El sabueso de los Baskerville - Arthur Conan Doyle - E-Book

El sabueso de los Baskerville E-Book

Arthur Conan Doyle

0,0
19,99 €

oder
-100%
Sammeln Sie Punkte in unserem Gutscheinprogramm und kaufen Sie E-Books und Hörbücher mit bis zu 100% Rabatt.
Mehr erfahren.
Beschreibung

"El sabueso de los Baskerville" fue escrito en 1901, ocho años después de que Sir Arthur Conan Doyle ya hubiese “matado” a Sherlock Holmes. Sin embargo, la novela no es una secuela. Los sucesos de "El sabueso de los Baskerville" tienen lugar antes de que nuestro detective se enfrentase a Moriarty en la ya famosa catarata suiza de Reichenbach.

Cuando Doyle mató a Sherlock Holmes, hubo gran indignación y rechazo entre los fieles del detective. Más de veinte mil personas renunciaron a su suscripción a Strand, la revista que había popularizado las historias. Por fortuna, después de escribir "El sabueso de los Baskerville", Doyle decidió devolverle la vida al personaje en 1903, con la historia “La aventura de la casa vacía”.

Una antigua leyenda cuenta que la familia Baskerville de Devonshire sufre una terrible maldición por la que son perseguidos por un sabueso infernal. Así que cuando Sir Charles Baskerville muere repentinamente y se descubren las huellas de un perro alrededor de su cuerpo, el Dr. Mortimer pide ayuda a Sherlock Holmes para investigar la verdadera causa de la muerte.
El siguiente y único heredero legítimo Baskerville es el joven Henry quien se traslada para habitar la ancestral morada de su linaje en Devonshire Moor. Henry hace oídos sordos a todas las supersticiones y se traslada a la Mansión Baskerville. Ahora, todo depende de Sherlock Holmes y su asistente, el Dr. Watson, para averiguar la verdad detrás de la leyenda y salvar la vida de Henry.
Mientras tanto, hay noches en las que se oyen terribles aullidos en el páramo y un terrible perro envuelto en llamas acecha por las colinas de los pantanos...

En 2003 el libro fue incluido en la encuesta de la BBC como una de las novelas más queridas del Reino Unido.

( Fuente: sherlockholmes.page)

Das E-Book können Sie in Legimi-Apps oder einer beliebigen App lesen, die das folgende Format unterstützen:

EPUB

Veröffentlichungsjahr: 2025

Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Tabla de contenidos

EL SABUESO DE LOS BASKERVILLE

1. Míster Sherlock Holmes

2. La maldición de los Baskerville

3. El problema

4. Sir Henry Baskerville

5. Tres cabos sueltos

6. Baskerville Hall

7. Los Stapleton de Merripit House

8. Primer informe del doctor Watson

9. Segundo informe del doctor Watson

10. Extractos del diario del doctor Watson

11. El hombre del tormo

12. Muerte en el páramo

13. Fijando las trampas

14. El sabueso de los Baskerville

15. Mirada retrospectiva

Notas a pie de página

EL SABUESO DE LOS BASKERVILLE

Arthur Conan Doyle

La presente obra es traducción directa e íntegra del original ingles, aparecido en su primera edición en el Strand Magazine, de agosto de 1901 a abril de 1902, y publicado en forma de libro en 1902.

Las ilustraciones, originales de Sidney Paget, que aparecen en esta edición, acompañaron al texto ilustrado del Strand Magazine.

Apreciado Robinson:

El presente relato debe su origen a la descripción que usted me hizo de una leyenda existente en el oeste de nuestro país. Por ello, y por la ayuda que me proporciona dándome detalles, reciba mi agradecimiento.

Afectuosamente,

A. C ONAN D OYLE

Hindhead, Haslemere

1. Míster Sherlock Holmes

Míster Sherlock Holmes, que generalmente se levantaba muy tarde, a no ser en las frecuentes ocasiones en que permanecía en vela toda la noche, estaba sentado frente a su desayuno. Yo, en pie Sobre la alfombra situada frente a la chimenea, tomé en mis maños el bastón que nuestro visitante se había dejado olvidado la noche anterior. Era un grueso bastón de madera, de buena calidad, redondeado en su empuñadura y que pertenecía al tipo denominado Penang lawyer[1]. Inmediatamente por debajo de la empuñadura había un ancho aro de plata, de unos dos centímetros de altura, en el cual aparecía grabada la siguiente inscripción: «A James Mortimer, M. R. C. S. [2], sus amigos del C. C. H. [3]» y la fecha, «1884». Era el tipo de bastón que solía llevar —dignificado, firme y tranquilizante— el antiguo médico de cabecera chapado a la antigua.

—Bien, Watson, ¿qué deduce usted de él?

Holmes estaba sentado de espaldas a mí y yo no le había dado ningún indicio sobre el objeto de mi interés.

—¿Cómo supo lo que estaba haciendo? Creo que usted tiene ojos detrás de la cabeza.

