Erhalten Sie Zugang zu diesem und mehr als 300000 Büchern ab EUR 5,99 monatlich.
1889, Devonshire, noroeste de Inglaterra. El cadáver de sir Charles Baskerville es descubierto en un sendero junto a su casa. Cuando Sherlock Holmes acude a resolver el misterio, observa que lo que parecía un simple crimen esconde una maldición que se remonta siglos atrás: desde que el ancestro de sir Charles, Hugo de Baskerville, resultó asesinado por un perro gigante, la muerte de sus descendientes ha estado precedida de la aparición de un sabueso endemoniado. Y, en efecto, las huellas de un animal enorme aparecen junto al cuerpo de sir Charles. ¿Qué hay detrás de la leyenda de los Baskerville?
Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:
Seitenzahl: 322
Veröffentlichungsjahr: 2022
Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:
Cubierta
“tras él, persiguiéndole, un sabueso del infierno, como no quiera Dios que yo lo vea jamás tras mis talones”.
EL SABUESO DE LOS
BASKERVILLE
UN NUEVO CASO DE
Sherlock Holmes
de
A. Conan Doyle
Autor de
“Estudio en escarlata” y “El signo de los cuatro”
Ilustrado por
Sidney Paget para ‘The Strand Magazine’
Cubierta
Capítulo I El señor Sherlock Holmes
Capítulo II La maldición de los Baskerville
Capítulo III El problema
Capítulo IV Sir Henry Baskerville
Capítulo V Tres hilos rotos
Capítulo VI La mansión de los Baskerville
Capítulo VII Los Stapleton de la casa de Merripit
Capítulo VIII Primer informe del Doctor Watson
Capítulo IX Una luz en el páramo(segundo informe del Doctor Watson)
Capítulo X Extracto del diario del Doctor Watson
Capítulo XI El hombre del risco
Capítulo XII Muerte en el páramo
Capítulo XIII Colocando las redes
Capítulo XIV El sabueso de los Baskerville
Capítulo XV Examen retrospectivo
Créditos
The Sherlock Holmes Collection
agosto de 1901
deA. CONAN DOYLE
El señor Sherlock Holmes, que de ordinario se levantaba muy tarde, salvo en aquellas ocasiones, nada infrecuentes, en que no se acostaba en toda la noche, se hallaba sentado a su mesa de desayunar. Yo estaba, en pie, sobre la esterilla de la chimenea, y eché mano al bastón que nuestro visitante de la noche anterior había dejado al marcharse. De madera fina y resistente, con el puño abultado, pertenecía al tipo de bastones que son conocidos con el nombre de abogado de Penang. Debajo mismo del puño tenía una ancha tira de plata, de más de dos centímetros de extremo a extremo. En ella, y con la fecha 1884, estaba grabada la inscripción siguiente: «A James Mortimer, M. R. C. S., de sus amigos del C. C. H.». Era, precisamente, un bastón como el que acostumbran llevar los médicos de familia chapados a la antigua..., solemne, sólido y tranquilizador.
—¿Qué le dice a usted ese bastón, Watson?
Holmes se hallaba sentado de espaldas a mí, y yo no le había dado indicio alguno de lo que estaba haciendo.
—¿Y cómo sabe usted lo que estaba haciendo? Voy a creer que tiene usted ojos en el cogote.
—Lo que sí tengo es una reluciente cafetera de plata delante de mí —contestó—. Pero dígame, Watson: ¿qué deduce usted del bastón de nuestro visitante? Ya que la mala suerte quiso que no coincidiésemos con él, y ya que no tenemos la menor idea de la finalidad que lo traía, este recuerdo fortuito adquiere importancia. Veamos cómo se imagina usted al hombre tras el examen del bastón.
—Yo creo —dije, siguiendo todo lo mejor que pu-de los métodos de mi acompañante— que el doctor Mortimer es un médico entrado en años que ha tenido éxito en su profesión, y que es muy apreciado, como prueba el que personas que lo conocen le hayan dado esta muestra de su estima.
—¡Eso está bien! —dijo Holmes—. ¡Muy bien!
—Deduzco también que es probable que se trate de un médico rural que realiza una gran parte de sus visitas a pie.
—¿De qué lo deduce?
—De que este bastón, que cuando estaba nuevo era un ejemplar hermosísimo, tiene tantas señales de golpes por todas partes que me cuesta trabajo imaginarme con él a un médico de ciudad. La gruesa contera de hierro está muy desgastada, lo que evidencia que el dueño del bastón ha hecho con el mismo muchas caminatas.
—¡Perfectamente razonado! —dijo Holmes.
—Tenemos, además, lo de sus amigos del C. C. H. A mi entender, se trata de algún club de cazadores (hunt), de algún club de cazadores local, a cuyos miembros prestó, posiblemente, alguna asistencia quirúrgica, y que, en pago de ella, le ofrecieron un pequeño obsequio.
