El tentador calor de las llamas - A. G. Novak - E-Book

El tentador calor de las llamas E-Book

A. G. Novak

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Beschreibung

Dos años después de que Alicia participe en un juego macabro entre adolescentes, comienzan a aparecer los cadáveres de varios hombres embalsamados según una antigua tradición egipcia. Paula, joven promesa de la policía judicial, forma parte del operativo que lucha por detener al asesino mientras Alicia, convertida en una ambiciosa estudiante de periodismo, se ve involucrada en el caso de una manera siniestra. Inmersas en una investigación que no parece tener sentido, surgirá entre ambas jóvenes una irrefrenable atracción que las conducirá al borde de un abismo peligroso.

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Segunda edición. Septiembre 2023

© A. G. Novak

© Editorial Esqueleto Negro

www.esqueletonegro.es

[email protected]

ISBN Digital 978-84-123251-8-8

Queda terminantemente prohibido, salvo las excepciones previstas en las leyes, cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública y cualquier transformación de esta obra sin contar con la autorización de los titulares de propiedad intelectual.

La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual según el Código Penal.

Para Ana, siempre.

Indice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29

Capítulo 1

Le faltaba el aire. Permanecía encogida, atrapada en un espacio demasiado pequeño para su cuerpo. No era capaz de recordar cuánto tiempo llevaba allí, a oscuras, notando un traqueteo irregular que provocaba que se golpeara, una y otra vez contra las paredes del cubículo. Intentó estirarse, pero no pudo. La claustrofobia se convirtió en histeria.

Aporreó, con toda la fuerza que fue capaz de reunir, los lados de aquella prisión. Chilló, lloró y continuó sacudiéndose hasta que el movimiento cesó de forma súbita. Pasados unos segundos, la luz inundó sus ojos cegándola por completo. Sintió una mano cálida en su rostro. Acto seguido, la inconsciencia se apoderó de ella y dio paso a la más absoluta negrura.

Alicia abrió los ojos despacio. Suspiró con alivio y secó el sudor de su frente con la sábana que tenía enrollada alrededor del cuerpo. De nuevo había tenido una pesadilla.

Supuso que el estrés de los exámenes le estaba pasando factura. Creía que no tendría tiempo suficiente, que no sería capaz de asimilarlo todo, sentía un terror irracional a quedarse en blanco en el momento menos oportuno.

Su madre apenas la había presionado, no le gustaba verla nerviosa, pero su padre hacía tiempo que decidió por su cuenta la carrera que debía estudiar sin contar con su opinión. Él tenía la ilusión de que entrara en la Facultad de Derecho para acabar siendo algún día parte de su magnífico despacho: Somoza, Mendoza y Asociados.

Unos nudillos golpearon la puerta. Antes de que Alicia pudiera contestar, su padre ya había asomado medio cuerpo.

—¿Puedo pasar?

Fiel a su carácter decidido, no esperó respuesta alguna. Alicia se incorporó como pudo, frotándose los ojos para terminar de desperezarse mientras él tomaba asiento en el borde de la cama.

—Ayer llegué muy tarde y no pude preguntarte, ¿cómo te ha ido?

—Bien, supongo.

—No te veo muy entusiasmada —dijo él frunciendo el ceño.

—Papá, acabo de despertarme —suspiró acumulando paciencia—. Me ha ido bien. Las matemáticas regular, ya sabes que no son lo mío, pero no creo que saque una mala nota.

—¿Has pensado en lo que te dije el otro día?

Alicia no contestó en el acto. Sabía que se refería a su oferta de trabajar durante el verano haciendo fotocopias, atendiendo el teléfono y poco más. Pero lo que él perseguía era que conociera la empresa y le picara el gusanillo de la abogacía. A ella, la perspectiva de quedarse sin vacaciones no le apetecía nada, sobre todo para hacer algo que detestaba y con la idea de dedicarse en el futuro a una profesión que le interesaba poco o nada.

—No tienes que decidirlo ahora, cariño. Piénsalo unos días, entendería que no quisieras trabajar en verano justo antes de empezar la carrera, pero creo que es una buena oportunidad para entrar en contacto con el mundillo.

Alicia sintió que las palabras tomaban vida propia en su garganta. Antes de que pudiera frenarlas ya estaba pronunciándolas.

—No voy a estudiar Derecho —soltó a bocajarro.

Por primera vez, que ella recordara, su padre se quedó mudo. Se levantó de la cama y la observó con los ojos entrecerrados.

—¿Cuándo has tomado semejante decisión?

—Pues… Es que nunca he tenido intención de ser abogada.