—Tengo, al menos una cafetera plateada y brillante frente a mí —contestó—. Pero dígame; Watson, ¿a qué conclusiones le lleva el bastón de nuestro visitante? Este objeto dejado aquí accidentalmente tiene una gran importancia, ya que, por no haber tenido la suerte de encontrarnos con él, ignoramos qué le trajo a nuestra casa. ¿Cómo reconstruye usted al hombre a base del examen de su bastón?

—Yo creo —respondí, siguiendo en lo posible los métodos de mi compañero— que el doctor Mortimer es un anciano médico a quien sonríe el éxito y a quien se aprecia, ya que quienes lo conocen le han dado esta muestra de su estimación.

—¡Bien! —dijo Holmes—. ¡Excelente!

—Creo también que probablemente se trata de un médico rural que hace una buena parte de sus visitas a pie.

—¿Por qué?

—Porque este bastón, aunque originalmente haya sido muy bonito, se ha utilizado tanto, que apenas puedo imaginarme que lo use un médico de ciudad. La gruesa contera de hierro está desgastada, lo cual demuestra que ha caminado mucho con él.

—¡Perfecto! —dijo Holmes.

—Y, por otra parte, ahí tenemos a los «amigos del C. C. H.». Yo diría que se trata de la Asociación de Cazadores… lo que sea, una asociación local a cuyos miembros posiblemente ha tratado y que, a cambio, le han entregado este pequeño regalo.

—Excepcionalmente, está usted superándose a sí mismo, Watson —dijo Holmes, mientras retiraba su silla y encendía un cigarrillo—. Debo decir que, en todas las manifestaciones que tan gentilmente ha hecho acerca de mis pequeños éxitos, normalmente ha infravalorado su propia capacidad. Puede ser que usted no sea luminoso, pero es un conductor lumínico. Hay hombres que, sin estar dotados de genio, poseen una destacada capacidad de estimularlo en otras personas. Confieso, estimado colega, que le debo mucho.

Jamás, hasta ese momento, había dicho tanto, y he de admitir que sus palabras me proporcionaron un intenso placer, ya que con frecuencia me había herido la indiferencia que mostraba ante mi admiración y mis intentos de dar publicidad a sus métodos. Estaba también orgulloso de pensar que había llegado a adquirir tal dominio de su sistema, que era capaz de aplicarlo de un modo tal que me había valido su aprobación. Cogió entonces el bastón de mis manos y lo examinó a simple vista durante unos minutos. A continuación, con una expresión de interés, dejó su cigarrillo, se acercó a la ventana y examinó nuevamente el bastón con una lupa.

—Interesante, pero elemental —dijo mientras volvía a ocupar el rincón favorito de su sofá—. Evidentemente, en el bastón hay una o dos indicaciones que nos proporcionan la base para llegar a varias deducciones.

—¿Se me ha escapado algo? —le pregunté, dándome cierta importancia—. Espero que no haya nada significativo que yo pueda haber olvidado.

—Me temo, querido Watson, que la mayor parte de sus conclusiones han sido erróneas. Cuando afirmé que usted me estimulaba, quise decir, francamente, que en ocasiones sus falacias me conducían a la verdad. Y no es que en el presente caso se haya usted equivocado completamente. Este hombre, no cabe duda, es médico rural y camina mucho.

—Entonces, yo tenía razón.

—No del todo.

—Pues eso fue todo.

—No, no, querido Watson; eso no fue todo, en modo alguno. Yo sugeriría, que un regalo para un médico es más probable que proceda de un hospital que de una sociedad de cazadores; y si las iniciales «C. C.» aparecen mencionadas antes de dicho hospital, esas iniciales, prácticamente, le sugieren a uno el Charing Cross.

—Puede ser que tenga razón.

—La probabilidad está en esa dirección. Y, si aceptamos este punto como hipótesis de trabajo, disponemos de una nueva base para iniciar la reconstrucción de nuestro desconocido visitante.

—Bien. Supongamos que «C. C. H.» quiere decir Charing Cross Hospital. ¿Qué otras cosas podemos inferir?

—¿No se le ocurre ninguna? Usted conoce mis métodos. Aplíquelos, pues.

—No se me ocurre más que la evidente conclusión de que este hombre ha ejercido en la ciudad antes de ir al campo.

—Creo yo que podríamos aventurarnos un poco más allá. Mírelo desde ese punto de vista. ¿En qué ocasión es más probable que se hiciese un regalo como éste? ¿Cuándo se unirían sus amigos para ofrecerle una muestra de sus buenos deseos? Evidentemente, en el momento en que el doctor Mortimer dejó de prestar sus servicios en el hospital para ejercer libremente. Sabemos que ha habido un regalo. Creemos que ha habido un cambio de un hospital de la ciudad a un pueblo. En este caso, ¿es llevar demasiado lejos nuestras deducciones, si afirmamos que el regalo se hizo con ocasión de dicho cambio?

—Ciertamente, eso parece probable.

