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El reputado escritor argentino Mempo Giardinelli emprende un viaje a la Patagonia a bordo del Coloradito Pérez, un viejo Ford Fiesta rojo, y en compañía del poeta madrileño Fernando Operé. El autor está escribiendo una novela que tenía atragantada desde tiempo atrás y no lograba resolver. El argumento de esa novela se desarrolla también en la Patagonia, de manera que su itinerario hacia el desértico sur y sus encuentros con personajes y situaciones divertidas irán enriqueciéndose con la búsqueda de pistas y escenarios novelescos, con frecuentes escarceos y digresiones literarias y con fragmentos de ese libro inacabado. Así, el cruce de las historias conforma un estupendo relato de viaje en el que la ficción y el periplo por la Patagonia real se combinan de manera casi imperceptible, en un recorrido apasionante por el mítico sur del continente americano.
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En el verano de 2000, y con mi amigo el poeta español Fernando Operé, emprendimos un viaje por la Patagonia argentina. Proyecto largamente postergado, nos lanzamos cuando éramos ya cincuentones. No sabíamos que iba a ser a la vez una experiencia de escritura, por la sencilla razón de que no sabíamos nada. Y eso era lo grande: mi cochecito de ciudad, un buen mapa carretero de la República Argentina y dos meses por delante para hacer lo que nos diera la gana.
Yo acabé terminando una novela y Fernando un libro de poesía. Quizás todos esos textos estaban escondidos en aquella región remota del planeta, que hace trece años era aún semisalvaje y carecía de la infraestructura turística que acaso este libro también contribuyó a desarrollar. Como sea, este libro nació solo, al rodar los caminos. Y fue para mí un fantástico ejercicio literario, un experimento escritural no premeditado que solo me ha dado, con los años, una riquísima multiplicación de interrogantes.
Todo lo que yo sé es que no es un libro de viajes, ni de cuentos, ni testimonio periodístico, ni poesía, ni memoria personal. Tampoco es estrictamente una "novela del camino". No sé qué es. Pero sospecho que es un poco todo eso. Y a mí, lo confieso, siempre me fascina lo inclasificable, lo inesperado.
Ojalá esta edición digital les parezca algo así a sus lectores. Y que la pasen bien, que es una de las grandes esencias de la lectura.
Mempo Giardinelli
Resistencia, Chaco, Argentina, noviembre de 2013.
Cuando usted viaje, deje su vida en su casa, en su pueblo, en su ciudad. Es un artefacto inútil.
JUAN FILLOY, Periplo (1930)
Este libro está dedicado a Fernando Operé y a Natalia Porta López, porque los amo y porque ambos me acompañaron durante el viaje aquí narrado: Fernando fue mi copiloto en los caminos del Sur; Natalia lo fue durante la escritura. Sin ellos y el Coloradito, este libro no existiría.
La soleada mañana en que partimos parecíamos dos chicos haciéndonos la rabona, que es como se llama en la Argentina al faltazo a la escuela. Fuimos a mirar el inmenso río una vez más, y el caudal impresionante del Paraná –como siempre me sucede– logró sosegar la ansiedad casi infantil que me ganaba. Fernando me miró con sus ojos de poeta encendidos y me dijo, en voz muy baja y con su inconfundible acento madrileño: «Mucha suerte, hermanito». En ese momento un biguá1 se hundió en el agua para cazar un pez, pasó una lancha con pescadores felices que regresaban de una noche en vela, y yo estuve seguro de que el viaje que íbamos a emprender valdría la pena.
Fernando y yo tenemos hijos ya grandes, y ambos estamos en edad de ser abuelos. Canosos y con más arrugas de las que nos gustarían, en ese momento éramos dos cincuentones felices de la vida porque marchábamos a una aventura que habíamos soñado todas nuestras vidas. Estábamos a más de 4.000 kilómetros de distancia del fin del mundo –nuestro objetivo– y nos lanzábamos a semejante viaje en un coche pequeño, de ciudad, el que yo uso todos los días.