Él la miró como si le hubiese clavado un puñal en el corazón y, sin decir nada más, dio media vuelta para salir de la habitación. Alicia sintió que le debía una explicación, aunque a él no le gustara escucharla.

—Papá, sé que esto es una decepción para ti, pero dudo que te suponga una sorpresa. Ese es tu mundo, no el mío.

Él la observó con detenimiento, calibrando si aquello era determinación o un capricho adolescente. El silencio no dejó sus labios mientras salía del dormitorio de su hija.

Alicia notó un hormigueo en las cervicales como si le acabaran de quitar una losa enorme de los hombros. Por fin se lo había dicho a las claras, estaba satisfecha, aunque también segura de que él no tiraría la toalla con tanta facilidad.

Se tumbó en la cama y cerró los ojos pero, al poco, su intento de relajación se vio interrumpido por el timbre de su teléfono. Ni siquiera hizo el amago de comprobar quién llamaba, lo dejó sonar hasta que volvió a quedar en silencio. Respiró aliviada creyendo que por fin podría relajarse, pero al cabo de un minuto el teléfono comenzó a sonar de nuevo con insistencia.

—Hola, Carmen —dijo Alicia nada más contestar—. ¡Qué pesada eres!

—Encima que te llamo para ver qué tal te han salido los exámenes… Ayer ni contestaste mis mensajes, ¡eres una chunga podrida!

—Perdona —se disculpó Alicia—, es que acabo de hablar con mi padre de un tema que me ha puesto de mala leche.

—¿Otra vez con lo de Derecho?

—Y con lo de trabajar este verano.

—Le habrás mandado a la porra.

—Le he dicho que no quiero ser abogada, no creo que ahora insista sobre lo del trabajo, no tendría sentido.

—No te fíes.

—Debería decirle que quiero tomarme un año sabático, estoy harta de exámenes.

—¡Eso sería estupendo! Así empezaríamos juntas la carrera y se me quitaría el complejo de tonta.

—Solo has repetido un curso, no exageres.

—Ya, es que al lado de una empollona como tú todos nos acomplejamos.

Alicia se rio de buena gana, la conversación con su amiga la había despertado del todo.

—Oye, voy a colgar, que me llama mi madre, ¿quedamos esta tarde? —dijo Carmen.

—Sí, vale, ¿dónde siempre a las seis?

—OK, un beso guapa.

—Un beso.

Alicia llegó puntual al lugar en el que había quedado con Carmen. Ella ya la esperaba. Llevaba una bolsa grande de lona beige colgada del hombro y estaba sentada en el asiento de su escúter mientras se concentraba en la pantalla de su móvil. No pudo reprimir una carcajada en cuanto vio a su amiga acercarse.

—¡Estás fucsia!

—Solo he estado un rato en la piscina.

—Pareces nueva, siempre te quemas.

Alicia miró a su amiga con cierta envidia. Aunque ella era más alta, Carmen poseía una complexión fibrosa que no tenía que esforzarse por conservar, a juego con su piel y pelo oscuros, que contrastaban con la luminosidad de su personalidad extrovertida. Ella, sin embargo, no se sentía cómoda entre mucha gente y disfrutaba de los momentos de soledad.

Carmen se puso el casco y le tendió otro a Alicia, que se colocó con cuidado para no rozar su cuello escocido.

—¿Dónde vamos? —preguntó gritando a través del cristal del casco.

—¡Es una sorpresa!

Alicia no insistió. Sabía que cuando Carmen se ponía misteriosa no había quién le sacara nada. Se acomodó en la parte posterior del asiento de la moto y se dejó llevar, como tantas veces. Salieron de la urbanización, pero en lugar de dirigirse al parque donde solían quedar con más amigos, rodearon las casas unifamiliares y Carmen condujo la moto hacia el bosque que había detrás de las construcciones. Alicia comenzó a extrañarse, pero antes de que pudiera decir nada, su amiga metió la moto por un camino de cabras y tuvo que centrar toda su atención en agarrarse del asidero posterior para no salir despedida. Tras dos minutos por aquel sendero infernal, Carmen paró el escúter justo en el centro de un claro rodeado por encinas centenarias. Desde allí solo se veían árboles y apenas si se escuchaba el rumor lejano de los coches que transitaban por la carretera que separaba su pueblo del vecino. Alicia escuchó el ladrido de un perro, parecía que estaba lejos, pero al quitarse el casco lo oyó con mayor claridad. Aquello la inquietó un poco, le daban miedo desde que, siendo niña, uno intentó morderla.

—¿Se puede saber qué hacemos aquí? —preguntó mirando con nerviosismo a su alrededor.

