Entender el arte - Dana Arnold - E-Book

Entender el arte E-Book

Dana Arnold

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Beschreibung

El arte se oculta a menudo detrás de una jerga alienante y sin sentido que lo aleja de nuestras realidades e inquietudes. En este breve texto, Dana Arnold supera los enfoques tradicionales de las introducciones al arte para partir de las motivaciones más esenciales del artista, con las que, como seres humanos, podemos sentirnos totalmente identificados. Compañero ideal para iniciarse en la comprensión del arte, este libro logra invertir nuestra mirada y nos reformula este universo desde un nuevo enfoque, accesible y estimulante.

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En memoria de Arnie

 

Título original: A Short Book About Art, por orden de Tate Trustees y publicado por Tate Publishing, una división de Tate Enterprises Ltd., Londres, en 2015.

 

 

Versión castellana: Belén Herrero

Diseño de la cubierta: Toni Cabré/Editorial Gustavo Gili, SL

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

La Editorial no se pronuncia ni expresa ni implícitamente respecto a la exactitud de la información contenida en este libro, razón por la cual no puede asumir ningún tipo de responsabilidad en caso de error u omisión.

© Dana Arnold, 2015

© de la traducción: Belén Herrero

y para esta edición:

© Editorial Gustavo Gili, SL, Barcelona, 2019

ISBN: 978-84-252-3231-2 (epub)

Producción del ebook: booqlab.com

www.ggili.com

Índice

Miradas

Materiales

Mente

Devoción

Poder

Sexo

 

Agradecimientos

Nota sobre las fuentes

Créditos de las imágenes

Miradas

El arte no eslo que vemos,sino lo quehacemos vera los demás.

Edgar Degas (1834–1917)

 

Miradas

¿Qué vemos cuando miramos una obra de arte? Probablemente, el creador y el espectador del arte perciben el mismo objeto desde puntos de vista diferentes, ya que, aunque las interpretaciones de una obra varían en función de las diferentes culturas y períodos históricos, tendemos a pensar que el arte tiene el mismo significado y atractivo para toda la humanidad en cualquier época de la historia, y atribuimos al material visual una especie de existencia autónoma que nos hace ver el mundo que nos rodea bajo una nueva perspectiva. Y, lo que quizá es aún más importante, nos gusta contemplar el arte por el puro placer de hacerlo, y apreciarlo con independencia del conocimiento que tengamos sobre su contexto. Una tarde de domingo paseando por una galería de arte puede resultar una experiencia muy personal, estéticamente placentera, que nos hace sentir bien.

Mi objetivo en este breve volumen sobre el arte es explorar nuestra manera de mirar el arte e intentar averiguar qué es lo que ven los demás al contemplar el mismo objeto. Así, indagaremos en ciertos hilos comunes entre ejemplos de arte producidos en zonas geográficas diversas y veremos que el arte opera de manera similar en los diferentes períodos históricos. Estos temas nos permitirán analizar el arte y sus diversos significados.

El análisis simultáneo de diversas obras de arte provenientes de distintos rincones del planeta nos permitirá distanciarnos de aquellas narrativas que analizan el arte no occidental según estándares occidentales. Así, por ejemplo, podemos caer en la tentación de calificar el arte africano o el chamánico de “primitivos”; es decir, concebidos a partir de una sensibilidad ingenua. Por el contrario, cuando hablamos del movimiento artístico de finales del siglo XIX y principios del XX conocido como primitivismo, asumimos que estos artistas beben de las denominadas “fuentes primitivas”, aunque, sin embargo, otorgamos a su arte un “valor” añadido, al tratarse de obras producidas de manera consciente por la cultura occidental para que resulten atractivas a la sensibilidad intelectual de Occidente; es decir, como un avance respecto a su inspiración “primitiva”. Así pues, el concepto de progreso pasa a ser esencial en este relato.

Del hombre de las cavernas a Picasso

La estructura temática de este libro nos permitirá entablar un debate acerca de estos temas y hacerlo al margen de los estudios habituales sobre el arte, que suelen girar en torno a la figura del gran artista y la noción de progreso. Estos amplios barridos cronológicos son lo que a veces los historiadores del arte denominan “del hombre de las cavernas a Picasso”, una cuestión que abordaremos más adelante. He utilizado a propósito esta conocida frase porque tipifica la idea del arte occidental del siglo XX como el apogeo del progreso y la sofisticación. Sin embargo, desde los tiempos de Pablo Picasso (1881-1973), el arte ha seguido su curso, poniendo de manifiesto el problema del progreso constante que se desarrolla en el ámbito, o, más bien, en cualquier ámbito; el punto final, el momento en que se escribe la historia, no está fijado, sino que, por el contrario, queda subsumido en el relato a medida que avanza el tiempo.

