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El cirujano militar retirado John Watson regresa a Londres en busca de un lugar donde disfrutar tranquilamente de su jubilación. Sin embargo, su periplo desemboca en el número 221B de Baker Street, donde conocerá a Sherlock Holmes, un excéntrico personaje que se convertirá en el detective más famoso de todos los tiempos. Con Holmes, Watson se verá envuelto en la investigación de un misterioso asesinato. En una casa vacía ha aparecido el cadáver de un hombre. Aunque el cuerpo no presenta heridas aparentes, junto a él, en la pared de la habitación, puede leerse un enigmático mensaje: «Rache».
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Seitenzahl: 237
Veröffentlichungsjahr: 2022
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“¡Ya lo tengo! ¡Ya lo tengo!”
estudioen escarlata
UN NUEVO CASO DE
Sherlock Holmes
de
A. Conan Doyle
Autor de
“El sabueso de los Baskerville” y “El signo de los cuatro”
Ilustrado por
RICHARD GUTSCHMIDT’
Sumario
Cubierta
Primera parte. Reimpresión de las memorias de John H. Watson
Capítulo I El señor Sherlock Holmes
Capítulo II La ciencia de la deducción
Capítulo III El misterio de Lauriston Gardens
Capítulo IV Lo que John Rance tenía que decir
Capítulo V Nuestro anuncio nos trae una visita
Capítulo VI Tobias Gregson da una prueba de lo que es capaz
Capítulo VII Una luz en la oscuridad
Segunda parte. La tierra de los santos
Capítulo I En la gran llanura alcalina
Capítulo II La flor de Utah
Capítulo III John Ferrier habla con el profeta
Capítulo IV Una fuga para salvar la vida
Capítulo V Los ángeles vengadores
Capítulo VI Continuación de las memorias de John Watson, doctor en medicina
Capítulo VII Conclusión
Créditos
Primera parte. Reimpresión de las memorias de John H. Watson
Doctor en Medicina y oficial retiradodel Cuerpo de Médicos del Ejército Británico
The Sherlock Holmes Collection
noviembre de 1887
deA. CONAN DOYLE
En el año 1878 me gradué de Doctor en Medicina por la Universidad de Londres, y a continuación me trasladé a Netley con objeto de cumplir el curso que es obligatorio para ser médico cirujano en el Ejército. Una vez concluidos esos estudios, fui a su debido tiempo destinado, en calidad de médico cirujano ayudante, al 5.° de Fusileros de Northumberland. El regimiento se hallaba en aquel entonces de guarnición en la India y, antes de que yo pudiera incorporarme a él, estalló la segunda guerra de Afganistán. Al desembarcar en Bombay, me enteré de que mi unidad había cruzado los desfiladeros de la frontera y se había adentrado profundamente en el país enemigo. Yo, sin embargo, junto con otros muchos oficiales que se encontraban en situación idéntica a la mía, seguí viaje, logrando llegar sin percances a Candahar, donde encontré a mi regimiento y donde me incorporé en el acto a mi nuevo servicio.
Aquella campaña proporcionó honores y ascensos a muchos, pero a mí solo me acarreó desgracias e infortunios. Fui separado de mi brigada para incorporarme a las tropas de Berkshire, con las que me hallaba sirviendo cuando tuvo lugar la desdichada batalla de Maiwand. Fui herido allí por una bala explosiva, que me destrozó el hueso del hombro, rozando la arteria subclavia. Habría caído en manos de los ghazis asesinos, de no haber sido por el valor y la lealtad de Murray, mi ordenanza, quien me colocó de través, lo mismo que un bulto, encima de un caballo de los de la impedimenta y consiguió llevarme sin más percances hasta las líneas británicas.
“Habría caído en manos de los ghazis, de no haber sido por el valor y la lealtad de Murray, mi ordenanza”.
Agotado por el dolor y debilitado a consecuencia de las muchas fatigas soportadas, me trasladaron en un gran convoy de heridos al hospital de base, establecido en Peshawar. Me restablecí en ese lugar hasta el punto de que ya podía pasear por las salas, e incluso salir a tomar un poco el sol en la terraza, cuando caí víctima de ese azote de nuestras posesiones de la India: el tifus. Durante meses se temió por mi vida, y cuando por fin reaccioné y entré en la convalecencia, había quedado en tal estado de debilidad y de extenuación, que el consejo médico dictaminó que debía ser enviado a Inglaterra sin perder un solo día. En consecuencia, fui embarcado en el transporte militar Orontes, y un mes después pisaba tierra en el muelle de Portsmouth, convertido en una irremediable ruina física, pero disponiendo de un permiso otorgado por un Gobierno paternal para que me esforzase por reponerme durante el período de nueve meses que se me concedía.