—Veamos. Usted se dará cuenta de que este médico no podía contarse entre el personal de plantilla del hospital, ya que, para detentar tal cargo, se requiere que la persona en cuestión tenga una especialidad bien establecida en Londres, y, de ser éste el caso, tal persona no se hubiese retirado al campo. ¿Qué era, en ese supuesto? Si estaba en el hospital, pero todavía no se contaba entre los miembros del personal de plantilla, no pudo ser sino un interno, es decir, poco más que un estudiante de los últimos cursos. Y abandonó el hospital hace cinco años: la fecha aparece en el bastón. Así pues, mi querido Watson, se desvanece en el aire su grave médico de cabecera, de media edad, para dejar su lugar a un hombre joven, de menos de treinta años, amable, sin ambiciones, distraído y dueño de un perro favorito que, de un modo impreciso, describiría como más grande que un terrier y más pequeño que un mastín.

Me eché a reír, incrédulo, mientras Sherlock Holmes se reclinaba en el sofá y despedía pequeños anillos de humo que ascendían, con suaves ondulaciones, hacia el techo.

—No tengo medios de comprobar la veracidad de la segunda parte —dije—, pero al menos no es difícil saber algunos detalles acerca de la edad y la carrera profesional de nuestro hombre.

De mi pequeño estante dedicado a las cuestiones de medicina, tomé el Directorio Médico y busqué su nombre. Había varios Mortimer, pero sólo uno de ellos podía ser nuestro visitante. Leí su ficha en voz alta:

Mortimer, James, M. R. C. S., 1882, Grimpen, Dartmoor, Devon. Interno en el Charing Cross Hospital desde 1882 hasta 1884. Obtuvo el Premio Jackson de Patología Comparada por su ensayo titulado ¿Es la enfermedad una reversión? Miembro correspondiente de la Sociedad Patológica Suiza. Autor de «Algunas rarezas del atavismo» ( Lancet, 1882), y «¿Progresamos?» ( Journal of Psychology, marzo de 1883). Médico titular de las parroquias de Grimpen, Thorsley y High Barrow.

—Parece que no dice nada de esa sociedad de cazadores, Watson —dijo Holmes con una maliciosa sonrisa—, sino de un médico rural, como usted observó astutamente. Creo que mis suposiciones están bastante justificadas. Y, si no recuerdo mal, le apliqué los atributos de afable, sin ambiciones y distraído. Mi experiencia me dice que en este mundo sólo un hombre afable recibe regalos, sólo el que no tiene ambición abandona Londres para ejercer en el campo y sólo un distraído olvida su bastón, y no su tarjeta de visita, después de esperar en esta habitación durante una hora.

—¿Y el perro?

—Está habituado a llevar este bastón detrás de su amo. Como el bastón es pesado, el perro lo ha sujetado con fuerza por el centro, donde aparecen bien visibles las señales de sus dientes. Las mandíbulas del perro, como se ve en el espacio que media entre estas marcas, son, en mi opinión, demasiado grandes para un terrier y demasiados reducidas para un mastín. Podría ser… ¡Claro! ¡Por Júpiter! Es un perro de aguas de pelo rizado.

Se había levantado y, mientras hablaba, caminaba por la habitación. De pronto se detuvo en el saliente de la ventana. Había tal timbre de convicción en su voz, que le miré sorprendido.

—Mi querido amigo, ¿cómo puede estar tan seguro de eso?

—Sencillamente, porque estoy viendo el perro a la misma puerta de nuestra casa, y aquí tenemos el timbrazo de su dueño. No se vaya, Watson, por favor. Es hermano profesional suyo, y la presencia de usted puede servirme de ayuda. Este es el momento dramático del destino, Watson, cuando en la escalera oye uno unas pisadas que se aproximan a nuestra vida y no se sabe si lo hacen para bien o para mal. ¿Qué requiere el doctor James Mortimer, el hombre de la ciencia, de Sherlock Holmes, el especialista del crimen? ¡Pase!

La apariencia de nuestro visitante me sorprendió, ya que había esperado que se tratase de un típico médico rural. Era muy alto, delgado, con una larga nariz picuda que surgía entre dos ojos grises y penetrantes, bastante juntos, cuyo brillo se percibía tras las gafas con montura de oro que llevaba. A pesar de su ligero desaliño —llevaba una levita deslucida y unos pantalones deshilachados—, su modo de vestir reflejaba su profesión. Aunque era joven, su larga espalda ya estaba curvada, caminaba con la cabeza inclinada hacia delante y su aspecto general reflejaba una curiosa benevolencia. Así que hubo entrado, sus ojos se fijaron en el bastón que Holmes tenía en sus manos y se apresuró hacia él con una exclamación de alegría.

—Me alegro muchísimo —dijo—. No sabía si lo había olvidado aquí o en la oficina naval. No me gustaría perder este bastón por nada del mundo.

—Ya veo que se trata de un regalo —dijo Holmes.

—Sí, señor.

—¿Del Hospital Charing Cross?

—Unos amigos que tuve allí me lo regalaron con ocasión de mi matrimonio.

