¿Estás dormida? - Kathleen Barber - E-Book

¿Estás dormida? E-Book

Kathleen Barber

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Beschreibung

Una novela de suspense psicológico con un gran gancho narrativo, ¿Estás dormida? cautivará a los fans de The making of a murder y atraerá a los lectores que buscan protagonistas femeninas fuertes. Las voces narradoras son las de la protagonista y la de la periodista que, sin que nadie se lo haya pedido, lleva nueva luz al brutal homicidio de su padre. El debut de Kathleen es una historia sobre pérdidas, sobre lazos y secretos familiares y sobre la influencia de los medios. Josie lleva los últimos 10 años intentando escapar de la reputación de su familia, y con razón: su padre fue asesinado, su madre se escapó para unirse a una secta, y su hermana gemela le robó a su novio del instituto. Josie por fin ha logrado echar raíces en Nueva York, estableciendo una vida doméstica con su pareja, Caleb. El único problema es que ha mentido a Caleb sobre todos y cada uno de los detalles de su pasado. Cuando un podcast empieza a investigar el caso del asesinato de su padre, que lleva tantos años cerrado, a Josie le angustia que su mundo pueda empezar a desmoronarse. Después de que la muerte de la madre de Josie la obligue a regresar a su casa en el Midwest, tendrá que enfrentarse a las relaciones sin resolver de su pasado, y a las mentiras sobre las que ha edificado su futuro. La periodista que produce el podcast es cada vez más obstinada, y la hermana de Josie alcanza un punto de crisis emocional al revelarse por fin la verdad sobre el asesinato de su padre.

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Editado por HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

¿Estás dormida?

Título original: Are You Sleeping

© 2017 by Kathleen Barber

© 2018, para esta edición HarperCollins Ibérica, S.A.

© De la traducción del inglés, Eva Cruz y Beatriz Marín

 

Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos comerciales, hechos o situaciones son pura coincidencia.

 

Diseño de cubierta: CalderónStudio

Imágenes de cubierta: Shutterstock

 

ISBN: 978-84-9139-301-6

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Dedicatoria

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Agradecimientos

 

 

 

 

 

 

Para mamá

Extracto de la transcripción de Reexaminado: El asesinato de Chuck Buhrman. Episodio 1. Introducción al asesinato de Chuck Buhrman. 7 de septiembre de 2015

 

Charles «Chuck» Buhrman no tenía enemigos. Un respetable profesor de Historia de Estados Unidos de una pequeña universidad de artes liberales del Medio Oeste. Todos los años, los estudiantes del Departamento de Historia de la universidad de Elm Park, llevaban a cabo una votación informal para elegir a su profesor favorito y todos los años coronaban a Chuck Buhrman como ganador. Según todo el mundo, su reputación en la comunidad de Elm Park, Illinois, donde estableció su hogar, era igualmente positiva. La gente recordaba su participación en trabajos voluntarios, tan ingratos como organizar el desfile local de Halloween, organizar rifas para mantener el centro municipal de las artes y ocuparse de la caja registradora del mercadillo de la biblioteca. Hasta su vida familiar parecía idílica: una mujer joven y guapa, un par de hijas adorables y bien educadas.

Chuck Buhrman encarnaba el sueño americano. Pero de pronto, el 19 de octubre de 2002, este señor agradable y querido encontró un final prematuro al recibir un disparo a bocajarro en la nuca, en la cocina de su propia casa.

Warren Cave, el vecino de la casa de al lado, de diecisiete años, fue detenido y acusado de asesinato. Fue condenado y en la actualidad cumple cadena perpetua.

El asesinato de Chuck Buhrman fue un crimen estremecedor y absurdo. Pero al menos se hizo justicia, ¿verdad?

¿Verdad?

Pero ¿y si Warren Cave no lo hizo? ¿Y si estuviera pasando su vida en prisión por un crimen que no cometió?

Me llamo Poppy Parnell, y esto es Reexaminado: El asesinato de Chuck Buhrman. Pasaré las próximas semanas investigando esta y otras cuestiones que puedan surgir. ¿Mi objetivo? Revisar de forma firme y resuelta las escasas evidencias que pueden haber condenado a un hombre inocente, y quizás descubrir la verdad, o disipar para siempre cualquier duda que pueda quedar sobre lo que realmente sucedió aquella noche de octubre de 2002. Espero que me acompañen en este viaje.

Capítulo 1

 

 

 

 

 

Nada bueno ocurre después de medianoche. Eso era al menos lo que la tía A nos decía cuando le suplicábamos que nos diera permiso para llegar más tarde a casa. Hacíamos algún comentario jocoso, poníamos los ojos en blanco, y con gran dramatismo declarábamos que estaba arruinando nuestra vida social, pero con el tiempo he apreciado la sabiduría de sus palabras. Lo único que surge entre la medianoche y la salida del sol son problemas.

Así que cuando mi teléfono sonó a las tres de la mañana, mi primer pensamiento fue: «Algo malo ha sucedido».

Instintivamente alargué el brazo hacia Caleb, pero mi mano agarró solo sábanas frías. Por un momento se me hizo un nudo en la garganta, y enseguida recordé que Caleb llevaba tres semanas de viaje supervisando a los cooperantes en la República Democrática del Congo. Todavía medio dormida, calculé vagamente que allí serían las ocho de la mañana. Caleb debía de haberse olvidado de la diferencia horaria o habría calculado mal. La verdad es que ninguno de los dos fallos eran propios de él, pero yo sabía lo agotadores que le resultaban estos viajes.

El teléfono sonó de nuevo, lo cogí y saludé atropelladamente, esperando entusiasmada el familiar acento neozelandés de Caleb, el suave murmullo de su voz diciendo «Jo, amor».

Pero no hubo respuesta. Suspiré frustrada. Las llamadas de Caleb desde el extranjero se caracterizaban por retrasos irritantes, ecos y extraños clics, pero en este viaje estaban siendo especialmente difíciles.

—¿Hola? —intenté de nuevo—. ¿Caleb?… Creo que hay mala conexión.

Pero a medida que iba hablando, noté que no había interferencias. La conexión era nítida, tan nítida en realidad que podía escuchar el sonido de alguien respirando. Y… algo más. ¿Qué era? Agucé el oído y me pareció oír a alguien tararear una melodía conocida, pero que no conseguía identificar. Un escalofrío de alarma me recorrió la espalda.

—Caleb —dije de nuevo, aunque ya no estaba segura de que mi novio estuviera al otro lado de la línea—. Voy a colgar. Si puedes oírme, vuelve a llamar. Te echo de menos.

Aparté el teléfono, y un segundo antes de apagar escuché una voz femenina, conmovedoramente familiar diciendo en voz baja:

—Yo también te echo de menos.

Dejé caer el teléfono con mano temblorosa y el corazón a punto de salírseme del pecho. La línea estaba mal, eso es todo, me dije a mí misma. No ha sido más que el eco de mis propias palabras. Nadie ha dicho «también». Al fin y al cabo, eran las tres de la mañana. No había sido ella. No podía haber sido. Habían pasado casi diez años; no me iba a llamar ahora, no así.

«Ha ocurrido algo malo».

Agarré el teléfono y repasé mi registro de llamadas. Pero no encontré ninguna pista, solo un ambiguo número oculto.

«Ha ocurrido algo malo»;volví a pensar, antes de exigirme con severidad: «Para». Solo era Caleb, solo una mala conexión transcontinental, nada que no hubiera pasado antes.

