ESPACIO Y PODER EN EL ECUADOR Modos de desarrollo y configuraciones espaciales - Augusto Barrera Guarderas - E-Book

ESPACIO Y PODER EN EL ECUADOR Modos de desarrollo y configuraciones espaciales E-Book

Augusto Barrera Guarderas

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Ecuador reconfiguró radicalmente su espacio nacional durante la segunda mitad del siglo XX. De un país básicamente rural, escasamente poblado y mayoritariamente serrano, se convirtió en otro urbano costeño y quintuplicó su número de habitantes. Se urbanizó velozmente y depredó buena parte de sus ecosistemas originarios durante de los ciclos cacaotero, bananero y petrolero. Este trabajo explica las grandes transformaciones espaciales a la luz de los distintos modos de desarrollo que se instituyeron entre 1948 y 2006. Las preguntas centrales son: ¿cómo los diversos modos de desarrollo han incidido, determinado e influenciado en la configuración del espacio nacional? ¿cómo se relaciona el proceso de acumulación y las formas espaciales? y ¿cuál ha sido el rol del Estado en los diversos momentos? El argumento central es que cada uno de esos modos de desarrollo produjo una particular configuración del espacio. Los modos de desarrollo, y particularmente las formas que adopta el régimen de acumulación produjeron una espacialidad específica a través de un conjunto de estrategias y mecanismos espaciales en los que el Estado ha jugado un rol protagónico.

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CAPÍTULO 1 MODO DE DESARROLLO Y CONFIGURACIONES ESPACIALES

CAPÍTULO 2 ECONOMÍA POLÍTICA, INSTITUCIONES Y ESPACIO; APROXIMACIÓN DESDE LA TEORÍA DE LA REGULACIÓN

CAPÍTULO 3 AUGE Y CRISIS DE LA AGROEXPORTACIÓN BANANERA 1948-1964

CAPÍTULO 4 MODERNIZACIÓN PETROLERA Y CONSOLIDACIÓN URBANA

CAPÍTULO 5 NEOLIBERALISMO Y CONFIGURACIONES ESPACIALES 1980-2006

CAPÍTULO 6 A MANERA DE CONCLUSIONES

A quienes luchan por la justicia espacial, por la vida de los suyos, por sus propios lugares y por la naturaleza de todos.

AGRADECIMIENTOS

Este libro hace parte de una línea de investigación en la que he trabajado hace mucho tiempo: construir una mirada sobre cómo se ha conformado el espacio ecuatoriano, a partir de la comprensión del tipo de desarrollo y las relaciones de poder.

Siendo un trabajo de largo aliento, es justo reconocer a las instituciones las instituciones que han alojado mi actividad de docencia e investigación. Al Centro de Investigaciones CIUDAD, en donde nacen algunas inquietudes y se publicaron los primeros resultados sobre las disparidades regionales en Ecuador y las dinámicas de descentralización; al Centro de Políticas Públicas y Territorio (CITE) y a la maestría de estudios urbanos de la sede FLACSO Ecuador, con cuyos equipos se elaboraron varias de las reflexiones que se presentan aquí. A la Pontificia Universidad Católica, de manera especial a su maestría de urbanismo sostenible en donde ejerzo actualmente mi tarea profesional. En todos los casos tuve la suerte de compartir con valiosos colegas profesores, investigadores y estudiantes a quienes debo gratitud.

Este libro recoge parte de la tesis doctoral obtenida en la Universidad Complutense de Madrid, por lo que reitero mi aprecio al acompañamiento de Rosa de la Fuente y de varios profesores de la UCM. Valoro especialmente las entrevistas y lúcidos comentarios de Carlos Larrea, Michael Janoschka, Joan Subirats, fueron de gran valor para conseguir el enfoque. Hay una saga de valiosos trabajos sobre la realidad espacial ecuatoriana que han puesto en debate la dimensión espacial de la economía política. La lectura de pares de esta publicación que tuvieron la gentileza de hacerlo los profesores de la PUCE Andrés Mideros y Felipe Valdez. El cuidado de la diagramación y edición correspondiente al Centro de Publicaciones. A todos mis agradecimientos.

Por supuesto, a mi familia que ha brindado afecto y soporte permanente e incondicional.

Quito, octubre 2021

INTRODUCCIÓN

Ecuador reconfiguró radicalmente su espacio nacional durante la segunda mitad del siglo XX. De un país básicamente rural, escasamente poblado y mayoritariamente serrano, se convirtió en otro urbano costeño y quintuplicó su número de habitantes. Se urbanizó velozmente y depredó buena parte de sus ecosistemas originarios durante de los ciclos cacaotero, bananero y petrolero. Este trabajo explica las grandes transformaciones espaciales a la luz de los distintos modos de desarrollo que se instituyeron entre 1948 y 2006. Las preguntas centrales son: ¿cómo los diversos modos de desarrollo han incidido, determinado e influenciado en la configuración del espacio nacional? ¿cómo se relaciona el proceso de acumulación y las formas espaciales? y ¿cuál ha sido el rol del Estado en los diversos momentos?

