El signo de los cuatro - Arthur Conan Doyle - E-Book

El signo de los cuatro E-Book

Arthur Conan Doyle

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Beschreibung

En Inglaterra, a fines del siglo XIX, tras la misteriosa desaparición de su padre, Mary empieza a recibir valiosas perlas de un remitente desconocido. Después de un prolongado silencio, el generoso personaje da señales de vida y le pide que se reúna con él. La joven pide ayuda a Sherlock Holmes para que la acompañe. El desconocido resulta ser Thaddeus Sholto, hijo de un buen amigo del padre de Mary. Thaddeus y su hermano han estado buscando, durante seis años, un gran tesoro que su padre escondió antes de morir. Por fin, tras un gran esfuerzo, han encontrado el tesoro, que, siguiendo las voluntades de su padre, deben compartir con la muchacha. Cuando llegan a la residencia de los Sholto, se abre un gran misterio que tocará descifrar a nuestros protagonistas. "El signo de los cuatro" es una de las dos narraciones con que Doyle se lanza al género policiaco y presenta en público a su personaje más célebre. Además del interesante caso detectivesco que plantea, esta novela abre al lector a la mente del detective de Baker Street y de sus colaboradores. En "El signo de los cuatro" empieza a tener vida propia uno de los personajes más célebres de la literatura universal. Esta serie de Century Carroggio incluye los principales títulos de Arthur Conan Doyle sobre Sherlock Holmes, el más famoso detective de la literatura universal. En los volúmenes I y II se ofrecen, respectivamente, "Estudio en escarlata" (1887) y "El signo de los cuatro" (1890), las dos novelas con que Doyle muestra en público a su célebre personaje. El volumen III, más extenso que los anteriores, recoge "Las aventuras de Sherlock Holmes" (1892) compuestas por un conjunto de doce relatos breves. El volumen IV reúne otras tantas narraciones que el mismo Doyle agrupó bajo el título "Las memorias de Sherlock Holmes" en 1893. Por último, el volumen V presenta al lector "El sabueso de los Baskerville", que -como las narraciones anteriores- fue originalmente publicado por entregas en The Strand Magazine de Londres y posteriormente editado como libro en 1902.

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Seitenzahl: 250

Veröffentlichungsjahr: 2023

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El signo de los cuatro
Arthur Conan Doyle
Century Carroggio
Derechos de autor © 2023 Century Carroggio
Todos los derechos reservadosIntroducción: Juan Leita.Traducción: Amando Lázaro Ros.Serie Sherlock Holmes (número 2)
Contenido
Página del título
Derechos de autor
Introducción a la serie y al volumen
Capítulo I
Capítulo II
Capítulo III
Capítulo IV
Capítulo V
Capítulo VI
Capítulo VII
Capítulo VIII
Capítulo IX
Capítulo X
Capítulo XI
Capítulo XII
Introducción a la serie y al volumen
La presente serie de Century Carroggio incluye los principales títulos de Arthur Conan Doyle sobre Sherlock Holmes, el más famoso detective de la literatura universal. En los volúmenes I y II se ofrecen, respectivamente, Estudio en Escarlata (1887) y El signo de los cuatro (1890), las dos novelas con que Doyle muestra en público a su célebre personaje. El volumen III, más extenso que los anteriores, recoge Las aventuras de Sherlock Holmes, un conjunto de doce relatos publicado en Inglaterra por entregas, entre julio de 1891 y junio de 1892, en la revista literaria mensual The Strand Magazine. El volumen IV reúne otras doce narraciones que el mismo Doyle agrupó bajo el título Las memorias de Sherlock Holmes en 1893. Por último, el volumen V presenta al lector El sabueso de los Baskerville, que también fue originalmente publicado por entregas en The Strand entre agosto de 1901 y abril de 1902.