Habíamos preparado esta aventura durante todo 1999 y, naturalmente, nos parecía encantador y simbólico el hecho de concretarla en el inicio mismo del año 2000. Fernando enseña en la Universidad de Virginia, en Estados Unidos, y quería aprovechar un período sabático de clases. Yo necesitaba despegarme de lo cotidiano para concentrarme en la novela que venía trabajando y que tenía completamente atascada, como un hueso en la garganta. Me daba vueltas en la cabeza y la verdad es que me estaba complicando la vida mucho más de lo aconsejable. Algo me decía que la Patagonia me reservaba la resolución de ese texto que yo buscaba desde hacía mucho tiempo, e incluso cuando salimos tenía en mente algunos títulos tentativos: Cuaderno provisorio de la Patagonia; De este lado del cielo e incluso Patagonia Blues. Cualquiera de ellos me parecía con posibilidades y eso, para mí, siempre es importante: todo texto que trabajo debe traer consigo, desde el inicio, algún título probable. Aunque solo sea para acompañarme durante la escritura. Claro que en este caso primero debía hacer el viaje. Y por supuesto, no estaba nada seguro de que ello resolvería mi problema narrativo.
Durante todo el año planeamos el viaje, a través del correo electrónico, y decidimos que entre treinta y cuarenta días serían suficientes para nuestro propósito. Teníamos, además, una fuerte limitación económica y por eso nos fijamos una cantidad de dinero como el coste tope que podíamos afrontar: hicimos un fondo común de 2.000 pesos, o dólares, cada uno, y establecimos que si ese dinero no nos alcanzaba nuestro viaje no tenía sentido. Con una camioneta 4x4, mucho dinero y tiempo de sobra, cualquiera puede recorrer la Patagonia.
De modo que nosotros lo mejor que llevábamos era nuestra decisión. No era que nos lanzáramos a semejante viaje improvisadamente, pero tampoco habíamos querido preparamos en exceso. No teníamos una ruta prefijada ni habíamos tejido demasiados contactos. Teníamos algunos amigos con quienes contar en una emergencia, pero no queríamos que nuestro viaje fuera un típico y previsible recorrido turístico. La Patagonia nos parecía tan fascinante y misteriosa que preferíamos no estar preparados para lo que nos ofreciera. Lo excitante era precisamente no saberlo todo. Como cuando uno se va a encontrar con la mujer largamente deseada no son los planes previos los que garantizaran la fascinación del encuentro. Al contrario, habrá que improvisar y la magia del momento estará basada en la sorpresa y lo impensado.
Durante los últimos cinco años yo habla soñado intensamente con hacer este viaje al Sur del Sur de nuestra América. Esa región de la Argentina que para nosotros es como un final que no se quiere ver, una especie de caída del país en el mero fin del mundo. Un territorio y un límite que está en nuestra misma geografía, pero que nos resistimos a reconocer. Creo que a nuestros hermanos chilenos les sucede algo parecido, si bien ellos han tenido, históricamente, una relación más íntima con su delgada porción de Patagonia. Quizá porque del lado del Pacífico los Andes reciben buenas lluvias, quizá porque la estrechez territorial entre la montaña y el mar les ha permitido una mirada menos dispersa sobre el mundo. Pero nosotros no, la Patagonia argentina es una inmensidad vacía, un desalojo universal lleno de misterio. Más allá de toda metáfora la Argentina y Chile son dos países cuyos sures representan, ciertamente, el verdadero finisterre de la cartografía americana y mundial.
Pero además el Sur es para nosotros mucho más que un vacío ancestral. La Pampa y el Desierto (que es como se llamaba antiguamente a la Patagonia) son nuestra tierra literaria por antonomasia. Así como el poema La Araucana de Alonso de Ercilla es fundacional de la literatura chilena, a nosotros, los argentinos, el mandato nos viene desde el poema La Argentina de Martín del Barco Centenera (1535-1605) y sobre todo desde el poema La cautiva de Esteban Echeverría (1805-1851), que junto con su cuento El matadero son textos fundacionales de nuestra literatura. Y por supuesto también nos lo impone el Martín Fierro, la saga poética de José Hernández (1834-1886) que se constituyó velozmente en nuestro poema nacional, lo cual para mí es un asunto que debería discutirse mucho todavía, porque no estoy seguro de que hoy, en el año 2000, el Martín Fierro sea emblemático de lo mejor de nosotros sino, quizá, anticipo involuntario de mucho de lo peor.