Para abordar este tiempo histórico, se adoptó la periodización elaborada por varios autores (Paz y Miño, 2006; Deler, 2007; Carvajal, 2015), en función de las gruesas orientaciones de política económica, distinguiéndose tres ciclos: el auge y crisis del sector bananero (1948 – 1963), la exportación petrolera e industrialización sustitutiva (1964 – 1980) y el periodo denominado neoliberalismo periférico (1981 – 2006).

El argumento central es que cada uno de esos modos de desarrollo produjo una particular configuración del espacio. Los modos de desarrollo, y particularmente las formas que adopta el régimen de acumulación produjeron una espacialidad específica a través de un conjunto de estrategias y mecanismos espaciales en los que el Estado ha jugado un rol protagónico.

Para abordar esta problemática, el trabajo se sitúa conceptual y metodológicamente entre la teoría de la regulación y la geografía crítica. A partir de estos enfoques se analizan los regímenes de acumulación y los marcos de regulación, enfatizando aquellos elementos que tienen más claras implicaciones espaciales a través de mecanismos y estrategias con los cuales los sectores hegemónicos y el estado configuraron el espacio como elemento central de la acumulación.

Este abordaje tiene el riesgo de volver al viejo estructuralismo en el que todo está sobre determinado por el modo de producción; por ello se toma la precaución de conceptualizar la configuración espacial como proceso multidimensional y complejo que debe explicarse con las mediaciones analíticas y los datos empíricos que emplean la conformación específica del espacio ecuatoriano y modos concretos de desarrollo.

El carácter colonial constituye un aspecto fundante del espacio nacional; sobre este código genético han discurrido ciclos de auge y crisis primario-exportadoras y una débil industrialización. A lo largo de todo el periodo analizado hay constantes. Entre ellas, la depredadora expansión de la “frontera productiva” sea bananera, petrolera, minera o inmobiliaria, tanto como el carácter dependiente y periférico de la economía ecuatoriana, profundamente marcada por la heterogeneidad estructural y la insuficiencia dinámica periférica.

Las correlaciones expresadas en el Estado son un factor fundamental que han impulsado, facilitado o permitido unas configuraciones espaciales; pero también se observa una tensión entre los sectores hegemónicos -oligárquicos agroexportadores y financieros- que presionaron por financiamiento, infraestructuras y condiciones para la expansión de su acumulación, frente a las fuerzas que pretenden construir un espacio de carácter nacional con mayores niveles de integración económica, social y política que atenúa los desequilibrios regionales. El resultado es un espacio nacional aún fragmentado, con débiles vínculos de cohesión e integración, constituido por unos pocos centros dinámicos y periferias estructurales que dan cuenta de un país que camina a varias velocidades.

La historia del espacio es, a la vez, la de las relaciones de poder. Sólo entendiendo los resortes que producen el espacio será posible liberarlo de esa noción de segunda naturaleza que lo hace “invisible” y normaliza la depredación y el despojo. Identificar actores, regímenes, estrategias y mecanismos alentará a la lucha por la justicia espacial.

CAPÍTULO 1 MODO DE DESARROLLO Y CONFIGURACIONES ESPACIALES

EL ESPACIO COMO PRODUCTO SOCIAL

Desde un plano fenomenológico y descriptivo, el espacio ‘aparece’ frente a quien lo observa como un conjunto de elementos dispuestos de una manera específica sobre la superficie terrestre. Podrá investigarse la configuración espacial de habitantes, casas, barrios, fábricas, etc, a través de caracterizaciones sintéticas como las medidas de dispersión, densidad o de concentración espacial. Esta aproximación apenas describe la disposición de elementos que forman el espacio. En un nivel mayor de complejidad, una localidad puede ser estudiada como una configuración espacial de un conjunto de elementos y flujos que genera su actividad; representa, por lo tanto, una perspectiva dinámica y funcional de los espacios en movimiento que se centran en la noción de nodos y flujos (Coraggio, 1987).

Ciertas teorías que alentaba la autonomía del espacio, desarrollaron conceptos como estructura espacial, para significar la existencia de un orden propio y autónomo de los elementos sobre la superficie terrestre, regidos por principios abstractos de localización. En este campo se sitúan las denominadas teorías de la localización que parten del espacio como un elemento homogéneo y dado, a partir del cual, se propone explicar la localización de las unidades económicas. (Weber y Carl, 1929; Christaller y Baskin, 1966). Lipietz (1983) cuestionó este enfoque por su incapacidad para explicar el espacio como precondición de localización, es decir como capital colectivo materializado, cuya modificación consciente es obra de la sociedad y del estado en sentido amplio.

La sistematización explicativa tomada de Coraggio (1987) que se muestra en la Tabla 1, indica que las primeras formas de aproximación como conjunto de elementos, red localizada o estructura espacial, adolecen de limitaciones explicativas. Son aproximaciones descriptivas que tratan el espacio como localización dada o como superficie consumida sin incorporar la dimensión social en la configuración del espacio, que aparece como un fenómeno presocial.