—Le digo de veras, Watson, que se está usted superando a sí mismo —comentó Holmes, empujando hacia atrás su silla y encendiendo un cigarrillo—. No tengo más remedio que decir que en todas las referencias que ha tenido usted la bondad de dar acerca de mis pequeños éxitos se ha quedado, generalmente, por debajo de su propia capacidad. Quizá no sea usted una antorcha encendida, pero sabe abrir el camino a la claridad. Hay personas que, sin ser ellas mismas geniales, poseen una extraordinaria fuerza para estimular el genio en los demás. Reconozco, querido compañero, que estoy en deuda con usted.
Nunca había ido tan lejos, y no tengo más remedio que confesar que sus palabras me produjeron un vivo placer, porque la indiferencia que demostraba ante mi admiración, y ante mis tentativas de dar publicidad a sus métodos, me había herido con frecuencia en mi amor propio. Me enorgullecí también al pensar que había llegado a adquirir un dominio tal de su sistema como para aplicarlo de una forma que mereciese su aprobación. Acto seguido, Holmes tomó el bastón de mis manos y lo examinó durante algunos minutos. A continuación, y con expresión de interés, dejó a un lado su cigarrillo, se acercó a la ventana con el bastón y volvió a escudriñarlo con una lente convexa.
“volvió a escudriñarlo con una lente convexa”.
—Interesante, aunque elemental —dijo, volviendo a su sitio preferido en el sofá—. Desde luego, pueden verse en el bastón una o dos indicaciones que nos proporcionan la base para deducir varias cosas.
—¿Se me ha pasado algo por alto? —pregunté con una cierta prepotencia—. Confío en no haber dejado pasar nada que tenga importancia.
—Sospecho, mi querido Watson, que la mayor parte de sus conclusiones eran equivocadas. Al decirle yo que usted me servía de estímulo, voy a serle franco, quise dar a entender que sus errores me guiaban, en ocasiones, hacia la verdad. No digo que en este caso se haya usted equivocado en todo. Desde luego, este hombre es médico rural, sin duda alguna. Y, además, camina mucho.
—Entonces, yo estaba en lo cierto.
—Hasta ahí, sí.
—Pero solo hasta ahí.
—Sí, mi querido Watson, porque eso no es todo, ni mucho menos. Por ejemplo, yo apuntaría la idea de que es mucho más probable que a un médico se le haga un regalo en un hospital que en un club de caza (hunt). Al figurar las iniciales C. C. delante de la palabra hospital, cae por su propio peso que se refieren al de Charing Cross.
—Pudiera estar usted en lo cierto.
—Las probabilidades apuntan en esa dirección. Y si lo tomamos como hipótesis de trabajo, nos encontramos con un nuevo punto de partida desde el que iniciar nuestra construcción del visitante desconocido.
—Y suponiendo que «C. C. H.» signifique Charing Cross Hospital, ¿qué otras conclusiones podemos sacar?
—¿No se le ocurre nada? Usted conoce mis métodos. ¡Aplíquelos!
—Solo llego a la conclusión evidente de que este hombre ha ejercido su profesión en la ciudad, antes de marchar al campo.
—Creo que podríamos aventurarnos un poco más que eso. Mírelo desde este punto de vista. ¿Cuál es la ocasión más probable que pudo dar lugar a la entrega de un regalo así? ¿La ocasión que pudo motivar el que sus amigos se reuniesen para ofrecerle una prueba de su afecto? Con toda evidencia, esa ocasión debió de ser el momento en que el doctor Mortimer se retiró del servicio del hospital, a fin de establecerse y trabajar por su cuenta. Sabemos que tuvo lugar la entrega de un obsequio. Creemos que existió un traslado de actividades desde un hospital de la capital a un puesto de médico en el campo. ¿Sería ir demasiado lejos en nuestras deducciones el afirmar que el regalo le fue hecho con motivo de ese traslado?
—Parece, desde luego, muy probable.
—Ahora bien, quiero que observe además que ese hombre no podía pertenecer al elenco permanente del hospital, porque solo médicos experimentados y acreditados por su práctica de la medicina en Londres podrían ocupar tales cargos, y esos hombres no suelen marcharse al campo. ¿Qué cargo desempeñaba, pues? Si trabajaba en el hospital y no pertenecía a la plantilla, solo podía ser un cirujano o un médico interno..., es decir, poco más que un estudiante del último curso. Y abandonó el hospital hace cinco años, como indica la fecha que ostenta el bastón. De modo, pues, que ese médico titular, de mediana edad, solemne, se diluye en el aire, mi querido Watson, y surge en su lugar un médico joven, de menos de treinta años, simpático, sin ambiciones, olvidadizo, y dueño de un perro al que tiene especial cariño, pero al cual yo describiría de un modo somero diciendo que es más corpulento que un terrier pero más pequeño que un mastín.
Me reí con una gran incredulidad mientras Sherlock Holmes, recostado en el sofá, lanzaba pequeñas volutas de humo.
—Carezco de elementos para comprobar esa última parte —dije—, pero no es en modo alguno difícil adivinar ciertos detalles relativos a la edad y a la carrera profesional de nuestro hombre.
