El tugurio - Émile Zola - E-Book

El tugurio E-Book

Émile Zola

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Beschreibung

Gervaise Macquart, que había llegado a París cargada de proyectos e ilusiones, se encuentra sola y con hijos que alimentar en uno de los barrios más pobres de la ciudad. Cuanto más intenta tirar adelante de forma honrada, lavando sin descanso ropa sucia para salir de ese lodazal de miseria, degradación y vicio, más se hunde en él y más cerca está de ser engullida por el tugurio donde hombres y mujeres se abandonan en los brazos del alcohol para desaparecer. Pese al éxito arrollador que obtuvo cuando fue publicado en 1877, «El tugurio» fue muy polémico; la burguesía lo calificó de indecente y a la clase obrera le pareció insultante. Quizás lo escandaloso realmente fue que, como dice Maria Aguilera en el prólogo de esta edición, la obra maestra de Émile Zola causa «la inefable sensación de que no es literatura, sino realidad». «Nadie irá más allá». — Emilia Pardo Bazán

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Seitenzahl: 873

Veröffentlichungsjahr: 2022

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EL AUTOR

Émile Zola nació en París en 1840. La muerte temprana de su padre lo llevó a vivir una infancia llena de privaciones y a dejar la escuela, donde conoció a su amigo, el pintor Paul Cézanne, para buscar trabajo. Su primer contacto con la literatura fue trabajando de dependiente en la librería Hachette; en 1871, ya trabajaba en Los Rougon-Macquart, un proyecto literario que concluiría en 1893 y comprendería veinte novelas entre las que cabe destacar el tugurio (1877), Nana (1880) y Germinal (1885). La saga, que, inspirada en el modelo de La comedia humana, de Honoré de Balzac, y ambientada en el Segundo Imperio, está compuesta por novelas autoconclusivas con personajes compartidos, supuso el gran legado del movimiento literario del naturalismo, fundado por el mismo Zola. Su implicación en los problemas sociales de Francia no se limitó a sus novelas; tomó un papel activo en el caso Dreyfus en defensa de la inocencia de un militar francés de origen judío acusado falsamente de ser un espía. Lo hizo a través de diversos artículos, entre los cuales se encuentra su célebre Yo acuso (1898). Las consecuencias no se hicieron esperar y el Gobierno orquestó una campaña de difamación contra Zola, que se exilió a Londres y jamás se recuperó del impacto psicológico y económico de luchar contra el antisemitismo y de defender la justicia hasta las últimas consecuencias. Murió en 1902, supuestamente asfixiado, aunque probablemente asesinado por alguien que tapó la chimenea de una estufa. Su funeral en París fue multitudinario. Cuatro años después de su muerte, Alfred Dreyfus fue declarado inocente.

LA TRADUCTORA

Amaya García Gallego nació en 1969 en Madrid. Empezó a traducir profesionalmente al castellano en 1995, después de licenciarse en Geografía e Historia y titularse en Documentación y Biblioteconomía. Trabajó quince años como asalariada traduciendo textos técnicos y comerciales, casi siempre del inglés. En su actual etapa como profesional autónoma predominan los textos literarios en francés, que traduce en solitario o al alimón con su madre y maestra (además de colega). Quizás porque es «culo de mal asiento» y una curiosa casi patológica, lo que le fascina de su trabajo es la versatilidad camaleónica necesaria para alternar, al albur de los encargos editoriales, a autores tan diversos como Honoré de Balzac, Simone de Beauvoir, Mahi Binebine, Emmanuel Bove, Georges Brassens, Albert Camus, Joël Dicker, Gustave Flaubert, David Foenkinos, Jean-Marie Le Clézio, Pierre Lemaitre, Amin Maalouf, André Malraux, Nicolas Mathieu, Guy de Maupassant, Marcel Proust, Bernard Pivot, Alexis Ragougneau, George Sand, Stendhal, Jules Verne, Voltaire o, uno de sus novelistas favoritos, Émile Zola.

LA PROLOGUISTA

Maria Aguilera Fernández (Vilafranca del Penedès, 1982) es doctora en Historia Moderna, licenciada en Veterinaria e Historia, máster en Historia de Cataluña y máster en Archivística y Gestión de Documentos por la Universidad Autónoma de Barcelona. Su trayectoria laboral ha sido muy variada: ha trabajado en la industria farmacéutica como técnica de laboratorio, directora de estudio y veterinaria, coordinadora de titulación en la Escuela de Archivística y Gestión de Documentos de dicha universidad y actualmente se dedica a impartir docencia en Archivística. Es autora de publicaciones historiográficas acerca de la Filipinas colonial hispánica del siglo xix, centradas en la Revolución Filipina, el proyecto jesuita para la conquista espiritual del archipiélago y la religiosidad jesuítica. Ha sido miembro del Centre d’Estudis de l’Amèrica Colonial y del consejo de redacción de la revista de Historia Moderna Manuscrits, y evalúa artículos para otras publicaciones periódicas. Sin embargo, su gran pasión siempre ha sido la literatura, que vehicula reseñando grandes clásicos, especialmente ingleses, franceses y estadounidenses, a través de su cuenta Cumbres clásicas en Instagram y YouTube.

EL TUGURIO

Primera edición: octubre de 2022

Título original: L’Assommoir

© de la traducción: Amaya García Gallego

© del prólogo: Maria Aguilera

© de la nota del editor: Jan Arimany

© de esta edición:

Trotalibros Editorial

C/ Ciutat de Consuegra 10, 3.º 3.ª

AD500 Andorra la Vella, Andorra

[email protected]

www.trotalibros.com

ISBN: 978-99920-76-30-9

Depósito legal: AND.199-2022

Maquetación y diseño interior: Klapp

Corrección: Raúl Alonso Alemany y Marisa Muñoz

Diseño de la colección y cubierta: Klapp

Impresión y encuadernación: Liberdúplex

Bajo las sanciones establecidas por las leyes, queda rigurosamente prohibida, sin la autorización por escrito de los titulares del copyright, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, incluidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares mediante alquiler o préstamo públicos.

ÉMILE ZOLA

EL TUGURIO

TRADUCCIÓN DE

AMAYA GARCÍA GALLEGO

PRÓLOGO DE

MARIA AGUILERA

PITEAS · 15

PRÓLOGO

«La aversión del siglo xix al realismo

es la rabia de Calibán al ver su rostro en el espejo».

El retrato de Dorian Gray, Oscar Wilde

Cuando Émile Zola falleció en París en 1902 su prestigio como escritor tenía dimensión europea y solo una figura de la envergadura de Victor Hugo podía comparársele. En esa época proliferaban las ediciones de sus libros, así como los estudios sobre su obra, una obra inmensa y transformadora de la literatura moderna. Sin embargo, un siglo después, Zola sufre un inexplicable olvido generalizado que incluso se acercaría al descrédito. Parece que en la literatura francesa solo tenga cabida una creación monumental, La comedia humana, de Honoré de Balzac, cuando también existe el ciclo de novelas que escribió Zola pocos años después precisamente emulando a su compatriota, y que la iguala en grandeza. En la práctica, Zola no solo está ausente en los círculos académicos y en la crítica literaria, sino también en el mundo editorial. Hace años que observo con estupor y dolor su exigua presencia en las librerías. Ninguna gran librería posee, en el mejor de los casos, más de cuatro libros de un autor que escribió, aparte de cuentos, ensayos, poesía y obras de teatro, casi treinta novelas. Y además siempre se encuentran los mismos títulos. Tampoco hay prácticamente reediciones. ¿Cómo van a descubrirlo las nuevas generaciones si lo invisibilizan de este modo? Pocos lectores habrán leído toda su obra, ya sea por su magnitud o por la escasa disponibilidad de la mayor parte de ella, pero solo es necesario sumergirse en uno de sus libros para calibrar la relevancia del hombre que lo escribió. ¿Conocen la agitación que produce en un lector leer por primer vez a un genio?

