Ética para la función pública - Francisco Merino Amand - E-Book

Ética para la función pública E-Book

Francisco Merino Amand

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Beschreibung

¿Será posible conciliar ética y función pública? ¿Es posible que las decisiones y acciones de quienes trabajan en el Estado se orienten al servicio a los ciudadanos? Este libro pone en discusión una propuesta de fundamentación para una ética de la función pública.

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© Universidad Peruana de Ciencias Aplicadas (UPC)

Primera publicación: enero de 2017

Impreso en el Perú-Printed in Peru

Autor: Francisco Merino Amand

Edición: Diana Félix

Corrección de estilo: Luigi Battistolo

Diseño de cubierta: Christian Castañeda

Diagramación: Diana Patrón Miñán

Editor del proyecto editorial

Universidad Peruana de Ciencias Aplicadas S. A. C.

Av. Alonso de Molina 1611, Lima 33 (Perú)

Teléf: 313-3333

www.upc.edu.pe

Primera edición: enero de 2017

Versión ebook febrero 2017

Digitalizado y Distribuido por Saxo.com Perú S.A.C.

ww.saxo.com/es

yopublico.saxo.com

Telf: 51-1-221-9998

Dirección: Av. 2 de Mayo 534 Of. 304, Miraflores

Lima-Perú

BIBLIOTECA NACIONAL DEL PERÚ

Centro Bibliográfico Nacional

172.2

M43

Merino Amand, Francisco

Ética en la función pública : de la indiferencia al reconocimiento / Francisco Merino Amand.-- 1a ed.-- Lima : Universidad Peruana de Ciencias Aplicadas, 2017 (Lima : Gráfica Biblos).

293 p. : il. ; 24 cm.

Bibliografía: p. 275-293.

D.L. 2017-01015

ISBN de la versión impresa: 978-612-318-087-4

ISBN de la versión PDF: 978-612-318-088-1

ISBN de la versión e-pub y Mobi: 978-612-318-089-8

1. Ética política 2. Función pública 3. Funcionarios públicos - Ética profesional 4. Administración pública - Aspectos morales y éticos I. Universidad Peruana de Ciencias Aplicadas II. Título

BNP: 2017-0239

Registro de Proyecto Editorial en la Biblioteca Nacional del Perú nro. 31501401700084

Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida, ni en todo ni en parte, ni registrada en o transmitida por un sistema de recuperación de información, en ninguna forma ni por ningún medio, sea mecánico, fotoquímico, electrónico, magnético, electroóptico, por fotocopia o cualquier otro, sin el permiso previo, por escrito, de la editorial.

El contenido de este libro es responsabilidad del autor y no refleja necesariamente la opinión de los editores.

ÍNDICE

Agradecimiento

Prólogo

Introducción

Capítulo 1. Conceptos básicos y estado de la cuestión

1.1 ¿Ética pública o ética de la función pública?

1.2 Algunos apuntes sobre Estado, Administración pública y función pública

1.3 ¿Hasta dónde llega la ética de la función pública?

1.4 ¿Cómo surge la actual ética de la función pública?

1.5. Perspectivas filosóficas en ética de la función pública

Capítulo 2. Un enfoque de ética aplicada para la función pública

2.1 ¿Qué son las éticas aplicadas?

2.2 Características básicas y estructura de una ética de la función pública

2.3 ¿Qué tareas tiene una ética de la función pública?

Capítulo 3. La ética de la función pública como prevención de la corrupción

3.1 La construcción del «problema» de la corrupción

3.2 Corrupción y cultura: los borrosos límites entre lo privado y lo público

3.3 ¿Cómo comprender la relación entre ética de la función pública y corrupción?

Capítulo 4. La ética de la función pública como demanda de la sociedad civil

4.1 ¿Qué es la sociedad civil?

4.2 Las potencialidades éticas de la sociedad civil

4.3 El potencial ético de la sociedad civil… ¿en el Estado?

Capítulo 5. La ética de la función pública como respuesta a cambios en los modelos de racionalidad administrativa

5.1 El modelo burocrático y sus límites

5.2 Modelo burocrático y patrimonialismo en América Latina

5.3 El modelo de la nueva gestión pública y sus límites

5.4 Nueva gestión pública en América Latina: reformas frustradas y retos pendientes

5.5 Modelos actuales de racionalidad administrativa: la perspectiva de la gobernanza

5.6 Síntesis: contenidos de una ética de la función pública

Capítulo 6. ¿Cómo se relacionan identidad y reconocimiento?

6.1 Identidad y reconocimiento: el aporte de Charles Taylor

6.2 Identidades sociales y reconocimiento

Capítulo 7. ¿Cómo surgió el paradigma del reconocimiento recíproco?

7.1 El paradigma de la autoconservación, de Maquiavelo a Hobbes

7.2 De la autoconservación al reconocimiento en Hegel

Capítulo 8. Aportes contemporáneos al paradigma del reconocimiento recíproco

8.1 La teoría del reconocimiento de Honneth

8.2 Reconocimiento de sí y gratitud: el aporte de Ricoeur

8.3 El reconocimiento recíproco como interlocutores de un diálogo. Aportes desde la ética del discurso de Apel y Habermas

8.4 El reconocimiento recíproco como reconocimiento cordial en Cortina

8.5 Síntesis: dimensiones ineludibles del reconocimiento recíproco

Capítulo 9. Relaciones de reconocimiento en la función pública

9.1 Identidad y reconocimiento de quienes ejercen funciones públicas

9.2 Funcionarios que reconocen, funcionarios que son reconocidos

9.3 Formas de reconocimiento en la función pública

Capítulo 10. Ética de la función pública en las organizaciones públicas y en la formación de funcionarios

10.1 Organizaciones públicas e «infraestructura ética»

10.2 Componentes de una infraestructura ética para el control

10.3 Componentes de una infraestructura ética para la orientación

10.4 Componentes de una infraestructura ética para la gestión

10.5 La formación ética de funcionarios públicos: apuntes para una pedagogía basada en el reconocimiento

Conclusiones

Bibliografía

Francisco Merino Amand (Lima, 1972)

Es Doctor por la Universitat de València (España), del programa Ética y Democracia, y Licenciado en Sociología por la Pontificia Universidad Católica del Perú. En los últimos años, se ha desempeñado como profesor y coordinador de cursos en el Departamento de Humanidades de la Universidad Peruana de Ciencias Aplicadas. Así mismo, ha colaborado en el diseño y dictado de cursos de ética para la gestión pública en la Escuela Nacional de Administración Pública – ENAP, el Ministerio de Educación y la Defensoría del Pueblo.

ORCID 0000-0003-2165-5850

AGRADECIMIENTO

Quiero expresar los debidos agradecimientos. Este texto se origina en la tesis doctoral para el Programa de Doctorado en Ética y Democracia de la Universitat de València (España), dirigido por la profesora Adela Cortina Orts. Ser del Perú y realizar el doctorado en España es una empresa viable solo si se cuenta con el apoyo de muchas personas. Agradezco a los profesores del mencionado Programa de Doctorado, tanto en la Universitat de València como en la Universitat Jaume I de Castelló, por contribuir a la reflexión y el aprendizaje necesarios para emprender este camino. Va mi más cálido agradecimiento a Adela Cortina, por una asesoría marcada tanto por la lucidez de sus anotaciones como por su hospitalidad, generosidad y sencillez personales. Gracias a Rafa Monferrer, por su amistad y apoyo administrativo «intercontinental». Agradezco a la Fundación Étnor, por todo el apoyo recibido, especialmente a través de Carmen Martí, cuando por ahí andaba. También a la Fundación CeiMigra, en las personas que apoyaron mi estancia académica, especialmente a Ximo García Roca. Gracias a los compañeros y amigos en Valencia que se convirtieron en mi familia durante dos años. Gracias a mi familia en Lima; gracias a María, por su impulso permanente, por ayudarme a ser mejor persona cada día. Finalmente, gracias al equipo de la Editorial de la Universidad Peruana de Ciencias Aplicadas (UPC), por el amable y dedicado trabajo que permitió que un proyecto se hiciera realidad.

