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Ningún fenómeno político internacional nace de la nada. Los principales eventos son resultado de un juego de fuerzas que determinan un clima de época. La caída del Muro de Berlín en 1989 no solo marcó la debacle de la Unión Soviética, sino que fue el punto de inflexión para el ascenso de China promovido desde Estados Unidos que suponía que, estimulando la esfera de los negocios, se achicaría el ámbito de influencia del régimen político chino. El experimento no funcionó y apareció en la selva una especie nueva. Más capitalista que el más capitalista, más autoritario que el más autoritario. Si el mundo chino era ese universo tan lejano y misterioso, el coronavirus se ocupó de traerlo a domicilio. En este nuevo contexto donde Estados Unidos y el gigante asiático compiten en una nueva guerra fría por el liderazgo científico y tecnológico mundial, Argentina deberá aprovechar con inteligencia y coraje los desafíos que se le presentan. Esto es lo que propone Daniel Montoya en Estados Unidos versus China, un libro imprescindible para entender el presente y proyectar el futuro de la Argentina.
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DANIEL MONTOYA
Estados Unidos vs. China
Argentina en la nueva guerra fría tecnológica
Montoya, Daniel
Estados Unidos versus China : Argentina en la nueva guerra fría tecnológica / Daniel Montoya ; prefacio de Facundo Manes. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Vértice de Ideas, 2020.
Libro digital, EPUB
Archivo Digital: descarga
ISBN 978-987-47757-5-7
1. Geopolítica. 2. Nuevas Tecnologías. 3. Guerra Fría. I. Manes, Facundo, pref. II. Título.
CDD 327.16
Diseño y armado de interior: Laura Restelli
Diseño y armado de cubierta: Julio Parissi
Ilustraciones de interior: Roger Mantegani
© 2020, Daniel Montoya
Derechos de edición en castellano reservados para todo el mundo.
© 2020, Vértice de Ideas
Grupo Editorial Deldragón
www.deldragonediciones.com.ar
ISBN 978-987-47757-5-7
Queda hecho el depósito que prevé la ley 11.723
Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la cubierta, puede ser reproducida, almacenada o trasmitida en manera alguna ni por ningún medio, ya sea eléctrico, químico, mecánico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin permiso previo del editor.
Nuestras vidas no son nuestras. Del útero a la tumba, estamos atados a otros, pasados y presentes.
David Mitchell, Cloud Atlas
Una de las tareas más desafiantes en cualquier orden de la vida es agradecer a quienes nos brindaron apoyo para la ejecución de una misión. En este caso, para un cometido de orden personal. Más aún cuando la tecnología y las redes sociales abrieron una cancha de intercambio instantáneo permanente, donde resulta prácticamente imposible registrar la procedencia difusa de muchas ideas, enfoques, datos e imágenes. En tal sentido, el progreso moderno nos convirtió en imitadores seriales. Hoy, más que nunca, nuestras vidas están atadas a las de otros. Basta con abrir cualquier red social, Facebook, Instagram, TikTok o Twitter, para comprobar la catarata interminable de similitudes. Por ello, empiezo, antes que nada, por reconocer el aporte difuso de innumerables fuentes que agrupo bajo el rótulo “Arcón de la Inteligencia Social”. A todos aquellos con quienes interactué durante estos años, vía Twitter especialmente, gracias. La contribución, para mí al menos, fue importantísima.
Del ámbito de los hombres y mujeres de carne y hueso, agradezco, en primer término, a quien me motivó a correr más largo en esta oportunidad. “Sentate a escribir un libro mientras te recuperás”, me aconsejó mi amigo Facundo Manes, luego de consultarlo tras una molesta parálisis facial, en ese momento en vías de desaparición. En un mismo plano, ¿cómo no habría de valorar que Emma Bole me haya abierto su casa en Córdoba para recobrarme, a la par de facilitarme todo para que me sentara a escribir con tranquilidad durante ese largo encierro forzado? Asimismo, reconozco muy especialmente a mi padre, Santiago, siempre predispuesto a brindar soporte, compartir su acervo tanguero y, lo más importante, su sabiduría, parrilla y buena bodega. También le debo un reconocimiento especial a mi amigo Manuel Tagle, por haberme brindado apoyo en mis estadías mediterráneas, no solo con su invalorable amistad, sino también con su consejo deportivo y algún vehículo de su fantástica concesionaria.