Descubrí a Zola cuando tenía veintiocho años, un considerable bagaje lector y cierta sensación de que ya pocas obras podrían sorprenderme, al menos no tanto como para convertirse en un punto de inflexión en mi aprendizaje literario. ¡Cuán soberbios somos a veces! Creemos que lo sabemos todo, y de pronto un solo libro nos devuelve al inicio de nuestro camino lector, como cuando empezábamos a conocer la literatura y nos sentíamos emocionados con cada descubrimiento. De algún modo es como si regresáramos a la infancia y fuéramos de nuevo capaces de sentirnos genuinamente maravillados por algo extraordinario. Todo lector sabe que esa sensación se acerca mucho a lo que llamamos felicidad. Estamos en deuda con todos esos autores cuyas páginas nos despiertan de la inopia y nos devuelven la alegría de leer.

Mi primer Zola fue Nana (1880), la historia de una cortesana que provoca estragos en la sociedad francesa masculina de la época. Tal derroche de talento me abrumó hasta el punto de sufrir la mayor indigestión (y también la más satisfactoria) de mi vida. Una vez terminada su lectura, me costó semanas procesar una novela de tal envergadura. Desde que me recuperé del impacto de Nana no he dejado de leer a Zola, que por fortuna nos legó una ingente cantidad de obras, puesto que era un trabajador infatigable.

Sorprende descubrir que un hombre tan extraordinario tuvo unos orígenes humildes y una formación autodidacta. Su madre enviudó cuando él era aún un niño, y desde entonces sufrieron juntos penurias económicas. Zola tuvo la oportunidad de estudiar con una beca, pero no aprobó el bachillerato y vivió una primera juventud bohemia y miserable en los barrios obreros de la periferia de París, realidad que más adelante reflejaría en sus novelas. Su suerte cambió cuando empezó a trabajar como simple empaquetador en una librería. Allí, leyendo los libros del establecimiento, se formó como intelectual y desarrolló su talento, que le hizo ascender con rapidez y pasar a dirigir el departamento de publicidad. Más tarde, ya consciente de su vocación de escritor, abandonó su trabajo para dedicarse al periodismo, una profesión que podía procurarle independencia económica a la vez que le daba a conocer al público que, en el futuro, leería su obra literaria. Tras una época de incertidumbre en la que sus primeros libros pasaron desapercibidos, alcanzó el éxito y pudo, por suerte para nosotros, dedicarse de forma exclusiva a la literatura.

Resulta doloroso dividir sus novelas entre obras mayores y menores, porque estas últimas podrían hacer perfectamente sombra a algunas obras maestras, pero resulta evidente que algunas destacan sobre las otras. Pese al veredicto general de que Germinal (1885) es su mejor creación, yo prefiero el tugurio (1877). Jamás podré olvidar la historia de Gervaise, la joven e ingenua lavandera de buen corazón que luchará contra la pobre y dura vida que le ha tocado vivir con el único y lastimero deseo de poder, al menos, morir tranquila en su cama cuando llegue el momento. Es probable que mi predilección por este libro derive en gran medida de esta pobre criatura, un alma cándida que sigue siendo el personaje de Zola con el que más he empatizado y del que más me he compadecido.

La novela contiene, además del relato de mil y una aflicciones, una de las escenas más emotivas e intensas a las que he asistido, y sin duda también uno de los desenlaces más despiadados. Tantos tormentos tienen una razón de ser. el tugurio forma parte de la saga literaria más importante de Zola, Los Rougon-Macquart. Historia natural y social de una familia bajo el Segundo Imperio. Con este conjunto de veinte novelas, todas ellas autoconclusivas, Zola pretendía reflejar dos aspectos de su época. Primero, cómo el Segundo Imperio francés (1851-1870) había propiciado un entorno terrible para la sociedad, corrompiéndola y degradándola. Y, en segundo lugar, cómo en una familia de miembros tan diferentes en apariencia había en realidad una genética común, en este caso potencialmente tóxica, que, con el devenir de los años, acababa saliendo a la luz y determinando la vida de todos ellos. Gervaise es una Macquart que deberá demostrar si es capaz de imponerse a su origen y condición y no sucumbir a un medio social destructivo.

La obra de Zola está condicionada por sus lecturas de juventud en la librería en la que trabajó, que le hicieron profundamente ateo y pesimista, así como firme defensor de la teoría de la evolución de Charles Darwin, del darwinismo social y del materialismo histórico de Karl Marx y Friedrich Engels. Para Zola, la vida de las personas quedaba determinada tanto por su genética como por su entorno social; nadie podía huir de ello, no se podía elegir. Asimismo, creía en el método científico, en describir la realidad de forma objetiva, sin dejar margen a la imaginación, y por eso su propósito fue trasladar la ciencia a la literatura. Así, su método de escritura era científico: primero observaba la sociedad, después analizaba esa realidad y por último trasladaba los resultados al papel, sin filtros ni edulcoraciones. Sus novelas compartirían múltiples elementos, funciones y propósitos con los documentales. Por eso el narrador, que para Zola era un mero espectador de lo contado, siempre lo es en tercera persona.

Con este método de escritura experimental, Zola transformó en tal grado la literatura que se convirtió en el fundador, el teórico y también el máximo representante del naturalismo, el movimiento literario que nació en Francia en la segunda mitad del siglo xix como una evolución del realismo de la primera mitad de siglo. A diferencia de este, era más profundo y minucioso y dejaba a un lado las clases altas de la sociedad para centrarse en la pequeña burguesía y, sobre todo, en los obreros, que nunca habían protagonizado una novela. El naturalismo describía todo lo vulgar, feo y grotesco de las personas; en otras palabras, las miserias morales y materiales, algo que escandalizó a la sociedad de la época.

Estas características encuentran su máximo esplendor en el tugurio. De hecho, una de sus singularidades es que fue la primera novela que mostró los bajos fondos, en este caso de París, con toda su degradación, sin escatimar los detalles más duros o desagradables. Muchas veces oímos decir que autores como Charles Dickens o incluso Victor Hugo retrataron la miseria en sus novelas y en parte es cierto, pero cabe destacar que todos ellos mantuvieron siempre algún decoro en sus narraciones para que sus lectores nunca tuvieran que taparse los ojos ni olieran la suciedad en el ambiente. En cambio, en el tugurio, Zola se atrevió a describir familias desestructuradas, la brutalidad que ejercían los hombres sobre mujeres y niños, las infidelidades y las borracheras, e incluso un velado erotismo sórdido. También plasmó la dureza extrema del trabajo, el ambiente sucio y malsano, cómo se malvivía e incluso el lenguaje burdo de ese estrato social.1 Como siempre, se documentó a fondo antes de escribir la novela para que fuera lo más realista posible. Su propósito era retratar fielmente la mala vida a la que conducía un entorno social desastroso. Por esto escribía de forma directa, sin tapujos, incluso a veces de forma muy cruda y hasta violenta.

La publicación de la novela provocó una acalorada polémica, aunque también obtuvo un éxito arrollador en su doble sentido. La obra fue tachada de sucia, pornográfica, maloliente, entre otros adjetivos, a cual más terrible y perverso.2 Según cuenta Emilia Pardo Bazán, gran admiradora de Zola, cuando se publicó el tugurio:

«[…] levantóse un somatén general: no quedó injuria que no le prodigasen; como suele suceder, el público confundió al autor con la obra, y le atribuyó las groserías y delitos de todos sus personajes, lo mismo que a Balzac se le acusó de libertinaje porque reseñaba costumbres licenciosas. Hasta creyeron a Zola viejo, feo y ridículo, y le supusieron parroquiano de la innoble taberna que describe, jurando que debía hablar la jerga de los barrios bajos; como si para conocer esa jerga y poder trasladarla al papel en un libro como el Assommoirno se necesitase ser, ante todo, literato, y hasta filólogo sagaz».3

Zola sobrellevó heroicamente la inquina de sus adversarios. De hecho, Pardo Bazán lo comparaba con un «toro furioso», afirmando que soportaba:

«[...] impertérrito en su dura piel los pinchazos de la crítica. Una persona sensible, tímida o cosquillosa, estaría ya muerta si sobre ella descargasen los insultos y ataques que llovieron sobre Zola; mientras él los recibe, no ya con indiferencia, sino como estímulos y espolonazos que más le animan al combate».4

Zola estaba convencido de que solo las obras que reciben críticas y provocan polémicas tienen valor y perduran. Lo mismo afirmaba Oscar Wilde pocos años después en su prefacio aforístico a la edición en libro de El retrato de Dorian Gray (1891), tras doblegarse y censurar su propia obra para apaciguar el escándalo provocado en la sociedad inglesa sobre todo por su homoerotismo:

«La diversidad de opiniones sobre una obra de arte demuestra que es nueva, compleja y vital. Cuando los críticos difieren, el artista está en armonía consigo mismo».5

El tiempo les ha dado la razón a ambos. De hecho, pese al huracán de protestas que llovieron sobre el tugurio, con esta novela, Zola se consagró como escritor, destronando ni más ni menos que a Victor Hugo como el autor más leído en París, e impuso el naturalismo como movimiento literario predominante en Francia. En 1877, año de publicación de la novela, aparecieron treinta y ocho ediciones en el país, y solo cinco años después ya se habían alcanzado las cien. Y es que pese a todo lo vulgar, deshonesto y sucio que Zola describía, no podía evitar transmitir también belleza.