PRÓLOGO

La ética es una necesidad vital, para las personas y para las sociedades. Y esto lo vienen reconociendo en los últimos tiempos no solo los éticos, sino también economistas relevantes, al afirmar que entre las causas de la crisis económica, energética, alimentaria y medioambiental que padecemos se encuentra la escasez de valores éticos como la justicia, la honestidad, la convicción de que decir la verdad es una obligación, la profesionalidad o la compasión. Ciertamente, los valores tienen efectividad en la vida social, lo queramos o no. Cuando la impregnan, la convivencia es más solidaria e inclusiva; cuando faltan, la vida común se deteriora, menudea la corrupción, se violan los derechos humanos y sufre la sociedad en su conjunto, pero sobre todo los más vulnerables.

Precisamente por eso la ética, que es filosofía moral, no puede quedarse encerrada en los despachos y en las aulas universitarias, sino que tiene que salir a la calle, compartir sus reflexiones con los ciudadanos y aprender de la experiencia, de las personas y de las instituciones, para reelaborar sus propuestas desde ese laboratorio que es la vida compartida. Ese es el modo de proceder de lo que se han llamado las éticas aplicadas, un tipo de éticas comprometidas con la reflexión y con la transformación hacia mejor de las sociedades humanas, que nació en la década de 1970. El excelente libro que el lector tiene entre sus manos es un muy buen ejemplo del quehacer de las éticas aplicadas; en concreto, de la ética para la función pública.

En efecto, en la segunda mitad del siglo XX la ética, como filosofía moral, parecía implicarse sobre todo en una doble tarea: tratar de dilucidar qué es la moral, esa dimensión humana presente en todas las culturas, e intentar fundamentarla, es decir, dar razón de ella. Como el quehacer de la filosofía ha consistido desde sus orígenes, entre otros aspectos, en intentar dar razón del acontecer cósmico y del actuar humano, en el caso del fenómeno moral parecía que el objetivo de la ética se asentaba ante todo en responder a la pregunta «¿Por qué hay moral?», y también en dilucidar si debe haberla. Esta cuestión ocupó buena parte de las páginas de los libros sobre ética en esa segunda parte del siglo pasado y se abrió un elenco de respuestas que caminaba desde la afirmación de que no es posible encontrar un fundamento racional para la moral (emotivismo y racionalismo crítico), pasando por la convicción de que es imposible y ni siquiera es deseable (pragmatismo rortyano, pensar posmoderno), y la defensa, por el contrario, de una fundamentación racional (MacIntyre, pragmática universal y trascendental).

Sin embargo, desde la década de 1970, sin abandonar el problema de la fundamentación, que es crucial, nacen las éticas aplicadas como una nueva forma de saber y de comprometerse con la vida cotidiana. Fueron pioneras la ética del desarrollo humano, la ética de la economía y la empresa, y la bioética, y tras ellas han ido desarrollándose la ética política, la de los medios de comunicación, la ética profesional, la de la educación, la neuroética, la infoética y un amplio número que crece poco a poco. En ese número cuenta, como una muy destacada, la ética para la función pública. Como es evidente en la vida diaria, resulta imposible que una sociedad funcione con bien si cada uno de estos ámbitos sociales no asume responsablemente la ética que le es propia.

Pero sucede que para elaborar cada una de ellas es necesario cumplir unos requisitos difíciles de satisfacer, es menester contar con un bagaje que no todos tienen. Por una parte, es preciso dotarse de una rigurosa y profunda formación ética, que requiere estudio y dedicación. Pero además se debe conocer el campo social correspondiente (función pública, empresa, sanidad o cualquier otro de los existentes), bien por tener experiencia directa de él, bien por trabajar codo a codo con quienes trabajan en él. Por poner dos ejemplos, no es de recibo que el funcionario público o el médico inventen la ética para la función pública o la bioética sin tener un riguroso conocimiento de ética, ni es tampoco aceptable que el ético invente lo que puede ocurrir en la función pública o en la sanidad desde el despacho cerrado de su universidad. Precisamente, una de las características ineludibles de las éticas aplicadas es que son interdisciplinares, que deben construirlas quienes están bien pertrechados de los dos saberes: el ético y el de la actividad social respectiva.

Este es sin duda el caso de Francisco Merino, por eso cuando le conocí era ya una persona excepcionalmente preparada para trabajar en ética de la función pública y para escribir un libro como el presente. No es extraño que sea una obra excelente desde el punto de vista de la reflexión rigurosa, y a la vez una espléndida guía para la acción.

Como él mismo relata en la Introducción, Francisco Merino vino a la Universidad de Valencia con un sugestivo proyecto: el de hacer su tesis doctoral elaborando una ética para la función pública, motivado por una experiencia vital, la de haber trabajado en la Defensoría del Pueblo, en relación, por tanto, con entidades públicas y con distintos grupos de ciudadanos. Esto le permitió conocer ese mundo «desde dentro», venir con una buena mochila de experiencias, y conocer asimismo desde dentro esos problemas e inquietudes que precisaban para resolverse una orientación ética. Y es que las éticas aplicadas deben hacerse desde dentro de la actividad misma, no desde un mundo ajeno que nada sabe de las entretelas de esa actividad social. La corrupción en las instituciones, la flagrante violación de derechos humanos, las demandas de la sociedad civil, no le llevaban tanto a preguntarse con el Santiago Zavala de Conversación en La Catedral: «¿Cuándo se jodió el Perú, Zavalita?», sino a tener en cuenta hechos y causas en la historia del Perú, pero sobre todo a tratar de elaborar orientaciones éticas para salir del marasmo, orientaciones que se plasmasen incluso en un curso que pudiera impartirse a funcionarios públicos en su país.

Como él mismo me comentó, allá en el sexto piso de la Facultad de Filosofía de la Universidad de Valencia, el Informe Final de la Comisión de la Verdad y Reconciliación había presentado un conjunto de recomendaciones para que no se repitieran jamás experiencias dramáticas como las vividas. Resultaba imprescindible introducir reformas en el campo de la administración de justicia, en el papel de las fuerzas armadas y policiales, y configurar políticas públicas indispensables para crear oportunidades equitativas de desarrollo para todos. Pero se hacía también necesario contar con funcionarios públicos con capacidades técnicas adecuadas para la gestión de los asuntos públicos y con facultad para evaluar éticamente situaciones en las que la finalidad del servicio a los ciudadanos corría el riesgo de desvirtuarse al anteponer los intereses particulares al bien común. Reflexionar sobre la ética para la función pública y elaborar un curso para la formación de funcionarios públicos sería la meta.

El proyecto era espléndido. ¿Qué más puede desear nuestro Programa de Doctorado en «Ética y Democracia» de la Universidad de Valencia que construir trabajos pertrechados con una reflexión ética profunda, con experiencia en el campo a desbrozar, y con el propósito de hacer al fin «transferencia de conocimiento» al tejido social? Este libro, que tiene en su origen la tesis doctoral del autor, bien trenzada sobre ese proyecto inicial, es un ejemplo palmario de que los trabajos en humanidades tienen una inmensa capacidad innovadora, una enorme influencia en la vida de las sociedades, si las instituciones correspondientes tienen la inteligencia suficiente y la voluntad decidida de transferirlos al tejido social. Ojalá que lo hagan así aquellos a los que concierne.

