Eres única - Rachel Bailey - E-Book

Eres única E-Book

Rachel Bailey

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Beschreibung

Cuando el amor surge en medio de una crisis Matthew Kincaid siempre había conseguido con dinero lo que había querido. Sin embargo, lo que su hijo necesitaba era algo que ni todos los millones que había amasado podían comprar. La única esperanza del apuesto y rico viudo era la madre de alquiler que había traído a su hijo al mundo, Susannah Parrish. Susannah no se lo pensó dos veces cuando Matthew le pidió ayuda: la vida del pequeño Flynn estaba en juego. Lo que ninguno de los dos esperaba era la ardiente pasión que surgió entre ambos cuando Susannah se fue a vivir a casa de Matthew. ¿Sería el amor verdadero que los dos habían soñado?

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Editados por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2012 Harlequin Books S.A. Todos los derechos reservados.

ERES ÚNICA, N.º 90 - febrero 2013

Título original: What Happens in Charleston...

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Publicada en español en 2013

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-687-2645-8

Editor responsable: Luis Pugni

Conversión ebook: MT Color & Diseño

www.mtcolor.es

Capítulo uno

Matthew Kincaid observaba a su hijo a través del cristal de la puerta de la habitación que les habían asignado en el hospital. El pequeño Flynn, de tres años, estaba sentado en la cama con el cabello rubio oscuro despeinado. Dos de sus tías, Lily y Laurel, estaban con él, cada una sentada en una silla a uno y otro lado de la cama, charlando y jugando con él.

Desde la muerte de su esposa un año atrás, toda la familia se había portado de maravilla con ellos, arropándolos y dándoles todo su cariño y apoyo, pero por desgracia ni su amor ni la fortuna que los Kincaid habían amasado durante tres generaciones con el negocio familiar les servirían de mucho.

A pesar de la palidez de Flynn, y de las ojeras que tenía, quien no supiera por qué estaba ingresado difícilmente podría imaginar lo delicado que era su estado de salud. Sus tías incluso habían tenido que pasar por un proceso de descontaminación antes de que les permitieran entrar en la habitación, para evitar que su debilitado sistema inmunológico pudiera ser atacado por algún germen.

Mientras veía a Lily enseñándole a Flynn un juego de manos, se le hizo un nudo en la garganta. Acababa de llegar de una reunión con los médicos que le habían expuesto de la manera más sencilla posible la preocupante situación: el cuerpo de Flynn todavía estaba luchando por recuperarse de la anemia aplásica que había sufrido, y si los resultados de los análisis de sangre no mejoraban con los tratamientos a los que le estaban sometiendo, tendrían que recurrir a otras opciones más drásticas, como un trasplante de médula ósea.

Matt sintió una punzada en el pecho de solo pensarlo. Flynn era solo un niño... que tuviera que pasar por una operación así siendo tan pequeño... Y eso dando por hecho que pudiesen encontrar a un donante compatible. Lo ideal sería que el donante fuese un hermano, pero no tenía más hijos. La segunda mejor opción era que el donante fuese él, su padre, pero los médicos le habían dicho que por su alergia a la penicilina solo recurrirían a esa posibilidad como último recurso. Los antibióticos eran la única esperanza de Flynn si surgía una infección, y no querían arriesgarse a la posibilidad de que Flynn también desarrollase esa alergia.

Matt lo comprendía, pero se sentía impotente; querría poder hacer algo por su hijo; lo que fuera. No soportaba la idea de no poder ayudar a su hijo cuando más lo necesitaba.

Sabía que su hermano y sus hermanas insistirían en que les hicieran pruebas para ver si podían ser donantes, y él se lo agradecería, pero los médicos se habían mostrado pesimistas ante esa remota posibilidad.

Y eso solo le dejaba una opción; solo había otra persona cuya médula ósea era compatible con la de Flynn: su madre biológica.

Apretó el teléfono en la mano, miró una última vez al pequeño, que seguía jugando con sus tías, y se alejó por el pasillo para encontrar un sitio donde poder tener un poco de intimidad para llamar.

Susannah miró su reloj de pulsera y alargó la mano para tomar los folios que había terminado de escupir la impresora. Solo faltaban doce minutos para la reunión, pero la sala de juntas estaba al final del pasillo, así que llegaría a tiempo. Se había quedado haciendo horas extra toda la semana, trabajando en el nuevo plan de relaciones públicas para renovar la imagen del banco, y estaba bastante segura de que le encantaría a los directivos. De los proyectos que les habían encomendado hasta la fecha a Susannah y su equipo, aquel era el más importante.

