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Con esta nueva edición en castellano de la reconocida escritora Maria Antònia Oliver, Versátil inaugura una colección de novelas de autoras pioneras del género negro, aquellas que, en las décadas de los 70, 80 y 90, empezaron a abrir el camino a las mujeres que querían defender su espacio en el género. Sus protagonistas, como es el caso de Lonia Guiu, son feministas, valientes e independientes. "Detectivas" de armas tomar que se enfrentan a problemas, a casos, a investigaciones de horribles sucesos que no distan demasiado de los que podemos encontrar hoy en día en los periódicos. En Estudio en Lila, la "detectiva" Lonia Guiu, deberá localizar a una adolescente que ha huído de casa de sus padres: está embarazada a causa de una violación. Además una misteriosa anticuaria contrata sus servicios para encontrar a tres hombres, supuestamente vinculados con la falsificación de obras de arte, aunque Lonia sabe que miente más que habla y no va a ser fácil perseguir su rastro, porque nada es fácil para una mujer como ella en la Barcelona de los 80. Una novela de acción, misterio, humor y mucho feminismo de una de las autoras pioneras del género negro en España
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Título: Estudi en lila publicada por Edicions de la Magrana.
© Maria Antònia Oliver, 1985
© Traducción: Manuel Quinto
Cubierta:
Diseño: Ediciones Versátil
© Shutterstock, de la fotografía de la cubierta
1.ª edición: octubre 2018
Derechos exclusivos de edición en español reservados para todo el mundo:
© 2018: Ediciones Versátil S.L.
Av. Diagonal, 601 planta 8
08028 Barcelona
www.ed-versatil.com
Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación o fotocopia, sin autorización escrita del editor.
Desde sus orígenes, tradicionalmente el género ha estado lleno de estereotipos de género.
El llamado hard-boiled, que nació en la mítica revista pulp Black Mask, allá por 1923, de la pluma de maestros de la talla de Dashiel Hammett o Raymond Chandler, como revulsivo a los acartonados enigmas británicos, rezumaba plomo y testosterona a partes iguales.
Sus escritores, todos hombres, muchas veces alcohólicos y casi siempre mujeriegos, dieron vida al arquetipo del detective duro y cínico, sheriffs de asfalto a lomos de caballos de cuatro ruedas que no dudaban en disparar primero y preguntar después, viéndose inmersos en historias más verosímiles, literarias y sociocríticas que sus homólogos ingleses.
En estos clásicos del noir, los personajes femeninos, si los había, se limitaban a posar de cuerpo presente, limarse las uñas en la recepción de la agencia o a utilizar sus «armas de mujer» para tratar de manipular al sabueso de turno, ejerciendo de auxiliares, cuando no de accesorios a, mujeres irresistiblemente fatales o cadáveres exquisitos.
Y aunque el especialista en novela negra americana Javier Coma subrayó que algunas escritoras norteamericanas de la generación de los 40, con Patricia Highsmith a la cabeza, fueron verdaderas «magas» del suspense. Hizo falta mucho tiempo para que surgieran las primeras cultivadoras del hard-boiled.
No fue hasta la década de los 80, con la irrupción en el panorama editorial de autoras como Sue Grafton y su carismática e inolvidable detective Kingsey Millhone, protagonista del tristemente inacabado Alfabeto del crimen, que los roles tradicionales de género en el género empezaron a cambiar, y comenzaron a surgir las primeras investigadoras profesionales que no se limitaban a cotillear a sus aristocráticos vecinos como pasatiempo entre partida de bridge y pastita de té.
Y otro tanto ocurrió en nuestro país, a tenor del proyecto de la Universidad de Barcelona dirigido por Elena Losada Mujeres en la Novela Criminal Española (MUNCE). Esta investigación, que analizó la producción de nuestras mal llamadas «damas del crimen» entre 1975 y 2010, reveló que hasta la aparición de Petra Delicado, en 1996, la popular inspectora de Alicia Giménez Bartlett, la presencia de escritoras dentro del género fue marginal y marginada.
Por eso, para reivindicar a las precursoras del género en España, surge está colección, Pioneras de la novela negra. Una selección que comienza con la reedición de Estudio en lila, una obra publicada por primera vez en 1985, muy popular y exitosa en catalán, pero que en español ha caído prácticamente en el olvido. La primera novela de la primera serie escrita y protagonizada por una mujer, Lonia Guiu, una investigadora privada mallorquina en la Barcelona de mediados de los 80, que Bartlett reconoció como fuente de inspiración para su personaje.