Si es verdad, como se ha dicho, que la historia de la ética puede contarse tomando en cuenta tres etapas y que nos encontramos en la tercera de ellas, la tesis de Francisco Merino venía como anillo en dedo. En la primera etapa –se dice– Platón describió un mundo de las ideas al que nuestro mundo del devenir debería imitar, y Aristóteles daría carne de realidad a ese mundo ideal en el único existente que es el de la polis, el de nuestra vida cotidiana. Kant en un segundo momento diseñaría los trazos de un deber ser que ha de orientar nuestro actuar, y Hegel entendería que es preciso plasmar el deber ser en las instituciones de la vida política y social dando cuerpo a la eticidad. Por último, la ética del discurso habría bosquejado los rasgos de una situación ideal de habla, y nuestro tiempo sería el de la éticas aplicadas, el de plasmar en las instituciones y en las costumbres la eticidad dialógica, que surge del reconocimiento mutuo de quienes se saben interlocutores válidos. Hacer del reconocimiento mutuo la clave de una ética que se plasma en las instituciones de la función pública, y dotar a ese reconocimiento de una razón cordial, era el objetivo de ese valioso proyecto.

Por eso en este libro Merino hace pie en la realidad abordando el problema de la corrupción y describiendo la sociedad civil para escuchar sus demandas. Lleva a cabo después una espléndida reconstrucción de los modelos de racionalidad administrativa, y se adentra en esa tradición del reconocimiento recíproco en que inscribe su trabajo desde el punto de vista ético para responder a la pregunta «¿Por qué el funcionario público debe optar por unos determinados valores y deberes?».

Las propuestas individualistas son incapaces de responderla, porque se mueven sobre el trazo de la racionalidad estratégica, incapaz de tratar a los seres humanos como fines en sí mismos, absolutamente valiosos. No pueden generar sino indiferencia, como reza la primera parte del subtítulo del libro. Solo el reconocimiento mutuo de quienes se saben y sienten iguales en dignidad y derechos puede encontrar una respuesta, que es tanto más firme cuanto más enraizada en la compasión. Por decirlo con palabras del autor, «es fundamental contar con funcionarios profesionalmente competentes, pero también capaces de una reflexión ética crítica que les lleve a considerar al ciudadano como persona, con capacidades y derechos, como fin último de la función pública».

Como se echa de ver, la estancia de Francisco Merino –de Pancho– en la Universidad de Valencia, estudiando ética a fondo en los cursos del doctorado, profundizando en las entrañas de la función pública y redactando su tesis, fue para nuestro grupo de investigación un regalo. Por supuesto, por el trabajo bien hecho día a día, que le llevó a culminar esa espléndida tesis que da origen a este libro. Pero también por su derroche de humanidad, por su sencillez y por su espíritu cordial. Para lo que algunos llaman nuestra «Escuela de Valencia», embarcada en la tarea de construir una versión cálida de la ética del diálogo –una ética de la razón cordial–, la aportación de nuestro querido amigo peruano ha sido y es impagable.

Y confío en que este libro, diáfano y bien informado, iluminado de tanto en tanto con cuadros que permiten sintetizar y aclarar su recorrido, riguroso y pertrechado de propuestas para la acción, pueda ser leído y trabajado por una gran cantidad de personas preocupadas por cambiar el mundo hacia mejor.

Valencia, noviembre de 2016

Adela CortinaCatedrática de Ética y Filosofía Política de la Universidad de ValenciaDirectora del Máster y Doctorado en «Ética y Democracia»

INTRODUCCIÓN

«¿Estás investigando sobre ética y función pública? ¿Cómo es eso?». Estas preguntas suelen ir acompañadas de una sonrisa poco expresiva que muestra cierta extrañeza mezclada con escepticismo. ¿De dónde estas reacciones de duda cuando se asocian ética y función pública? ¿Qué experiencias vienen a la mente cuando se piensa en la ética de quienes ejercen funciones en el Estado? Quizá vengan a la memoria diversas imágenes en las que aparecen empleados públicos que toman decisiones buscando favorecer a sus conocidos o a algún grupo de interés, imágenes en las que se les ve involucrados en actos de corrupción o llevando a cabo una ineficiente gestión de los recursos estatales. Son imágenes recurrentes en distintas realidades nacionales. Son imágenes de una función pública que ha perdido orientación. Son percepciones de un Estado que pierde el vínculo con sus ciudadanos1.

¿Será posible conciliar ética y función pública? ¿Es posible que las decisiones y acciones de quienes trabajan en el Estado se orienten al servicio a los ciudadanos? ¿Es posible un Estado donde se administren los bienes y recursos en favor de los derechos de los ciudadanos? Estas cuestiones obligan a que uno se pregunte, una y otra vez, por la finalidad del Estado y el sentido que debería tener para quienes ejercen funciones públicas. Son cuestiones que van desde los terrenos político, jurídico o administrativo –desde los cuales es usual pensar en el Estado– hacia el ámbito de la ética. Son preguntas que indagan por cuáles son las prioridades de los funcionarios, cuáles las obligaciones que deberían asumir y qué hacer para que el Estado vuelva a conectarse con la ciudadanía. Se trata de las siempre vigentes preguntas respecto a qué Estado queremos para los ciudadanos.

Este libro habla acerca de la ética de la función pública. Se trata de una ética aplicada que comprende al conjunto de orientaciones sobre cómo deben actuar quienes ejercen funciones públicas, en el marco de un Estado democrático y de las organizaciones públicas que lo conforman. Se sabe que un funcionario o servidor público debe comportarse de determinadas maneras, que debe ser honesto, transparente, eficiente, que no debe maltratar a los ciudadanos, etcétera. Es decir, existen normas y prescripciones sobre cómo deberían comportarse los funcionarios públicos. Pero ¿por qué los funcionarios deben comportarse de estas maneras? ¿De dónde nace la obligación de actuar de tal o cual modo?

Estas son algunas preguntas que dieron origen al presente texto. Son preguntas relativas al fundamento de las obligaciones morales de los funcionarios públicos. Son preguntas que buscan argumentos razonables que pretendan explicar por qué un conjunto de orientaciones éticas pueden ser consideradas como obligatorias para las personas que desempeñan funciones en un Estado.

Este trabajo pone a discusión una propuesta de fundamentación para una ética de la función pública. El argumento central es que esta fundamentación puede encontrarse en el paradigma filosófico del reconocimiento recíproco, que la perspectiva del reconocimiento recíproco es la alternativa con mayores potencialidades a la hora de fundamentar una ética de la función pública.

Con esta propuesta, se trata de superar las insuficiencias de las aproximaciones que privilegian un enfoque económico-administrativo o un enfoque jurídico. ¿Podrá estar el fundamento de las obligaciones de los funcionarios en la necesidad de maximizar el logro de sus propios intereses al menor costo posible? Desde una aproximación de tipo económicoadministrativa, se podría argumentar que todo funcionario público persigue sus propios intereses, aquellos que permitan maximizar sus beneficios con menor costo. Actúan en el marco de la estructura de incentivos que pueda ofrecérseles, evitando todo aquello que signifique una disminución de sus niveles de satisfacción individual. Según este enfoque, los funcionarios públicos están obligados a seguir ciertos lineamientos éticos porque es conveniente para el logro de sus intereses. Sin embargo, aparece de inmediato una objeción: ¿qué ocurre si el funcionario encuentra que le es conveniente incumplir alguna de sus obligaciones y decide hacerlo? Como se verá más adelante, la obligación moral no puede sustentarse únicamente en consideraciones estratégicas acerca de los beneficios que puedan obtener los sujetos.

