Estudio en lila - Maria Antònia Oliver - E-Book
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Estudio en lila E-Book

Maria Antònia Oliver

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Beschreibung

Con esta nueva edición en castellano de la reconocida escritora Maria Antònia Oliver, Versátil inaugura una colección de novelas de autoras pioneras del género negro, aquellas que, en las décadas de los 70, 80 y 90, empezaron a abrir el camino a las mujeres que querían defender su espacio en el género. Sus protagonistas, como es el caso de Lonia Guiu, son feministas, valientes e independientes. "Detectivas" de armas tomar que se enfrentan a problemas, a casos, a investigaciones de horribles sucesos que no distan demasiado de los que podemos encontrar hoy en día en los periódicos. En Estudio en Lila, la "detectiva" Lonia Guiu, deberá localizar a una adolescente que ha huído de casa de sus padres: está embarazada a causa de una violación. Además una misteriosa anticuaria contrata sus servicios para encontrar a tres hombres, supuestamente vinculados con la falsificación de obras de arte, aunque Lonia sabe que miente más que habla y no va a ser fácil perseguir su rastro, porque nada es fácil para una mujer como ella en la Barcelona de los 80. Una novela de acción, misterio, humor y mucho feminismo de una de las autoras pioneras del género negro en España

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Tí­tu­lo: Es­tu­di en lila pu­bli­ca­da por Edi­cions de la Ma­gra­na.

© Ma­ria An­tò­nia Oli­ver, 1985

© Tra­duc­ción: Ma­nuel Quin­to

Cu­bier­ta:

Di­se­ño: Edi­cio­nes Ver­sá­til

© Shut­ters­tock, de la fo­to­gra­fía de la cu­bier­ta

1.ª edi­ción: oc­tu­bre 2018

De­re­chos ex­clu­si­vos de edi­ción en es­pa­ñol re­ser­va­dos para todo el mun­do:

© 2018: Edi­cio­nes Ver­sá­til S.L.

Av. Dia­go­nal, 601 plan­ta 8

08028 Bar­ce­lo­na

www.ed-ver­sa­til.com

Nin­gu­na par­te de esta pu­bli­ca­ción, in­clui­do el di­se­ño de la cu­bier­ta, pue­de ser re­pro­du­ci­da, al­ma­ce­na­da o trans­mi­ti­da en ma­ne­ra al­gu­na ni por nin­gún me­dio, ya sea elec­tró­ni­co, quí­mi­co, me­cá­ni­co, óp­ti­co, de gra­ba­ción o fo­to­co­pia, sin au­to­ri­za­ción es­cri­ta del edi­tor.

Prólogo: Los estereotipos de género del género negro

Des­de sus orí­ge­nes, tra­di­cio­nal­men­te el gé­ne­ro ha es­ta­do lleno de es­te­reo­ti­pos de gé­ne­ro.

El lla­ma­do hard-boi­led, que na­ció en la mí­ti­ca re­vis­ta pulp Black Mask, allá por 1923, de la plu­ma de maes­tros de la ta­lla de Das­hiel Ham­mett o Ray­mond Chand­ler, como re­vul­si­vo a los acar­to­na­dos enig­mas bri­tá­ni­cos, re­zu­ma­ba plo­mo y tes­tos­te­ro­na a par­tes igua­les.

Sus es­cri­to­res, to­dos hom­bres, mu­chas ve­ces al­cohó­li­cos y casi siem­pre mu­je­rie­gos, die­ron vida al ar­que­ti­po del de­tec­ti­ve duro y cí­ni­co, she­riffs de as­fal­to a lo­mos de ca­ba­llos de cua­tro rue­das que no du­da­ban en dis­pa­rar pri­me­ro y pre­gun­tar des­pués, vién­do­se in­mer­sos en his­to­rias más ve­ro­sí­mi­les, li­te­ra­rias y so­cio­crí­ti­cas que sus ho­mó­lo­gos in­gle­ses.

En es­tos clá­si­cos del noir, los per­so­na­jes fe­me­ni­nos, si los ha­bía, se li­mi­ta­ban a po­sar de cuer­po pre­sen­te, li­mar­se las uñas en la re­cep­ción de la agen­cia o a uti­li­zar sus «ar­mas de mu­jer» para tra­tar de ma­ni­pu­lar al sa­bue­so de turno, ejer­cien­do de au­xi­lia­res, cuan­do no de ac­ce­so­rios a, mu­je­res irre­sis­ti­ble­men­te fa­ta­les o ca­dá­ve­res ex­qui­si­tos.

Y aun­que el es­pe­cia­lis­ta en no­ve­la ne­gra ame­ri­ca­na Ja­vier Coma sub­ra­yó que al­gu­nas es­cri­to­ras nor­te­ame­ri­ca­nas de la ge­ne­ra­ción de los 40, con Pa­tri­cia Highs­mith a la ca­be­za, fue­ron ver­da­de­ras «ma­gas» del sus­pen­se. Hizo fal­ta mu­cho tiem­po para que sur­gie­ran las pri­me­ras cul­ti­va­do­ras del hard-boi­led.

No fue has­ta la dé­ca­da de los 80, con la irrup­ción en el pa­no­ra­ma edi­to­rial de au­to­ras como Sue Graf­ton y su ca­ris­má­ti­ca e inol­vi­da­ble de­tec­ti­ve King­sey Mill­ho­ne, pro­ta­go­nis­ta del tris­te­men­te inaca­ba­do Al­fa­be­to del cri­men, que los ro­les tra­di­cio­na­les de gé­ne­ro en el gé­ne­ro em­pe­za­ron a cam­biar, y co­men­za­ron a sur­gir las pri­me­ras in­ves­ti­ga­do­ras pro­fe­sio­na­les que no se li­mi­ta­ban a co­ti­llear a sus aris­to­crá­ti­cos ve­ci­nos como pa­sa­tiem­po en­tre par­ti­da de brid­ge y pas­ti­ta de té.