Pero aun así, necesité dos dosis de NyQuil para conseguir dormirme.

 

 

Eran casi las once cuando me desperté y, a la luz del día, la misteriosa llamada de madrugada no parecía más que un mal sueño. Le envié un e-mail rápido y confiado a Caleb (Lo siento, la conexión de ayer era muy mala. Vuelve a llamar pronto, besos) y me até las zapatillas deportivas. Me detuve en el umbral de arenisca de Cobble Hill para charlar del tiempo con la anciana del primero y salí disparada hacia Brooklyn Heights Promenade.

Cuando Caleb y yo nos mudamos de Auckland a Nueva York hace dos años, imaginaba que hasta los aspectos más cotidianos de nuestra vida estarían salpicados de glamur. Esperaba ir absorbiendo arte vanguardista de camino al tren, ojear tomates criollos al pasar por el mercado de productores de Brooklyn junto a Maggie Gyllenhaal, y admirar las abiertas vistas de la Estatua de la Libertad mientras hacía footing por el puente de Brooklyn. En realidad, lo más parecido al arte callejero que veía era una rayuela trazada a tiza y, de vez en cuando, alguna pintada con espray en un cubo de basura. Nunca compré tomates ecológicos en el mercado de productores porque su precio era tan elevado que daba risa, y la única famosa con la que me codeé fue una auténtica Mujer Desesperada (que, por cierto, se quejó de viva voz del precio de los tomates). Y lo de hacer footing sobre el puente de Brooklyn en teoría parecía buena idea, pero en la práctica era malísima. A menudo, el puente estaba atascado por turistas con sus cámaras inoportunas, bicicletas y cochecitos de bebé. Me di cuenta de que prefería la calma del Promenade, con sus aceras anchas, su notable ausencia de turistas y unas vistas igual de impresionantes.

Volví a casa sudorosa y llena de energía, con el tiempo justo para ducharme y prepararme un sándwich antes de salir a hacer mi turno de tarde en la librería. Cuando era niña, me imaginaba a mí misma yendo a trabajar todos los días con traje y tacones (el modelo exacto cambiaba según mi estado de ánimo, pero a menudo se parecía al personaje de Christina Applegate en No le digas a mamá que la canguro ha muerto). Me hubiese decepcionado profundamente verme a mí misma con casi treinta años yendo a trabajar en vaqueros y Converse: mi yo adolescente, sin duda, lo habría considerado un fracaso. Pero, aunque mi trayectoria no fuera la que había imaginado, estaba bastante satisfecha de trabajar en la librería. Al principio de nuestra estancia en Nueva York, me apunté en una agencia de trabajo temporal para encontrar algún empleo de tipo administrativo, pero acabé tirándome de los pelos. Entonces me enteré de que la librería de abajo buscaba un empleado. Empecé trabajando unas horas a la semana, y completaba mi sueldo con un curro a tiempo parcial como camarera, pero en los últimos años, fui haciendo más horas, hasta que se convirtió en un trabajo a tiempo completo. Disfrutaba cada segundo que pasaba en la librería, me encantaba estar rodeada de historias y ayudar a los clientes a elegir títulos. Cuando había poco movimiento, leía las biografías de los presidentes y me decía que algún día le sacaría provecho, por fin, a la licenciatura en historia que me había sacado por internet.

Aquella tarde estaba trabajando con Clara, cuyos preciosos rasgos etíopes y su increíble colección de camisetas con temas literarios me resultaban envidiables. La alegre y cariñosa Clara era lo más parecido que tenía a una amiga en Nueva York. A veces íbamos juntas a clase de yoga o a correr, alguna vez me invitaba a ver una obra de teatro o una lectura de poesía de algún que otro amigo en el off-off-off Broadway. A principios de verano, Caleb y yo nos apuntamos con Clara y su ahora exnovia a noches de Trivial en un bar de Court Street, y para mí aquellas noches eran el punto álgido de la semana.

Su exnovia había empezado a llamarla otra vez, y mientras colocábamos una nueva remesa de libros, Clara me pedía ayuda para descodificar su última conversación. Mientras debatíamos si «nos vemos» significaba «hagamos algo juntas» o «quizás nos veamos por ahí», la llegada de un cliente hizo sonar la campanilla y las dos alzamos la mirada.

No creo en las señales. No le doy importancia al destino, me da igual cruzarme con un gato negro, y solo voy a leerme el tarot para echarme unas risas. Pero si alguna vez fue momento de creer en los presagios, fue aquella tarde, cuando, con el eco aún de aquella voz extraña al teléfono sacudiendo mi memoria, una mujer entró en la librería con sus dos hijas gemelas. Se me nubló la vista y me flaquearon las rodillas; tuve que agarrarme a una mesa cercana para no desplomarme.

—Hola —dijo la señora—. Estoy buscando los libros de Nancy Drew. ¿Los venden ustedes?

Asentí muda, incapaz de apartar los ojos de las gemelas. No es que se parecieran a nosotras, en absoluto. Eran rubias con las mejillas pecosas y grandes ojos negros; casi el polo opuesto a nosotras, de pelo negro como la tinta y ojos azules. Además, estaba claro que las niñas no se llevaban bien: se las veía enfurruñadas y de vez en cuando se daban algún que otro mamporro a espaldas de su madre. Lanie y yo nunca nos peleamos así. Hasta que nos hicimos mayores, quiero decir. Pero había algo en ellas, cierta carga emocional, que me dejó bloqueada.

—Claro —dijo Clara, haciéndose un hueco a mi lado para ayudarla—. Permítame que se los muestre.

Me disculpé y me metí en el baño para evitar tener que mirar a las niñas. Saqué el teléfono del bolsillo y volví a revisar el registro de llamadas. Número oculto. ¿Y si no hubiera sido Caleb? ¿Podría ser Lanie? Hacía casi una década que no hablaba con mi hermana, algo tenía que ir mal para que me llamara.

Cuando salí del baño, las niñas y su madre ya se habían ido.

—Lo sé —dijo Clara en plan solidario—. A mí también me ponen de los nervios los gemelos. Será un trauma colateral, por ver Elresplandor a la tierna edad de ocho años.

—¿El resplandor? —respondí todavía alterada. Me había leído el libro, pero no recordaban ningún gemelo.

—Estás de broma. ¿Nunca has visto Elresplandor? Mis hermanos mayores la veían todo el tiempo. Se dedicaban a perseguirme por la casa gritando: «¡Redrum, Redrum!». Clara sonrió y sacudió la cabeza con afecto—. Menudos capullos.

—Soy hija única —le dije—. No tuve hermanos que me obligaran a ver películas de miedo.

—Vaya, pues tú te lo pierdes. ¿Qué haces esta noche? A no ser que tengas un plan increíble, sí o sí hacemos noche de cine en mi casa.

Acepté enseguida. Por alguna razón me sentía inexplicablemente incapaz de quedarme sola aquella noche, a pesar de que jamás fuera a reconocerlo, y la película suponía una distracción eficaz. Hasta que comprobé mi e-mail:Perdona, amor, ayer no te llamé. La señal de internet estos últimos días ha sido demasiado débil para llamar. Las cosas por aquí van bien en lo que respecta al trabajo. Vamos bien de tiempo, llegaré a casa en una semana, más o menos. Te pondré al día. Mataría por una ensalada. Te echo de menos mogollón. Te quiero.