¿Podrá estar el fundamento de la obligación de los funcionarios en la fuerza coercitiva de los deberes legales? En el caso de una aproximación de tipo jurídico, el hecho de que la función pública se defina y organice a partir de un ordenamiento legal propio de un Estado de derecho nos da razones legales para que los funcionarios estén obligados a seguir las prescripciones relativas a cómo deben comportarse en el ejercicio de sus funciones. Están obligados porque es un deber sancionado por las normas positivas a las que se remite la misma función pública. Este enfoque también ofrece una justificación para la obligación del funcionario: este debe cumplir la ley. Sin embargo, ¿qué obliga al funcionario a cumplir la ley? Surge aquí la cuestión de los límites de una obligación moral sustentada únicamente en deberes legales. Que un deber sea sancionado por ley no necesariamente obliga moralmente. En el mejor de los escenarios, el funcionario actuará obligado por la fuerza coercitiva de la ley (cuando no por el temor a la sanción administrativa). En el peor, hará caso omiso del deber legal y utilizará el poder administrativo para beneficios particulares, evitando ser descubierto.

Entonces, si no son suficientes las perspectivas económico-administrativas o jurídicas para fundamentar la obligación de los funcionarios públicos respecto a seguir determinadas orientaciones éticas, ¿dónde encontrar argumentos? Parece, pues, que la fundamentación de una ética de la función pública debe buscarse en otros ámbitos. En este trabajo, se buscará dicho fundamento en el ámbito de la filosofía moral.

¿Cuál puede ser el fundamento filosófico de una ética de la función pública? La propuesta que se desarrollará en este texto desea superar los límites de algunas perspectivas que, a nuestro juicio, no ofrecerían una argumentación filosófica suficiente para aproximarse a esta ética aplicada. Se considera insuficiente, por ejemplo, la fundamentación que la tradición liberal contractualista podría ofrecer a una ética de la función pública. Esta tradición puede dar cuenta de las obligaciones y deberes de los funcionarios públicos en tanto garantes del pacto político que los individuos establecen entre sí y cuyas reglas de juego se expresan en una Constitución a la que los funcionarios han de remitirse en todo momento. A pesar de los significativos aportes a la comprensión de una ética de la función pública, esta tradición no ofrece respuesta a la pregunta de por qué un funcionario está obligado a garantizar el pacto y a actuar según lo que cada Constitución establezca. Asimismo, la tradición utilitarista, aunque podría ofrecer una fundamentación ética para que los funcionarios actúen neutralmente persiguiendo el interés general definido democráticamente por la mayoría, no responde a la cuestión de cómo debería orientarse un funcionario ante asuntos públicos que afecten negativamente a grupos minoritarios, que, con frecuencia, constituyen colectivos histórica o culturalmente marginados de la atención del Estado.

La tesis central de este trabajo es que el fundamento adecuado para una ética aplicada a la función pública se encuentra en el paradigma filosófico del reconocimiento recíproco. Este paradigma hunde sus raíces filosóficas en una tradición dialógica que puede remontarse hasta los antiguos griegos y que cobra forma articulada en los escritos de G. W. F. Hegel, a inicios del siglo XIX. La potencia de los planteamientos hegelianos será recogida en el siglo XX por autores como George H. Mead, así como por los creadores de la ética del discurso: Karl-Otto Apel y Jürgen Habermas. Finalmente, a partir de la década de 1990 hasta la actualidad las intuiciones hegelianas recibirán actualizaciones desde diversas preocupaciones y caminos no siempre convergentes, como es el caso de los planteamientos de Axel Honneth, Charles Taylor, Paul Ricoeur y, en el mundo castellanohablante, Adela Cortina.

Se postula que desde las categorías del reconocimiento recíproco es posible dar cuenta de una ética aplicada a la función pública, en la que se consideran las relaciones entre funcionarios y ciudadanos como relaciones de reconocimiento, lo que permitiría ofrecer un nuevo sentido al vínculo entre ambas partes. Este vínculo de reconocimiento, anterior a cualquier forma de contrato, posibilita que funcionarios y ciudadanos puedan identificarse mutuamente como personas con dignidad y ciudadanos con derechos, seres autónomos y con capacidades. Entender de esta manera las relaciones entre administradores y administrados posibilita rediseñar los mecanismos existentes referidos a la promoción de una ética en la función pública, de modo que puedan orientarse hacia el logro de más amplios y profundos niveles de reconocimiento.

El libro está dividido en cuatro partes. La primera incluye una delimitación de algunos términos del ámbito de la ética aplicada de la función pública, así como su origen y desarrollo como ética aplicada (capítulo 1). A continuación, se presenta el enfoque de ética aplicada asumido en este trabajo, sus características básicas, su estructura y las tareas a las que se enfrenta (capítulo 2). Dado que este enfoque metodológico implica identificar los contenidos éticos en la misma praxis del ejercicio de la función pública, es necesario indagar por los espacios en los que esta se expresa en los tiempos actuales. De ahí que en la segunda parte se exploren algunas instancias en que se desarrolla la reflexión ética relacionada con los funcionarios. En la actualidad, ¿dónde es posible encontrar orientaciones éticas para el ejercicio ético de la función pública? Básicamente, en tres instancias: en los discursos y prácticas sobre la lucha contra la corrupción (capítulo 3), en las demandas que se efectúan desde la sociedad civil para elevar los estándares éticos de quienes desempeñan funciones en el Estado (capítulo 4) y en los cambios en los modelos de racionalidad administrativa que condicionan a la Administración pública y le exigen orientarse según determinados valores y normas que se resaltan de modo diferenciado según el momento y los contextos. Se ha tomado en consideración el caso de los contextos anglosajones y europeos occidentales y, en contraste, el de los contextos latinoamericanos (capítulo 5). El resultado de esta exploración, al final de la segunda parte, es una formulación sintética de los principales contenidos de la actual ética de la función pública.

En la tercera parte del texto, se da a conocer parte del proceso de construcción filosófica del paradigma del reconocimiento. Al inicio, se muestra la relación fundamental entre identidad y reconocimiento (capítulo 6), con ayuda de los planteamientos de Charles Taylor. Tras presentar, a modo de contraste, el paradigma de la autoconservación y sus insuficiencias, se ofrece la primera articulación del paradigma del reconocimiento recíproco en los planteamientos de Hegel (capítulo 7). Tras Hegel, se muestran algunos significativos aportes contemporáneos para la comprensión del paradigma del reconocimiento recíproco. Un lugar importante lo ocupa la teoría del reconocimiento de Axel Honneth y, a partir de ella, los aportes de Paul Ricoeur, los de Karl-Otto Apel y Jürgen Habermas desde la ética del discurso y, finalmente, la propuesta de reconocimiento cordial de Adela Cortina (capítulo 8). El resultado final de este recorrido será una síntesis de aquellas dimensiones del reconocimiento recíproco que se proponen como ineludibles para comprender el concepto.