Carmen no contestó, cogió el casco de su amiga, se quitó el suyo y dejó ambos sobre el asiento de la motocicleta. Después, dio unas palmaditas al saco de lona que traía consigo.

—Te dije que era una sorpresa.

Dejó la bolsa en el suelo y extrajo de ella una caja de cartón rectangular, sin dibujos ni inscripciones.

—¿Qué es eso?

—Todavía no —dijo Carmen—, tienen que llegar los demás.

Casi al instante, se escuchó el sonido del motor de otra motocicleta, un rugido más potente que el de la escúter en la que llegaron. A lo lejos, por el camino de tierra, vio cómo se acercaba una moto de campo grande conducida por Paula, la hermana tres años mayor que Carmen. Marcos, uno de sus compañeros de facultad, iba de paquete.

Alicia miró a su amiga con el ceño fruncido.

—Podrías haberme avisado de que venía tu hermana.

—Cuantos más mejor. El rojo en la cara te sienta de maravilla, no te preocupes.

A Alicia le dieron ganas de insultarla, pero no tuvo tiempo. Paula llegó con su moto hasta donde estaban y Marcos bajó de un salto.

—¡Hola! —dijo acercándose a ellas—. Menudo sitio para quedar, voy a pensar que al final quieres algo conmigo.

—Sigue soñando —soltó Carmen dándole un empujón.

Marcos era un chico flaco y algo bajito, que solía hacer gala de un buen humor perpetuo.

—Hola —Paula se aproximó con paso lento. Su mirada de ojos marrones se dirigió a Alicia—. Cuánto tiempo sin verte.

Alicia se sentía algo acomplejada por aquella chica de una belleza difícil de ignorar, pero trató de hablar de forma despreocupada para que no se notara.

—Tenía los finales, no he salido mucho.

—¡No mucho, dice! —rio Carmen—. ¡Si no ha salido nada de nada!

—Exageras, Carmen —dijo Alicia dándole un codazo.

Paula miró a su hermana con los brazos en jarras.

—Podrías tomar ejemplo de tu amiga.

—¡Déjame en paz! Bastantes charlas me dan ya papá y mamá.

—Con razón.

—Disculpa, señorita universitaria. Sería buena idea que Alicia y tú os hicierais amigas, las dos tan formales, tan estudiosas… Lo malo es que Alicia odia la carrera que estudias —escupió Carmen esbozando una sonrisa socarrona.

Alicia percibió como el fucsia de su cara se volvía violáceo. Paula, acostumbrada al carácter de su hermana, no pareció afectada por el comentario.

—Déjate de coñas y dinos ya a qué tanto misterio, anda.

Carmen sonrió y se dirigió hacia la caja de cartón que descansaba en el suelo. Se agachó, abrió la tapa medio rota y extrajo de ella un tablero marrón doblado por la mitad, con las esquinas chafadas por el uso.

—Lo encontré en la casa del pueblo de la bisabuela.

Abrió el tablero y se lo mostró a todos. Con un fondo color pergamino, la superficie estaba formada por un alfabeto dibujado con tipografía recargada, colocado en dos filas curvadas. Debajo de las letras había cuatro palabras: Sí, No, Hola y Adiós.

—¡Tachán! —canturreó Carmen con tono artificioso.

—¡Es una ouija! —exclamó Marcos— ¡Cómo mola!

Alicia se limitó a observar el tablero con cierta inquietud.

—¿Me has hecho venir para esto? —preguntó Paula dibujando una mueca de rechazo en su hermoso rostro.

—¿Acaso tienes miedo?

La aludida observó a Carmen con seriedad, pero no reaccionó ante la provocación. Dio media vuelta y se dirigió hacia la moto.

—Marcos, me marcho, ¿vienes?

—¡No te vayas! —protestó él—. Acabamos de llegar, ¿no me irás a decir que te crees estas tonterías?

Paula se volvió hacia él con expresión dura.

—Haz lo que quieras, yo no voy a tocar eso.

Él no replicó, pero tampoco la siguió. Paula miró a Alicia, le ofrecía una invitación silenciosa, intuyendo que tampoco le hacía gracia todo aquel asunto, pero ella no se atrevió a decir nada. Le daba pena decepcionar a Carmen y mucha vergüenza marcharse con su hermana en la moto.

Paula negó con la cabeza, se puso el casco y arrancó la máquina. Aún se volvió una última vez, dándoles la oportunidad cambiar de idea, pero ninguno se movió. En cuanto comenzó a alejarse por el camino de tierra, Alicia se arrepintió de no haber tenido el valor de marcharse con ella.