Dado que la génesis de este libro está muy vinculada a un trabajo de campo en el Medio Oeste de Estados Unidos para las elecciones presidenciales de 2016, debo especial gratitud a Sofía Pescarmona por su apoyo en aquella oportunidad. También, a quienes se prestaron, con enorme generosidad, a brindar sus valiosos testimonios. Robert Shapiro, de la Universidad de Columbia; Chris Borick, del Muhlenberg College; Thea Lee del Economic Policy Institute; Naomi Lamoreaux, de la Universidad de Yale; un grupo de trabajadores de la planta Alumisource en Monessen Pensilvania; Tom Coyne, alcalde de Brook Park, y John McNally, alcalde de Youngstown. En un mismo plano, a todos los colaboradores al paso, animados a aportar su mirada como encuestados al azar. También a Harley-Davidson de Nueva York, por su aporte de una moto sin la que hubiese sido imposible semejante recorrido. A mi hermana, Silvia, gracias. A Martín de Nicola, gracias. A Roger Mantegani, gracias. ¡A buscar sus pinturas dentro del libro!
No es casual que dejara para el final a mis seres queridos más cercanos, con quienes compartimos este largo viaje que abarca casi todos los terremotos analizados en este libro. Con Andrea, todos, desde Berlín hasta Wuhan. Con Mateo, salvo el primero, todos los otros. A él tengo que agradecerle, especialmente, la música de su propia cantera para varios cortos realizados en el Medio Oeste estadounidense, al igual que para otros realizados en las calles de Buenos Aires, difundidos a través de YouTube. Por último, parafraseando al personaje de ficción David Mitchell de la película de las hermanas Wachowski, nuestra vida hoy en día también está atada a la de nuestras mascotas como nunca lo estuvo antes. En esta dimensión, hago un reconocimiento especial a Pompi, Chiqui y Yaca. No obstante, ello vale también para una dimensión pasada, donde siempre atesoro recuerdos de mis abuelos, Lalita y Carlos, y de mi madre, Estela. Hasta me parece escuchar a menudo su voz: “Daniel, estudiá”. Lo sigo intentando.
“Sentate a escribir”, fue mi respuesta. Me acuerdo de que hacía calor, eran las primeras semanas del año y Daniel me comentó sobre un problema de salud que lo obligaba (como muchas veces sucede) a cambiar de planes. Tenía que enfocarse en su recuperación y en nuevos proyectos. Salir por arriba. Escribir un libro era una oportunidad impensada hasta poco tiempo atrás. Este libro.
Parece que me hizo caso porque Daniel, evidentemente, se sentó a escribir. Todavía no estábamos atravesando la pandemia (al menos no declarada en nuestro país como tal) que desató esta enorme crisis sanitaria, social, económica y, cada vez más, emocional. Pensar la Argentina por aquel tiempo que parece un siglo fue muy distinto a tener que repensarla a partir de lo que nos pasó y pasó en el mundo. Seguramente antes habíamos pensado en las décadas de estancamiento y la enorme gravedad de la situación social y económica que nuestra sociedad viene padeciendo generación tras generación, mientras que ahora nos planteamos la profundización de aquel diagnóstico. Los datos de pobreza e indigencia dolían, y ahora duelen más. La inequidad en la distribución del ingreso ya era costumbre. Y ahora es peor. La calidad de la educación obligatoria preocupaba.
Y ahora, a la fuerza, debemos construir modos y modelos nuevos, y privilegiar el derecho de que cada uno de los chicos y cada una de las chicas de nuestra patria tenga al menos la posibilidad de tener clases de alguna manera. La desinversión en el sistema de salud era alarmante, y hoy nuestra peor pesadilla es el colapso. Y a pesar de este panorama tremendamente crítico, no podemos ponernos de acuerdo. Los sesgos, la lucha por el pedacito de poder que a uno le toca, el privilegio de los intereses particulares o sectoriales por sobre los generales no cede ni siquiera frente a este panorama estrepitoso. Deberíamos preguntarnos ya y a viva voz: ¿por qué no aprovechamos el tremendo sacudón que nos generó la pandemia y, entre todos, tratamos de salir por arriba y ponernos a escribir una nueva historia? Para eso vamos a tener que trabajar mucho, pero fundamentalmente hacer tres cosas: ser creativos, ser solidarios y dejar de hacer lo que venimos haciendo hace décadas y décadas. Debemos intentarlo.
