El sabueso de los Baskerville
Arthur Conan Doyle
Century Carroggio
Derechos de autor © 2023 Century Carroggio
Todos los derechos reservados.Introducción: Juan LeitaTraducción: Amando Lázaro RosIlustraciones del interior: Marta CarroggioTítulo original: The Hound of the Baskervilles (1902)Serie Sherlock Holmes (número 5)
Contenido
Página del título
Derechos de autor
Introducción a la serie y al volumen
EL SABUESO DE LOS BASKERVILLE
Capítulo I. El señor Sherlock Holmes
Capítulo II. El castigo de los Baskerville
Capítulo III. El problema
Capítulo IV. Sir Enrique de Baskerville
Capítulo V. Tres hilos rotos
Capítulo VI. El palacio Baskerville
Capítulo VII. Los Stapleton de la casa de Merripit
Capítulo VIII. Primer informe del doctor Watson
Capítulo IX. Una luz en el páramo
Capítulo X. Extracto del diario del doctor Watson
Capítulo XI. El hombre de la colina rocosa
Capítulo XII. La muerte en el páramo
Capítulo XIII. Colocando las redes
Capítulo XIV. El sabueso de los Baskerville
Introducción a la serie y al volumen
La presente serie de Century Carroggio incluye los principales títulos de Arthur Conan Doyle sobre Sherlock Holmes, el más famoso detective de la literatura universal. En los volúmenes I y II se ofrecen, respectivamente, Estudio enEscarlata (1887) y El signo de los cuatro (1890),las dos novelas con que Doylemuestra en público a su célebre personaje. En los volúmenes III y IV, más extensos que los anteriores, se recogen Las aventuras de SherlockHolmes y Las memorias de Sherlock Holmes en1893; se trata, en ambos casos, de libros compuestas por un conjunto de relatos breves que el mismo Doyle agrupó bajo esos títulos. Por último, el presente volumen Vpresenta al lector El sabueso de los Baskerville, que fue originalmente publicado por entregas en la revista literaria londinense The Strand entre agosto de 1901 y abril de 1902.
El arquetipo literario de Sherlock Holmes
Juan Leita
Sir Arthur Conan Doyle (1859-1930), el creador de Sherlock Holmes, constituye el máximo exponente histórico dentro del género policiaco y detectivesco. La valoración de su personaje, sin embargo, oscila entre un entusiasmo exacerbado y una dura desmitificación de su figura. Hay quien ve en él el prototipo del detective, el sabueso por excelencia. Hay quien solо ve una burda manifestación de una personalidad frustrada. Dentro de esta gama de valoraciones existen también, naturalmente, diversos intentos por explicar su creación a partir de inveteradas manifestaciones y tendencias del espíritu humano.
Hay quien solo encuentra en las historias de Sherlock Holmes un motivo para hablar de la alienación del hombre. Como se echa de ver claramente en ellas, la novela policiaca no hace más que sustituir la verdadera tensión humana, la que va unida a la lucha real por la existencia, por una falsa tensión de orden puramente externo: el deseo de saber quién es el misterioso criminal y cómo lo descubrirá el inteligente detective. Hay quien se remonta en su entusiasmo a los antiguos caballeros medievales: Sherlock Holmes no es más que la reencarnación moderna de los antiguos paladines del honor y de la justicia. Como Rolando, como el Cid, como don Quijote, su tarea consiste en deshacer entuertos y pelear en pro de los afligidos con la afilada espada de su inteligencia. Entre estas valoraciones y criticas extremas, sin embargo, existe la posibilidad de proceder de un modo más ajustado a la creación de sir Arthur Conan Doyle.
Sin dejarnos llevar por entusiastas exagerados ni por detracciones de carácter apriorístico, nuestra labor tendría que estribar en intentar discernir lo que verdaderamente hay en el fondo de este personaje que ha logrado arrastrar en la actualidad a millones de lectores, haciendo de su autor el máximo exponente de un género literario privativo de la última modernidad.
En realidad, si analizamos las peculiaridades esenciales de Sherlock Holmes, nos encontraremos con la imagen del hombre que, con sus cualidades y defectos, con su fuerza y su drama, se ha convertido en el paradigma y en la resultante final de las tensiones humanas del siglo veinte.
En primer lugar, Sherlock Holmes es el prototipo de la soledad y del hermetismo. Encerrado en su casa de Baker Street, aislado de la estructura “normal” y del orden social imperante, únicamente un amigo tiene la posibilidad de acercarse y sondear un poco la vida interior de este personaje. Como Auguste Dupin, la figura creada por Edgar Allan Poe y antecesor directo de Sherlock Holmes, se trata de un hombre que vive a su antojo, retirado durante el tiempo vigente para la normalidad social en el breve espacio de una habitación desordenada y llena de humo, acompañado solamente de un amigo que sabe callar durante largas horas. Sherlock Holmes vive su vida, concentrado y hasta obsesionado por la sola actividad que le absorbe y le aísla del contexto determinado por su sociedad. Sabemos, no obstante, que no se trata de un misántropo. Su soledad y su hermetismo son más bien el retrato de una protesta contra una sociedad que no piensa y que quiere obligar a sus individuos a no pensar. Porque en esto consiste precisamente su actividad absorbente y exclusivista.