En ese momento le sonó el móvil, y lo abrió para contestar mientras se ponía la chaqueta.

–Susannah Parrish –respondió, paseando la mirada por la mesa para asegurarse de que no le faltaba nada para la presentación.

–Buenos días, Susannah –dijo un hombre al otro lado de la línea. Por el tono de su voz parecía tenso–. Soy Matthew Kincaid.

Al oír aquel nombre se quedó quieta y sintió una punzada en el pecho. Matthew Kincaid... El marido de Grace Kincaid, la mujer a la que le había entregado su hijo recién nacido. De pronto la asaltaron los recuerdos de aquel día, echando abajo el muro que había levantado en torno a su corazón para mantenerlo a raya.

Los recuerdos de esas pocas horas que había pasado con su bebé, como el calor de su cuerpecito y la suavidad de su piel. Esas horas habían sido solo tiempo robado al tiempo antes de entregárselo a aquel matrimonio para salvar a su madre de la ruina.

Volvió al presente y respondió en un murmullo, con el corazón encogido:

–El niño... ¿Le ha pasado algo al niño?

No podían estar llamándola por ningún otro motivo.

Matthew Kincaid aspiró tembloroso.

–Está enfermo.

–¿Enfermo? –repitió ella.

El estómago le dio un vuelco. El pequeño apenas habría cumplido los tres años hacía un par de meses. Dejó sobre la mesa la carpeta que tenía en la mano y se sentó.

–¿Qué le pasa?

Aunque para sus adentros estaba rogando por que no fuera nada grave, la lógica le decía que Matthew Kincaid no la llamaría por un simple resfriado.

–Todo empezó cuando le entró un virus –explicó Matthew con voz ronca–, y no se ha recuperado como cabría esperar.

A Susannah se le hizo casi insoportable la idea de que el bebé al que había llevado en su vientre estuviese sufriendo.

–¿Y hay algo que yo pueda hacer para ayudar?

–Es posible que necesite un trasplante de médula. Lo ideal en estos casos es que el donante sea un hermano o uno de los dos padres, pero no es posible, así que... –Matthew hizo una pausa y se aclaró la garganta antes de continuar–. En fin, estoy seguro de que mi hermano y mis hermanas querrán ayudar, pero las posibilidades de que sean donantes compatibles son...

–¿Cuándo necesitas que vaya? –lo interrumpió Susannah. No necesitaba pensarlo; haría lo que fuera por el pequeño.

–Vas a venir... –murmuró él, y en su voz Susannah oyó un profundo alivio.

–Pues claro. ¿Cuándo quieres que vaya? –volvió a preguntarle ella.

–Bueno, todavía no es definitivo que vaya a necesitar ese trasplante, pero los médicos quieren hacer las pruebas de compatibilidad para estar preparados –le explicó Matthew. Vaciló un instante antes de añadir–: En fin, el caso es que si pudieras venir lo antes posible te estaría muy agradecido.

Susannah se mordió el labio. Le debían días libres y su ayudante estaba al corriente de todo y podría cubrirla. Tomarse unos días sin haberlo notificado con la debida antelación podría hacerle perder enteros ante su jefe, pero si aquel pequeño la necesitaba no iba a amilanarse por eso. Haría la presentación, dejaría todo en manos de su ayudante y tomaría un vuelo esa misma tarde.

–¿Todavía vives en Charleston? –le preguntó a Matthew, sacando un parte de vacaciones.

–Sí. ¿Tú no?

–No, ahora vivo en Georgia. Haré los preparativos y saldré para allá esta tarde.

–Si quieres podríamos averiguar si podrían hacerte la prueba ahí en Georgia aunque preferiría que estuvieras aquí por si Flynn se pone mal y hay que hacer el trasplante.

–Lo comprendo –respondió ella. Además, sería incapaz de concentrarse en nada si se quedaba allí a esperar los resultados–. ¿En qué hospital está?

–Saint Andrew, pero si me envías los datos de tu vuelo iré a recogerte al aeropuerto.

–De acuerdo –contestó ella mientras salía por la puerta. Se pasaría por el despacho de su jefe para dejarle el parte antes de ir a la sala de juntas.