En la cuarta y última parte de la obra, se trata de relacionar las distintas dimensiones del reconocimiento identificadas con las tareas y contenidos de ética de la función pública esbozados en los capítulos precedentes. En este punto, se vinculan los hallazgos respecto a los contenidos de una ética de la función pública con las categorías y conceptos del reconocimiento, ejercicio que permite ofrecer un fundamento para las normas específicas, valores y virtudes identificadas (capítulo 9). Al final del trabajo, el análisis «aterriza» y considera los aspectos organizativos de la ética de la función pública. La dimensión normativa es necesaria pero insuficiente si se trata de mostrar el potencial crítico de una ética aplicada, es decir, si se quiere incidir en la transformación de las condiciones en que se ejerce la función pública, para que esta pueda orientarse al servicio de los ciudadanos y al fortalecimiento del Estado democrático. Es preciso, pues, llegar al nivel de las organizaciones públicas concretas para dar cuenta de los mecanismos de orientación, control y gestión por medio de los cuales la ética de la función pública se «encarna» en las organizaciones, así como el modo en que la perspectiva del reconocimiento recíproco permitiría reorientar y enriquecer sus alcances (capítulo 10). Dada la importancia de la formación ética de los funcionarios públicos, las reflexiones finales contienen algunas orientaciones pedagógicas para el desarrollo de acciones de formación en ética, dirigidas a quienes ejercen funciones públicas.

¿Desde qué inquietudes personales y profesionales surgió el interés por investigar sobre ética en la función pública? Debido a que todo texto surge de situaciones e intereses que van más allá de lo estrictamente académico, lo que se anuncia en esta introducción puede comprenderse mejor si se hacen explícitas tales inquietudes. Quien esto escribe dedicó varios años de su experiencia profesional trabajando en una entidad pública: la Defensoría del Pueblo. Como es común a las instituciones del ombudsman, se establecen vínculos directos con el resto de entidades públicas, así como con variados grupos de ciudadanos. Desde esta plataforma, con ocasión de actividades de capacitación en temas de ética y derechos humanos dirigidas a funcionarios, el autor tuvo la oportunidad de tomar contacto con muchos de ellos, en sus distintos cargos y niveles de responsabilidad. Fue una oportunidad para conocer «desde dentro» algo de sus visiones y prácticas, sus motivaciones y problemas frente al ejercicio de la función pública en contextos adversos de debilidad institucional o escasez de recursos; también para conocer parte de un escenario complejo, construido en medio de la legalidad de las normas, las jerarquías y cargos, la distribución de funciones, las demandas de las autoridades y las expectativas de los ciudadanos.

Del mismo modo, a lo largo de los últimos años, como docente en diversos programas de formación en ética de la función pública en entidades públicas, el autor se nutrió del encuentro con funcionarios de diferentes sectores. Teniéndolos como interlocutores, dialogaron sobre el Estado que es necesario construir, como actor responsable de generar mínimas condiciones de vida digna para los ciudadanos de las diversas regiones de nuestro país. Si algo le enseñaron estas experiencias es que es fundamental contar con funcionarios profesionalmente competentes, pero también capaces de una reflexión ética crítica que les lleve a considerar al ciudadano como persona, con capacidades y derechos, como fin último de la función pública.

Junto con estas experiencias personales y profesionales, es preciso destacar dos procesos de la reciente experiencia histórica peruana que marcan el lugar desde el cual nos preguntamos sobre el rol del Estado y lo que esperamos de los funcionarios públicos desde una perspectiva ética. El primero de ellos se refiere al periodo de violencia política que vivió el Perú en las dos últimas décadas del siglo XX y sus consecuencias. Las conclusiones de la Comisión de la Verdad y Reconciliación (CVR) estimaron en 69 280 las personas muertas o desaparecidas por efectos de la violencia entre los años 1980 y 2000. Cerca del 75% de las víctimas mortales del conflicto armado tenía el quechua u otras lenguas indígenas como idioma materno y hubo relación entre el hecho de ser pobre y excluido socialmente y la probabilidad de ser víctima de violencia2. La CVR señaló como principal causa inmediata de esta violencia política el accionar de los grupos subversivos, cuyas acciones y métodos terroristas causaron el mayor número de víctimas. También se determinaron responsabilidades que involucran directamente a agentes del Estado en violaciones de derechos humanos, así como responsabilidades políticas de los gobernantes que dirigieron el país durante esos años. Además de la indiferencia de la clase política y de los sectores integrados de la sociedad, volvió a constatarse que la discriminación y exclusión históricas de los sectores indígenas y pobres de la población constituyeron las causas estructurales (el llamado caldo de cultivo) de esta violencia. Tras los hechos y las causas, el Informe Final de la CVR presentó un conjunto importante de recomendaciones para que estas dramáticas experiencias no se repitan jamás. De todas ellas, las que se refieren a la actuación del Estado se centran en reformas en el campo de la administración de justicia, el rol de las fuerzas armadas y policiales en un Estado democrático de derecho y las políticas públicas imprescindibles para crear oportunidades equitativas de desarrollo para todos.

Como todo ejercicio de memoria histórica, el trabajo de la CVR significó enfrentar un pasado doloroso, para identificar demandas presentes por justicia y reparación, así como para recomendar qué acciones emprender para que ese dolor no se repita. Estos grandes retos involucran al conjunto de actores sociales y, en el caso del Estado, constituyen una oportunidad para viabilizar políticas inclusivas y redistributivas, así como reformas institucionales necesarias para acercarlo a los ciudadanos. Para llevar a cabo estas reformas y políticas, queda claro que no bastan ciertos conocimientos técnicos o herramientas de gestión. Se hace esencial una permanente reflexión ética para la promoción de actitudes y hábitos basados en el respeto a la dignidad de las personas, así como para propiciar políticas públicas impregnadas de un sentido de servicio a la ciudadanía, especialmente cuando se trata de quienes viven en situaciones de pobreza y discriminación por razones étnico-culturales.

El segundo proceso es el contexto de deterioro político y moral que el Perú vivió durante los últimos años del siglo XX debido a los más altos niveles de corrupción política conocidos en nuestra historia republicana. Se trata de los años de gestación y desarrollo de una red de corrupción que buscó consolidar en el poder al expresidente Alberto Fujimori desde el golpe de Estado que diera en el año 1992, contando para ello con la oscura colaboración de su asesor Vladimiro Montesinos. Desde finales del año 2000, el país fue tomando conciencia de cómo y en qué magnitud el Estado y sus recursos habían servido durante la anterior década para satisfacer los afanes de poder y enriquecimiento de un grupo de delincuentes ubicados en las más altas esferas de los poderes político y económico. Durante aquellos años, la corrupción llegó al centro mismo del Estado. La iniciativa corruptora provino desde el mismo poder político, el cual se ejerció de manera discrecional y sin rendición de cuentas. La corrupción alcanzó a gran parte del Estado (Poder Judicial, Congreso, Fuerzas Armadas, organismos electorales) y también parcialmente a la clase política, los medios de comunicación y el sistema financiero3. Se trató de un duro golpe para nuestra moral colectiva. Los sentimientos de desmoralización, tras el progresivo develamiento de los escándalos y el conocimiento público de los niveles de corrupción alcanzados, llevaron a que nos cuestionásemos seriamente sobre cómo fue posible que hubiésemos permitido por tanto tiempo tal grado de descomposición en la vida pública.

Desde aquellos años, la indignación de un grupo grande –aunque no necesariamente mayoritario– de ciudadanos motiva el análisis y la búsqueda de propuestas de solución para los problemas que nos llevaron a tales descalabros en el terreno de la moral pública. En este marco de acontecimientos, la ética de la función pública entró «por la puerta grande» a la agenda público-política. ¿Qué hacer para restablecer la confianza ciudadana en quienes supuestamente deben encargarse de los intereses generales? ¿Cómo fundamentar una reflexión ética que exija y al mismo tiempo involucre e invite a los funcionarios a comprometerse con el servicio a la ciudadanía? ¿Qué mecanismos y herramientas pueden ayudarnos a ello?