En efecto, la segunda peculiaridad esencial que se pone de manifiesto en Sherlock Holmes es la confianza absoluta en el proceso lógico y la entrega total al ejercicio deductivo de la razón. Su interés y su propósito no estriba en último término en descubrir quién es el misterioso criminal por motivos de justicia o de orden cívico, sino más bien en desarrollar un proceso de relaciones intelectuales que avance y llegue a feliz término. No se trata de que le interese únicamente el enigma criminal; en el fondo, le interesa racionalmente cualquier enigma. También como Auguste Dupin, ocupado en desentrañar las cavilaciones puramente mentales de un amigo silencioso, Sherlock Holmes se dedica a hacer deducciones sobre su amigo Watson o a deducir por las particularidades de un bastón cómo será su propietario. Sherlock Holmes es sobre todo cerebro y razón, una poderosa inteligencia que se sirve de un cuerpo como apéndice accesorio. Desengañado finalmente de los sentimientos y demás actividades vitales, surge un ser puramente pensante que se entrega de lleno a la fría razonabilidad como único camino para una reconstrucción coherente de la realidad humana. Contrariamente a lo que nos dice uno de los personajes de Esperando a Godot, Sherlock Holmes viene a decirnos: «El mal es no haber pensado».
A estas dos peculiaridades primordiales del personaje creado por sir Arthur Conan Doyle, se unen varios rasgos que acaban de perfilar aquella imagen del hombre, paradigma y resultante final de las tensiones vividas en el último siglo. Sherlock Holmes no cree ni espera nada del matrimonio como institución. Siendo esta actitud otro aspecto de su soledad y de su cerebralismo, constituye a la vez una posición de protesta del individuo. No se trata de un misógino. No se trata de un científico abstraído ni de un místico. A Sherlock Holmes le gusta la mujer. Es precisa mente una mujer quien protagoniza uno de los pocos fracasos del famoso investigador. Pero, en eterna contraposición con su amigo Watson, en su figura se pone de manifiesto que la relación matrimonial, determinada por mil condicionamientos externos e internos, resultaría un impedimento insalvable para el desarrollo de la propia personalidad.
Sherlock Holmes es desordenado, desaliñado. Sherlock Holmes es altanero, presuntuoso. Sherlock Holmes es drogadicto.
Si atendemos a todas estas particularidades reales de su carácter, nos daremos cuenta ante todo de que en realidad estamos muy lejos de poder afirmar aquella reencarnación moderna del caballero medieval y de los antiguos defensores del honor y de la justicia. Lo que se insinúa y se dibuja más bien en Sherlock Holmes, sorprendentemente, es la imagen del homo novus, de aquellas tendencias espontáneas y anárquicamente desorganizadas, existentes todavía hoy en nuestra sociedad, que anuncian la ruptura total con las necesidades que dominan en la sociedad represiva, de aquellos grupos característicos de un estado de desintegración lenta dentro del sistema. De hecho, Sherlock Holmes nо aparece como unа encarnación del pasado, sino todo lo contrario: un raro preanuncio del futuro que aún hoy día resulta vigente. Quizás en esto reside, en el fondo, el secreto de su actualidad.
Desde este mismo punto de vista, sin embargo, hay que corregir también aquel proceso de desmitificación crítica que solo encuentra en Sherlock Holmes un motivo para hablar de la alienación humana. El juicio de Georg Lukács en su obra Significado presente del realismo crítico nos resulta del todo adecuado, hablando de la creación de sir Arthur Conan Doyle: «Así fue como aparecieron las obras en las que la verdadera tensión política, la que está ligada a la lucha real por el socialismo, era sustituida por una falsa tensión, de orden puramente externo, la que se encuentra en las novelas policíacas, el deseo de saber quién es el misterioso criminal, cómo y quién lo descubrirá, etc. Así, basadas en unas tensiones puramente superficiales, estas obras no podían aprehender la realidad de una manera auténtica». En realidad, un lector inteligente de las narraciones de Sherlock Holmes descubrirá en ellas muchas de las tensiones modernas provocadas por el antagonismo todavía no solventado entre individuo y sociedad.
Un pensamiento lineal y estructurado a base de principios predefinidos desechará con facilidad todo aquello que no se ajusta al rígido planteamiento de su sistema. Pero sociólogos adogmáticos han reconocido que, dentro del proceso revolucionario, las tendencias anárquicas y espontáneamente desorganizadas pueden desempeñar a la larga una importante función. Fue Fourier quien puso de manifiesto por primera vez la diferencia cualitativa entre una sociedad libre y una sociedad no-libre, sin asustarse ya.
Aquellos que quemarían muchas obras literarias con el fin de evitar la alienación, como en Fahrenheit 451 de François Truffaut, se encuentran de repente con una tierra de hombres-libros y de hombres-libres en la que, sin duda alguna, habría alguien también que exclamaría al ser preguntado por su nombre: Las aventuras deSherlock Holmes de sir Arthur Conan Doyle.