Y otro tan­to ocu­rrió en nues­tro país, a te­nor del pro­yec­to de la Uni­ver­si­dad de Bar­ce­lo­na di­ri­gi­do por Ele­na Lo­sa­da Mu­je­res en la No­ve­la Cri­mi­nal Es­pa­ño­la (MUN­CE). Esta in­ves­ti­ga­ción, que ana­li­zó la pro­duc­ción de nues­tras mal lla­ma­das «da­mas del cri­men» en­tre 1975 y 2010, re­ve­ló que has­ta la apa­ri­ción de Pe­tra De­li­ca­do, en 1996, la po­pu­lar ins­pec­to­ra de Ali­cia Gi­mé­nez Bartlett, la pre­sen­cia de es­cri­to­ras den­tro del gé­ne­ro fue mar­gi­nal y mar­gi­na­da.

Por eso, para reivin­di­car a las pre­cur­so­ras del gé­ne­ro en Es­pa­ña, sur­ge está co­lec­ción, Pio­ne­ras de la no­ve­la ne­gra. Una se­lec­ción que co­mien­za con la re­edi­ción de Es­tu­dio en lila, una obra pu­bli­ca­da por pri­me­ra vez en 1985, muy po­pu­lar y exi­to­sa en ca­ta­lán, pero que en es­pa­ñol ha caí­do prác­ti­ca­men­te en el ol­vi­do. La pri­me­ra no­ve­la de la pri­me­ra se­rie es­cri­ta y pro­ta­go­ni­za­da por una mu­jer, Lo­nia Guiu, una in­ves­ti­ga­do­ra pri­va­da ma­llor­qui­na en la Bar­ce­lo­na de me­dia­dos de los 80, que Bartlett re­co­no­ció como fuen­te de ins­pi­ra­ción para su per­so­na­je.

Una pro­ta­go­nis­ta que, como man­dan los cá­no­nes, cons­ti­tui­rá una iró­ni­ca e in­ci­si­va cro­nis­ta de la so­cie­dad de su tiem­po. Una de­tec­ti­ve tan fe­mi­nis­ta que se pro­cla­ma «de­tec­ti­va», pero a la vez tan fe­me­ni­na, que co­lec­cio­na lá­pi­ces de la­bios. Y para in­ver­tir aún más los ro­les de gé­ne­ro en el gé­ne­ro, tie­ne un so­cio, un ayu­dan­te lla­ma­do Quim, ex­per­to en de­fen­sa per­so­nal, que al igual que ella, no es tan duro como pa­re­ce.

La re­cu­pe­ra­ción de esta obra, coin­ci­de con el 35º aniver­sa­rio del na­ci­mien­to del per­so­na­je de Lo­nia Guiu que de­bu­tó en 1983 en el re­la­to ¿Dón­de es­tás, Mó­ni­ca? , que for­ma par­te de la an­to­lo­gía Ne­gra y con­sen­ti­da, y que has­ta la fe­cha, ha pro­ta­go­ni­za­do dos no­ve­las apar­te de la que aho­ra nos ocu­pa: An­tí­po­das y El sol que en­ga­la­na, pu­bli­ca­das, ori­gi­nal y res­pec­ti­va­men­te, en 1987 y 1994.

En esta pri­me­ra en­tre­ga de la tri­lo­gía, Lo­nia ten­drá que re­sol­ver dos ca­sos in­de­pen­dien­tes, pero con la vio­len­cia de gé­ne­ro como fac­tor co­mún: la des­apa­ri­ción de una ado­les­cen­te ma­llor­qui­na y la bús­que­da de tres mis­te­rio­sos hom­bres que han tra­ta­do de es­ta­far a una an­ti­cua­ria men­ti­ro­sa que es­con­de nu­me­ro­sos se­cre­tos.

Una tra­ma cuyo im­pac­tan­te desen­la­ce re­cor­da­rá irre­mi­si­ble­men­te al lec­tor a un su­ce­so ac­tual que ha te­ni­do mu­cha re­per­cu­sión me­diá­ti­ca. A pe­sar de los más de trein­ta años trans­cu­rri­dos des­de su edi­ción, Es­tu­dio en lila sor­pren­de por la vi­gen­cia de su de­nun­cia, tan ade­lan­ta­da a su tiem­po como la­men­ta­ble­men­te atem­po­ral y que, es­pe­re­mos, con­tri­bu­ya a que Ma­ria An­tò­nia Oli­ver re­ci­ba la aten­ción y re­co­no­ci­mien­to que me­re­ce, no ya como pre­cur­so­ra del fe­mi­cri­me en Es­pa­ña, sino como uno de sus má­xi­mos ex­po­nen­tes has­ta la fe­cha, como sos­tie­nen los di­rec­to­res del Con­gre­so de No­ve­la y Cine Ne­gro de Sa­la­man­ca, Alex Mar­tín Es­cri­bà y Ja­vier Sán­chez Za­pa­te­ro.

Una obra que su­po­ne, por con­si­guien­te, un mag­ní­fi­co pis­to­le­ta­zo de sa­li­da para una co­lec­ción que dará mu­cho que leer, y es­pe­re­mos, tam­bién mu­cho que ha­blar y pen­sar a los afi­cio­na­dos al gé­ne­ro ne­gro.

Ser­gio Vera Va­len­cia, Di­rec­tor de la co­lec­ción Off Ver­sá­til.

PRI­ME­RA PAR­TE

1

Lunes por la mañana

—¿Te­nía al­gún ami­go en Bar­ce­lo­na?

La mu­jer, llo­ro­sa, me alar­gó un pa­pel es­tru­ja­do. Era una car­ta de­ci­di­da, aun­que no de­ma­sia­do cul­ta. Que no su­frie­ran, de­cía. Que no se preo­cu­pa­ran por ella. Y que no la bus­ca­ran.

El so­bre lle­va­ba el ma­ta­se­llos de Bar­ce­lo­na, y por eso la ma­dre ha­bía to­ma­do el bar­co, es la pri­me­ra vez que ha sa­li­do de Ma­llor­ca y te­ner­lo que ha­cer por esa cau­sa, ya veis. ¡Dios mío! No, por lo que sa­bía, ella no te­nía nin­gún ami­go en Bar­ce­lo­na, pero quién sabe, Vir­gen San­ta, aho­ra se daba cuen­ta de que ig­no­ra­ba tan­tas co­sas de su hija, por­que nun­ca ja­más hu­bie­ra di­cho que hui­ría de su casa de aque­lla ma­ne­ra…, y si la ha co­gi­do esa gen­te que lue­go las pone a ha­cer de… y los so­llo­zos sa­cu­dían todo su cuer­po.