Yo no tenía en Inglaterra parientes ni allegados. Estaba, pues, tan libre como el aire o tan libre como un hombre puede serlo con un ingreso diario de once chelines y seis peniques. Como es natural en una situación como esa, me dirigí hacia Londres, gran sumidero al que se ven arrastrados de manera irresistible todos cuantos atraviesan una época de descanso y ociosidad.
Me alojé durante algún tiempo en un buen hotel del Strand, llevando una vida absurda y sin sentido, y gastándome mi dinero con mucha mayor esplendidez de lo que hubiera debido. La situación de mis finanzas se hizo tan alarmante que no tardé en comprender que, si no quería verme en la necesidad de tener que abandonar la gran ciudad y de llevar una vida rústica en el campo, era necesario que alterase por completo mi forma de vida. Opté por esto último, y empecé por tomar la resolución de abandonar el hotel e instalarme en una habitación de menores pretensiones y más barata.
Me hallaba, el día mismo en que llegué a semejante conclusión, en pie en el bar Criterion, cuando me dieron unos golpecitos en el hombro; me volví, encontrándome con que se trataba del joven Stamford, que había trabajado a mis órdenes en el Barts1 como practicante. Para un hombre que lleva una vida solitaria, resulta grato ver una cara amiga entre la inmensa y extraña multitud de Londres. En aquel entonces, Stamford no era precisamente un gran amigo mío; pero en esta ocasión lo acogí con entusiasmo, y él, por su parte, pareció encantado de verme. Llevado de mi júbilo exuberante, lo invité a que almorzase conmigo en el Holborn, y hacia allí nos fuimos en un coche de alquiler de los de un caballo, de los llamados Hansom.
—¿Y qué ha sido de su vida, Watson? —me preguntó, sin disimular su sorpresa, mientras el coche avanzaba traqueteando por las concurridas calles de Londres—. Está delgado como un listón y moreno como una nuez.
Le relaté a grandes rasgos mi aventuras. Apenas había acabado de contárselas cuando llegamos a nuestro destino.
—¡Pobre hombre! —me dijo con acento de conmiseración, después de oírme contar mis desdichas—. ¿Y qué hace ahora?
—Estoy buscando habitación —le contesté—. Trato de resolver el problema de la posibilidad de encontrar habitaciones confortables a un precio razonable.
—Es curioso —hizo notar mi acompañante—. Es usted la segunda persona que hoy me habla en esos mismos términos.
—¿Quién ha sido la primera? —le pregunté.
—Un señor que trabaja en el Laboratorio de Química del hospital. Esta mañana se lamentaba de no dar con nadie que quisiese alquilar a medias con él un bonito apartamento que había encontrado y que resultaba demasiado gravoso para su bolsillo.
—¡Por Júpiter! —exclamé—. Si de veras busca a alguien con quien compartir las habitaciones y el gasto, yo soy el hombre que le conviene. Preferiría tener un compañero a vivir solo.
El joven Stamford me miró de un modo bastante raro, por encima de un vaso de vino, y dijo:
—No conoce usted aún a Sherlock Holmes; quizá no le interese tenerlo constantemente de compañero.
—¿Por qué? ¿Hay algo en su contra?
—Yo no he dicho que haya algo en su contra. Es un hombre de ideas raras. Le entusiasman ciertas ramas de la ciencia. Por lo que yo sé, es una persona bastante aceptable.
—¿Estudia quizá Medicina? —le pregunté.
—No... Yo no creo que tenga intención de seguir esa carrera. En mi opinión, domina la anatomía y es un químico de primera clase; sin embargo, nunca asistió de manera sistemática, que yo sepa, a clases de Medicina. Es muy voluble y excéntrico en sus estudios; pero ha hecho un gran acopio de conocimientos poco corrientes, que asombrarían a sus profesores.
—¿Le ha preguntado usted alguna vez cuáles son sus propósitos? —indagué.