Los dos procesos sociales y políticos reseñados dejaron una lección histórica fundamental: la necesidad de contar con funcionarios públicos con capacidades técnicas adecuadas para la gestión de los asuntos públicos, pero también con capacidades para evaluar éticamente situaciones en las que la finalidad del servicio a los ciudadanos corre el riesgo de desvirtuarse al anteponerse intereses particulares que agravan las situaciones de vulneración de derechos y generan la invisibilización de determinados grupos sociales.

Aunque estas consideraciones hayan surgido en un contexto regional y nacional específico, queda claro que los procesos a los que se ha hecho referencia no resultan ajenos a las actuales preocupaciones de toda sociedad que se pretenda democrática. El interés por contar con funcionarios públicos centrados en los fines que le dan sentido al ejercicio de sus funciones, capaces de razonar y dar cuenta de la responsabilidad de sus acciones, de enfrentar conflictos de interés que pueden derivar en actos de corrupción, etcétera, constituyen preocupaciones plenamente vigentes (y, lamentablemente, frecuentes) en diversas realidades nacionales. Por esta razón, es necesario e importante contribuir al conocimiento de la ética de la función pública y reconstruir sus fines y contenidos, así como ofrecer un fundamento para esta ética aplicada. A juicio de este estudio, al profundizar la comprensión de sus fundamentos, se está en mejores condiciones para potenciar y mejorar el diseño y la implementación de los mecanismos de promoción de una ética de la función pública actualmente existentes.

La investigación fue fundamentalmente bibliográfica, recogiendo aportes y puntos de vista en fuentes secundarias, tanto del ámbito filosófico como de los campos de las ciencias sociales y políticas, desde una mirada interdisciplinaria. En términos metodológicos, se asumió un enfoque específico de análisis para las éticas aplicadas, el denominado método hermenéutico-crítico, que trata de encontrar en el interior de cada actividad humana los fines que la definen y le otorgan legitimidad social, las normas específicas que deben guiar las acciones para alcanzar dichos fines, las virtudes y valores necesarios, así como el fundamento filosófico de aquellas normas específicas. Este método ha sido adoptado por el Grupo de Investigación en Ética y Democracia que reúne a profesores de las universidades de Valencia y Castellón, en España, y es el que se ha tomado como referencia para ser puesto en movimiento en el caso del ejercicio de la función pública.

Como podrá notarse, este libro está dirigido a distintos públicos, quienes podrán sacar provecho de él en varios sentidos. Cualquier ciudadano o lector interesado en la ética de los funcionarios y sus fundamentos podrá encontrar un conjunto de planteamientos con los que podrá dialogar. Quienes ejerzan funciones públicas, en calidad de funcionarios, servidores o gestores administrativos, podrán profundizar sobre el sentido ético de sus acciones, cómo han surgido y cómo se fundamentan las diversas orientaciones éticas presentes en discursos y códigos a los que tienen alcance. Quienes se dedican a la docencia en materias de administración o gestión pública podrán encontrar planteamientos en torno a cuestiones que vinculan ética y variados contenidos de sus materias. Finalmente, quienes se dedican a la investigación académica en filosofía práctica, ciencias políticas y sociales podrán someter al debate los múltiples postulados que esta obra ofrece. Una vez expuestos los planteamientos, se abre el tiempo del diálogo y las propuestas en torno a cómo fortalecer una función pública puesta al servicio de los ciudadanos.

PRIMERA PARTE

¿Qué es la ética aplicada a la función pública?

CAPÍTULO 1

Conceptos básicos y estado de la cuestión

1.1 ¿Ética pública o ética de la función pública?4

Antes de comprender los alcances de una ética de la función pública, es necesario clarificar algunas nociones y conceptos. Los diversos usos y connotaciones de términos como ética pública o función pública pueden ser fuente de confusión, que conviene prevenir desde un inicio.

¿Es lo mismo ética pública y ética de la función pública? No es lo mismo. La ética pública se entiende como las consideraciones éticas orientadas a la vida pública en su conjunto, en la que las personas se relacionan entre sí, se asocian, conforman organizaciones, coordinan acciones que tienen consecuencias en la vida de otras personas y, eventualmente, responden por tales acciones ante otros. En este sentido, una ética pública no se restringe únicamente a la esfera política y/o estatal ni se centra exclusivamente en el ámbito de quienes ejercen funciones públicas en el Estado, sino que considera a la persona en cuanto ciudadano en el ámbito público5. A veces se relaciona la ética pública con «los actos humanos en tanto que son realizados por gobernantes y funcionarios públicos» (Diego 2007: 50), pero esta mirada deja al margen de la ética pública a todos aquellos grupos que participan en la esfera pública, incluyendo a los propios ciudadanos. Según Muguerza, una ética pública, sin perjuicio de «hundir sus raíces» en una ética individual o personal, «será eminentemente una Ética social, o sea una Ética que atiende, ante todo, a lo que se ha dado en llamar el individuo en relación. Es decir, una Ética que atiende al individuo […] ‘situado’ dentro de una ‘comunidad’, e incluso dentro de varias comunidades a un mismo tiempo» (Muguerza 2007a: 510-511).

En este texto, se entenderá ética pública en su sentido general, utilizando, en cambio, las denominaciones ética de la función pública, ética del servicio público o ética de la Administración pública (public service ethics, administrative ethics, ethics in public Administration) para hacer referencia a las actuaciones específicas de quienes ejercen funciones en el ámbito estatal de la administración y gestión de los recursos públicos.

¿Y por qué hablar de función pública y no de Administración pública, servicio público o servicio civil? Todos estos términos están cargados de diversos significados que provienen del ámbito académico especializado y del uso jurídico-político en los distintos contextos regionales y nacionales. Más allá del uso legítimo que tienen en tales contextos, una primera razón para optar por función pública es que esta denominación es coherente con la definición de función pública que aparece en el debate contemporáneo sobre la profesionalización del empleo público en Iberoamérica6. Una segunda razón es porque se habla de función pública y funcionario público en el ámbito de discusión y en la normativa internacional sobre corrupción7. Finalmente, esta denominación permite identificar el ejercicio de la función pública como una actividad social, cuestión que, como se verá más adelante, resulta pertinente en el enfoque de ética aplicada que se asume en este trabajo.

En cualquier caso, al ser preferible utilizar función pública en el marco de esta investigación, resulta necesario bosquejar algunas ideas acerca de qué entender por Administración pública, función pública, servicio civil y empleados públicos, categorías que se hacen inteligibles con relación al concepto central de Estado.

1.2 Algunos apuntes sobre Estado, Administración pública y función pública

No es el lugar para dar cuenta adecuada de la complejidad de significados que se articulan alrededor de la idea de Estado y las múltiples perspectivas que sobre él pueden desarrollarse. Es suficiente identificar una definición básica que englobe un conjunto de características que resulten consistentes y útiles para los fines buscados en la presente investigación.

