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Dante di Sione podría perdonar a la hermosa rubia a la que había besado en el aeropuerto que se hubiese llevado por error la bolsa con la preciada diadema de su abuelo, pero, en ese momento, tenía la desfachatez de sobornarlo para que la acompañara a la boda de su hermana. Por eso, cuando se dio la noticia de su supuesto compromiso, Dante se vengó y obligó a Willow a que representara hasta el final el papel de amantísima futura esposa. No tenía ni idea de que Willow había fingido ese descaro y confianza en sí misma...¡ y era virgen!
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Seitenzahl: 211
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2016 Harlequin Books S.A.
© 2017 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Engaño y deseo, n.º 129 - junio 2017
Título original: Di Sione’s Virgin Mistress
Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-687-9741-0
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Portadilla
Créditos
Índice
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
Dante di Sione sintió la descarga de adrenalina cuando entró en la terminal del diminuto aeropuerto. Tenía el corazón acelerado y la frente sudorosa, como si hubiese estado corriendo o como si acabara de apartarse de una mujer después de haber tenido una relación sexual especialmente apasionada, aunque hacía mucho tiempo que no tenía una relación sexual. ¿Cuánto tiempo?, se preguntó con el ceño fruncido.
Recordó atropelladamente las semanas que había pasado yendo de un continente a otro y entrando y saliendo de husos horarios distintos. Había visitado una variedad vertiginosa de países, había seguido un montón de pistas falsas y había salido de muchos callejones sin salida antes de llegar hasta allí, al Caribe. Todo para encontrar una joya de valor incalculable que quería su abuelo por algún motivo que no quería contar. Era el deseo de un hombre moribundo y eso le atenazaba al corazón. Sin embargo, ¿acaso no era verdad que ese cometido lo había cautivado y que se lo había tomado como un favor hacia alguien que le había dado tanto, que su apetito, normalmente apagado, se había despertado por el sabor del algo inusitado? La verdad era que no le apetecía volver a su vida trepidante de los grandes negocios ni al glamur algo decadente de París, su ciudad de adopción. Le había gustado esa búsqueda inesperada y la sensación de que estaba saliendo de su indolencia privilegiada.
Agarró con fuerza el asa de la bolsa donde llevaba la preciada diadema. Lo único que tenía que hacer era no soltarla hasta que la hubiese dejado junto a la cama de su abuelo para que hiciera lo que quisiera con ella. Tenía la boca seca y le gustaría beber, y… algo más, algo para dejar de pensar en que la adrenalina estaba esfumándose y estaba quedándose con la sensación de vacío que había intentado evitar toda su vida. Miró alrededor. La pequeña terminal estaba llena de los sospechosos típicos que atraía inevitablemente ese destino exclusivo del Caribe y de los adinerados ostentosos y morenos como un tizón. Parecía como si hubiese habido una sesión de fotos porque estaba llena de modelos. Vio a algunas jóvenes altas como jirafas que se giraban hacia él. Llevaban pantalones vaqueros cortos, diminutos, y los sombreros de paja ladeados de tal forma que solo podía ver sus preciosas narices y sus labios carnosos que le hacían una mueca seductora. Sin embargo, no le interesaba alguien tan predecible como una modelo. Podría trabajar un poco, podría llamar a René, de su oficina de París, y averiguar lo que había pasado en su próspera empresa mientras había estado ausente.
Entonces, una mujer que estaba sentada y sola captó su atención. Era la única persona pálida en un mar de cuerpos bronceados. Era rubia y parecía tan frágil como una figurita de porcelana, llevaba uno de esos chales de pashmina alrededor de los delicados hombros y parecía que la envolvía, parecía… limpia, como si hubiese pasado casi toda su vida debajo del agua y acabase de salir a la superficie.
Entrecerró los ojos.
Estaba sentada en la barra con una copa de champán rosado delante de ella y, cuando sus miradas se encontraron, levantó la copa, titubeó, y la miró como si contuviese el secreto del universo, aunque él pudo ver que no había bebido nada. ¿Por eso se acercó a ella? ¿Estaba hechizado por esa demostración de timidez tan insólita en el mundo en el que vivía? Llegó con cuatro zancadas y dejó la bolsa en el suelo, al lado de otra bolsa de cuero marrón muy parecida a la suya. Sin embargo, ella levantó la cabeza y él solo pudo pensar en la fragilidad de su belleza.