Recurrí al directorio médico que tenía en el estante de los libros relacionados con la medicina, y busqué en él aquel apellido. Eran varios los Mortimer, pero solo uno de ellos podía ser nuestro visitante. Leí en voz alta su ficha:
«Mortimer, James, M. R. C. S. Grimpen, Dartmoor, Devon. De 1882 a 1883, cirujano interno del Charing Cross Hospital. Ganó el premio Jackson de patología comparada con el ensayo titulado ¿Es la enfermedad una regresión? Miembro corresponsal de la Sociedad Patológica Sueca. Autor de Algunos caprichos del atavismo (Lancet, 1882), ¿Progresamos realmente? (Journal of Psychology, marzo de 1883). Médico titular de las parroquias de Grimpen, Thorsley y High Barrow».
—No se cita en absoluto a ese club local de caza, Watson —dijo Holmes con una sonrisa maliciosa—; pero sí que es un médico rural, como usted hizo notar astutamente. Creo que mis deducciones están justificadas. En cuanto a los calificativos, dije, si mal no recuerdo, simpático, sin ambiciones y olvidadizo. Según mi experiencia, solo reciben regalos los hombres simpáticos; únicamente un hombre falto de ambiciones es capaz de renunciar a una carrera en Londres para ejercer en un medio rural, y solo una persona distraída deja su bastón y no su tarjeta de visita después de haber estado esperándonos una hora.
—¿Y qué me dice del perro?
—Que tiene la costumbre de llevar el bastón, caminando en pos de su amo. Como se trata de un bastón pesado, el perro lo sujeta fuertemente por el centro, donde son claramente visibles las señales de sus dientes. Las mandíbulas del perro, como puede verse por la separación de las señales, son, en mi opinión, demasiado anchas para un terrier y no lo bastante para un mastín. Podría ser... Sí, ¡vive Dios!, se trata de un lebrel de pelo rizado.
Mientras hablaba, se había puesto en pie e iba y venía por la habitación. De pronto se detuvo ante la ventana. Tenía su voz una vibración tal de seguridad que no pude menos que alzar la mirada, sorprendido.
—Mi querido amigo, ¿cómo puede estar tan seguro?
—Por la sencilla razón de que estoy viendo al perro en el escalón de nuestra puerta de entrada, y de que su propietario acaba de tocar la campanilla. No se retire, Watson, se lo suplico. Se trata de un hermano suyo de profesión, y la presencia de usted quizá me sea útil. Watson, he aquí el momento dramático del destino, cuando resuenan en la escalera unos pasos que van a entrar en nuestra vida, e ignoramos si ha de ser para bien o para mal. ¿Qué es lo que el doctor James Mortimer, el hombre de ciencia, quiere saber de Sherlock Holmes, el especialista en crímenes...? ¡Adelante!
El aspecto exterior de nuestro visitante fue para mí una sorpresa, porque yo esperaba ver a un típico médico rural. Era muy alto, delgado, y su nariz daba la impresión de un pico que arrancaba de entre dos ojos grises agudos, poco distantes entre sí, y que centelleaban vivazmente detrás de los cristales de unas gafas de montura de oro. Vestía al estilo de su profesión, pero bastante desaseado, porque la levita cruzada estaba ajada y los bordes de sus pantalones, deshilachados. Aunque joven, tenía ya cargadas las anchas espaldas, y al caminar echaba hacia delante la cabeza, con el aspecto general de quien pide benevolencia. Al entrar, sus ojos fueron a posarse en el bastón que Holmes tenía en la mano, y corrió hacia el mismo, dejando escapar una exclamación de júbilo.
—¡Cuánto me alegro! —dijo—. No estaba seguro de si lo había dejado aquí o en la agencia marítima. Por nada del mundo quisiera perder este bastón.
—Por lo que veo, es un regalo —dijo Holmes.
—En efecto, señor.
—¿Del Charing Cross Hospital?
—De uno o dos amigos de allí, con motivo de mi boda.
—¡Vaya, vaya! Eso es malo —dijo Holmes, moviendo negativamente la cabeza.
El doctor Mortimer parpadeó con manso asombro a través de los cristales de sus gafas.
“Al entrar, sus ojos fueron a posarse en el bastón que Holmes tenía en la mano”.
—¿Malo? ¿Por qué?
—Porque con ello ha desbaratado usted las pequeñas deducciones que habíamos hecho. Dice usted que con motivo de su boda, ¿no es eso?
—Así es, señor. Me casé, y al casarme abandoné el hospital, y con ello, todas las esperanzas de llegar a tener una consulta. Necesitaba hacerme con un hogar propio.
—Bueno, bueno...; no erramos tanto, después de todo —dijo Holmes—. Pues bien, doctor James Mortimer...
—Señor, nada más que señor..., un humilde miembro del Real Colegio de Cirujanos.
—Y un hombre con una mente precisa, como se puede advertir.
—Nada más que un aficionado a la ciencia, señor Holmes; un coleccionista de conchas en las playas del inmenso océano desconocido. Me imagino que a quien hablo es al señor Sherlock Holmes, y no...
—No; y este es mi amigo el doctor Watson.