—No su­fra, mu­jer, que no creo que se tra­te de eso —dijo Je­ró­ni­ma con una ex­pre­sión que era de se­gu­ri­dad para la ma­dre y de in­cóg­ni­ta para mí.

Yo me en­co­gí de hom­bros con desa­zón: no me gus­ta­ban es­tos com­pro­mi­sos in­elu­di­bles; ni es­tas clien­tas his­té­ri­cas que lle­gan con­ven­ci­das de que la gen­te como yo so­mos unas ha­das ma­dri­nas con una va­ri­ta má­gi­ca para so­lu­cio­nar to­dos los pro­ble­mas.

La mu­jer me des­cri­bió la ropa que fal­ta­ba en el ar­ma­rio de la hija, me en­tre­gó unas cuan­tas fo­to­gra­fías, y se fue más tran­qui­la, por­que sien­do yo tam­bién una mu­jer y ma­llor­qui­na como ella, se­gu­ro que pon­dría más in­te­rés en en­con­trar­la. Y so­bre todo, que le di­je­ra que si no que­ría re­gre­sar, pues que no re­gre­sa­ra, pero por lo me­nos, que no tu­vie­ra a toda su fa­mi­lia tras­tor­na­da de este modo…

—Que ni su pa­dre ni yo dor­mi­mos ni ha­bla­mos de otra cosa, y los ve­ci­nos ya nos pre­gun­tan por ella y ya no sa­be­mos qué ex­cu­sa dar. ¡Qué es­cán­da­lo, Vir­gen Pu­rí­si­ma, si se lle­ga a sa­ber!

La mu­jer ce­rró sua­ve­men­te la puer­ta, y mi so­cio, que ha­bía he­cho es­fuer­zos para no echar­se a reír du­ran­te la vi­si­ta, al fin es­ta­lló en so­no­ras car­ca­ja­das.

—No me hace nin­gu­na gra­cia. Vete a sa­ber por dón­de anda esa mu­cha­cha y si al­gu­na vez la en­con­tra­re­mos.

—No, mu­jer, si no me río de eso. Es que tú, cuan­do ha­blas con ma­llor­qui­nes pa­re­ces re­cién lle­ga­da de la isla. Aquí ha­blas un ca­ta­lán de Bar­ce­lo­na per­fec­to, sin nin­gún acen­to, y cuan­do los tie­nes de­lan­te…

—Si agu­za­ras más el oído, mu­cha­cho, no en­con­tra­rías tan per­fec­to mi acen­to bar­ce­lo­nés. Y a mu­cha hon­ra…

—Vale, vale… ¿Quién es esa Je­ró­ni­ma? —Y vol­vió a es­ta­llar en ri­sas—. Vaya nom­bres que gas­táis: Apo­lo­nia, Je­ró­ni­ma, y esta chi­ca, Se­bas­tia­na. ¿Quién es Je­ró­ni­ma?

—Eres un anal­fa­be­to. Cuan­do in­ten­tas bur­lar­te de mí, ha­ces el más es­pan­to­so de los ri­dícu­los… ¡Mo­ni­go­te, eso es lo que eres tú: un mo­ni­go­te de fe­ria, Qui­met!

Sin em­bar­go, era un buen tipo. Me lo ha­bía en­con­tra­do en el gim­na­sio al que ha­bía ido para se­guir un cur­so de de­fen­sa per­so­nal. Era el ayu­dan­te del pro­fe­sor y se te­nían ma­nía por algo que aún no he con­se­gui­do acla­rar. Las in­for­ma­li­da­des de Quim hi­cie­ron des­bor­dar el vaso: se pre­sen­ta­ba a la hora que que­ría y ha­cía el tra­ba­jo a su ma­ne­ra. En con­tra­par­ti­da, el pro­fe­sor le pa­ga­ba cuán­do y cómo le daba la gana. Al ter­mi­nar yo el cur­si­llo, a él se le ter­mi­nó el ofi­cio, de modo que, por un im­pul­so ca­ri­ta­ti­vo, le ofre­cí la po­si­bi­li­dad de que tra­ba­ja­ra con­mi­go. Con la úni­ca con­di­ción de que no me pu­sie­ra con­di­cio­nes. Y solo me puso una: que no me to­ma­ra la mo­les­tia de ha­cer­le pre­gun­tas per­so­na­les y, so­bre todo, que no le exi­gie­ra res­pues­tas.

—No te en­fa­des, mu­jer…

—Je­ró­ni­ma es una an­ti­gua com­pa­ñe­ra de la agen­cia de Pal­ma. Un día me la en­con­tré y le dije que ha­bía mon­ta­do mi pro­pio ne­go­cio en Bar­ce­lo­na. En­ton­ces ella se­guía unos cur­sos de asis­ten­ta so­cial…

Ha­bían pa­sa­do mu­chos años des­de la tem­po­ra­da en que ha­bía­mos tra­ba­ja­do jun­tas en la Agen­cia Marí, In­for­mes con­fi­den­cia­les y co­mer­cia­les. Ella y yo en la ofi­ci­na, lle­nan­do de li­te­ra­tu­ra los im­pre­sos que ga­ra­ba­tea­ban los in­for­ma­do­res: el se­ñor Marí vi­si­ta­ba los ban­cos para ofre­cer­les los ser­vi­cios de la nue­va em­pre­sa, su hijo con­fec­cio­na­ba los in­for­mes más com­pro­me­ti­dos, un pu­ña­do de guar­dias ci­vi­les re­ti­ra­dos re­lle­na­ban los im­pre­sos con los da­tos que los mis­mos com­pra­do­res de ne­ve­ras y te­le­vi­so­res a pla­zos les pro­por­cio­na­ban, y no­so­tras los re­dac­tá­ba­mos con la pro­so­po­pe­ya ade­cua­da. Y, cuan­do abu­rri­das de tan­ta mo­no­to­nía char­lá­ba­mos un rato, ve­nía la mu­jer del se­ñor Marí, doña Ma­ría, que tra­ji­na­ba por la co­ci­na, y nos re­ñía por­que no cu­rrá­ba­mos lo su­fi­cien­te; vi­gi­lan­te como era de los in­tere­ses de la eco­no­mía fa­mi­liar, in­clu­so con­tro­la­ba que la me­dia hora de la que dis­po­nía­mos para el bo­ca­di­llo no se alar­ga­ra ni me­dio mi­nu­to, y mu­cho me­jor si la acor­tá­ba­mos.