–Hola.
–Hola –le saludó ella con un acento inglés muy marcado y parpadeando con sus tupidas pestañas.
–¿No conocemos? –preguntó él.
Ella se quedó desconcertada, como si un destello inesperado la hubiese deslumbrado. Se mordió el labio inferior y se pasó los dientes por la rosada superficie.
–No creo –ella sacudió la cabeza y la melena rubia onduló como una cascada sobre sus delicados hombros–. No, no nos conocemos. Lo recordaría.
Él se inclinó sobre la barra y sonrió.
–Sin embargo, estabas mirándome como si me conocieras.
Willow no replicó, sentía desconcierto y bochorno mezclados con una atracción muy poderosa que no sabía cómo sobrellevar. Claro que había estado mirándolo, ¿quién no lo haría?
Notó un escalofrío debajo de la pashmina cuando se encontró con su mirada burlona y tuvo que reconocerse que, probablemente, era el hombre más perfecto que había conocido, y trabajaba en un sector que trataba casi exclusivamente con hombres perfectos. Iba vestido con un descuido que solo los ricos de verdad podían permitirse, parecía como si acabara de levantarse de la cama, aunque, seguramente, no de la suya. Los pantalones vaqueros desteñidos dejaban vislumbrar unos muslos musculosos y la camisa de seda, aunque algo arrugada, transmitía la sensación de un poderío privilegiado. Sus ojos eran de un azul resplandeciente, llevaba el pelo moreno despeinado y la piel, dorada como el aceite de oliva, sugería un origen mediterráneo. Sin embargo, podía captar, detrás de ese envoltorio tan hermoso, un aire implacable, un toque peligroso que se sumaba a su atractivo. Normalmente, los hombres guapos la dejaban fría, algo que ella atribuía a la timidez que sentía cuando estaba con ellos. Había estado enferma durante años, y en un colegio solo de chicas, y eso había significado que se había criado en un ambiente exclusivamente femenino y que solo había conocido a los médicos. Se había encerrado en su pequeño mundo donde se había sentido segura, y esa seguridad había sido muy importante para ella. Entonces, ¿qué tenía ese hombre de intensa mirada azul para que su corazón hubiese empezado a golpear contra las costillas como si quisiera salirse del pecho? Seguía mirándola con curiosidad y ella intentó imaginarse lo que harían sus hermanas en una situación parecida. Desde luego, no se habrían quedado como si fuesen tontas. Seguramente, habrían encogido sus hombros moldeados en el gimnasio y habrían dicho algo ingenioso mientras mostraban sus copas medio vacías para que se las rellenaran. Ella giró la copa entre el índice y el pulgar. Tenía que actuar como ellas, como si todos los días hablara con hombres tan impresionantes como ese.
–Me imagino que estarás acostumbrado a que la gente te mire –comentó ella sinceramente mientras daba los dos primeros sorbos de champán, que se le subieron inmediatamente a la cabeza.
–Es verdad –él esbozó media sonrisa mientras se sentaba en el taburete que había al lado de ella–. ¿Qué bebes?
–No quiero, de verdad –ella sacudió la cabeza porque el champán tenía que ser el responsable de esa calidez repentina que le abrasaba en las mejillas–. No debo beber mucho. No he comido nada desde el desayuno.
–Iba a preguntarte si es bueno… –replicó él arqueando una ceja.
–Ah, sí, claro. Qué tonta –Willow, más desconcertada todavía, miró las burbujas y dio otro sorbo, que le supo a medicina–. Es el mejor champán que he bebido en mi vida.
–¿Y sueles beber champán sola en los aeropuertos?
–No –ella sacudió la cabeza–. En realidad, estoy celebrando que he terminado un trabajo.