El correo de Caleb me produjo más escalofríos que todos los terroríficos acontecimientos del Hotel Overlook. Si no me había llamado él, estaba claro que era Lanie. Me inundó un torrente de recuerdos: Lanie dando vueltas como una peonza bajo el cielo nocturno con una bengala en cada mano; Lanie estampándome la puerta en las narices, con los ojos inyectados en sangre y la boca con un gesto funesto; Lanie apartando las mantas de mi cama gemela y trepando a mi lado, susurrándome con su aliento caliente sobre mis mejillas: «Josie, ¿estás dormida?», y siempre sin esperar respuesta, poniéndose a contar secretos bajito en la oscuridad.

«Josie-Posie, tengo que contarte algo», había dicho en cierta ocasión; su tono de voz desbordante de entusiasmo y complicidad. «Pero tienes que prometerme que esto queda entre nosotras. Todo lo que se dice en esta habitación queda entre nosotras, siempre».

«Siempre»; asentí, enganchando mi dedo anular al suyo en nuestra señal secreta. «Te lo prometo».

El secreto de Lanie era que aquella tarde había besado al entrenador de tenis de dieciocho años de nuestro campamento de día detrás del edificio municipal: una revelación sorprendente, teniendo en cuenta que nosotras ese verano teníamos trece, y que de alguna manera había conseguido engatusar a aquel chico atractivo y apartarlo de sus obligaciones. Yo me había escandalizado y había susurrado algo así como que a nuestros padres eso no les gustaría.

«No tienen por qué saberlo», dijo con severidad. «Recuerda, queda entre nosotras. Siempre».

«Siempre». Su voz sonaba claramente en mi cabeza. Había sido Lanie, seguro. ¿Volvería a llamar?

Y si lo hacía, ¿estaría yo preparada para contestar?

 

 

Al día siguiente tenía la tarde libre y cogí el tren hacia el mercado de productores de Union Square. Una vez allí, sin embargo, me decepcionó verlo tan concurrido y tampoco me gustó la selección de berzas manoseadas y peras, así que acabé haciendo la compra en el Whole Foods (que estaba solo un poco menos lleno). Sentada en el metro de la línea R, tratando de mantener sobre mi regazo un par de bolsas llenas de hamburguesas vegetarianas congeladas y carísimos pero preciosos productos agrícolas, escuché a alguien decir:

—Tía, ¿has oído lo del asesinato de Chuck Buhrman?

Se me agolpó la sangre en los oídos y se me nubló la vista. Hacía más de una década que no oía el nombre de mi padre, y escuchar soltarlo así como si nada a una adolescente flaca, con un piercing en el labio, hizo que se me revolviera el estómago.

—¿Es el podcast ese del que habla todo el mundo? —le preguntó su amiga—. Paso de podcasts.

—Esto es distinto —insistió la primera chica—. Créeme, es un puto flipe. A este tío lo condenaron por asesinato, ¿vale? Pero todas las pruebas eran de esas que se llaman «circunstanciales».Lo más grave que tenían era que la hija del tío aseguraba haberlo visto. Pero la cosa es que al principio dijo que no había visto nada. Así que sabemos que es una mentirosa. Pero ¿cuándo estaba mintiendo? Tienes que oírlo, tía, es adictivo de cojones.

Mientras el tren se deslizaba hacia la parada de Court Street, la chica seguía promocionando el podcast con entusiasmo. Me había pillado tan de sorpresa que no estaba segura de poder levantarme, no digamos ya subir las escaleras del metro y, cargada de comestibles, caminar el último tramo hasta nuestro apartamento. Al ponerme en pie me fallaron las rodillas, pero conseguí abrirme paso por los pasillos del metro repletos de gente y subir a la superficie. En mi desconcierto, tomé la boca equivocada y salí al otro lado de Borough Hall. Caminé dos manzanas en la dirección opuesta hasta que recuperé la cordura. Tras reorientarme, conseguí poner un pie delante del otro las veces suficientes como para llegar a casa.

Deslicé la llave en la cerradura y vacilé. Había pasado varias semanas odiando el silencio que la marcha de Caleb había dejado en nuestro apartamento. Echaba de menos su apacible desorden. De repente, me molestaba que cada cosa estuviera exactamente en el sitio donde la había dejado. Hacía semanas que no me tropezaba con sus zapatillas de deporte tiradas en el suelo del salón, con los cordones estirados como pequeños bracitos. Ya no me encontraba tazas de café a medio beber en el baño, libros con las páginas marcadas atrapados entre los cojines del sofá, o la radio-despertador con clásicos del rock sonando bajito en una habitación vacía. Notaba su ausencia en la falta de estas pequeñas incomodidades domésticas, y me pellizcaban el corazón cada vez que entraba en nuestra casa.

Pero mientras sujetaba la llave dentro de la cerradura con mano temblorosa y con el nombre de mi padre retumbando en mi cerebro, agradecí la soledad de mi apartamento. Necesitaba estar sola.

Solté las compras en la entrada, dejando que las hamburguesas vegetarianas se descongelaran lentamente en el suelo y fui corriendo hasta mi ordenador portátil. Tecleé con dedos temblorosos el nombre de mi padre en el buscador. Al ver el número de entradas se me subió la bilis a la garganta. Había páginas y más páginas, un desfile alarmante de nuevos artículos, piezas de opinión, y entradas de blog, todos con fechas comprendidas en las últimas dos semanas. Hice clic en el primer link, y ahí estaba: el podcast.

Reexaminado: El asesinato de Chuck Buhrman; las letras rojas en negrita salpicaban una foto borrosa en blanco y negro de mi padre. Era el retrato que usaba para el trabajo, en el que parecía más una caricatura de profesor de universidad que un verdadero profesor, con su chaqueta de tweed, sus gafas torcidas y una barba negra y espesa. El leve destello de sus ojos hizo que casi me viniera abajo.

«Papá».

Cerré el portátil de golpe y lo enterré bajo una pila de revistas. Cuando ya lo único que podía ver era a Kim Karadashian, observándome desde la portada de una revista del corazón que había comprado avergonzada un día que estaba esperando el tren, (un ejemplo más de cómo se venía todo abajo cuando Caleb no estaba) conseguí volver a respirar con normalidad.

Mi prima Ellen no contestó mi llamada y le dejé un mensaje de voz pidiéndole que me dijera qué sabía del podcast. Después de veinte minutos sentada en el sillón esperando que sonara mi teléfono, me rendí y me puse a buscar tareas para distraerme: coloqué las compras, fregué el charco que las hamburguesas vegetarianas habían dejado en la entrada, y me preparé un baño, aunque lo vacié antes de meterme. Comencé a pintarme las uñas de los pies, pero abandoné mi propósito después de haberme pintado solo tres de un triste violeta oscuro.

Lo único que me ayudó fue el vino tinto. Hasta que no me tomé un vaso de zumo lleno de esta sustancia, no tuve la calma para revisitar el podcast de la web. Me rellené el vaso y aparté las revistas. Sin más preámbulo, abrí el portátil.

La página web seguía allí, seguía anunciando el podcast que prometía «reexaminar» el asesinato de mi padre. Fruncí el ceño, confusa. No había nada que reexaminar. Warren Cave asesinó a mi padre. Lo declararon culpable y recibió su castigo. ¿Cómo podía esta Poppy Parnell, esta mujer cuyo nombre parecía más propio de un muñequito de lana que de una periodista de investigación, alargar toda una serie con eso? En un acto de autoprovocación, fui dando vueltas con el cursor sobre el botón de «descargar ahora» del primero de los dos episodios disponibles. ¿Me atrevería a hacer clic sobre el enlace? Me mordí el labio, titubeando, le di otro trago al vino para armarme de valor e hice clic.

