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Él ha vuelto… multimillonario. ¿Van a revivir el pasado? Romper con Farlan Wilder, su amor de juventud, había sido la decisión más dura que lady Antonia Elgin había tomado en su vida. Ahora, gracias a sus irresponsables padres, no le había quedado más remedio que alquilar su querido hogar, una mansión en las Tierras Altas de Escocia. ¡Pero lo peor era que Farlan iba a hospedarse allí! Farlan, el chico pobre al que Nia había rechazado, se había convertido en un director de cine famoso. No obstante, el reencuentro con Nia le demostró que una cosa no había cambiado, su mutua atracción.
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Seitenzahl: 173
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2021 Louise Fuller
© 2021 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Esclavos del pasado, n.º 2869 - agosto 2021
Título original: The Man She Should Have Married
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales , utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.
Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-1375-912-8
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Si te ha gustado este libro…
NIA ELGIN se apartó del rostro un mechón de su larga melena de color rubio oscuro, respiró hondo y, siguiendo a Stephen, el mayordomo, cruzó el vestíbulo de paredes forradas de madera del hogar de su familia, Lamington Hall.
Aunque, realmente, la hermosa casona georgiana había dejado de ser su hogar, de momento. Durante un año iba a vivir en la casa del jardinero.
Tom y Diane Drummond, una pareja americana, había alquilado Lamington. Se habían tomado un año sabático y habían ido a Escocia para rastrear las raíces escocesas de Tom.
Esa tarde había ido a la casa por primera vez en una semana, el tiempo que el matrimonio Drummond llevaba allí. Y le resultó muy extraño pasar por delante de los retratos de su familia y de las armaduras como invitada.
Pero no era esa la razón por la que le había dado un vuelco el corazón.
Mientras Stephen, con la mano en la manija, sujetaba la puerta, ella respiró hondo con el fin de mantener la calma, preparándose para lo que la esperaba.
Farlan Wilder.
Recordaba perfectamente el momento en que le vio por primera vez.
Por aquel entonces él tenía veintidós años, tres más que ella, con los ojos de color verde helecho y una sonrisa cautivadora.
Había sido un flechazo y él también se había enamorado de ella, igual que los protagonistas de sus libros preferidos.
Aquel verano, el verano de su amor, los días se le habían antojado más largos y cálidos, un calor que se había prolongado hasta finales de septiembre y los primeros días de octubre.
Seis meses y dos días después de conocerse, Farlan le había pedido que se casara con él. Y ella había aceptado. Pero habían decidido que, antes de casarse, iban a viajar.
El corazón parecía querer salírsele del pecho.
Y entonces, con la misma rapidez con la que había empezado, todo acabó.
Y había sido ella quien rompió la relación.
Como respuesta, él había abandonado la inhóspita costa de Escocia en busca de una vida nueva en otro país.
El estómago le dio un vuelco. ¿Cómo se le había ocurrido acceder a ir a cenar con Tom y Diane para celebrar la noche de Burns, el celebrado poeta escocés?
–¿Te importaría que hubiera otro invitado? –le había preguntado Tom. Y, por supuesto, sin pensar, ella había dicho que no, que no le importaba.
–Estamos encantados de que venga. Se suponía que no iba a venir hasta la semana que viene –había dicho Tom–. Además, se niega a festejar la noche del poeta Burns.
Nia no sabía a quién se había referido Tom y por eso no le había dado importancia.
Tom había sacudido la cabeza, como si no pudiera creer lo que estaba a punto de decir:
–Por lo visto, lo que le pasa tiene que ver con una mujer. Pero yo le he dicho que, siendo escocés, es imposible que se niegue a celebrar esta fiesta.
Nia se había echado a reír al ver el gesto de indignación de Tom.
–Dime, ¿qué le ha hecho cambiar de idea? –preguntó ella.
–Tú –había respondido Tom con una sonrisa traviesa–. Cambió de opinión en el momento en que le dije que lady Antonia Elgin iba a venir. Al parecer, os conocisteis hace años. Debiste impresionarle –Tom le guiñó un ojo–. Confieso que me sorprendió. Nunca he visto a Farlan cambiar de opinión.
Nia había sido incapaz de seguirle la conversación a Tom.