Sherlock Holmes y el banal encanto de lo cotidiano(Juan Leita)
Sir Arthur Conan Doyle (1859-1930), el creador de Sherlock Holmes, constituye el máximo exponente histórico dentro del género policiaco y detectivesco. La valoración de su personaje, sin embargo, oscila entre un entusiasmo exacerbado y una dura desmitificación de su figura. Hay quien ve en él el prototipo del detective, el sabueso por excelencia. Hay quien solо ve una burda manifestación de una personalidad frustrada. Dentro de esta gama de valoraciones existen también, naturalmente, diversos intentos por explicar su creación a partir de inveteradas manifestaciones y tendencias del espíritu humano.
Hay quien sólo encuentra en las historias de Sherlock Holmes un motivo para hablar de la alienación del hombre. Como se echa de ver claramente en ellas, la novela policiaca no hace más que sustituir la verdadera tensión humana, la que va unida a la lucha real por la existencia, por una falsa tensión de orden puramente externo: el deseo de saber quién es el misterioso criminal y cómo lo descubrirá el inteligente detective. Hay quien se remonta en su entusiasmo a los antiguos caballeros medievales: Sherlock Holmes no es más que la reencarnación moderna de los antiguos paladines del honor y de la justicia. Como Rolando, como el Cid, como don Quijote, su tarea consiste en deshacer entuertos y pelear en pro de los afligidos con la afilada espada de su inteligencia. Entre estas valoraciones y criticas extremas, sin embargo, existe la posibilidad de proceder de un modo más ajustado a la creación de sir Arthur Conan Doyle.
Sin dejarnos llevar por entusiastas exagerados ni por detracciones de carácter apriorístico, nuestra labor tendría que estribar en intentar discernir lo que verdaderamente hay en el fondo de este personaje que ha logrado arrastrar en la actualidad a millones de lectores, haciendo de su autor el máximo exponente de un género literario privativo de la última modernidad.
En realidad, si analizamos las peculiaridades esenciales de Sherlock Holmes, nos encontraremos con la imagen del hombre que, con sus cualidades y defectos, con su fuerza y su drama, se ha convertido en el paradigma y en la resultante final de las tensiones humanas del siglo veinte.
En primer lugar, Sherlock Holmes es el prototipo de la soledad y del hermetismo. Encerrado en su casa de Baker Street, aislado de la estructura “normal” y del orden social imperante, únicamente un amigo tiene la posibilidad de acercarse y sondear un poco la vida interior de este personaje. Como Auguste Dupin, la figura creada por Edgar Allan Poe y antecesor directo de Sherlock Holmes, se trata de un hombre que vive a su antojo, retirado durante el tiempo vigente para la normalidad social en el breve espacio de una habitación desordenada y llena de humo, acompañado solamente de un amigo que sabe callar durante largas horas. Sherlock Holmes vive su vida, concentrado y hasta obsesionado por la sola actividad que le absorbe y le aísla del contexto determinado por su sociedad. Sabemos, no obstante, que no se trata de un misántropo. Su soledad y su hermetismo son más bien el retrato de una protesta contra una sociedad que no piensa y que quiere obligar a sus individuos a no pensar. Porque en esto consiste precisamente su actividad absorbente y exclusivista.
En efecto, la segunda peculiaridad esencial que se pone de manifiesto en Sherlock Holmes es la confianza absoluta en el proceso lógico y la entrega total al ejercicio deductivo de la razón. Su interés y su propósito no estriba en último término en descubrir quién es el misterioso criminal por motivos de justicia o de orden cívico, sino más bien en desarrollar un proceso de relaciones intelectuales que avance y llegue a feliz término. No se trata de que le interese únicamente el enigma criminal; en el fondo, le interesa racionalmente cualquier enigma. También como Auguste Dupin, ocupado en desentrañar las cavilaciones puramente mentales de un amigo silencioso, Sherlock Holmes se dedica a hacer deducciones sobre su amigo Watson o a deducir por las particularidades de un bastón cómo será su propietario. Sherlock Holmes es sobre todo cerebro y razón, una poderosa inteligencia que se sirve de un cuerpo como apéndice accesorio. Desengañado finalmente de los sentimientos y demás actividades vitales, surge un ser puramente pensante que se entrega de lleno a la fría razonabilidad como único camino para una reconstrucción coherente de la realidad humana. Contrariamente a lo que nos dice uno de los personajes de Esperando a Godot, Sherlock Holmes viene a decirnos: «El mal es no haber pensado».