Dante asintió con la cabeza. Sabía que debería preguntarle sobre su trabajo, pero lo que menos le apetecía era tener que escuchar su currículum profesional. Por eso, pidió una cerveza al camarero, se apoyó en la barra y la miró con detenimiento. Empezó por el pelo, el tipo de pelo que le encantaría ver extendido sobre su vientre porque si bien no echaría de su cama a una morena o a una pelirroja, las rubias lo atraían como la miel a las hormigas. Sin embargo, a esa distancia podía ver ciertas peculiaridades que hacían que fuese más interesante que hermosa. Su piel, casi traslúcida, se tensaba sobre los pómulos más prominentes que había visto. Sus ojos eran grises como un cielo inglés y brumoso, como el humo de la leña. Sus labios eran carnosos, pero eran lo único carnoso que tenía porque era delgada, demasiado delgada. Sus finos muslos estaban cubiertos por unos vaqueros con pavos reales bordados, pero eso era todo lo que podía ver porque la maldita pashmina la envolvía como un mantel demasiado grande. Se preguntó qué le habría atraído hacia ella cuando había mujeres más hermosas a su alrededor que lo habrían recibido con los brazos abiertos, y no como si un tigre se hubiese sentado a su lado. ¿Sería la sensación de que ella no encajaba allí, que pareciera fuera de lugar? ¿Acaso no lo había estado siempre él? Había sido el hombre que miraba hacia dentro desde fuera.
Quizá solo quisiera algo que lo distrajera de la idea de tener que volver a Estados Unidos con la diadema y de que hubiese demasiadas cosas que no había dicho o hecho en su problemática familia. Sintió como si la enfermedad de su abuelo lo hubiese llevado de repente a una encrucijada y no pudiese imaginarse el mundo sin el hombre que siempre lo había querido incondicionalmente. Además, esa rubia de aspecto asustadizo estaba consiguiendo que tuviera todo tipo de pensamientos carnales, aunque todavía tuviera una expresión cautelosa. Sonrió porque siempre dejaba que las mujeres tomaran la iniciativa, eso le permitía alejarse con la conciencia relativamente tranquila cuando daba por terminada la aventura. Las mujeres que perseguían a los hombres solían tener una confianza en sí mismas que normalmente lo atraían, pero, de repente, la novedad de una que titubeaba y se sonrojaba era irresistible.
–¿Qué haces aquí? –le preguntó él después de dar un sorbo de cerveza–. Aparte de lo evidente, de que esperas un vuelo.
Willow se miró las uñas y se preguntó qué habrían contestado sus hermanas. Sus tres hermanas guapas y listas que jamás habían dudado ni un segundo en sus maravillosas vidas, las que habrían murmurado algo ingenioso o sugestivo para que ese impresionante desconocido se riera. Ellas, desde luego, no se quedarían ahí sentadas hechas un lío y preguntándose por qué se habría acercado. ¿Por qué deseaba que la tierra se abriera y se la tragara cuando se relacionaba con alguien del sexo contrario, salvo que estuviese dentro de los límites muy bien definidos de su trabajo?
A esa distancia, él era más impresionante todavía, tenía una energía en estado puro que irradiaba como una descarga eléctrica. Sin embargo, lo notable de verdad eran sus ojos. Nunca había visto unos ojos como esos. Eran más azules que el cielo del Caribe, más azules que las alas de esas mariposas diminutas que revoloteaban en aquellas lejanas tardes de verano cuando podía estar tumbada al aire libre. Era de un azul resplandeciente, pero implacable; penetrante, diáfano e imperturbable. En ese momento, la miraban con detenimiento y ella podía ver su brillo entre el bosque de pestañas mientras esperaba la respuesta.
Debería hablarle de su primera sesión de fotos como única estilista para una de las revistas de moda más importante del Reino Unido, y de que había sido un éxito. Sin embargo, aunque intentaba sentirse contenta, no podía terminar de librarse del miedo por lo que estaba esperándola en Inglaterra. Otra boda, otra celebración del amor a la que tendría que asistir sola. Volvería a la casa que había sido su refugio y su prisión cuando era pequeña, volvería con sus bienintencionadas hermanas y sus protectores padres, volvería a la cruda realidad, donde nada era tan glamuroso como en su vida laboral.
Tenía que hacerla glamurosa.