—Encantado de conocerlo, señor. He oído citar ese nombre en conexión con el de su amigo. Señor Holmes, usted ha despertado en mí un gran interés. No me lo había imaginado tan dolicocéfalo, ni tampoco con un desarrollo tan marcado de los supraorbitales. ¿Tendría usted inconveniente en que recorra con mi dedo la fisura parietal? Un molde de su cráneo constituiría un ornato en cualquier museo antropológico, mientras no se pueda disponer del original. No es mi deseo llegar a la grosería en el elogio, pero le confieso que anhelo disponer de su cráneo.
Con un ademán ondulante de la mano, Sherlock Holmes indicó a su extraño visitante que tomase asiento, y le dijo:
—Veo, señor, que es usted tan entusiasta dentro de su línea de estudios como yo dentro de la de los míos. Su dedo índice me está diciendo que usted mismo se prepara sus cigarrillos. No vacile en encender uno.
Aquel hombre sacó tabaco y papel y enrolló el uno en el otro con sorprendente destreza. Sus dedos, largos y temblorosos, eran tan ágiles e inquietos como las antenas de un insecto.
Holmes permanecía en silencio, pero la intensidad de su mirada me demostró el interés que nuestro raro visitante despertaba en él.
—Me imagino, señor —dijo por último—, que el haberme hecho usted el honor de venir a visitarme anoche, y de volver hoy, no habrá sido simplemente con el propósito de examinar mi cráneo, ¿no es así?
—En modo alguno, señor. Aunque me satisface haber tenido la oportunidad de hacerlo. Acudí a usted, señor Holmes, porque reconozco que soy hombre que carece de sentido práctico y porque me he visto enfrentado súbitamente a un problema de lo más grave y singular. Y reconociendo, como reconozco, que usted es el segundo de los grandes especialistas que hay en Europa...
—¿De veras, señor? ¿Y podría preguntarle quién es el que tiene el honor de ser el primero? —inquirió Holmes, con algo de aspereza.
—A los hombres de mentalidad estrictamente científica tiene que atraerles siempre con gran fuerza la obra de monsieur Bertillon.
—En ese caso, ¿no haría quizás usted mejor en consultar con él?
—Dije, señor, que a los hombres de mentalidad estrictamente científica. Pero es algo universalmente reconocido que como hombre de sentido práctico en los asuntos no hay otro como usted. Confío, señor, en que no habré, sin caer en la cuenta...
—Nada más que un poquitín —dijo Holmes—. Creo, señor Mortimer, que obraría usted con acierto exponiéndome amablemente, sin más rodeos, la índole exacta del problema en el que solicita mi ayuda.
Traigo un manuscrito en el bolsillo —dijo el señor James Mortimer.
—Me fijé en ello cuando entraba usted en la habitación —contestó Holmes.
—Es un manuscrito antiguo.
—De principios del siglo xviii, a no ser que se trate de una falsificación.
—¿En qué se basa para decir eso, señor?
—Mientras usted hablaba, ofrecía a mi examen tres o cuatro centímetros del mismo. Mal especialista sería el que no fuese capaz de señalar la fecha de un documento, década más o menos. Quizás haya leído usted mi pequeña monografía sobre el tema. Yo situaría ese manuscrito hacia mil setecientos treinta.
—La fecha exacta es mil setecientos cuarenta y dos. —El doctor Mortimer lo extrajo del bolsillo del pecho—. Quien encomendó a mi cuidado este documento de familia fue sir Charles Baskerville, cuya muerte, repentina y trágica, ocurrida hace unos tres meses, levantó tanto revuelo en Devonshire. Puedo decir que yo era amigo personal suyo, además de su médico de cabecera. Era hombre de firmes resoluciones, astuto, práctico, y tan desprovisto de imaginación como yo. Y, con todo ello, tomó en serio este documento y vivió preparado para un final como el que, en efecto, tuvo.
Holmes alargó la mano para agarrar el manuscrito, y lo alisó encima de su rodilla.
—Fíjese, Watson, en el empleo alternativo de la letra ese larga y corta. Fue uno de los indicios que me permitieron señalar la fecha.
Miré por encima de su hombro el papel amarillento y la escritura descolorida. Lo encabezaban estas palabras: «Palacio de Baskerville», y debajo, en grandes cifras irregulares: «1742».
—Parece ser una declaración.
—Sí, es una declaración en la que se consigna cierta leyenda que se van transmitiendo los miembros de la familia Baskerville.
—Pero he creído entender que usted desea consultarme sobre alguna cosa más reciente y de tipo práctico.
—Mucho más reciente. Es un asunto sumamente práctico y apremiante, que precisa resolverse dentro de las próximas veinticuatro horas. Pero el manuscrito es breve y guarda íntima conexión con el problema. Con el permiso de ustedes, se lo leeré.
Holmes se arrellanó en su asiento, juntó las yemas de los dedos de las manos y cerró los ojos con aire de resignación. El doctor Mortimer volvió el manuscrito hacia la luz y leyó en voz alta y aguda el siguiente y curioso relato de tiempos pasados.
“El doctor Mortimer volvió el manuscrito hacia la luz y leyó”.