Carmen y Marcos se sentaron en el suelo uno enfrente del otro, con la ouija en medio. Alicia aún se quedó un momento en el sitio, mirando como Paula se alejaba. Después se dio la vuelta y se dirigió hacia los otros dos.

—¿De verdad queréis jugar con esta cosa?

Ambos la miraron desde abajo, con expresión divertida.

—No hay que dramatizar. Vamos a pasar el rato, nada más. Si prefieres hacemos botellón en el parque.

Alicia torció el gesto, Carmen sabía que ella detestaba beber alcohol en la calle, no le encontraba la gracia. Se pasaba las horas viendo como sus amigos se emborrachaban y perdían de forma gradual toda capacidad de conversación y raciocinio, siendo espectadora de cómo los chicos se transformaban en gallos de pelea o babosas deseosas de flirtear con cualquier cosa que se moviera, mientras las chicas se desprendían de toda dignidad y balbuceaban palabras inconexas con el chico que les gustara aquella quincena.

A pesar de todo, continuó de pie, aún sin encontrar una buena razón para participar en aquel juego.

—Venga, siéntate con nosotros —dijo Carmen juntando las manos a modo de súplica—. No va a pasar nada.

Carmen intentaba tranquilizarla, pero a ella le sonó a reto. Alicia se sentó, convirtiéndose en el tercer vértice del triángulo que dibujaron alrededor del tablero con sus cuerpos. Carmen sacó una pieza de madera en forma de pera, con un hueco circular en el centro.

—Bueno, ¿y esto cómo se hace? —preguntó Marcos.

—Mi madre me ha contado muchas historias sobre las sesiones de espiritismo que hacía su abuela con las amigas. Ella se escondía en un armario enorme del salón de la casa del pueblo y desde allí las espiaba.

Carmen guardó silencio de forma deliberada, para añadir tensión al momento.

—Según mi madre, aquellas reuniones eran terroríficas.

—¿Por qué? —preguntó Marcos casi gritando—. ¿Se les apareció algún fantasma?

—No, mucho peor…. Es que las amigas de mi abuela eran feísimas.

Carmen soltó una sonora carcajada y Alicia la imitó. Marcos resopló indignado por ser el blanco de la broma.

—Entonces, ¿no te ha contado nada interesante?

—Bueno, según ella, las viejas chifladas se reunían para intentar convocar al marido muerto de alguna, pero como acompañaban las sesiones con varias botellas de anís, al cabo de media hora se les había olvidado por qué estaban allí y terminaban jugando a la brisca. Al final, la ouija acabó en el desván. Supongo que admitieron que las sesiones eran una excusa para reunirse y cogerse una buena cogorza.

—Pues vaya historia de mierda —dijo Marcos.

—Ya os dije que esto es solo un juego, aunque, ya que estamos, vamos a hacerlo bien, porque si no, no tiene gracia.

—Vale, pero si pasa algo raro, lo dejamos —dijo Alicia.

Carmen asintió sin mucha convicción y, mientras Marcos esbozaba una extraña sonrisa mezcla de excitación y miedo, ella colocó la pieza de madera sobre el tablero. Intentando adoptar una expresión solemne, les pidió a los otros dos que pusieran el dedo índice de la mano derecha sobre la pieza, como ella acababa de hacer.

—Aunque sintáis la tentación, no la mováis vosotros, ¿vale?

Recibió silencio a modo de contestación. Hizo un giro de cuello para relajarse y comenzó a hablar con voz solemne.

—Invocamos a los espíritus de este bosque, ¿hay alguien ahí?

La carcajada que soltó Marcos se oyó hasta en la ciudad.

—Si no nos concentramos, esto no sirve de nada —dijo Carmen, molesta.

—Vale, vale, ya me callo.

—Invocamos a los espíritus de este bosque, ¿hay alguien ahí?

Silencio.

—Invocamos a los espíritus del bosque, ¿hay alguien ahí?

Risa ahogada de Marcos. Mirada asesina de Carmen. Silencio.

—Invocamos a los espíritus del bosque, ¿hay alguien ahí?

La frase fue repetida por Carmen unas veinte veces, Alicia estaba comenzando a aburrirse y Marcos a dispersarse. El primer movimiento brusco de la pieza les cogió por sorpresa. La excitación recorrió el cuerpo de los tres y, como si hubieran sentido una descarga eléctrica, apartaron los dedos de la madera. Mirándose unos a otros con inquietud, se inclinaron hacia delante para observar con atención el viejo fragmento en forma de pera agujereada. Carmen les instó a colocar de nuevo los índices encima.

—¿Hay alguien ahí?