Después de un largo predominio de una visión funcionalista y empirista del espacio, la década de los setenta del siglo veinte marcó una transformación paradigmática del pensamiento geográfico, particularmente desde los estudios urbanos. Varias escuelas entendieron al espacio como resultado de las dinámicas de las estructuras sociales. La renovación teórica se impulsa a partir del análisis urbano en la denominada escuela neomarxista francesa con los trabajos de Castells (1977), Lokjine (1979) y Lefebvre (1972).

Castells afirma que “no existe teoría específica del espacio, sino simplemente despliegue y especificación de la estructura social, de modo que permita explicar las características de una forma social particular, el espacio; y de su articulación con otras formas y procesos históricamente dados […] Toda sociedad concreta y toda forma social, el espacio, por ejemplo, puede comprenderse a partir de la articulación histórica de varios modos de producción” (Castells, 1977, p. 113-114). Desde su perspectiva, analizar el espacio como expresión de la estructura social equivale a estudiar su conformación por los elementos de los sistemas económico, político e ideológico, así como por sus combinaciones y prácticas sociales que se derivan. Por sistema económico, Castells entiende a las relaciones derivadas de la producción, el consumo, el intercambio y la gestión (o regulación); el sistema político institucional engloba dos relaciones esenciales, dominación-regulación, integración-represión; finalmente, el sistema ideológico da cuenta de la forma en que se organiza el espacio marcándolo con una red de signos, cuyos significantes se componen de formas espaciales y los significados de contenidos ideológicos cuya eficacia debe medirse en el conjunto de la estructura social (Castells, 1977).

Lokjine (1979) trata las características de la urbanización en el régimen capitalista como formas de división social y territorial del trabajo. Lokjine cuestiona duramente la negación del rol de la urbanización como un elemento clave de las relaciones de producción, reduciéndola simplemente a la esfera del “consumo”. Por el contrario, argumenta que la socialización de las fuerzas productivas no se limita a la formación del trabajador, sino que se extiende hacia la reproducción del conjunto del capital social (incluyendo el espacial). Con ello, la urbanización de manera particular y el espacio de manera general se convierten en factor decisivo de la producción y no solo “el lugar” de la reproducción.

Lokjine define la ciudad capitalista, como la concentración de medios de consumo colectivo y de reproducción e identifica a la urbanización como uno de los mecanismos de la cooperación en la sociedad capitalista contemporánea. Las ciudades son componentes del proceso general de producción que comprende: a) la dimensión de medios de consumo colectivo, incluyendo medios de circulación material (sistemas de transporte, comunicación, salud y educación) y, b) la concentración espacial de los medios de producción que se expresa en la aglomeración urbana y define a la ciudad como la forma más adelantada de división del trabajo material e intelectual.

La especificidad de ciudad capitalista no se define por la integración de medios de producción e intercambio, sino por la concurrencia de medios de consumo colectivo y de medios de reproducción (tanto del capital como de fuerza de trabajo), la cual se irá convirtiendo en una condición cada vez más determinante del desarrollo económico.

Para Lokjine, la forma preponderante de la urbanización capitalista ya no es la ciudad fábrica, sino la ciudad monopolista, en la que tiene un papel preponderante la apropiación de la renta del suelo urbano en la acumulación y en la producción de procesos de segregación urbana. La urbanización monopolista es la forma más adelantada de la división del trabajo material, que se da a partir de tres procesos: la oposición entre centro y periferia, el distanciamiento entre sectores populares y acomodados y una fragmentación generalizada de las funciones urbanas (Lokjine, 1979).

Este trabajo rescata, entre varios aspectos, la formulación de Lokjine respecto de que la forma espacial de la ciudad trasciende la unidad urbana individualmente considerada y se resuelve a nivel del sistema urbano en su conjunto; en otras palabras, la ciudad no puede explicarse de manera aislada, sino en el conjunto de relaciones e interacciones con otras unidades espaciales.

Henri Lefebvre critica algunas de estas formulaciones alertando su doble determinismo ontológico y epistemológico. Por un lado, la determinación del espacio solo como un producto derivado de las estructuras socioeconómicas y, por otro, la imposibilidad de construir un campo disciplinario de teoría del espacio. Lefevre complejiza la producción del espacio, tomando distancia de la aproximación tradicional del marxismo, el filósofo francés pone en valor la perspectiva histórica considerando que cada modo de producción tiene su propio espacio característico (apropiado). Lefebvre introduce a la comprensión del espacio y la ciudad, de manera particular, como un elemento producido activamente por sí mismo, clave en las relaciones de producción y reproducción de la fuerza de trabajo en las sociedades capitalistas avanzadas.

El espacio social es un producto social y multigeneracional, se va construyendo a lo largo de la historia, a través de sucesivas, contradictorias y complejas prácticas espaciales; pero además el espacio social no es uno, son varios al mismo tiempo: “no existe un espacio social sino varios espacios sociales, incluso una multiplicidad indefinida, al interior de la cual el término de espacio social denota un conjunto no numerable [... ] los espacios sociales se compenetran y superponen [...]; cada lugar social no puede por tanto comprenderse sino a través de su doble determinación, empujado, arrastrado, a y veces fracturado por los grandes movimientos, aquellos que producen las interferencias; pero al mismo tiempo atravesado y penetrado por los pequeños movimientos, los de las redes y los renglones” (Lefebvre 1981).