—¡Vaya, vaya; eso no está bien! —dijo Holmes, al tiempo que movía la cabeza.

Atónito, el doctor Mortimer miró atentamente a través de sus gafas.

—¿Por qué no está bien?

—Sólo porque usted ha dado al traste con nuestras pequeñas deducciones. ¿Dice que fue con motivo de su boda?

—Sí, señor. Al casarme dejé el hospital y, con él, toda esperanza de tener una consulta propia. Me era necesario crear un hogar propio.

—Pues, después de todo, no nos hemos equivocado tanto —dijo Holmes—. Y ahora, doctor Mortimer…

—Míster, solamente míster…, un humilde licenciado M. R. C. S.

—Y, evidentemente, un hombre dotado de una mente precisa.

—Un aficionado en el terreno científico, míster Holmes, que se limita simplemente a recoger las conchas en las orillas del gran océano desconocido. Supongo que me estoy dirigiendo a míster Sherlock Holmes y no a…

—No, aquí mi amigo, el doctor Watson.

—Mucho gusto. He oído mencionar su nombre en unión del de su amigo. Usted me interesa mucho, míster Holmes. Apenas hubiese esperado un cráneo tan dolicocéfalo y un desarrollo supraorbital tan marcado. ¿Le importaría si paso el dedo por la fisura de su parietal? Hasta que se pueda disponer del original, un molde de su cráneo sería un adorno digno de cualquier museo antropológico. No es mi intención ser grosero, pero le confieso que envidio su cráneo.

Sherlock Holmes señaló un asiento a nuestro singular visitante.

—Comprendo que usted es un entusiasta en su modo de pensar, señor, del mismo modo que yo lo soy en el mío —dijo—. Por sus falanges, observo que lía sus propios cigarrillos. No dude en encender uno.

Sacó papel de fumar y tabaco y lió un cigarrillo con una sorprendente destreza. Tenía unos dedos largos y ligeros, tan ágiles e inquietos como las antenas de un insecto.

Holmes permanecía en silencio, pero sus profundas miradas me hicieron ver el interés que despertaba en él nuestro curioso compañero.

—Supongo, caballero —dijo al fin—, que el honor de sus visitas de anoche y de hoy no se debe puramente a su deseo de examinar mi cráneo.

—No, Señor, no; aunque me alegro de haber tenido la oportunidad de hacer también eso. Vine a verle, míster Holmes, porque reconozco que no soy un hombre práctico y porque de pronto se me ha planteado un problema extraordinario y de suma gravedad. Reconociendo que usted es el segundo mejor experto de Europa…

—¡Vaya, caballero! ¿Me permite que le pregunte quién es el primero? —exclamó Holmes con cierta aspereza.

—Al hombre de mente precisa y científica siempre le ha atraído extraordinariamente la labor de monsieur Bertillon [4].

—¿No sería mejor, entonces, que le consultase a él?

—Hice referencia, señor, a la mente precisa y científica. Pero hay que reconocer que, como hombre práctico, usted es el único. Espero, señor, no haber inadvertidamente…

—Un poco —dijo Holmes—. Por favor, doctor Mortimer, creo que sería mejor que me explicase simplemente, sin más preámbulos, el carácter exacto del problema por el cuál solicita mi ayuda.

2. La maldición de los Baskerville

—Traigo un manuscrito en el bolsillo —dijo el doctor Mortimer.

—Ya me di cuenta de ello cuando entró en esta habitación —contestó Holmes.

—Se trata de un manuscrito antiguo.

—Principios del siglo dieciocho, a no ser que sea un fraude.

—¿Cómo puede saberlo, señor?

—Durante toda su conversación he podido examinar una o dos pulgadas [5] de él. Mal experto Sería quien no pudiese fijar la fecha de un documento dentro de un margen de unos diez años. Posiblemente haya leído usted la pequeña monografía que tengo escrita al respecto. El suyo lo dataría en 1730.

—La fecha exacta es 1742 —el doctor Mortimer lo sacó del bolsillo delantero—. Este documento familiar fue puesto bajo mi cuidado por sir Charles Baskerville, cuya trágica y repentina muerte, hace unos tres meses, dio origen a una gran excitación en Devonshire [6]. Debo decir que fui amigo suyo a la vez que su médico personal. Fue un hombre firme, sagaz, práctico y tan poco dado a fantasías como yo mismo. No obstante, se tomó muy en serio este documento y su mente estaba preparada precisamente para el fin que eventualmente le cupo.

Holmes alargó la mano para tomar el manuscrito y lo alisó sobre su rodilla.

—Observará usted, Watson, el uso alternativo de la s larga y la s corta. Fue una de las varias indicaciones que me permitieron fijar la fecha.

Por encima de su hombro miré el papel, amarillento y con la escritura descolorida. En la parte superior aparecía un nombre: Baskerville Hall, y abajo, en grandes cifras, estaba garabateada la fecha: 1742.

—Parece ser cierta declaración.

—Sí, es la exposición de una leyenda que afecta a la familia Baskerville.