La magia de Zola reside en que logra diluir la incesante prodigalidad de detalles en una prosa fluida, ágil y llena de gracia y vitalidad. Leer a Zola es sumergirse en un torbellino de frases continuas a un ritmo imparable; es leer febrilmente, con el corazón desbocado, páginas y páginas plagadas de múltiples vidas que van y vienen. Y es que las novelas de Zola no solo contienen personajes principales y secundarios, sino también decenas de hombres y mujeres que vemos pasar fugazmente y que configuran un universo humano que actúa de telón de fondo de la trama principal. Algunos personajes aparecen en un único párrafo, pero el autor los dibuja con tanta maestría que, cuando cambia de tema siguiendo su vertiginoso ritmo narrativo, nos embarga la sensación de que nos hemos quedado atrás, persiguiendo aquella vida pasajera. Así, asistimos a un constante baile de personajes que Zola parece convertir en estrellas luminosas para nosotros. Y no queremos que el autor frene sus impulsos descriptivos, al contrario, anhelamos aún más minuciosidad en todos los pormenores. Esa es la verdadera singularidad del autor francés.

Mientras que la obra de Honoré de Balzac solo plasmó al ser humano, Zola fue más visionario y audaz. Apoyado en su método experimental y en su natural lucidez, añadió a su obra la transformación del mundo moderno, el acaecimiento de la civilización industrial, de modo que puso en contexto la nueva vida política y el cambio social. Dotó de vida a la mina, al mercado, al teatro, a los grandes almacenes o a la locomotora, y los convirtió en el alma de cada novela, en el eje irradiador de cada historia. Sin duda, su pluma no poseía la elegancia de su admirado Balzac, ni la pureza y pulcritud de su amigo Gustave Flaubert. Pero también es evidente que sí logró superarlos en agilidad, vivacidad y pasión, y que llevó su realismo a unas cotas más elevadas. Leerlo es profundizar en la naturaleza humana, es sumirnos en un mundo de infinitas posibilidades, de múltiples contradicciones, donde los sucesos producen escalofríos por la inefable sensación de que no es literatura, sino realidad. No nos queda más que quitarnos el sombrero ante su innegable talento innato, reivindicar su figura y agradecerle que nos haga sentir congojas que duelen de tan reales y que creíamos imposibles en la literatura.

Maria Aguilera

NOTA DE LA TRADUCTORA

Una novela tan impactante como L’Assommoir, de Émile Zola, requiere un título impactante. Literalmente.

El sustantivo «assommoir» procede del verbo «assommer», que, etimológicamente, significa «hacer dormir, aturdir»; por extensión pasó a significar «matar de un fuerte golpe» o, en sentido más amplio, «dejar aturdido» física o mentalmente, o «atronar» a las reses en el matadero. Así pues, un «assommoir» es un instrumento que sirve para «assommer». También era el nombre que recibían, en el habla popular de mediados del siglo xix —y posiblemente antes, como nombre propio de local posteriormente lexicalizado—, las tabernas cuyo aguardiente dejaba a los consumidores tan aturdidos como si los hubiesen golpeado con una porra; y que, a la larga, también los acababa matando; de ese modo, el «assommoir» ya no es solo un objeto para aturdir o matar a porrazos, sino también el lugar donde se aturde y se mata a copazos.

Cuando se publica L’Assommoir, este término ya ha caído en desuso, pero Zola no duda en rescatarlo porque es, precisamente, el título impactante que le viene como anillo al dedo a esta novela. De hecho, cumple un doble cometido: por una parte, el significado refleja, de forma escueta y cruda, los estragos que el alcohol causa en la clase obrera que Zola quiere denunciar; por otra, el significante impacta al público a quien va dirigida la obra, no solo por la acepción que tiene en su registro lingüístico —porra para matar, aturdir o atronar de un golpe—, sino, y sobre todo, porque Zola lo utiliza con la acepción que tiene en un registro popular y vulgar que a dicho público le resulta no solo ajeno, sino escandaloso —registro que será el que predomine hasta el final de la novela y uno de los motivos por el que causó gran revuelo—. Es un título redondo, un hallazgo genial del novelista.

En cambio, para los traductores y los editores (no francófonos, se entiende), es un título espinoso y frustrante. En el caso del castellano, no hemos sido capaces de encontrar un término con todos los matices que tiene el francés, y nos consta que es un problema común a otros idiomas y otras épocas.

La opción de no traducir el título, so pretexto de que L’Assommoir es el nombre propio de un local, queda descartada: desde que aparece por primera vez dicho local en la novela, Zola deja muy claro que no tiene nombre propio («En el rótulo ponía [...] una sola palabra: “Destilación”, de punta a punta»), lo que contrasta con la proliferación de locales que sí que lo tienen (y que en su gran mayoría coinciden con locales que realmente existieron).

Llegados a la encrucijada de tener que elegir entre la acepción de «comercio de bebidas alcohólicas» y la de «aturdimiento y muerte», para la presente edición hemos optado por la primera por varios motivos. En primer lugar, para mantener la continuidad con el título con que tradicionalmente se conoce esta obra en castellano, La taberna, pero dotándolo de un matiz menos neutro y haciendo hincapié, como el propio Zola, en la sordidez, la miseria y la degeneración que sufría la clase obrera por culpa del alcoholismo. Y, en este sentido, el término «tugurio» se nos antoja muy evocador para el lector actual; además, por las connotaciones que implica, también enlaza con la segunda acepción a la que nos hemos referido al principio del párrafo, pues, no en vano, un tugurio se puede definir de forma muy significativa como un local de mala muerte.

Un buen título condensa la esencia de una novela. Como en este caso, el título condensa, además, las dificultades de traducción de la novela, la mayor de las cuales, como queda dicho, es la del propio título, esperamos haber sabido resolver todas las demás de la forma más completa y próxima al original en cualquiera de sus dimensiones. No queremos dejar de mencionar, no obstante, ciertos casos particulares que hemos decidido no traducir en el texto (aunque sí en la correspondiente nota al pie) por su carácter de testimonio histórico y documental. Se trata de los motes de algunos personajes, de los nombres de locales (tabernas, restaurantes, salas de baile, etc.) y de las canciones.

En el caso de los motes, la mayoría de ellos (excepto el de la protagonista, Gervaise, y los de su hijo Étienne, una de sus cuñadas y su suegra) proceden de una de las obras que utilizó para documentarse,6 donde figuraba una serie de retratos de obreros auténticos con sus verdaderos motes, aunque no se explicaba cuál era el origen de estos. Zola tampoco aspiraba a inventárselo, sino que se limitó a plasmarlos con el mayor naturalismo posible y dejó esta tarea a la imaginación del lector. Por tal motivo, no siempre resulta fácil determinar si los términos pertenecen a un registro coloquial o a una jerga profesional, por ejemplo, y por eso el lector debe tomar las traducciones que hemos aventurado aquí con las debidas reservas.