—«Se han hecho muchas afirmaciones acerca del origen del sabueso de los Baskerville; pero como yo desciendo en línea directa de Hugo Baskerville, y como he oído la historia de labios de mi padre, que la recibió a su vez de boca del suyo, la he puesto por escrito, con la plena convicción de que el hecho ocurrió tal como aquí se relata. Y yo quisiera, hijos míos, que tuvieseis fe en que la misma justicia que castiga el pecado puede también generosamente perdonarlo, y que no existe anatema que no pueda ser levantado mediante las oraciones y el arrepentimiento. Aprended, pues, de este relato a no temer los frutos del pasado, pero también a ser circunspectos en el porvenir, a fin de que las perniciosas pasiones que tan dolorosas consecuencias han acarreado a nuestra familia no se desaten otra vez para ruina nuestra.
»Sabed, pues, que en tiempos de la Gran Rebelión (cuya historia, escrita por el doctor lord Clarendon, recomiendo vivamente a vuestra atención) era señor de esta casa solariega de Baskerville, Hugo, del mismo apellido, sin que pueda pasarse por alto el decir de él que era el más salvaje, blasfemo e impío de los hombres. Todo esto, a decir verdad, se lo habrían perdonado los habitantes de la región, en vista de que nunca abundaron por allí los santos; pero había en el carácter de Hugo cierta inclinación a lo temerario y cruel, que convirtió su nombre en objeto de horror por todo el Oeste. Pues bien: este Hugo se enamoró (si es que puede aplicarse nombre tan hermoso a una pasión tan sombría) de la hija de un terrateniente que vivía cerca de los dominios de los Baskerville. Pero la joven doncella, que era discreta y gozaba de excelente reputación, esquivaba siempre el encontrarse con él, porque el mal nombre que Hugo tenía le inspiraba temor. Ocurrió, pues, por San Miguel, que Hugo, con cinco o seis de sus compañeros, ociosos y malvados, se presentó en secreto en la granja y raptó a la doncella, mientras su padre y sus hermanos se hallaban ausentes, detalle del que Hugo estaba enterado. Cuando la tuvieron en la mansión, la recluyeron en una estancia del piso superior, mientras Hugo y sus amigos se sentaban a la mesa para celebrar una larga francachela, según tenían por costumbre todas las noches. La pobre moza se habría vuelto loca en el piso de arriba al oír los cantos, vociferaciones y blasfemias terribles que le llegaban desde abajo, porque dicen que las frases que acostumbraba emplear Hugo Baskerville, cuando estaba borracho, eran como para que quien las pronunciase volase hecho pedazos. Por último, y en las angustias de su terror, la joven hizo una cosa que hubiera asustado al hombre más valiente y osado: valiéndose de la enredadera que cubría (y aún cubre) el muro de la parte sur, se descolgó desde el alero del tejado, y acto seguido se encaminó a través del páramo hacia su casa, porque entre la mansión y la granja de su padre mediaba solo una distancia de tres leguas.
»Al poco rato de esto se le ocurrió a Hugo separarse de sus invitados para llevar alimento y bebida..., y quizá con propósitos peores..., a su cautiva, descubriendo con ello que la jaula estaba vacía y que el pájaro había escapado. Parece que entonces se puso como si estuviera poseído por el diablo; echó a correr escaleras abajo hasta el comedor, se encaramó de un salto sobre la espaciosa mesa, haciendo volar por los aires las botellas y las viandas, y dijo a gritos, en presencia de los allí congregados, que sería capaz de entregar aquella noche su cuerpo y su alma a las potencias del infierno con tal de conseguir alcanzar a la moza. Y mientras el grupo de juerguistas contemplaba con la boca abierta el furor desatado de aquel hombre, uno de ellos, más malvado que los demás, o quizá más borracho, gritó que había que lanzar a los sabuesos sobre la pista de la muchacha. Al oír aquello, Hugo salió corriendo de la casa, gritando a sus caballerizos que le ensillasen su yegua y sacaran de las perreras la jauría; echó a los sabuesos un pañuelo de la joven, los lanzó sobre la huella, y los perros salieron aullando por la paramera a la luz de la luna.
»Los compañeros de juerga permanecieron un rato boquiabiertos, sin llegar a comprender todo aquello que se había hecho con tanta precipitación. Pero luego sus cerebros entontecidos comprendieron la índole de lo que iba probablemente a ocurrir en las tierras del páramo. Se armó un alboroto estrepitoso; los unos pedían pistolas, los otros, sus caballos y algunos, otra botella de vino. Finalmente, sus cerebros enloquecidos recobraron algo de claridad, y todos, trece en número, montaron a caballo y emprendieron la persecución. La luna brillaba clara por encima de ellos, mientras cabalgaban rápidamente, siguiendo la dirección que por fuerza tenía que tomar la doncella si quería llegar a su propia casa.
»Llevarían recorridas una o dos millas cuando se cruzaron con uno de los pastores nocturnos que había en la paramera, y le gritaron si no había visto la partida de caza. El hombre, cuenta la historia, se hallaba tan aturdido de miedo que apenas podía hablar, pero por último dijo que sí, que había visto a la desdichada joven, y a la jauría sobre sus huellas. Y agregó: “Pero he visto más; porque Hugo Baskerville se cruzó conmigo en su yegua negra, y tras él, persiguiéndole en silencio, un sabueso del infierno, como no quiera Dios que yo lo vea jamás tras mis talones”.