Ellen llamó justo cuando el episodio 1 había terminado de descargarse. Mi curiosidad morbosa era tan grande que a punto estuve de rechazar la llamada para oír el podcast, pero conseguí librarme de ella y contesté al teléfono.

—¿Ellen?

—No escuches ese podcast.

Solté el aire que no sabía que estaba aguantando.

—¿Es malo?

—Es una basura. Basura sensacionalista. Esa pseudoperiodista está comercializando con la desgracia de tu familia, y es asqueroso. Le he pedido a Peter que investigue si podemos demandarla por difamación o calumnia, o como se diga. Él es el abogado, ya encontrará el modo de hacerlo.

—¿De verdad crees que puede? ¿Conseguir que paren?

—Peter puede hacer cualquier cosa que se proponga.

—¿Como casarse con una mujer a la que le dobla la edad?

—La verdad es que no es buen momento para bromas, Josie —dijo Ellen, pero podía oír cierto tono jocoso en su voz.

—Lo sé. Son los nervios. Por favor, dale las gracias a tu estimado marido por su ayuda.

—Te iré contando a medida que me vaya enterando de más. ¿Tú cómo lo llevas?

—Bueno, para empezar, preferiría no haberme enterado oyéndoselo a una adolescente en el metro. ¿Por qué no me lo contaste?

—Porque esperaba no tener que hacerlo. Pensaba que todo se disiparía. Pero por lo que se ve, Estados Unidos está hambrienta de productos oportunistas y sensacionalistas que consisten en reinventar la realidad.

—No me puedo creer que esté pasando esto. ¿Qué se supone que debo hacer?

—Nada —dijo Ellen con firmeza—. Peter se está encargando de esto. Y yo todavía creo que caerá por su propio peso. ¿Cuánto «reexamen» se puede hacer de un caso tan evidente?

 

 

Pese a que Ellen me había advertido insistentemente de que no escuchara el podcast, seguía tentada, igual que te tienta arrancarte una costra o tirar de un padrastro hasta que te haces sangre. Sabía que no sacaría nada bueno de escucharlo, pero quería (no, necesitaba) saber lo que la tal Poppy Parnell estaba diciendo. ¿Cómo podía siquiera justificar «reexaminar» el asesinato de mi padre? ¿Y cómo podía eso ser la premisa para una serie entera de programas? Yo podría resumir eficazmente el caso en una frase: Warren cave mató a Chuck Buhrman. Fin de la historia.

Rematé el vino y deseé que Caleb estuviera en casa. Añoraba la tranquilizadora sensación de sus manos grandes y cálidas sobre mis hombros y su reconfortante voz asegurándome que todo iba a ir bien. Necesitaba que hiciera el té y que pusiera el realityshow ese raro en el que unos hombres desdentados fabrican whisky ilegal. Si Caleb hubiera estado en casa, me sentiría protegida y reconfortada; no estaría trasegando vino sola en la oscuridad, completamente aterrorizada.

Y, sin embargo, una parte de mí se sentía aliviada por la ausencia de Caleb. La sola idea de tener que decirle lo del podcast y, en consecuencia, tener que admitir todas las mentiras que le había contado me inundaba de terror. Esperaba desesperadamente que Ellen tuviera razón, y que los ecos del podcast se apagaran por sí solos antes de que Caleb regresara de África.

No escuché el podcast, pero no pude evitar googlear obsesivamente el nombre de Poppy Parnell toda la noche. Tenía treinta y pocos años, solo dos o tres más que yo. Era del Medio Oeste, como yo, y tenía una licenciatura en periodismo por la universidad Northwestern. También vi que en una época había dirigido un sitio web sobre crímenes muy popular, y era autora de una larga lista de artículos en publicaciones como el Atlantic y el New Yorker. Cuando hube agotado todas las entradas, pasé a la búsqueda de imágenes. Poppy Parnell tenía el pelo rubio rojizo, era delgada, de rasgos afilados y ojos grandes, casi asombrados, con un atractivo no lo suficientemente convencional como para la tele, pero demasiado guapa para la radio. En la mayoría de las fotos llevaba trajes de chaqueta demasiado largos y se inclinaba hacia delante, con la boca abierta, y una mano a medio levantar, en pleno gesto. Poppy parecía la clase de chica de la que yo podría haber sido amiga hace toda una vida.

Me serví el resto del vino en el vaso mientras escudriñaba la cara sonriente de Poppy Parnell. Alargué el brazo para cerrar de una vez el ordenador, pero algo me detuvo. El podcast seguía abierto en otra pestaña.

«Papá».

Maldiciendo a Poppy Parnell y a mí misma pulsé el play.

Extracto de la transcripción de Reexaminado: El asesinato de Chuck Buhrman. Episodio 1: Una introducción al asesinato de Chuck Buhrman. 7 de septiembre de 2015

 

No sabía qué esperar de mi primer encuentro con Warren Cave. Cuando nos presentaron de forma oficial, ya había pasado varias largas tardes con su madre, Melanie, una mujer de belleza clásica, estilo envidiable y un perfecto aplomo. Uno de los temas favoritos de Melanie es su hijo, habla maravillas de él, ensalzando su calidez y generosidad, su habilidad con los ordenadores y, sobre todo, su fe.

Yo había hecho mis deberes sobre Warren Cave, para completar (y contrastar) la laudatoria descripción que Melanie había hecho sobre su hijo. Rastreé las notas de la policía, las transcripciones del juicio y las reseñas sobre él en la prensa.

Como la mayoría de la gente que conozca el caso, aunque sea de forma superficial, la imagen que tenía de Warren Cave era la de un chico flaco, con hombros encorvados, acné, y grasientos mechones de pelo teñidos de negro. Las fotos lo mostraban perpetuamente ataviado de negro y sin hacer nunca contacto visual con la cámara. Warren Cave era el tipo de adolescente que haría que la mayoría de nosotros cruzáramos la calle para evitarlo.

Me resultaba difícil reconciliar esta imagen con el joven que su madre me había descrito tan favorablemente. ¿El amor maternal le habría impedido ver la auténtica naturaleza de su hijo? ¿O era aquella imagen de duro de su juventud puro postureo? ¿Estaría la verdad, como suele suceder, en algún punto intermedio?

Cuando conocí a Warren Cave en la institución penal de Stateville, la prisión de máxima seguridad cerca de Joliet, Illinois, donde ha pasado los últimos trece años, no lo reconocí. Se había aficionado a hacer pesas y había cambiado su constitución delgada por unos músculos descomunales. Tal y como me explicó, su rutina de pesas es más una necesidad que un placer. En prisión, uno no puede permitirse ser débil. Esa era una lección que Warren había aprendido por las malas: tiene la cara marcada por una cicatriz que se extiende por toda su mejilla izquierda, un duro recordatorio del ataque de un interno durante el primer año de su condena.

Warren, que ahora lleva el pelo cortado al uno y ha recuperado su rubio ceniza natural, todavía evita el contacto visual. A menudo parece estar a la defensiva, pero sonríe con calidez cuando menciono a su madre. Melanie conduce dos horas todos los domingos para ir a ver a su hijo, y dice que es su mejor y única amiga. Aparte de su madre y el reverendo Terry Glover, el pastor de la Primera Iglesia Presbiteriana de Elm Park, Warren no tiene más visitas. Andrew Cave, el padre de Warren, abandonó a su familia poco después de que detuvieran a su hijo y murió de cáncer de próstata hace ocho años. Ninguno de los amigos que Warren tuvo en su juventud ha mantenido el contacto.