—Nunca; no es hombre que se deje llevar fácilmente a confidencias, aunque suele ser bastante comunicativo cuando está en vena.
—Me gustaría conocerlo —dije—. De tener que vivir con alguien, prefiero que sea con un hombre estudioso y de costumbres tranquilas. No me siento bastante fuerte todavía para soportar mucho ruido o el barullo. Los que tuve que aguantar en Afganistán, me bastan para todo lo que me resta de vida. ¿Hay modo de que conozca a ese amigo suyo?
—De fijo que está ahora mismo en el laboratorio —contestó mi compañero—. Hay ocasiones en que no aparece por allí durante semanas, y otras en que no se mueve del laboratorio desde la mañana hasta la noche. Podemos acercarnos los dos en coche después del almuerzo, si lo desea.
—Claro que sí —le respondí.
Y la conversación se desvió por otros derroteros.
Mientras nos dirigíamos al hospital, después de abandonar el Holborn, Stamford me fue dando unos pocos detalles más acerca del caballero al que yo tenía el propósito de tomar por compañero de habitaciones.
—No debe echarme a mí la culpa si no se lleva bien con él —me dijo—. Lo que yo sé de Sherlock lo sé por haberlo tratado alguna vez que otra en el laboratorio. Usted es quien ha propuesto el asunto y no debe hacerme a mí responsable.
—Si no nos llevamos bien, será cosa fácil separarnos —comenté—. Me está pareciendo, Stamford, que tiene usted alguna razón para querer lavarse las manos en este asunto —agregué, clavando la mirada en mi compañero—. ¿Acaso es un hombre terriblemente destemplado, o qué? No se ande con rodeos.
—No resulta fácil expresar lo inexpresable —mecontestó, riéndose—. Para mi gusto, Holmes es un hombre excesivamente científico. Tan científico que casi roza la insensibilidad. Yo incluso hasta llego a imaginármelo dándole a un amigo un pellizco del último alcaloide vegetal descubierto, pero no por malicia, compréndame, sino por puro espíritu de investigador que desea formarse una idea exacta de los efectos de la droga. Para ser justo, creo que él mismo la tomaría con idéntica naturalidad. Por lo que se ve, su pasión es lo concreto y exacto en materia de conocimientos.
—Y tiene muchísima razón.
—Sí, pero esa condición se puede llevar al exceso. Y, desde luego, toma una forma bastante chocante si llega hasta golpear con un palo a los cadáveres en los cuartos de disección.
—¡Apalear los cadáveres!
—Sí, para comprobar qué tipo de magulladuras se puede producir después de la muerte del sujeto. Se lo he visto hacer con mis propios ojos.
—¿Y dice usted que no estudia Medicina?
—No. ¡Vaya usted a saber qué finalidad busca con sus estudios! Pero ya hemos llegado, y es usted mismo quien debe formar sus propias impresiones acerca de esa persona.
Mientras hablaba, nos metimos por un camino estrecho y cruzamos una pequeña puerta lateral por la que se entraba en una de las alas del gran hospital. Todo aquello me resultaba familiar, y no necesité que me guiasen cuando subimos por la adusta escalera de piedra y avanzamos por el largo pasillo de paredes encaladas y puertas de color castaño. Hacia el final del pasillo, había otro corredor, abovedado y de poca altura, por el que se llegaba al Laboratorio de Química.
Consistía este en una sala de techos altos, llena por todas partes de botellas alineadas en las paredes y desperdigadas por el suelo. Aquí y allá, anchas mesas de poca altura, erizadas de retortas, tubos de ensayo y pequeñas lámparas Bunsen de llamas azules onduladas. Un solo estudiante había en la habitación, y estaba embebido en su trabajo, inclinado sobre una mesa apartada. Al ruido de nuestros pasos, se volvió a mirar y saltó en pie con una exclamación de placer.
—¡Ya lo tengo! ¡Ya lo tengo! —gritó a mi acompañante, y vino corriendo hacia nosotros con un tubo de ensayo en la mano—. Acabo de descubrir un reactivo que es precipitado por la hemoglobina y nada más que por la hemoglobina.
Los rasgos de su cara no habrían irradiado deleite más grande si hubiese descubierto una mina de oro.
—El doctor Watson; el señor Sherlock Holmes —dijo Stamford, haciendo las presentaciones.