Nunca en su vida había visto a ese hombre y lo más probable era que no volviera a verlo. Sin embargo, ¿no podía, por una vez en su vida, representar el papel que siempre se le había negado? ¿No podía fingir que era apasionada, poderosa y deseable? Llevaba tres años trabajando en el mundo de la moda y había visto que las modelos se transformaban cuando la cámara las enfocaba. Había visto que se convertían en coquetas o descaradas con una facilidad pasmosa. ¿No podía fingir ella que ese hombre era una cámara? ¿No podía convertirse en la mujer que siempre había soñado ser en vez de la anodina Willow Hamilton, a quien nunca le habían permitido hacer nada y, en consecuencia, nunca había aprendido a vivir como las mujeres de su edad? Recorrió el borde de la copa con un dedo y con la esperanza de que ese gesto diera a entender que era una persona sensual.
–He estado trabajando en un reportaje de moda.
–Ah… –él hizo una pausa–. ¿Eres modelo?
Willow se preguntó si se habría imaginado el leve tono de decepción que había teñido su acento estadounidense. ¿No le gustaban las modelos? Si era así, era un hombre realmente insólito. Esbozó una sonrisa y comprobó que era más fácil de lo que se había imaginado.
–¿Parezco una modelo?
–No estoy seguro de que quieras que conteste a esa pregunta –respondió él arqueando sus cejas.
Ella dejó de acariciar la copa y los ojos de él dejaron escapar un destello.
–Si digo que no –siguió él–, refunfuñarás y me preguntarás por qué. Si digo que sí, también refunfuñarás, suspirarás y me preguntarás en un tono cansino y falso si tan evidente es.
Willow se rio y ese sonido la sorprendió. ¿Acaso no era aquello un reflejo de su escasa vida social? Era como si no fuese una de esas personas que se reían con apuestos desconocidos en un punto remoto de la tierra. De repente, sintió un arrebato de libertad y de emoción. Miró el brillo burlón de sus ojos y decidió que podía jugar a eso.
–Gracias por contestarme con tanta sinceridad porque ahora sé que no tengo que decir nada.
–¿Por qué? –preguntó él con los ojos entrecerrados.
–Si las mujeres somos tan poco originales que puedes predecir todo lo que vamos a decir –ella se encogió de hombros–, entonces, puedes mantener esta conversación tú solo, ¿no? No hace falta que yo participe.
Él se inclinó hacia delante, sonrió como respuesta y ella tuvo una sensación vertiginosa de victoria.
–Y me temo que me perdería algo –replicó él en un tono delicado y capturándola con sus implacables ojos azules–. ¿Cómo te llamas?
–Willow. Willow Hamilton.
–¿Es tu nombre de verdad?
–¿Te refieres a Hamilton? –preguntó ella con una expresión de inocencia.
–Me refiero a Willow. No conozco a mucha gente que tenga el nombre de un árbol –contestó él con una sonrisa.
–Sí, lo es, aunque ya sé que parece algo forzado. Sin embargo, es una especie de tradición familiar. Mis hermanas y yo tenemos nombres de algo relacionado con la naturaleza.
–¿Como una montaña?
Ella se rio, ¡otra vez!, y negó con la cabeza.
–Algo más convencional. Se llaman, Flora, Clover y Poppy, y todas son muy guapas –añadió ella aunque se dio cuenta del repentino tono defensivo.
Él entrecerró los ojos más todavía.
–Ahora esperas que diga que tú también eres muy guapa y responderás…
–Como ya te he dicho –le interrumpió ella con el corazón tan acelerado que le costaba respirar–, si eres tan listo, deberías tener esta conversación tú solo.
–Podría –reconoció él con un brillo en los ojos–, pero los dos sabemos que hay muchas cosas que podemos hacer solos y que es mucho más divertido hacerlas con alguien más. ¿No estás de acuerdo, Willow?
Ella no era una mujer con mucha experiencia y nunca había tenido lo que se llamaba un novio de verdad, pero tampoco se había pasado la vida en un aislamiento absoluto aunque la hubiesen mimado y protegido. En ese momento, trabajaba en un sector en el que todos eran casi bochornosamente claros sobre el sexo y sabía muy bien lo que quería decir él. Notó, para su espanto, que se sonrojaba otra vez. Empezó por el cuello y fue ascendiendo por las mejillas. Solo podía pensar que cuando era pequeña y se ruborizaba así, sus hermanas la llamaban Pimpinela Escarlata.