A estas dos peculiaridades primordiales del personaje creado por sir Arthur Conan Doyle, se unen varios rasgos que acaban de perfilar aquella imagen del hombre, paradigma y resultante final de las tensiones vividas en el último siglo. Sherlock Holmes no cree ni espera nada del matrimonio como institución. Siendo esta actitud otro aspecto de su soledad y de su cerebralismo, constituye a la vez una posición de protesta del individuo. No se trata de un misógino. No se trata de un científico abstraído ni de un místico. A Sherlock Holmes le gusta la mujer. Es precisa mente una mujer quien protagoniza uno de los pocos fracasos del famoso investigador. Pero, en eterna contraposición con su amigo Watson, en su figura se pone de manifiesto que la relación matrimonial, determinada por mil condicionamientos externos e internos, resultaría un impedimento insalvable para el desarrollo de la propia personalidad.
Sherlock Holmes es desordenado, desaliñado. Sherlock Holmes es altanero, presuntuoso. Sherlock Holmes es drogadicto.
Si atendemos a todas estas particularidades reales de su carácter, nos daremos cuenta ante todo de que en realidad estamos muy lejos de poder afirmar aquella reencarnación moderna del caballero medieval y de los antiguos defensores del honor y de la justicia. Lo que se insinúa y se dibuja más bien en Sherlock Holmes, sorprendentemente, es la imagen del homo novus, de aquellas tendencias espontáneas y anárquicamente desorganizadas, existentes todavía hoy en nuestra sociedad, que anuncian la ruptura total con las necesidades que dominan en la sociedad represiva, de aquellos grupos característicos de un estado de desintegración lenta dentro del sistema. De hecho, Sherlock Holmes nо aparece como unа encarnación del pasado, sino todo lo contrario: un raro preanuncio del futuro que aún hoy día resulta vigente. Quizás en esto reside, en el fondo, el secreto de su actualidad.
Desde este mismo punto de vista, sin embargo, hay que corregir también aquel proceso de desmitificación critica que solo encuentra en Sherlock Holmes un motivo para hablar de la alienación humana. El juicio de Georg Lukács en su obra Significado presente del realismo crítico nos resulta del todo adecuado, hablando de la creación de sir Arthur Conan Doyle: «Así fue como aparecieron las obras en las que la verdadera tensión política, la que está ligada a la lucha real por el socialismo, era sustituida por una falsa tensión, de orden puramente externo, la que se encuentra en las novelas policíacas, el deseo de saber quién es el misterioso criminal, cómo y quién lo descubrirá, etc. Así, basadas en unas tensiones puramente superficiales, estas obras no podían aprehender la realidad de una manera auténtica». En realidad, un lector inteligente de las narraciones de Sherlock Holmes descubrirá en ellas muchas de las tensiones modernas provocadas por el antagonismo todavía no solventado entre individuo y sociedad.
Un pensamiento lineal y estructurado a base de principios predefinidos desechará con facilidad todo aquello que no se ajusta al rígido planteamiento de su sistema. Pero sociólogos adogmáticos han reconocido que, dentro del proceso revolucionario, las tendencias anárquicas y espontáneamente desorganizadas pueden desempeñar a la larga una importante función. Fue Fourier quien puso de manifiesto por primera vez la diferencia cualitativa entre una sociedad libre y una sociedad no-libre, sin asustarse ya.
Allí donde Marx todavía se asustó, en parte, de poder hablar de una posible sociedad en la que el trabajo se convierta en juego, una sociedad en la que el trabajo, incluso el trabajo socialmente necesario, se pueda organizar de acuerdo con las necesidades instintivas y las inclinaciones personales de cada uno de los hombres. Sherlock Holmes constituye un ejemplo paradigmático de esta diferencia cualitativa y un exponente tendencial de esta posible transformación. Aquellos que quemarían muchas obras literarias con el fin de evitar la alienación, como en Fahrenheit 451 de François Truffaut, se encuentran de repente con una tierra de hombres-libros y de hombres-libres en la que, sin duda alguna, habría alguien también que exclamaría al ser preguntado por su nombre: Las aventuras deSherlock Holmes de sir Arthur Conan Doyle.