—Pero creo suponer que hay algo más actual y práctico sobre lo cual desea consultarme.

—Sumamente actual. Un asunto absolutamente práctico y urgente que debe decidirse en veinticuatro horas. Pero el manuscrito es corto y está íntimamente relacionado con el asunto. Con su permiso, voy a leérselo.

Holmes se recostó en su sillón, juntó las puntas de los dedos y cerró los ojos con aire de resignación. El doctor Mortimer volvió el manuscrito hacia la luz y leyó en voz alta y potente la curiosa y antigua narración que sigue:

Muchas explicaciones se han dado en torno al origen del sabueso de los Baskerville; sin embargo, dado que yo procedo por línea directa de Hugo Baskerville y supe esta historia a través de mi padre, que a su vez la supo a través del suyo, la he puesto por escrito con la seguridad de que sucedió como aquí se describe. Desearía que creyeseis, hijos míos, que la misma justicia que castiga el pecado puede también perdonarlo con magnanimidad y que ningún anatema es tan pesado que no pueda desaparecer por medio de la oración y el arrepentimiento. Aprended de esta historia, no a temer los frutos del pasado, sino más bien a ser circunspectos en el futuro; que no vuelvan a desatarse, para nuestra perdición, esas impuras pasiones por las que tan dolorosamente ha sufrido nuestra familia.

Sabed que, en tiempos de la «Gran Rebelión» (cuya historia, escrita por el gran erudito lord Clarendon [7], os recomiendo firmemente), este señorío de Baskerville era propiedad de un Hugo de dicho apellido, del cual no puede negarse que era el hombre más salvaje, profano y descreído. Ciertamente, sus vecinos le hubiesen perdonado esto, ya que jamás han florecido los santos en estos lugares; pero había en él un desenfreno tal y un humor tan cruel, que su nombre se hizo proverbial en todo el oeste de la isla. Dio la casualidad de que este Hugo se enamoró (si es que puede aplicarse tal palabra a la negra pasión que le dominó) de la hija de un labriego que cultivaba unas tierras cerca del señorío de los Baskerville. Pero la joven doncella, que era discreta y de buena reputación, siempre lo evitaba, temerosa de su mal nombre. Y fue así como un día de san Miguel este Hugo y cinco o seis de sus ociosos y perversos amigos asaltaron la granja y se llevaron consigo a la doncella, aprovechando que ni su padre ni sus hermanos estaban allí, cosa que él bien sabía. Una vez en la mansión, la doncella fue encerrada en una habitación del piso superior, en tanto que Hugo y sus amigos se entregaban a una larga francachela, como era su costumbre todas las noches. Entre tanto, la muchacha estaba fuera de sí en su habitación al oír los cantos, gritos y terribles juramentos que le llegaban desde abajo, pues se dice que, cuando Hugo Baskerville estaba dominado por el alcohol, utilizaba unas palabras tales que hubiesen sido capaces de hacer volar al hombre que las pronunciase. Al fin, en el extremo de su terror, la joven hizo lo que hubiese arredrado al hombre más valiente o más osado, pues, ayudándose con la yedra que cubría (y aún cubre) la pared sur, descendió desde el alero y, a través del páramo, se encaminó hacia su casa, que se encontraba a una distancia de tres leguas [8] de la mansión.

Sucedió que, al poco rato, Hugo abandonó a sus comensales para llevar a su cautiva comida y bebida —y, ¿qué duda cabe?, otras cosas peores—, encontrándose con que la jaula estaba vacía y el pájaro había escapado. La transformación que se obró en él diríase que era la de una persona poseída por el demonio; bajó a toda prisa las escaleras y, al llegar al comedor, saltó encima de la gran mesa, haciendo saltar por los aires bebidas y viandas, y a voz en grito proclamó ante todos los presentes que esa misma noche entregaría cuerpo y alma a los Poderes del Mal con tal de poder atrapar a la fregona. Mientras los calaveras permanecían horrorizados ante la furia del hombre, uno de ellos, peor que los otros —o tal vez más ebrio que los demás—, gritó que deberían soltar los sabuesos en su persecución. Hugo, al oírlo, salió corriendo de la casa y ordenó a gritos a los palafreneros que le ensillasen su yegua y soltasen la traílla; y, dando a oler a los sabuesos un pañuelo de la doncella, los encaminó hacia la senda, con lo que, en medio de grandes aullidos, se perdieron en el páramo, que se encontraba iluminado por la luz de la luna.

Los juerguistas quedaron boquiabiertos durante un tiempo, incapaces de entender todo lo que había sucedido con tal rapidez. Pero tan pronto como su confuso juicio comprendió la naturaleza de la hazaña que probablemente iba a desarrollarse en el páramo, la casa se convirtió en un formidable barullo; unos pedían sus pistolas; otros, sus caballos; otros, una nueva botella de vino. Al fin se hizo el sentido en sus mentes delirantes y todos ellos, en número de trece, montaron en sus cabalgaduras e iniciaron la persecución.