Dentro de una valoración más serena y equilibrada, el juicio genérico de Bernard Frank sobre la novela policiaca aparece como un elemento mucho más útil para ponderar en concreto la obra de Conan Doyle. Según él, una novela policiaca no se debería leer nunca hasta el final. «En efecto, nuestro placer se va disgregando en el momento en que la verdad empieza a abrirse paso por entre mil emboscadas y trampas, para desaparecer completamente cuando en las últimas páginas nos es revelada. Contrariamente a lo que se suele pensar, una novela policiaca no se lee para conocer la verdad, sino para darle la espalda durante el mayor tiempo posible por amor a lo fantástico, a lo extraordinario, y para saborear mejor la banalidad cotidiana, el desayuno, el crepúsculo, la cafetería.» En verdad, cuando leemos cualquier narración de Sherlock Holmes, se dan de una manera especial estos elementos descritos con tanto acierto por Bernard Frank. Al leer El sabueso de los Baskerville, por ejemplo, el lector observará por sí mismo que su deseo es que se mantenga el enigma, que sigan las sorpresas en el páramo y que los extraños aullidos se prolonguen durante el mayor tiempo posible, sin importar demasiado la resolución del enigma. La vista vuelve con nostalgia al intrigante planteamiento y a la serie de acontecimientos que giran alrededor del perro fantástico.
Otro elemento no menos importante contenido en el juicio de Bernard Frank es, sin duda, el que se refiere al extraño poder de transformar y de dar interés a la banalidad cotidiana. Con Sherlock Holmes, el lector no solamente disfruta de una potente capacidad deductiva, sino que se sumerge también en la vida «normal» del detective y de su compañero Watson. En realidad, sin que uno lo advierta siquiera, resulta ya emocionante entrar simplemente en el pequeño piso del 221 bis de Baker Street, asistir a los desayunos ingleses preparados por la señora Hudson, andar por las calles londinenses y atravesar el campo británico. Cualquier detalle adquiere un interés insospechado: un bastón abandonado, unos zapatos sucios, un periódico que se abre a primeras horas de la mañana, una taza de té que nadie ha probado todavía. A este respecto, resulta curioso constatar que el proceso seguido por Alfred Hitchcock en sus 52 films guarda una estrecha relación con este fenómeno conсreto. En su última película, por ejemplo, se hace patente una pérdida de interés por lo que podríamos llamar peripecia anecdótica o trama argumental. Lo que se pone más bien de relieve es esta transformación extraordinaria de la banalidad cotidiana. Lo que se admira son estas cenas caseras impregnadas de un interés extraño, estos desayunos en la comisaría, estas charlas en una cafetería de lujo o en un bar de dudosa reputación. Lo único que hace el «frenesí» del protagonista es interesar al espectador por una cotidianidad aparentemente exenta de interés y de impulso frenético.
La cultura digital en que nos encontramos inmersos ha transformado completamente el arte de los viejos detectives. ¿Cómo es posible que, en este nuevo contexto, la figura de Sherlock Holmes siga cosechando tanto éxito e interés entre los lectores?
Desde el punto de vista de la «originalidad» actual de la obra de sir Arthur Conan Doyle, es justamente ese aspecto de la cotidianidad del personaje la que adquiere relevancia, pues las tramas y los trucos de «suspense» resultarían hoy día ingenuos o banales si son considerados como ingrediente principal. El lector actual está avezado ya a toda clase de recursos. En su momento, las genialidades de Sherlock Holmes pudieron asombrar a miles de seguidores. El proceso argumental de sus narraciones pudo parecer fascinadoramente nuevo. Sin embargo, la repetición, el plagio, la semejanza y el inevitable progreso en la creación de nuevas situaciones han hecho que hoy día la lectura de las obras de Conan Doyle no sea precisamente interesante por razón de su «originalidad» argumental.
Prescindiendo del interés que pueda tener desde el punto de vista histórico, en el sentido de ser el origen creador de todas las tramas y de todos los trucos policiacos, lo que verdaderamente sigue siendo original es la situación inimitable de la vida y de los sucesos banales del gran detective y de su compañero Watson. El sabueso de los Baskerville vuelve a ser aquí un ejemplo concluyente. Los trucos e intentos por asombrar al lector podrán parecer actualmente ingenuos en su mayor parte. Es posible que el desenlace resulte pobre e incluso decepcionante. Pero nadie puede sustraerse a la situación ambiental de la trama y a la fascinación que ejercen los personajes que en ella se mueven. Los sucesos concretos que se desarrollan en Baker Street y en el páramo poseen tal fuerza de singularidad y originalidad que bastan por sí solos para atraer la atención del lector actual.
Es este último punto también el único que puede explicar la inusitada popularidad alcanzada por Sherlock Holmes. La reproducción exacta en un museo de Londres de su casa en Baker Street, de su sillón, de su tabaquera, de su pipa, de su jeringuilla... obedece más a la fascinación del detalle que revela su carácter y su personalidad que al intento de recordar unas tramas policiacas ingeniosas y originales. Lo que se pretende es dar vida al mismo Sherlock Holmes, a su figura concreta e inimitable, al «irregular» de Baker Street. Lo que fascina es la incomunicabilidad de su persona, la singularidad de su naturaleza individual. El lector acaba por desear simplemente poder contemplar a Sherlock Holmes y a su amigo Watson, pasear por unas calles londinenses, comprar un periódico, detenerse en un café. Poco importa ya la anécdota. Lo que se ha transformado es una cotidianidad aparentemente exenta de interés y de atracción personal.