Dentro de una valoración más serena y equilibrada, el juicio genérico de Bernard Frank sobre la novela policiaca aparece como un elemento mucho más útil para ponderar en concreto la obra de Conan Doyle. Según él, una novela policiaca no se debería leer nunca hasta el final. «En efecto, nuestro placer se va disgregando en el momento en que la verdad empieza a abrirse paso por entre mil emboscadas y trampas, para desaparecer completamente cuando en las últimas páginas nos es revelada. Contrariamente a lo que se suele pensar, una novela policiaca no se lee para conocer la verdad, sino para darle la espalda durante el mayor tiempo posible por amor a lo fantástico, a lo extraordinario, y para saborear mejor la banalidad cotidiana, el desayuno, el crepúsculo, la cafetería.» En verdad, cuando leemos cualquier narración de Sherlock Holmes, se dan de una manera especial estos elementos descritos con tanto acierto por Bernard Frank. Al leer El sabueso de los Baskerville, por ejemplo, el lector observará por sí mismo que su deseo es que se mantenga el enigma, que sigan las sorpresas en el páramo y que los extraños aullidos se prolonguen durante el mayor tiempo posible, sin importar demasiado la resolución del enigma. La vista vuelve con nostalgia al intrigante planteamiento y a la serie de acontecimientos que giran alrededor del perro fantástico.
Otro elemento no menos importante contenido en el juicio de Bernard Frank es, sin duda, el que se refiere al extraño poder de transformar y de dar interés a la banalidad cotidiana. Con Sherlock Holmes, el lector no solamente disfruta de una potente capacidad deductiva, sino que se sumerge también en la vida «normal» del detective y de su compañero Watson. En realidad, sin que uno lo advierta siquiera, resulta ya emocionante entrar simplemente en el pequeño piso del 221 bis de Baker Street, asistir a los desayunos ingleses preparados por la señora Hudson, andar por las calles londinenses y atravesar el campo británico. Cualquier detalle adquiere un interés insospechado: un bastón abandonado, unos zapatos sucios, un periódico que se abre a primeras horas de la mañana, una taza de té que nadie ha probado todavía. A este respecto, resulta curioso constatar que el proceso seguido por Alfred Hitchcock en sus 52 films guarda una estrecha relación con este fenómeno conсreto. En su última película, por ejemplo, se hace patente una pérdida de interés por lo que podríamos llamar peripecia anecdótica o trama argumental. Lo que se pone más bien de relieve es esta transformación extraordinaria de la banalidad cotidiana. Lo que se admira son estas cenas caseras impregnadas de un interés extraño, estos desayunos en la comisaría, estas charlas en una cafetería de lujo o en un bar de dudosa reputación. Lo único que hace el «frenesí» del protagonista es interesar al espectador por una cotidianidad aparentemente exenta de interés y de impulso frenético.
La cultura digital en que nos encontramos inmersos ha transformado completamente el arte de los viejos detectives. ¿Cómo es posible que, en este nuevo contexto, la figura de Sherlock Holmes siga cosechando tanto éxito e interés entre los lectores?
Desde el punto de vista de la «originalidad» actual de la obra de sir Arthur Conan Doyle, es justamente ese aspecto de la cotidianidad del personaje la que adquiere relevancia, pues las tramas y los trucos de «suspense» resultarían hoy día ingenuos o banales si son considerados como ingrediente principal. El lector actual está avezado ya a toda clase de recursos. En su momento, las genialidades de Sherlock Holmes pudieron asombrar a miles de seguidores. El proceso argumental de sus narraciones pudo parecer fascinadoramente nuevo. Sin embargo, la repetición, el plagio, la semejanza y el inevitable progreso en la creación de nuevas situaciones han hecho que hoy día la lectura de las obras de Conan Doyle no sea precisamente interesante por razón de su «originalidad» argumental.