Debía ser una coincidencia. No podía ser Farlan, su Farlan.
Pero debía serlo, no podía ser otro.
Nia clavó los ojos en la espalda de Stephen.
Se le había hecho un nudo en el estómago. Le habría gustado poder darse la vuelta, salir corriendo de allí y esconderse en el refugio, el lugar al que había solido escapar de niña con el fin de evitar las incesantes exigencias de sus padres.
O, mejor aún, le habría gustado volver atrás en el tiempo y, con gesto de disculpas, decir al matrimonio Drummond que lo sentía mucho, pero que ya había hecho planes para aquella noche.
Sin embargo, la situación no tenía remedio. Ahí estaba e iba a tener que aguantar el tipo.
Stephen abrió la puerta y ella lo siguió. Miró a su alrededor y, sorprendentemente, solo vio a Tom y a Diane, sonriéndole.
Con un esfuerzo, caminó en dirección a Tom, que había abierto los brazos en señal de bienvenida.
–Buenas tardes, lady Antonia. ¿O debería decir fáilte?
Nia sonrió, disimulando su malestar. No podía permitir que Tom y Diane sospecharan nada sobre su relación con Farlan en el pasado.
Pero… ¿Y Farlan? ¿Cómo iba él a reaccionar?
–Farlan bajará dentro de un momento –dijo Diane–. Ha llegado a Esocia apenas hace unas horas; al mediodía, para ser exactos.
–En su propio avión –Tom sonrió traviesamente–. Y aquí, a casa, ha venido en helicóptero, lo ha pilotado él mismo. Ahí está el aparato, en el campo, detrás de la casa.
–¿En serio? Sorprendente –logró comentar ella sonriente.
Tom le ofreció una copa de champán.
–Por la noche de Burns –brindó Tom–. Slànte mhath.
Nia alzó su copa automáticamente y bebió.
En cierto modo, no podía creer lo que estaba pasando. Hubiese jurado que aquella era la última casa en el mundo a la que Farlan iría. Lo sabía porque él mismo se lo había dicho.
Se le encogió el corazón al recordar aquella última y terrible conversación telefónica.
Aunque, en realidad, no había sido una conversación sino un monólogo, el suyo propio, en un intento por disculparse, explicar, rogarle que la comprendiera.
Farlan no había abierto la boca hasta el final, y lo había hecho para decirle que era un fraude, una esnob y una cobarde, y que era menos que nada.
El tono gélido de Farlan le había dolido. Mucho.
Con un esfuerzo, volvió al presente.
–Slànte mhath –repitió ella.
–No puedes hacerte idea, Antonia, de lo feliz que me hace poder pronunciar estas palabras en la tierra de mis antepasados y en tu preciosa casa.
–Esta noche es tu casa –protestó Nia–. Y, por favor, llámame Nia. Es así como me llama todo el mundo que me conoce.
–Muy bien, Nia –contestó Tom antes de desviar la mirada hacia la copa de ella–. Deja que te la vuelva a llenar, estamos de fiesta.
Nia no estaba para fiestas, pero era una invitada y debía comportarse como tal. Permitió que Tom le llenara la copa de champán y, al verle tan contento, no pudo evitar sonreír sinceramente.
–Tom, estás guapísimo. Sé que, siendo una Elgin, no debería admitirlo, pero los cuadros escoceses de los Drummond son unos de mis preferidos.
Y era verdad. Los cuadros rojos y verdes clamaban un orgullo de clan sin complejos. Por el contrario, los marrones y cremas del clan Elgin daban la impresión de ser inhibidos y tímidos.
Evidentemente halagado, en broma, Tom hizo una reverencia.
–Es un tejido de cuadros escoceses muy bonito. A mi hermosa esposa le sienta muy bien.
Tom acercó a Diane hacia sí y le dio un beso en los labios.
Semejante muestra de afecto era inusual en aquella casa. De hecho, Nia no recordaba la última vez que alguien la había abrazado o la había besado.
No, eso era mentira.
Recordaba perfectamente cuándo la habían besado allí por última vez y cómo la habían besado. Y, lo más importante, quién lo había hecho.
Pero no podía pensar en eso en aquellos momentos.
Sería demasiado doloroso revivir el pasado y vivir el presente al mismo tiempo.
