cuando los periódicos no ofrecían interés.

Cierto día, en los comienzos de la primavera, llegó hasta el extremo de holgarse dando conmigo un paseo por el Park, en el que los primeros blandos brotes de verde asomaban en las ramas de los olmos y las pegajosas moharras de los castaños comenzaban a romperse y dejar paso a sus hojas quíntuples. Vagabundeamos juntos por espacio de dos horas, en silencio la mayor parte del tiempo, como cumple a dos hombres que se conocen íntimamente. Eran casi las cinco cuando nos hallábamos otra vez en Baker Street.

—Con permiso, señor —nos dijo el muchacho, al abrirnos la puerta—. Estuvo un caballero preguntando por usted.

Holmes me dirigió una mirada cargada de reproches, y me dijo:

—Se acabaron los paseos vespertinos. ¿De modo que ese caballero se marchó?

—Sí, señor.

—¿Le invitaste a entrar?

—Sí, señor. El entró.

—¿Cuánto tiempo estuvo esperando?

—Media hora, señor. Estaba muy inquieto, señor, y no hizo otra cosa que pasearse y patalear mientras permaneció aquí. Yo le oí porque estaba de guardia del lado de acá de la puerta Finalmente, salió al pasillo, y me gritó: «¿No va a venir nunca ese hombre?» Esas fueron sus mismas palabras, señor. «Bastará con que espere usted un poquito más», le dije. «Pues entonces, esperaré al aire libre, porque me siento medio ahogado —me contestó—. Volveré dentro de poco.» Y dicho esto, se levanta y se marcha, sin que nada de lo que yo le decía fuese capaz de retenerlo.

—Bueno, bueno; has obrado lo mejor que podías —dijo Holmes, cuando entrábamos en nuestra habitación—. Sin embargo, Watson, esto me molesta mucho, porque necesitaba perentoriamente un caso, y, a juzgar por la impaciencia de este hombre, se diría que el de ahora es importante. ¡Hola! Esa pipa que hay encima de la mesa no es la de usted. Con seguridad que él se la dejó aquí. Es una bonita pipa de eglantina, con una larga boquilla de eso que los tabaqueros llaman ámbar. Yo me pregunto cuántas boquillas de ámbar auténtico habrá en Londres. Hay quienes toman como demostración de que lo es el que haya una mosca dentro de la masa. Pero eso de meter falsas moscas en la masa del falso ámbar es casi una rama del comercio. Bueno, muy turbado estaba el espíritu de ese hombre para olvidarse de una pipa a la que es evidente que él tiene en gran aprecio.

—¿Cómo sabe usted que él la tiene en gran aprecio? —le pregunté.

—Veamos. Yo calculo que el precio primitivo de la pipa es de siete chelines y seis peniques. Fíjese ahora en que ha sido arreglada dos veces: la una, en la parte de madera de la boquilla, y la otra, en la parte de ámbar. Las dos composturas, hechas con aros de plata, como puede usted ver, le han tenido que costar más que la pipa cuando la compró. Un hombre que prefiere remendar la pipa a comprar una nueva con el mismo dinero, es que la aprecia en mucho.

—¿Nada más? —le pregunté, porque Holmes daba vueltas a la pipa en su mano y la examinaba con la expresión pensativa característica en él.

Holmes levantó en alto la pipa y la golpeó con su dedo índice, largo y delgado, como pudiera hacerlo un profesor que está dando una lección sobre un hueso.

—Las pipas ofrecen en ocasiones un interés extraordinario —dijo—. No hay nada, fuera de los relojes y de los cordones de las botas, que tenga mayor individualidad. Sin embargo, las indicaciones que hay en ésta no son muy importantes ni muy marcadas. El propietario de la misma es, evidentemente, un hombre musculoso, zurdo, de muy buena dentadura, despreocupado y que no necesita ser económico.

Mi amigo largó todos estos datos como al desgaire; pero me fijé en que me miraba con el rabillo del ojo para ver si yo seguía su razonamiento.

—¿De modo que usted considera como de buena posición a un hombre que emplea para fumar una pipa de siete chelines? —le pregunté.

—Este tabaco es la mezcla Grosvenor, y cuesta ocho peniques la onza — contestó Holmes, sacando a golpecitos una pequeña cantidad de la cazoleta sobre la palma de su mano—. Como es posible comprar tabaco excelente a la mitad de ese precio, está claro que no necesita economizar.

—¿Y los demás puntos de que habló?

—Este hombre tiene la costumbre de encender la pipa en las lámparas y en los picos de gas. Fíjese que está completamente chamuscada de arriba abajo por un lado. Claro está que esto no le habría ocurrido de haberla encendido con una cerilla. ¿Cómo va nadie a aplicar una cerilla al costado de su pipa? Pero no es posible encenderla en una lámpara sin que la cazoleta de la pipa resulte chamuscada. Esto le ocurre a esta pipa en el lado derecho, y de ello deduzco que este hombre es zurdo. Acerque usted su propia pipa a la lámpara y verá con qué naturalidad, usted, que es diestro, aplica el lado izquierdo a la llama Es posible que le ocurra una vez hacer lo contrario, pero no constantemente. Esta pipa ha sido aplicada siempre de esa forma. Además, los dientes del fumador han penetrado en el ámbar. Esto denota que se trata de un hombre musculoso, enérgico y con buena dentadura Pero, si no me equivoco, le oigo subir por las escaleras, de manera que vamos a tener algo más interesante que su pipa como tema de estudio.

Un instante después se abrió la puerta y entró un hombre alto y joven. Vestía traje correcto, pero poco llamativo, de color gris oscuro, y llevaba en la mano un sombrero pardo de fieltro, blando y de casco bajo. Yo le habría calculado unos treinta años, aunque, en realidad, tenía alguno más.

—Ustedes perdonen —dijo con cierto embarazo—. Me olvidé de llamar. Sí, porque debí haber llamado. La verdad es que estoy un poco trastornado, y pueden ustedes atribuirlo a eso.

Se pasó la mano por la frente como quien está medio aturdido, y, acto continuo, se dejó caer en la silla, más bien que se sentó.

—Veo que usted lleva una o dos noches sin dormir —le dijo Holmes con su simpática familiaridad—. El no dormir agota los nervios más que el trabajo, y aún más que el placer. ¿En qué puedo servir a usted?

—Quería que me diese consejo. No sé qué hacer, y parece como si mi vida se hubiese hecho pedazos.

—¿Desea usted emplearme como detective consultor?

—No es eso sólo. Necesito su opinión de hombre de buen criterio..., de hombre de mundo. Necesito saber qué pasos tengo que dar inmediatamente. ¡Quiera Dios que usted pueda decírmelo!