Prescindiendo del interés que pueda tener desde el punto de vista histórico, en el sentido de ser el origen creador de todas las tramas y de todos los trucos policiacos, lo que verdaderamente sigue siendo original es la situación inimitable de la vida y de los sucesos banales del gran detective y de su compañero Watson. El sabueso de los Baskerville vuelve a ser aquí un ejemplo concluyente. Los trucos e intentos por asombrar al lector podrán parecer actualmente ingenuos en su mayor parte. Es posible que el desenlace resulte pobre e incluso decepcionante. Pero nadie puede sustraerse a la situación ambiental de la trama y a la fascinación que ejercen los personajes que en ella se mueven. Los sucesos concretos que se desarrollan en Baker Street y en el páramo poseen tal fuerza de singularidad y originalidad que bastan por sí solos para atraer la atención del lector actual.
Es este último punto también el único que puede explicar la inusitada popularidad alcanzada por Sherlock Holmes. La reproducción exacta en un museo de Londres de su casa en Baker Street, de su sillón, de su tabaquera, de su pipa, de su jeringuilla... obedece más a la fascinación del detalle que revela su carácter y su personalidad que al intento de recordar unas tramas policiacas ingeniosas y originales. Lo que se pretende es dar vida al mismo Sherlock Holmes, a su figura concreta e inimitable, al «irregular» de Baker Street. Lo que fascina es la incomunicabilidad de su persona, la singularidad de su naturaleza individual. El lector acaba por desear simplemente poder contemplar a Sherlock Holmes y a su amigo Watson, pasear por unas calles londinenses, comprar un periódico, detenerse en un café. Poco importa ya la anécdota. Lo que se ha transformado es una cotidianidad aparentemente exenta de interés y de atracción personal.
Como se señalaba al inicio, la serie que el lector tiene en sus manos incluye los siguientes títulos sobre Sherlock Holmes: Estudio enEscarlata (1887), El signo de los cuatro (1890), Las aventuras de SherlockHolmes (1892), Las memorias de Sherlock Holmes (1893) y El sabueso de los Baskerville (1902).
Esta selección de novelas y narraciones responde al juicio crítico más estricto referente a la obra policiaca de Doyle. En primer lugar destaca, naturalmente, Las aventuras de SherlockHolmes, consideradas por todos como lo mejor de Conan Doyle. Gilbert K. Chesterton y Ellery Queen, entre los críticos más agudos y exigentes, le han dedicado los elogios más encomiables. Según ellos, nunca se han escrito narraciones policiacas semejantes. De hecho, es en la brevedad y en la concisión donde Conan Doyle alcanza sus mayores éxitos. Las memorias de Sherlock Holmes deben considerarse en segundo lugar, pero casi a su misma categoría. Por lo que atañe a las novelas, es evidente que tanto Estudio enEscarlata como El signo de los cuatro tienen el valor y el mérito de haber sido las primeras creaciones de Doyle en el género policiaco y la presentación en público de su célebre personaje.
Como es sabido, sir Arthur Conan Doyle llegó a cansarse de Sherlock Holmes e incluso a aborrecerle, hasta el punto de que en la narración titulada El problema final (que forma parte del volumen de Las Memorias de Sherlock Holmes) le dio muerte junto con su eterno enemigo el maléfico Dr. Moriarty. Acuciado, sin embargo, por lectores y editores, su autor no tuvo más remedio que resucitarle, ideando un complicado proceso de salvación del abismo en que le había sepultado. Toda la crítica, no obstante, coincide en que las narraciones de este segundo periodo ya no están a la misma altura de las del primero. Tampoco aquí la segunda parte fue buena. Por esto han sido excluidas en su totalidad de la presente serie. A pesar de todo, dentro del orden cronológico en que se escribieron las obras referentes a Sherlock Holmes, hay que hacer notar una excepción: El sabueso de los Baskerville. Conan Doyle ideó, en realidad, esta novela una vez hubo dado ya muerte a su personaje, concibiéndola independientemente de Sherlock Holmes y de su compañero Watson. Pero fue quizá un razonable sentimiento de aprovechar su propia creación o simplemente la atracción fascinante que ejercían aún en él tales personajes lo que le movió a convertirlos en sus protagonistas, suponiendo que el hecho había ocurrido antes de la tragedia acaecida en El problema final. La mayoría de los críticos opina que El sabueso de los Baskerville es una de las mejores obras de sir Arthur Conan Doyle, así como una de las mejores novelas policiacas.