Al presentar pues aquí lo mejor de sir Arthur Conan Doyle, pensamos contribuir también a una revalorización actual de su obra. Sin dejarnos llevar por un intento de retorno idealista a una época ya fenecida ni por un propósito apriorístico de critica dogmática, nuestra mirada se vuelve a Sherlock Holmes contemplándole como la sorprendente muestra paradigmática de las tensiones humanas vividas en la última y penúltima modernidad. El doloroso choque entre individuo y comunidad social, todavía no solventado por ninguna teoría ni por ninguna praxis, se hace patente en su inconfundible e inimitable figura. El «irregular» de Baker Street se nos aparece como una atrayente manifestación y una rara denuncia de las irregularidades del siglo pasado. Desde el problema de la soledad personal hasta la excesiva decantación hacia el racionalismo, desde la contestación teórica y práctica de las instituciones más consagradas hasta el problema de la droga, Sherlock Holmes va perfilando una imagen humana que se va haciendo cada vez más nuestra. Ya no es la consabida «elementalidad» de sus deducciones ni la histórica originalidad de sus aventuras lo que propiamente se nos impone, sino la progresiva y casi inevitable apropiación de su figura como algo íntimo y actualísimo. Sir Arthur Conan Doyle no solo es el máximo exponente histórico del género policiaco, sino también el descubridor de un tipo humano que sintetiza las más secretas tensiones y los más vivos resortes de la modernidad.
EL SABUESO DE LOS BASKERVILLE
Capítulo I. El señor Sherlock Holmes
El señor Sherlock Holmes, que de ordinario se levantaba muy tarde por las mañanas, salvo ocasiones, bastante frecuentes, en que no se acostaba en toda la noche, se hallaba sentado a su mesa de desayunar. Yo estaba de pie en la esterilla de la chimenea, y eché mano al bastón que nuestro visitante de la noche anterior había dejado al marcharse. De madera fina y resistente, con el puño abultado, pertenecía al tipo de bastones que son conocidos con el nombre de abogado de Penang.Debajo mismo del puño tenía una ancha tira de plata, de casi una pulgada de extremo a extremo. En ella, y con la fecha 1884, estaba grabada la inscripción siguiente: «A James Mortimer, M. R. C. S., de sus amigos del C. C. H.» Era, precisamente, un bastón como el que acostumbran llevar los médicos de cabecera chapados a la antigua…, solemne, sólido y tranquilizador.
—¿Qué le dice a usted ese bastón, Watson?
Holmes se hallaba sentado de espaldas a mí, y yo no le había dado indicio alguno de lo que estaba haciendo.
— ¿Y cómo supo usted lo que yo hacía? Me está pareciendo que tiene usted ojos en la parte posterior de su cabeza.
—Por lo menos, sí que tengo delante de mí una cafetera de plata bien bruñida —dijo él—. Pero dígame, Watson: ¿qué deduce usted del bastón de nuestro visitante? Ya que la mala suerte quiso que no coincidiésemos con él, y ya que no tenemos la menor idea de la finalidad que lo traía, este recordatorio casual adquiere importancia. Veamos cómo se imagina usted al hombre por un examen del bastón.
—Yo creo —dije, siguiendo todo lo mejor que pude los métodos de mi acompañante— que el doctor Mortimer es un anciano médico que ha tenido éxito en su profesión, y que es muy apreciado, como lo prueba que personas que lo conocen le entreguen esta demostración de su estima.
— ¡Eso está bien! —dijo Holmes—. ¡Muy bien!
—Deduzco también que es muy probable que se trate de un médico rural que realiza una gran parte de sus visitas a pie.
—¿De qué lo deduce?
—De que este bastón, que cuando nuevo era un ejemplar hermosísimo, tiene tantas señales de golpes por todas partes, que me cuesta trabajo imaginarme con él a un médico de ciudad. La gruesa contera de hierro está muy desgastada, lo que evidencia que el dueño del bastón ha hecho con el mismo muchas caminatas.
—¡Perfectamente razonado! —dijo Holmes.
—Tenemos, además, lo de sus amigos del C. C. H. A mi entender, se trata de algún club de cazadores (hunt),de algún club de cazadores local, a cuyos miembros prestó, posiblemente, alguna asistencia quirúrgica, y que, en pago de ella, le ofrecieron un pequeño obsequio.
—Le digo de veras, Watson, que se está usted superando a sí mismo —comentó Holmes, empujando hacia atrás su silla y encendiendo un cigarrillo—. No tengo más remedio que decir que en todas las referencias que ha tenido usted la bondad de dar acerca de mis pequeños éxitos se ha quedado, generalmente, por bajo de su propia capacidad. Quizá no sea usted una antorcha encendida, pero sabe abrir el camino a la claridad. Hay personas que, sin ser ellas mismas geniales, poseen una extraordinaria fuerza para estimular el genio en los demás. Reconozco, querido compañero, que estoy en mucha deuda con usted.