Y aho­ra aque­lla mis­ma Je­ró­ni­ma que fre­ga­ba el au­ri­cu­lar del te­lé­fono con un pa­ñue­lo ba­ña­do en co­lo­nia por­que olía mal —don Mi­guel Marí ce­cea­ba un poco y lan­za­ba sa­li­va como un as­per­sor—, me traía una clien­ta del ba­rrio en el que ejer­cía de asis­ten­ta so­cial. Una mu­jer de pue­blo tras­la­da­da a la ciu­dad, con una hija de quin­ce años que se le ha­bía es­ca­pa­do. Un caso como tan­tos otros. Chi­cas así, las he­mos en­con­tra­do a mon­to­nes. De pe­que­ños pue­blos y de gran­des ciu­da­des, mu­chas de fue­ra de Ca­ta­lu­ña. Al­gu­nas se ha­bían mon­ta­do su pro­pio ro­llo con otras ami­gas y se sen­tían li­bres sin ha­cer nada del otro mun­do, eran fe­li­ces cre­yén­do­se au­tó­no­mas; otras sen­tían nos­tal­gia como lo­cas y re­gre­sa­ban a ca­si­ta, acep­tan­do con­di­cio­nes a ve­ces hu­mi­llan­tes por par­te de los pa­dres; otras ha­bían que­da­do atra­pa­das por el en­gra­na­je de la pas­ta, y cuan­do los pa­dres de­ses­pe­ra­dos las en­con­tra­ban des­hon­ra­das, las re­pu­dia­ban sin mi­ra­mien­tos; a otras no las ren­con­tra­ban ja­más…

Y yo ha­bía de­ci­di­do no acep­tar nin­gún otro tra­ba­jo de aque­lla cla­se, por­que mi des­pa­cho, más que una agen­cia de in­ves­ti­ga­ción, pa­re­cía un ho­gar para la in­fan­cia des­ca­rria­da, y ya es­ta­ba can­sa­da de ac­tuar como ni­ñe­ra. Pero aquel caso era un com­pro­mi­so…

—Cla­ro, tu ami­ga Je­ró­ni­ma… y tu co­ra­zon­ci­to que late cuan­do es­cu­chas la voz de la isla…

No tuve tiem­po de man­dar­lo a ha­cer pu­ñe­tas por­que se oían unos dé­bi­les gol­pe­ci­tos en la puer­ta, como si no hu­bie­ran leí­do el ró­tu­lo de: «Ade­lan­te».

—¡Pase!

La puer­ta se abrió y de re­pen­te me asal­tó la des­agra­da­ble cer­te­za de que el des­pa­cho, a pe­sar de la re­cien­te mano de pin­tu­ra, re­sul­ta­ba vie­jo y des­cui­da­do, y que el car­tel de Miró que lo pre­si­día nun­ca iba a pa­re­cer un ori­gi­nal, a pe­sar del mar­co y del cris­tal.

Ge­ne­ral­men­te, los clien­tes —hom­bres y mu­je­res in­dis­tin­ta­men­te— se di­ri­gían en pri­mer lu­gar a la mesa de Quim. Pero ella vino di­rec­ta a mi mesa y yo, ante ella, temí que aquel día no me hu­bie­ra pues­to su­fi­cien­te des­odo­ran­te.

Era una de aque­llas mu­je­res que te re­cuer­dan que al­gún día tie­nes que pa­sar­te por la pe­lu­que­ría y que, como de­cía la se­ño­ri­ta de la Fa­lan­ge, la dis­cre­ción es la cla­ve de la ele­gan­cia.

Se­gu­ro que aque­lla vi­si­tan­te no ha­cía gi­rar la ca­be­za a nin­gún hom­bre por la ca­lle, pero, ¡ca­ray, vaya cla­se! Tan­ta so­brie­dad in­clu­so lle­gó a pa­re­cer­me exa­ge­ra­da, como si la mu­jer qui­sie­ra apa­gar el res­plan­dor de un gla­mour que solo unos ojos ex­per­tos sa­bían adi­vi­nar bajo la capa de la dis­cre­ción. Ni som­bra de ma­qui­lla­je: es­tu­ve a pun­to de ofre­cer­le mi co­lec­ción de lá­pi­ces de la­bios. El ca­be­llo liso, sin fan­ta­sías, pero de cor­te per­fec­to, y con un bri­llo na­tu­ral que de­la­ta­ba a un buen pe­lu­que­ro y cui­da­dos dia­rios.

—¿Sí?

—Ne­ce­si­to que me en­cuen­tre a tres hom­bres… —Y me alar­ga­ba un pa­pel con una ci­fra.

—Sién­te­se, por fa­vor.

Ha­cía un ca­lor de mil de­mo­nios. A mí me so­bra­ba has­ta el re­loj, y con­ti­nua­men­te te­nía que se­car­me el su­dor de cue­llo y bar­bi­lla. La fren­te de Quim es­ta­ba cho­rrean­do. En cam­bio, a ella la tem­pe­ra­tu­ra no pa­re­cía afec­tar­le, como si se en­con­tra­ra por en­ci­ma de es­tas mi­se­rias hu­ma­nas. —¿Quié­nes son? —Yo mi­ra­ba la ci­fra in­ten­tan­do no de­mos­trar ex­ce­si­va cu­rio­si­dad.

—Para eso he ve­ni­do, para que us­ted des­cu­bra quié­nes son. Solo ten­go este nú­me­ro de ma­trí­cu­la. De Bar­ce­lo­na. Un co­che ver­de me­ta­li­za­do. No sé ni re­mo­ta­men­te la mar­ca ni el mo­de­lo.

—¿Y para qué quie­re a esos tres hom­bres? —Quim in­ter­ve­nía en tono chu­le­ta, pero la mu­jer lo miró con tal al­ti­vez que a mi so­cio se le bajó la cres­ta en seco.

—Es un asun­to muy con­fi­den­cial —me dijo la se­ño­ra.

—No exis­ten se­cre­tos en­tre la se­ño­ri­ta Guiu y yo —dijo Quim, una vez re­cu­pe­ra­do de la es­to­ca­da vi­sual—. Pue­de us­ted ha­blar tran­qui­la­men­te.

An­tes de que ella me pi­die­ra po­der ha­blar a so­las con­mi­go, yo tomé la ini­cia­ti­va.

—Quim, por fa­vor.

Y Quim se le­van­tó, se en­tre­tu­vo in­ne­ce­sa­ria­men­te re­co­gien­do unos pa­pe­les inú­ti­les de su mesa y de la mía, lo puso todo bien or­de­na­do den­tro de una car­pe­ta y se fue al la­va­bo, que era la otra úni­ca pie­za del des­pa­cho.

—¿Para qué quie­re a esos tres hom­bres? —pre­gun­té en­ton­ces.

—¿Ten­go que de­cir­le los mo­ti­vos? Us­ted en­cuén­tre­los, yo le pa­ga­ré lo que me pida y…

¿Y para eso ha­bía exi­lia­do a Quim al ex­cu­sa­do?

—Debo sa­ber dón­de me meto, se­ño­ra. No qui­sie­ra per­der la li­cen­cia por un des­cui­do.

—Bien, no se tra­ta de nin­gún asun­to tur­bio, se lo ase­gu­ro. —Sacó ci­ga­rri­llos de los ca­ros y un en­cen­de­dor de oro. Lle­va­ba las uñas sin pin­tar, pero con la ma­ni­cu­ra he­cha.

—No, yo no fumo, gra­cias.

Pen­sé que ten­dría que com­prar un ce­ni­ce­ro para los clien­tes fu­ma­do­res y dis­cre­ta­men­te, hice des­apa­re­cer de en­ci­ma de la mesa el le­tre­ri­to de: «No fu­mar, por fa­vor».

—Soy an­ti­cua­ria y es­tos tres hom­bres me com­pra­ron una pie­za muy va­lio­sa. —Cu­rio­sa­men­te, el humo del ci­ga­rri­llo no me mo­les­ta­ba—. Me pa­ga­ron con un ta­lón de una cuen­ta co­rrien­te anu­la­da des­de ha­cía tiem­po… Es una ci­fra con­si­de­ra­ble.

—¿Aca­so no se com­prue­ban los ta­lo­nes por te­lé­fono?

—Anoté los nú­me­ros de los car­nés de iden­ti­dad, los nom­bres y las di­rec­cio­nes… Pen­sé que con eso se­ría su­fi­cien­te. Ade­más, fue a úl­ti­ma hora del día…

—¿Y?

—Todo era fal­so. Pero mi de­pen­dien­te tuvo la pre­cau­ción de ano­tar la ma­trí­cu­la del co­che…

—¿Y a nom­bre de quién ha­bía es­ta­do la cuen­ta anu­la­da?

—El ti­tu­lar ha­cía años que ha­bía muer­to…

—¿Tie­ne el ta­lón? Es tam­bién una vía de in­ves­ti­ga­ción, ade­más de la ma­trí­cu­la del co­che… Cómo lle­gó el ta­lo­na­rio a ma­nos de los in­di­vi­duos, por ejem­plo…

—Lo rom­pí. Ya no me ser­vía para nada…

Hizo un ges­to in­fan­til de dis­cul­pa, que no se co­rres­pon­día de­ma­sia­do con su ima­gen de mu­jer se­gu­ra de sí mis­ma.

—¿De qué ban­co era el ta­lón?

—No… no lo re­cuer­do… Sí, era de fue­ra de Ca­ta­lu­ña por­que, al in­gre­sar­lo, tuve que ha­cer­lo en un im­pre­so de fue­ra pla­za…

—Un ta­lón de la su­cur­sal de Man­re­sa de la Cai­xa tam­bién es de fue­ra pla­za… Bien, así que re­cuer­da que era de fue­ra de Ca­ta­lu­ña, pero no re­cuer­da de qué ban­co se tra­ta­ba… ¿Y re­cuer­da, por lo me­nos, en qué ban­co tie­ne us­ted su cuen­ta co­rrien­te, se­ño­ra?

—¿Es esto un in­te­rro­ga­to­rio?

Apa­gó el ci­ga­rri­llo en el sue­lo, al no en­con­trar ce­ni­ce­ro. Des­pués co­lo­có am­bas ma­nos so­bre mi mesa y me miró fi­ja­men­te:

—¿Quie­re o no quie­re en­car­gar­se del caso, se­ño­ri­ta Guiu?

—¿Por qué no puso una de­nun­cia? La po­li­cía…

—Si es la po­li­cía la que tie­ne que re­sol­ver to­dos los ca­sos —me in­te­rrum­pió—, ¿de qué sir­ven las agen­cias de de­tec­ti­ves?

Se pasó en­ton­ces el dor­so de la mano por la boca, un ges­to que yo ha­cía a me­nu­do para se­car­me di­si­mu­la­da­men­te el su­dor al­re­de­dor de la boca. La bar­bi­lla le bri­lla­ba.