Habían recorrido una o dos millas [9] cuando pasaron junto a uno de los pastores nocturnos del páramo, al que gritaron inquiriendo si había visto pasar la cacería. Según cuenta la historia, el hombre estaba tan dominado por el pavor, que apenas podía hablar; pero al fin dijo que sí había visto a la desgraciada doncella, tras cuyo rastro iban los sabuesos. «Pero he visto algo más —añadió—. Hugo Baskerville pasó galopando en su yegua y, silenciosamente, detrás de él, corría un sabueso tal que Dios no quiera que jamás corra uno como ése tras de mis talones».

Los caballeros, borrachos, maldijeron al pastor y siguieron cabalgando. Pero pronto se les heló la sangre al percibir el ruido de un galope a través del páramo y ver cómo les pasaba la yegua negra, empapada de sudor, suelta la brida y vacía la silla. Dominados por un intenso pavor, los caballeros siguieron cabalgando juntos por el páramo, aunque, si cada uno de ellos hubiese estado solo, habría sentido gran satisfacción en hacer volver grupas a su caballo. Cabalgando lentamente de esta suerte, llegaron al fin junto a los sabuesos. Aunque éstos eran reconocidos por su valor y casta, en ese momento ladraban plañideramente, apiñados junto a una profunda depresión o buzamiento [10] del páramo; unos trataban de escabullirse, mientras que otros, con los pelos de punta y ojo avizor, miraban hacia el estrecho valle que se abría ante ellos.

Cuando el grupo se detuvo, se habían desvanecido ya, como podéis figuraros, los vapores del alcohol que los habían dominado desde el principio. La mayoría no se atrevió en modo alguno a avanzar, pero hubo tres de ellos, más intrépidos que los demás (o tal vez más borrachos), que descendieron con sus cabalgaduras al fondo de la hondonada. Ésta se ensanchaba, dando lugar a un espacio abierto en el cual aparecían dos de esas grandes piedras, que todavía pueden verse allí, plantadas en la antigüedad por ciertos pueblos olvidados. La luna iluminaba el claro con su brillo y en el centro del mismo yacía la desgraciada doncella, en el lugar donde había caído muerta a causa del miedo y la fatiga. Pero no fue la visión de su cuerpo, ni la del cuerpo de Hugo Baskerville, que yacía junto a ella, lo que erizó el cabello de los tres osados fanfarrones, sino que sobre Hugo, y aferrado a su garganta, había un ser espantoso, una enorme bestia negra que tenía la forma de un sabueso, pero de un tamaño muy superior a cualquiera que ojo humano haya visto jamás. Aún estaban mirándolo, cuando dicho ser arrancó la garganta de Hugo Baskerville y se volvió hacia ellos con ojos brillantes y fauces chorreando sangre, ante lo cual los jinetes gritaron despavoridos y se lanzaron al galope por el páramo, en medio de grandes chillidos, con intención de salvar su vida. Se dice que uno de ellos murió aquella misma noche debido a la visión que había tenido, en tanto que los otros dos quedaron destrozados para el resto de sus vidas.

Tal es, hijos míos, la historia de la aparición del sabueso, del cual se dice que ha atormentado desde entonces a nuestra familia de modo tan penoso. Si la he puesto por escrito es porque menos terror produce lo que se sabe con claridad que lo que sólo se supone y se insinúa. Tampoco puede negarse que muchos miembros de la familia han tenido muertes desgraciadas, acaecidas de un modo repentino, sangriento y misterioso. Sin embargo, quiera Dios que podamos acogernos a la infinita bondad de la Providencia, que no por siempre jamás castigará al inocente, más allá de la tercera o cuarta generación, con que se amenaza en las Sagradas Escrituras [11]. A dicha Providencia, hijos míos, os recomiendo por la presente, y os aconsejo que tengáis cuidado de no cruzar el páramo durante esas horas de la oscuridad en que andan sueltos los poderes del mal.

[De Hugo Baskerville a sus hijos Rodger y John, con instrucciones de que no digan a su hermana Elizabeth nada de lo aquí expuesto].

Cuando el doctor Mortimer hubo acabado de leer esta singular historia, se colocó las gafas sobre la frente y miró directamente a míster Sherlock Holmes; este último bostezó y arrojó a la chimenea la colilla de su cigarrillo.

—¿Y bien? —dijo.

—¿La encuentra interesante?

—Para un coleccionista de historias fantásticas.

El doctor Mortimer sacó un periódico que llevaba doblado en el bolsillo.

—Pues ahora, míster Holmes, le comunicaré algo más reciente. Este es el Devon Country Chronicle del 14 de junio del presente año, el cual incluye una breve descripción de los hechos relativos a la muerte de sir Charles Baskerville, acaecida unos cuantos días antes.