Una protagonista que, como mandan los cánones, constituirá una irónica e incisiva cronista de la sociedad de su tiempo. Una detective tan feminista que se proclama «detectiva», pero a la vez tan femenina, que colecciona lápices de labios. Y para invertir aún más los roles de género en el género, tiene un socio, un ayudante llamado Quim, experto en defensa personal, que al igual que ella, no es tan duro como parece.
La recuperación de esta obra, coincide con el 35º aniversario del nacimiento del personaje de Lonia Guiu que debutó en 1983 en el relato ¿Dónde estás, Mónica? , que forma parte de la antología Negra y consentida, y que hasta la fecha, ha protagonizado dos novelas aparte de la que ahora nos ocupa: Antípodas y El sol que engalana, publicadas, original y respectivamente, en 1987 y 1994.
En esta primera entrega de la trilogía, Lonia tendrá que resolver dos casos independientes, pero con la violencia de género como factor común: la desaparición de una adolescente mallorquina y la búsqueda de tres misteriosos hombres que han tratado de estafar a una anticuaria mentirosa que esconde numerosos secretos.
Una trama cuyo impactante desenlace recordará irremisiblemente al lector a un suceso actual que ha tenido mucha repercusión mediática. A pesar de los más de treinta años transcurridos desde su edición, Estudio en lila sorprende por la vigencia de su denuncia, tan adelantada a su tiempo como lamentablemente atemporal y que, esperemos, contribuya a que Maria Antònia Oliver reciba la atención y reconocimiento que merece, no ya como precursora del femicrime en España, sino como uno de sus máximos exponentes hasta la fecha, como sostienen los directores del Congreso de Novela y Cine Negro de Salamanca, Alex Martín Escribà y Javier Sánchez Zapatero.
Una obra que supone, por consiguiente, un magnífico pistoletazo de salida para una colección que dará mucho que leer, y esperemos, también mucho que hablar y pensar a los aficionados al género negro.
Sergio Vera Valencia, Director de la colección Off Versátil.
PRIMERA PARTE
—¿Tenía algún amigo en Barcelona?
La mujer, llorosa, me alargó un papel estrujado. Era una carta decidida, aunque no demasiado culta. Que no sufrieran, decía. Que no se preocuparan por ella. Y que no la buscaran.
El sobre llevaba el matasellos de Barcelona, y por eso la madre había tomado el barco, es la primera vez que ha salido de Mallorca y tenerlo que hacer por esa causa, ya veis. ¡Dios mío! No, por lo que sabía, ella no tenía ningún amigo en Barcelona, pero quién sabe, Virgen Santa, ahora se daba cuenta de que ignoraba tantas cosas de su hija, porque nunca jamás hubiera dicho que huiría de su casa de aquella manera…, y si la ha cogido esa gente que luego las pone a hacer de… y los sollozos sacudían todo su cuerpo.
—No sufra, mujer, que no creo que se trate de eso —dijo Jerónima con una expresión que era de seguridad para la madre y de incógnita para mí.
Yo me encogí de hombros con desazón: no me gustaban estos compromisos ineludibles; ni estas clientas histéricas que llegan convencidas de que la gente como yo somos unas hadas madrinas con una varita mágica para solucionar todos los problemas.
La mujer me describió la ropa que faltaba en el armario de la hija, me entregó unas cuantas fotografías, y se fue más tranquila, porque siendo yo también una mujer y mallorquina como ella, seguro que pondría más interés en encontrarla. Y sobre todo, que le dijera que si no quería regresar, pues que no regresara, pero por lo menos, que no tuviera a toda su familia trastornada de este modo…
—Que ni su padre ni yo dormimos ni hablamos de otra cosa, y los vecinos ya nos preguntan por ella y ya no sabemos qué excusa dar. ¡Qué escándalo, Virgen Purísima, si se llega a saber!
La mujer cerró suavemente la puerta, y mi socio, que había hecho esfuerzos para no echarse a reír durante la visita, al fin estalló en sonoras carcajadas.
—No me hace ninguna gracia. Vete a saber por dónde anda esa muchacha y si alguna vez la encontraremos.