La punta se movió hasta el «SÍ». Carmen dio unos saltitos sobre sus posaderas. Marcos miraba el tablero con una expresión cercana al terror y Alicia notó como se le hacía un nudo en la garganta.

—¿Quién eres?

La pieza recorrió el tablero con más lentitud que la vez anterior hasta la «D», después fue hacia la «O» y se paró en seco.

—¿Do? ¿Qué significa eso? —preguntó Marcos, algo más tranquilo.

—Do, re, mi, ¿eras músico? —inquirió Carmen.

El hueco se posó en el «NO» y, casi en seguida, volvió de nuevo a la «D» y la «O», aunque esa vez continuó hasta la «L» y luego a la «R».

—¿Dolr? —susurró Carmen—. Eso no tiene sentido.

Alicia aún no había dicho nada, de hecho, era la que estaba más concentrada de los tres. Aquello comenzaba a fascinarla.

—¿Dolor? —musitó con temor.

La pieza se posó en el «SÍ» y volvió al centro. En ese momento, Alicia tomó la palabra.

—¿Sientes dolor?

De nuevo un «SÍ».

—¿Por qué?

El agujero se paró en la «M», luego la «U», después la «E», la «R», la «T» y por fin la «A».

—Muerta —repitió Alicia.

—Eso ya nos lo imaginábamos —Marcos quería bromear, pero la tensión del momento hizo que su voz sonara ronca.

—¿Qué te pasó? —preguntó Alicia haciendo caso omiso al comentario de Marcos.

La madera, que estaba posada en la «A», última letra de la palabra formada con anterioridad, comenzó su recorrido por otros caracteres hasta formar «SESINAD».

—¿Sesinad? —farfulló Marcos.

—Está contando con la «A» de la que ha partido —le corrigió Alicia— ¡ASESINAD! ¿Moriste asesinada?

De nuevo un «SÍ».

—¡Qué mal rollo!

—¡Calla Marcos! —susurró Carmen—. ¿Por eso sientes dolor, porque te mataron?

La pieza corrió hasta el «NO».

Los jóvenes guardaron silencio. No se les ocurría qué más decir. Se miraron unos a otros, retándose con los ojos para ver quién se atrevía a continuar hablando. Por fin, Alicia ideó una nueva línea de preguntas.

—¿Sientes dolor porque no encontraron tu cuerpo?

La pera en el «SÍ».

—¿Estás enterrada en algún lugar de este bosque?

«SÍ».

—¿Quieres que encuentren tu cuerpo?

La pieza se deslizó al «NO», luego al «SÍ», de nuevo al «NO».

—No entiendo nada —musitó Carmen.

—Quieres que encuentren tu cuerpo, ¿y algo más? —continuó Alicia cada vez más interesada.

Otra vez un «SÍ».

—¿Deseas que te entierren en un camposanto?

«NO».

Alicia se tomó unos segundos para pensar. Estaba intrigada, no sentía miedo, solo curiosidad. Tenía tantas ganas de averiguar más, que sus amigos se habían vuelto invisibles para ella. Pero antes de que pudiera reanudar las preguntas, la pieza de madera comenzó a deslizarse. Primero una «M», una «A», una «T», otra «A» y una «R».

—¿Matar?

«SÍ»

—¿Quieres que matemos a alguien?

—¿Tú eres tonta? —increpó Carmen—. ¿Por qué le preguntas eso?

Antes de que Alicia contestara a su amiga, la madera se deslizó hacia el «SÍ».

—Yo me piro —dijo Marcos levantándose.

—¡Marcos! ¡No te muevas! No se puede dejar una sesión así, hay que despedir al espíritu, hacer que se vaya —aseveró Carmen.

—Y si no, ¿qué?

—Pues que se puede cabrear y quedar suelto por ahí.

—¡No me tomes el pelo!

Carmen no bromeaba. Al menos eso era lo que sabía por las historias que le contó su madre, sobre las que no había sido del todo sincera. Marcos, algo asustado, regresó a su sitio.

—¿A quién quieres que matemos? —preguntó Alicia.

—¡No le sigas la corriente! —chilló Marcos.

Alicia no le escuchó, estaba enganchada. La pieza comenzó de nuevo a moverse: «A» «S» «E» «S» «I» «N» «O».

—Quiere que matemos a su asesino —dijo Alicia.

—¡Ya! ¡Y qué más! —exclamó Marcos desesperado— ¡Despide a esa cosa como quiera que se haga!

—¡No! —gritó Alicia —¡Aún no!

—¡Queremos que te vayas! —dijo Carmen desoyendo la petición de su amiga.

«NO»

—¡Queremos que te vayas! —repitió Marcos.