Una idea fundamental desarrollada en La Producción del Espacio (2013) consiste en que cada sociedad produce su propio espacio como producto de las determinadas relaciones de producción que ocurren en un momento y que son el resultado de la acumulación de un proceso histórico que se materializa en una determinada forma espacial-territorial. El autor francés formula una trialéctica de estos conceptos:

-La práctica espacial; “una sociedad secreta su espacio; lo postula y lo supone en una interacción dialéctica; lo produce lenta y serenamente dominándolo y apropiándose de él” (Lefebvre, 2013, p. 97-98). Incluye la producción material de las necesidades de la vida cotidiana (viviendas, ciudades, carreteras) y el conocimiento acumulado por el que las sociedades transforman su ambiente construido.

-Las representaciones espaciales comprenden un espacio concebido y abstracto que suele representarse en forma de mapas, planos técnicos, memorias, discursos, conceptualizado por los “especialistas”, que son urbanistas, arquitectos, sociólogos, geógrafos o profesionales de cualquier otra rama de la ciencia (Ídem). Este espacio está compuesto por signos, códigos y jergas específicas usadas y creadas por estos especialistas.

-Los espacios de representación constituyen el espacio vivido a través de las imágenes y los símbolos que lo acompañan. Es el espacio experimentado directamente por sus habitantes y usuarios a través de una compleja amalgama de símbolos e imágenes (Ídem). Es un espacio que supera al espacio físico, ya que la gente confiere un uso simbólico a los objetos que lo componen.

El geógrafo brasileño Milton Santos (1994) diferencia los conceptos de espacio y territorio. Por configuración territorial entiende “el conjunto de datos naturales más o menos modificados por la acción consciente del hombre, a través de los sucesivos “sistemas de ingeniería” (p. 11), mientras que la categoría de espacio es más englobante; pues hace referencia además de la configuración territorial a la dinámica social o el conjunto de relaciones que definen una sociedad en un momento dado. La dinámica social está dada por el conjunto de variables económicas, culturales, políticas, que en cada momento histórico dan una significación o un valor específico al medio técnico creado por el hombre, esto es a la configuración territorial (Santos, 1994, p.11).

En este mismo sentido, Boisier (1996) utiliza el término de territorio organizado, para describir situaciones en las cuales la ecuación territorio/sociedad se muestra de manera visible: una base física intervenida con obras y construcciones y un sistema de relaciones económicas y sociales que sirve como elemento estructurante de una comunidad. El concepto de Boisier de territorio organizado se acerca al de espacio formulado por Santos.

El espacio es, en suma, una síntesis única e irrepetible de un infinito conjunto de dimensiones de la vida social. Su conformación demanda explicaciones que consideren las especificidades territoriales, históricas, socioculturales y las formas de poder institucionalizado en el Estado. El espacio es una dimensión de la totalidad social (Hiernaux, 1997) y, como tal, deja de ser la variable explicativa o independiente desde la realidad social, el espacio pasa a ser objeto para indagar y explicar en un marco cuyos referentes metodológicos han de ser los de las ciencias sociales (Ortega, 2007).

Como síntesis del recorrido conceptual expuesto, este trabajo adopta el concepto de configuración espacial para expresar una forma histórico-social específica que adopta el espacio, que contiene y está contenido por las instancias económicas, sociales, políticas y culturales del mismo modo que cada una de ellas lo contiene y es por ellas contenida. La economía está en el espacio, así como el espacio está en la economía, igual que lo político-institucional y lo cultural- ideológico. La esencia del espacio es “social” (Santos, 1995).

El concepto de configuración espacial abarca el conjunto de procesos, funciones y formas que adopta la sociedad en un momento histórico específico. Parafraseando a Santos, comprende la configuración territorial y los procesos sociales que le dan vida y sentido (función) a las formas espaciales; las mismas que pueden no ser “originariamente” geográficas, pero terminan por adquirir una expresión territorial. Sin las formas, la sociedad, a través de las funciones y procesos, no se realizaría. De ahí que el espacio contenga a las demás instancias y esté también contenido en ellas, se trata en suma de formas-contenido (López, 2012).

En esta línea, Cuervo (1996) abona en dirección a redimensionar el papel del espacio, señalando que “la existencia misma de una sociedad está sustentada y, a partir de ese mismo instante, supeditada a las características, dinámica y naturaleza del espacio social que no solo es el reflejo de las relaciones sociales, sino que [...] en el largo plazo, es explicación de las características más elementales de una sociedad cualquiera” (Cuervo, 1996, p. 22)

El espacio es obra y producto, al mismo tiempo escenario y condicionante de la acción humana. Hay que insistir en que se trata de un producto social complejo, creado colectivamente. Aunque tradicionalmente se ha enfatizado en la supremacía de lo social sobre lo espacial, es una relación dialéctica, de incidencia mutua. No existe un espacio físico neutro o muerto sobre el que se hace la vida social, es decir no solo es un paisaje o escenario. El espacio social es, desde esta perspectiva, un organismo de producción compleja con una naturaleza ambivalente (Cuervo, 1996).