Los locales, por su parte, en su inmensa mayoría fueron establecimientos reales cuya existencia está documentada. Hemos querido dejar los nombres en francés para facilitarle la labor al lector que tenga la curiosidad de profundizar en su historia. Otro tanto sucede con las melodías y canciones citadas, muchas de cuyas partituras incluso se pueden consultar en línea.

Amaya García Gallego

PREFACIO DEL AUTOR

La saga de LosRougon-Macquart constará de una veintena de novelas. El esquema general está establecido desde 1869 y lo sigo con extremado rigor. el tugurio ha llegado cuando le tocaba, la he escrito, como voy a escribir las demás, sin desviarme ni un ápice de la línea recta que he trazado. En eso consiste mi fuerza. Tengo una meta a la que me dirijo.

Cuando el tugurio se publicó en un diario, la atacaron con una brutalidad sin parangón y le atribuyeron todos los crímenes. ¿De verdad es preciso que explique aquí, en unas pocas líneas, mis intenciones de escritor? He querido pintar la fatal decadencia de una familia obrera en el entorno pestilente de nuestros arrabales. Al cabo de la ebriedad y la gandulería, se encuentran la relajación de los vínculos familiares, las heces de la promiscuidad, el paulatino olvido de los sentimientos honrados, cuyo desenlace es la vergüenza y la muerte. Es, sencillamente, la moral en acción.

No cabe duda de que el tugurio es mi libro más casto. A menudo he tenido que poner el dedo en llagas harto más espantosas. Solo asustó la forma. Se arremetió contra las palabras. Mi crimen consiste en usar la lengua del pueblo. ¡Ay, la forma, ese es el crimen supremo! Y, sin embargo, existen diccionarios de esa lengua, eruditos que la estudian y disfrutan con su crudeza, con lo imprevistas e impactantes que resultan sus imágenes. Es un deleite para los gramáticos fisgones. Qué más da, nadie ha intuido que lo que yo pretendía era hacer un ejercicio puramente filológico, que considero de sumo interés histórico y social.

Por lo demás, no me estoy defendiendo. Mi obra me defenderá. Es una obra llena de verdad, la primera novela sobre la gente del pueblo que no miente y que huele como el pueblo. Y la conclusión que hay que extraer no es que todo el pueblo es malo, porque mis personajes no son malos, solo son ignorantes y están echados a perder por culpa del medio de dura labor y miseria en el que viven. Solo digo que mis novelas habría que leerlas, comprenderlas y verlas nítidamente en su conjunto antes de emitir juicios preconcebidos, grotescos y aborrecibles, que circulan sobre mi persona y sobre mis obras. ¡Ay, si se supiera cuántos amigos se regocijan con la pasmosa leyenda con la que se entretiene a la multitud! ¡Si se supiera que el chupasangre y el escritor feroz no es más que un probo burgués, un hombre entregado al estudio y al arte, que vive muy formalito en su rincón y solo aspira a dejar una obra lo más extensa y lo más viva que pueda! No niego ningún cuento, escribo, confío en que el tiempo y la buena fe pública me descubran, por fin, bajo el cúmulo de necedades amontonadas.

Émile Zola

París, a 1 de enero de 1877

EL TUGURIO

I

Gervaise estuvo esperando a Lantier hasta las dos de la madrugada. Luego, tiritando por haberse quedado en camisola con el fresco que entraba por la ventana, se amodorró, tirada al bies en la cama, febril, con las mejillas mojadas de lágrimas. Desde hacía ocho días, al salir de Le Veau-à-Deux-Têtes,7 donde comían, Lantier la mandaba para casa con los niños para que se acostara, y no volvía a aparecer hasta altas horas de la noche, contando que había estado buscando trabajo. Aquella noche, mientras acechaba su regreso, a Gervaise le pareció verlo en el baile de Le Grand-Balcon, cuyas diez ventanas llameantes cubrían con el resplandor de un incendio la corriente oscura de los bulevares exteriores; tras él, divisó a Adèle, una bruñidora muy joven que cenaba en el mismo restaurante que ellos, caminando cinco o seis pasos por detrás, con las manos colgando, como si acabara de soltar el brazo de Lantier para no pasar juntos a la luz cruda de las esferas de la puerta.

Cuando Gervaise se despertó, sobre las cinco, agarrotada y con la espalda dolorida, rompió a llorar. Lantier no había vuelto a casa. Por primera vez, pasaba la noche fuera. Se quedó sentada al borde de la cama, debajo de la tela persiana desgarrada que caía del pabellón sujeto al techo con un cordel. Y, despaciosamente, con los ojos empañados de lágrimas pasaba revista al miserable cuarto de alquiler, amueblado con una cómoda de nogal a la que le faltaba un cajón, tres sillas de paja y una mesita pringosa, con un aguamanil desportillado que se había quedado ahí encima. Habían añadido, para los niños, una cama de hierro que estorbaba la cómoda y ocupaba dos tercios del cuarto. El baúl de Gervaise y de Lantier, abierto de par en par en una esquina, mostraba el interior vacío, con un viejo sombrero de hombre al fondo del todo, debajo de un montón de camisas y calcetines sucios; mientras que, a lo largo de las paredes y en el respaldo de los muebles, colgaban un chal agujereado, un pantalón comido de barro, los últimos harapos que no quieren los ropavejeros. Encima de la chimenea, en el centro, entre dos candeleros de cinc desparejados, había un fajo de papeletas del monte de piedad, de color rosa pálido. Era la habitación buena del hotel, la habitación del primer piso, la que daba al bulevar.

Entre tanto, los dos niños dormían, apoyados en la misma almohada. Claude, que tenía ocho años, con las manitas sacadas fuera de la manta, respiraba con aliento tranquilo, mientras que Étienne, de tan solo cuatro años, sonreía con un brazo en torno al cuello de su hermano. Cuando su madre fijó en ellos los ojos anegados, tuvo un nuevo ataque de llanto y se tapó la boca con un pañuelo para ahogar los grititos que se le escapaban. Y, descalza, sin acordarse de ponerse las zapatillas viejas que se le habían caído, volvió a acodarse en la ventana, reanudó la espera nocturna, consultando las aceras a lo lejos.

El hotel estaba en el bulevar de La Chapelle, a la izquierda del fielato de Poissonnière. Era un caserón de dos plantas, pintado de granate hasta la segunda, con persianas podridas por la lluvia. Encima de un farol con los cristales resquebrajados, aún se podía leer, entre las dos ventanas: «hotel boncœur, regentado por marsoullier», en letras grandes y amarillas en las que el yeso podrido había dejado desconchones. Gervaise, a quien estorbaba el farol, se ponía de puntillas. Miraba hacia la derecha, del lado del bulevar de Rochechouart, donde había grupos de matarifes, delante de los mataderos, con delantales ensangrentados; el viento fresco traía a ratos cierta pestilencia, un olor acre a animales degollados. Gervaise miraba hacia la izquierda, siguiendo un largo tramo de la avenida y deteniéndose, casi en frente, en la mole blanca del hospital de Lariboisière, que a la sazón aún estaba en obras. Poco a poco, de una punta a otra del horizonte, recorría el muro,8 detrás del cual, algunas noches, oía gritar a los asesinados; entonces rebuscaba en los rincones apartados, las esquinas oscuras, negras de humedad y de mugre, con el temor de descubrir allí el cuerpo de Lantier, con el vientre cosido a navajazos. Cuando alzaba la vista, por encima de esa muralla gris e interminable que rodeaba la ciudad con una faja desierta, divisaba un gran resplandor, una polvareda de sol, repleta ya del bramido matutino de París. Pero siempre volvía al fielato de Poissonnière, con el cuello estirado, aturdida a fuerza de ver cómo transcurría, entre los dos pabellones achaparrados del fielato, la riada ininterrumpida de hombres, animales y carretas que bajaba desde lo alto de Montmartre y de La Chapelle. Se juntaba allí el pisar de un rebaño, un gentío que con cada parón se derramaba por la calzada, un desfile interminable de obreros camino del trabajo, con las herramientas a la espalda y el pan bajo el brazo; la muchedumbre se arrojaba dentro de París para ahogarse allí de continuo. Cuando a Gervaise le parecía reconocer a Lantier entre toda esa gente, se inclinaba aún más, a riesgo de caerse; luego se apretaba más fuerte el pañuelo contra la boca, como para reafirmar su dolor.