«NO»

La pera inició un baile a una velocidad espantosa. Los tres tuvieron que soltarla, pero siguió deslizándose por el tablero formando una única palabra: «M» «A» «T» «A» «R», una y otra vez.

No sabían qué hacer. Los tres se apartaron a rastras del tablero, pero la pieza no cesaba su loca oscilación. Al final, Marcos reunió el valor suficiente para coger el trozo de madera, que parecía tener vida propia, y lanzarlo hacia los arbustos.

—¿Estás loco? —chilló Carmen—. Te dije que hay que despedir al espíritu.

—¡A la mierda! Además, ¿cómo sabes eso? ¿No decías que tu abuela solo bebía anís y jugaba a la brisca?

Carmen se quedó muda y bajó la vista.

—¡Vale! Ya nos contarás mañana la verdad sobre esta asquerosa ouija, pero ahora está anocheciendo y quiero marcharme, ¿estamos?

Las chicas se levantaron asustadas y dejaron el tablero en el suelo.

—No vas a dejarlo ahí, ¿verdad? —le dijo Alicia a Carmen.

—Yo paso de cogerlo.

—¿Nos vamos ya, o qué? —dijo Marcos andando hacia la moto.

Carmen miró de nuevo el tablero, pero enseguida corrió detrás de Marcos, que ya estaba sentado en el sillín del escúter. Alicia se quedó en el sitio, le daba un no sé qué dejar eso allí. Se agachó para cogerlo y lo dobló. Lo que vio en el reverso de la ouija le heló la sangre.

Carmen se giró para comprobar por qué Alicia no se movía y, al ver que su amiga observaba con fijeza el tablero, se acercó a ella y la imitó. Carmen soltó un grito ahogado que provocó que Marcos diera un respingo.

—¿Qué pasa? —preguntó Marcos desde la moto.

—Ven —farfulló Carmen—. Tienes que ver esto.

Marcos obedeció con cara de pocos amigos y posó los ojos donde los tenían las chicas. Esbozada con la tierra y el polvo del suelo donde había estado apoyada la ouija, aparecía el rostro de un hombre.

La reacción de Marcos fue la misma que tuvo con la pieza de madera. Cogió el tablero y lo tiró con fuerza en dirección a la espesa vegetación que les rodeaba. Aquel gesto bastó para que las chicas reaccionaran. Salieron corriendo y se montaron los tres en la moto como pudieron. Carmen aceleró al máximo su pequeño escúter, ignorando los derrapes de la rueda trasera sobre la grava del camino y haciendo caso omiso de Alicia, que gritaba desde atrás a punto de salirse de un asiento demasiado pequeño para tres personas.

El claro del bosque quedó tranquilo. Durante el resto de la tarde no se escucharon más que pequeños animalillos rebuscando bajo la maleza su almuerzo en forma de insectos.

De madrugada, una sombra se deslizó entre la vegetación. Tan solo hizo falta una pequeña chispa.

Las llamas no tardaron en propagarse por el pasto reseco y la madera agrietada por un verano demasiado caluroso. El bosque sucumbió engullido por lenguas de fuego que lo arrasaron todo.

Capítulo 2

Dos años después del gran incendio.

El frescor de la mañana le encantaba. Salir a correr antes del amanecer y ver el sol asomar tras las tímidas crestas de las colinas, era un placer que se reservaba para ellos dos. Un pacto entre amigos al que no solían invitar a nadie.

Lucky galopaba unos diez metros por delante, pero miraba atrás cada pocos segundos. Samuel sabía que era su forma de asegurarse de que él seguía sus pasos. Su mirada limpia le reconfortaba y esa mueca sincera que solo los perros son capaces de mostrar cuando están contentos, le hacía recuperar cada día las ganas de levantarse de la cama.

Pero Samuel intuyó que ese día iba a ser diferente, lo notó en cuanto vio que Lucky se desviaba del sendero y bajaba la pequeña cuesta que acababa en el cauce del riachuelo, en esa época medio seco por la falta de lluvias.

Él continuó con el recorrido esperando verle regresar al poco, pero al percatarse de que el perro no volvía al camino, se dio la vuelta y le buscó por la bajante. Vio a Lucky cerca de un montón de tierra. Estaba muy nervioso y tan pronto saltaba, como ladraba o escarbaba con las patas delanteras.

Extrañado por el comportamiento del animal, Samuel descendió por la cuesta y se acercó donde se encontraba el pastor belga, que parecía intentar desenterrar algo que había cerca de la orilla.

Al llegar, vio lo que parecían papeles amarillentos bajo las patas de Lucky.