–Estoy completamente de acuerdo. Estás guapísima, Diane.
Diane se echó a reír.
–La verdad es que me encuentro bastante bien con esta ropa –la expresión de Diane se suavizó–. Pero tú, querida, estás encantadora.
Nia se miró el vestido negro de una sola hombrera y se sonrojó. En su vida diaria, nadie le decía cosas bonitas.
Sabía que era una buena jefa y que sus empleados la tenían aprecio, pero era ella quien tenía que elogiar el trabajo de ellos, no viceversa.
Y aunque sabía que sus padres la querían, ambos, como era común en gente de su clase, esperaban absoluta perfección y solo se fijaban en los defectos, por pequeños que fueran.
Al no tener hermanos, ser lady Antonia Elgin era un privilegio y una carga, ya que toda la atención se centraba en ella.
De repente, se le cerró la garganta. Farlan había sido la única persona que la había hecho sentirse especial, y le había dejado marchar. De hecho, le había apartado de sí.
–Gracias –dijo ella–. Hacía mucho que no me vestía para una fiesta.
Últimamente, su vida social se limitaba a algún almuerzo con sus amigas y a los eventos sociales a los que no podía faltar.
–Bueno, ha valido la pena esperar –dijo Diane–. Y llevas un broche precioso –comentó Diane con los ojos fijos en el broche de brillantes y amatistas en forma de cardo, la planta emblemática de Escocia–. ¿Herencia familiar?
Nia asintió. Era una de las pocas joyas que no se había visto obligada a vender.
–Era de mi bisabuela. Mi madre me lo dio cuando cumplí los dieciocho años.
Tiempo atrás, su belleza había complacido a su madre. Sin embargo, ahora, sus delicadas facciones y ojos marrones parecían recordar a la condesa de Brechin que su hija había sido incapaz de encontrar un marido.
Diane suspiró.
–Es perfecto. Eres perfecta… –Diane miró por encima del hombro de Nia y añadió–: ¿No te parece, Farlan?
Nia se quedó de piedra. En ese momento, deseó que la tierra se la tragara.
Sin mover una pestaña, vio a Farlan Wilder cruzar la estancia. Hacía siete años que él se había marchado de Escocia. Siete años de dudas y soledad. Y de pesar.
No había imaginado que volvería a verlo. Pero ahí estaba él y las cosas habían cambiado enormemente.
Se habían conocido en Edimburgo, durante el festival. Ella había salido con unos amigos, aprovechando al máximo las vacaciones antes de ir a Oxford, a la universidad, para estudiar Historia.
Farlan, increíblemente guapo, había coqueteado con ella descaradamente. Farlan no tenía dinero ni familia ni pertenencias, pero tenía talento, creía en sí mismo y había hecho muchos planes para el futuro.
Se le hizo un nudo en la garganta. Al parecer, esos planes se habían convertido en realidad.
Farlan se había convertido en un director de cine de fama mundial, había ganado numerosos premios y su última película había sido un gran éxito.
Esa confianza en sí mismo de la juventud se había transformado en inconfundible autoridad. Farlan había cruzado el Atlántico en la clase turista de un avión y ahora lo había cruzado de vuelta en su avión privado.
Con forzada sonrisa, le vio agarrar una copa de champán y besar a Diane en la mejilla.
–Sí, sí me lo parece –dijo él con voz fría.
En vez de darle un beso en la mejilla como había imaginado que haría, Farlan le ofreció la mano.
Al mirarlo a los ojos, contuvo la respiración. Era igual que la última vez. Farlan la odiaba.
Aunque hubieran pasado siete años y él se hubiera hecho famoso, físicamente no había cambiado; en todo caso, para mejor.
Siete años atrás Farlan había sido un joven guapísimo, ahora era un hombre irresistiblemente atractivo.
Sí, lo era, pensó Nia sin poder contener un temblor en todo el cuerpo.
Farlan no vestía falda escocesa, sino pantalones gris oscuro y camisa blanca. No obstante, su vestimenta convencional solo parecía subrayar su extraordinaria belleza.
La delgadez de la juventud había dado paso a unos anchos hombros. Su oscuro cabello mostraba un exquisito corte y la sombra de una barba incipiente acentuaba sus pómulos y su mandíbula.
Pero no sonreía.
Al menos, no a ella, aunque sí a Diane.
–Perdona que me haya retrasado, Dee. Todavía tengo la cabeza en Los Ángeles, al igual que la maquinilla de afeitar.
Farlan se pasó una mano por la mandíbula, sonriendo. Y, durante unos instantes, Nia dejó de respirar. Lo único que quería era acariciar ese rostro como lo había hecho en el pasado.
–De todos modos, gracias por venir, cariño –respondió Diane sonriéndole–. Sé que no le tienes ningún cariño a esta celebración, así que te lo agradezco de veras. Lo mismo que Tom.
–Es lo mínimo que podía hacer –contestó Farlan devolviéndole la sonrisa–. Tú nunca me fallaste. Y por difícil que fuera tratar conmigo, jamás me abandonaste.
Nia se puso tensa al ver que Farlan clavaba los ojos en los suyos.
–Hay poca gente tan buena como tú, Dee. Hay poca gente que tenga el valor de no traicionar sus convicciones –dijo él a su amiga.
–Tú tampoco nos has defraudado nunca, siempre nos has ayudado –Diane lanzó una mirada a Nia–. Gracias a Farlan estamos aquí ahora, ¿verdad, Tom?
Tom dio una palmada a Farlan en el hombro y asintió.
–Llevábamos años hablando de venir aquí, pero siempre surgía algún imprevisto que nos lo impedía. Y esta vez habría ocurrido lo mismo de no ser por Farlan, que nos obligó a cumplir con lo que habíamos decidido. Así es como ha conseguido todos esos premios, Farlan no solo tiene visión, sino determinación –Tom guiñó un ojo a Nia–. Apuesto a que sabías que llegaría muy alto.
La mirada verde de Farlan le acarició la piel como papel de lija.
–Sí, bueno… yo… la verdad es que… –comenzó a decir Nia, pero Farlan la interrumpió.
–No creo que lady Antonia reparase en mí. Yo no era más que un chico del campo, un chico estúpido y naíf. Por supuesto, he madurado mucho desde entonces.
Nia tragó saliva al oírle mencionarla por su título.
–Me acuerdo de ti perfectamente –dijo ella con voz queda–. Me acuerdo de cuándo nos conocimos y de cómo nos conocimos. Estabas haciendo un documental sobre el festival de Edimburgo.
Farlan le sonrió, pero la sonrisa no le llegó a los ojos, no había calor en ellos.
–Pero no sobre los espectáculos, lo que me interesaba eran los actores –Farlan le lanzó una mirada implacable–. Me interesaban los sacrificios que tenían que hacer. Quería documentar su dedicación. Mostrar a la gente lo que se podía lograr si uno creía en sí mismo y en otros.
«Yo creía en ti», quiso decir ella.
Pero antes de poder abrir la boca, Diane tocó el hombro de Tom.
–Tenemos que llamar a Isla y a Jack –Diane se volvió hacia Nia–. Son los amigos con los que celebramos la noche de Burns todos los años y les dijimos que los llamaríamos para mostrarles cómo se celebra aquí, en el país de origen.
–¿Para mostrarles…? –dijo Nia sin comprender.
Nerviosa por su enfrentamiento con Farlan, intentó recomponerse y se dio cuenta de lo que Diane le estaba preguntando.
–Creo que vas a tener que ir a la cocina para la videoconferencia. Internet funciona mucho mejor en esa parte de la casa…
–¿La cocina? –Diane vaciló–. Oh, pero no vamos a dejaros aquí…
–Venga, Dee, id a la cocina –Farlan sonreía, pero la autoridad en su tono de voz era inconfundible–. No tienes que preocuparte por nosotros.
Nia se puso tensa cuando él le dirigió la mirada y añadió:
–Yo me encargaré de lady Antonia.
Cuando la puerta se cerró tras Tom y Diane, se hizo un profundo silencio. Farlan trató de relajarse, pero no podía. Ella estaba demasiado cerca, tanto que podía ver el brillo dorado de sus ojos marrones y el pulso de una vena en su garganta.
Cuando Tom le dijo que había alquilado Lamington Hall, no había podido creerlo. No podía ser el Lamington Hall de la familia Elgin, debía tratarse de otro.