–Estupendo. Y... Susannah, gracias –dijo Matthew con la voz ronca por la emoción.

Varias horas después Susannah cruzaba con su maleta la puerta de desembarque del aeropuerto de Charleston. Vio a Matthew Kincaid casi al instante. Con su metro ochenta, y ese cuerpo de nadador enfundado en un traje de ejecutivo azul oscuro, destacaba entre la muchedumbre. Lo recordaba con claridad del encuentro que había tenido con su esposa Grace y con él para firmar el contrato por el que se comprometía a hacer de vientre de alquiler para que pudieran tener el hijo que tanto ansiaban. En ese momento, como entonces, se quedó sin aliento al verlo.

Cuando la vio acercarse Matthew la saludó con un breve asentimiento y alargó el brazo para tomar su maleta.

–Te agradezco que hayas venido tan rápido.

Fueron en silencio hasta el coche. Ella tenía demasiadas preguntas y no sabía por dónde empezar, y Matthew parecía abstraído en sus pensamientos. Durante el embarazo había tenido mucho más contacto con su esposa, Grace. Quizá sería mejor esperar y hacerle a ella esas preguntas.

Alzó la vista hacia el cielo azul de Charleston. Llevaba tres años viviendo en Georgia, pero había nacido en Charleston, había crecido allí, y siempre sería su hogar.

Cuando se hubieron sentado en el coche, le preguntó a Matthew:

–¿Está Grace ahora con Flynn?

Matthew se estremeció, y se quedó muy quieto. Su pecho subía y bajaba, y sus ojos, ocultos tras las gafas de sol, estaban fijos en el parabrisas. Ni siquiera se volvió hacia ella cuando respondió.

–Mi madre está con él. Dos de mis hermanas estuvieron allí esta mañana, pero mi madre tomó el relevo para que se fueran a almorzar –apretó la mandíbula–. Grace murió hace un año.

Susannah se llevó una mano a la boca para ahogar el gemido que escapó de su garganta.

–¿Cómo...? –comenzó a preguntar, pero no acabó la frase.

–El avión en el que viajaba se estrelló –contestó él, aún sin girarse ni poner en marcha el coche.

–Cuánto lo siento, Matthew...

Siempre había pensado que eran la pareja perfecta, un matrimonio con el mundo a sus pies: los dos guapos, dos personas con éxito y enamorados. Resultaba cruel que la muerte los hubiese separado tan pronto.

–No lo sientas; no tuviste tú la culpa de que muriera.

Por su respuesta, Susannah tuvo la impresión de que culpaba a alguien por la muerte de su esposa.

Se sentó en el asiento del copiloto y se centró en el asunto que los ocupaba:

–Cuéntame qué le ocurre a Flynn.

Matthew tamborileó en el volante con los dedos.

–Tuvo una infección vírica. Al principio creía que era simplemente una pequeña gripe, nada fuera de lo normal.

–¿Pero...? –inquirió ella cuando Matthew se quedó callado.

Matthew se frotó la sien con el pulgar.

–No acababa de ponerse bien. Lo veía cansado, soñoliento todo el tiempo... Cuando lo llevé al médico le hicieron unos análisis y descubrieron que tenía bajo el número de glóbulos blancos en sangre. No era algo exagerado, pero cuando volvieron a hacerle otro análisis había descendido aún más. Los médicos dijeron que esperaban que fuera solo un problema transitorio, que su médula ósea volvería a producirlos... –apretó los labios–. Pero no ha sido así.

–¿Han probado con otros tratamientos? –inquirió ella.

Matthew asintió.

–Hasta el momento ninguno ha dado mucho resultado. Como te decía antes, la mayor probabilidad de compatibilidad en donantes de médula se da con un hermano y después con los padres. A partir de ahí las probabilidades se reducen.

–Y ahí es donde entro yo.

–Exacto –Matthew se quitó las gafas y se volvió hacia ella–. Flynn no tiene hermanos y los médicos han preferido dejarme a mí como último recurso por mi alergia a la penicilina.

–Así que yo, como madre biológica, tal vez podría ser compatible –murmuró ella, sintiéndose extraña.

Matthew apretó la mandíbula y suspiró.

–Dadas las circunstancias, supongo que fue una suerte que los óvulos de Grace no fueran viables y tuviéramos que recurrir a ti.

Susannah tragó saliva. Sabía que a Grace la había destrozado el enterarse de que no solo no podía concebir, sino que además no podrían utilizar sus óvulos. Le había ofrecido más dinero si permitía que la inseminasen con esperma de Matthew, pero no había sido ese dinero extra lo que había hecho que Susannah accediese. Ella misma había perdido un bebé siendo más joven, y sabía lo precioso que era el don de la vida.

Matthew se aclaró la garganta.

–Hay una cosa más.

Algo en el tono de su voz inquietó a Susannah.

–¿Es que hay algún otro problema con Flynn?

–No es eso. Mi familia, y también los padres de Grace, creen que aunque recurrimos a un vientre de alquiler... Lo que quiero decir es que creen que Grace era... –apretó la mandíbula–. Grace quería que la gente pensara que era su bebé.

A Susannah, que sabía lo mucho que Grace ansiaba ser madre, no le sorprendió que no hubiera querido que los demás lo supieran.

–No pasa nada; lo entiendo.

Matthew frunció ligeramente las oscuras cejas, y sus ojos verdes buscaron los de ella.

–No era nuestra intención molestarte –le dijo con sinceridad.

–Tranquilo; no me molesta –respondió ella con una sonrisa–. No soy parte de la vida de ese niño, y Grace deseaba tanto tener un hijo...

–Sí, es cierto –murmuró él, con un pesar que hizo que a Susannah se le encogiese el corazón.

Se quedó mirando en silencio a aquel hombre que estaba criando solo al niño al que ella había traído al mundo. Sus anchos hombros estaban tan rígidos como si hubiesen sido esculpidos en mármol. Habría querido rodearlo con sus brazos para reconfortarlo, pero en vez de eso entrelazó las manos sobre el regazo.

–De verdad que no estoy molesta, Matthew. Os entregué ese bebé a Grace y a ti de corazón porque sabía que le daríais todo vuestro cariño. No tienes que darme ninguna explicación sobre las decisiones que tomasteis.

–Me alivia que lo veas así, porque hay algo que quería pedirte –Matthew inspiró profundamente–. Si te cruzas con algún miembro de mi familia te encontrarás con que pueden ser bastante... curiosos. Si te preguntaran... quiero que guardes el secreto de Grace.

Susannah no quería mentirles ni ocultarles que era la madre biológica del pequeño, pero comprendía los motivos de Matthew; lo último que necesitaba Flynn en esos momentos era inestabilidad, o confusión.

–Por supuesto –respondió esbozando una sonrisa para que supiera que podía contar con ella.

Su respuesta pareció aliviar un poco la tensión de Matthew, y una sonrisa triste pero agradecida asomó a sus labios. Volvió a ponerse las gafas y giró la llave en el contacto para poner el coche en marcha.

Susannah se sentía mal por la angustia que había visto en sus ojos, pero se obligó a girar la cabeza hacia la ventanilla. Estaba allí para ayudar al chico, no a su padre. Bastante complicada era ya la situación como para complicarla aún más.

Ya estaba oscureciendo fuera cuando Susannah se dirigía por el pasillo del hospital hacia la habitación de Flynn. Matthew le había dicho que lo encontraría allí cuando acabase de hacerse las pruebas de compatibilidad como posible donante.

Al llegar a la puerta se detuvo y se quedó mirando unos instantes a padre e hijo a través del cristal. Sentado en una silla junto a la cama en la que yacía su hijo, Matthew parecía un hombre distinto. Sus facciones, más relajadas, le otorgaban un aspecto más amable, y sus sonrisas eran más sinceras. El corazón le latía de pronto más deprisa, y se encontró con que no podía apartar la vista.

El pequeño estaba girado hacia su padre, así que no podía verle la cara, solo el cabello revuelto y los bracitos extendidos hacia Matthew.

Cuando alzó la mirada y la vio, la tensión pareció volver a apoderarse de su cuerpo hasta el punto de que la sonrisa que había en sus labios se tornó rígida. Le dijo algo al pequeño antes de levantarse y señalarle a ella la pared opuesta. Susannah vio que había una puerta y comprendió que Matthew estaba indicándole que se reuniría con ella en la habitación contigua. La habitación era una especie de antesala con un lavabo, había estanterías con batines de hospital doblados junto a unas cajas con mascarillas y otras cosas.

La puerta lateral se abrió y por ella salió Matthew.

–Como tiene bajas las defensas hay que lavarse las manos y los antebrazos y ponerse un batín antes de entrar en la habitación –le explicó antes de que ella pudiera siquiera preguntar. La preocupación debió traslucirse en su rostro porque Matthew encogió un hombro y añadió–: Por lo menos no hace falta que usemos mascarilla como con la niñita que está en la habitación de enfrente.

A través del cristal de la puerta Susannah miró a Flynn, acurrucado en la cama hablando con un osito de peluche.

–Se le ve tan pequeño, tan vulnerable... No es justo que tenga que pasar por algo así –murmuró.

Matthew no contestó, pero por el rabillo del ojo lo vio contraer el rostro. Debía ser muy frustrante para él ver sufrir a su hijo y no poder hacer nada. Sus dedos rozaron el esparadrapo y el algodón que le habían puesto en el antebrazo después de sacarle sangre, y rogó por que sirviera de donante si Flynn necesitase ese trasplante.

–La mujer que me ha hecho las pruebas me ha dicho que intentarán tener los resultados lo antes posible –le dijo a Matthew.

Él asintió y permaneció a su lado un buen rato en silencio, mirando a su hijo de tres años, que estaba teniendo lo que parecía una solemne conversación con su osito.

A Susannah se le hizo un nudo en la garganta.

–¿Quieres conocerlo? –le preguntó Matthew.

Susannah sintió que un cosquilleo de excitación en el pecho. Cuando le había entregado el bebé a Matthew y a Grace no había esperado volver a verlo, pero allí estaba.

–Gracias; me encantaría.

Capítulo dos

Susannah entró vacilante en la habitación después de Matthew. Flynn parecía tan pequeño sentado en la cama con su pijama estampado con dibujos de osos de peluche... Tenía una vía en la manita, y aunque en ese momento no tenía conectado ningún tubo, se le encogió el corazón al verlo.

El pequeño alzó la pálida carita y extendió los brazos hacia Matthew.

–¡Papiiii!

Matthew se inclinó para darle un fuerte abrazo y un beso en la mejilla.

–¿Ves como no he tardado nada en volver? –le dijo con cariño.

Los ojos de Flynn se posaron en Susannah, que contuvo el aliento. Era como una versión en miniatura de Matthew, con rasgos muy parecidos, pero tenía un hoyuelo en la barbilla igual que el que tenía ella. De pronto se sentía como si el suelo estuviese temblando bajo sus pies.

La había hecho tan feliz haber podido dar a Grace y a Matthew el hijo que ansiaban, y había estado tan decidida a racionalizar sus sentimientos respecto a aquel niño, que nunca se había parado a pensar en que era sangre de su sangre.

Los solemnes ojos azules de Flynn la estudiaron en silencio y le preguntó a su padre en un susurro audible:

–¿Quién es, papá?

A Susannah le robó el corazón en ese instante y tuvo que pestañear para contener las lágrimas.

–Es una amiga mía; se llama Susannah.

–Hola, Flynn –lo saludó ella tras tragar saliva.

–Hola, Suda... –el pequeño frunció el ceño cuando se le trabó la lengua al intentar repetir su nombre–. Suta...

–A lo mejor podríamos probar con un diminutivo –le propuso Matthew a Susannah enarcando una ceja.

Ella no habría sabido decir por qué, pero ese simple gesto hizo que le pareciera aún más guapo y se apresuró a bajar la vista hacia Flynn, decidida a no dejarse llevar por esa atracción. Esbozó una sonrisa y le dijo al chiquillo:

–Bueno, cuando era pequeña mi padre me llamaba Suzi.

–Sudi –dijo Flynn.

Susannah sonrió con dulzura.

–Perfecto.

Matthew la llevó aparte y se inclinó hacia delante para decirle en voz baja al oído.

–Voy a salir un momento; tengo que llamar a la oficina. Seguramente será una conversación tensa y no quiero preocupar a Flynn, que nota esa clase de cosas enseguida.

El fresco olor del aftershave de Matthew la envolvió, distrayéndola momentáneamente de sus palabras. De hecho, aunque sus labios estaban a varios centímetros de su rostro, notaba un cosquilleo en la mejilla, junto a la oreja, como si estuvieran rozándola. Tragó saliva.