Nunca había ido tan lejos, y no tengo más remedio que confesar que sus palabras me produjeron un vivo placer, porque la indiferencia que demostraba ante mi admiración, y ante mis tentativas de dar publicidad a sus métodos, me había herido con frecuencia en mi amor propio. Me enorgullecí también al pensar que yo había llegado a adquirir un dominio tal de su sistema, que las aplicaciones que hacía del mismo me habían ganado su aprobación. Después de eso, tomó Holmes el bastón de mis manos y lo examinó, durante algunos minutos, a simple vista. Acto seguido, y con expresión de interés, dejó a un lado su cigarrillo, se acercó a la ventana con el bastón y volvió a escudriñarlo todo con unos lentes convexos.
—Interesante, aunque elemental —dijo, volviendo al ángulo que él prefería de su sofá—. Desde luego, pueden verse en el bastón una o dos indicaciones. Nos proporcionan base para deducir varias cosas.
—¿Se me pasó algo por alto? —pregunté, un poco engreído—. Confío en que no habré descuidado nada que tenga importancia.
—Sospecho, mi querido Watson, que la mayor parte de sus conclusiones eran equivocadas. Al decirle yo que usted me servía de estímulo, voy a serle franco, quise dar a entender que las falacias suyas me guiaban, en ocasiones, hacia la verdad. No digo que en este caso se haya usted equivocado en todo. Desde luego, este hombre es médico rural, sin duda alguna. Y, además, camina mucho a pie.
—Entonces, yo estaba en lo cierto.
—Hasta ahí, sí.
—Con eso estaba dicho todo.
—No, mi querido Watson, no; todo no…, ni mucho menos. Por ejemplo, yo apuntaría la idea de que es mucho más probable que a un médico se le haga un regalo de homenaje en un hospital que en un club de caza (hunt).Al figurar las iniciales C. C. delante de la palabra hospital, cae de su peso que se refieren al de Charing Cross.
—Pudiera estar usted en lo cierto.
—Las probabilidades apuntan en esa dirección. Y si la tomamos como hipótesis de trabajo, nos encontramos con una base nueva desde la que iniciar nuestra construcción del visitante desconocido.
—Y suponiendo que «C. C. H.» signifique Charing Cross Hospital, ¿qué nuevas inferencias sacamos de ahí?
—¿No apuntan ellas por sí mismas? Usted conoce mis métodos. ¡Aplíquelos!
—Solo se me ocurre la conclusión evidente de que este hombre ejerció en la capital, antes de marchar a provincias.
—Creo que podríamos aventurarnos un poco más que eso. Mírelo desde este punto de vista. ¿Cuál es la ocasión más probable que pudo dar lugar a la entrega de un regalo así? ¿La ocasión que pudo motivar que sus amigos se reuniesen para ofrecerle una prueba de su afecto? Con toda evidencia, esa ocasión debió de ser el momento en que el doctor Mortimer se retiró del servicio del hospital, a fin de establecerse y trabajar con independencia. Sabemos que se realizó la entrega de un obsequio. Creemos que existió un traslado de actividades desde un hospital de la capital a un puesto de médico en provincias. ¿Sería ir demasiado lejos en nuestras deducciones afirmar que el regalo le fue hecho con motivo de ese traslado?
—Parece, desde luego, muy probable.
—Ahora bien: quiero que usted se fije en que ese hombre no podía pertenecer al elenco titular del hospital, porque solo médicos bien acreditados por su práctica de la medicina en Londres podrían ocupar tales cargos, y esos hombres no marchan a establecerse en provincias. ¿Qué cargo desempeñaba, pues? Si servía en el hospital y no pertenecía a la plantilla, solo podía ser un cirujano interno…, es decir, poco más que un estudiante del último curso. Y abandonó el hospital hace cinco años, como lo indica la fecha que ostenta el bastón. De modo, pues, que ese médico titular, de edad madura, solemne, se diluye en el aire, mi querido Watson, y surge en su lugar un médico joven, de menos de treinta años, simpático, sin ambiciones, olvidadizo y dueño de un perro al que tiene especial cariño, pero al que yo describiría de un modo somero diciendo que es más corpulento que un terrier ymenos que un mastín.
Me reí con incredulidad mientras Sherlock Holmes, recostado en el sofá, lanzaba hacia el techo pequeñas volutas de humo.
—Carezco de elementos para comprobar esa última parte —dijo—, pero no es en modo alguno difícil adivinar ciertos detalles relativos a la edad y a la carrera profesional de nuestro hombre.
Eché mano a la Guía de Médicos, que tenía en mi pequeño estante de cosas de medicina, y busqué en ella aquel apellido. Eran varios los Mortimer, pero solo uno de ellos podía ser nuestro visitante. Leí en voz alta su ficha:
«Mortimer, James, M. R. C. S. Grimpen, Dartmoor, Devon. Desde 1882 a 1883, cirujano interno del Charing Cross Hospital. Ganó el premio Jackson de Patología comparada con el ensayo titulado ¿Es enfermedad un regresión? Miembro correspondiente de la Sociedad Patológica Sueca. Autor de Algunos caprichos del atavismo (Lancet, 1882), ¿Progresamos realmente? (Journal of Psychology,marzo 1883). Médico titular de las parroquias de Grimpen, Thorsley y High Barrow.»