Los estudios generales son el puntal sobre el que se apoyan tanto la exposición museística como las diferentes historias del arte. Estos estudios se actualizan a menudo, añadiendo capítulos a sus nuevas ediciones, y esta manera de hacer influye en el modo de exponer el arte y en lo que pensamos sobre él. Así, cuando entramos en una galería de arte, no nos sorprende encontrar la colección presentada al público de manera cronológica. Para comprobarlo, realizaremos una rápida visita virtual por un museo de arte “occidental”. Aunque los ejemplos que he escogido puedan resultar provocadores, mi intención no es otra que poner de relieve cómo percibimos el arte, cómo está expuesto y qué se nos hace ver cuando lo contemplamos.

Es probable que en nuestro museo virtual pasemos por unas cuantas salas dedicadas al arte prehistórico —a veces denominado “primitivo”—, donde no resulta extraño encontrar arte de todos los confines del mundo, clasificado y expuesto según geografías específicas más que en función de períodos temporales; así, Oceanía, Asia y Oriente Próximo son nombres que nos resultan familiares cuando hablamos de este tipo de arte. La narración “principal” prosigue con las estilizadas formas humanas y animales del arte egipcio y mesopotámico, como podemos observar, por ejemplo, en el Relieve de Nebhepetra Mentuhotep II (hacia 2051-2000 a. C., fig. 1) del Metropolitan Museum of Art de Nueva York.

1. Relieve de Nebhepetra Mentuhotep II (detalle), Reino Medio, dinastía XI, hacia 2051-2000 a. C.

Después, se nos presentaría el naturalismo de la Antigua Grecia como un avance hacia la representación realista del mundo tal como lo percibimos. Las perfectas proporciones que encontramos en las esculturas del atleta griego o del dios mitológico del período clásico encuentran eco en las de sus descendientes romanos. El Apolo Belvedere (hacia 120 d. C., fig. 2) es un ejemplo representativo de este tipo de escultura. Esta copia romana de un original griego en bronce (350-325 a. C.), de 2,24 metros de altura y descubierta en Italia durante el Renacimiento, fue considerada ya en el mundo antiguo como una de las obras más perfectas jamás realizadas y ha ejercido una influencia considerable sobre el arte occidental.

2. Apolo Belvedere, Antigüedad romana, hacia 120 d. C.

La narración llega después al arte bizantino y medieval, una especie de paso atrás en nuestra marcha hacia la representación rigurosa del mundo. La patente falta de interés por el naturalismo de estos estilos provoca que las piedras preciosas y los metales —sobre todo, el oro— se conviertan en expresiones de riqueza y devoción. La Madonna Nicopeia de la basílica de San Marcos en Venecia (fig. 3) ejemplifica este tipo de imágenes. Este icono bizantino, que data del siglo XII, se ha conservado intacto hasta finales del siglo XX, a pesar de que entonces muchas de las joyas que adornaban el marco y la propia imagen fueran robadas, lo que plantea interesantes cuestiones sobre el valor artístico y monetario de las obras de arte.

3. Madonna Nicopeia, hacia el siglo XII

El arte del Renacimiento redescubrió la naturaleza y a partir de entonces asistimos a variadas manifestaciones y representaciones de la forma humana, la luz y la naturaleza, todas ellas, por descontado, puro artificio. Esta perspectiva occidental se prolonga entre los siglos XVI y XVIII, durante los cuales la retratística y la pintura histórica y de género resisten como contrapuntos seculares al arte religioso de la Iglesia católica. En todas estas obras de arte, la representación de la figura humana es un elemento clave. Ya en el siglo XIX, en Europa y América asistimos a la ocultación de la superficie pictórica a medida que las pinceladas y la propia pintura se hacen cada vez más patentes —o dejan de estar escondidas—, como podemos apreciar en la obra Joven en un diván (hacia 1885, fig. 4) de Berthe Morisot (1841-1895), que también nos muestra cómo un artista puede involucrar al espectador en su obra de manera casual. El sujeto anónimo de este cuadro nos observa con una expresión facial que la técnica pictórica de Morisot vuelve aún más enigmática, si cabe. Apenas se sugieren las pinceladas, lo que nos obliga a recurrir a nuestra imaginación para “unir los puntos” y completar la imagen. A finales del siglo XIX, empezamos a dejar atrás el arte figurativo en obras que nos ofrecen ideas conceptuales y nociones abstractas de nuestro propio mundo. Nuestra visita ficticia, que en este ejemplo ponía el énfasis en la forma humana, es, de hecho, tan solo una manera de contemplar el arte, utilizando como herramienta la cronología. Mi intención en este volumen es presentar una perspectiva diferente sobre la relación entre el arte y el tiempo, y también sobre nuestro encuentro con el arte y nuestra experiencia de él; es decir, sobre cómo se nos presentan los objetos físicos y qué les aportamos en tanto que espectadores.