No pierdo el tiempo y voy directa a las preguntas importantes.

 

POPPY:  Si usted no mató a Chuck Buhrman, ¿por qué iba a decir su hija que vio cómo usted lo mataba?

WARREN:  Llevo haciéndome esa misma pregunta cada día de los últimos trece años. ¿Y sabe a qué conclusión he llegado? No tengo ni pajolera idea. Los caminos del señor son inescrutables.

POPPY:  ¿Está diciendo que se lo inventó?

WARREN:  Bueno, yo no maté a Chuck Buhrman; así que sí, algo así. Pero supongo que, en cierto modo, puedo entender cómo pudo confundirse. En aquella época, me había apartado completamente del camino. Tomaba muchas drogas y escuchaba música de temas satánicos. La bestia me había clavado sus garras, y me pregunto si ella, de algún modo, lo notó. Yo debía desconcertarla, ella era solo una cría.

POPPY:  Usted también era un crío.

WARREN:  Era lo suficientemente mayor para haber sido más sensato.

POPPY:  ¿Había pasado algún tiempo con ella o con su familia antes de que mataran a Chuck?

WARREN:  No, nosotros nos mudamos a Elm Park en el año 2000, así que solo llevábamos viviendo allí dos años cuando el señor Buhrman murió. Yo no era precisamente el tipo al que invitan a todas las fiestas del barrio, ya me entiende. Era más bien retraído. No creo que haya hablado nunca con la señora Buhrman. Alguna vez la veía en el jardín, pero aparte de eso nunca salía de casa. Era un poco rara, ¿sabe? Se metió en una secta, ¿no? Con quien sí hablé una vez fue con el señor Buhrman. Una tarde, mi madre tenía dificultades con la cortadora de césped. Mi padre estaba fuera por trabajo, y yo era demasiado gilipollas para ayudarla; así que el señor Buhrman vino para echarle una mano. Él y yo acabamos charlando un rato sobre los Doors. Me pareció bastante guay.

POPPY:  ¿Sabía que su madre tenía una aventura con Chuck Buhrman?

 

Quizás fuera la brusquedad de la pregunta o tal vez la profundidad de sus sentimientos religiosos que condenan el adulterio, pero Warren se puso visiblemente tenso cuando se lo pregunté.

 

WARREN:  Mi madre no es una adúltera.

POPPY:  ¿Así que nunca presenció nada que le hiciera pensar que su madre se acostaba con el señor Buhrman?

WARREN:  No venga aquí a insultar a mi madre.

POPPY:  No pretendía ofenderle. Solo quiero descubrir la verdad. Por lo que tengo entendido, en aquel tiempo, su padre viajaba a menudo por negocios y sus padres tenían problemas conyugales.

WARREN:  ¿Podemos cambiar de tema?

 

Warren se mantuvo inflexible y poco comunicativo durante el resto de nuestra reunión. Su dura reacción me dejó una sensación desagradable. ¿Sabía Warren que había algo entre su madre y Chuck Buhrman? No hay ninguna duda de que Chuck tenía una aventura con Melanie —ella misma lo había reconocido en el estrado, motivo por el cual su marido la abandonó—, pero no está claro si para entonces la aventura ya era vox populi.

Esto es un detalle crucial. La aventura fue, después de todo, el motivo que la fiscalía atribuyó a Warren. La fiscalía alegó que Warren, que ya era un adolescente problemático, estaba tan disgustado porque su madre se hubiera liado con el vecino y hubiera destrozado lo que quedaba del matrimonio de sus padres que asesinó al objeto de su amor. Pero una lectura imparcial de las declaraciones del juicio muestra que la fiscalía fue incapaz de demostrar que Warren estuviera al corriente de la aventura.

Al final, la incapacidad de la fiscalía para demostrar el motivo dio lo mismo, pues había un presunto testigo. Pero una pregunta continúa atosigándome, y no por el motivo que ustedes podrían creer. ¿Estaba Warren enterado de la aventura? Y si la familia de Melanie conocía la aventura, ¿qué pasaba con la de Chuck? ¿Qué sabían exactamente su mujer y sus hijas?

Fragmento de la transcripción de Reexaminado: El asesinato de Chuck Buhrman. Episodio 2: Las pruebas, o la falta de pruebas, de la fiscalía. 14 de septiembre de 2015

 

Lo más problemático de la sentencia de Warren Cave era la escasez de pruebas que alegaron para condenarlo. Pasará el resto de su vida entre rejas por unas cuantas huellas dactilares y una dosis considerable de difamaciones.

La argumentación de la fiscalía giró en torno al testimonio de Lanie Buhrman como testigo ocular. Sin él, el resto de las «evidencias» —y pongo esta palabra entre comillas— podrían haberse descartado por circunstanciales, o no haber sido suficientes para convencer al fiscal más allá de la duda razonable.

Lo entiendo, por supuesto: Lanie era una chica convencionalmente guapa, se expresaba bien, y estaba claramente destrozada por la muerte de su padre. Los relatos de la época la describían derrumbándose en el estrado y casi siempre con aspecto desconsolado. Tocó la fibra sensible de todo el jurado, y querían creerla.

Por otro lado, el testimonio de un testigo ocular, aunque provoca una respuesta emocional del jurado, es notoriamente poco fiable. Muchos factores pueden afectar a la exactitud de esas declaraciones. Tengamos en cuenta, por ejemplo, que la historia que Lanie contó en el estrado —que había bajado a por un vaso de agua y se había topado con el asesinato de su padre— no fue lo que contó al principio. Inicialmente, las gemelas Buhrman aseguraron que estaban dormidas y que las despertó el sonido de un disparo.

El exdetective Derek McGunnigal fue una de las primeras personas en llegar a la escena del crimen y me describió así su conversación con Lanie Buhrman.

 

McGUNNIGAL:  La primera de nuestras obligaciones era hablar con las chicas. Déjeme que le diga que no fue fácil. Estaban realmente conmocionadas. Solo conseguir que nos abrieran la puerta de su habitación ya nos costó muchísimo. Nos llevó un cuarto de hora largo convencerlas para que nos dejaran entrar; se cogieron de la mano y se negaron a separarse. El procedimiento oficial obliga a entrevistar a los testigos de forma individual, pero le digo que no había forma de que hablaran por separado. En realidad casi no hablaron, y me dijeron que no habían visto ni oído nada hasta que sonó el disparo.

Poco después de que hubiera acabado de entrevistar a las chicas, los agentes volvieron con Erin Buhrman, que había pasado la noche con una amiga que se estaba reponiendo de una operación bucal.

No quería obligar a la pobre señora a ver cómo nos encargábamos de la escena del crimen, así que la subí al dormitorio principal. Sus hijas la escucharon y montaron tal jaleo que, contra toda sensatez, las dejé pasar con su madre. No estaba siguiendo el procedimiento oficial, pero no tuve corazón para obligarlas a salir.

No debería haber dejado que se quedaran en la habitación, pero no conseguíamos sacarle a Erin nada que no fueran lágrimas; así que no parecía que aquello pudiera hacer daño a nadie. Intentaba hacerle recordar todo lo que pudiera: ¿había visto a alguien sospechoso por el vecindario en los últimos días?, ¿faltaba algo? Esas cosas… Y ella se iba poniendo cada vez más histérica. Justo cuando pensé que la señora se iba a derrumbar ante mí, Lanie dijo: «Yo lo vi».