Espacio – temporalidades

El espacio en tanto producto social no es inmutable, por el contrario, tiene una dinámica temporal que lo conforma, en relación con la historia económica, social y política. Por lo tanto: se cambian las técnicas de la sociedad, sus sistemas de ingeniería, se modifica la organización económica, política y social y a la vez se trasmutan las culturas y lo sentidos de pertenencia. En cierto modo, el espacio es un acumulado del tiempo (Santos, 1974). En esta misma línea de pensamiento, Harvey (1990) sostiene que cada modo de producción o formación social particular encarnará un conjunto de prácticas y conceptos del tiempo y el espacio. La noción de espacio-tiempo permite trastocar la idea predominante del tiempo como único factor estructurante de la vida social, sosteniendo que la existencia espacial y temporal tiene una equivalencia ontológica y explicativa de diferentes fenómenos sociales. Las diversas modalidades de conexión tiempo-espacio han sido abordadas extensamente por Giddens (1984), que muestra la evolución de las espacio-temporalidades a lo largo de la historia de las sociedades.

En la interacción espacio-tiempo, el espacio no es alcanzado por el tiempo de manera homogénea. Una forma extrema de disociación ocurrió históricamente durante los procesos de conquista y colonización europea a América; las dinámicas generadas por los conquistadores desde el centro europeo occidental producen vectores que impactan de modo diferenciado en las sociedades sometidas. El espacio se convierte así en una acumulación desigual del tiempo y genera una tensión entre tiempos internos -derivados de la endogeneidad de las sociedades- frente a los tiempos externos que provocan dramáticos efectos de desestructuración como los derivados de la colonización. Si bien la complejidad derivada de varias espacio temporalidades que coexisten, es un atributo de prácticamente todas las sociedades (desarrollo desigual), mucho más evidente en las formas coloniales y dependientes de configuración espacial.

Mientras en el centro del sistema se producen procesos de innovación tecnológica y cultural que alcanzan gran parte de su espacio, provocando un efecto de contemporaneidad y naturalización, las periferias son alcanzadas por variables distintas, exógenas, en tiempos diferentes y a diversos ritmos y velocidades, provocando un efecto (des) y (re) estructurador las capacidades de metabolización social. Existen ejemplos extremos a lo largo de la conquista como son las fundaciones hispanas “sobre” los asentamientos indígenas, pero todavía hoy es posible identificar los efectos desarticuladores en la fase de globalización neoliberal en los territorios de la periferia mundial. Milton Santos (1974) caracteriza este proceso, señalando que el “espacio de las periferias”, aunque cuando mantiene una contigüidad espacial y una continuidad funcional, se parece a un mosaico de varias espacio-temporalidades, desde las tradicionales hasta las modernas. Los lugares o las ciudades, en definitiva, los subespacios de las periferias están determinados por las lógicas del mercado global, las grandes metrópolis y los estados del centro del sistema mundo.

Se explica así, con mucha más claridad las asincronías que existen entre los tiempos internos y los tiempos externos, reflejados en las nociones de polarización campo-ciudad, de segregación socioeconómica y de dualismo en las ciudades de la periferia.

El espacio, considerado como un mosaico de diferentes épocas, sintetiza, por una parte, la evolución de la sociedad, y, por otra, explica sus actuales contradicciones acumuladas a lo largo de la historia.

Regionalización y multiescalaridad

Para comprender la conformación del espacio como producto social es importante entender el significado de escala y región. Giddens (1993) señala que la regionalización no puede entenderse únicamente como la localización en el espacio, sino que debe ser entendida como la zonificación de un espacio tiempo en relación con prácticas sociales rutinizadas. La regionalización puede incorporar ámbitos de gran variabilidad a partir de las fronteras que separan las regiones en relación con las estructuras institucionales específicas que organizan el poder de una sociedad. Esta definición nos remite a la doble dimensión constitutiva de la región, tanto en su dinámica interna (endógena), como en sus relaciones constitutivas externas (exógenas). Comprender la región significa conocer el mar de relaciones, formas, funciones, organizaciones, estructuras, etc. con sus múltiples niveles de interacción y contradicción (Santos, 1994).

Desde una perspectiva sociológica, la noción de región alude al conjunto económico y social que se desarrolla en un espacio dado y que existe en la medida en que, política e ideológicamente, presenta una estructura específica que la diferencia de las otras. Lo “regional” es ante todo un fenómeno político, no “natural”, ni inmutable. Las regiones son producto de construcciones político-históricas viabilizadas por agentes políticos hegemónicos en la sociedad local, y ubicadas en un espacio geográfico determinado (Maiguashca, 1992).

Cualquiera que sea la “dimensión de la localidad” o el énfasis para hacer el recorte, contiene al menos los siguientes elementos:

a. Un territorio, es decir una geografía específica.

b. Una población que tiene un modo específico y particular de organizarse para producir, para consumir, para lo social y político.

c. Un sentido de pertenencia a esa localidad por parte de la población permite que quien habita se imagine que “es” o “pertenece” allí.

d. En ocasiones una particular forma jurídico-política y administrativa de organización.