—De­seo dis­cre­ción —si­guió, aho­ra ya con otro tono de voz—. Y con­fío po­der so­lu­cio­nar esta cues­tión por las bue­nas, co­bran­do o re­cu­pe­ran­do la pie­za. Si pon­go el asun­to en ma­nos de la jus­ti­cia, qui­zá ten­dría la sa­tis­fac­ción de ver a los tres hom­bres en la cár­cel, pero esa sa­tis­fac­ción no me in­tere­sa, se lo ase­gu­ro, si es a cam­bio de per­der el tiem­po, el di­ne­ro o la es­ta­tui­lla…

Una fi­gu­ra de ma­de­ra, mo­der­nis­ta, úni­ca en su es­ti­lo. La voz de la an­ti­cua­ria con­ser­va­ba el deje agra­da­ble y con­vin­cen­te, pero yo creía que la pie­za que me es­ta­ba de­ta­llan­do con tan­ta me­ticu­losi­dad, tan amo­ro­sa­men­te, es­ta­ba en al­gu­na es­tan­te­ría de su casa, que el ta­lón con ti­tu­lar muer­to y ban­co ol­vi­da­do nun­ca ha­bía exis­ti­do y que los tres hom­bres eran, en reali­dad, uno solo. El pro­pie­ta­rio del co­che, un aman­te even­tual que la ha­bía aban­do­na­do y que ella, por el mo­ti­vo que fue­ra, no se re­sig­na­ba a per­der. No era una his­to­ria nue­va, tam­bién me ha­bía en­con­tra­do en ca­sos pa­re­ci­dos. Un dra­ma tan vul­gar o más que el de la mu­cha­cha ma­llor­qui­na des­ca­rria­da.

—Muy bien, bus­ca­re­mos a los tres hom­bres.

A fin de cuen­tas era un tra­ba­jo, y era cier­to que a mí no me im­por­ta­ban los mo­ti­vos por los cua­les aque­lla mu­jer me lo ofre­cía. Bien mi­ra­do, no ha­bía ni un solo pe­li­gro de en­re­dar­me en co­sas in­con­ve­nien­tes para mi ca­rre­ra.

—Deme su nom­bre, la di­rec­ción y un te­lé­fono en don­de la pue­da lo­ca­li­zar fá­cil­men­te, y ya me pon­dré…

—Solo quie­ro que los en­cuen­tre —vol­vió a cor­tar­me—. Des­cu­bra sus ver­da­de­ros nom­bres… y sa­que fo­tos para ase­gu­rar­me de que son ellos… Y el lu­gar don­de pue­da ir yo a ver­los…

—De mo­men­to, solo te­ne­mos la pis­ta de la ma­trí­cu­la. —Yo ya ha­bía re­nun­cia­do a la pis­ta del ta­lón—. Y si el co­che no era ro­ba­do, po­si­ble­men­te solo en­con­tra­re­mos a uno de los tres. A me­nos que vi­van jun­tos.

—Por eso le pido lo de las fo­tos. Haga fo­tos del pro­pie­ta­rio del co­che y de los hom­bres con los que se re­la­cio­ne. Y no ha­ble con ellos has­ta que yo los haya iden­ti­fi­ca­do.

Yo es­toy acos­tum­bra­da a lle­var ne­go­cios, a dar ór­de­nes. Y me mo­les­tó su tono de voz au­to­ri­ta­rio. Pero de­ci­dí en­ca­jar sin abrir la boca.

Pro­nun­ció la úl­ti­ma fra­se mien­tras sa­ca­ba una tar­je­ta del bol­so. Siem­pre me han gus­ta­do los bol­sos de piel de ser­pien­te, pero no com­bi­nan con mi in­du­men­ta­ria ha­bi­tual ni con mi pre­su­pues­to.

Me dejó la tar­je­ta en­ci­ma de la mesa y se le­van­tó.

—Y si por el mo­men­to solo en­con­tra­mos a uno, des­pués ya ve­re­mos cómo lo­ca­li­zar a los de­más. O qui­zá no haga fal­ta —in­si­nué.

—Na­tu­ral­men­te —ex­cla­mó dis­traí­da—. Adiós, es­pe­ro sus no­ti­cias.

No me dio tiem­po a de­cir­le que no ha­cían fal­ta tan­tos sub­ter­fu­gios. Y que no so­lía acep­tar que mis clien­tes me in­di­ca­ran de qué modo te­nía yo que ha­cer mi tra­ba­jo. Pero la ver­dad es que me gus­ta­ba aque­lla tía. Y que igual­men­te no le ha­bría di­cho nada aun­que se hu­bie­ra que­da­do un buen rato. Era de agra­de­cer que no me con­ta­ra su his­to­ria sór­di­da, como si me tu­vie­ra al otro lado del con­fe­sio­na­rio o de la mesa de la asis­ten­ta so­cial. Eso que­da­ba para Je­ró­ni­ma, que te­nía vo­ca­ción de ayu­dar al pró­ji­mo. Yo iba a lo mío.

Se es­cu­chó la ca­de­na del vá­ter. El agua bajó del de­pó­si­to con más rui­do que de cos­tum­bre. Como si Quim hu­bie­ra ti­ra­do de ella muy en­fa­da­do.

En­fa­da­do y su­do­ro­so. Sa­lió cuan­do la se­ño­ra Ele­na Gau­dí ce­rra­ba la puer­ta del des­pa­cho con la mis­ma sua­vi­dad con que la ha­bía abier­to. El olor del la­va­bo des­pe­jó la nube per­fu­ma­da que ha­bía de­ja­do tras de sí mi nue­va clien­ta.

—¿Qué que­ría esta ma­ri­ma­cho? —Con una mano se se­ca­ba el ros­tro y con la otra se abro­cha­ba la bra­gue­ta.

—No me di­gas que no lo has es­cu­cha­do todo. Y no es una ma­ri­ma­cho. Los hom­bres no sa­béis ver nada. Si las mu­je­res no mos­tra­mos nues­tros en­can­tos en plan es­pec­ta­cu­lar pa­re­ce que ten­gáis los ojos en el co­go­te. Y haz­me el con­de­na­do fa­vor de abro­char­te la bra­gue­ta en el la­va­bo. In­clu­so en esto los hom­bres de­mos­tráis vues­tro sen­ti­do de la pre­po­ten­cia.

—Eh, eh, para el ca­rro, nena, que si te has ca­brea­do con la se­ño­ra, te desaho­gas con ella, ¿en­ten­di­do?

—No me he ca­brea­do con na­die. Solo que me irri­ta esa fal­ta de dis­cre­ción de los ma­chos…

—Aho­ra te pa­re­ces a Mer­ce­des. Pero gra­cias por lo de ma­cho. Y por hoy ya he te­ni­do mi ra­ción de dis­cre­ción. ¿Te pa­re­ce poco te­ner­me a re­mo­jo todo este rato?