—¿Cómo está usted? —dijo cordialmente, estrechando mi mano con una fuerza que yo habría estado lejos de suponerle—. Por lo que veo, ha estado usted en Afganistán.
—¿Cómo diablos lo sabe? —pregunté, asombrado.
—No se preocupe —dijo él, riendo por lo bajo—. De lo que ahora se trata es de la hemoglobina. Usted comprende, sin duda, todo el sentido de este hallazgo mío, ¿verdad?
—No hay duda de que químicamente es una cosa interesante —contesté—. Ahora bien, prácticamente...
—Pero, hombre, ¡si es el descubrimiento de mayores consecuencias prácticas hecho en muchos años en la Medicina legal! Fíjese: nos proporciona una prueba infalible para descubrir las manchas de sangre. ¡Venga usted a verlo!
Era tal su interés, que me agarró de la manga de la americana y me llevó hasta la mesa en la que había estado trabajando.
—Procurémonos un poco de sangre reciente —dijo, clavándose en el dedo una larga aguja y vertiendo dentro de una probeta de laboratorio la gota de sangre que extrajo del pinchazo—. Y ahora, voy a mezclar esta pequeña cantidad de sangre con un litro de agua. Fíjese en que la mezcla resultante presenta la apariencia del agua pura. La proporción en que está la sangre no excederá de uno a un millón. Pues, con todo y con ello, estoy seguro de que podemos obtener la reacción característica.
Mientras hablaba, echó en la vasija unos pocos cristales blancos, agregando luego unas gotas de un líquido transparente. La mezcla tomó inmediatamente un color caoba apagado y apareció, en el fondo de la vasija de cristal, un precipitado de polvo pardusco.
—¡Ajá! —exclamó, palmoteando y tan emocionado como niño con un juguete nuevo—. ¿Qué me dice a eso?
—Parece una demostración muy sutil —le dije.
—¡Magnífica! ¡Magnífica! La tradicional prueba del guayaco resultaba muy tosca e insegura. Y lo mismo ocurre con la búsqueda microscópica de corpúsculos de la sangre. Esta última demostración es inocua si las manchas datan de algunas horas. Pues bien, esta mía actúa, según parece, con igual eficacia tanto si la sangre es vieja como si es reciente. De haber estado ya inventada esta demostración, centenares de personas que hoy se pasean impunemente por las calles habrían pagado hace tiempo la pena que se merecían por sus crímenes.
—¡Ah!, ¿sí? —murmuré yo.
—Las causas criminales giran constantemente sobre este punto único. Meses después de haber cometido un crimen, recaen las sospechas sobre un individuo determinado. Se revisan sus trajes y sus prendas interiores, y se descubren en unos y otras algunas manchas parduscas. ¿Son manchas de sangre, de barro, de roña, de fruta o de qué? He ahí la pregunta que ha dejado sumido en el desconcierto a más de un técnico. ¿Por qué? Pues porque no se dispone de una prueba demostrativa segura. De hoy en adelante, disponemos ya de la prueba de Sherlock Holmes, y no habrá ninguna dificultad.
Le relucían los ojos al hablar; puso la palma de la mano sobre su corazón, y se inclinó igual que si correspondiera a los aplausos de una multitud surgida al conjuro de su imaginación.
—Merece usted que se le felicite —fue la observación que yo hice, muy sorprendido ante aquel entusiasmo suyo.
—El pasado año se vio en Fráncfort el caso de Von Bischoff. De haber existido esta prueba, lo habrían ahorcado, con toda seguridad. Hemos tenido también el de Mason, el de Bradford y el tan famoso de Muller y Lefèvre, de Montpellier, y el de Samson, de Nueva Orleans. Podría citar una veintena de casos en los que hubiera sido decisiva.
—Parece usted un calendario viviente del crimen —dijo Stamford, riéndose—. Podría iniciar una publicación siguiendo esa línea general y titularla Noticiario policíaco de antaño.
—Y que quizá resultase una lectura muy interesante —hizo notar Sherlock Holmes, poniéndose un pedacito de parche sobre el pinchazo del dedo.
Luego prosiguió, volviéndose sonriente hacia mí.
—Tengo que tener siempre un especial cuidado, por cuanto manipulo venenos con mucha frecuencia.