Únicamente John Dickson Carr objeta ciertos reparos de carácter puramente subjetivo. Para él, el hecho de que Holmes tenga más bien un papel secundario resta calidad detectivesca a la novela. Con todo, para un lector avezado y exento de extraños prejuicios clasistas es evidente que en El sabueso de los Baskerville Sherlock Holmes alcanza casi, por decirlo así, una presencia metafísica. Por esto, siguiendo la opinión de la mayoría de los críticos y la misma intención del autor, la hemos incluido en la selección como formando parte del gran periodo holmesiano, antes de El problema final, con el que se concluye este periodo.
Al presentar pues aquí lo mejor de sir Arthur Conan Doyle, pensamos contribuir también a una revalorización actual de su obra. Sin dejarnos llevar por un intento de retorno idealista a una época ya fenecida ni por un propósito apriorístico de critica dogmática, nuestra mirada se vuelve a Sherlock Holmes contemplándole como la sorprendente muestra paradigmática de las tensiones humanas vividas en la última y penúltima modernidad. El doloroso choque entre individuo y comunidad social, todavía no solventado por ninguna teoría ni por ninguna praxis, se hace patente en su inconfundible e inimitable figura. El «irregular» de Baker Street se nos aparece como una atrayente manifestación y una rara denuncia de las irregularidades del siglo pasado. Desde el problema de la soledad personal hasta la excesiva decantación hacia el racionalismo, desde la contestación teórica y práctica de las instituciones más consagradas hasta el problema de la droga, Sherlock Holmes va perfilando una imagen humana que se va haciendo cada vez más nuestra. Ya no es la consabida «elementalidad» de sus deducciones ni la histórica originalidad de sus aventuras lo que propiamente se nos impone, sino la progresiva y casi inevitable apropiación de su figura como algo íntimo y actualísimo. Sir Arthur Conan Doyle no sólo es el máximo exponente histórico del género policiaco, sino también el descubridor de un tipo humano que sintetiza las más secretas tensiones y los más vivos resortes de la modernidad.
El presente volumen
Como se ha señalado antes, El signo de los cuatro es una de las dos narraciones con que Doyle se lanza al género policiaco y presenta en público a su personaje más célebre. Se trata concretamente de la segunda protagonizada por Sherlock Holmes. Publicada por primera vez en 1890 con el título The Sign of the Four, nos permite ir entrando en la mente del detective de Baker Street y de sus colaboradores.
Además del interesante caso detectivesco que se plantea, esta novela abre al lector al trasfondo en que empieza a construirse uno de los personajes más célebres de la literatura universal. En El signo de los cuatro, Holmes ya ha adquirido trazos perfectamente definidos. Y se apunta a la grandeza de la saga de relatos y novelas que seguirán.
Lo primero que quizá llama la atención en El signo de los cuatro es el uso explícito de cocaína por parte de Holmes, en situaciones de aparente normalidad. Aunque era algo corriente en la época en la que se escribió y ambientó, resulta sorprendente para un lector moderno.
Como sucede en la mayoría de los textos del llamado "canon holmesiano", la historia está narrada por el doctor Watson, ese médico joven, inteligente y honesto que, a diferencia de su amigo detective, piensa que los sentimientos no afectan a la razón.
Capítulo I
La ciencia del razonamiento deductivo
Sherlock Holmes cogió su botella del ángulo de la repisa de la chimenea, y su jeringuilla hipodérmica de su fino estuche de tafilete. Insertó con sus dedos largos, blancos, nervioso, la delicada aguja, y se remangó el puño izquierdo de su camisa. Sus ojos se posaron pensativos por breves momentos en el musculoso antebrazo y en la muñeca, cubiertos ambos de puntitos y cicatrices de las innumerables punciones. Por último, hundió en la carne la punta afilada, presionó hacia abajo el minúsculo émbolo y se dejó caer hacia atrás, hundiéndose en el sillón forrado de terciopelo y exhalando un largo suspiro de satisfacción.
