Erhalten Sie Zugang zu diesem und mehr als 300000 Büchern ab EUR 5,99 monatlich.
El último refugio representa el deseo erótico que genera lo prohibido y los conflictos inherentes a la conquista, no siempre acertada ni pacífica, en la lucha por alcanzar aquello que se vislumbra idílico. Éste es el caso de un hombre que se lanza hacia una mujer invitante y que se abandona en vías de alcanzar la ilusión de revivir la juventud. Un libro que combina las atrevidas fotografías que Alejandro Zenker realizó del propio Mauricio Molina y la modelo Leda Rendón.
Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:
Seitenzahl: 39
Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:
Primera edición, octubre de 2003
Segunda reimpresión, febrero de 2004
Director de la colección: Alejandro Zenker
Coordinadora de la colección: Ivonne Gutiérrez Obregón
Cuidado editorial: Elizabeth González
Coordinadora de producción: Beatriz Hernández
Director de comercialización: Miguel Ángel Sánchez
Diseño de portada: Luis Rodríguez
Fotografía de interiores y portada: Alejandro Zenker
Modelo: Leda Rendón
© 2003, Solar, Servicios Editoriales, S.A. de C.V.
Calle 2 núm. 21, San Pedro de los Pinos
Teléfono y fax (conmutador): 5515-1657
www.solareditores.com
www.edicionesdelermitano.com
ISBN 978-607-8312-50-4
Y llaman vida a nuestro único refugio… Paul Celan
El alma humana se encuentra en la piel.
Álvaro había muerto. Nuestras preguntas habían quedado sin respuesta: por qué, cómo, qué fue lo que pasó. En el crematorio estábamos amigos y parientes asombrados, incapaces de comprender la violencia brutal de un balazo en el paladar con la pistola de su abuelo. Marisa, su esposa, alternaba sus miradas de horror y rabia en dirección del ataúd y hacia Dazana, la muchacha que se había quedado con él los últimos meses. Verónica, mi mujer, y yo mirábamos la escena abrazados, consolándonos, tratando de decir algo que tuviera algún sentido frente al hecho irrevocable de la muerte.
Cuando el humo del crematorio se hubo dispersado y después de que entregaron, según las indicaciones de Álvaro, la urna con sus cenizas a Dazana para que las esparciera en un lugar que sólo ella conocía, ésta me hizo una discreta señal con la cabeza para que me acercara. Era una mujer de una belleza inquietante, de ojos verdes intensos y rasgos que recordaban la pureza de las esculturas prehispánicas, aunque su cuerpo, bien plantado, mostraba los rasgos evidentes de un largo mestizaje. Esta mujer, que había compartido los últimos meses de la vida de Álvaro, sacó de su modesto bolso un cuaderno forrado en piel. Una vez que lo dejó en mis manos me lanzó una mirada penetrante a través del velo negro que le cubría el rostro. Nunca más la volvería a ver.
El cuaderno era una especie de diario. Dispersos en él, Álvaro había anotado sus últimas impresiones, sus emociones, sus vivencias. Fue así como fui comprendiendo sus razones, sus motivos, la posible razón de su suicidio.
Me acerco a ti como quien arriba después de un largo viaje a la Tierra Prometida. Mi boca desciende por tu cuello y de pronto me encuentro con la constelación de Orión. Las Pléyades, distantes, primigenias, anidan entre tus senos.
Andrómeda y otras galaxias desconocidas se arremolinan sutilmente en tus caderas. Tu corazón es el pulsar que marca el tiempo del deseo. Sirio me observa en la comisura de tus labios. Así es como me pierdo en el Cosmos de tu cuerpo.
La primera vez que vi a Dazana, acababa de llegar del sur con Álvaro. Marisa afirmaba, con la rabia del despecho, que esa sirvienta era su amante, que la había conocido en el pueblo de sus familiares, poco después de su rompimiento. Álvaro nos había invitado a su casa y disfrutábamos maravillados de esa silenciosa belleza. Recuerdo que solíamos intercambiar miradas con la típica complicidad de los varones. El movimiento de sus caderas al alejarse, la visión de sus senos bajo el escote, cuando se inclinaba a recoger los platos, nos dejaban boquiabiertos. Más de una de nuestras mujeres se sonrojaba al verla caminar, ondulante y exacta como un felino, para perderse en la cocina.
Nos gustaba bromear sobre el asunto: todos queríamos tener una sirvienta como Dazana. Verónica a menudo me decía que era imposible que esa mujer viviera con Álvaro y que no pasara nada.
—Conociendo a Álvaro... Yo creo
que algo está sucediendo. ¿No has visto cómo lo mira esa mujer? Se lo come con los ojos. Seguro está enamorada de él. Y Álvaro se aprovecha… —concluía con una mirada a un tiempo cómplice y avergonzada.
Yo también me quedaba pensando en las cosas que pasarían cuando se quedaban solos, después de una cena rociada con largos tragos de vino. Sin embargo, pronto me olvidaba de eso: Verónica y yo estábamos apenas empezando a vivir juntos y esas noches me hundía en sus brazos sin pensar ya más en Álvaro y Dazana. Estábamos enamorados. No queríamos saber de otras historias.
La veo entrar en silencio a mi cuarto. No habla. No dice nada. Escucha todo lo que le digo con atención. Cumple con sus obligaciones, se somete, y sin embargo permanece más allá, fuera de mi alcance, innecesariamente cruel y silenciosa.
Sus ojos… No puedo describir esos ojos, imposible definirlos, como los matices del océano, como el color de un bosque cuando la sombra de las nubes se proyecta sobre las copas de los árboles al atardecer.