Una voz joven y alegre la apartó de la ventana.

—¿No está aquí el pariente, señora Lantier?

—Pues no, señor Coupeau —contestó ella procurando sonreír.

Era un oficial de cinquero que ocupaba un cuartito de diez francos en el piso más alto del hotel. Llevaba la bolsa al hombro. Al ver la llave puesta en la cerradura, había entrado en calidad de amigo.

—¿Sabe?, ahora trabajo ahí, en el hospital… Menudo mes de mayo, ¿eh? Vaya mañana fresquita.

Y miraba a Gervaise a la cara, encarnada por las lágrimas. Cuando vio que la cama no estaba deshecha, meneó la cabeza; luego se acercó a la camita de los niños, que seguían durmiendo con sus caritas sonrosadas de querubín.

—¡Vamos! —dijo bajando la voz—. El pariente no se porta como debería, ¿verdad? No se disguste, señora Lantier. Está muy metido en política; el otro día, cuando votamos por Eugène Sue,9 uno de los buenos, según parece, se puso como loco. Bien puede ser que haya pasado la noche con unos amigos, despotricando contra ese crápula de Bonaparte.

—No, qué va —susurró ella trabajosamente—, no es lo que usted se piensa. Sé dónde está Lantier… ¡Tenemos nuestras penas, como todo el mundo, por Dios!

Coupeau entornó los ojos para mostrar que no se tragaba tal embuste. Se marchó después de ofrecerse a ir a recogerle la leche, si es que ella no quería salir; era una mujer guapa y honrada, y podía contar con él si algún día lo necesitaba. En cuanto se alejó, Gervaise volvió a la ventana.

En el fielato, seguían las pisadas de rebaño en el frío matutino. Se distinguía a los cerrajeros por el blusoncillo azul, a los albañiles por los pantalones blancos con tirantes, a los pintores por el paletó bajo el que asomaban los faldones del blusón. De lejos, ese gentío tenía un aspecto difuminado y yesoso, un tono neutro donde predominaban el azul desvaído y el gris sucio. A ratos, un obrero se paraba en seco, volvía a encender la pipa, mientras en derredor los demás seguían caminando, sin soltar una risa, sin dirigir una palabra a un compañero, con las mejillas pálidas, el rostro vuelto hacia París, que, uno a uno, los iba devorando por el hueco de la calle de Le Faubourg-Poissonnière. Sin embargo, en ambas esquinas de la calle de Les Poissonniers, delante de la puerta de dos bodegueros que retiraban los postigos, los hombres aflojaban el paso; antes de entrar, se quedaban al borde de la acera, lanzando miradas de soslayo hacia París, de brazos caídos, rendidos ya a remolonear toda la jornada. Delante de ambos mostradores, los grupos se convidaban a rondas, se demoraban ahí, de pie, abarrotando los locales, escupiendo, tosiendo y aclarándose la garganta a golpe de copichuelas.

Por el lado izquierdo de la calle, Gervaise estaba acechando el local del tío Colombe, donde le parecía haber visto a Lantier, cuando una mujer gruesa, sin sombrero y con delantal, la llamó a voces en mitad de la acera.

—¡Vaya, señora Lantier, qué madrugadora la veo!

Gervaise se inclinó.

—¡Anda, es usted, señora Boche!… ¡Huy, es que hoy tengo muchísimo que hacer!

—Qué me va a contar. Las cosas no se hacen solas.

Entablaron conversación de la ventana a la acera. La señora Boche era portera en la casa cuya planta baja ocupaba Le Veau-à-Deux-Têtes. En varias ocasiones, Gervaise había esperado a Lantier en su portería, para no sentarse sola a la mesa con todos los hombres comiendo al lado. La portera le contó que iba allí cerca, a la calle de La Charbonnière, para sacar de la cama a un empleado del que su marido no lograba que le arreglara una levita. Después le habló de uno de sus inquilinos, que la víspera había vuelto a casa con una mujer y no había dejado dormir a nadie hasta las tres de la madrugada. Pero, sin dejar de charlar, miraba descaradamente a la joven, con cara de extrema curiosidad; incluso se diría que solo había ido allí a plantarse debajo de la ventana, para enterarse de algo.

—¿Así que el señor Lantier aún está en la cama? —preguntó de sopetón.

—Sí, está durmiendo —respondió Gervaise, que no pudo evitar ruborizarse.

La señora Boche vio las lágrimas que le afloraban a los ojos; sin duda satisfecha, ya se estaba alejando mientras tachaba a los hombres de condenados gandules cuando se dio media vuelta para gritar:

—Esta mañana va usted al lavadero, ¿verdad?… Tengo ropa que lavar, le guardaré sitio a mi lado y así charlamos. —Y, como si de pronto se apiadara, añadió—: Hijita, no debería quedarse ahí, se va a poner mala… Está usted morada.

Gervaise se empecinó en quedarse en la ventana otras dos horas mortales, hasta que dieron las ocho. Las tiendas estaban abiertas. La riada de blusones que bajaba desde lo alto había parado; solo unos pocos rezagados cruzaban el muro dando zancadas. En las bodegas, los mismos hombres, de pie, seguían bebiendo, tosiendo y escupiendo. Tras los obreros les había llegado el turno a las obreras, las bruñidoras, las modistillas, las floristas, que se arrebujaban en sus delgadas prendas y bordeaban con paso ligero los bulevares exteriores; iban en bandadas de tres o cuatro, charlando animadamente, soltando risitas y lanzando miradas relucientes en derredor; de tanto en tanto, una, esta vez sola, flaca, con cara pálida y seria, iba pegada a la pared, esquivando los raudales de basura. A continuación pasaron los oficinistas, soplándose en los dedos y comiéndose un pan de cinco céntimos sin dejar de andar; jóvenes trasijados, con la ropa muy corta, ojerosos y aturdidos de sueño; viejecitos con trote corto y el rostro demacrado de tantas horas de oficina, mirando el reloj de bolsillo para ajustar el paso al segundo. Hasta que en los bulevares se instaló la paz matutina; los rentistas del vecindario paseaban al sol; las madres, de trapillo, con la falda sucia, mecían en brazos a niños de mantillas a los que cambiaban en los bancos; una chiquillería berreona con velas en la nariz, que se empujaba y andaba a rastras por el suelo entre gorjeos, risas y llantos. Gervaise sintió entonces que se ahogaba, que se mareaba de angustia, agotada la esperanza; le parecía que todo había acabado, que los tiempos se habían terminado, que Lantier nunca volvería a casa. Con ojos extraviados, miraba desde los vetustos mataderos negros por los degüellos y la pestilencia, hasta el hospital nuevo, pálido, que mostraba a través de los vanos aún abiertos de las ventanas alineadas salas desnudas donde la muerte iría a segar. En frente de ella, detrás del muro, la deslumbraba el cielo resplandeciente, el amanecer que iba creciendo por encima del inmenso despertar de París.

La joven estaba sentada en una silla, con las manos inertes, sin llorar ya, cuando Lantier entró tan tranquilo.

—¡Eres tú! ¡Eres tú! —gritó Gervaise tratando de colgársele del cuello.

—Sí, soy yo. ¿Y qué? —contestó él—. ¡No me vengas otra vez con tus tontunas, mujer!

La apartó. Luego, con ademán malhumorado, lanzó el sombrero de fieltro encima de la cómoda. Era un mozo de veintiséis años, bajito, muy moreno, de rostro agraciado, con unos bigotes finitos que solía retorcerse moviendo mecánicamente la mano. Vestía pantalón de obrero con tirantes y una levita vieja con lamparones, que llevaba entallada; al hablar tenía un acento provenzal muy marcado.

Gervaise, desplomada de nuevo en la silla, se lamentaba bajito, con frases cortas.

—No he podido pegar ojo… Creía que te había pasado algo… ¿Adónde has ido?… ¿Dónde has pasado la noche?… ¡Dios mío, no lo hagas más, me volvería loca!… Dime, Auguste, ¿adónde has ido?