—¿Qué pasa, colega? —dijo inclinándose un poco—. ¿Has encontrado basura de algún excursionista marrano?

Samuel ayudó a su amigo a retirar la tierra que cubría lo que le perturbaba, pero al tocarlo con los dedos notó que no era papel, sino una especie de tejido áspero que envolvía algo duro.

Con cuidado, y cierto asco, movió a un lado la tela. La piel encurtida de algún objeto se veía debajo. Siguió retirando la pieza estrecha de paño, estaba tirante y tenía varias capas, pero pudo estirarla lo suficiente para ver dos agujeros vacíos y una protuberancia deforme en el centro.

Cayó al suelo de nalgas. El shock que le provocó la imagen hizo que no pudiera moverse y evitar que Lucky se abalanzara sobre el hallazgo.

Le costó unos segundos asimilar que lo que tenía delante era un rostro momificado.

Capítulo 3

Tras varias horas mirando el mismo portal, a Alicia le dolían los ojos.

Le dio un sorbo al café, ya frío, y lo volvió a dejar sobre el soporte para vasos del salpicadero de su coche, un pequeño utilitario que su padre le regaló al finalizar su primer año de carrera con unas notas excelentes. Tenía la cámara de fotos en el regazo, pero no la había usado en toda la mañana. Temió que aquella fuese una de esas jornadas desaprovechadas.

Se removió en el asiento. Le dolía la espalda, el trasero y necesitaba evacuar la vejiga. Miró con una ligera tentación el vaso medio vacío de café, pero desechó la idea de inmediato.

Casi estaba convencida de que lo mejor sería dejar aquel asunto para otro momento, cuando la puerta del portal se abrió. No reaccionó de inmediato, ya habían salido y entrado varias personas a lo largo de la mañana, pero ninguna era la que ella esperaba. Por eso, al identificar el rostro a partir de la foto que le habían facilitado, le costó creérselo y se hizo un pequeño lío con la correa de la cámara.

Consiguió hacer una amplia serie de fotos de la persona en cuestión mientras llamaba a un taxi y ayudaba al conductor a subir su amplio equipaje en el maletero.

El vehículo comenzó la carrera y Alicia situó su coche detrás. No lo perdió de vista hasta el destino final, donde se detuvo a una distancia prudencial. En la estación de Atocha sacó otra serie de fotos del sujeto: bajando del taxi, cogiendo las maletas, poniéndose el abrigo. Con eso ya tenía más que suficiente. Antes de que el objetivo fuera consciente de su presencia, Alicia dejó la escena.

Recogió su coche; de milagro sin ninguna multa; de donde lo había aparcado y decidió permitirse unos momentos de relax. Se paró en una cafetería cercana, fue al servicio y se tomó una cola light con un pincho de tortilla.

Aceptar encargos del despacho de su padre le proporcionaba unos ingresos razonables y, aunque le costó que él accediera, la tozudez de Alicia para rechazar su ayuda económica directa era mucho mayor que la preocupación de él al imaginarla haciendo fotos de gente poco deseable, aunque ella sabía que siempre se aseguraba de involucrarla en casos de bajo riesgo. Eso a Alicia le molestaba, la ignorancia de la juventud la llevaba a pensar que era invencible, pero esos trabajos pagaban el alquiler de su habitación del piso que compartía, por lo que se abstenía de protestar más de lo necesario. Tampoco pensaba que aquello fuesen migajas de su padre para controlarla sin que se diese cuenta, porque tener en nómina a una becaria estudiante de periodismo para hacer fotos a defraudadores de seguros, le salía mucho más barato que contratar a un detective privado. Favor por favor.

A las cuatro de la tarde el bufete bullía de intensa actividad. La recepcionista anunció su llegada y al poco, la condujo a la sala de juntas donde la esperaba su padre, que la saludó con medida afectuosidad. Tratándose de un tema de trabajo, él no actuaba como progenitor, sino como Timoteo Mendoza, uno de los socios de la empresa. Había engordado un poco desde que Agustín Somoza, su mentor en la firma, se jubilase. A su hija no se le escapaba que en las duras facciones de su padre habían crecido unas acusadas bolsas bajo sus ojos azules. El peso del poder envejece.

—Ya tengo las fotos —dijo Alicia yendo directa al grano mientras exhibía una pequeña memoria USB.

Timoteo asintió sin mediar palabra y cogió el pen drive que su hija le tendía.

—Hay un montón de imágenes del tipo cargando peso y caminando tan tranquilo, es evidente que no está lesionado, mucho menos en silla de ruedas, como él dice.

Su padre guardó la memoria en el bolsillo. Alicia se mordió el labio.