—No, mujer, si no me río de eso. Es que tú, cuando hablas con mallorquines pareces recién llegada de la isla. Aquí hablas un catalán de Barcelona perfecto, sin ningún acento, y cuando los tienes delante…
—Si aguzaras más el oído, muchacho, no encontrarías tan perfecto mi acento barcelonés. Y a mucha honra…
—Vale, vale… ¿Quién es esa Jerónima? —Y volvió a estallar en risas—. Vaya nombres que gastáis: Apolonia, Jerónima, y esta chica, Sebastiana. ¿Quién es Jerónima?
—Eres un analfabeto. Cuando intentas burlarte de mí, haces el más espantoso de los ridículos… ¡Monigote, eso es lo que eres tú: un monigote de feria, Quimet!
Sin embargo, era un buen tipo. Me lo había encontrado en el gimnasio al que había ido para seguir un curso de defensa personal. Era el ayudante del profesor y se tenían manía por algo que aún no he conseguido aclarar. Las informalidades de Quim hicieron desbordar el vaso: se presentaba a la hora que quería y hacía el trabajo a su manera. En contrapartida, el profesor le pagaba cuándo y cómo le daba la gana. Al terminar yo el cursillo, a él se le terminó el oficio, de modo que, por un impulso caritativo, le ofrecí la posibilidad de que trabajara conmigo. Con la única condición de que no me pusiera condiciones. Y solo me puso una: que no me tomara la molestia de hacerle preguntas personales y, sobre todo, que no le exigiera respuestas.
—No te enfades, mujer…
—Jerónima es una antigua compañera de la agencia de Palma. Un día me la encontré y le dije que había montado mi propio negocio en Barcelona. Entonces ella seguía unos cursos de asistenta social…
Habían pasado muchos años desde la temporada en que habíamos trabajado juntas en la Agencia Marí, Informes confidenciales y comerciales. Ella y yo en la oficina, llenando de literatura los impresos que garabateaban los informadores: el señor Marí visitaba los bancos para ofrecerles los servicios de la nueva empresa, su hijo confeccionaba los informes más comprometidos, un puñado de guardias civiles retirados rellenaban los impresos con los datos que los mismos compradores de neveras y televisores a plazos les proporcionaban, y nosotras los redactábamos con la prosopopeya adecuada. Y, cuando aburridas de tanta monotonía charlábamos un rato, venía la mujer del señor Marí, doña María, que trajinaba por la cocina, y nos reñía porque no currábamos lo suficiente; vigilante como era de los intereses de la economía familiar, incluso controlaba que la media hora de la que disponíamos para el bocadillo no se alargara ni medio minuto, y mucho mejor si la acortábamos.
Y ahora aquella misma Jerónima que fregaba el auricular del teléfono con un pañuelo bañado en colonia porque olía mal —don Miguel Marí ceceaba un poco y lanzaba saliva como un aspersor—, me traía una clienta del barrio en el que ejercía de asistenta social. Una mujer de pueblo trasladada a la ciudad, con una hija de quince años que se le había escapado. Un caso como tantos otros. Chicas así, las hemos encontrado a montones. De pequeños pueblos y de grandes ciudades, muchas de fuera de Cataluña. Algunas se habían montado su propio rollo con otras amigas y se sentían libres sin hacer nada del otro mundo, eran felices creyéndose autónomas; otras sentían nostalgia como locas y regresaban a casita, aceptando condiciones a veces humillantes por parte de los padres; otras habían quedado atrapadas por el engranaje de la pasta, y cuando los padres desesperados las encontraban deshonradas, las repudiaban sin miramientos; a otras no las rencontraban jamás…
Y yo había decidido no aceptar ningún otro trabajo de aquella clase, porque mi despacho, más que una agencia de investigación, parecía un hogar para la infancia descarriada, y ya estaba cansada de actuar como niñera. Pero aquel caso era un compromiso…
—Claro, tu amiga Jerónima… y tu corazoncito que late cuando escuchas la voz de la isla…
No tuve tiempo de mandarlo a hacer puñetas porque se oían unos débiles golpecitos en la puerta, como si no hubieran leído el rótulo de: «Adelante».
—¡Pase!
La puerta se abrió y de repente me asaltó la desagradable certeza de que el despacho, a pesar de la reciente mano de pintura, resultaba viejo y descuidado, y que el cartel de Miró que lo presidía nunca iba a parecer un original, a pesar del marco y del cristal.
Generalmente, los clientes —hombres y mujeres indistintamente— se dirigían en primer lugar a la mesa de Quim. Pero ella vino directa a mi mesa y yo, ante ella, temí que aquel día no me hubiera puesto suficiente desodorante.
Era una de aquellas mujeres que te recuerdan que algún día tienes que pasarte por la peluquería y que, como decía la señorita de la Falange, la discreción es la clave de la elegancia.
Seguro que aquella visitante no hacía girar la cabeza a ningún hombre por la calle, pero, ¡caray, vaya clase! Tanta sobriedad incluso llegó a parecerme exagerada, como si la mujer quisiera apagar el resplandor de un glamour que solo unos ojos expertos sabían adivinar bajo la capa de la discreción. Ni sombra de maquillaje: estuve a punto de ofrecerle mi colección de lápices de labios. El cabello liso, sin fantasías, pero de corte perfecto, y con un brillo natural que delataba a un buen peluquero y cuidados diarios.
—¿Sí?
—Necesito que me encuentre a tres hombres… —Y me alargaba un papel con una cifra.
—Siéntese, por favor.
Hacía un calor de mil demonios. A mí me sobraba hasta el reloj, y continuamente tenía que secarme el sudor de cuello y barbilla. La frente de Quim estaba chorreando. En cambio, a ella la temperatura no parecía afectarle, como si se encontrara por encima de estas miserias humanas. —¿Quiénes son? —Yo miraba la cifra intentando no demostrar excesiva curiosidad.
—Para eso he venido, para que usted descubra quiénes son. Solo tengo este número de matrícula. De Barcelona. Un coche verde metalizado. No sé ni remotamente la marca ni el modelo.
—¿Y para qué quiere a esos tres hombres? —Quim intervenía en tono chuleta, pero la mujer lo miró con tal altivez que a mi socio se le bajó la cresta en seco.
—Es un asunto muy confidencial —me dijo la señora.
—No existen secretos entre la señorita Guiu y yo —dijo Quim, una vez recuperado de la estocada visual—. Puede usted hablar tranquilamente.
Antes de que ella me pidiera poder hablar a solas conmigo, yo tomé la iniciativa.
—Quim, por favor.
Y Quim se levantó, se entretuvo innecesariamente recogiendo unos papeles inútiles de su mesa y de la mía, lo puso todo bien ordenado dentro de una carpeta y se fue al lavabo, que era la otra única pieza del despacho.
—¿Para qué quiere a esos tres hombres? —pregunté entonces.
—¿Tengo que decirle los motivos? Usted encuéntrelos, yo le pagaré lo que me pida y…
¿Y para eso había exiliado a Quim al excusado?
—Debo saber dónde me meto, señora. No quisiera perder la licencia por un descuido.
—Bien, no se trata de ningún asunto turbio, se lo aseguro. —Sacó cigarrillos de los caros y un encendedor de oro. Llevaba las uñas sin pintar, pero con la manicura hecha.
—No, yo no fumo, gracias.
Pensé que tendría que comprar un cenicero para los clientes fumadores y discretamente, hice desaparecer de encima de la mesa el letrerito de: «No fumar, por favor».
—Soy anticuaria y estos tres hombres me compraron una pieza muy valiosa. —Curiosamente, el humo del cigarrillo no me molestaba—. Me pagaron con un talón de una cuenta corriente anulada desde hacía tiempo… Es una cifra considerable.
—¿Acaso no se comprueban los talones por teléfono?
—Anoté los números de los carnés de identidad, los nombres y las direcciones… Pensé que con eso sería suficiente. Además, fue a última hora del día…
—¿Y?
—Todo era falso. Pero mi dependiente tuvo la precaución de anotar la matrícula del coche…
—¿Y a nombre de quién había estado la cuenta anulada?
—El titular hacía años que había muerto…
—¿Tiene el talón? Es también una vía de investigación, además de la matrícula del coche… Cómo llegó el talonario a manos de los individuos, por ejemplo…
—Lo rompí. Ya no me servía para nada…
Hizo un gesto infantil de disculpa, que no se correspondía demasiado con su imagen de mujer segura de sí misma.
—¿De qué banco era el talón?
—No… no lo recuerdo… Sí, era de fuera de Cataluña porque, al ingresarlo, tuve que hacerlo en un impreso de fuera plaza…
—Un talón de la sucursal de Manresa de la Caixa también es de fuera plaza… Bien, así que recuerda que era de fuera de Cataluña, pero no recuerda de qué banco se trataba… ¿Y recuerda, por lo menos, en qué banco tiene usted su cuenta corriente, señora?