–Claro, no hay problema.

–Gracias –Matthew se acercó a la cama y besó en la frente a su hijo antes de decirle en un tono despreocupado–: Tengo que salir un segundo a llamar al tío R. J. pero Suzi se va a quedar contigo. ¿De acuerdo, campeón?

Flynn la miró con esos ojos enormes que tenía y asintió.

Matthew se detuvo al llegar a la puerta y sonrió, aunque era palpable la tensión en esa sonrisa y en su mirada.

–No tardaré.

Cuando se hubo marchado, Susannah miró al pequeño. Sintió un fuerte impulso de abrazarlo con fuerza, pero se contuvo y, tras tomar asiento en la silla que había junto a la cama, le preguntó:

–Bueno, Flynn ¿qué podríamos hacer para entretenernos? ¿Tienes algún libro divertido?

–Tengo un cuento sobre un osito de peluche –le contestó él, como si estuviesen hablando de un tema muy serio.

–¡Vaya, qué bien, me encantan los ositos de peluche! ¿Te apetece que te lo lea un rato?

El chico asintió y se bajó de la cama para ir a por un gran libro de tapa dura que había en una mesita baja con algunos juguetes y otras cosas. Cuando volvió a subirse a la cama se lo puso a Susannah en el regazo. La portada tenía un bonito y colorido dibujo de unos ositos de peluche.

–Es de mi tía Lily –le dijo Flynn.

Susannah al principio no comprendió, pero luego vio que debajo del nombre de la autora ponía: «Ilustrado por Lily Kincaid».

Flynn había apoyado la espalda en el cabecero de la cama y estaba esperando. Susannah comenzó a leerle la historia, lanzándole miradas furtivas de vez en cuando, y cuando terminó el pequeño le regaló una sonrisa radiante.

–Gracias, Sudi.

El corazón de Susannah pareció detenerse un momento, como aturdido por la belleza de esa sonrisa inocente, y esa vez no pudo reprimir el impulso de abrazarlo y darle un beso en la frente. El cuerpecillo de Flynn se relajó contra el suyo, y los ojos de Susannah se llenaron de lágrimas, pero había cerrado los ojos con fuerza y no dejaría que se escapara ninguna. No necesitaba pasar una eternidad con él; pero iba a atesorar cada segundo de ese momento.

Como no quería que Flynn se sintiese incómodo, inspiró y lo liberó de su abrazo. Sin embargo, el pequeño no se había revuelto en sus brazos, y se quedó mirándola con una expresión curiosa. Susannah le sonrió y le preguntó:

–¿Qué te apetece que hagamos ahora? –miró los juguetes que había sobre la mesita–. ¿Quieres que te lea otro cuento? O también podríamos hacer un puzzle.

Flynn se mordió el labio inferior, como si estuviera pensando.

–Ven, siéntate aquí a mi lado –dijo dando un par de palmadas en el colchón. Cuando ella se hubo sentado junto a él, le preguntó–: ¿Podrías cantarme una canción?

Susannah no cantaba muy bien, pero suponía que a un niño de tres años no le importaría demasiado cómo cantase.

–Pues claro –respondió ella sonriente–. ¿Qué tal Brilla, brilla, linda estrella?

Sin apartar sus ojos de los de ella, Flynn sacudió la cabeza. Por la expresión de su carita parecía que tenía algo en mente, así que Susannah esperó en silencio a que hablara de nuevo.

–¿Conoces a Elvis?

Una sonrisa divertida pugnaba por aflorar a los labios de Susannah, pero Flynn estaba tan serio que la reprimió como pudo.

–Bueno, no en persona, pero conozco sus canciones. ¿Quieres que te cante una?

Flynn asintió.

–¿Alguna en particular?

–Me gustan todas.

Susannah parpadeó sorprendida, preguntándose cuántas canciones de Elvis podía conocer un niño de tres años.

–De acuerdo, está bien.

Repasó mentalmente las canciones de Elvis y decidió probar con Love Me Tender, porque era muy conocida y también sencilla.

En la carita de Flynn se dibujó una sonrisa de oreja a oreja cuando empezó a cantar.

Cuando terminó la primera estrofa, hizo una pausa.

–¿Quieres que siga, o te canto otra?

–Sigue con esa –respondió Flynn–. Tú la cantas bien, Sudi.

–¿Conoces a alguien que no la canta bien?