Una primera aproximación es aquella que describe al Estado como una forma de organización jurídico-política, surgida históricamente en Europa, en la que se configura una autoridad permanente y pública que domina un espacio territorial y a las personas que viven en él, reconocida como tal por otras entidades similares8. Los procesos históricos que llevaron a la emergencia de esta forma moderna de organización jurídico-política están asociados a la expansión del capitalismo, en tanto se hace indispensable un poder central que garantice la propiedad privada, así como la posibilidad de comprar y vender libremente propiedades inmobiliarias y fuerza de trabajo9. Para la creación de estos espacios económicos, el Estado requiere monopolizar algunos servicios esenciales para mantener el orden interno y externo, en particular: la producción de las reglas que definen la legalidad y la creación de un aparato coercitivo necesario para la aplicación de tales reglas. Estas ideas quedan expresadas en la difundida concepción de Max Weber sobre el Estado como un aparato administrativo que se ocupa de la prestación de los servicios públicos y del monopolio legítimo de la fuerza10.

Afín a esta aproximación, se puede tomar como referencia la definición de Estado que ofrece Guillermo O’Donnell11:

«Un conjunto de instituciones y de relaciones sociales (la mayor parte de éstas sancionadas y respaldadas por el sistema legal de ese Estado) que normalmente penetra y controla el territorio y los habitantes que ese conjunto pretende delimitar geográficamente. Esas instituciones tienen como último recurso, para efectivizar las decisiones que toman, la supremacía en el control de medios de coerción física que algunas agencias especializadas del mismo Estado normalmente ejercen sobre aquel territorio» (O’Donnell 2008: 28).

Según esta definición, el Estado incluye las siguientes cuatro dimensiones, a modo de tendencias históricamente contingentes que ningún Estado ha materializado completamente12:

› Un conjunto de burocracias, es decir, organizaciones complejas y jerárquicamente pautadas que tienen legalmente asignadas responsabilidades orientadas a lograr o proteger algún aspecto del bien o interés público general. Es el aspecto de la «eficacia» del Estado como conjunto de burocracias.

› Un sistema legal, entendido como un entramado de reglas, formuladas en el lenguaje del derecho, que penetran y codeterminan numerosas relaciones sociales. Es el aspecto de «efectividad» del Estado como sistema legal.

› Un foco de identidad colectiva para los habitantes de su territorio, en tanto el Estado pretende garantizar la continuidad histórica de la unidad territorial respectiva que es concebida como un «nosotros» como nación o como pueblo (lo que puede no ser verosímil para buena parte de la población). Es el aspecto de la «credibilidad» del Estado como realizador del bien común de la nación o pueblo.

› Un filtro que trata de regular cuán abiertos o cerrados son los diversos espacios o fronteras que median entre el «adentro» y el «afuera» del territorio y la población que delimita. Es la condición de «filtro» adecuado al interés general de su población.

A juicio de este estudio, se trata de una definición con un suficiente potencial descriptivo y explicativo que puede servir de marco para incluir las definiciones de Administración pública y función pública que se detallarán más adelante. Además, resulta especialmente interesante el esfuerzo que realiza O’Donnell para incluir un potencial normativo a su definición. Dicho potencial aparece cuando el autor distingue entre un «Estado que contiene régimen democrático» y un «Estado de y para la democracia» (o simplemente «Estado democrático»). Para el autor, en un régimen democrático el acceso al gobierno se logra mediante elecciones competitivas e institucionalizadas, lo que supone el ejercicio de diversas libertades políticas (asociación, expresión, movimiento, información). Por lo tanto, en un «Estado que contiene un régimen democrático», el sistema legal sanciona y respalda los derechos y libertades y las instituciones pertinentes actúan en dirección a efectivizar e implementar esos derechos. Siguiendo el mismo razonamiento, si el Estado puede expandir y consolidar el conjunto de los derechos ciudadanos, puede describirse como un subtipo de Estado diferente, cuando adquiere el carácter de «Estado de y para la democracia». Así, O’Donnell define al «Estado democrático» como un

«Estado que además de sancionar y respaldar los derechos de ciudadanía política implicados por un régimen democrático, por medio de su sistema legal e instituciones sanciona y respalda una amplia gama de derechos emergentes de la ciudadanía civil, social y cultural de todos sus habitantes» (O’Donnell 2008: 31).

De modo explícito, este autor identifica esta definición de Estado democrático como un «horizonte normativo». Se trata de un ideal que se desea alcanzar, pero no deja de tener consecuencias empíricas, puesto que permite indagar en qué magnitud y acerca de qué derechos específicos se observan avances y retrocesos en las diversas dimensiones de la ciudadanía implicadas por la democracia; es decir, en qué medida se avanza o no en la democratización de una sociedad13.

La propuesta de definiciones de Estado de O’Donnell parece adecuada no solo por la pertinencia en el análisis de los rasgos centrales de un Estado, sino también por la identificación de tal dimensión normativa, que lleva a preguntas relevantes para los propósitos de esta investigación. Desde una perspectiva ética que centra su mirada en la función pública, ¿qué Estado es el que tomamos como punto de partida y cuál nos interesa promover? ¿Qué tipo de Administración pública es la que nos interesa definir y construir para qué tipo de Estado? Una investigación en ética aplicada a la función pública no solo debe limitarse a establecer un análisis de qué y cómo se reflexiona sobre la función pública desde la filosofía moral, sino que se hace ineludible ofrecer razones que sustenten determinados modos de comprender el Estado y el servicio público. En este caso, el marco normativo de un Estado democrático resulta apropiado para dar cuenta de una ética de la función pública14.

¿Qué entender por Administración pública? Desde las ciencias políticas y administrativas, la Administración pública constituye parte del conjunto de burocracias de un Estado y se refiere a una «estructura del poder ejecutivo, subordinada al gobierno, que tiene la misión de coordinar e implementar las políticas públicas» (Molina 2004: 8). La Administración pública en un Estado democrático encuentra su finalidad en la consecución del interés general expresado en el marco constitucional correspondiente, finalidad que persigue conforme va siendo interpretada en cada momento por el poder legitimado para hacerlo, es decir, el gobierno. Así, la Administración pública posee una dinámica que le permite continuar con su actividad aunque se produzcan ceses, dimisiones o cambios en el gobierno15. Finalmente, siguiendo a Oszlak, la Administración pública juega un doble rol en un régimen democrático. De un lado, interviene en la implementación de las políticas públicas y en el logro de sus objetivos. De otro, su desempeño y productividad en este campo provee de legitimidad a la acción de gobierno, lo que la convierte en un actor con un poder relativo frente a otros actores16.

La Administración pública y los elementos que la definen han variado a través del tiempo según el papel social que se le reconoce al Estado y las relaciones que se establezcan entre este y la sociedad. Así, cada momento en el desarrollo del Estado moderno llevaría aparejado un criterio de legitimidad para la Administración17. Por ejemplo, en la concepción clásica del denominado Estado liberal de derecho, las funciones del Estado se limitan a las de soberanía y a la de ser garante de las libertades individuales y del principio de libre concurrencia económica. La Administración pública ejerce «vicariamente» las prerrogativas del Estado y su tamaño y función están limitados a las funciones de soberanía. Al transformarse en Estado social de derecho, ante la expansión continua del tamaño y las funciones del Estado, la Administración pasa a convertirse «de garantista de legalidad a creadora de legalidad en el plano reglamentario. […] Su función social es redistributiva, de protección de los ciudadanos marginales y de prestación de servicios» (Bañón 1997: 34-35).