Fue a tomar la copa, pero él la agarró y se lo impidió. En realidad, más que impedírselo consiguió que notara que su piel tenía un millón de terminaciones nerviosas que ella no se había dado cuenta de que existían, consiguió que desviara la mirada hacia sus dedos oliváceos, que contrastaban con la blancura de su piel, y que pensara lo bien que conjuntaban. Medio mareada, volvió a levantar la mirada.
–No lo hagas –comentó él con delicadeza–. Es muy raro y delicioso ver que una mujer se ruboriza y a los hombres nos gusta. No lo disimules ni te avergüences. Además, para que lo sepas, si bebes más alcohol para intentar disimular el bochorno, solo lo empeorarás.
–Entonces, además de ser una autoridad en la conversación femenina, ¿también eres un experto en el rubor? –le preguntó ella.
Todavía sentía su mano sobre la de ella y eso hacía que anhelara el tipo de cosas que sabía que no conseguiría nunca. Sin embargo, no intentó retirarla y se preguntó si él lo habría notado.
–Soy un experto en muchas cosas.
–No en modestia, supongo.
–No –reconoció él–. La modestia no es mi punto fuerte.
El silencio entre ellos se rompió cuando se oyó un alarido que había llegado desde el extremo opuesto de la terminal. Willow miró y vio a un niño que golpeaba con los puños los muslos de su madre, quien hablaba por teléfono sin inmutarse mientras el niño iba poniéndose cada vez más histérico. Ella pensó con rabia que solo tenía que hablar con él y se preguntó por qué había personas que tenían hijos, por qué trataban tan a la ligera el don del nacimiento.
Entonces, se dio cuenta de que Ojos Azules miraba el reloj y de que estaba desperdiciando la ocasión de alargar esa conversación todo lo posible. ¿No sería fantástico volver a casa con la sensación de haber roto por una vez su perpetua timidez? Podría contestar cuando le preguntaran, como siempre, si había algún hombre en su vida, no tendría que esbozar una sonrisa falsa mientras intentaba quitarle hierro a su vida solitaria antes de cambiar de conversación. Tenía que preguntarle cómo se llamaba y dejar de ser tan torpe y retraída.
–¿Cómo te llamas? –le preguntó ella casi como si cayera en la cuenta en ese momento.
Sin embargo, consiguió retirar la mano y romper ese contacto delicioso antes de que lo hiciera él.
–Dante.
–¿Solo Dante? –preguntó ella.
–Di Sione.
Willow se preguntó si se habría imaginado cierta reticencia a decir su apellido.
Dante dio un sorbo de cerveza y esperó. El mundo era pequeño, pero estaba compartimentado. Había grupos de personas que vivían vidas paralelas a las de él y era posible que esa inglesa que se sonrojaba como una tía soltera no hubiese oído hablar de su tristemente célebre familia. Probablemente, no se habría acostado con su hermano gemelo ni se habría topado con alguno de sus fastidiosos hermanos. El corazón se le enfrió al pensar en su gemelo, pero dejó a un lado ese sentimiento con una firmeza que le resultaba muy fácil. Aun así, esperó por si los ojos grises de su acompañante se abrían como platos. Ella, sin embargo, se limitaba a mirarlo de una manera que hacía que quisiera inclinarse y besarla.
–Estoy intentando imaginarme cuál esperas que sea mi reacción –reconoció ella con una sonrisa–. No voy a preguntarte si tu nombre es italiano, cuando, evidentemente, lo es. Solo voy a comentar que es un nombre precioso. Di Sione… Me hace pensar en un mar azul, en tejados de teja y en esos cipreses oscuros que solo parecen crecer en Italia. ¿Es una reacción satisfactoria o ha sido predecible? –añadió ella con un brillo malicioso en los ojos.
A Dante se le paró el pulso antes de contestar. Era muy inesperada, como encontrar un rincón sombrío en un patio abrasado por el sol, como echarse agua fresca por las manos sucias y comprobar que se llevaba toda la mugre.
–No, no ha sido especialmente predecible, pero tampoco ha sido satisfactoria.
Él se inclinó hacia delante y captó un olor algo salado en su piel, como si se hubiese bañado en el mar esa mañana. Se preguntó cómo sería el cuerpo que tapaba ese chal, cómo sería ese pelo rubio si caía sobre su piel desnuda.
–La única reacción satisfactoria que se me ocurre en este momento es que deberías inclinarte hacia delante y separar los labios para que pueda besarte.