Tres veces al día, y durante muchos meses, había yo presenciado esa operación; pero la costumbre no había llegado a conseguir que mi alma se aviniese a ello. Por el contrario, de día en día me iba irritando más ese espectáculo, y todas las noches sentía indignarse mi conciencia al pensar que me había faltado valor para protestar. Una vez y otra había yo dejado constancia de mi promesa de que diría todo lo que pensaba acerca de ese asunto; pero las maneras frías y despreocupadas de mi compañero tenían un algo que lo hacían el último de los hombres con quienes uno siente deseos de tomarse nada que se parezca a una libertad. Su gran energía, sus maneras dominadoras, y la prueba que yo había tenido de sus muchas y extraordinarias dotes, me quitaban seguridad y me tenían reacio a llevarle la contraria.
Sin embargo, ya fuese el efecto del beaune que yo ha­bía tornado en mi almuerzo, o la irritación complementaria que me había producido el proceder en extremo deliberado con que Holmes actuó, el hecho es que aquella tarde tuve la súbita sensación de que no podía aguantarme por más tiempo, y le pregunté:
—¿Qué ha sido hoy: morfina o cocaína? Levantó sus ojos con languidez del viejo volumen de caracteres góticos que había abierto, y contesto:
—Cocaína, en disolución al siete por ciento. ¿Le agradará a usted probarla?
—De ninguna manera —contesté con brusquedad—. Mi constitución física no se ha repuesto por completo aún de la campaña de Afganistán. No puedo permitirme el someterla a ninguna tensión anormal.
Holmes se sonrió por mi vehemencia, y dijo: —Quizá tenga usted razón, Watson. Me imagino que la influencia de esto es físicamente dañosa. Sin embargo, encuentro que estimula y aclara el cerebro de una forma tan trascendental, que me resultan pasajeros sus efectos secundarios.
—¡Reflexione usted! —le dije con viveza—. ¡Calcule el coste a que le resulta! Quizá su cerebro se reanime y se excite, según usted asegura; pero es mediante un proceso patológico y morboso, que trae como consecuencia un aumento en el cambio de tejidos y que pudiera acarrear al cabo una debilidad permanente. Sabe usted, además, qué funesta reacción le invade luego. Le aseguro que lo paga demasiado caro. ¿Para qué correr el riesgo, por un simple gusto pasajero, de perder esas grandes facultades de que usted se halla dotado? Tenga presente que no le hablo tan solo de camarada a camarada, sino de médico a una per­sona de cuyo estado físico es, hasta cierto punto, responsable.
No pareció ofendido. Al contrario, juntó las yemas de los dedos de ambas manos, apoyó los codos en los brazos del sillón, como quien se siente deseoso de conversar, y dijo:
—Mi cerebro se rebela contra el estancamiento. Proporcióneme usted problemas, proporcióneme trabajo, deme el más abstruso de los criptogramas, o el más intrincado de los análisis, y entonces me encontraré en mi atmósfera propia. Podré prescindir de estimulantes artificiales. Pero aborrezco la monótona rutina de la vida. Siento hambre de exaltación mental. Ahí tiene por qué he elegido esta profesión a que me dedico, o, mejor dicho, por qué razón la he creado, puesto que soy el único en el mundo que a ella se dedica.
— ¿El único detective particular? —le dije, arqueando mis cejas.
—El único detective particular que tiene abierta consulta —me contestó—. En el campo de la investigación criminal, soy el más alto y supremo tribunal de apelación. Cuando Gregson, Lestrade o Athelney Jones se encuentran apabullados (lo que, dicho sea de paso, les ocurre por lo general), me traen a mí el asunto. Yo examino los datos en calidad de experto y doy mi opinión de especialista. En tales casos, yo no reclamo ninguna gloria. Mi nombre no aparece en el periódico. Mi recompensa más elevada está en el trabajo mismo, en el placer de encontrar campo en que ejercitar mis especiales facultades. Pero ya usted mismo ha tenido cierto conocimiento de mis métodos de trabajo en el caso de Jefferson Hope.