Me lo ima­gi­né sen­ta­do en la taza del vá­ter, in­ten­tan­do es­cu­char toda la con­ver­sa­ción y es­ta­llé en una car­ca­ja­da.

—Y aho­ra se ríe, la loca.

—¿Has es­cu­cha­do o no?

—¡Cla­ro!

—¡Se ha in­ven­ta­do un cuen­to! Pero me da en la na­riz que es una his­to­ria amo­ro­sa y nada más.

—¡Qué va! Esa ran­cia no pue­de te­ner his­to­rias de esas. Que no te ha con­ta­do la ver­dad está cla­ro como el agua, pero no le ad­ju­di­ques idi­lios, Pa­lo­ni.

—¡Que no me lla­mes Pa­lo­ni, coño!

—¡Pero si Pa­lo­ni es mu­cho más exó­ti­co que Lo­nia, rei­na! Y no ha­ble­mos de Apo­lo­nia. Pa­re­ce­rías una em­pe­ra­triz ro­ma­na si no acor­ta­ras tu nom­bre.

—A mí me sue­na mal. Y pun­to. Y se tra­ta de un lío de sexo, que te lo digo yo. ¿Pero tú la has vis­to bien, a esa mu­jer?

—Ni ga­nas. A mí me gus­tan más rum­bo­sas.

—No los tie­nes en el co­go­te, no. Tie­nes los ojos en la pun­ta de la…

—¡Pssst! Dis­cre­ción, rei­na, dis­cre­ción…

Y nos pu­si­mos a pla­ni­fi­car el tra­ba­jo. Quim me re­ga­ñó por­que yo no la ha­bía ato­si­ga­do más con la cues­tión del ta­lón y por­que no le ha­bía pe­di­do una des­crip­ción de los tres hom­bres.

—Pero si ya sé que es una tro­la… ¿Por qué la te­nía que aco­rra­lar?

—¡Pre­ci­sa­men­te por eso, mira!

Y se sor­pren­dió cuan­do le en­car­gué el asun­to de la mu­cha­cha per­di­da y yo me que­dé con el de la an­ti­cua­ria.

—Solo con que me com­prue­bes que la tar­je­ta que me ha de­ja­do no es otra to­ma­du­ra de pelo ya ten­go su­fi­cien­te. El res­to del asun­to me lo de­jas a mí.

—¿Cómo se en­tien­de eso? ¿Qué dirá tu ami­ga Je­ró­ni­ma si sabe que has de­ja­do a su re­co­men­da­da en ma­nos de tu cria­do?

En el fon­do, Quim sen­tía la mis­ma cu­rio­si­dad que yo por la se­ño­ra —¿o se­ño­ri­ta?— Gau­dí. Se­gu­ra­men­te se ha­cía el de­sin­te­re­sa­do y no es­ta­ba tan cie­go como que­ría ha­cer­me creer. Pero yo era la que te­nía el car­né, yo la que ha­bía pues­to el des­pa­cho, yo la que pa­ga­ba la li­cen­cia fis­cal; a él lo lla­ma­ba so­cio por­que me ha­cía gra­cia, pero en reali­dad es­ta­ba a suel­do. Por lo tan­to, yo era quien es­co­gía el tra­ba­jo y lo dis­tri­buía. Y me in­tere­sa­ba más la an­ti­cua­ria que la mu­cha­cha. Te­nía ga­nas de sa­ber por qué me ha­bía men­ti­do.

2

Martes por la mañana

Fi­nal­men­te, el co­che ver­de me­ta­li­za­do sa­lió por el por­ta­lón. Aque­llas ca­lles tan tran­qui­las de la par­te alta me po­nían ner­vio­sa: pa­re­des in­fran­quea­bles que ce­rra­ban jar­di­nes, aquel olor es­ti­mu­lan­te de plan­tas bien re­ga­das la no­che an­te­rior, ni un co­che apar­ca­do en las ace­ras que pu­die­ra di­si­mu­lar la pre­sen­cia del mío, ni un alma por las ca­lles sal­vo al­gu­na cria­da de uni­for­me, y so­bre todo, ni una tien­da con es­ca­pa­ra­tes para cu­rio­sear un poco.

El jar­di­ne­ro, o el ma­yor­do­mo, o quien fue­ra, ce­rró el por­ta­lón y el co­che se des­li­zó sua­ve­men­te ca­lle aba­jo. Se me ocu­rrió que él tam­bién me ha­bría po­di­do ser­vir, pero ya era de­ma­sia­do tar­de.

—¡Os­tras, vaya ca­rro! —Nie­ves dis­pa­ró tres ve­ces, de fren­te, de cos­ta­do y por de­trás—. ¡Vale diez ki­los por lo me­nos!

Sin em­bar­go, era un co­che dis­cre­to. A pe­sar del ver­de me­ta­li­za­do y a pe­sar de la ta­sa­ción de Nie­ves. Y lo con­du­cía una mu­jer, a pe­sar de que es­ta­ba ins­cri­to a nom­bre de un hom­bre.

Vol­vían el si­len­cio y el abu­rri­mien­to. Nie­ves co­lo­có la tapa en el ob­je­ti­vo.

—Aún no —dije con des­ga­na—. Es­pe­ra­re­mos un poco más.

—¿Y co­bras mu­cho por no ha­cer nada?

—Vivo de­cen­te­men­te. ¿Tú te es­pa­bi­las con las fo­tos?

—¡Psé! De­pen­de, a ve­ces me cae al­gún re­por­ta­je bien pa­ga­do. Si pes­cas la foto fija de una pe­lí­cu­la te va bien du­ran­te unas se­ma­nas. Pero no re­sul­ta tan des­can­sa­do como lo tuyo.

—Me ten­drás que en­se­ñar un poco. Una de­tec­ti­va que no sabe sa­car fo­tos solo es de­tec­ti­va a me­dias.

Y una de­tec­ti­va que no dis­tin­gue un dos ca­ba­llos de un Pors­che, tam­bién. Y una de­tec­ti­va que sien­te pá­ni­co por las ar­mas, tam­bién. O sea que no que­da­ba nada en mí de de­tec­ti­va. Por­que una de­tec­ti­va a la cual asal­ta la de­pre cuan­do tie­ne que pa­sar­se ho­ras es­pe­ran­do, no es una de­tec­ti­va, es una ler­da de tres pa­res de na­ri­ces.