—No se cita para nada a ese club local de caza, Watson —dijo Holmes con sonrisa maliciosa—; pero sí que es un médico rural, como usted hizo notar astutamente. Creo estar bien justificado en mis deducciones. En cuanto a los calificativos, creo que dije, si mal no recuerdo, simpático, sin ambiciones y olvidadizo. Por lo que yo tengo observado, solo reciben en este mundo obsequios de homenaje los hombres simpáticos; únicamente un hombre falto de ambiciones es capaz de renunciar a hacer carrera en Londres, para hacerla en un medio rural, y solo un olvidadizo deja su bastón y no su tarjeta de visita, después de haber estado esperándonos una hora en nuestro cuarto.
—¿Y qué me dice del perro?
—Que tiene la costumbre de llevar el bastón, caminando en pos de su amo. Como se trata de un bastón pesado, el perro lo sujeta fuertemente por el centro, donde son claramente visibles las señales de sus dientes. Las mandíbulas del perro, como puede verse por el espaciamiento de las señales, son, en mi opinión, demasiado anchas para terrier,y no lo bastantes anchas para un mastín. Podría ser… Sí, ¡vive Dios!; se trata de un lebrel de pelo rizado.
Mientras hablaba, se puso en pie e iba y venía por la habitación. De pronto se detuvo dentro del encuadramiento de la ventana. Tenía su voz un vibración tal de seguridad, que no pude menos de alzar la mirada sorprendido.
—Mi querido amigo, ¿cómo puede usted tener semejante seguridad?
—Por la sencilla razón de que estoy viendo al perro mismo en la escalón de nuestra puerta de la calle, y de que su propietario acaba de hacer sonar la campanilla. No se retire, Watson, se lo suplico. Es un hermano suyo de profesión, y quizá me sea útil su presencia. Watson, he aquí el momento dramático del Destino, cuando resuenan en la escalera unos pasos que van a entrar en nuestra vida, e ignoramos si ha de ser para bien o para mal nuestro. ¿Qué es lo que el doctor James Mortimer, el hombre de ciencia, quiere saber de Sherlock Holmes, el especialista en crímenes?… ¡Adelante!
El aspecto exterior de nuestro visitante fue para mí una sorpresa, porque yo esperaba ver a un típico médico rural. Era muy alto, delgado, y su nariz daba la impresión de un pico que arrancaba de entre dos ojos grises agudos, poco distantes entre sí, y que centelleaban vivazmente detrás de los cristales de unas gafas de montura de oro. Vestía al estilo de su profesión, pero bastante desaseado, porque su levita cruzada era ajada y los bordes de sus pantalones estaban deshilachados. Aunque joven, tenía ya cargada su ancha espalda, y al caminar echaba hacia adelante su cabeza con el aspecto general de quien pide benevolencia. Al entrar, sus ojos fueron a posarse en el bastón que Holmes tenía en la mano, y corrió hacia el mismo, dejando escapar una exclamación de júbilo.
—¡Cuánto me alegro? —dijo—. No estaba seguro de si lo había dejado aquí o en la Oficina de Navegación. Por nada del mundo quisiera yo perder ese bastón.
—Por lo que veo, es un homenaje —dijo Holmes.
—En efecto, señor.
—¿Del Charing Cross Hospital?
—De uno o dos amigos del mismo, con motivo de mi boda.
—¡Vaya! ¡Vaya! Eso es malo —dijo Holmes, moviendo negativamente la cabeza.
El doctor Mortimer parpadeó con manso asombro a través de los cristales de sus gafas.
—¿Malo? ¿Por qué?
—Porque con ello ha desbaratado usted las pequeñas deducciones que habíamos hecho. Dice usted que con motivo de su boda, ¿no es eso?
—Así es, señor. Me casé y al casarme abandoné el hospital, y con ello todas las esperanzas de llegar a tener un consultorio. Necesitaba hacerme con un hogar propio.
—Bueno, bueno…; no erramos tanto, después de todo —dijo Holmes—. Pues bien, doctor James Mortimer…
—Señor, nada más que señor…, un humilde miembro del Real Colegio de Cirujanos.
—Y un hombre de inteligencia clara, evidentemente.
—Nada más que un catador de ciencia, señor Holmes; un coleccionador de conchas de mariscos en las playas del inmenso océano desconocido. Me imagino que a quien hablo es al señor Sherlock Holmes, y no…
—No; este es mi amigo el doctor Watson.
—Encantado de conocerlo, señor. He oído citar ese nombre en conexión con el de su amigo. Señor Holmes, usted ha despertado en mí un gran interés. No me lo había imaginado a usted tan dolicocéfalo, ni tampoco con un desarrollo tan marcado de los supraorbitales. ¿Tendría usted inconveniente en que recorra con mi dedo la fisura parietal? Una impronta del cráneo de usted constituiría un ornato en cualquier museo antropológico, mientras no se pueda disponer del original. No es mi deseo llegar a la grosería en el elogio, pero le confieso que anhelo poseer su cráneo.