—Desde luego que sí —contesté cordialmente—. Nada me ha impresionado tanto en la vida. Le tengo dado incluso forma en un pequeño folleto que lleva el título, algo fantástico, de Estudio en escarlata. Holmes volvió tristemente la cabeza y dijo: —Lo miré por encima. Hablando con honradez, no puedo felicitarle por esa obra. El detectivismo es, o debería ser, una ciencia exacta, que es preciso tratar de la misma manera fría y anti sentimental que toda ciencia exacta. Usted ha intentado darle un tinte novelesco, y el resultado es idéntico al que se produciría si usted tratase una novela de amor o el rapto de una mujer por el procedimiento de la quinta proposición de Euclides.
—Lo novelesco estaba allí, y yo no podía modificar los hechos —le dije en tono de reconvención.
—Hay algunos hechos que es preciso suprimir; por lo menos, se impone al tratarlos el mantener un sentido justo de las proporciones. Lo único que en ese caso merecería ser mencionado es el curioso argumentar analíticamente de los efectos a las causas que me permitió desenredarlo.
Me dolió esa crítica de una obra que yo había calculado de una manera especial para que resultase de su gusto. Confieso también que me irritó el egoísmo que parecía querer que hasta la última línea de mi folleto estuviese consagrada a sus propias actividades especiales. Más de una vez, durante los años que llevaba conviviendo con Holmes en Baker Street, había yo observado que bajo las maneras tranquilas y didácticas de mi compañero se ocultaba un poco de vanidad. No hice, sin embargo, comentario alguno, y seguí sentado, cuidando de mi pierna herida. Algún tiempo antes me la habían atravesado con una bala de fusil jezail, y aunque no me impedía caminar, me molestaba con su dolor siempre que el tiempo cambiaba.
—Mi actividad se ha extendido en los últimos tiempos al continente —dijo Holmes al cabo de un rato, atacando su vieja pipa de raíz de eglantina—. La semana pasada fui consultado por François le Villard; ya sabrá usted que es de los que últimamente se han puesto en la primera fila del Servicio Francés de Investigación Criminal. Posee toda la capacidad céltica de rápida intuición, pero es incompleto en el amplísimo campo de conocimientos exactos que es esencial para alcanzar los más altos desenvolvimientos en su profesión. El caso tenía relación con un testamento e incluía algunos rasgos interesantes. Yo pude darle como tema de consulta dos casos paralelos, ocurridos uno en Riga, el año mil ochocientos cincuenta y siete, y el otro en Saint Louis, el año mil ochocientos setenta y uno, y ellos le han proporcionado la solución exacta. Aquí tiene usted la carta que recibí esta mañana, y en la que me da las gracias por la ayuda que le he prestado.
Al mismo tiempo que hablaba, me pasó una hoja arrugada de papel de carta extranjero. Lo recorrí con la vista, descubriendo toda una profusión de signos de admiración, y aquí y allá una serie de magnifiques, de coup-de-màitres y de tours-de-force, todo lo cual era un testimonio de admiración ardiente de un francés.
—Habla como un discípulo hablaría a su maestro.
—Él valora con exceso mi ayuda —dijo Sherlock Holmes con despreocupación—. Es hombre que posee dotes notables. Cuenta con dos de las tres cualidades necesarias al detective: la facultad de observar y la facultad de deducir. Falla en cuanto a conocimientos, pero eso quizá le venga con el tiempo. En la actualidad, está traduciendo al francés mis pequeñas obras.
—¿Las obras de usted?
—¿Lo ignoraba? —exclamó, echándose a reír—. Sí, soy culpable de varias monografías. Todas ellas sobre temas técnicos. Aquí tiene usted, por ejemplo, una Sobre las diferencias entre la ceniza de las distintas clases de tabacos.