Alargó la mano al mismo tiempo que hablaba, y pude ver que la tenía moteada de otros parchecitos parecidos y descolorida por efecto de ácidos fuertes.
—Hemos venido a tratar de un negocio —dijo Stamford, sentándose en un elevado taburete de tres patas y empujando otro hacia mí con el pie—. Este amigo mío anda buscando dónde meterse; y como usted se quejaba de no encontrar quien quisiera alquilar habitaciones a medias con usted, se me ocurrió que lo mejor que podía hacer era ponerlos en contacto a los dos.
A Sherlock Holmes pareció complacerle la idea de compartir sus habitaciones conmigo, y advirtió:
—Tengo echado el ojo a unas habitaciones en Baker Street que nos vendrían que ni pintadas. No le molesta el humo del tabaco fuerte, ¿verdad?
—Yo mismo no fumo de otra clase —le contesté.
—Hasta ahí vamos bastante bien. Por lo general, yo suelo tener a mano sustancias químicas, y de cuando en cuando realizo experimentos. ¿Le supondría esto alguna molestia?
—¡De ninguna manera!
—Veamos... ¿Qué otros inconvenientes tengo? Hay veces que me entra la morriña, y me paso días y días sin despegar los labios. Cuando eso me ocurra, no debe usted tomarme por un individuo huraño. Déjeme a solas conmigo mismo, que se me pasa pronto. Y ahora, ¿tiene usted algo de que advertirme? Cuando dos personas van a empezar a vivir juntas es conveniente que sepan mutuamente lo peor de cada una de ellas.
Me hizo reír semejante interrogatorio, y dije:
—Tengo un perro cachorro; me molestan los estrépitos, porque mi sistema nervioso está quebrantado; me levanto de la cama a las horas más absurdas e irregulares, y soy de lo más perezoso que se pueda ser. Cuando gozo de buena salud, mi surtido de defectos es distinto: pero los que acabo de indicar son los principales que tengo en la actualidad.
—¿Incluye usted el tocar el violín en la categoría de cosas estrepitosas? —preguntó Holmes ansiosamente.
—Depende del violinista —respondí—. El violín tocado por buenas manos es placer de dioses; ahora bien, cuando se toca mal...
—No hay inconveniente entonces —exclamó él con risa alegre—. Creo que podemos dar por cerrado el trato; es decir, si le agradan las habitaciones.
—¿Cuándo podemos visitarlas?
—Venga a buscarme aquí mañana al mediodía, iremos juntos y lo dejaremos todo arreglado —me respondió.
—De acuerdo. A las doce en punto —le contesté, dándole un apretón de manos.
Lo dejamos trabajando en sus productos químicos y nos fuimos paseando juntos en dirección a mi hotel.
—A propósito —pregunté de pronto, deteniéndome y volviéndome a mirar a Stamford—. ¿Cómo diablos ha sabido que yo había venido de Afganistán?
Mi acompañante se sonrió enigmáticamente y dijo:
—Esa es una de sus peculiaridades. Son muchísimas las personas que se han preguntado cómo se las arregla para descubrir las cosas.
—¡Vaya! Entonces se trata de un misterio, ¿verdad? —exclamé, frotándome las manos—. Esto resulta muy intrigante. Le quedo muy agradecido por habernos presentado. Ya sabe usted aquello de que «el verdadero tema de estudio para la humanidad es el hombre».
—Entonces dedíquese a estudiar a nuestro hombre —dijo Stamford al despedirse de mí—. Aunque le va a resultar un problema peliagudo. Apuesto a que él averiguará más acerca de usted que usted acerca de él. Adiós.
—Adiós —le contesté.
Y seguí caminando sin prisa hacia mi hotel, muy interesado en el hombre al que acababa de conocer.
1Abreviatura de San Bartolomé, hospital de practicantes para los nuevos graduados.
Según habíamos acordado, nos vimos al día siguiente e inspeccionamos las habitaciones del número 221 B de Baker Street, a las que nos habíamos referido en nuestra entrevista. Consistían en dos cómodos dormitorios y un único cuarto de estar, amplio y ventilado, amueblado de manera agradable, y que recibía luz de dos grandes ventanas.