De una vez por todas tenemos la obligación de planificar un país para los que vendrán. Nuestra sociedad es profundamente desigual. Desde hace décadas, cada vez hay más argentinos que, no solo, no pueden planificar su futuro, sino que ni siquiera pueden pensar su presente. Ese es el testimonio más claro de que hemos fracasado. Esto nos tiene que avergonzar y obligar a establecer acuerdos, consensos, pactos pero de verdad, de esos que firman unos y se siguen implementando años después, que den lugar a políticas de Estado, no solo a políticas circunstanciales que, por valiosas que sean, contribuyan a resolver problemas coyunturales. La misión consiste en dejar atrás la pelea política que inmoviliza o nos lleva de un lado a otro, para dar lugar a la cooperación. Lograr que lo que trascienda sea el Estado y no los gobiernos. Privilegiar –como dice el preámbulo de nuestra Constitución– el bienestar general.
Una pregunta importante es si queremos intentarlo. Y la gran pregunta es cómo lograrlo. Las páginas que siguen son un puntapié inicial para responderla. Ponen el foco en el potencial argentino que da el conocimiento. Allí radica la revolución que necesitamos. No podemos pensar en igualar oportunidades si no garantizamos una educación obligatoria de calidad que genere las condiciones para una educación superior al servicio del país. Porque eso es lo que nos permitirá optimizar todo lo bueno que ya tenemos. Pensar que lograremos mayor producción y riqueza sin mayor inversión en educación, ciencia, tecnología e innovación es arrancar al revés. Es el conocimiento lo que nos dará la llave para reinventarnos.
“Un avión argentino de cuatro motores” es una propuesta de política de Estado para nuestro país. Piensa a la Argentina desde un lugar diferente, asumiendo lo que hemos venido haciendo. Aceptarlo es un gran avance. Propone una Argentina del futuro basada en consensos, en el diálogo social (el de verdad, no el de las fotos), que valore lo mejor que tenemos. Pero, fundamentalmente, nos deja un aporte esperanzador: tenemos con qué hacerlo.
La pandemia nos paralizó, acrecentó nuestra vulnerabilidad y nos hizo más débiles. Las consecuencias ya las estamos viviendo y sabemos a ciencia cierta que los próximos tiempos serán aún más difíciles. Sin embargo, la historia de la humanidad nos muestra una y otra vez que las grandes crisis generaron grandes transformaciones sociales. Esta tragedia que estamos viviendo también nos permite pensar en oportunidades. Pero no hay forma de aprovecharlas si no hacemos algo diferente, algo mejor. Depende de nosotros.
Los metafísicos de Tlön no buscan la verdad, ni siquiera la verosimilitud: buscan el asombro.
Jorge Luis Borges, “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius”.
No hubo ningún plan para aislarme por el Covid-19 en Córdoba, mi terruño de origen, donde pasé muchos instantes de felicidad durante mi niñez y juventud. Soy cordobés, aunque ya mitad porteño. Simplemente fue casual que el quinto gran terremoto alrededor de esta etapa de la globalización me sorprendiera fuera de Buenos Aires, recuperándome de una parálisis facial. Aclaro por las dudas. No fue fortuita la alusión a esta versión de la globalización. No nos creamos tan originales. Muchos de nuestros próceres más emblemáticos del siglo XIX y principios del XX, Sarmiento, Rosas, Urquiza o Roca, desde distintos lugares y posiciones políticas, fueron testigos de un intenso intercambio de bienes y servicios, fuera originado por la explotación de recursos naturales, la construcción de ferrocarriles o los flujos de capitales, versus la versión actual, donde concurren poderosos inversores industriales internacionales, desconocidos para los usos y costumbres de aquella época.
Sin embargo, la génesis de este libro arranca mucho antes de esta pandemia. Puntualmente, en 2016, mientras recorría los estados del viejo cinturón oxidado de Estados Unidos sobre una moto, gloria de la mecánica estadounidense, como la Harley-Davidson, en vísperas de la elección que consagró presidente a Donald Trump. Muro con México, revisión del NAFTA, ruptura del Acuerdo Comercial Asia-Pacífico, retiro del Acuerdo de París, “América primero”, “Hacer América grande de nuevo”. Intuía que venía un gran terremoto internacional por delante y, tanto en calidad de analista político como apasionado de las dos ruedas, no me quería perder, por nada del mundo, la oportunidad de realizar una investigación de terreno. En especial, en una región que fue el epicentro industrial del mundo hasta mediados de los años setenta, pero que cedió protagonismo productivo a China, uno de los objetivos de las arremetidas tuiteras de Trump y, varios años más tarde, el país de procedencia de este virus que paralizó al mundo.