—¡Donde tenía que hacer, carape! —dijo él encogiéndose de hombros—. A las ocho estaba en La Glacière, en casa de ese amigo que va a montar una fábrica de sombreros. Se me hizo tarde. Así que preferí quedarme a dormir… Y que sepas que no me gusta que me fisgoneen. ¡Déjame en paz!

La joven rompió a llorar de nuevo. Las voces y los movimientos desabridos de Lantier, que volcaba las sillas, acababan de despertar a los niños. Se incorporaron y se quedaron sentados en el lecho, medio desnudos y desenredándose el pelo con las manitas; pero, al oír llorar a su madre, se pusieron a soltar alaridos terribles, llorando también ellos, aunque apenas habían abierto los ojos.

—¡Pero qué música es esta! —exclamó Lantier, furioso—. Os advierto que vuelvo a coger la puerta… y esta vez no vuelvo. ¿Que no queréis callaros? ¡Pues buenas noches! Me vuelvo por donde he venido.

Ya había cogido el sombrero de la cómoda. Pero Gervaise se abalanzó, balbuciendo:

—¡No, no!

Y ahogó las lágrimas de los chiquillos con caricias. Les daba besos en el pelo, los volvía a acostar con palabras tiernas. Los chiquillos, tranquilizados de golpe, riéndose en la almohada, empezaron a jugar a pellizcarse. Entre tanto, el padre, sin ni siquiera quitarse las botas, se había tirado en la cama, con pinta de estar agotado y la mala cara de haber pasado la noche en blanco. No se durmió, sino que se quedó con los ojos como platos, pasando revista al cuarto.

—¡Esto está hecho un asco! —murmuró.

Tras mirar un momento a Gervaise, añadió con maldad:

—Y tú, ¿ya no te lavas?

Gervaise solo tenía veintidós años. Era alta, tirando a delgada, con rasgos delicados que ya acusaban la dureza de la vida. Despeinada, en zapatillas y tiritando con el camisón blanco en el que los muebles habían dejado rastros de polvo y de grasa, parecía diez años más vieja por culpa de las horas de angustia y de llanto que acababa de pasar. El comentario de Lantier la sacó de su actitud temerosa y resignada.

—No estás siendo justo —dijo recobrando los ánimos—. De sobra sabes que hago todo lo que puedo. No es culpa mía si hemos acabado aquí… Me gustaría verte a ti, con los dos niños, en una habitación donde ni siquiera hay un anafe para tener agua caliente… Lo suyo habría sido, en llegando a París, establecernos enseguida, como prometiste, en lugar de comerte el dinero.

—¡Oye, —gritó él—, que tú te has zampado el talego conmigo! ¡Ahora no me vengas con que quieres que te quiten lo bailado!

Pero ella, como si no lo oyera, siguió diciendo:

—En fin, echándole valor, todavía podemos tirar para adelante… Anoche estuve con la señora Fauconnier, la lavandera de la calle Neuve; me va a tomar a su servicio el lunes. Si tú te juntas con tu amigo de La Glacière, dentro de menos de seis meses volveremos a estar a flote, lo que tardemos en conseguir ropa y alquilar un hueco en algún sitio, que sea nuestra propia casa… ¡Huy, habrá que trabajar mucho, pero mucho!

Lantier se dio la vuelta hacia la pared, con cara de aburrimiento. Entonces Gervaise se indignó.

—Sí, así es, ya sabemos que trabajar no es lo tuyo. Revientas de ambición, te gustaría vestir como un señor y pasear a pelanduscas con falda de seda. ¿A que sí? Ya no te gusto tanto, desde que me obligaste a empeñar todos los vestidos… ¡Pues fíjate! Auguste, no quería decirte nada, estaba dispuesta a esperar, pero sé dónde has pasado la noche; te vi entrar en Le Grand-Balcon con esa golfa de Adèle. ¡Ah, pero qué bien las eliges! ¡Esa sí que está limpia! Con razón se las da de princesa… Se ha acostado con todo el restaurante.

Lantier se tiró de la cama de un brinco. Los ojos se le habían vuelto negros como la tinta en el rostro lívido. En aquel hombrecillo, la ira estallaba como una tempestad.

—¡Que sí, que sí, con todo el restaurante! —repitió la joven—. La señora Boche las va a poner en la calle a ella y a la larguirucha de su hermana, porque siempre tienen hombres haciendo cola en la escalera.

Lantier alzó los dos puños; resistiéndose a la necesidad de pegarle, le agarró los brazos, la zarandeó hasta que se cayó en la cama de los niños, que empezaron a gritar otra vez. Entonces volvió a acostarse, tartamudeando, con la expresión hosca de quien ha tomado una resolución sobre la que aún tenía dudas.

—No sabes lo que acabas de hacer, Gervaise… Te vas a arrepentir, ya lo verás.

Los niños estuvieron llorando un rato. Su madre, que se había quedado encogida al borde de la cama, los estrechaba a ambos en el mismo abrazo y repetía la misma frase, veinte veces, con voz monótona:

—¡Ay, si no fuera por vosotros, pobrecitos míos!… ¡Si no fuera por vosotros!… ¡Si no fuera por vosotros!…

Tumbado tan tranquilo, con los ojos vueltos hacia arriba, fijos en el jirón de una cretona desteñida, Lantier había dejado de escuchar y se hundía en una idea fija. Así se quedó cerca de una hora, sin ceder al sueño, a pesar del cansancio que le lastraba los párpados. Cuando se dio la vuelta, apoyado en el codo, con expresión dura y resuelta, Gervaise estaba terminando de recoger el cuarto. Hacía la cama de los niños, a los que acababa de levantar y vestir. Lantier miró como pasaba la escoba y limpiaba los muebles; la habitación seguía igual de negra y desastrada, con el techo ahumado, el papel que se desprendía por la humedad, las tres sillas y la cómoda paticojas, donde la mugre se empecinaba y se extendía al pasarle el trapo. Y, mientras Gervaise se lavaba abundantemente, después de haberse recogido el pelo, delante del espejito redondo que colgaba de la falleba y él usaba para afeitarse, pareció que le examinaba los brazos desnudos, el cuello desnudo, todas las partes que ella había dejado al desnudo, como si estuviera haciendo comparaciones mentalmente. E hizo una mueca con la boca. Gervaise cojeaba de la pierna derecha; pero no se le notaba más que los días en que estaba cansada, cuando se descuidaba, con las caderas molidas. Esa mañana, rendida por la noche que había pasado, iba renqueando y apoyándose en las paredes.

Reinaba el silencio, no habían cruzado ni una palabra. Él parecía estar esperando. Ella se afanaba, rumiando su dolor y procurando poner cara de indiferencia. Al ver que Gervaise estaba haciendo un hato con la ropa sucia que había tirada en un rincón, detrás del baúl, por fin despegó los labios y preguntó:

—¿Qué estás haciendo?… ¿Adónde vas?

De entrada, ella no contestó. Pero cuando le repitió la pregunta, cedió, rabiosa.

—Pues ya lo estás viendo… Voy a lavar todo esto… Los niños no pueden vivir rodeados de porquería.

Lantier la dejó recoger dos o tres pañuelos. Al cabo de otro silencio, añadió:

—¿Tienes dinero?

Ella se incorporó de golpe, lo miró a la cara y, sin soltar las camisas sucias de los niños que tenía en la mano, dijo:

—¡Dinero! ¿Dónde quieres que lo robe?… Sabes de sobra que antes de ayer me dieron tres francos por la falda negra. De ahí salieron dos comidas, al ritmo que llevamos con los embutidos… No, pues claro que no tengo. Tengo veinte céntimos para el lavadero… Yo no gano el dinero como ciertas mujeres.

Lantier pasó por alto la indirecta. Se había bajado de la cama y estaba pasando revista a los harapos que había colgados por el cuarto. Acabó recogiendo el pantalón y el chal, abrió la cómoda, añadió al lío una camisola y dos camisas de mujer, y lo tiró todo en brazos de Gervaise, diciéndole:

—Toma, lleva todo esto a empeñar.

—¿No quieres que lleve también a los niños? —preguntó ella—. ¡Mira que si empeñamos también a los niños nos quitamos un problema de encima!