Tan agradable resultaba el apartamento y tan moderado su precio, una vez dividido entre los dos, que cerramos el trato en el acto e inmediatamente tomamos posesión de la vivienda. Aquella misma tarde trasladé todas mis cosas desde el hotel, y a la mañana siguiente se presentó allí Sherlock Holmes con varias cajas y maletas. Pasamos uno o dos días muy atareados en desempaquetar los objetos de nuestra propiedad y en colocarlos de la mejor manera posible. Hecho esto, fuimos poco a poco asentándonos y amoldándonos a nuestro nuevo medio.
Desde luego, no resultaba difícil convivir con Holmes. Era un hombre de maneras apacibles y de costumbres regulares. Raramente permanecía despierto después de las diez de la noche y, para cuando yo me levantaba por la mañana, él ya se había desayunado y marchado a la calle. En ocasiones se pasaba el día en el Laboratorio de Química; otras veces, en las salas de disección y, de cuando en cuando, en largas caminatas que lo llevaban, por lo visto, a los barrios más bajos de la ciudad. Cuando le acometían los accesos de trabajo, no había nada capaz de sobrepasarle en energía; pero de tiempo en tiempo se apoderaba de él una extraña lasitud y se pasaba los días enteros tumbado en el sofá del cuarto de estar, sin apenas pronunciar una palabra o mover un músculo desde la mañana hasta la noche. Durante tales momentos advertía yo en sus ojos una mirada tan perdida e inexpresiva que, si la templanza y la decencia de toda su vida no me lo hubiesen vedado, quizás habría sospechado que mi compañero era un consumidor habitual de algún estupefaciente.
Mi interés por él y mi curiosidad por conocer cuáles eran las finalidades de su vida fueron haciéndose mayores y más profundos a medida que transcurrían las semanas. Hasta su persona misma y su apariencia externa eran como para llamar la atención del menos dado a la observación. En estatura sobrepasaba el metro ochenta, y era tan extraordinariamente enjuto que daba la impresión de ser aún más alto. Tenía la mirada aguda y penetrante, excepto en los intervalos de sopor a los que me he referido antes; y su nariz, fina y aguileña, daba al conjunto de sus facciones un aire de viveza y de resolución. También su barbilla delataba al hombre de voluntad, por lo prominente y cuadrada. Aunque sus manos tenían siempre borrones de tinta y manchas de productos químicos, estaban dotadas de una delicadeza de tacto extraordinaria, según pude observar con frecuencia viéndole manipular sus frágiles instrumentos de física.
Quizás el lector me califique de entremetido impertinente si le confieso hasta qué punto estimuló aquel hombre mi curiosidad y las muchas veces que intenté quebrar la reticencia de que daba pruebas en todo cuanto a él mismo se refería. Sin embargo, tenga presente, antes de sentenciar, cuán carente de finalidad estaba mi vida y cuán pocas cosas atraían mi atención. El estado de mi salud me vedaba el aventurarme a salir a la calle, a menos que el tiempo fuese excepcionalmente benigno, y carecía de amigos que viniesen a visitarme y romper la monotonía de mi existencia diaria. En tales circunstancias, yo saludé con avidez el pequeño arcano que envolvía a mi compañero e invertí gran parte de mi tiempo en tratar de desvelarlo.
No era Medicina lo que estudiaba. Sobre ese extremo y contestando a cierta pregunta, él mismo había confirmado la opinión de Stamford al respecto. Tampoco parecía haber seguido en sus lecturas ninguna norma que pudiera calificarlo para graduarse en una ciencia determinada o para entrar por una de las puertas que dan acceso al mundo de la sabiduría. Pero, aun así, era extraordinario su afán por ciertas materias de estudio, y sus conocimientos, dentro de límites excéntricos, eran tan notablemente amplios y detallados que las observaciones que hacía me asombraban bastante.
Con seguridad que nadie trabajaría tan ahincadamente ni se procuraría datos tan exactos a menos de proponerse una finalidad bien concreta. Las personas que leen de una manera inconexa, rara vez se distinguen por la exactitud de sus conocimientos. Nadie carga su cerebro con pequeñeces si no tiene alguna razón fundada para hacerlo.