Las monumentales viejas acerías de Pensilvania y Ohio, los vestigios de plantas autopartistas de Detroit, el cementerio Lake View de Cleveland, toda una cantidad de hitos del antiguo esplendor arrasado por un profundo proceso de transformación económica, que reverdeció los textos de Joseph Schumpeter sobre los ciclos de destrucción creativa del capitalismo. En este caso, uno novedoso alrededor de una fase inédita de la globalización, signada por el traslado de plantas industriales a Oriente. China en particular, con el consecuente impacto social y político que, unos años más tarde, tanto capitalizó Donald Trump electoralmente, con su nostálgico mensaje dirigido a votantes blancos, sin estudios universitarios, que recuerdan ese mundo por sí mismos o por boca de sus padres. Para la Argentina no son desconocidas ese tipo de contradicciones, entre las sucesivas olas de transformación mundiales que fueron dejando a su paso cuantiosos clubes de ganadores y perdedores.
Por un lado, habrá nostálgicos de la modernización promovida por la Generación del 80, con huellas indelebles como los parques inspirados por paisajistas franceses, red de trenes administrada por compañías británicas o los bosques de Palermo y Retiro. Por otro, habrá críticos del endeudamiento a partir de bonos emitidos en Londres y el posterior default de 1890 o, unos años más tarde, el Pacto Roca-Runciman de 1933. Sin perjuicio de ello, ¿quién puede negar que fueron brotes de un proceso internacional al que nos integramos, con aciertos y desaciertos, con buena voluntad y con fines espurios, pero donde hubieran cabido infinidad de opciones políticas posibles, salvo quedarse al margen? Los ambientes mundiales de época son como los familiares: no se eligen, nos tocan. Por ello, mejor concentrarse en el análisis de la olas en boga a la luz de la imperiosa necesidad de mejorar nuestras capacidades científicas, empresariales y estatales. Sin ellas, el desarrollo de la Argentina es una quimera.
En este plano, tomo la caída del Muro de Berlín como el gran mojón de esta reflexión, elaborada a partir de varios meses de encierro forzados por un virus “Made in China”, que inmovilizó al planeta. En aquellos escombros, comienza a forjarse la dinámica de la globalización actual. Es el fin de la contienda ideológica entre Estados Unidos y la derrotada Unión Soviética. El kilómetro cero, rotulado por Francis Fukuyama como el “fin de la historia” fue en 1992, apenas tres años después del desplome del Muro de Berlín. Parecía el virtual cierre de toda disputa política e ideológica. Estados Unidos triunfante, la Unión Soviética por el suelo. “Partido finiquitado”, dirían en el ambiente deportivo. América Latina –y la Argentina en particular–, festejó así como padeció semejante fuerza arrolladora, bajo una serie de consignas económicas catalogadas como Consenso de Washington. Ellas marcaron a fuego el devenir de esta primera etapa de la globalización con fuerte sello e impronta económica.
Además, el liderazgo militar indiscutible de Estados Unidos sellaba aún más el candado de la historia. Poderío de fuego para asegurar mares y puertos abiertos, sistema económico sin rival alguno a la vista y, por si ello fuera poco, la usina cultural de Hollywood, distribuyendo imágenes del paladar de muchos consumidores, no solo de nuestro continente, sino también del resto del mundo. Un triplete perfecto, en comparación a un viejo contrincante que dejaba tras de sí una montaña de escombros en la ciudad que lo viera entrar triunfal en 1945, más una cantidad de hitos derruidos de un modelo colectivista derrotado, como la isla cubana. En retrospectiva cinematográfica, todo ese cúmulo de sensaciones que capta Good bye, Lenin!, la película de Wolfgang Becker que relata la historia de una disciplinada socialista que cae en coma en 1989, despierta tras la caída del muro y sus familiares le venden el diario de Yrigoyen. Una realidad a la carta, plagada de los viejos lugares conocidos, déjà vu.