—¿Es esto un interrogatorio?
Apagó el cigarrillo en el suelo, al no encontrar cenicero. Después colocó ambas manos sobre mi mesa y me miró fijamente:
—¿Quiere o no quiere encargarse del caso, señorita Guiu?
—¿Por qué no puso una denuncia? La policía…
—Si es la policía la que tiene que resolver todos los casos —me interrumpió—, ¿de qué sirven las agencias de detectives?
Se pasó entonces el dorso de la mano por la boca, un gesto que yo hacía a menudo para secarme disimuladamente el sudor alrededor de la boca. La barbilla le brillaba.
—Deseo discreción —siguió, ahora ya con otro tono de voz—. Y confío poder solucionar esta cuestión por las buenas, cobrando o recuperando la pieza. Si pongo el asunto en manos de la justicia, quizá tendría la satisfacción de ver a los tres hombres en la cárcel, pero esa satisfacción no me interesa, se lo aseguro, si es a cambio de perder el tiempo, el dinero o la estatuilla…
Una figura de madera, modernista, única en su estilo. La voz de la anticuaria conservaba el deje agradable y convincente, pero yo creía que la pieza que me estaba detallando con tanta meticulosidad, tan amorosamente, estaba en alguna estantería de su casa, que el talón con titular muerto y banco olvidado nunca había existido y que los tres hombres eran, en realidad, uno solo. El propietario del coche, un amante eventual que la había abandonado y que ella, por el motivo que fuera, no se resignaba a perder. No era una historia nueva, también me había encontrado en casos parecidos. Un drama tan vulgar o más que el de la muchacha mallorquina descarriada.
—Muy bien, buscaremos a los tres hombres.
A fin de cuentas era un trabajo, y era cierto que a mí no me importaban los motivos por los cuales aquella mujer me lo ofrecía. Bien mirado, no había ni un solo peligro de enredarme en cosas inconvenientes para mi carrera.
—Deme su nombre, la dirección y un teléfono en donde la pueda localizar fácilmente, y ya me pondré…
—Solo quiero que los encuentre —volvió a cortarme—. Descubra sus verdaderos nombres… y saque fotos para asegurarme de que son ellos… Y el lugar donde pueda ir yo a verlos…
—De momento, solo tenemos la pista de la matrícula. —Yo ya había renunciado a la pista del talón—. Y si el coche no era robado, posiblemente solo encontraremos a uno de los tres. A menos que vivan juntos.
—Por eso le pido lo de las fotos. Haga fotos del propietario del coche y de los hombres con los que se relacione. Y no hable con ellos hasta que yo los haya identificado.
Yo estoy acostumbrada a llevar negocios, a dar órdenes. Y me molestó su tono de voz autoritario. Pero decidí encajar sin abrir la boca.
Pronunció la última frase mientras sacaba una tarjeta del bolso. Siempre me han gustado los bolsos de piel de serpiente, pero no combinan con mi indumentaria habitual ni con mi presupuesto.
Me dejó la tarjeta encima de la mesa y se levantó.
—Y si por el momento solo encontramos a uno, después ya veremos cómo localizar a los demás. O quizá no haga falta —insinué.
—Naturalmente —exclamó distraída—. Adiós, espero sus noticias.
No me dio tiempo a decirle que no hacían falta tantos subterfugios. Y que no solía aceptar que mis clientes me indicaran de qué modo tenía yo que hacer mi trabajo. Pero la verdad es que me gustaba aquella tía. Y que igualmente no le habría dicho nada aunque se hubiera quedado un buen rato. Era de agradecer que no me contara su historia sórdida, como si me tuviera al otro lado del confesionario o de la mesa de la asistenta social. Eso quedaba para Jerónima, que tenía vocación de ayudar al prójimo. Yo iba a lo mío.
Se escuchó la cadena del váter. El agua bajó del depósito con más ruido que de costumbre. Como si Quim hubiera tirado de ella muy enfadado.
Enfadado y sudoroso. Salió cuando la señora Elena Gaudí cerraba la puerta del despacho con la misma suavidad con que la había abierto. El olor del lavabo despejó la nube perfumada que había dejado tras de sí mi nueva clienta.
—¿Qué quería esta marimacho? —Con una mano se secaba el rostro y con la otra se abrochaba la bragueta.
—No me digas que no lo has escuchado todo. Y no es una marimacho. Los hombres no sabéis ver nada. Si las mujeres no mostramos nuestros encantos en plan espectacular parece que tengáis los ojos en el cogote. Y hazme el condenado favor de abrocharte la bragueta en el lavabo. Incluso en esto los hombres demostráis vuestro sentido de la prepotencia.
—Eh, eh, para el carro, nena, que si te has cabreado con la señora, te desahogas con ella, ¿entendido?
—No me he cabreado con nadie. Solo que me irrita esa falta de discreción de los machos…
—Ahora te pareces a Mercedes. Pero gracias por lo de macho. Y por hoy ya he tenido mi ración de discreción. ¿Te parece poco tenerme a remojo todo este rato?
Me lo imaginé sentado en la taza del váter, intentando escuchar toda la conversación y estallé en una carcajada.
—Y ahora se ríe, la loca.
—¿Has escuchado o no?
—¡Claro!
—¡Se ha inventado un cuento! Pero me da en la nariz que es una historia amorosa y nada más.
—¡Qué va! Esa rancia no puede tener historias de esas. Que no te ha contado la verdad está claro como el agua, pero no le adjudiques idilios, Paloni.
—¡Que no me llames Paloni, coño!
—¡Pero si Paloni es mucho más exótico que Lonia, reina! Y no hablemos de Apolonia. Parecerías una emperatriz romana si no acortaras tu nombre.
—A mí me suena mal. Y punto. Y se trata de un lío de sexo, que te lo digo yo. ¿Pero tú la has visto bien, a esa mujer?
—Ni ganas. A mí me gustan más rumbosas.
—No los tienes en el cogote, no. Tienes los ojos en la punta de la…
—¡Pssst! Discreción, reina, discreción…
Y nos pusimos a planificar el trabajo. Quim me regañó porque yo no la había atosigado más con la cuestión del talón y porque no le había pedido una descripción de los tres hombres.
—Pero si ya sé que es una trola… ¿Por qué la tenía que acorralar?
—¡Precisamente por eso, mira!
Y se sorprendió cuando le encargué el asunto de la muchacha perdida y yo me quedé con el de la anticuaria.
—Solo con que me compruebes que la tarjeta que me ha dejado no es otra tomadura de pelo ya tengo suficiente. El resto del asunto me lo dejas a mí.
—¿Cómo se entiende eso? ¿Qué dirá tu amiga Jerónima si sabe que has dejado a su recomendada en manos de tu criado?
En el fondo, Quim sentía la misma curiosidad que yo por la señora —¿o señorita?— Gaudí. Seguramente se hacía el desinteresado y no estaba tan ciego como quería hacerme creer. Pero yo era la que tenía el carné, yo la que había puesto el despacho, yo la que pagaba la licencia fiscal; a él lo llamaba socio porque me hacía gracia, pero en realidad estaba a sueldo. Por lo tanto, yo era quien escogía el trabajo y lo distribuía. Y me interesaba más la anticuaria que la muchacha. Tenía ganas de saber por qué me había mentido.
Finalmente, el coche verde metalizado salió por el portalón. Aquellas calles tan tranquilas de la parte alta me ponían nerviosa: paredes infranqueables que cerraban jardines, aquel olor estimulante de plantas bien regadas la noche anterior, ni un coche aparcado en las aceras que pudiera disimular la presencia del mío, ni un alma por las calles salvo alguna criada de uniforme, y sobre todo, ni una tienda con escaparates para curiosear un poco.
El jardinero, o el mayordomo, o quien fuera, cerró el portalón y el coche se deslizó suavemente calle abajo. Se me ocurrió que él también me habría podido servir, pero ya era demasiado tarde.
—¡Ostras, vaya carro! —Nieves disparó tres veces, de frente, de costado y por detrás—. ¡Vale diez kilos por lo menos!
Sin embargo, era un coche discreto. A pesar del verde metalizado y a pesar de la tasación de Nieves. Y lo conducía una mujer, a pesar de que estaba inscrito a nombre de un hombre.
Volvían el silencio y el aburrimiento. Nieves colocó la tapa en el objetivo.
—Aún no —dije con desgana—. Esperaremos un poco más.
—¿Y cobras mucho por no hacer nada?
—Vivo decentemente. ¿Tú te espabilas con las fotos?
—¡Psé! Depende, a veces me cae algún reportaje bien pagado. Si pescas la foto fija de una película te va bien durante unas semanas. Pero no resulta tan descansado como lo tuyo.
—Me tendrás que enseñar un poco. Una detectiva que no sabe sacar fotos solo es detectiva a medias.
Y una detectiva que no distingue un dos caballos de un Porsche, también. Y una detectiva que siente pánico por las armas, también. O sea que no quedaba nada en mí de detectiva. Porque una detectiva a la cual asalta la depre cuando tiene que pasarse horas esperando, no es una detectiva, es una lerda de tres pares de narices.
Hundida por completo en unos pensamientos tan turbios, casi no me di cuenta de que el portalón se abría de nuevo.
El roce característico de las ruedas sobre la grava anunciaba un coche que avanzaba lentamente, y el tiempo transcurrido hasta que el haiga[1] negro y majestuoso salió, significaba que desde el garaje hasta el portalón había una larga avenida.
Nieves volvió a sacar fotos de frente y de perfil, pero los cristales traseros eran ahumados.
—¡Con este calor y todo cerrado! —exclamé.
—Esos coches llevan aire acondicionado, tía. Venga, si lo adelantas podré hacer la foto del otro lado y quizá saque algo en claro en el laboratorio.
—Antes, el portero.
Casi no tuvo tiempo.
—¡Una mierda de instantánea! —murmuró, herida en su orgullo profesional—. ¡Mientras no me salga movida! Podrías haberme dicho antes que también querías al portero.
Mientras seguía al haiga negro esperando el momento oportuno para pasarlo, Nieves continuaba refunfuñando.
—Creo que no sabes bien lo que buscas, ¿verdad?
—A un hombre, pero no sé a cuál.
—Ay, coño, yo también, ¿no te jode? ¡Pero a mí no me pagan por ello!
Me reí sin hacer comentario alguno. Nieves me gustaba. Era alocada, superficial y feliz. Me pregunté de dónde habría sacado aquel estilo de kumbaiá[2]-rock que lucía, aquella mezcla explosiva y divertida de inocencia chiruquera[3] y agresividad punki.
—Espera, es mejor seguir al coche hasta que se detenga. Cuando baje el dueño, podrás retratarlo mejor…
Me encantaba serpentear entre el alud circulatorio. Seguir a un coche entre el maremágnum de Barcelona era un reto para mí, y nunca había perdido ninguno. De motores y modelos no entiendo nada, pero soy una experta al volante.
Nieves se abrazaba a su cámara fotográfica y mantenía los ojos aterrorizados fijos en mí. Los labios apretados. Solo de vez en cuando decía: «¡Hosti!» con voz temblorosa, y se encogía en el asiento a mi lado.
Bajábamos a toda pastilla por Balmes y, antes de la Diagonal, el intermitente del haiga marcó un giro a la derecha. Unos instantes más tarde, Nieves ya había armado el teleobjetivo y disparaba sin cesar. El chófer bajaba y efectuaba el gesto inútil de abrir la puerta trasera, porque el señor ya estaba medio afuera. Foto, foto y foto.
—¡También el chófer, Nieves!
Los coches que iban detrás del nuestro empezaron a incordiar a causa de que les impedíamos el paso. Bajé abrumada por completo, alcé el capó, hurgué entre las incomprensibles complicaciones del motor, mientras Nieves se hartaba de fotografiar al señor del coche, a los otros señores que le saludaban, al chófer que volvía a subir al haiga y a toda persona que entraba o salía del edificio.
El concierto de bocinas era tan escandaloso que fundía el calor. Y empezaba a ser peligroso, porque atraía la atención hacia nosotras. Nieves estaba bien camuflada en el interior del coche, pero ya resultaba demasiado arriesgado seguir allí. De manera que cerré el capó, puse cara de entendida en motores y me dirigí a la portezuela.
Si el energúmeno de detrás que me lanzaba estúpidas procacidades con la cara congestionada fuera de la ventanilla, hubiera sabido que la avería de mi coche era un simulacro, le habría sorprendido un ataque de apoplejía. Le hice un solemne corte de mangas, entré en el coche y lo puse en marcha.
—¿La encontraste?
—¿Crees que las mallorquinas despedís un olor especial para que los perdigueros os podamos seguir el rastro?
—No seas grosero, Quim.