Tan notable como lo que sabía era lo que ignoraba. Sus conocimientos de literatura contemporánea, de filosofía y de política parecían ser casi nulos. En cierta ocasión que hice una cita de Thomas Carlyle, me preguntó con la mayor ingenuidad que quién era este, y qué había hecho. Sin embargo, mi sorpresa alcanzó el punto culminante al descubrir de manera casual que desconocía la teoría de Copérnico y la composición del sistema solar. Me resultó tan extraordinario que en nuestro siglo xix hubiera una persona civilizada que ignorase que la Tierra gira alrededor del Sol, que me costó trabajo darlo por bueno.
—Parece que se ha asombrado usted —me dijo sonriendo, al ver mi expresión de sorpresa—. Pues bien, ahora que ya lo sé, haré todo lo posible por olvidarlo.
—¡Por olvidarlo...!
—Me explicaré —dijo—. Yo creo que, originariamente, el cerebro de una persona es como un pequeño ático vacío en el que hay que meter el mobiliario que uno prefiera. Las gentes necias amontonan todo lo que encuentran a mano, y así resulta que no queda espacio en él para los conocimientos que podrían serles útiles, o, en el mejor de los casos, esos conocimientos se encuentran tan revueltos con otra montonera de cosas que les resulta difícil dar con ellos. Pues bien, el artesano hábil tiene muchísimo cuidado con lo que mete en el ático del cerebro. Solo admite en el mismo las herramientas que pueden ayudarle a realizar su labor; pero de estas sí que tiene un gran surtido, y lo guarda en el orden más perfecto. Es un error el creer que la pequeña habitación tiene paredes elásticas y que puede ensancharse indefinidamente. Créame, llega un momento en que cada conocimiento nuevo que se agrega supone el olvido de algo que ya se conocía. Por consiguiente, es de la mayor importancia no dejar que los datos inútiles desplacen a los útiles.
—Pero ¡lo del sistema solar! —dije yo con acento de protesta.
—¿Y qué diablos supone para mí? —me interrumpió él con impaciencia—. Me asegura usted que giramos alrededor del Sol. Aunque girásemos alrededor de la Luna, ello no supondría para mí o para mi labor la más insignificante diferencia.
Estaba ya a punto de preguntarle qué clase de labor era la suya, pero algo advertí en sus maneras que me hizo pensar que la pregunta no sería de su agrado. Sin embargo, me puse a meditar acerca de nuestra breve conversación y me esforcé por hacer deducciones yo mismo. Había dicho que él no adquiría conocimientos ajenos al tema que le ocupaba. Por consiguiente, todos los que ya tenía eran útiles para él. Fui detallando mentalmente todos aquellos temas en los que me había demostrado estar extraordinariamente bien informado. Llegué incluso a empuñar un lápiz para proceder a ponerlos por escrito; cuando tuve listo el documento, no pude menos de sonreírme. He aquí el resultado:
SHERLOCK HOLMES
área de sus conocimientos
1. Literatura: Cero.
2. Filosofía: Cero.
3. Astronomía: Cero.
4. Política: Ligeros.
5. Botánica: Desiguales. Al corriente sobre la belladona, el opio y los venenos en general. Ignora todo lo referente al cultivo práctico.
6. Geología: Conocimientos prácticos, pero limitados. Distingue de un golpe de vista la clase de tierra. Después de sus paseos me ha mostrado las salpicaduras que había en sus pantalones, indicándome, por su color y consistencia, en qué parte de Londres le habían saltado.
7. Química: Exactos, pero no sistemáticos.
8. Anatomía: Profundos.
9. Literatura sensacionalista: Inmensos. Parece conocer con todo detalle todos los crímenes perpetrados en un siglo.
10. Toca el violín.
11. Experto bartitsu2, boxeador y espadachín.
12. Posee conocimientos prácticos de las leyes de Inglaterra.
Llevaba ya inscrito en mi lista todo eso cuando la tiré, desesperado, al fuego, diciéndome a mí mismo: «Si el coordinar todos estos conocimientos y descubrir una profesión en la que se requieren todos ellos resulta el único modo de dar con la finalidad que este hombre busca, puedo, desde ahora, renunciar a mi propósito».
“solía cerrar los ojos y pasaba descuidadamente el arco por las cuerdas del violín”.
Veo que he hecho referencia más arriba a su habilidad con el violín. Era esta muy notable, pero tan excéntrica como todas las suyas. Sabía yo perfectamente que él era capaz de ejecutar piezas de música, piezas difíciles, porque había tocado, a petición mía, algunos de los lieder