Todos los que estábamos en la habitación nos quedamos helados. Como era la primera vez que lo decía desconfié inmediatamente. No se imagina cuánta gente se involucra en una investigación judicial solo por el drama. El doble si se trata de chicas adolescentes. No estoy siendo sexista ni nada parecido, como hay Dios que es lo que he comprobado. No quería asustarla, pero quería estar seguro de que no me estaba vacilando; así que le pedí que describiera exactamente lo que había visto. Y ahí fue cuando señaló a Warren Cave como el asesino de su padre.

POPPY:  He leído que la primera declaración de un testigo siempre es la más fiable. ¿Qué le hizo creerse la segunda versión de Lanie?

McGUNNIGAL:  Que quede claro que yo no fui quien tomó esa decisión. Lo que puedo decirle es que mi jefe pensó que hasta que llegó su madre las chicas habían estado demasiado asustadas para sincerarse. Las habían educado en casa, ¿sabe? Eso no te da mucha experiencia con los representantes de la autoridad. Pensó que tener ahí a su madre les hizo sentir la seguridad que necesitaban para hablar.

POPPY:  Pero ¿usted no está de acuerdo?

McGUNNIGAL:  Yo no he dicho eso. Lo que digo es que Lanie Buhrman no parecía más tranquila con su madre en la habitación. Le diría que incluso parecía más alterada. Pero bueno, eso explica por qué mi jefe todavía dirige el cuerpo de policía y yo ahora trabajo en seguros.

POPPY:  ¿Lo despidieron por no estar de acuerdo con su jefe sobre Lanie Buhrman?

McGUNNIGAL:  No estoy aquí para hablar de mí. Lo único que digo es que, en mi opinión, no parecía estar mucho más cómoda con su madre en la habitación. Pero a saber qué significaba eso. Su madre era un poco rarita, ¿sabe? Incluso antes de meterse en esa secta. En cualquier caso, el hecho es que Lanie Buhrman describió la escena del crimen a la perfección. Justo en el sitio desde el que tendría que haber disparado el asesino. Es imposible que hubiese acertado todo eso si hubiese estado todo el tiempo en la planta de arriba. Su primera declaración tuvo que ser mentira.

Así que, de todas formas, envié a un par de agentes a la casa de Cave. Melanie Cave estaba en el porche delantero de la casa —había estada observando toda la investigación desde allí— y no quería dejar entrar a los policías, alegando que Warren estaba dormido y no podía decirles nada. Cuando le dijeron que estaban allí para arrestar a su hijo, se angustió visiblemente.

POPPY:  ¿Cree que Melanie Cave mintió a propósito sobre el paradero de Warren?

McGUNNIGAL:  No, creo que ella pensaba de verdad que su hijo estaba arriba. Pero, por otro lado, eludía deliberadamente aclarar dónde estaba su marido. Decía todo el rato que estaba fuera, y se negaba a dar más detalles. En aquel momento pensamos que algo no encajaba, pero luego supimos que era solo una discusión de pareja.

Además, si Melanie hubiera sabido que Warren no estaba arriba, dudo que hubiera dejado subir a los agentes sin una orden de registro. Pero finalmente los dejó y los condujo a su habitación. Como sabe, no estaba allí. Los agentes declararon máxima alerta, suponiendo que Warren estaba armado y era peligroso, y rápidamente registraron el resto de la casa. Estábamos empezando el registro del vecindario cuando Warren entró con la bici por el sendero de la casa, completamente empapado. Adoptó enseguida una actitud agresiva con los agentes, negándose a contar dónde había estado, llamándolos cerdos y cosas peores. Fue detenido como sospechoso de la muerte de Chuck Buhrman y acusado de resistencia a la autoridad.

 

Warren admite inmediatamente que aquella noche se comportó de forma incorrecta, y sabe que se hizo un flaco favor peleando con la policía. Me pregunto qué se le pasó por la cabeza.

POPPY:  Para mucha gente, aquella noche se comportó usted de forma sospechosa. ¿Puede decirme en qué estaba pensando?

WARREN:  Entiendo que la gente pensara que me comporté de forma sospechosa. Por supuesto que no estoy orgulloso de mi comportamiento de aquella noche. Pero debe recordar que yo era un anarquista de diecisiete años que odiaba a la policía. Además, había pasado casi toda la noche en el cementerio poniéndome hasta arriba de DXM.

POPPY:  ¿Hasta arriba de DXM?

WARREN:  Sí, ya sabe, cuando bebes un montón de jarabe para la tos para colocarte.

POPPY:  ¿Eso se hace?

WARREN:  Sí, pero es una tontería. No lo haga.

POPPY:  No lo haré. Así que, la noche que mataron a Chuck Buhrman usted no tenía coartada porque estaba bebiendo jarabe para la tos en un cementerio.

WARREN:  Sí.

POPPY:  ¿Qué cementerio?

WARREN:  Pues no sé. Ahora parece algo muy irrespetuoso, pero en aquella época me gustaba hacerlo. Mire, una sobredosis de jarabe para la tos te hace alucinar. Y no hay nada más psicodélico que alucinar en un cementerio. Por lo menos eso pensaba yo en aquella época.

No sabe cuántas veces he deseado haber estado haciendo algo distinto aquella noche. Me tendría que haber quedado en casa, pero, incluso si hubiera salido a hacer alguna tontería, debería haberla hecho en algún sitio donde alguien pudiera verme. Pero nunca se te ocurre pensar en algo así —que vas a necesitar una coartada, quiero decir— hasta que te detienen.

POPPY:  Pero sí que vio a alguien más aquella noche, ¿no?

WARREN:  Bueno, sí. No en el cementerio. Allí estaba solo. Pero de camino atajé por el parque Lincoln y, cuando pasaba con la bici por las mesas de pícnic, alguien me lanzó una lata de cerveza. Yo no estaba seguro de si estaba o no estaba alucinando, así que me detuve. Y entonces me di cuenta de que había unos chicos sentados en las mesas, y que definitivamente me estaban arrojando latas de cerveza. Cuando uno me lanzó una botella de cristal perdí la cabeza y me enfrenté a ellos. No recuerdo bien lo que pasó, pero algunos de estos chicos me arrastraron hasta el lago —esta solo a unos metros de las mesas de pícnic, ¿sabe?— y me metieron la cabeza en el agua. Me impedían subir y de verdad pensé que me iba a morir. Debí desmayarme durante un par de minutos, porque lo siguiente que supe es que estaba tumbado de lado junto a la orilla y ellos se habían ido.

POPPY:  ¿Y no tiene ni idea de quiénes eran?

WARREN:  No. Y he hecho todo lo posible por encontrarlos. Me parecieron más o menos de mi edad, así que mi abogado me trajo los anuarios de Elm Park y de los pueblos de alrededor. Pero estaba oscuro y yo esa noche iba drogado, y sencillamente no podía estar seguro. Pensé que podía haber reconocido a un par de chicos, pero no conseguimos nada.

 

Era la primera vez que oía hablar de un testigo potencial que respaldara la coartada de Warren; y hablé con su abogada, Claire Armstrong, sobre el tema.