Por fin, al reconocer que sí que lo era, se había maldecido a sí mismo por no haber prestado más atención a la búsqueda de una casa de Diane y Tom.
Incluso excluyendo lo que le había ocurrido con Nia, Esocia representaba para él una herida aún sin cicatrizar.
Tom y Diane lo habían ayudado mucho en los Estados Unidos, le habían abierto muchas puertas y también su corazón, pero él se había resistido a hablar de su vida, de su pasado.
Se habían conocido accidentalmente. El coche de ellos se había roto y él había parado y se había ofrecido a ayudarlos. Por supuesto, Tom había notado su acento escocés al instante y le había invitado a una copa.
Las copas habían dado paso a una cena y, en nada de tiempo, él se había convertido en un asiduo visitante. Al poco tiempo, Diane le ofreció una habitación, que él rechazó.
Pero su amistad había fraguado, a pesar de que él seguía resistiéndose a compartir parte de su vida con nadie.
Y Lamington Hall era esa parte de su vida de la que se negaba a hablar.
La verdad era que no se le había ocurrido pensar que Nia pudiera necesitar salir de su casa, y mucho menos alquilarla. Evidentemente, el padre de ella, que necesitaba vivir en un clima más cálido, había tenido que recurrir a unos desgraciados pero necesarios cambios.
Clavó los ojos en el pálido rostro de ella. Nia no había cambiado, seguía siendo la mujer más bonita que había visto en su vida.
Nada, ni siquiera el paso del tiempo, podía estropear esa delicada estructura ósea, esa piel de porcelana ni esos suaves labios sonrosados.
Su cuerpo se tensó al recordar la sensación de esos labios junto a los suyos, de ese cuerpo pegado al suyo…
Pero sí se había equivocado. Nia había cambiado, había perdido peso. Demasiado. Y no solo había perdido peso, también había perdido la chispa en sus ojos.
A los diecinueve años, Nia, con ese pelo rubio oscuro y esa piel de melocotón, había sido como la princesa de un cuento de hadas.
Y su voz también lo era.
Solían bromear respecto al hecho de que, a pesar de haber nacido en Londres, él tenía un fuerte acento Escocés, de Aberdeen; en tanto que ella, a pesar de haber nacido en Escocia, tenía acento inglés debido a haber estudiado en un internado en Berkshire.
Pero el acento de Nia no era lo único engañoso de Nia. Él había estado convencido de que ella le quería sin reserva. Ella misma se lo había dicho. Y, sin embargo, al tener que elegir entre él y unos ladrillos, le había dejado plantado en un estación de tren.
–Bueno, ¿qué ha pasado?
Nia, ruborizándose, lo miró.
–¿A qué te refieres?
–A esto –Farlan paseó los ojos por la estancia–. Hace años era lo más importante para ti.
Ese era el motivo por el que Nia había roto con él. En realidad, lo que había ocurrido había sido que Lamington era mucho más importante para Nia que él.
–¿Qué es lo que ha cambiado? –preguntó Farlan–. ¿Por qué estás jugando a las casitas, ahí en la casa del jardinero?
–Yo no estoy jugando a nada –respondió ella sacudiendo la cabeza.
–Conmigo sí que jugaste. Me hiciste creer que me querías. Dime, ¿qué fui para ti, un entretenimiento más? ¿Una forma de rebelarte contra tu familia?
–No, eso no es verdad.
–¿En serio? –Farlan alzó los ojos al techo–. Lo siento, pero no te creo. No, lady Antonia, ya no creo en los cuentos de hadas.
–No es ningún cuento de hadas. Es la verdad –declaró ella.
–Me utilizaste y luego me dejaste tirado –dijo él con hielo en el corazón–. Tus padres temían que siguieras el dictado de tu corazón, pero estaban equivocados, tú no tienes corazón, ¿verdad, lady Antonia? Mucho orgullo, pero nada más.
–Por mucho que insistas no es verdad –protestó Nia.
–¿Ah, no? «Te quiero, Farlan. Quiero estar contigo. Espérame en la estación» –dijo Farlan imitando la voz de ella–. A ti sí que se te da bien decir cosas que no son verdad.
–Yo tenía diecinueve años.