A partir de ese primer gran terremoto global, fueron doce años de reinado indiscutible de Benjamin Franklin. En la Argentina, los vientos soplaron tan intensos que hasta anclamos nuestra débil moneda al dólar, con un inolvidable vínculo uno a uno que, para muchos argentinos, implicó viajar por todo el planeta al ritmo pegajoso del “deme dos”. Era un esquema monetario de tanta fortaleza, que se mantuvo vigente por una década. En un país marcado históricamente por los vaivenes económicos, un récord asombroso. No obstante, sería tan imposible explicar semejante resiliencia, abstrayéndose del primer terremoto de Berlín de 1989 y el consecuente mundo unipolar liderado por Estados Unidos, como clarificar su final en diciembre de 2001, prescindiendo del segundo gran sismo que enfrentó la globalización. El atentado a las Torres Gemelas en setiembre de ese año. Con un escaso presupuesto de US$400 000, un grupo de terroristas árabes le asestó al gran imperio moderno el primer mazazo en territorio local, uno que no había sufrido en ninguna guerra mundial ni regional.
Por esa vía, la primera fase de esta globalización con eje en la economía sufría un tremendo revés en el plano de la seguridad de la gran capital financiera mundial, nada más y nada menos. De esa forma tan brutal, mediante un ataque de relojería coordinado, así como pergeñado sobre el propio sistema de aviación civil de Estados Unidos, terminaba la marcha victoriosa, con cancha libre, de la gran superpotencia. “Una gran obra de arte” lo bautizó el compositor alemán Karlheinz Stockhausen, en un juicio cuestionable en su dimensión ética pero irrefutable en el plano de una simple evaluación costo-beneficio. Así terminaba la marcha a paso de vencedores, y la historia que se había precipitado a clausurar Fukuyama unos años antes volvía a inaugurarse salvajemente, pero no en Berlín, sino en Nueva York, a través de la acción de un enemigo fantasmagórico, apenas identificable por las cámaras de seguridad aeroportuarias.
Semejante traspié inducido por el terrorismo le terminó dando espacio a China, el gran actor internacional alternativo, que aprovechó para abandonar su antiguo papel de amortiguador asiático del poderío soviético, para ocupar un rol protagónico versus Estados Unidos en la competencia por la silla vacante de la extinta URSS. Al igual que los años 90, esta nueva realidad mundial tuvo enormes repercusiones en nuestro continente. Los años de crecimiento “a tasas chinas”, impactaron positivamente en el precio de los alimentos, la principal fuente de generación de recursos de la mayoría de las economías latinoamericanas. De tal forma, cobró cuerpo en la región la idea de países y líderes activos en las áreas sociales que, en cierta forma, encarnaban las antípodas del ciclo anterior. Hugo Chávez en Venezuela, Lula da Silva en Brasil y Néstor Kirchner en Argentina, en contraposición a los liderazgos promercado de la década anterior, como Rafael Caldera, Fernando Cardoso y Carlos Menem.
“La rebeldía paga” podría ser el eslogan emblemático de la época. Comenzaron a gestarse diferentes clubes de países emergentes. Uno de los más destacados, aquel formado por Brasil, Rusia, India y China, cuya sigla pasó a ser BRICS luego de que se sumara Sudáfrica. También se consolidó la Unión de Naciones Sudamericanas, UNASUR, conformada por casi todos los países del continente, la Argentina entre ellos, a través del Mercosur. En una palabra, prosperaron una cantidad de emprendimientos, endebles muchos de ellos, tendientes a balancear el tablero político internacional, mediante la conformación de polos de poder alternativos a Estados Unidos. Por cierto, las condiciones eran muy propicias. Una ráfaga de fanatismo de un minúsculo grupo de terroristas de Medio Oriente había dejado al desnudo las debilidades de seguridad de una gran potencia mundial, incapaz de garantizar la propia protección de sus aeropuertos, menos aún la del corazón del sistema financiero mundial, Wall Street.
De ese modo, emergió un viejo actor de la política internacional pero en las Torres Gemelas, con un fanatismo y una precisión inusitados. Pocas películas tratan con profundidad ese fenómeno como lo hace Kathryn Bigelow en Vivir al límite. ¿Cómo explicar semejante conducta humana que le agregó un nuevo capítulo sobre seguridad y métodos de guerra a la globalización pero, a su vez, también le mostró su capacidad de afectarla en el plano económico por vía del daño a uno de sus principales motores, Estados Unidos? A partir de allí, para la Roma moderna, las cosas nunca volverían a ser como antes. El alivio temporal llegaría por vía de reformas fiscales y financieras, que no solo tuvieron magros resultados, sino que terminarían pariendo el siguiente temblor de la globalización, con aparente centro en una burbuja inmobiliaria que, en realidad, era apenas la punta del iceberg de un desbocado sendero de desregulación y sofisticación financiera, abierto en tiempos de Ronald Reagan.