Las regiones, más que un mero reflejo de estructuras geográficas y económicas, son construcciones de agentes sociales históricamente determinadas. Se trata de proyectos políticos colectivos, más o menos desarrollados, en los que las determinaciones objetivas vienen procesadas en función del acervo cultural del grupo y de las circunstancias históricas concretas (Maiguashca, 1992). Lipietz (1983) define esa construcción socio territorial en relación con la naturaleza que adopta una suerte de bloque hegemónico regional y su vínculo con el Estado y lo caracteriza como el “armazón regional”.

Otra categoría central de la conformación del espacio social es la escala. Puede afirmarse que el estudio de la organización del espacio requiere de una perspectiva multiescalar. Los eventos a escala mundial o nacional contribuyen al entendimiento de los procesos locales que en muchos casos son el resultado de fuerzas cuya generación ocurre a distancia. Esto no niega de forma alguna que los subespacios (localidades, regiones, ciudades) estén dotados de una relativa autonomía derivada de las fuerzas producidas o articuladas localmente, aunque sea como resultado de influencias externas, activas en períodos precedentes (Santos, 1986).

Uno de los clásicos de la geografía contemporánea, Taylor (1982) propone que la noción de escala es una herramienta de interpretación de la(s) nueva(s) dimensión(es) socioespacial(es) que impone la dinámica cambiante de acumulación a nivel global. Taylor elaboró para ello un cuadro de análisis tri-escalar, formado por la macro-escala global, la meso-escala nacional y la micro-escala urbana/local (Taylor, 1982).

Fernández, Vigil y Seval (2012) proponen entender las escalas como “representaciones” impulsadas por los actores académicos, institucionales y económicos quienes despliegan estrategias destinadas a resolver su reproducción y los conflictos de poder que esas estrategias los provocan. Ello conlleva el posicionamiento de una determinada organización espacial de las dinámicas económicas, sociales e institucionales y, a partir de ello, una configuración dada de las escalas, globales, nacionales y locales, y sus vínculos, en concordancia con esas estrategias, las formas de representación de las escalas implican la transitoria imposición de ciertos “mapas mentales del mundo” (Toal, 2002) o “esquemas compartidos de interpretación” que dan determinado sentido a esas estrategias (Fernández, et al., 2012).

La síntesis que elabora Gutiérrez (2001) es útil e ilustrativa en relación con las distintas concepciones del concepto de escala y su caracterización que se muestran en la Tabla 2.

Estas distintas concepciones muestran precisamente el carácter “construido” y la necesidad de establecer las distintas relaciones. Fernández et al. (2012) señala las características fundamentales de las escalas:

- No son estáticas, sino dinámicas, se reconfiguran a partir de las estrategias de reproducción espacial de los actores sociales bajo el capitalismo, que a partir de sus crisis y reconstituciones socioespaciales opera transformando las formas en que funcionan los actores dentro de esa espacialidad (Brenner, 1998, 2009; Smith, 1995).

- Son relacionales, es decir, instancias que no operan como compartimentos estancos, sino que se forman y transforman a partir de las relaciones que entablan con actores y proceso provenientes de otras instancias escalares (transescalaridad dinámica).

- Formada por redes interconectadas que disuelven la noción de jerarquías (Brenner, 1998; 2001).

Si bien se trata de acercamientos complementarios y no excluyentes, para efectos de este trabajo enfatizaremos en la visión de escala en su orden de magnitud y la perspectiva relacional, es decir los vínculos y relaciones de una con otra.

Lo urbano como vector de las configuraciones espaciales

Establecido un marco general para abordar el espacio como producto social y categoría epistemológica, en este apartado se relieva la importancia de la urbanización como proceso central de la configuración espacial.

Buena parte de los estudios urbanos han concebido la ciudad bajo los atributos de concentración demográfica, densidad física, actividades industriales y comerciales y un modo de vida urbano. Estas características fueron formuladas en sus aspectos esenciales por Louis Wirth (1937) y han incidido en la caracterización de lo urbano y la ciudad por varias décadas. Estas definiciones remiten a cuatro campos disciplinarios: la demografía, el urbanismo, la economía y la cultura, pero olvidan otros campos fundamentales como la organización social o a aspectos subjetivos como la formación de los imaginarios (Hiernaux 2006).

Nel-Lo Oriol y Muñoz (2007) sintetizan los esfuerzos de definición de la ciudad alrededor de cinco parámetros, el estatuto jurídico, las definiciones morfológicas, los espacios funcionales, la estructura económica y la jerarquía de servicios.

- El estatuto jurídico, se basa en las delimitaciones administrativas que existen en cada país (cantón, municipio) en cuyo territorio existe una población que supera un umbral de población determinado que lo define como urbano. La limitación de este enfoque es que en muchas ocasiones la zona urbana no corresponde a la jurisdicción administrativa, sea porque la rebasa, o por el contrario la contiene.

- La continuidad del espacio construido y la densidad de la población. Este criterio es de carácter cartográfico y morfológico. Se entiende como ciudad la extensión del espacio construido sin solución de continuidad. Es una definición de carácter descriptivo que puede ser útil: sin embargo, enfrenta las dificultades de la identificación de información.