Así, con las transformaciones en el papel del Estado, la Administración pública se hace más compleja y su campo de actuación se amplía, crece en número de órganos, personal y presupuesto, y pasa a hacerse cargo directa o indirectamente de una gran variedad de actividades destinadas a satisfacer las demandas de la colectividad, actividades que se constituyen en «servicios públicos». Estas condiciones conllevan la necesidad de que sea atendida por personas técnicamente cualificadas, cuyo acceso y permanencia han de estar institucionalizados y a quienes se les pueda exigir actuar con imparcialidad de acuerdo con las normas, los intereses generales y los requerimientos técnicos de cada caso18. Es decir, se hace indispensable la organización y gestión de la función pública o del servicio civil, así como su profesionalización.

De este modo, se ha encontrado una manera de entender la función pública (o el servicio civil) que hace referencia directa a los sistemas de profesionalización de quienes desempeñan funciones institucionalizadas en la Administración pública19. La profesionalización del servicio civil implica que su existencia esté prevista y exigida por ley, que el personal sea seleccionado de acuerdo con principios meritocráticos y que trabaje con ciertas garantías que le otorguen independencia de juicio y de acción –imparcialidad o neutralidad– para la defensa de los valores superiores del ordenamiento jurídico20. Hasta aquí la función pública o el servicio civil se entienden en un sentido restringido, se refieren al régimen estatutario o funcionarial, articulado sobre la base del sistema de mérito, garantizador de la imparcialidad profesional del funcionario21.

Para poder seguir hablando de una ética de la función pública, en un contexto como el peruano –en el que por diversas razones no ha existido un servicio civil profesional–, se necesita ir más allá de este modo específico de entender la función pública. Es preciso encontrar una manera de entender la función pública que, sin dejar de lado la dimensión institucional, haga referencia al conjunto del empleo público, no solo al específicamente funcionarial. Una definición así la ofrece la Carta Iberoamericana de la Función Pública:

«La función pública está constituida por el conjunto de arreglos institucionales mediante los que se articulan y gestionan el empleo público y las personas que integran éste, en una realidad determinada. Dichos arreglos comprenden normas, escritas o informales, estructuras, pautas culturales, políticas explícitas o implícitas, procesos, prácticas y actividades cuya finalidad es garantizar un manejo adecuado de los recursos humanos, en el marco de una Administración pública profesional y eficaz, al servicio del interés general» (Villoria 2007a: 131).

Este documento señala que los arreglos institucionales que definen el sistema de función pública pueden incluir distintos tipos de relación de empleo entre las organizaciones públicas y sus empleados. Se busca trascender la dimensión jurídico-administrativa de la noción de función pública, y así atender una articulación efectiva de los mecanismos que la hacen posible en la práctica social22. Como se ve, el énfasis está puesto ahora en el empleo público en general, no solo en el sistema de servicio civil profesional de carrera. Se trata de un sentido amplio de función pública, el mismo que adopta este trabajo.

Entonces, ¿quiénes constituyen el servicio civil o función pública? ¿Quiénes ejercen función pública? Las respuestas a estas cuestiones no son fáciles, pues se hace preciso considerar el ordenamiento jurídico existente en cada realidad nacional, no hay una pauta común, las denominaciones varían de un lugar a otro y el panorama suele ser complicado incluso dentro de cada Estado. Como anota Prats, en la Administración y en el derecho comparados, función pública y empleo público son categorías que se hallan frecuentemente separadas (como en el Reino Unido y en Alemania) y, cuando no lo están (como en Francia o en Estados Unidos), los estatutos o regímenes especiales se encargan de especificar los valores y principios de la función pública según las exigencias particulares de cada colectivo de funcionarios23.

Hay complejidad en el uso de los términos y sus connotaciones. Sin embargo, según los propósitos de este trabajo, se considerará la denominación genérica empleados públicos para designar al conjunto de colectivos que sirven en la Administración pública. Del mismo modo, funcionarios públicos hará referencia, en un sentido amplio, a todas las personas que trabajan en la Administración pública, sin hacer restricciones al contexto particular de algún régimen estatutario o servicio civil de carrera.

En síntesis, se considerará un concepto amplio de función pública, que no se identifique con algún grupo particular de empleados públicos y que englobe al conjunto de personas vinculadas de algún modo a la Administración pública y al Estado. Como ya fue mencionado, se adopta este concepto amplio en coherencia con los términos del debate actual sobre la profesionalización del empleo público en el ámbito iberoamericano y en documentos internacionales relacionados con la prevención de la corrupción.

Tomando en cuenta las fórmulas utilizadas en estos textos y sintetizando sus alcances, se puede señalar que la función pública incluye a quienes desempeñan actividades remuneradas u honorarias en los diferentes sectores políticos y administrativos del Estado, de manera temporal o permanente, que hayan sido elegidos o designados en cualquiera de sus niveles jerárquicos y niveles de gobierno, tanto nacionales como subnacionales.

Cada vez que se haga referencia a «quienes ejerzan función pública», «empleados públicos» o «funcionarios públicos», se tendrá en mente esta definición general. De esta manera, de acuerdo con estos propósitos, una ética aplicada a la función pública contempla los distintos colectivos de personas vinculadas a la Administración y centra su atención en el ejercicio mismo de la función pública.

1.3 ¿Hasta dónde llega la ética de la función pública?

Antes de continuar, es fundamental clarificar dos cuestiones importantes referidas a aspectos «limítrofes» de la ética de la función pública. La primera de ellas es cómo ubicar a los grupos particulares de profesionales que pertenecen a sectores o regímenes especiales del empleo público y reclaman especificidad en las cuestiones éticas que enfrentan. Por ejemplo, la actuación de quienes son docentes en entidades educativas públicas, el personal sanitario en hospitales y centros de atención públicos, los que realizan funciones jurisdiccionales, los funcionarios encargados de hacer cumplir la ley, etcétera. Es claro que para cada uno de estos grupos no resulta suficiente una ética aplicada a la función pública en general. Los docentes demandarán una reflexión sobre cómo promover mayor autonomía en los educandos, el personal sanitario expondrá situaciones de índole médica que trascienden el campo administrativo, los jueces requerirán que se trate de cuestiones vinculadas a la imparcialidad de sus evaluaciones, los policías preguntarán por cómo brindar seguridad a los ciudadanos respetando sus derechos en situaciones violentas, etcétera.

Dado que las éticas aplicadas se desarrollan en las distintas esferas en las que convivimos con otros, una reflexión sobre ética aplicada a la función pública en general requiere complementarse con reflexiones específicas correspondientes a ámbitos concretos como los descritos. Es el caso, por ejemplo, de la ética aplicada al quehacer educativo, o la ética de las profesiones sanitarias, etcétera. El modo general de entender la ética de la función pública no está reñido con la opción de especificar algunos de sus alcances para un determinado grupo de empleados públicos, como puede ser el caso de una ética aplicada a funcionarios encargados de hacer cumplir la ley o una ética relativa a la función jurisdiccional. Para ello, como se comentará más adelante, resulta necesario considerar la perspectiva de las éticas profesionales. En conclusión, en una misma persona o colectivo pueden integrarse diversas perspectivas de ética aplicada, como diversas son las dimensiones y roles que confluyen en tales personas o colectivo. Elegir un ámbito general de aplicación de una ética de la función pública no excluye preguntarse por otros ámbitos o focalizar aún más nuestros intereses en un determinado aspecto.

La segunda cuestión por aclarar se refiere a la relación entre una ética de la función pública y una ética del quehacer político. En este tema, el telón de fondo lo constituye la relación entre ética y política, o entre filosofía moral y filosofía política, asunto de larga data y múltiples aristas en el que uno de los temas recurrentes es si la política pertenece a un horizonte normativo diferente del de la moral24.

A continuación se presenta una descripción que hace Prats sobre una ética del «buen político»: