El sueño del depredador - Óscar Bribián - E-Book

El sueño del depredador E-Book

Óscar Bribián

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Beschreibung

¿Qué tienen en común los poemas de Baudelarie, Silvia Plath o Leonard Cohen con los ahorcamientos para alcanzar el clímax durante la asfixia autoerótica? En un control rutinario en la carretera de entrada a Zaragoza, la Policía detiene un vehículo sospechoso. En su interior encuentran varios cerdos muertos y diversos instrumentos para desollarlos, algo extraño, pero no especialmente preocupante… si no fuera porque en la boca de uno de los animales aparece un dedo humano… Laura Beltrán, la nueva subinspectora de la Brigada Provincial de Homicidios, y su superior, Santiago Herrera, un veterano inspector, se verán envueltos en un abanico de asesinatos que combinan el sadismo y los enigmas de la psicopatía con las inquietudes propias del comportamiento humano. El sueño del depredador es una obra intensa y ágil, convincente hasta en los pequeños detalles, con una trama que entrelaza a los poetas malditos con el imaginario lovecraftiano, personajes extraños y protagonistas afectados por penitencias y contradicciones. Una obra que transmite la esencia del verdadero ambiente policial más allá de los estereotipos, narrada con una precisión y una veracidad que asustan.

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EL SUEÑO DEL DEPREDADOR

Óscar Bribián

Título original:El sueño del depredadorPublicada por mediación de Oh!Books Agencia Literaria

© 2014 Óscar Bribián

Diseño cubierta/Fotomontaje: Eva Olaya

Fotografías cubierta @Shutterstock

Derechos exclusivos de edición en español reservados para España:

© 2014: Ediciones Versátil S.L.

Av. Diagonal, 601

08028 Barcelona

www.ed-versatil.com

Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación o fotocopia, sin autorización escrita del editor.

A Silvia, por ser el oasis,

y a mi hijo, por todo lo que vendrá.

·PRÓLOGO·

Siguiendo una lógica imponente, Óscar Bribián consigue lo imposible: hacer que lo irracional resulte del todo verosímil, que los crímenes rituales descritos en El sueño del depredador se acerquen de forma siniestra a lo cotidiano, a las peores imágenes de un telediario. Así, este escritor, que se mueve como pez en el agua entre el terror y lo policial, nos abandona a nuestra suerte en esa tierra de nadie donde todo está permitido… Por si fuera poco, lo hace a plena luz del día, sin necesitar el cobijo de las sombras y la nocturnidad, algo que no está al alcance de todos los autores.

El punto de partida es sencillo, aunque llama la atención, y podría ser cualquier recorte de un periódico, una de esas noticias que vemos de refilón en algún diario online y que damos por imposibles, más que nada porque es una de esas noticias que pronto se olvidará, sobre la que nadie pedirá explicaciones posteriores. Los miembros de una banda de rumanos son detenidos cuando conducen un vehículo en cuyo maletero hay dos cerdos muertos, cerdos inidentificables ya que les han arrancado las orejas, donde están sus distintivos… Una pareja de policías, Santiago Herrera y Laura Beltrán, irán pelando capas de la cebolla, y no tardarán en encontrar el primer cadáver, aparentemente fallecido en medio de un ritual sexual de dominación, acompañado además de unos versos malditos.

Los extensos e intensos conocimientos de Bribián acerca de las complejidades del trabajo policial hacen que El sueño del depredador crezca y triunfe en los pequeños matices: el aislamiento voluntario de los investigadores, su creciente obsesión por el trabajo, cierto abandono en sus vidas privadas… Por momentos, y por sacar a colación aquella serie televisiva que veíamos hace ya un cuarto de siglo, me da por pensar que se trata de una Canción triste de Zaragoza en la que apenas quedó rastro de humor…

En efecto, el hecho de que los protagonistas sean los policías no debería pasarse por alto, menos aún en un país como el nuestro, tan dado a la picaresca, donde tradicionalmente se ha visto a las fuerzas de seguridad de forma hostil. No pretende Bribián dar un barniz de heroicidad a sus personajes, en absoluto; de hecho, en más de un momento muestran puntos débiles, comportamientos contradictorios… Por eso mismo resultan tan cercanos y nos dejan indefensos ante sus vicisitudes.

Llama mucho la atención que desde una perspectiva tan anclada en lo cotidiano, El sueño del depredador se decante por profundizar en personajes literalmente indescriptibles, de esos que no quisiéramos conocer jamás, en primer lugar porque no seríamos capaces de comprenderlos. Da la impresión de que Óscar Bribián ha optado por un registro próximo al periodismo para finalmente llevarnos mucho más lejos de lo que habíamos pensado, en una trama que reúne a Lovecraft con los poetas malditos, los rituales más sádicos con la creación y elucubración literaria. ¿Recordáis al que dijo que las palabras matan?

Y ya que hablamos de literatura, diré que para resultar convincente en la ficción, el caos ha de estar completamente ordenado y planificado. Así imagino a Bribián mientras concebía esta novela, preocupado hasta por los más insignificantes detalles, procurando ser convincente hasta el final. Hablando de finales, ¿podrán los protagonistas de esta novela volver a sus rutinas grises después de ver todo lo que les espera? A vosotros os corresponde el placer de encontrar la respuesta.

David G. Panadero, director de la colección Off Versátil.

«Es un dios escalofriante, un dios de las sombras

el que se eleva hasta el vaso desde sus negras profundidades.

En la ventana, los nonatos, los no hechos

se congregan con la leve palidez de las polillas,

con una envidiosa fosforescencia en sus alas.

Los bermellones, los bronces, los colores del sol

que fulgen en la chimenea no los consolarán del todo.

Imagino su profunda ansia, profunda como la oscuridad,

por el calor de la sangre que ellos bien podrían poner al rojo vivo o reclamar.

La boca de cristal succiona el calor de la sangre de mi dedo índice.»

Sylvia Plath,OUIJA

·1·

A Ismael le gustaba retorcer cosas mientras recitaba con un hilo de voz historias prohibidas.

El tedio de las asignaturas del último curso de Primaria le hacía sumergirse en marismas donde reinaba la soledad. En ellas habitaban roedores que terminaban por ahogarse en el limo, y mosquitos imaginarios que le picaban y hacían que se pellizcase una y otra vez hasta que sus antebrazos enrojecían.

A veces la maestra lo mandaba callar si la letanía perjudicaba la continuidad de la clase. Entonces sus compañeros se giraban hacia él, como movidos por el resorte de una caja de sorpresas, y se burlaban señalándolo con el dedo. Enseñaban sus dientes blancos de nieve, pedazos de hielo que raspar con un punzón. Sus granos pedían a gritos que alguien los hiciera estallar, sus ojos eran pompas de jabón. «Ovejas que algún día pasarán por el matadero y dejarán de balar», pensaba Ismael mientras sentía que el vello de la nuca se le erizaba y contraía los dedos alrededor del bolígrafo, hasta partirlo.

·2·

Era febrero y la ola de frío abofeteaba las calles de Zaragoza. No había nubes en el manto nocturno. Una luna como un puñal de marfil parecía haberlas desgarrado y el cierzo había hecho el resto.

Por el tramo urbano de la N-II, dirección centro ciudad, circulaba un Ford Mondeo verde con cuatro ocupantes en su interior. Todavía estaban algo nerviosos tras dar el golpe y sudaban bajo los abrigos. Habían pasado de largo el último desvío que se abría a la derecha, hacia el barrio obrero de Valdefierro, antes de llegar a la rotonda de los Enlaces. Habría resultado una buena escapatoria de haber sabido que al final de la curva abierta destellaban las luces azules de un control policial. Pese a los dos carriles por sentido, el conductor no podía arriesgarse a dar media vuelta. Una persecución, con el sobrepeso que llevaban, no tenía futuro. Sin embargo, aunque sabía del fracaso de aquella acción, algo en su interior le advirtió de que debería dar un volantazo a la izquierda y tirar del freno de mano para girar ciento ochenta grados, atravesar la mediana y esperar un milagro. Pero los segundos que tardó en decidirse le hicieron aproximarse cada vez más al control hasta que le fue inevitable disminuir la velocidad. Bajó las revoluciones del viejo motor de noventa caballos a medida que cuatro corazones palpitaban más rápido dentro del chasis.

El furgón de la Unidad de Apoyo Operativo estaba orillado a la derecha. Había varios agentes desplegados en torno a unas balizas en zigzag. Uniformes oscuros y gorras caladas, fundas para las armas de fuego a la altura de las rodillas y botas de caña alta.

Dos de los policías tenían los brazos cruzados sobre el pecho. El oficial, algo apartado de la calzada, tiró una colilla al arcén y la aplastó con la bota, mientras comunicaba algo a los demás a través del transmisor. El agente más adelantado, con el rostro embozado por una braga de poliéster, ordenó gestualmente al conductor que detuviera el vehículo. Había observado algo extraño. Se acercó levemente para escrutar con ayuda de una linterna los rostros de los ocupantes. Cuatro hombres montados en un coche con sobrepeso y amplio maletero. Los bajos del eje trasero casi rozaban el asfalto.

—Buenas noches —saludó con gravedad el agente tras conseguir con un ademán que el conductor bajase la ventanilla.

—Buenas noches, agente. —El conductor respondió con marcado acento de Europa del este. Una cicatriz partía transversalmente su labio inferior y descendía hasta la barbilla.

—Pare ahí un momento —señaló el policía hacia el lateral de la calzada, dispuesto a resolver sus sospechas.

El conductor obedeció y orilló el vehículo. Dos policías más se acercaron desde otros ángulos. Caminaban levemente agachados para observar el interior del coche, intentando detectar movimientos extraños. Sostenían las pequeñas linternas de ledes en la mano izquierda, mientras la derecha se situaba sobre la funda del arma, por si hubiera que responder con rapidez. No sería la primera ocasión en que alguien ocultaba un arma de fuego en la guantera o en un falso techo.

Los haces de luz atravesaron el habitáculo. El sudor se reflejaba en los rostros de los ocupantes. Parecían nerviosos.

—Apague el motor —ordenó el primer agente.

—¿Qué?

—Que apagues el motor, coño, ya me has oído.

El conductor frunció el ceño antes de obedecer. Movió despacio la mano derecha y giró la llave de contacto. El Ford dejó de ronronear y los focos que lamían la calzada se apagaron.

—Las manos sobre el volante, por favor.

Unos segundos de silencio. Había poco tráfico a esas horas. Un par de coches más atravesaron el control en zigzag, pero las miradas de casi todo el operativo estaban centradas en el vehículo que iba a ser registrado.

—¿A dónde os dirigís? —preguntó el policía. Con el pulgar encendió y apagó repetidas veces la linterna para que los destellos incomodasen al conductor. Cualquier cretino hijo de papá habría pensado que ese gesto estaba de más, pero el policía sabía que el método era efectivo ante personas que pretendían usar un arma al menor descuido, aunque se tratase de un porcentaje ridículo. No podía confiar en nadie. Quedaba muy próximo el recuerdo del último compañero que, por fiarse, había recibido un balazo en el costado. Una bala podía atravesar una puerta como si fuera mantequilla y no era difícil ocultar un arma bajo las piernas. Ni siquiera era necesario levantar el brazo para cargarse a un poli.

—A trabajar, señor, vamos a trabajar —respondió el hombre, parpadeando ante los molestos destellos.

—¿A dónde? ¿A recoger naranjas a estas horas? —bromeó el policía.

—Vamos a una fábrica —respondió lacónico el copiloto.

—Pues tenéis un turno extraño si vais a empezar ahora la jornada.

El conductor y los ocupantes asintieron nerviosos.

—Dame la documentación. ¿Cómo te llamas?

—Dumitru.

—Dumitru, dame tu documentación y la del coche.

El rumano tendió su documento de identidad. «Dumitru Lasvari Cristi, nacido en 1975 en Rumanía», leyó el agente. Después comprobó que los papeles del vehículo figuraban a su nombre.

—Sal del vehículo —ordenó—. Los demás, quedaos donde estáis en los asientos.

El conductor abrió despacio la puerta y posó los pies en el suelo del arcén con incertidumbre.

—¿Qué lleváis en el maletero? ¿Lingotes de plomo?

—Solo maletas —respondió Dumitru con expresión huidiza.

—¿Maletas para ir a trabajar a una fábrica? —bromeó el policía—. Vamos, ven aquí. Quiero que abras el maletero, y lo vas a hacer muy despacio, sin tonterías, o te comerás una hostia.

—Claro, señor, no problema, no problema —respondió Dumitru.

Con gesto abatido, Dumitru abrió el maletero despacio y después se apartó un par de pasos hacia atrás. El sarcófago encerraba varios mazos de hierro, una bombona de butano, un quemador, una manguera, unas tenazas y una lima, entre otros objetos. También dos cuerpos enormes y bañados en sangre.

Dos cerdos de ciento cincuenta kilos.

·3·

Ismael recordó que al principio las encerraba en tarros de cristal totalmente sellados, pero cuando una vez encontró sus quebradizos esqueletos, como de papel, bajo la cama, comprendió que también ellas necesitaban respirar. Así que en ese momento llevaba en el bolsillo de su cazadora un tarro con la tapa agujereada que bullía de hormigas rojas. Un ejército con el que disfrutar de una auténtica batalla en el patio del colegio.

Ante el silbido, el niño de mirada perdida dirigió por un momento la atención hacia el fotógrafo, sin ningún entusiasmo. A su lado, sus compañeros se revolvían como las hormigas del tarro: entre pellizcos, tirones de pelo y manos que simulaban inocentes cornamentas. Estaban colocados de mayor a menor altura en tres hileras de bancos para la foto oficial del colegio. La tutora apenas podía contener la algarabía amenazándoles con llevarles ante el jefe de estudios. Pero Ismael permanecía quieto, absorto en los colores que descendían de las copas de los árboles como blandos copos de nieve y empezaban a arremolinarse alrededor de los zapatos del fotógrafo para después convertirse en enjambres negros y voraces. Le gustaría que los colores atacasen a sus compañeros y a la profesora, pero siempre terminaban por evaporarse.

El fotógrafo dio el «ok» tras el chasquido de la cámara y los alumnos bajaron de los bancos para terminar de aprovechar la media hora de descanso. Algunos rebuscaron en los bolsillos para encontrar la moneda con que comprar un bollo en la máquina de la cafetería. Otros regresaron al campo de fútbol para jugar la revancha y, unos pocos, los que en su mayor parte tendrían problemas para terminar la educación básica, se dedicaban a extorsionar a cuantos compañeros aventajaban en masa corporal.

Ismael, en cambio, se dirigió en solitario hacia el lado oeste del colegio, allí donde proliferaban los hormigueros en un espacio de tierra sin cementar. «Ya no tienes edad para jugar a esas cosas», le recriminaba su madre cada vez que encontraba un tarro de insectos escondido en su dormitorio. Él sabía que ella se desesperaba cada vez que recordaba el momento en que descubrió que su hijo se entretenía en descuartizar insectos para crear animales nuevos a partir de un montón de miembros y cabezas cercenadas. Pero, pese a las broncas y los castigos, Ismael seguía teniendo la misma necesidad imperiosa de aplastar y descuartizar a otros seres diminutos. A medida que se acercaba a los hormigueros sentía un excitante cosquilleo en la boca del estómago. Cuando vislumbró los finos hilos de caravanas negras transportando comida hacia los agujeros, la inquietud se transformó en ansiedad. Se arrodilló junto a un embotellamiento provocado por la entrada masiva de cáscaras de pipas y migas de pan en el orificio. Extrajo del bolsillo de su cazadora el tarro con hormigas, lo abrió y, antes de que las rojas guerreras comenzasen a rebosar por el borde, lo volcó en la tierra atrapando en la nueva cúpula a unas cuantas obreras negras que se debatían en vano por escapar. Ismael percibió una precoz erección en su entrepierna a medida que disfrutaba de la carnicería. Cuando su peculiar ejército rojo hubo devorado a todas las obreras cercadas, decidió levantar el tarro para permitir que los soldados causasen el caos en el resto de la caravana.

Un compañero de clase se le acercó en ese momento, aguijoneado por la curiosidad que producen los solitarios.

—¿Qué estás haciendo? —preguntó.

—Demostrando la teoría del Darwinismo —explicó Ismael—. Hay que enfrentar a todas las especies entre sí para ver cuál es más fuerte y cuál se extinguiría en caso de que ambas compartieran el mismo espacio.

Ismael tenía once años y se pasaba las horas muertas en internet, cuando no estaba leyendo en la biblioteca pública o entretenido en sus experimentos.

—Darwinismo —repitió para sí mismo mientras observaba la matanza.

—¡Cómo mola! —exclamó su compañero, asomando por detrás de su espalda.

—¡Lárgate! —gritó Ismael, propinándole un codazo en el pecho.

Impresionado por la reacción, el chaval se esfumó mientras se masajeaba con una mano el pecho magullado.

Ismael no perdía atención. Transcurrieron varios minutos hasta que por fin acudieron los refuerzos desde el hormiguero. Un manto negro cubrió poco a poco a los soldados rojos, que cayeron después de dejar atrás numerosas víctimas. El chico había comenzado a enfurecerse a medida que veía la batalla perdida. Por eso, cuando entendió que no había remedio para su ejército, se levantó y pisoteó con furia, una y otra vez, esa porción de tierra del patio, provocando una ligera polvareda que fue arrastrada por el viento. Después no pudo reprimir sus ansias de venganza y comenzó a horadar el suelo con las manos como si fuera un jabalí, hasta que descubrió el escondite de la gran faraona, la reina de la colonia, grande como una avispa y con el abdomen hinchado cual perla de ámbar. La atravesó una y otra vez con un punzón que había hurtado en la clase de Plástica. Luego decidió aguijonear cada una de las larvas que encontró en las cámaras subterráneas, sentenciando al hormiguero a no tener descendencia. A medida que la aguja perforaba los blandos cuerpos, sentía una creciente erección que le oprimía en los pantalones. Se veía como un dios capaz de decidir el futuro de las ciudades. Solo la campana de regreso a las clases le hizo abandonar.

·4·

Santiago Herrera pensaba que todo era una gran mentira. No importaba que el guiñol representase el sistema bancario, los partidos políticos, los mundillos culturales o la seguridad pública. Siempre existiría un patriciado y una plebe a la que mantener contenta mediante artificios. Por eso, como casi cualquiera que trabajara en un cuerpo policial, sabía que los agentes de la oficina de denuncias procuraban torear a algunos denunciantes si la cosa no estaba clara o no se aportaban datos suficientes para que el caso tuviera éxito. Solo importaba bajar las estadísticas de delincuencia y aumentar indirectamente el porcentaje de casos resueltos, por nimios que fueran, también sabía que en determinadas épocas habría que subir los arrestos, o minimizarlos, según las órdenes de la Delegación del Gobierno, que ya se encargaba de maquillar los datos y de ser generosa con los medios de comunicación menos combativos. Quid pro quo. Preguntas pactadas y censura ante determinados temas, pero a cambio tenías al alcalde de una capital, al delegado del gobierno o al presidente autonómico, hablando en directo en la cadena con más oyentes en la mejor franja horaria. Favor para ti, favor para mí. Ya nos diremos las verdades en aquel restaurante de la guía Michelin, sin micrófonos, sin cámaras y sin miles de votos en juego. Y después, tras los maquillajes de resultados, llegaban las condecoraciones amañadas, los enchufes en las unidades de élite y el ostracismo de quienes trabajaban la calle día tras día ninguneados por los cargos políticos.

Pero Herrera llevaba los años suficientes en el Cuerpo y en la universidad de la vida como para que le resbalase que la sociedad estuviera bañada de una pátina de falsa pureza por cuyos resquicios se colaban conquistadores de vacíos legales, delincuentes que cumplían condenas irrisorias, líderes que lanzaban proclamas inocuas y víctimas que morirían anhelando justicia. Aunque todo fuera una gran mentira, cuando uno se tiraba tres años opositando para obtener una plaza de inspector de policía en igualdad de oportunidades frente a cientos de aspirantes, y lo conseguía, ya no importaba tanto toda la mierda que olía en el vertedero; porque al menos se tenía un sueldo fijo con el que no ahogarse y se podía tirar para adelante, siempre que uno no fuera demasiado impertinente con los de arriba. En esta vida, pensaba Herrera, es lo único que puede hacer quien nace sin estrella y no tiene quien le guíe. Otro camino era el de trepar jodiendo a otros mejores, pero él era un hombre con escrúpulos. Así que, tras los dos años de formación en la academia de Ávila, donde procuraron llenarle el cerebro de leyes y obligaciones, normas y férreos protocolos, salió a la cruda realidad, esa que no tiene nada que ver con los medios de comunicación ni con las notas oficiales, con las reuniones ministeriales ni con las comitivas escoltadas. Se graduó teniendo en la cabeza la primera premisa que le enseñó un barbudo subinspector de la Brigada de Extranjería, cuya barriga había inspeccionado demasiados almuerzos en bares de tercera fila: «para ser un buen policía hay que saber mentir y escribir bien la mentira». Una buena intervención se convertía en una sanción disciplinaria sin empleo y sueldo si no se explicaba bien o no se dejaba todo bien atado en el informe policial, pero la mayor cagada o el peor delito podía estar tan bien envuelto en papel maché que podía terminar en una medalla. Escribir bien, sí. Eso era mucho más importante que un segundo dan en artes marciales, un título en Criminología o una memoria fotográfica. Y de eso, de escribir, sabía mucho Herrera, licenciado en Derecho, que vio las fauces del lobo en cuanto terminó la carrera y escuchó a una jefa de Recursos Humanos decir que el título de una carrera de letras puras no servía ni para iniciar una buena hoguera en una empresa privada. Él sabía que, con su carrera, sin estar afiliado a un partido político y sin contactos importantes, solo podría trabajar como pasante en un buffete de abogados, cobrando menos dinero al mes de lo que le costaría el traje y el maletín necesarios. Su padre había sido Guardia Civil toda la vida, de esos que terminan siendo sargentos porque en el examen cuenta más la antigüedad que los conocimientos para la baremación. Y como Herrera sabía que en la policía tendría un trabajo para toda la vida, allí se fue, pese a que su madre, escritora de novelas pulp bajo seudónimo, lo desaprobaba. Afortunadamente, mientras opositaba, encontró la verdadera vocación, aunque luego la realidad profesional se la quitara a machetazos.

—Será mejor que te ponga en canción —dijo Sancedo, compañero de tertulias.

—Ya dirás.

Santiago Herrera, inspector del Grupo IV de Homicidios de la Brigada Provincial de Policía Judicial de Zaragoza, había recibido una llamada interna cuando tomaba el segundo café de la noche. Al otro lado del teléfono le hablaba Víctor Sancedo, el instructor de la Inspección Central de Guardia, donde llegaban los detenidos antes de ingresar en los calabozos. Ambos agentes eran antiguos compañeros de promoción. Entraron directamente en la escala ejecutiva. Dos años de formación internados en el acuartelamiento de Ávila, durmiendo en una habitación compartida con literas y una mesilla pequeña para turnarse en los estudios nocturnos. Con una mierda de salario que apenas les daba para costearse el tren los fines de semana para visitar a sus familias, o para alternar con otros cientos de compañeros en una capital pequeña que ofrecía tapa y caña por euro y medio en multitud de establecimientos. Ávila parecía una ciudad universitaria, pero en las universidades ningún alumno se suicida en los servicios por la presión de los exámenes, ni se debe decir «a la orden» a los profesores, ni se les enseña a cachear bajo el riesgo de pincharse y contraer una hepatitis B con una jeringa oculta en un bolsillo. Herrera y Sancedo coincidieron allí y entablaron un fuerte compañerismo pero una tenue amistad, de esas que se cortan indefectiblemente cuando se escogen destinos distantes y se olvidan; y cuando el destino organiza un reencuentro solo queda un marchamo de anécdotas entre personas de distintos caracteres.

—Mira, a eso de las cuatro de la madrugada una patrulla de la UAPO, los de la poli local, ha parado un vehículo para registrarlo —explicó Sancedo—. Estaban en la carretera de Madrid. Estamos terminando de redactar el atestado.

—Hasta ahí, bien.

—Sí, claro. Eran cuatro rumanos. Por lo visto el coche parecía tener sobrepeso en la parte trasera. Así que los pararon para registrar el vehículo. Lo primero que miraron fue el maletero y, ¡sorpresa!, se encontraron dos tocinos de unos ciento cincuenta kilos cada uno, con las cabezas reventadas a mazazos. Los tíos llevaban también varias herramientas. —Sancedo hojeó el atestado para buscar un listado—. Tres mazos, una bombona de butano, un quemador...

—¿Una bombona de butano y un quemador?

—¿No sabes cómo funciona la matanza del cerdo? Para ponerlo guapo, después de abrirle la cabeza, hay que chamuscarlo para quitarle los pelos y la piel exterior, antes de rasparlos con cuchillos desafilados. Mis abuelos lo hacían cubriéndolos con paja y les prendían fuego, pero hace años que se usa soplete y gas butano.

—Es un buen trabajo —bromeó Herrera.

—Mejor que buscar cadáveres en las cloacas, ¿no crees?

—Está bien, Víctor, continúa.

—Verás, seguramente pensaban degollar al cerdo en algún garaje particular. Los rumanos llevaban dos mochilas con ropa y zapatillas deportivas, manchadas de sangre. Pero también capas de plástico de estas grandes, como las que se compran para cubrir armarios cuando se va a pintar una habitación.

—No te enrolles, Sancedo. Que yo sepa, todavía no instruimos las matanzas de cerdos como homicidios. ¿O me estás contando esto como chascarrillo? Para eso podías haberme invitado a un café.

—Que no, coño, espera y escucha, que llega lo importante. Me acaban de llamar del depósito de vehículos. Mientras sacaban a los animales del maletero, del interior de la garganta de uno de los gorrinos ha caído algo.

—¿El qué? —preguntó Herrera.

—Un pedazo de carne.

—¿Y qué?

—Que era carne humana. Las tres falanges de un dedo índice.

—¡No jodas!

—Desde hace tres meses que no, Santi —bromeó Sancedo—. Pero es que follar hoy en día sale muy caro. Ir de putas me cuesta un día de sueldo. Y si invito a cenar a alguna tía, peor aún.

—Déjate de bromas. ¿De quién es ese dedo?

—¿Y yo qué coño sé? Lo que te puedo asegurar es que los cuatro rumanos tienen todos sus dedos intactos —rio Sancedo.

—¿Y cómo narices ha acabado un dedo en el esófago de un cerdo?

—Lo siento, eso os va a tocar descubrirlo a vosotros. Os paso la patata caliente. Esto me huele a ajuste de cuentas o algo así.

—Me la has metido bien, macho. Soy el único mando y pensaba dedicar la noche a papeleo, tengo un montón de informes pendientes. Además, hoy empieza una compañera, tengo que enseñarle todo esto.

—¿Está buena?

—No parece estar mal —dijo Herrera inclinándose un poco sobre una de las esquinas de la mesa, donde descansaba el historial de una tal Laura Beltrán, con el remite del servicio de personal. En realidad era el propio comisario el que se lo había dejado en la bandeja. Había una fotografía de carné de la agente uniformada, y debajo su identificación profesional. Era una mujer morena y de rostro armonioso, pese al rictus de seriedad que mostraba en la instantánea. Dos años destinada en Barcelona, en el departamento de Seguridad Ciudadana. Ascendió a oficial y la destinaron a Valencia, al Grupo de Atracos de la Policía Judicial. Otros dos años y un nuevo ascenso para elegir Zaragoza. Dos medallas al mérito policial.

—¿Rasa? —preguntó Sancedo, sacándolo de sus pensamientos.

—Subinspectora.

—Una tía dura, de las que ascienden a base de esfuerzo —ironizó Sancedo.

—Pues eso parece. No creo que tenga ningún enchufe aquí. Viene del Grupo de Atracos de Valencia.

—Muy bien, ya me contarás si tiene morros de princesa o de puta. Te dejo. Y lo dicho, aquí tendrás a tus queridos reyes del este, arrebujados entre mantas.

—Enseguida bajo. —Justo antes de colgar, Herrera se palmeó la frente: había recordado algo—: Una cosa más, ¿no habéis visto las placas identificativas de las orejas?

—¿Las de los cerdos?

—Las de los rumanos, no te jode —masculló Herrera—. Si los cerdos proceden de una granja, puede ser competencia de la Guardia Civil. No hay muchas granjas en la ciudad, ¿no? Tendrá que ser de las afueras, digo yo.

—No te quites el muerto tan rápido, Herrera. Se han preocupado de arrancarles las placas —Sancedo rio ostentosamente al otro lado del teléfono—, así que no sabemos la procedencia de los gorrinos. Estos rumanos son igual de chapuceros cuando revientan cerdos que cuando te hacen un trabajito de albañilería, les han arrancado casi completamente las orejas a los pobres animales. Yo creo que un buen costurero podría hacerte una chaqueta con la piel que han arrancado. Y los muy cabrones no quieren decirnos de dónde los han robado. Antes de aparecer ese dedo, yo pensaba meterles maltrato animal además de robo, los de la UAPO aseguran que uno de los cerdos se tiró como veinte minutos con espasmos musculares antes de espicharla.

—¿En serio?

—Si me vieras te guiñaría un ojo, Santi. Vamos, hombre, ya sabes cómo funciona esto. Les meteríamos más por el maltrato que por el robo. Puede que si hubieran estado otros compañeros, como García o Requena, no hubieran querido instruirlo, a ver cómo demostramos lo de los espasmos, pero yo acabo de entrar en el turno y me apetecía duplicar el papeleo, fíjate tú. Aunque ahora es mucho mejor, podemos presionarles más sabiendo que puede tratarse de algo más gordo.

—Está bien, Víctor. Bajo ahora.

—Aquí te espero.

Herrera colgó el auricular y se incorporó de su asiento. Sintió una aguda molestia en la espalda baja, como si un pescador tuviera su anzuelo enganchado ahí y tirara de él con insistencia, recogiendo carrete. Dos días atrás le dio un latigazo allí mientras intentaba subir el ritmo haciendo footing. Le quedaban seis meses para alcanzar los cuarenta y tenía la sensación de empezar a caer por una pendiente de la que nadie podía librarse. Como mucho, podía entrenar para desacelerar la inevitable caída, pero las lesiones le estaban minando la moral, y el trabajo a turnos tampoco ayudaba.

Salió del despacho y se cruzó con Arturo, el oficial que se sentaba más cerca. Le indicó que dejase lo que estuviera haciendo y le acompañase.

—Vamos para abajo, hay unos detenidos que podrían tener relación con un homicidio.

—¿Otro homicidio? Jefe, tenemos la negra —resopló Arturo, incorporándose pesadamente mientras se quitaba las gafas para leer. El agente abandonó sobre la mesa un café de máquina ya frío y una bolsa de Doritos, pero no se olvidó de coger la cajetilla de tabaco, por si podía escaparse un momento afuera. Tenía cincuenta y tres años y estaba pasado de vuelta de todo, pero no le importaba trabajar los fines de semana, de lo contrario se habría marchado a alguna oficina de expedición de DNI y Pasaportes, con un calendario laboral más provechoso. Era ancho y corpulento, apenas sobrepasaba el metro setenta y en su rostro abotagado destacaba un bigote frondoso, tan ochentero como su jersey de punto. Tenía una mujer que era una joya por dentro, que se dedicaba a limpiar las casas de las que preferían ser joyas por fuera. Dos hijos mayores, uno mecánico e independizado, el otro licenciado en Geológicas y en paro. Su acento asturiano se había atenuado tras dos décadas ocupando distintos destinos de la península.

Los dos hombres bajaron en el ascensor hasta el primer sótano. Luego pasaron junto a la rampa por donde entraban los vehículos oficiales y el particular del comisario, que tenía plaza propia. Giraron sobre sus talones hacia la izquierda para abrir las puertas batientes con claraboya e internarse en el pasillo de la Inspección Central de Guardia. Al fondo se encontraba la puerta que daba acceso al recinto de calabozos y, a un lado, los cuartos de espera, interrogatorios y toma de huellas dactilares. El comienzo del pasillo se ensanchaba dejando a mano izquierda un recinto que hacía funciones de salita de espera, con una decena de asientos de plástico anclados a la pared y baldosas de color ocre. Había una puerta que conducía a los servicios. Junto al quicio podía leerse en un cartel pegado con celofán: «Para evitar que los detenidos atasquen los servicios cuando tengan que usarlos, entregadles el papel JUSTO. El Coordinador». A mano derecha quedaba el despacho, o más bien cuartucho, donde el inspector del turno supervisaba las gestiones, maldiciendo cada vez que su viejo PC tardaba más de la cuenta en cargar un archivo. Claro, que tampoco podían quejarse mucho, porque en los juzgados empleaban los ordenadores de segunda mano que desechaban los administrativos de la Diputación General, lo que era mucho más humillante. En otro despacho contiguo, más grande, varios agentes realizaban informes y ampliaban diligencias, mientras tomaban declaración a denunciantes y denunciados.

Herrera se asomó al umbral del despacho junto a Arturo. Víctor Sancedo tecleaba furiosamente, como era habitual en él, de manera que parecía que usaba una antigua Olivetti. No sabía mecanografía, pero estaba tan habituado a hacer informes que con dos dedos adquiría velocidades de doscientas pulsaciones por minuto, casi más rápido que su propio corazón cada vez que subía a su domicilio, un tercero sin ascensor en el barrio de La Jota. Eso se lo debía a la elevada cantidad de dinero que destinaba anualmente a las empresas tabacaleras.

—¿Han pasado a calabozos? —preguntó Herrera.

—¡Qué va! —exclamó Sancedo, levantando la vista del monitor. Luego miró al oficial, una suerte de balón de fútbol enfundado en una americana gris que dejaba entrever el jersey de punto—: Hola, Arturo.

—¿Dónde están?

—En la sala de espera del fondo —explicó Salcedo mientras acompañaba sus palabras con un giro de mentón. Me han asegurado los de la UAPO que entienden perfectamente el castellano. El oficial de la furgona creo que está terminando la comparecencia aquí al lado. Puedes hablar con él. Pero los rumanos se hacen los tontos ahora. Hemos pedido un intérprete. El abogado de oficio tampoco tardará en llegar. Podrás interrogarles pronto.

—Supongo que habrás avisado a los de Científica, ¿no?

—Sí, claro, están en ello. Los compañeros del depósito han metido el dedo en una bolsa de plástico y ya se lo han pasado. Espero que esa bolsa no fuera de patatas fritas. —Sancedo se rio de su propia ocurrencia.

El pasillo siempre estaba transitado. Los detenidos llegaban con cuentagotas pero los trámites eran tantos que cada intervención se dilataba en el tiempo durante horas. Entraron dos policías locales con un tipo engrilletado, cabizbajo y bastante tranquilo. Lo habían cazado a la carrera a trescientos metros de la farmacia de donde el tipo había robado el bolso de una clienta, tras propinarle un fuerte tirón que la había arrojado al suelo. Sabían que un juez lo dejaría libre porque rebajaría la tipificación de robo con fuerza a simple hurto al descuido, y un hurto no se consumaba si el ladrón no había podido aprovecharse de lo sustraído, según indicaba la jurisprudencia, algo imposible si la policía lo cazaba en apenas un minuto. Sabían que les tocaría alzar los hombros en señal de resignación cuando la denunciante les mostrase su indignación con la justicia tras el fallo del juicio, después de haber perdido tres días en declaraciones en comisaría y en los juzgados. «Pero esto es así, señora. La burocracia, ya sabe. Los vacíos legales, los resquicios, los profesionales de los pequeños delitos, nosotros hacemos lo que podemos, cuesta más dinero saltarse un semáforo sin peligro para nadie que darle una paliza a un tipo. Pero tenemos que seguir con esto, para eso nos pagan, señora. La próxima vez, valore si le merece la pena denunciar los hechos.»

Herrera decidió avanzar por el pasillo hasta el cuarto donde esperaban los cuatro detenidos. Se asomó y los vio en los asientos, calmados. No reconoció a ninguno. Tampoco parecían gran cosa. Gente de vida difícil, nada más. Muchos tenían las manos como tenazas, de trabajar en el campo o en oficios igual de duros. Pero ninguno tenía esa expresión que Herrera había descubierto en algunas personas, aquellas a las que no les importaba quitar la vida. Regresó junto a Arturo y Sancedo.

—Víctor, ¿tienen antecedentes? ¿Están fichados? —preguntó.

—Poca cosa —respondió Sancedo—. Dos están limpios, los otros dos tienen registrados hurtos y algún robo de poca monta. Son unos pringaos. Unos pringaos hijos de puta, ya me entiendes.

De pronto se escuchó un grito en el pasillo. Un ruido seco, como de mazo abriendo un boquete. Después, un forcejeo. Herrera y Arturo corrieron afuera e intentaron ayudar a los policías locales que procuraban inmovilizar a su detenido. En un momento de descuido, el fulano se había levantado y se había lanzado de cabeza contra una puerta. La chapa de aglomerado había cedido y se veía perfectamente el cerco dejado por el cráneo. Otros compañeros de calabozos salieron y echaron un cable. Al final había cuatro brazos estorbándose para coger cada una de las dos piernas del detenido que pugnaba por zafarse. Uno de los agentes practicó una luxación en un codo que inyectó dolor sin lesiones en la articulación. El detenido gritó como un animal acorralado y furioso. Eso conllevaría nuevos trámites, dar nuevas explicaciones y ampliar diligencias. Tendrían que llevarlo al hospital provincial para que un médico valorase las lesiones de la cabeza, habría que hacerle radiografías y adjuntar los partes médicos a la comparecencia. El detenido alegaría que los cabrones de los agentes le abrieron la cabeza a hostias. Por eso, uno de los policías fingió una luxación de hombro, para cubrirse las espaldas. Denuncias cruzadas. Pura rutina.

·5·

A Ismael le gustaba quemar cosas a escondidas.

Cuando su madre salió de casa para visitar a su abuela, él aparentó quedarse absorto frente a alguno de los libros extraños que hurtaba en la biblioteca. Pero en cuanto percibió el ruido del ascensor, se levantó de un brinco y corrió a su habitación. Abrió las ventanas y después introdujo medio cuerpo bajo su cama para extraer una bolsa con sus antiguos coches de juguete, diminutas réplicas de una realidad que lo sobrepasaba. Luego se dirigió al dormitorio conyugal y cogió del cajón de la mesilla de noche, del lado donde dormía su padre, un mechero con el escudo de un equipo de fútbol, no sin antes apartar de encima una caja de condones, un cinturón enrollado como una serpiente y varias bolsas de caramelos para la tos.