- El atributo de funciones urbanas, delimita las áreas urbanas a partir de los criterios de funcionalidad y movilidad, en la comprensión del espacio urbano como una red de relaciones. La ciudad corresponde a los nodos que organizan estas redes de geometría variable, en relación a las funciones básicas, tal como muestra la Tabla 3 (Zárate, 2012).

- La estructura económica y las formas de vida. Criterio que determina las actividades principales, no agrícolas, a través del análisis de la PEA y los niveles de renta. Ambos indicadores ahora son altamente problemáticos por las importantes transformaciones en la mecanización agrícola y la sustitución de actividades primarias por terciarias en zonas “rurales”.

- Los servicios y su jerarquía, se ha querido definir a la ciudad en relación con los equipamientos y servicios, no tanto desde la perspectiva de la producción sino del consumo.

Todos estos criterios de definición de las ciudades presentan, como señalan Nel-Lo y Muñoz (2007), importantes problemas en su utilización como instrumentos taxativos, aun cuando puede mejorarse la capacidad de definición combinando varios de ellos. Con el afán de superar las limitaciones que implican los criterios empíricos, Harvey propone la necesidad de “reconceptualizar la cuestión urbana no como el problema de entidades casi naturales, llámense ciudades, suburbios, zonas rurales, sino como algo de esencial importancia en el estudio de los procesos sociales que se producen y reproducen espacio-temporalidades que son a menudo de tipo radicalmente nuevo y distinto […]. El proceso de urbanización ha de ser entendido no en términos de una entidad socio organizativa llamada ciudad, sino como producción de formaciones espacio temporales específicas y muy heterogéneas imbricadas dentro de distintos tipos de acción social” (Harvey, 1996).

Por proceso de urbanización se entiende, por lo tanto, un fenómeno que es simultáneamente espacial y socio económico. En el primer caso se hace referencia a la progresiva concentración de la población en un espacio físico específico, cuyas dinámicas se basan en estructuras centralizadas y concentradas que contribuyen al crecimiento de la mancha urbana. Por otra parte, tanto el crecimiento físico de las ciudades como la concentración urbana de la actividad industrial y de los servicios, modifica a su vez la productividad y, con ello, las estructuras socioeconómicas de la población que habita en las ciudades. Esto se profundiza además con las sostenidas corrientes migratorias compuestas por individuos y grupos que buscan mejores condiciones y oportunidades de trabajo en la ciudad. La modernización de los modos de producción y de las dinámicas sociales y económicas contribuyen también a la forma en la que la sociedad configura el espacio.

Brenner (2013) llama la atención sobre la necesidad de diferenciar dos categorías de análisis, de lo urbano; como esencia nominal y como categoría constitutiva. Tradicionalmente se ha asumido como criterios únicos las características demográficas y socioespaciales: el tamaño de la población, alta densidad y elevados niveles de heterogeneidad demográfica como los atributos que definen las ciudades y la coexistencia espacial de estas propiedades dentro de las áreas urbanas distingue esas zonas de cualquier otro tipo de asentamiento (Wirth, 1937).

Esta definición asentada en la contradicción campo ciudad ha perdido sentido en la actualidad, en la medida que se presentan formas inéditas del fenómeno urbano que lo hacen irreconocible; desde las enormes aglomeraciones urbanas sin límites ni jurisdicciones definidas, hasta las pequeñas aldeas dormitorio, cuya existencia solo se entiende cuando se vincula a través de múltiples flujos a grandes centros de producción o consumo1. En medio de esto, existen un sin fin de formas y expresiones de difícil comprensión en los cánones tradicionales y mucho menos entendibles de manera aislada o individual, todo esto interroga sobre la pertinencia de la “ciudad” como única unidad de análisis.

Brenner (2013) propone el análisis de lo urbano como categoría constitutiva mediante los distintos procesos de inversión de capital, regulación estatal, consumo colectivo, lucha social, a través de lo cual se constituye como fenómeno, condición o escenario. Sin estos procesos “constitutivos”, el análisis de la ciudad puede limitarse a una descripción meramente formal. Sostiene que las geografías del capitalismo son variadas y reflejan parcialmente la trascendencia del desarrollo espacial dispar y la desigualdad territorial en todas las escalas. Esadiferencia espacial ya no asume la forma de una división entre lo urbano y lo rural, sino que se articula mediante una explosión de esquemas y potenciales de desarrollo dentro de un tejido de urbanización mundial dentro de un paisaje socioespacial muy heterogéneo. En algunos casos adoptan formas de ruptura, aunque el propio espacio se convierte casi siempre en un atributo que otorga cierta continuidad a la sociedad. Se impone, por lo mismo, el uso de un conjunto de nuevas categorías espaciales para comprender de manera más adecuada la realidad de esta fase del desarrollo del capitalismo.

Desde el punto de vista metodológico parece indispensable rebasar la visión de lo urbano como esencia nominal(propiedades sociales específicas y/o las morfologíasespaciales), para abordar las esencias constitutivas: inversión de capital, regulación, formas de consumo (Brenner, 2013; Brenner y Schmid, 2016).