Con un ademán ondulante de la mano, Sherlock Holmes indicó a su extraño visitante que tomase asiento, y le dijo:
—Veo, señor, que es usted tan entusiasta dentro de su línea de estudios como yo dentro de la de los míos. Su dedo índice me está diciendo que usted mismo se confecciona sus cigarrillos. No vacile en encender uno.
Aquel hombre sacó tabaco y papel y enrolló el uno en el otro con sorprendente destreza. Sus dedos, largos y vibrantes, eran tan ágiles e inquietos como las antenas de un insecto.
Holmes permanecía silencioso, pero sus breves ojeadas penetrantes me demostraron el interés que nuestro raro visitante despertaba en él.
—Me imagino, señor —dijo por último—, que el haberme hecho usted el honor de venir a visitarme anoche, y de volver hoy, no habrá sido simplemente con el propósito de examinar mi cráneo, ¿no es así?
—En modo alguno, señor. Aunque me satisface también que se me haya presentado tal oportunidad. Acudí a usted, señor Holmes, porque reconozco que soy hombre que carece de sentido práctico y porque me he visto enfrentado súbitamente con un problema de lo más serio y extraordinario. Y reconociendo, como lo reconozco, que usted es el segundo de los grandes especialistas que hay en Europa…
—¿De veras, señor? ¿Y podría yo preguntar quién es el que tiene el honor de ser el primero? —preguntó Holmes, con algo de aspereza.
—A los hombres de mentalidad estrictamente científica tiene que atraerlos siempre con gran fuerza la obra de monsieur Bertillon.
—En tal caso, ¿no obraría usted mejor consultando con él?
—Dije, señor, que a los hombres de mentalidad estrictamente científica. Pero es cosa universalmente reconocida que, como hombre de sentido práctico en los asuntos, no hay otro como usted. Confío, señor, en que no habré, sin yo caer en la cuenta…
—Nada más que un poquitín —dijo Holmes. Creo, señor Mortimer, que obraría usted acertadamente exponiéndome amablemente, sin más rodeos, la índole exacta del problema en el que solicita mi ayuda.
Capítulo II. El castigo de los Baskerville
—Traigo en el bolsillo un manuscrito —dijo el señor James Mortimer.
—Lo advertí cuando entraba usted en la habitación —dijo Holmes.
—Es un manuscrito antiguo.
—De principios del siglo dieciocho, como no se trate de una falsificación.
—¿En qué se funda para decir eso, señor?
—Mientras ha estado hablando, ofrecía usted a mi examen una o dos pulgadas del mismo. Mal especialista sería el que no fuese capaz de señalar la fecha de un documento, década más o menos. Quizá haya usted leído una pequeña monografía que tengo escrita acerca del tema. A ese manuscrito suyo le doy la fecha de mil setecientos treinta.
—La exacta es mil setecientos cuarenta y dos —el doctor Mortimer lo extrajo del bolsillo del pecho—. Quien encomendó al cuidado mío este documento de familia fue sir Charles Baskerville, cuya muerte, repentina y trágica, ocurrida hace unos tres meses, causó una conmoción en Devonshire. Puedo decir que yo era amigo personal, además de médico suyo de cabecera. Era hombre de firmes resoluciones, astuto, práctico y tan desprovisto de imaginación como yo. Y con todo ello, tomó en serio este documento, y vivió preparado para un final como el que, en efecto, tuvo.
Holmes alargó su mano para coger el manuscrito, y lo alisó encima de su rodilla.
—Fíjese, Watson, en el empleo alterno de la letra ese,larga y corta. Fue una de las varias indicaciones que me permitieron señalar la fecha.
Miré por encima de su hombro el papel amarillento y la escritura descolorida. Lo encabezaban estas palabras: «Palacio de Baskerville», y debajo, en grandes cifras garrapateadas: «1742».
—Parece ser una declaración.
—Sí, es una declaración en la que se consigna cierta leyenda que se van transmitiendo los miembros de la familia Baskerville.
—Pero he creído entender que usted desea consultarme sobre alguna cosa más reciente y de tipo más práctico.
—Mucho más reciente. Es un asunto de tipo sumamente práctico y apremiante, que precisa resolverse dentro de las veinticuatro horas. Pero el manuscrito es breve y guarda íntima conexión con el problema. Con el permiso de ustedes, yo se lo leeré.
Holmes se arrellanó en su asiento, juntó las yemas de los dedos de sus manos y cerró los ojos con aire de resignación. El doctor Mortimer volvió el manuscrito del lado de la luz, y leyó con voz alta y chillona el siguiente curioso relato de tiempos ya viejos:
«Se han hecho muchas afirmaciones acerca del origen del sabueso de los Baskerville; pero como yo desciendo en línea recta de Hugo Baskerville, y como he oído la historia de labios de mi padre, que la recibió a su vez de boca del suyo, la he puesto por escrito con plena convicción de que el hecho ocurrió tal y como aquí se relata. Y yo quisiera, hijos míos, que tuvieseis fe en que la misma justicia que castiga el pecado puede también generosamente perdonarlo, y que no existe anatema que no pueda ser levantado mediante las oraciones y el arrepentimiento. Aprended, pues, de este relato a no temer los frutos del pasado, pero también a ser circunspectos en el porvenir, a fin de que las perniciosas pasiones que tan dolorosas consecuencias han acarreado a nuestra familia no se desaten otra vez para ruina nuestra.