—Si no te importa, descárgatelas y me lo devuelves, no tengo otro.

Timoteo sonrió de medio lado y cogió el teléfono de la sala.

—Marta, por favor, acércate un momento.

La secretaria de su padre entró en la sala unos segundos después, Timoteo le dio el pen drive y le pidió que extrajera su contenido.

—Antes de que se vaya Alicia, le devuelves el cacharrito.

Ella asintió y salió de la sala sin decir nada.

De nuevo a solas, Timoteo miró a su hija, exhibiendo esa cara de condescendencia que a ella tanto irritaba.

—¿Cómo te va? Hace días que no sabemos nada de ti. Tu madre está preocupada, siempre tienes el móvil apagado.

—Tengo mucho que estudiar, los exámenes son dentro de poco… Si sumamos a eso el periódico de la facultad y tus encargos, apenas tengo tiempo para nada.

—Vamos, vamos —protestó su padre abanicando con la mano—. No me estarás diciendo que no tienes ni cinco minutos para devolver las llamadas.

—Sí, bueno —contestó ella, algo turbada—. Llamaré a mamá en cuanto salga de aquí.

—Solo te pido que vengas a casa de vez en cuando, no creo que te hayamos hecho nada malo.

—Ya te he dicho que la llamaré, ¿vale? He estado muy agobiada y siempre que hablo con mamá, lo único que consigo es preocuparla más.

—Es tu madre, es normal que se inquiete, sobre todo con el rumbo que has elegido. Tienes mucho tiempo para vivir la vida por tu cuenta, no entiendo por qué, pudiendo vivir con nosotros mientras estudias, has preferido compartir un piso de mala muerte con no sé cuántas personas más y rechazar nuestra ayuda por cabezonería.

Alicia soltó un bufido. Su padre nunca se daba por vencido.

—No empieces, por favor. No tengo ganas de discutir.

—No estoy discutiendo, ¿tú estás discutiendo?

Aquella actitud provocaba que a Alicia le hirviera la sangre. Su padre era un manipulador nato y con ella esgrimía sus estrategias sin pudor. Cerró la cremallera de su bolsa de lona con fuerza y se levantó de la butaca. Miró a su padre, que permanecía en la misma postura, y le dijo algo que hacía tiempo deseaba soltar.

—Nunca te cansarás de intentar que me convierta en alguien como tú, ¿verdad?

—¿Tan terrible soy? —preguntó él con una ceja levantada.

—Papá, no lo intentes, no me vas a llevar a tu terreno. A diferencia de tus empleados, yo te conozco bien, esa pose de víctima no te pega. No he dicho que seas terrible, es que quiero recorrer mi propio camino, nada más.

—Respeto eso, hija. Solo digo que quizás has empezado demasiado pronto. Entiendo que quieras valerte por ti misma, pero imaginarte pasando dificultades cada día por no querer aceptar un dinero que, como hija nuestra, también es tuyo, es algo que no comprendo.

Alicia no quiso replicar. A veces olvidaba que aquel hombre, además de un eminente abogado y un duro oponente a sus ideas, era su padre.

—Vamos a hacer una cosa —dijo él levantándose de la silla—. Ven esta noche a cenar a casa, te prometo que no hablaremos de ningún tema que te incomode. Alegrarás a tu madre, a mí me darás el gusto y tú te quitarás un poco el cargo de conciencia por ignorar a tus progenitores, ¿trato hecho?

Alicia tardó poco en aceptar. Con poco que se esforzase, su padre podía ser un encanto.

—Me parece bien.

Timoteo se dirigió a la puerta, volviéndose antes de cruzar el umbral.

—A las ocho y media, no llegues tarde, ya sabes cómo se pone tu madre si no estamos cuándo sirve los aperitivos.

—Descuida papá, seré puntual.

Alicia dejó las oficinas y se fue directa a casa. Estaba agotada. Al introducir la llave en el acceso del edificio se encontró de frente con la portera. Tenía muchas cosas que decirle, pero Alicia no se sentía con fuerzas de escucharla. Se escabulló como pudo con excusas, entrando en el ascensor mientras sentía la mirada de reproche de la vieja mujer clavada en la nuca.

En el apartamento que compartía casi nunca había nadie. Aunque tenía dos compañeros de piso, pasaba mucho tiempo sola. Bill, un australiano apasionado de España, era actor y casi siempre andaba de un lado para otro haciendo castings o con algún papel en pequeñas obras de teatro. Su otro compañero, Manuel, era un estudiante valenciano de ingeniería informática, pero se pasaba la mayor parte del tiempo en casa de su novio y apenas aparecía por el piso a coger algo de ropa un par de veces por semana.