Otro de los conceptos desarrollados por Henri Lefebvre, de gran utilidad es lo que denomina el segundo circuito del capital. En “La producción del Espacio” (Lefebvre, 2013) señala la ambivalencia del espacio urbano en la ciudad capitalista como valor de uso (medio de producción) y valor de cambio (producto de consumo). Lefebvre subraya el rol del urbanismo, y especialmente del sector inmobiliario de las economías capitalistas avanzadas en “fijar el capital en el espacio”. El sector inmobiliario, argumenta Lefebvre, desempeña un segundo sector, de un circuito paralelo al de la producción industrial, que le sirve para asumir sus “choques”.

Cuando existe crisis, el capital procedente del sector industrial fluye al inmobiliario, generando importantes beneficios económicos. De esta forma el capital se fija (se inmoviliza) en lo inmobiliario. Mientras que el papel del inmobiliario no cesa de crecer, señala Lefebvre, la producción industrial de bienes “mobiliarios” detiene su crecimiento ya que la mayoría de los capitales se invierten en el segundo sector. La aportación lefebvriana del segundo circuito del capital es especialmente significativa ya que introduce el concepto de especulación inmobiliaria como un importante elemento del capitalismo contemporáneo (Baringo, 2013).

A modo de síntesis: la configuración espacial como producto social

El recorrido realizado en los acápites precedentes fundamenta la naturaleza social del espacio y la necesidad de explicarlo en la interdependencia con los fenómenos sociales, económicos, políticos y culturales.

Para avanzar en la reflexión teórica, así como para desenvolver los aspectos metodológicos de la investigación, se formula el concepto de configuración espacial para referirse a una forma histórico-social específica que adopta el espacio que contiene y está contenido por las instancias económicas, sociales, políticas y culturales del mismo modo que cada una de ellas lo contiene y es por ellas contenida y los múltiples mecanismos de interacción condicional e interdependiente que serán desarrollados más adelante como mecanismos y estrategias espaciales.

En esta línea se sintetizan a continuación los aportes de Coraggio (1987), Cuervo (2000), Harvey (1998) y Lipietz (1983) y se adaptan algunas formulaciones realizadas en relación con el espacio social para lograr una resolución teórico-metodológica adecuada y pertinente;

i. El espacio no es un paisaje vacío ni el escenario por ocupar, es el producto de relaciones sociales que les contiene y en las que es contenido. La configuración del espacio es un producto social y humano, tanto de la sociedad en términos generales, como de las clases, grupos e individuos que la constituyen. Es además un elemento estratégico esencial, todas las relaciones sociales y aquellas con la naturaleza están mediadas por él2 (Cuervo, 2000).

ii. El espacio es a la vez un producto y un medio preexistente. Dado su carácter intergeneracional, es decir construido a lo largo del tiempo, y colectivo (social), es producto de la acción de los grupos humanos. Sin embargo, y a la inversa, para cada generación es un medio preexistente a la propia acción, una restricción o condicionalidad que se “hereda” y que establece las oportunidades y límites de la práctica social concreta. Esta afirmación permite además hacer una formulación de la compleja relación estructura-agencia desde una perspectiva espacial. No niega la preexistencia del espacio que se “hereda”, pero tampoco anula la capacidad transformativa de la acción humana sobre el espacio.

iii. Los rasgos constitutivos fundamentales del espacio se conforman en relación con la economía y la política. Aun cuando el espacio como conjunto, en su existencia integral, es un producto no voluntario, en el sentido que no obedece a la voluntad única de un agente, o más exactamente es el resultante de la combinación infinita e indeterminada de múltiples y diversas lógicas desplegadas en planos y temporalidades diversas; desde determinantes más estructurales, hasta contingencias biográficas o eventos naturales. Ese infinito abanico de opciones de la acción humana se organizan centralmente en las formas en que la sociedad produce y se reproduce en torno a unas relaciones de poder

iv. El espacio es multiescalar. Esto implica que cualquier recorte arbitrario del territorio administrativo, económico, imaginario, es contenido y contiene a su vez otros niveles. En algunos casos se establecen entre ellos relaciones de conflicto, en otros de complementariedad, de indiferencia, de integración o de exclusión o subsunción. Eso no quita que cada escala tiene una estructura conceptual y constitutiva propia, lo cual tiene al menos dos implicaciones metodológicas. Primero, el espacio debe ser entendido como un componente de un todo complejo; segundo, cada nivel no es simplemente una escala de análisis, sino que es un nivel de análisis pertinente por el hecho de poseer un principio de unidad particular (Lipietz, 1983).

v. El espacio es un acumulado de tiempo. Las espacio-temporalidades se presentan bajo la forma de mosaicos, especialmente en las sociedades coloniales y post coloniales; ese mosaico adquiere contigüidad territorial que en algunos casos no expresa continuidad funcional.

El espacio, como estructura, se organiza a partir del principio de centralidad. Este principio resulta de la permanente tensión-oposición de las fuerzas de concentración y de dispersión, de integración y exclusión, de competencia y complementariedad, de homogenización y diferenciación (Cuervo, 2000).

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