Dos enormes traspiés en el transcurso de siete años. Dolorosamente para Estados Unidos se acababa la marcha triunfal posterior a la Segunda Guerra Mundial, con su producto doméstico creciendo a un ritmo promedio de 4% anual por casi treinta años, entre 1945 y 1973. Expansión de la industria automotriz, boom inmobiliario, auge del gasto militar, formación de grandes corporaciones, infraestructura vial, esplendor de los medios de comunicación. La época del sueño americano como sinónimo de movilidad social ascendente. Los tiempos de la América grande, guardada en el arcón de los recuerdos, reflotada durante seis años por Ronald Reagan, entre 1983 y 1989, o reeditada por siete años por Bill Clinton, entre 1992 y 1999. Sin embargo, todo lo que vino después, a la par de los dos tremendos terremotos de 2001 y 2008, fueron vaivenes. El espasmo de 2004-2005 en tiempos de George W. Bush y, a partir de ahí, ningún año con un crecimiento mayor al 3%. Vale para Barack Obama, también para Donald Trump.
No obstante, el impacto del primer cachetazo a la seguridad nacional de 2001, US$3,3 billones o un tercio del producto doméstico estadounidense según New York Times, no tuvo las consecuencias locales, menos para el resto del mundo, de la mal llamada crisis de las hipotecas de 2008. De menor a mayor, este terremoto obligó a las principales financieras internacionales a depreciar el valor de sus préstamos por más de US$2 billones. Pero, en el aspecto sustancial, este shock produjo pérdidas globales por US$15 billones o un quinto del PBI mundial de 2008, según estimación del ex Standard & Poor’s, Mark Adelson. En tiempos modernos, 2009 fue el primer año donde la producción se contrajo en términos reales. Semejante descalabro abrió un sinnúmero de puertas para la creatividad y el análisis. Una de ellas, abordada por el policial islandés Trapped. Tras la crisis financiera, un pequeño pueblo helado de ese país se convierte, para los intereses chinos, en un atractivo nodo comercial de la ruta con Oriente.
Otras excelentes series como Ozark, relataron el auge del lavado de dinero y el narcotráfico. “Cuando los bienes raíces se hundieron, el dinero de las drogas era el único efectivo para apuntalar a los grandes bancos”, Jonah Byrde, textual. Ningún enfoque es excluyente del otro. Los efectos del crack financiero fueron tan persistentes que muchos expertos aseguran que los mercados financieros tardaron una década en normalizarse. Un momento bisagra, no solamente en el plano mundial, sino en el ámbito de la política estadounidense. En cierta medida, el clima pesimista abierto por semejante trauma inauguraba una nueva década marcada por el crecimiento débil, el estancamiento de la productividad —ergo, de los sueldos—, la caída del comercio internacional y, en el plano político, el malestar con la globalización, así como el ascenso de líderes populistas, tanto por izquierda como por derecha. Unos y otros, con un denominador en común: un discurso político binario. Amigo-enemigo. Nosotros-ellos. Polarización. Grieta.
Lo que pocos o casi nadie imaginaba es que este devenir, que volvía a encontrar suelo fértil en el seno de las democracias europeas, extendería su mano a una potencia occidental históricamente percibida como guardiana de los valores que hacen tanto a la esencia como al conflicto fundamental dentro de los sistemas democráticos. Igualdad versus libertad. Más aún, ¿quién podría negar que a lo largo del siglo XX, Estados Unidos había funcionado como última línea de defensa ante el embate de los totalitarismos occidentales y, a continuación, como barrera de contención contra la difusión del orden político soviético? En tal sentido, Norteamérica fue mucho más que un faro de atracción para vanguardistas, como Alexis de Tocqueville o Juan Bautista Alberdi. También fue el gran actor político que puso de rodillas a Japón con la bomba atómica, así como atajó a la vieja URSS en todos los teatros bélicos posibles. Corea, Vietnam, América Latina, Europa y continúan las firmas.