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En "El Secreto de Augusta", Machado de Assis teje una historia de intriga y apariencias. Vasconcelos, un hombre endeudado, intenta casar a su hija Adelaide con Gomes para recuperar su fortuna, pero enfrenta la inesperada oposición de su esposa, Augusta. La razón de su negativa sigue siendo un misterio hasta que un secreto irónico y revelador sale a la luz, exponiendo las vanidades y debilidades de la sociedad de la época.
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Seitenzahl: 37
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En “El Secreto de Augusta”, Machado de Assis teje una historia de intriga y apariencias. Vasconcelos, un hombre endeudado, intenta casar a su hija Adelaide con Gomes para recuperar su fortuna, pero enfrenta la inesperada oposición de su esposa, Augusta. La razón de su negativa sigue siendo un misterio hasta que un secreto irónico y revelador sale a la luz, exponiendo las vanidades y debilidades de la sociedad de la época.
Secreto, apariencias, revelación
Este texto es una obra de dominio público y refleja las normas, valores y perspectivas de su época. Algunos lectores pueden encontrar partes de este contenido ofensivas o perturbadoras, dada la evolución de las normas sociales y de nuestra comprensión colectiva de las cuestiones de igualdad, derechos humanos y respeto mutuo. Pedimos a los lectores que se acerquen a este material comprendiendo la época histórica en que fue escrito, reconociendo que puede contener lenguaje, ideas o descripciones incompatibles con las normas éticas y morales actuales.
Los nombres de lenguas extranjeras se conservarán en su forma original, sin traducción.
Son las once de la mañana.
D. Augusta Vasconcelos está recostada en un sofá con un libro en la mano. Adelaida, su hija, pasa los dedos sobre el teclado del piano.
- ¿Se ha despertado ya papá? pregunta Adelaida a su madre.
- No -responde ella sin levantar los ojos del libro.
Adelaida se levantó y se dirigió a Augusta.
- Pero es muy tarde, mamá -dijo-. Son las once. Papá duerme mucho.
Augusta dejó caer el libro en su regazo y dijo, mirando a Adelaida:
- Es que, naturalmente, se acostó tarde.
- Me he dado cuenta de que nunca me despido de papá cuando me voy a la cama. Siempre está fuera.
Augusta sonrió.
- Eres una campesina, dijo; te acuesta con las gallinas. Aquí la costumbre es diferente. Tu padre tiene que hacerlo por la noche.
- ¿Es política, mamá? preguntó Adelaida.
- No lo sé, respondió Augusta.
Empecé diciendo que Adelaida era hija de Augusta, y este dato, necesario en la novela, no lo era menos en la vida real en la que tuvo lugar el episodio que voy a contarles, porque a primera vista nadie hubiera pensado que allí había una madre y una hija; parecían dos hermanas, tan joven era la mujer de Vasconcelos.
Augusta tenía treinta años y Adelaida quince, pero en comparación la madre parecía aún más joven que su hija. Conservaba la misma frescura de sus quince años, y además tenía lo que le faltaba a Adelaida, que era la conciencia de la belleza y la juventud, una conciencia que sería loable si no resultara en una inmensa y profunda vanidad. Su estatura era mediana, pero imponente. Era muy alta y muy rubicunda. Su pelo era castaño y sus ojos grandes. Sus manos largas y bien hechas parecían haber sido creadas para las caricias del amor. Augusta daba mejor uso a sus manos; las cubría con suave piel.
Todas las gracias de Augusta estaban en Adelaida, pero en embrión. A los veinte años, se esperaba que Adelaida rivalizara con Augusta, pero por el momento quedaban en la muchacha restos de infancia que no acentuaban los elementos que la naturaleza había puesto en ella.
Sin embargo, era muy capaz de enamorar a un hombre, sobre todo si era poeta y le gustaban las vírgenes de quince años, entre otras cosas porque era un poco pálida, y los poetas siempre han tenido debilidad por las criaturas descoloridas.
Augusta vestía con una elegancia suprema; gastaba mucho, es cierto, pero hacía buen uso de sus enormes gastos, si es que eran eso. Augusta nunca regateaba; pagaba el precio que le pidieran por cualquier cosa. Ponía en ello toda su grandeza, y pensaba que hacer lo contrario era ridículo y rastrero.
En este sentido, Augusta compartía los sentimientos y servía a los intereses de algunos comerciantes, que consideraban deshonroso rebajar algo el precio de sus mercancías.
El proveedor de telas de Augusta, al hablar de esto, solía decirle
- Pedir un precio y dar la tela por otro más bajo es confesar que hubo intención de desplumar al cliente.
El proveedor prefería hacer las cosas sin la confesión.
Otra justicia que debemos reconocer fue que Augusta no escatimó esfuerzos para que Adelaida fuera tan elegante como ella.
No era poca cosa.