Mi amigo se inclinó ligeramente hacia delante con expresión atenta. Nuestro visitante volvió a ajustarse las gafas y comenzó:

La reciente muerte repentina de sir Charles Baskerville, cuyo nombre se había mencionado como el de un probable candidato liberal por Mid-Devon [12] en las próximas elecciones, ha arrojado una sombra de tristeza por todo el condado. Aunque sir Charles sólo había residido en Baskerville Hall durante un período bastante corto, la amabilidad de su carácter y su extrema generosidad le habían ganado el afecto y el respeto de todos aquellos que estuvieron en contacto con él. En estos días de nouveaux riches[13] resulta un alivio encontrar un caso en que el vástago de una antigua familia del condado, que se había hundido a causa de los malos tiempos, es capaz de rehacer su fortuna y traerla aquí con el fin de restaurar la desaparecida grandeza de su linaje. Como todo el mundo sabe, sir Charles consiguió grandes sumas de dinero en África del Sur, gracias a sus negocios. Más cuerdo que aquellos que no cesan hasta que la rueda de la fortuna se les pone en contra, sir Charles se dio cuenta de las ganancias obtenidas y regresó con ellas a Inglaterra. No hace más de dos años que fijó su residencia en Baskerville Hall, y en los labios de todo el mundo han estado los planes de reconstrucción y mejora que su muerte ha interrumpido. Carente de hijos, expresó abiertamente su deseo de que, en vida suya, todo el campo se beneficiase de su buena fortuna, y muchos serán los que tengan motivos personales para llorar su prematuro final. Estas columnas se han hecho eco frecuentemente de sus generosas donaciones, con fines caritativos, tanto en la propia localidad como en el condado.

No puede decirse que la encuesta haya aclarado completamente las circunstancias que han rodeado la muerte de sir Charles, pero al menos se ha hecho lo suficiente para acallar los rumores a que ha dado lugar la superstición local. No hay motivo alguno para sospechar la existencia de perfidia o para imaginarse que la muerte haya podido deberse a otras causas que no sean las naturales. Sir Charles era viudo y, en ciertos aspectos, podría tachársele de excéntrico. A pesar de su considerable riqueza, sus gustos personales eran simples, y el servicio que le atendía en Baskerville Hall estaba integrado únicamente por un matrimonio, los Barrymore; el marido actuaba como mayordomo y la mujer como ama de llaves. Su evidencia, corroborada por la de varios amigos del finado, demuestra que la salud de sir Charles había sido delicada desde hacía algún tiempo, y señala especialmente una afección cardiaca que se manifestó en cambios de color, ahogos y ataques agudos de depresión nerviosa. El doctor James Mortimer, amigo y médico personal del finado, ha declarado lo mismo.

Los detalles del caso son simples. Sir Charles Baskerville tenía la costumbre de dar un paseo todas las noches, antes de retirarse a la cama, por el famoso Paseo de los Tejos de Baskerville Hall. Los Barrymore han declarado la existencia de este hábito. Sir Charles manifestó, el 4 de junio, que tenía la intención de marchar al día siguiente a Londres y ordenó a Barrymore que le preparase su equipaje. Aquella noche salió, como de costumbre, para dar su paseo nocturno, durante el cual solía fumar un puro. Jamás regresó. Al darse cuenta Barrymore, a las doce de la noche, de que aún estaba abierta la puerta del salón, empezó a alarmarse y, encendiendo su linterna, marchó en busca de su señor. El día había sido húmedo y en el paseo podían percibirse fácilmente las huellas de sir Charles. A mitad del paseo hay una puerta que da al páramo. Había indicios de que sir Charles había permanecido en dicho lugar durante un rato, y después siguió caminando por el paseo, al final del cual fue donde se descubrió su cuerpo. Un detalle que no se ha aclarado es la manifestación de Barrymore de que las huellas de los pasos de su señor habían cambiado de forma a partir del lugar donde se encuentra la puerta del páramo, ya que desde ese punto parecía como si hubiese caminado de puntillas. A no mucha distancia, en esos momentos, se encontraba en el páramo un tal Murphy, gitano que se dedica a la compraventa de caballos; pero parece ser, por su confesión, que estaba ebrio. Declara haber oído gritos, pero no puede decir de qué dirección procedían. En la persona de sir Charles no se descubrió ninguna señal de violencia, y aunque el doctor declaró la existencia de una distorsión facial casi increíble —tan grande, que el doctor Mortimer se negó al principio a creer que se tratase realmente de su amigo y paciente—, se explicó que dicha distorsión es un síntoma no infrecuente en casos de disnea y de muertes debidas a agotamiento cardiaco. Esta explicación ha sido corroborada por el examen postmortem[14], que ha demostrado la existencia de una larga enfermedad orgánica, y el jurado del forense ha emitido un veredicto que concuerda con la evidencia médica. Es beneficioso que haya sido así, ya que, sin duda, es de suma importancia que el heredero de sir Charles fije su residencia en Baskerville Hall y continúe la buena labor que tan tristemente se ha interrumpido. De no haber puesto punto final el prosaico dictamen del forense a las fantásticas historias que han circulado en relación con el caso, podría haber sido difícil encontrar un residente para Baskerville Hall. Se cree que, si aún está vivo, el pariente más próximo de sir Charles es míster Henry Baskerville, hijo del hermano menor de sir Charles Baskerville. Según las últimas noticias, el joven se encontraba en América y se están llevando a cabo indagaciones con el fin de poder informarle acerca de la fortuna que le ha correspondido.