Hun­di­da por com­ple­to en unos pen­sa­mien­tos tan tur­bios, casi no me di cuen­ta de que el por­ta­lón se abría de nue­vo.

El roce ca­rac­te­rís­ti­co de las rue­das so­bre la gra­va anun­cia­ba un co­che que avan­za­ba len­ta­men­te, y el tiem­po trans­cu­rri­do has­ta que el hai­ga[1] ne­gro y ma­jes­tuo­so sa­lió, sig­ni­fi­ca­ba que des­de el ga­ra­je has­ta el por­ta­lón ha­bía una lar­ga ave­ni­da.

Nie­ves vol­vió a sa­car fo­tos de fren­te y de per­fil, pero los cris­ta­les tra­se­ros eran ahu­ma­dos.

—¡Con este ca­lor y todo ce­rra­do! —ex­cla­mé.

—Esos co­ches lle­van aire acon­di­cio­na­do, tía. Ven­ga, si lo ade­lan­tas po­dré ha­cer la foto del otro lado y qui­zá sa­que algo en cla­ro en el la­bo­ra­to­rio.

—An­tes, el por­te­ro.

Casi no tuvo tiem­po.

—¡Una mier­da de ins­tan­tá­nea! —mur­mu­ró, he­ri­da en su or­gu­llo pro­fe­sio­nal—. ¡Mien­tras no me sal­ga mo­vi­da! Po­drías ha­ber­me di­cho an­tes que tam­bién que­rías al por­te­ro.

Mien­tras se­guía al hai­ga ne­gro es­pe­ran­do el mo­men­to opor­tuno para pa­sar­lo, Nie­ves con­ti­nua­ba re­fun­fu­ñan­do.

—Creo que no sa­bes bien lo que bus­cas, ¿ver­dad?

—A un hom­bre, pero no sé a cuál.

—Ay, coño, yo tam­bién, ¿no te jode? ¡Pero a mí no me pa­gan por ello!

Me reí sin ha­cer co­men­ta­rio al­guno. Nie­ves me gus­ta­ba. Era alo­ca­da, su­per­fi­cial y fe­liz. Me pre­gun­té de dón­de ha­bría sa­ca­do aquel es­ti­lo de kum­baiá[2]-rock que lu­cía, aque­lla mez­cla ex­plo­si­va y di­ver­ti­da de inocen­cia chi­ru­que­ra[3] y agre­si­vi­dad pun­ki.

—Es­pe­ra, es me­jor se­guir al co­che has­ta que se de­ten­ga. Cuan­do baje el due­ño, po­drás re­tra­tar­lo me­jor…

Me en­can­ta­ba ser­pen­tear en­tre el alud cir­cu­la­to­rio. Se­guir a un co­che en­tre el ma­re­mág­num de Bar­ce­lo­na era un reto para mí, y nun­ca ha­bía per­di­do nin­guno. De mo­to­res y mo­de­los no en­tien­do nada, pero soy una ex­per­ta al vo­lan­te.

Nie­ves se abra­za­ba a su cá­ma­ra fo­to­grá­fi­ca y man­te­nía los ojos ate­rro­ri­za­dos fi­jos en mí. Los la­bios apre­ta­dos. Solo de vez en cuan­do de­cía: «¡Hos­ti!» con voz tem­blo­ro­sa, y se en­co­gía en el asien­to a mi lado.

Ba­já­ba­mos a toda pas­ti­lla por Bal­mes y, an­tes de la Dia­go­nal, el in­ter­mi­ten­te del hai­ga mar­có un giro a la de­re­cha. Unos ins­tan­tes más tar­de, Nie­ves ya ha­bía ar­ma­do el te­le­ob­je­ti­vo y dis­pa­ra­ba sin ce­sar. El chó­fer ba­ja­ba y efec­tua­ba el ges­to inú­til de abrir la puer­ta tra­se­ra, por­que el se­ñor ya es­ta­ba me­dio afue­ra. Foto, foto y foto.

—¡Tam­bién el chó­fer, Nie­ves!

Los co­ches que iban de­trás del nues­tro em­pe­za­ron a in­cor­diar a cau­sa de que les im­pe­día­mos el paso. Bajé abru­ma­da por com­ple­to, alcé el capó, hur­gué en­tre las in­com­pren­si­bles com­pli­ca­cio­nes del mo­tor, mien­tras Nie­ves se har­ta­ba de fo­to­gra­fiar al se­ñor del co­che, a los otros se­ño­res que le sa­lu­da­ban, al chó­fer que vol­vía a su­bir al hai­ga y a toda per­so­na que en­tra­ba o sa­lía del edi­fi­cio.

El con­cier­to de bo­ci­nas era tan es­can­da­lo­so que fun­día el ca­lor. Y em­pe­za­ba a ser pe­li­gro­so, por­que atraía la aten­ción ha­cia no­so­tras. Nie­ves es­ta­ba bien ca­mu­fla­da en el in­te­rior del co­che, pero ya re­sul­ta­ba de­ma­sia­do arries­ga­do se­guir allí. De ma­ne­ra que ce­rré el capó, puse cara de en­ten­di­da en mo­to­res y me di­ri­gí a la por­te­zue­la.

Si el ener­gú­meno de de­trás que me lan­za­ba es­tú­pi­das pro­ca­ci­da­des con la cara con­ges­tio­na­da fue­ra de la ven­ta­ni­lla, hu­bie­ra sa­bi­do que la ave­ría de mi co­che era un si­mu­la­cro, le ha­bría sor­pren­di­do un ata­que de apo­ple­jía. Le hice un so­lem­ne cor­te de man­gas, en­tré en el co­che y lo puse en mar­cha.

Martes a la caída de la tarde

—¿La en­con­tras­te?

—¿Crees que las ma­llor­qui­nas des­pe­dís un olor es­pe­cial para que los per­di­gue­ros os po­da­mos se­guir el ras­tro?

—No seas gro­se­ro, Quim.