»Los caballeros, borrachos, maldijeron al pastor al oír aquello, y siguieron su cabalgada. Pero, a poco andar, sintieron que se les helaba la sangre, porque les llegó, cruzando la paramera, el ruido del galope de un caballo: la yegua negra, salpicada de blanca espuma, cruzó en sentido contrario, arrastrando las riendas y con la montura vacía. Aquellos juerguistas arrimaron unos a otros sus caballos, presas de gran pavor, pero siguieron galopando por el páramo, aunque si cada uno de ellos hubiese estado solo, se habría alegrado muchísimo de hacer girar en redondo la cabeza de su caballo. Avanzando de ese modo, a paso corto, llegaron por fin a donde estaba la jauría. Los sabuesos, aunque afamados por su bravura y su sangre, estaban ahora apiñados y gimoteando, a la entrada de una profunda cañada que formaba allí la paramera; algunos intentaron retroceder, y otros miraron, con la pelambre del cuello erizada, hacia el fondo del valle que tenían delante.
“en el centro del calvero yacía la desdichada doncella en el sitio donde había caído”.
»El grupo se detuvo; aquellos hombres, como ya adivinaréis, estaban más despejados que cuando salieron de la mansión. La mayoría de ellos se negó resueltamente a avanzar, pero tres, los más audaces, o quizá los más borrachos, lanzaron sus caballos cañada abajo. Desembocaba esta en una ancha explanada, en la que se alzaban dos grandes piedras, que aún hoy se ven allí, y que fueron asentadas donde están por ciertos pueblos olvidados que hubo hace muchísimo tiempo. La luna iluminaba con su luz brillante aquel calvero, y en el centro del mismo yacía la desdichada doncella en el sitio donde había caído, muerta de miedo y de fatiga. Pero no fue la vista de su cadáver, ni siquiera la vista del cuerpo de Hugo de Baskerville, que yacía en el suelo junto a la moza, lo que erizó los cabellos de aquellos tres atrevidos bravucones, sino que, apoyado encima de Hugo, y forcejeando, con los dientes clavados en el cuello, había un ser repugnante, una bestia corpulenta, negra, de la forma de un sabueso, pero de volumen mucho mayor que el de todos los sabuesos que han visto ojos humanos. Mientras estaban mirando, la bestia arrancó el garganchón de Hugo de Baskerville. Al ver aquello y que la fiera volvía sus ojos llameantes y sus mandíbulas, que chorreaban sangre, hacia ellos, los tres hombres lanzaron un alarido de terror y corrieron en sus caballos por la paramera como si en ello les fuese la vida y sin dejar de gritar. Se dice que uno de ellos murió aquella misma noche de la impresión que le produjo lo que había visto, y que los otros dos ya no fueron sino guiñapos durante el resto de su vida.
»Tal es, hijos míos, la leyenda de la aparición del sabueso que, según se cuenta, ha perseguido desde entonces de manera tan dolorosa a nuestra familia. Si he puesto esta leyenda por escrito es porque lo que se sabe con claridad aterroriza menos que lo que no pasa de insinuación y barrunto. No puede tampoco negarse que muchos miembros de nuestra familia han tenido muertes lastimosas, repentinas, sangrientas, misteriosas. Pero, con todo eso, busquemos cobijo en la bondad infinita de la Providencia, que no va nunca en el castigo de los inocentes más allá de la tercera o de la cuarta generación, que es la amenaza que hace en la Sagrada Escritura. A esa Providencia, hijos míos, os encomiendo ahora, y os aconsejo, como medida de precaución, que no crucéis nunca la paramera a las horas tenebrosas en que andan triunfantes las potencias del Mal.
»(Este escrito dirige Hugo Baskerville a sus hijos Roger y John, con instrucciones de que nada digan acerca de su contenido a su hermana Elizabeth)».
Al acabar de leer esta extraña narración, el doctor Mortimer alzó sus gafas hacia la frente y miró a través de ellas al señor Sherlock Holmes. Este último bostezó, arrojó al fuego la colilla de su cigarrillo y exclamó:
—Usted dirá.
—¿No lo encuentra interesante?
—Para un coleccionista de cuentos de hadas.
El doctor Mortimer sacó del bolsillo un periódico doblado.
—Pues bien, señor Holmes: voy a leerle algo más reciente. Aquí tiene usted el número del Devon Country Chronicle del 14 de junio de este año. Trae un breve relato de los hechos que salieron a relucir con motivo de la muerte de sir Charles Baskerville, ocurrida unos días antes de esa fecha.