El doctor Mortimer volvió a doblar el periódico y se lo guardó en el bolsillo.

—Estos son los datos públicos, míster Holmes, en relación con la muerte de sir Charles Baskerville.

—Debo manifestarle mi agradecimiento —dijo Sherlock Holmes— por haber llamado mi atención acerca de un caso que, ciertamente, presenta algunos aspectos interesantes. En su día leí algunos comentarios que la prensa hizo al respecto, pero estaba sumamente preocupado por aquella pequeña cuestión de los camafeos del Vaticano y, en mi deseo de complacer al Papa [15], perdí el contacto con varios asuntos interesantes de Inglaterra. ¿Dice usted que el artículo incluye todos los detalles públicos?

—Eso es.

—Entonces, infórmeme de los privados.

Se reclinó en su asiento, juntó las puntas de los dedos y adoptó su expresión más imperturbable y judicial.

—Al hacerlo —dijo el doctor Mortimer, que había empezado a mostrar signos de una fuerte emoción—, voy a manifestarle lo que no he confiado a nadie. El motivo que me llevó a ocultarlo en el curso de la investigación del forense fue el de que un hombre de ciencia rehúye situarse públicamente en una postura tal que parezca que apoya una superstición popular. Además, tenía fuertes razones para creer que, como dice el periódico, Baskerville Hall permanecería vacío si se incrementara de algún modo la fea reputación de que goza. Por estos dos motivos pensé que estaba justificado decir menos de lo que sabía, ya que de lo contrario no resultaría nada que fuese bueno en la práctica; pero con usted no hay razón alguna que me impida ser completamente franco.

»El páramo está muy poco poblado y los que viven cerca permanecen muy unidos. Por este motivo veía con mucha frecuencia a sir Charles Baskerville. A excepción de míster Frankland, de Lafter Hall, y de míster Stapleton, el naturalista, no hay otras personas cultas en unas millas a la redonda. Sir Charles era persona retraída, pero su enfermedad fue la causa que nos puso en contacto, unión que se mantuvo gracias a la comunidad de intereses entre él y yo. De África del Sur había traído un buen bagaje de información científica, y hemos pasado veladas estupendas discutiendo la anatomía comparada de bosquimanos y hotentotes.

»En el curso de los últimos meses se me hizo cada vez más evidente que el sistema nervioso de sir Charles estaba forzado al máximo. Había tomado demasiado a pecho la leyenda que le he leído, hasta el punto de que, aunque paseaba por los terrenos de su propiedad, por nada del mundo hubiese salido al páramo durante la noche. Por increíble que pueda parecerle, míster Holmes, sir Charles estaba plenamente convencido de que sobre su familia pesaba un destino terrible, y ciertamente no eran alentadores los informes que podía dar de sus antecesores. Constantemente le horrorizaba la idea de cierta presencia espantosa, y en más de una ocasión me preguntó si en mis desplazamientos profesionales durante la noche no había visto alguna extraña criatura o había oído el aullido de un sabueso. En varias ocasiones me interrogó acerca de este último punto, y siempre con un tono de voz en el que vibraba la excitación que le dominaba.

»Recuerdo muy bien cierta tarde en que fui a su casa, unas semanas antes del fatal acontecimiento. Dio la casualidad de que él se encontraba a la puerta de la casa; cuando descendí de mi calesín y me encontraba ya junto a él, vi que fijaba su atención en algo que había detrás de mí, y lo miraba con una expresión del más profundo horror. Me giré rápidamente y tuve el tiempo justo de contemplar lo que tomé por un ternero negro de gran tamaño que cruzaba el final del paseo. Observé que él se mostraba tan excitado y alarmado, que me vi obligado a ir al lugar donde había estado el animal y a buscarlo por los alrededores. No obstante, había desaparecido, y parece ser que el incidente dejó en su mente una malísima impresión. Permanecí con él toda la tarde, y fue tal la emoción que había experimentado, que ésta fue la ocasión en que me confió la custodia de la historia que leí a usted al poco de llegar. Menciono este pequeño episodio porque adquiere cierta importancia a la vista de la tragedia que siguió, pero en aquellos momentos estaba convencido de que el asunto era absolutamente trivial y que la excitación de sir Charles no tenía justificación alguna.

»Sir Charles, siguiendo mi consejo, estaba a punto de ir a Londres. Yo conocía su afección cardiaca, y, por quimérica que fuese la causa, la constante ansiedad en que vivía estaba ejerciendo un grave efecto sobre su salud. Creía que volvería hecho un hombre nuevo después de pasar unos cuantos meses en medio de las distracciones de la ciudad. De mi misma opinión fue míster Stapleton, mutuo amigo nuestro, que también estaba muy preocupado por su estado de salud. Esta terrible catástrofe acaeció en el último instante.