Willow lo miró fijamente, sin salir de su asombro, y notó un hormigueo desconocido en la piel, algo que había despertado un dedo cautivador. Entonces, antes de que tuviera tiempo de pensar lo que iba a hacer, hizo exactamente lo que él le había propuesto. Estiró ligeramente el cuello y separó los labios lentamente. Notó el roce de su boca mientras le pasaba la punta de la lengua por los labios. ¿Abrió la boca un poco más por el champán que había bebido o por un anhelo muy profundo? Quizá fuese porque había estado tanto tiempo aislada de las cosas normales que quería liberarse, quería dejar a un lado las rutinas y que no la trataran como a una flor muy delicada, como la habían tratado siempre. No quería ser Willow Hamilton en ese momento, quería que la famosa hada madrina apareciera en ese aeropuerto, que agitara su varita mágica y que la transformara como ella había transformado a las modelos durante las semanas pasadas.
Quería que su pelo cayera como una cascada sedosa por su espalda, que su piel se bronceara en ese instante y llevar un vestido femenino, pero sexy, cuya sencillez aparente era inversamente proporcional a su astronómico precio. Quería llevar unos tacones de aguja tan altos que le permitieran estar a la altura de los ojos de ese hombre, si estuvieran de pie. Sin embargo, no quería estar de pie, ni sentada en un taburete, quería estar tumbada en una cama enorme con una ropa interior muy sexy y que esos dedos oliváceos volvieran a tocarle la piel, aunque en sitios mucho más íntimos y mientras la desvestía lentamente.
Todo eso le dio vueltas en la cabeza en el tiempo que tardó en que su lengua se encontrara con la de él y abriera los ojos como impulsados por un resorte, no tanto por el espectáculo que estaba dando en público con un hombre al que acababa de conocer como por darse cuenta de lo que estaban diciendo los altavoces. Tardó otros cinco segundos en que su aturdido cerebro asimilara lo que decía esa voz, y cuando lo asimiló, el alma se la cayó a los pies.
–Soy yo, están anunciando mi vuelo –comentó casi sin respiración y sin ganas de apartar su boca de la de él.
Seguía hipnotizada por el resplandor de sus ojos, pero hizo un esfuerzo para levantarse del taburete. Notó que el flaqueaban las rodillas y palpó mecánicamente el bolso que le colgaba del hombro para comprobar que llevaba la cartera y el pasaporte. Intentó actuar como si lo que había pasado no fuese gran cosa, como si los pechos no se le hubiesen endurecido debajo del chal y todos los días besara a desconocidos en algún aeropuerto del mundo. Intentó no esperar que él se levantara de un salto y le dijera que no quería que se fuese. Pero él no lo hizo.
–¡Es la última llamada! –exclamó ella–. No puedo creerme que no la oyera antes.
–Creo que los dos sabemos muy bien por qué no la oíste…
Aunque le brillaban los ojos, Willow captó que él ya estaba alejándose mentalmente y se dijo a sí misma que era lo mejor para todos, que solo era un hombre impresionante con el que había coqueteado en un aeropuerto y que no había ningún motivo para que ella no volviera a hacerlo en el futuro, si quería. Podría ser el trampolín a una vida nueva si dejaba que lo fuera, si se alejaba en ese momento con la dignidad y los sueños intactos. Eso era mejor que la alternativa inevitable, el torpe intercambio de tarjetas y las falsas promesas de que se llamarían. Era preferible a que esperara mordiéndose las uñas al lado del teléfono cuando llegara a Inglaterra, a que se diera excusas de por qué no le había llamado sin querer reconocerse el verdadero motivo, el motivo que ella ya sabía, que él estaba muy lejos de su alcance y que solo había estado jugando con ella.
Todavía alterada, se agachó para recoger su bolsa de viaje y se incorporó para absorber por última vez sus increíbles rasgos y sus implacables ojos azules. Hizo un esfuerzo sobrehumano para mantener la voz firme, para que él no captara el arrepentimiento que ya empezaba a asomarse por el horizonte.
–Adiós, Dante. Me ha encantado conocerte. Ya sé que no es nada muy original, pero es verdad. Buen viaje, vayas a donde vayas. Será mejor que me largue.