Mi amigo inclinó un poco el cuerpo hacia delante y mostró gran atención. Nuestro visitante reajustó sus gafas y empezó a leer:
—«La muerte repentina, acaecida recientemente, de sir Charles Baskerville, cuyo nombre se había mencionado como probable candidato del partido liberal por Mid-Devon en las próximas elecciones, ha sumido en la tristeza a todo el condado. Aunque sir Charles llevaba viviendo en la mansión de los Baskerville poco tiempo, su simpatía y su gran generosidad le ganaron el afecto y respeto de cuantos le trataron. En estos tiempos de nouveaux riches reconforta encontrarse con un caso en que el descendiente de una antigua familia del condado venida a menos ha sido capaz de enriquecerse por sí mismo y regresar después para restaurar la caída grandeza de su linaje. Como es bien sabido, sir Charles ganó grandes sumas de dinero en especulaciones sudafricanas. Más cauto que quienes siguen adelante hasta que la rueda se vuelve contra ellos, hizo la liquidación de sus ganancias y regresó a Inglaterra con ellas.
»Hace solo dos años que estableció su residencia en la mansión de los Baskerville, y los ambiciosos planes de reconstrucción y mejoras que la muerte ha venido a interrumpir habían llegado a ser tema corriente de conversación. Dado que no tenía hijos, su deseo, públicamente expresado, era que toda la zona se beneficiase, en vida suya, de su buena fortuna, y son muchos los que tienen razones personales para lamentar su prematura desaparición. En estas columnas se ha hecho con frecuencia crónica de sus generosos donativos a instituciones de caridad, tanto locales como del condado.
»No puede afirmarse que la investigación judicial haya puesto por completo en claro las circunstancias que rodean la muerte de sir Charles, pero al menos se ha hecho lo suficiente para acabar con ciertos rumores que han nacido de supersticiones locales. No existe razón alguna para sospechar que se haya cometido un delito, ni para imaginarse que su muerte pueda obedecer a causas que no sean naturales. Sir Charles era viudo, y puede decirse de él que en ciertos aspectos era un hombre excéntrico. A pesar de su considerable fortuna, sus gustos personales eran sencillos y el servicio de la mansión se limitaba a un matrimonio, los Barrymore: el marido ejercía de mayordomo, y la mujer, de ama de llaves. Sus declaraciones, corroboradas por distintos amigos, ponen de manifiesto que la salud de sir Charles era precaria desde hace algún tiempo, y hacen pensar principalmente en alguna enfermedad cardiaca, que se manifestaba en cambios de color, ahogos y accesos agudos de depresión nerviosa. El doctor James Mortimer, amigo y médico de cabecera del difunto, ha testimoniado en el mismo sentido.
»Los hechos ocurridos son sencillos. Sir Charles Baskerville solía pasear todas las noches, antes de acostarse, por la célebre avenida de los Tejos, de la mansión de Baskerville. La declaración de los Barrymore corrobora esta costumbre. El día 4 de junio manifestó su intención de salir al día siguiente para Londres, y ordenó a Barrymore que le preparase el equipaje. Aquella noche salió a dar su habitual paseo nocturno, durante el cual solía fumar un cigarrillo, pero no regresó. Barrymore, al encontrar abierta la puerta principal a medianoche, se alarmó y, tras hacerse con una linterna, salió en busca de su señor.
»El día había sido lluvioso y resultó fácil seguir las huellas de sir Charles por la avenida. Hacia la mitad del paseo hay una puerta para carruajes que da al páramo. Hay allí señales de que sir Charles permaneció en aquel lugar un breve lapso de tiempo. Siguió luego adelante por la avenida, y en el extremo más lejano de esta fue encontrado el cadáver. Ha quedado inexplicada la afirmación que hizo Barrymore de que las huellas de los pies de su amo cambiaron de aspecto desde el instante en que cruzó la puerta de la paramera; desde allí en adelante parecía que hubiese caminado de puntillas. Cierto individuo llamado Murphy, gitano y tratante de ganado, se hallaba en la paramera, a no mucha distancia del lugar y a esa misma hora; pero resulta de su propia confesión que su borrachera lo incapacitaba para todo. Manifiesta que oyó gritos, pero no puede asegurar de qué dirección venían. No se advirtieron en el cuerpo de sir Charles señales de violencia, y aunque la declaración del médico daba a entender que existía una distorsión facial casi increíble —tan grande, que el doctor Mortimer se resistió a creer en los primeros momentos que aquel era su amigo y paciente—, se dio la explicación de que semejante síntoma no es extraordinario en ciertos casos de disnea y de muerte por agotamiento cardiaco. Esta explicación fue confirmada por la autopsia, que puso al descubierto una enfermedad orgánica muy anterior; y el juez de instrucción dictó su veredicto de acuerdo con las declaraciones médicas. Más vale así, porque tiene evidentemente la mayor importancia que el heredero de sir Charles venga a residir en la mansión y lleve adelante la buena obra de manera tan triste interrumpida. Si la prosaica conclusión del juez de instrucción no hubiese cortado las novelescas historias que se rumoreaban en relación con este asunto, habría sido difícil encontrar alguien que quisiera establecer su residencia en la mansión de los Baskerville. Según parece, el pariente más próximo es el señor Henry Baskerville, si es que vive; es hijo del hermano menor de sir Charles Baskerville. Las últimas noticias que se tuvieron de este joven lo situaban en Norteamérica, y se está investigando para informarle de su buena suerte».
“en el extremo más lejano de la avenida fue encontrado el cadáver”.
El doctor Mortimer volvió a doblar el periódico y a metérselo en el bolsillo.
—Estos son, señor Holmes, los hechos del dominio público relacionados con la muerte de sir Charles Baskerville.
—He de darle a usted las gracias —dijo Sherlock Holmes— por haber llamado mi atención hacia un caso que ofrece, desde luego, algunos rasgos de interés. Leí por ese tiempo ciertos comentarios periodísticos, pero me hallaba entonces sumamente preocupado con el asuntillo aquel de los camafeos del Vaticano, y mi gran deseo de quedar a bien con el Papa me hizo desconectarme de varios interesantes casos ocurridos en Inglaterra. ¿Dice usted que ese artículo contiene todos los hechos que son de dominio público?
—Así es.
—Pues entonces, cuénteme aquellos que son del dominio privado.
Se recostó en su asiento, juntó las yemas de los dedos y adoptó la expresión más impasible y más propia de un juez.
—Al hacerlo —dijo el doctor Mortimer que había empezado a mostrar síntomas de una fuerte emoción— voy a decirle cosas que no he confiado a nadie. Lo que me llevó a ocultárselas al juez investigador fue la resistencia, propia de un científico, a situarse ante el público en una posición que podría servir de apoyo a una superstición. Me movía a ello, además, el que, como dice el periódico, nadie seguramente querría vivir en el palacio de Baskerville si se hacía algo que aumentase todavía más la ya siniestra fama del mismo. Por ambas razones creí que estaba justificado decir bastante menos de lo que sabía, puesto que ningún bien podía derivarse de mis palabras; pero no existe razón alguna para que a usted no le hable con absoluta franqueza.
»Los habitantes de la paramera son muy escasos, y los que viven cerca unos de otros mantienen un trato muy estrecho. Por esta razón frecuentaba yo mucho a sir Charles Baskerville. Si exceptuamos al señor Frankland, de la mansión Lafter, y al señor Stapleton, el naturalista, no hay en muchas millas a la redonda otras personas cultas. Sir Charles era un hombre retraído, pero el hecho de su enfermedad nos acercó a todos, y un interés común en la ciencia nos mantuvo ligados. Sir Charles había traído de África del Sur muchos datos científicos, y hemos pasado juntos más de una velada deliciosa discutiendo la anatomía comparada del bosquimano y del hotentote.
»En el transcurso de los últimos meses fui viendo cada vez con mayor claridad que el sistema nervioso de sir Charles se hallaba en una tensión próxima al punto de ruptura. Se había tomado muy a pecho esta leyenda que les he leído..., hasta el punto de que, paseándose como se paseaba por su finca, nada del mundo le habría hecho salir de noche a la paramera. Por increíble que a usted le parezca, señor Holmes, él estaba sinceramente convencido de que sobre su familia pesaba una terrible fatalidad, y, desde luego, los casos que podía citar de sus antepasados no eran nada tranquilizadores. La idea de alguna aparición terrible le perseguía constantemente, y en más de una ocasión me preguntó si en mis idas y venidas de médico no había visto por las noches algún animal raro, o si no había oído los ladridos de un sabueso. Esta última pregunta me la formuló varias veces, y siempre con la voz vibrante de emoción.
»Recuerdo perfectamente un viaje que hice en coche a su casa, a primeras horas de la noche, unas tres semanas antes del fatal suceso. Dio la casualidad de que él se hallaba en la puerta principal. Me había yo apeado de mi calesín y estaba en pie delante de sir Charles, cuando me fijé en que su mirada se clavaba por encima de mi hombro en algo, y en que sus ojos, dilatados por una expresión del más espantoso terror, parecían ver algo que estaba a mis espaldas, aunque lejos. Giré en redondo y tuve apenas tiempo para un atisbo de algo que tomé por un voluminoso becerro negro que cruzaba por el extremo del camino de coches. Era tal la alarma de sir Charles que no tuve más remedio que ir hasta el lugar donde había estado el animal aquel, y lo busqué. Pero había desaparecido, y este incidente pareció afectar a sir Charles de una manera desastrosa. Permanecí a su lado en esa ocasión toda la velada, y para explicarme la emoción que había sentido fue cuando él me dio a guardar el relato que le leí a usted en los comienzos de mi visita. Menciono este pequeño episodio porque adquiere alguna importancia en vista de la tragedia posterior; pero, en aquel momento, tuve el convencimiento de que se trataba de un asunto completamente trivial y de que no existían razones que justificasen su agitación.
»Sir Charles iba a trasladarse a Londres por consejo mío. Yo sabía que él padecía una lesión cardiaca. Su ansiedad constante, por quimérica que fuese la causa, repercutía de una manera evidente y seria sobre su salud. Creí que algunos meses disfrutando de las distracciones de la capital lo devolverían a su casa como nuevo. También el señor Stapleton, amigo de ambos, que se preocupaba mucho por el estado de salud de sir Charles, era de la misma opinión. En el último instante ocurrió la tremenda tragedia.