4. Berthe Morisot, Joven en un diván, hacia 1885

El arte a través del tiempo puede ser analizado, de palabra o por escrito, y presentado al espectador en galerías y museos, de maneras variadas que influyen en nuestra percepción del mismo y de su función. Podemos disfrutar del arte a través de la apreciación, la crítica y la historia del arte, todos ellos enfoques diversos que nos permiten comprenderlo, experimentarlo y percibirlo. La historia del arte aporta una dimensión histórica a los aspectos relativos a la apreciación del arte —lo que podríamos llamar el “disfrute estético”— y a la crítica de arte. Sin embargo, este relato histórico lleva implícita la cronología y, con ella, la idea de progreso a lo largo del tiempo. Nuestros libros de historia están llenos de acontecimientos pasados que se nos presentan como parte de un movimiento continuo en busca de las mejoras sucesivas, o bien como historias sobre grandes hombres o grandes períodos claramente diferenciados entre sí, como el Renacimiento italiano o la Ilustración. Por tanto, nuestros juicios sobre el arte y nuestra percepción del mismo están influidos por cómo se narra la historia. Cuando se fusionan dos facetas independientes, como son el arte y las fuerzas de la historia, vemos cómo esta última reorganiza la experiencia visual. Esto nos lleva a dar por sentado que la única historia del arte válida es aquella que está escrita tomando como punto de partida a los artistas —por regla general, considerados “grandes hombres”— o los estilos artísticos de las grandes épocas históricas. Asimismo, es posible que, animados por cómo se expone el arte en muchos museos y galerías, intentemos rastrear los cambios o los avances estilísticos basándonos en nuestros conocimientos sobre lo sucedido tras la creación de alguna obra o tras el surgimiento de algún movimiento artístico en particular. Como nos ha demostrado la visita a nuestro museo virtual, es posible trazar una historia de la forma artística a partir de, por ejemplo, representaciones del cuerpo humano, recurriendo a juicios sobre el naturalismo, el realismo y la abstracción. También podríamos hacerlo a partir de otras formas de representación como, por ejemplo, las que constituyen el punto de partida de este libro: los toros.

El hombre de las cavernas y Picasso

Me gustaría comenzar con dos historias acaecidas en la Francia de la década de 1940 y que, de hecho, servirán de planteamiento a gran parte de las cuestiones que trataremos en este libro. Las pinturas realizadas en las paredes de las cuevas de Lascaux son una de las formas más tempranas de arte que se conocen. Estas enigmáticas representaciones de formas animales, humanas y abstractas, creadas hace más de 17.000 años, siguen siendo unos objetos fascinantes aún hoy en día. No sabemos qué significado tenían para quienes las realizaron o por qué su número es tan elevado, casi 2.000 en total. Las imágenes están pintadas directamente sobre las paredes de roca con pigmentos minerales, aunque algunas también presentan incisiones en la piedra. Las pinturas no contienen ninguna imagen del entorno paisajístico ni de la vegetación de la época; esta ausencia total de contexto puede resultar sorprendente para el espectador contemporáneo. Además, las representaciones de los diversos animales están plasmadas a escalas diferentes, lo que hace que la panoplia de imágenes resulte aún más enigmática.

Para entender las imágenes y el espacio en el que se exhiben, intentamos cartografiarlas sobre nuestras propias experiencias y conocimientos, para dar así sentido a un mundo en desorden. Vemos animales que tal vez forman parte de una escena de caza. ¿Son ofrendas votivas de aquellos (hombres) a punto de partir en busca de su próximo alimento, o bien estos primeros artistas eran en realidad mujeres que decoraban la caverna mientras esperaban a que los hombres regresaran a casa con el bisonte muerto? Las cuevas están formadas por una serie de espacios a los que en la actualidad nos referimos como si se tratasen de las estancias de un edificio europeo. La sala de los toros, el pasillo, el pozo, la nave, el ábside y la cámara de los felinos son nombres que sugieren una arquitectura doméstica y religiosa, pero no son más que proyecciones de nuestro mundo sobre un pasado que no nos resulta familiar.