 

ARMSTRONG:  Hubiese sido de gran ayuda si Warren hubiera podido identificar a los individuos que lo tiraron al lago. Si hubiéramos logrado que testificaran, habríamos podido situar a Warren a casi un kilómetro de la escena del crimen. Desgraciadamente nunca tuvo claro a quién vio. Señaló que algunos rostros le resultaban conocidos, pero aquellos individuos negaron su implicación. Para más inri eran «buenos chicos», ya sabe: miembros del consejo de estudiantes, deportistas, de sobresalientes. Un jurado nunca habría creído que Warren decía la verdad y ellos mentían, y sin su cooperación resultaba inútil. Además, ni siquiera el propio Warren estaba seguro de que hubieran sido ellos. Publiqué un par de anuncios en el periódico local, implorando que, si alguien sabía algo, por favor, compareciera ante la policía, pero no conseguí ninguna pista.

 

Yo pensaba que el hecho de que Warren apareciera empapado por el agua del lago, daría credibilidad a su historia e indicaría que era inocente; pero fue al revés. La policía concluyó que Warren se tiró al lago a propósito para eliminar pruebas, como restos de pólvora o cualquier otro mínimo rastro de evidencia que pudiera relacionarlo con la casa de los Buhrman. Aun admitiendo que eso sea verdad, ¿no sería más problema la sangre? ¿De verdad puede el agua de un lago limpiar la sangre con tanta eficiencia? Le insistí al exdetective McGunnigal en busca de respuestas.

 

POPPY:  ¿Y la sangre? ¿Cómo pudo Warren Cave disparar a Chuck Buhrman en la nuca prácticamente a bocajarro y que ni siquiera le salpicara la sangre? El agua del lago no hubiera eliminado la sangre de la camisa, ¿cómo se explica, entonces, que no se encontrara ni una mancha de sangre en la ropa?

MCGUNNIGAL:  La teoría siempre ha sido que Warren llevaba algo sobre la ropa. Alguna prenda de abrigo o incluso plástico. Pensamos que esa capa exterior fue a parar al fondo del lago junto con la pistola.

 

Exacto, no es que no se encontrara una pistola humeante en el caso Buhrman, es que no se encontró pistola alguna. Nunca se encontró el arma homicida en la escena del crimen, y la policía tampoco ha sido capaz de encontrarla en los trece años transcurridos desde entonces. La noche del crimen se registró el dormitorio de Warren Cave, y el resto de la casa de los Cave al día siguiente. El parque y el cementerio también se rastrearon, y se fondeó el lago sin ningún resultado.

 

POPPY:  Si fondearon el lago y no encontraron la pistola, ¿por qué piensa que está ahí abajo?

MCGUNNIGAL:  Fondear un lago es un procedimiento imperfecto, especialmente si se trata de un objeto pequeño. No me sorprendió que no la encontráramos.

POPPY:  No les preocupó el hecho de que nunca encontraran el arma del crimen.

McGUNNIGAL:  No era necesaria para la argumentación. Sus huellas estaban en la escena del crimen, y la chica Buhrman dijo que le había visto hacerlo.

 

Ah, sí las huellas dactilares. Si el testimonio de Lanie consiguió que metieran a Warren en una celda, el descubrimiento de sus huellas en el hogar de los Buhrman, así como el hecho de que mintiera sobre el asunto, fue lo que le puso el candado. Warren aseguró al principio que nunca había entrado en casa de los Buhrman. Después, cuando contrataron a un abogado y presentaron pruebas indiscutibles de que sus huellas lo situaban dentro de la casa, Warren cambió su versión de los hechos.

 

WARREN:  Entré a escondidas. Fue el miércoles por la tarde, solo unos días antes de que muriera el señor Buhrman. Me había saltado las clases y estaba dando vueltas en mi habitación cuando vi a la señora Buhrman saliendo de casa con las gemelas. Prácticamente no salía porque, ya sabe, estaba un poco mal de la cabeza. Había escuchado a mi madre hablando por teléfono contar lo loca que estaba y pensé que eso significaría que probablemente tuviera algunas drogas bastante buenas por ahí. Así que cuando la vi salir, me colé. Saqué la llave de su escondrijo, usaban una de esas piedras falsas, como todo el mundo, y entré. Tenía Xanax, así que cogí eso y algo de dinero.

 

Reconocer que has atracado la casa de la víctima no es una defensa admirable, pero me pareció una defensa honesta. La fiscalía nunca consiguió aclarar del todo el asunto de las huellas ni explicar por qué las huellas de Warren no estaban solo en la cocina: estaban en las dos plantas de la casa, incluso en el baño de arriba y el dormitorio principal. Si las huellas las había dejado al cometer el crimen, ¿qué hacía Warren en la planta de arriba? ¿Cómo consiguió siquiera llegar hasta ahí? Yo he estado en la antigua casa de los Buhrman y, créanme, no es una casa con muchos pasillos y rincones oscuros. Y lo que es aún más importante, solo hay una escalera. Aunque en teoría era posible para Warren colarse en la planta de arriba sin que lo viera nadie y volver a bajar sin que Chuck Buhrman advirtiera su presencia, es bastante poco probable. Al final, resulta que el problema de Warren es que era un ladrón demasiado bueno: nadie se dio cuenta de que habían asaltado la casa, y nadie lo creyó después.

Con toda esta discusión sobre dónde estaban las huellas de Warren, creo que al menos conviene mencionar dónde no estaban: en la bala que se incrustó en la pared.

La fiscalía no le dio importancia. Dijeron que Warren podría haber usado guantes —un escenario poco probable en mi opinión, ya que encontraron sus huellas en otros muchos sitios—, o que otra persona podría haber cargado el arma. «¿Otra persona? Para un segundo, Poppy, ¿has dicho “otra persona”? ¿Warren tenía un cómplice?» Aunque desde luego que Warren tuviera un cómplice puede valer como teoría, la conclusión de la fiscalía fue aún mucho más sorprendente: pensaron que había sido el propio Chuck el que había cargado el arma.

El tema es este: Chuck era propietario de un revólver de bolsillo y a día de hoy aún no se ha encontrado esa arma. Erin le contó a la policía que Chuck había comprado la pistola para los padres de ella, después de que entraran a robar en su granja, y por un error burocrático la pistola estaba registrada solo a nombre de Chuck. Declaró no estar segura de lo que había pasado con la pistola tras la muerte de sus padres en el año 2000, pero aseguró que nunca la había visto en casa.

En todo caso, no estoy segura, más bien al contrario, de que toda esta digresión sobre si el arma pertenecía o no a Chuck aporte algo al conjunto de los hechos. Para aquellos que están convencidos de que Warren Cave es culpable, es una explicación útil de cómo consiguió un menor hacerse con una pistola: se la robó a la persona a la que tenía previsto matar, claro. Supusieron que Chuck había recuperado la pistola tras la muerte de los padres de Erin, o que de entrada la pistola nunca perteneció a nadie más; y que Warren se aprovechó de ello. Pero ¿qué probabilidad hay de que así fuera? Suficiente, al parecer, para un jurado.

Al final, las pruebas materiales eran flojas y circunstanciales, y el caso del Estado contra Warren Cave se fundamentó en el testimonio de una hija de la víctima, de quince años, que cambió su versión dos veces en los primeros treinta minutos que habló con la policía. ¿Fue solo resultado del trauma, como mantuvo el fiscal durante el juicio? ¿O se trataba de una mentira deliberada?

A Melanie y Warren Cave les da igual.