»Sabed, pues, que en tiempos de la Sublevación Grande (cuya historia, escrita por el doctor lord Clarendon, recomiendo vivamente a vuestra atención) era señor de esta casa solariega de Baskerville, Hugo, del mismo apellido, sin que pueda pasarse por alto decir que él era el más arrebatado, blasfemo e impío de los hombres. Todo esto, a decir verdad, se lo habrían perdonado los habitantes de la región, en vista de que nunca abundaron por allí los santos; pero había en el carácter de Hugo cierta inclinación a lo temerario y cruel, que convirtió su nombre en objeto de horror por todo el Oeste. Pues bien: este Hugo se enamoró (si es que puede aplicarse nombre tan hermoso a una pasión tan sombría) de la hija de un labrador que labraba tierras cerca de los dominios de Baskerville. Pero la joven doncella, que era discreta y gozaba de excelente reputación, esquivaba siempre encontrarse con él, porque el mal nombre que Hugo tenía le inspiraba temor. Ocurrió, pues, por San Miguel, que Hugo, con cinco o seis compañeros, ociosos y malvados, cayó secretamente sobre la granja y raptó a la doncella, mientras su padre y hermanos se hallaban ausentes, detalle del que Hugo estaba enterado. Cuando la tuvieron en el palacio, la recluyeron en una habitación del piso superior, mientras Hugo y sus amigos se sentaban a la mesa para celebrar una larga francachela, según tenían por costumbre todas las noches. La pobre moza se habría vuelto loca en el piso de arriba al oír los cantos, vociferaciones y blasfemias terribles que le llegaban desde abajo, porque dicen que las frases que acostumbraba a emplear Hugo Baskerville, cuando estaba metido en vino, eran como para que quien las pronunciaba volase hecho pedazos. Por último, y en las angustias de su terror, la joven hizo una cosa que hubiera asustado al hombre más valeroso y emprendedor; valiéndose de los troncos de hiedra que cubrían (y que cubren aún) el muro de la parte del sur, se descolgó desde el alero del tejado, y acto seguido se encaminó a través de la paramera hacia su casa, porque entre el palacio y la granja de su padre mediaba una distancia de tres leguas.
»Al poco rato de esto se le ocurrió a Hugo separarse de sus invitados para llevar alimento y bebida…, y quizá con propósitos peores…, a su cautiva, descubriendo entonces que la jaula estaba vacía y que el pájaro había escapado. Parece que se puso como quien tiene los diablos en el cuerpo; echó a correr escalera abajo hasta el comedor, se encaramó de un salto sobre la espaciosa mesa, haciendo volar por todas partes las botellas de bebidas y las viandas, y dijo a gritos, en presencia de los allí congregados, que sería capaz de entregar aquella noche su cuerpo y su alma a las potencias del infierno con tal de conseguir alcanzar a la moza. Y mientras el grupo de juerguistas contemplaba con la boca abierta el furor desatado de aquel hombre, uno de ellos, más malvado que los demás, o quizá más borracho, gritó que había que lanzar a los sabuesos sobre la pista de la muchacha. Al oír aquello, Hugo salió corriendo de la casa, gritando a sus caballerizos que le ensillasen su yegua y sacasen de las perreras la jauría; echó a los sabuesos un pañuelo de la joven, los lanzó sobre la huella y los perros salieron aullando por la paramera a la luz de la luna.
»Los compañeros de juerga permanecieron un rato boquiabiertos, sin llegar a comprender todo aquello que se había hecho con tanta precipitación. Pero luego sus cerebros entontecidos comprendieron la índole de lo que iba probablemente a ocurrir en las tientas del páramo. Se armó un alboroto estrepitoso; los unos pedían pistolas, los otros sus caballos y algunos otra botella de vino. Finalmente, sus cerebros enloquecidos recobraron algo de claridad, y todos, trece en número, montaron a caballo y emprendieron la persecución. La luna brillaba clara por encima de ellos, mientras cabalgaban rápidamente, siguiendo la dirección que por fuerza tenía que tomar la doncella si quería llegar a su propia casa.
»Llevarían recorridas una o dos millas cuando se cruzaron con uno de los pastores nocturnos que había en la paramera, y le gritaron si no había visto la caza de la muchacha. El hombre, cuenta la historia, se hallaba tan aturdido de miedo que apenas podía hablar, pero finalmente dijo que sí, que había visto a la desdichada joven y a la jauría sobre sus huellas. Y agregó: "Pero he visto más; porque Hugo Baskerville se cruzó conmigo en su yegua negra, y tras él, persiguiéndolo en silencio, un sabueso del infierno, como no quiera Dios que yo lo vea jamás junto a mis calcañares."