El conjunto de cuevas fue abierto al público en 1948. Tan solo siete años más tarde, las pinturas ya presentaban daños debido al dióxido de carbono producido por los cientos de visitantes que cada día pasaban ante ellas. En 1963, Lascaux se cerró al público para que pudieran restaurarse las pinturas. Desafortunadamente, una plaga de hongos afecta desde entonces a las cuevas, poniendo en peligro las pinturas. Hoy los turistas hacen cola para visitar Lascaux II, una réplica parcial de las cuevas inaugurada en 1983 y que incluye la gran sala de los toros (fig. 5). Aunque también existen reproducciones de las pinturas de Lascaux en el Centro de Arte Prehistórico de la vecina población de Le Thot, mi interés se centra en Lascaux II, la reproducción fidedigna de las cuevas, que plantea cuestiones sobre la originalidad de las obras de arte o, más bien, sobre lo que estamos dispuestos a aceptar como auténtico. La experiencia de Lascaux II me lleva a preguntarme por el modo en que los espacios en los que encontramos estas copias influyen en nuestra percepción de las mismas. Si las copias de las imágenes colgasen enmarcadas de los muros de una galería, o si Lascaux II estuviese en Las Vegas —en lugar de encontrarse a tan solo 200 metros del original—, ¿las veríamos con distintos ojos? Volveremos más adelante sobre esta cuestión.

5. Pintura rupestre de Lascaux

Las cuevas de Lascaux fueron descubiertas en 1940. Tan solo dos años más tarde, el artista malagueño Pablo Picasso creó la que algunos consideran una obra tan impresionante como las de las cuevas: una Cabeza de toro (1942, fig. 06) formada por el sillín y el manillar de una bicicleta. Este tipo de artefacto es conocido como objet trouvé; es decir, una obra de arte hecha con objetos encontrados. Cabeza de toro opera de manera similar a las pinturas murales de Lascaux: ambas están realizadas con materiales cotidianos —piezas de una bicicleta, roca y pigmentos—, pero, para dar sentido a la obra de Picasso, los espectadores vemos en ella una cabeza de toro; dudo, sin embargo, que el espectador dé por sentado que el artista estuviera preparándose para salir de caza. El crítico de arte Roland Penrose (1900-1984), amigo de Picasso, describía esta obra como el descubrimiento más famoso del artista, una metamorfosis sencilla, aunque “asombrosamente completa”.

6. Pablo Picasso, Cabeza de toro, 1942

Conocemos también la opinión de Picasso sobre su propia obra; en 1943 se la describía al fotógrafo George Brassaï (1899-1984) con estas palabras:

Adivina cómo hice la cabeza de toro. Un día, entre un amasijo de objetos, encontré el asiento de una bicicleta vieja junto a un manillar oxidado. En un santiamén, quedaron ensamblados en mi mente. La idea de la cabeza de toro se me apareció antes incluso de poder llegar a pensarlo. Me limité a soldar las piezas entre sí […]. Si solo pudiésemos ver una cabeza de toro, pero no el sillín ni el manillar que la forman, la escultura perdería parte de su efecto.

Como era de esperar, la obra causó impresión. En 1944 fue expuesta en el Salón de Otoño de París y provocó tal conmoción que los visitantes, ofendidos, protestaron vehementemente, obligando a retirarla de la sala. Aunque el arte y el escándalo son compañeros habituales de cama, me pregunto si quienes se sintieron molestos con la obra de Picasso mirarían con ojos maravillados las imágenes descubiertas hacía poco en las paredes de Lascaux. En ellas, el significado de las marcas sobre la piedra —toros incluidos— depende de que las percibamos como representaciones del mundo natural, algo a lo que solemos prestarnos gustosos. De hecho, las especies que aparecen representadas en las cuevas han sido identificadas y autentificadas como animales que poblaron la región durante el período en que se realizaron las pinturas. En el sillín y el manillar de bicicleta de Picasso también vemos un toro, pero en este caso el acto de prestidigitación del artista resulta visible, y por eso somos conscientes de los materiales empleados por Picasso. Aunque sabemos que Picasso veía en su obra tanto el toro como la bicicleta, y que quería que nosotros viésemos lo mismo, tal vez nos sentimos más cómodos intentando ver lo que creemos que veían los hombres de las cavernas. Nos resulta más agradable pensar que no estamos siendo manipulados, que no se nos “hace ver”, cuando, de hecho, eso es exactamente lo que sucede con el pigmento mineral sobre piedra que evoca las formas de un toro. Picasso y los hombres de las cavernas nos ayudan así a derribar las dimensiones del tiempo y del espacio en que solemos encontrarnos con el arte, y a pensar en diferentes enfoques para entenderlo.