 

MELANIE:  Lo único que queremos es la verdad, Lanie. Si nos estás escuchando, quiero que sepas que te perdonamos. Te doy mi palabra de que ni mi hijo ni yo presentaremos cargos ni exigiremos ningún tipo de sanción penal contra ti. Solo queremos que digas la verdad. Queremos que Warren salga en libertad.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

Eran casi las cinco de la mañana cuando terminé de escuchar el segundo episodio, y no me creía capaz de dormir, ni aunque lo hubiera deseado. Tenía la cabeza llena de interferencias y, en una frecuencia por debajo de ellas, un martilleo constante de insatisfacción. «Si las huellas las había dejado al cometer el crimen, ¿qué hacía Warren en la planta de arriba?».

¿Había estado Warren en el piso de arriba aquella noche? ¿Es posible que estuviera allí de pie en el pasillo, pistola en mano, a solo unos metros de donde dormíamos nosotras? Me estremecí. Si eso era cierto, tuvo que ser extremadamente silencioso para evitar que lo descubriera no solo mi padre; sino también mi hermana, que estaba despierta.

Pero si no dejó las huellas esa noche tuvo que dejarlas otro día. Warren tenía razón cuando decía que mi madre apenas salía de casa en aquella época. Me acordaba perfectamente de la tarde de la que hablaba. Había ido al centro comercial a escoger un regalo para tía A. Recordaba vagamente a mamá rebuscando en los armarios esa noche, murmurando para sí. Le pregunté qué hacía, y ella masculló algo sobre que estaba perdiendo la cabeza y que cambiaba las cosas de sitio, ¿o fue al revés? Mi madre se despistaba a menudo con sus cosas, en ese momento no le di ninguna importancia. Pero ¿y si estaba buscando su medicación o el dinero que Warren había robado? ¿Y si dejó las huellas en el piso de arriba días antes del asesinato, significaba eso que las dejó en la planta de abajo también?

«Para»,me ordené a mí misma. Daba igual cuándo hubiera dejado las huellas. Igual la noche que mató a mi padre dejó más, o quizás aquella noche optó por ponerse guantes. Era solo una distracción, un desvío de la evidencia real: Lanie le vio apretar el gatillo.

 

 

Una vez que me enteré de la existencia de Reexaminado, lo veía en todas partes. Cualquier persona con auriculares era un oyente potencial —o probable, según mi nivel de ansiedad en aquel momento—; cualquiera que pronunciara algo que sonara vagamente parecido a Buhrman despertaba mi suspicacia. Haciendo cola en el Trader Joeescuché a alguien decir «reexaminado», y me puse tensa. Pero una mirada atemorizada por encima del hombro me descubrió a la acompañante de la persona que hablaba diciendo con vehemencia: «Ya he reexaminado tus argumentos y la respuesta sigue siendo no. Tu compañero de cuarto es un bárbaro y no le voy a organizar una cita con Denise».

En el fondo sabía que mi grado de paranoia era injustificado, pero no era capaz de librarme de la persistente sensación de que la gente me miraba. Dejé de salir de casa, excepto para ir a trabajar. Pedía la comida a domicilio y cuando se me acabó el papel higiénico pedí también que me lo trajeran a casa, porque en los tiempos actuales puedes pedir cualquier cosa a domicilio. Dejé de dormir. Me pasaba las noches sentada leyendo cualquier cosa que pudiera encontrar sobre Poppy Parnell y su podcast.

A veces me preguntaba qué pasaría cuando Caleb volviera de África y se enterara de lo de Reexaminado. A veces me aterraba imaginar que ya se hubiera enterado, que hubiera ordenado las piezas del rompecabezas y comprendido que le había mentido sobre mi pasado, y que nunca volvería a mi lado. Solo habíamos hablado una vez desde que me enteré de lo del podcast, y esa llamada había sido una conversación frustrante de cinco minutos en la que nuestras palabras reverberaban con el eco y el retardo era tan exagerado que parecía casi una broma. Desde luego no era el momento de mencionar que acababa de salir un podcast superjugoso que reexaminaba el asesinato de mi padre.

Pero pensar en Caleb me hacía más daño aún que pensar en la muerte de mi padre, así que aparté esas preocupaciones de mi mente. Cuando llegara a ese río, cruzaría ese puente. Por el momento, solo pensaba en el podcast.

 

 

Para cuando llegó el viernes por la tarde solo había conseguido dormir de forma intermitente unas cuantas horas en dos días, y la frontera entre el sueño y la vigilia se confundían, de manera que el único estado de conciencia que podía mostrar era una especie de letargo cercano al trance. Estaba intentando organizar en las estanterías un nuevo cargamento de libros, pero mi cerebro iba tan lento que me quedé mirando un ejemplar de Cien años de soledad durante cinco minutos largos, sin saber muy bien dónde tenía que ir Gabriel García Márquez en el orden alfabético.

Clara observó mis patéticos avances durante un minuto, antes de quitarme el libro de las manos y decirme:

—¿Estás bien, Jo? No te lo tomes a mal, pero no tienes muy buen aspecto.

—La verdad es que últimamente no he dormido bien —admití, pestañeando.

—¿Quieres, no sé, ir corriendo a Starbucks, o algo? Yo te cubro, no te preocupes. Un poco de café te podría venir bien.

—Gracias —acerté a decir, con un nudo en la garganta—, pero enseguida se me pasa.

 

 

Eso de que se me iba a pasar estaba por ver. El podcast era tan omnipresente que daba miedo, se colaba incluso por los pasillos de la librería, un espacio que normalmente estaba reservado a discusiones sobre si el éxito comercial era sinónimo de logro literario o debates sobre si Hemingway era un misógino o un misántropo. Si estos esnobs literarios estaban discutiendo sobre algo que habían oído en internet en lugar de picándose con esotéricas referencias literarias, estaba perdida.

De camino a casa me temblaba el cuerpo por la falta de sueño y la comezón del pánico. Iba con la cabeza baja, segura de que aquellos con quienes me cruzaba habían escuchado las chorradas de Poppy y ahora lo sabían todo sobre mi doloroso pasado. Unos años antes me había cambiado legalmente el nombre, dejando atrás de forma oficial a Josephine Buhrman, pero eso era una mera formalidad que no proporcionaría mucha calma cuando los fans del podcast empezaran a buscar fotos por internet. Ahora que se había despertado el interés por la imagen de mi padre en la web de Reexaminado, ¿cuánto tardarían en buscar imágenes de todos nosotros? ¿Y si ya habían empezado a hacerlo? ¿Había sido ingenuo convencerme de que un podcast no era más que radio moderna, meras palabras flotando en el aire? Existía en internet, junto con las imágenes de Google, aguardando a los grupos de fanáticos detectives de la red.

Me detuve en la tienda de vinos, pero dejé la botella que tenía intención de comprar cuando una chica se puso a la cola detrás de mí y comenzó a teclear en su móvil. La sospecha de que supiera quién era yo me agobiaba y, aunque sabía que me estaba comportando como una loca, salí corriendo de la tienda. Ya en la calle, atisbé el escaparate de una peluquería en la que antes no había reparado y me colé dentro.

—Necesito cortarme el pelo —dije, y mi voz me sonó demasiado alta. La joven recepcionista me miró incómoda. Me daba cuenta de que debía bajar la voz, intentar suavizar mis nervios destrozados, pero aquello parecía escapar a mi control y en vez de eso me agaché inclinándome hacia delante y añadí—: Inmediatamente.

—De acuerdo —dijo despacio, con una voz tan cautelosa como si yo estuviera agitando un revólver frente a su cara—. Déjeme ver si hay alguien libre.