Así y todo, fue al monte de piedad. Cuando volvió, al cabo de media hora, dejó una moneda de cinco francos encima de la chimenea, juntando la papeleta con las demás, entre los dos candeleros.

—Aquí está lo que me han dado —dijo—. Yo quería seis francos, pero no hubo forma. ¡No van a arruinarse, no!… ¡Y qué cantidad de gente hay siempre ahí metida!

Lantier no cogió enseguida la moneda de cinco francos. Hubiese preferido que Gervaise trajese calderilla, para dejarle algo. Pero se resolvió a metérsela en el bolsillo del chaleco cuando vio, encima de la cómoda, un resto de jamón en un papel, con un pedazo de pan.

—No me he atrevido a ir donde la lechera, pues le debemos ocho días —explicó Gervaise—. Pero volveré a casa temprano; mientras estoy fuera, ve por pan y unas chuletas empanadas, y almorzaremos… Trae también una botella de vino.

Él no se negó. Parecía que las cosas se calmaban. La joven estaba rematando el hato de ropa sucia. Pero cuando hizo ademán de recoger las camisas y los calcetines de Lantier del fondo del baúl, él le gritó que dejase eso.

—Deja mi ropa, ¿me oyes? ¡No quiero!

—¿Qué es lo que no quieres? —preguntó ella incorporándose—. ¿No estarás pensando en volver a ponerte estos pingos? Habrá que lavarlos.

Y lo escudriñaba, preocupada, hallando en su cara de muchacho agraciado la misma dureza, como si en adelante no fuera a ceder en nada. Él se enfadó y le arrebató de las manos la ropa sucia, que arrojó de nuevo en el baúl.

—¡Que obedezcas de una vez, rediós! ¡Te estoy diciendo que no quiero!

—Pero ¿por qué? —replicó ella, perdiendo el color e intuyendo algo terrible—. Ahora no necesitas las camisas, no vas a marcharte… ¿Qué más te da que me las lleve?

Él titubeó un momento, incómodo de que ella le clavara esos ojos ardientes.

—¿Por qué, por qué?… —tartamudeó—. ¡Maldita sea, vas a ir contando por ahí que me mantienes, que lavas, que zurces! ¡Pues me fastidia, hala! Tú encárgate de lo tuyo, y yo de lo mío… Para algo están las lavanderas.

Gervaise le suplicó, alegó que nunca se había quejado, pero él cerró el baúl de golpe, se sentó encima y le gritó a la cara: «¡No!». ¡Como si no fuera dueño de lo que le pertenecía! Luego, para escapar de las miradas con las que ella lo perseguía, volvió a tumbarse en la cama, diciendo que tenía sueño y que dejase de darle la lata. Esta vez, en efecto, pareció que se quedaba dormido.

Gervaise se quedó un momento indecisa. Le entraron ganas de apartar el hato con el pie y de sentarse allí a coser. Pero al fin la tranquilizó la respiración regular de Lantier. Cogió la bola de añil y el pedazo de jabón que le quedaban del último lavado; se acercó a los niños, que jugaban tranquilamente con unos tapones viejos delante de la ventana, les dio un beso y les dijo en voz baja:

—Portaos muy bien y no hagáis ruido, que papá está durmiendo.

Cuando salió del cuarto, las risas amortiguadas de Claude y de Étienne era lo único que sonaba en el hondo silencio, bajo aquel techo negro. Eran las diez. El sol entraba por la ventana entornada formando una raya.

En el bulevar, Gervaise giró a mano izquierda por la calle Neuve-de-la-Goutte-d’Or. Al pasar delante de la tienda de la señora Fauconnier, la saludó con un ademán de la cabeza. El lavadero al que iba se encontraba hacia el centro de la calle, en el punto donde la acera empezaba a empinarse. Por encima de un edificio plano, surgía la redondez gris de tres depósitos de agua enormes, unos cilindros de cinc con pernos bien apretados; mientras que detrás se alzaba el tendedero, una segunda planta muy alta, cerrada por todos los lados con persianas de láminas finas, a través de las que circulaba el aire de fuera y que dejaban entrever las prendas de ropa que se secaban tendidas en alambres de latón. A la derecha de los depósitos, la tubería estrecha de la máquina de vapor soltaba, con aliento brusco y regular, bufidos de humo blanco. Gervaise, sin recogerse las faldas, como una mujer acostumbrada a los charcos, se metió por la puerta, empantanada con garrafas de lejía. Ya conocía a la dueña del lavadero, una mujercita endeble, con los ojos enfermos, sentada en un despacho acristalado con los registros delante, y estanterías con pastillas de jabón, bolas de añil y bicarbonato de sodio en paquetes de libra. Y al pasar le pidió que le devolviera su paleta y su cepillo, que le había dejado para que los guardara la última vez que fue a lavar. Tras esto, después de coger un número, entró.

Era una nave inmensa, de techo plano con vigas vistas apoyado sobre pilares de hierro colado y cerrada mediante amplias ventanas claras. La luz lívida entraba a raudales a través del vapor caliente que flotaba como una niebla lechosa. De algunos rincones subían humos que se estiraban y anegaban los fondos tras un velo azulado. Llovía una humedad pesada, cargada de un olor jabonoso, un olor mustio, madoroso, constante; a ratos, se imponían soplos de lejía más intensos. A lo largo de los golpeaderos que corrían a ambos lados del pasillo central, había filas de mujeres, con los brazos al aire hasta el hombro, el cuello al aire, las faldas arremangadas que dejaban al descubierto medias de color y zapatos gruesos de cordones. Golpeaban con saña, se reían, se inclinaban hasta el fondo de las tinas, deslenguadas, brutales, desgarbadas, ensopadas como en un chaparrón, con las carnes enrojecidas y humeantes. En derredor, por debajo de ellas, corrían abundantes regueros, de los cubos de agua caliente que circulaban y se vaciaban de una tirada, de los grifos de agua fría abiertos, chorreando desde lo alto, de las salpicaduras de las paletas, del goteo de la ropa enjuagada y de las charcas en las que chapoteaban, que se escurrían formando arroyuelos por las losas inclinadas. En medio de los gritos, de los golpes rítmicos, del sonido murmurante de lluvia, de ese clamor de tormenta que se ahogaba bajo el techo mojado, la máquina de vapor, a la derecha, blanca por el rocío menudo que la cubría, jadeaba y roncaba sin tregua, con la danza trepidante del volante que parecía regir la amplitud del estrépito.

Entre tanto, Gervaise, con pasitos cortos, avanzaba por el pasillo, mirando a derecha e izquierda. Llevaba el hato de ropa colgado del brazo, con la cadera subida, todavía más coja, entre el ir y venir de las lavanderas que la empujaban.

—¡Eh, niña! ¡Por aquí! —gritó el vozarrón de la señora Boche.

Cuando la joven llegó hasta ella, a la izquierda, al fondo del todo, la portera, que estaba frotando con saña un calcetín, se puso a hablar seguido y sin dejar la tarea:

—Póngase aquí, le he guardado sitio… ¡Huy, yo no voy a tardar mucho! Boche casi no ensucia la ropa… ¿Y usted? Tampoco le llevará mucho, con ese hato tan pequeño. Antes del mediodía nos lo habremos quitado de encima y podremos ir a almorzar… Yo le daba la ropa a una lavandera de la calle de Poulet, pero lo dejaba todo raído, con tanto cloro y tanto cepillo. Así que ahora la lavo yo misma. Eso que salgo ganando. No me cuesta más que el jabón… Oiga, esas camisas las tendría que haber escaldado. ¡Pero qué puercos son los críos! Parece que cagan hollín.

Gervaise deshacía el hato y extendía las camisas de los niños; cuando la señora Boche le aconsejó que cogiera un cubo de lejía para colarlas, le contestó:

—¡Qué va! Basta con el agua caliente… Yo entiendo de esto.

Había separado la ropa y dejado aparte las pocas prendas de color. Acto seguido, tras llenar la tina con cuatro cubos de agua fría del grifo que tenía detrás, sumergió el montón de ropa blanca, y, subiéndose la falda, sujetándola entre los muslos, se metió en una banca que le llegaba hasta el vientre.