Esto me lleva a la segunda cuestión: cómo se produce nuestro encuentro con el arte y qué efecto tiene sobre cómo lo percibimos. Volvamos a las cuevas de Lascaux, donde los espacios reciben nombres más propios de un edificio europeo y, por tanto, más familiares para el espectador. Es el mismo sentimiento de familiaridad que encontramos en las salas de una galería de arte. No importa lo innovadora que sea la forma arquitectónica externa de museos y galerías: sus interiores se prestan poco a la sorpresa. Las paredes lisas, las proporciones regulares y la iluminación cenital cumplen con nuestras expectativas de lo que se conoce como el “cubo blanco”. Sin embargo, estos espacios pueden, de hecho, llegar a dislocar el arte del que en origen fuese su contexto cultural y temporal, y eso afecta a nuestra percepción. Ciertamente, la mayor parte del arte moderno y contemporáneo se siente como en casa en estos espacios; es como si no estuviese destinado a una ubicación concreta. Los espacios interiores y exteriores de la galería, por su parte, plantean estimulantes retos y oportunidades a los artistas, como descubriremos más adelante.

En muchos museos y galerías, los artefactos aparecen disociados de su función o propósito original. Así, por ejemplo, nuestro interés se centra en un retablo cristiano como ejemplo de la obra de un determinado artista o estilo, no como una imagen devocional. De hecho, rara vez podemos ver un retablo completo —que incluya el panel central, los laterales y la predela—, ya que, a menudo, sus diversas partes se han vendido como obras independientes y no como fragmentos de una obra conjunta, quedando dispersas entre diferentes colecciones o incluso entre diferentes continentes. La portabilidad de las obras de arte y su discurrir por colecciones y países influyen en cómo se ordena y se presenta el arte occidental en el museo, donde vemos obras que carecen del contexto de su ubicación original y se exhiben como parte de un conjunto que pone el acento, por ejemplo, en el medio, en el período estilístico o en el artista.

Cuando contemplamos una obra de arte occidental, se nos suele animar a que nos preguntemos sobre el concepto de genio, sobre todo si se trata de artistas masculinos. Si nos preguntan el nombre de algún artista famoso, a muchos de nosotros nos vendrá a la mente Leonardo da Vinci (1452-1519), no en vano es el autor de uno de los cuadros más famosos del mundo, La Mona Lisa o La Gioconda (1503-1517, fig. 7). Sería negligente por mi parte, pues, no mencionarlo en este libro, ni que sea de paso. Las multitudes que se agolpan frente al cristal a prueba de balas intentando vislumbrar su obra por un instante son prueba fehaciente de la fama del artista y de la de su pintura. Quizá por desconocimiento del deterioro que la exhibición pública causó en Lascaux, muchos de estos visitantes se saltan las normas y sacan fotos de La Mona Lisa, pese a los carteles que, colocados en lugares destacados, avisan de que los fogonazos de las cámaras pueden degradar los pigmentos de la pintura. Algunos incluso dan saltos, intentando robar una instantánea por encima de las cabezas del gentío que se arremolina por delante de ellos. La imagen de la mujer desconocida y su enigmática sonrisa ha alcanzado una especie de estatus de culto. Aunque desconozco qué pretendía hacernos ver Leonardo da Vinci cuando la pintó, creo que le sorprendería ver nuestra reacción frente al retrato y a cómo este se muestra en el museo, por no hablar del repertorio de llaveros, alfombrillas para el ratón del ordenador y tazas para el café que se venden en la tienda del Museo del Louvre. Esta reproducción en masa de souvenirs con la imagen de La Gioconda no ha hecho otra cosa que incrementar el aura y la fama de la obra original. Si logramos fotografiar La Mona Lisa, esta se convertirá, en cierto modo, en algo nuestro; sin embargo, al hacerlo corremos el riesgo de que su sonrisa se desvanezca para siempre.

7. Leonardo da Vinci, La Mona Lisa, 1503-1517

Mecenas y artistas

De hecho, son pocos los cuadros que se conservan de Leonardo da Vinci, que también fue inventor, científico y arquitecto y que nos ofrece uno de los ejemplos más tempranos del concepto del “hombre del Renacimiento”. En este sentido, me gustaría hablar del particular rompecabezas histórico del arte que plantea la relación entre los mecenas y los artistas. Mi historia sobre Leonardo da Vinci se centra en su obra La Virgen de las rocas