—Con que entiende, ¿eh? —repetía la señora Boche—. Usted era lavandera en su tierra, ¿verdad, niña?

Gervaise, con la camisa arremangada, mostrando los hermosos brazos de rubia, aún jóvenes, apenas sonrosados en los codos, estaba empezando a restregar la ropa. Acababa de extender una camisa en la tabla estrecha del golpeadero, que el desgaste del agua había corroído y blanqueado; la frotaba con jabón, le daba la vuelta, la frotaba del otro lado. Antes de contestar, empuñó la paleta y se puso a dar golpes, gritando las frases, acompasándolas con paletazos contundentes y rítmicos.

—Sí, sí, lavandera… Desde los diez años… De eso hace doce años… Íbamos al río… Olía mejor que aquí… Daba gusto verlo, había un rinconcito, debajo de los árboles… con el agua clara corriendo… En Plassans, ¿sabe?… ¿No conoce Plassans?… ¿Cerca de Marsella?…

—¡Vaya tunda! —exclamó la señora Boche, maravillada con la contundencia de los paletazos—. ¡La muy tunanta, que podría aplanar hierro, con esos brazos de señorita!

Siguió la conversación, a voces. En ocasiones, la portera tenía que inclinarse hacia delante porque no oía. Gervaise golpeó toda la ropa blanca ¡con mano firme! Luego la volvió a sumergir en la tina y sacó de nuevo las prendas una por una para enjabonarlas por segunda vez y darles con el cepillo. Con una mano, sujetaba la prenda en el golpeadero; con la otra, agarrando el breve cepillo de grama, sacaba de la ropa una espuma sucia que formaba largos churretes al caer. Entonces, con el ruidito del cepillo, las dos mujeres se juntaron y charlaron con mayor intimidad.

—No, no estamos casados —prosiguió Gervaise—. Tampoco lo oculto. Lantier no es tan bueno como para que una quiera ser su mujer. Si no fuera por los niños, ¡aire!… Yo tenía catorce años y él dieciocho cuando nació el mayor. El otro llegó a los cuatro años… Pasó como pasa siempre, ya sabe. Yo en casa no era feliz; Macquart, mi padre, me soltaba puntapiés en la espalda por un quítame allá esas pajas. Entonces, ¡qué caramba!, a una se le ocurre ir a divertirse fuera… Nos habríamos casado, pero a saber por qué, nuestros padres no quisieron.

Se sacudió las manos, que se enrojecían bajo la espuma blanca.

—Lo dura que es el agua de París —dijo.

La señora Boche ya solo lavaba remoloneando. Se paraba, alargaba el enjabonado para quedarse ahí, enterándose de esa historia que llevaba quince días picándole la curiosidad. En el rostro orondo, la boca estaba medio abierta; los ojos saltones relucían. Pensaba, con la satisfacción de haber acertado: «Ahí está, esta niña habla demasiado. Ha habido pelea».

Y luego, en voz alta:

—Entonces, ¿no es un buen hombre?

—¡Qué va a ser! —contestó Gervaise—. Allí me trataba muy bien, pero desde que estamos en París no puedo con él… Debo decirle que su madre murió el año pasado y le dejó algo, unos mil setecientos francos. Él quería venirse a París. Y como padre me seguía soltando bofetones sin venir a cuento, acepté venirme con él; hicimos el viaje con los dos niños. Él me iba a establecer como lavandera y a trabajar en su oficio de sombrerero. Íbamos a ser muy felices… Pero, ya ve, Lantier es un ambicioso, un manirroto, un hombre que solo piensa en divertirse. Que no vale mucho, vaya… Así que nos hospedamos en el hotel Montmartre, en la calle de Montmartre. Y todo eran cenas, carruajes, teatro, un reloj para él, un vestido de seda para mí; porque no tiene mal corazón cuando tiene dinero. Así que entenderá que, con tanto ajetreo, al cabo de dos meses estábamos tiesos. Entonces fue cuando fuimos a vivir al hotel Boncœur y empezó la vida perra…

Se interrumpió, con un nudo repentino en la garganta y conteniendo las lágrimas. Había terminado de cepillar la ropa.

—Tengo que ir a buscar el agua caliente —murmuró.

Pero la señora Boche, muy contrariada de que cesaran así las confidencias, llamó al mozo del lavadero, que pasaba por allí.

—Charles, querido, sea bueno y vaya a buscar un cubo de agua caliente para la señora, que tiene prisa.

El mozo cogió el cubo y lo trajo lleno. Gervaise pagó, eran cinco céntimos por cubo. Vertió el agua caliente en la tina y enjabonó la ropa por última vez, con las manos, doblándose encima del golpeadero, en medio de un vapor que le prendía redes de humo gris en el pelo rubio.

—Tenga, ponga unas sales, mujer, las tengo aquí —dijo la portera, solícita.

Vació en la tina de Gervaise el fondo de una bolsa de bicarbonato de sodio que había llevado. También le ofreció lejía, pero la joven la rechazó; servía para las manchas de grasa y de vino.

—Lo veo un poco mujeriego —retomó la señora Boche refiriéndose a Lantier, sin nombrarlo.

Gervaise, doblada por la cintura y con las manos hundidas y crispadas en la ropa, se limitó a sacudir la cabeza.

—Sí, sí —continuó la otra—, me he fijado en varias cosillas…

Pero se defendió con vehemencia ante la brusca reacción de Gervaise, que se había incorporado, muy pálida y la miraba fijamente.

—¡Huy, pero yo no sé nada!… Le gusta pasárselo bien, eso es todo… Por eso las dos muchachas que viven en nuestra casa, Adèle y Virginie, usted las conoce, pues resulta que bromea con ellas, y la cosa se queda ahí, estoy segura.

La joven, muy tiesa delante de ella, con el rostro cubierto de sudor y los brazos chorreando, seguía mirándola, con una mirada fija y profunda. Entonces la portera se enfadó, se golpeó el pecho con el puño para dar su palabra de honor. Gritaba:

—¡Que no sé nada, mujer, se lo estoy diciendo!

Luego, recuperando la calma, añadió con voz empalagosa, como se le habla a alguien para quien la verdad no vale nada:

—A mí me parece que tiene ojos sinceros… Se casará con usted, niña, ¡se lo prometo!

Gervaise se enjugó la frente con la mano mojada. Sacó del agua otra prenda de ropa, volviendo a menear la cabeza. Estuvieron las dos un rato calladas. En derredor, el lavadero se había tranquilizado. Estaban dando las once. La mitad de las lavanderas, sentadas con una sola pierna al borde de su tina, con una botella de vino abierto a sus pies, comían salchichas en bocadillo. Solo las amas de casa que habían ido a lavar sus reducidos hatos de ropa se apresuraban, mirando el reloj de ojo de buey que había colgado encima del despacho. Aún sonaban algunos paletazos, espaciados, entre las risas más quedas y las conversaciones que se volvían pastosas en el sonido glotón de las mandíbulas; entre tanto, la máquina de vapor, que seguía funcionando sin descansar ni detenerse, parecía alzar la voz, vibrante y roncadora, llenando la inmensa sala. Pero ninguna de esas mujeres la oía; era como la propia respiración del lavadero, un aliento abrasador que acumulaba bajo las vigas del techo el eterno vaho que flotaba. El calor se volvía insoportable; a la izquierda, el sol entraba por las elevadas ventanas, formando rayas y encendiendo el vapor humeante con capas opalinas, de un gris rosado y un gris azulado muy suaves. Y, como empezaban a elevarse quejas, el mozo Charles iba de una ventana a otra para echar unos toldos de lona gruesa, tras lo cual pasó al otro lado, el de la sombra, y abrió los montantes. Lo vitoreaban y aplaudían; circulaba una corriente de alegría inmensa. Las lavanderas, con la boca llena, ya tan solo gesticulaban empuñando las navajas abiertas. Hasta que incluso las últimas paletas acabaron por callar. Se formaba un silencio tal que se oía regularmente, en el otro extremo, el chirrido de la pala del fogonero, que cogía el carbón del suelo y lo arrojaba al fogón de la máquina.