Claro que yo advertía que se me cruzaban otros textos, algunos filmes, los infaltables lugares comunes patagónicos. Yo había leído algunos textos clásicos de la región, como el de Bruce Chatwin (En Patagonia, de 1975); también conocía las Aguafuertes patagónicas de Roberto Arlt (publicadas en enero de 1934 en el diario El Mundo de Buenos Aires) y más recientemente me había impactado La Ruta Argentina, estupenda compilación de textos de los siglos XVIII y XIX realizada por Christian Kupchik a mediados de 1999. Me había maravillado con algunos de los textos que él antologa allí, como el de Charles Darwin sobre su viaje por la boca del Río Negro. Por supuesto, también guardo para siempre la viva impresión que me causó hace muchos años la lectura de El origen de las especies, un libro que, aunque no se refiere específicamente a la Patagonia, la contiene y la alude. También es inevitable mencionar un libro fundamental, quizá el que más contribuyó a instalar en la conciencia de los argentinos a la Patagonia como un problema nacional: La Patagonia rebelde, de Osvaldo Bayer, luego llevado al cine en 1974 en una extraordinaria versión filmada por Héctor Olivera.
En fin, yo tenía que escapar de todo aquello, de igual modo que tenía que huir de textos como Patagonia Express de mi entrañable amigo Luis Sepúlveda e incluso de Periplo, el primer libro escrito por mi maestro Juan Filloy a finales de los años 1920, y que es una clase magistral de libro de viajes.
No quiero excederme ahora en divagaciones literarias o cinematográficas, pero debo decir que aquella mañana de comienzos de febrero de 2000, cuando salimos de mi casa en Paso de la Patria, Corrientes, y cruzamos el largo puente sobre el Paraná y entramos a Resistencia para resolver algunos asuntos de último momento, yo ya sabía que jamás las dejaría de lado. Para cualquier escritor las influencias son insoslayables, pero en estos tiempos hay que estar más alerta que nunca: frente al vulgar plagio que vemos todos los días, muchas veces disfrazado de «homenaje» o de «intertextualidad» cuando no es repetición textual que niega el crédito al original, se impone el desafío de reinventar lo conocido pero desde la creación de nuevas originalidades.
Resistencia es la capital de la provincia del Chaco, en el Nordeste de la Argentina, y a Fernando y a mí nos atraía mucho la idea -¿simbólica?- de cruzar el país verticalmente, como recorriendo un meridiano desde la frontera misma con la República del Paraguay hasta el extremo sur del continente. Esos 4.000 kilómetros hasta Río Gallegos, capital de la provincia de Santa Cruz, eran en sí mismos una aventura. Cualquiera puede observar en los mapas que la Argentina tiene una forma más o menos triangular, como un isósceles con el vértice abajo y el lado más corto arriba. Se puede decir que es un país con dos nortes y un único sur. El Chaco está en el ángulo nordeste y Santa Cruz es el vértice Sur. Pero para nosotros Río Gallegos iba a ser, en cierto modo, sólo el inicio de la travesía: desde allí pensábamos cruzar transversal mente esa provincia para llegar hasta los glaciares precordilleranos, desde donde volveríamos hacia el norte bordeando los Andes por la mítica ruta 40, ese camino de ripio y piedras que según todos los mapas carreteros y varios informantes que consultamos suele ser intransitable durante buena parte del año por razones climáticas. El camino más difícil de la Argentina, sin dudas, el verdadero cruce del Desierto.
Nosotros estábamos seguros de que queríamos hacerlo, y lo íbamos a hacer. Por eso no creo que haya sido casual que la noche antes de partir yo soñara nuevamente uno de mis sueños recurrentes.
Sueño de un genovés
En el sueño, el hombre viaja en una carreta tirada por bueyes que se desliza sobre el mar. Atraviesan tempestades, calmas chichas, se suceden soles y lunas, y la carreta no se detiene. Los bueyes jalan, literalmente, contra viento y marea. Sus pezuñas van arando la superficie marina pero, por supuesto, no dejan huellas.
El hombre advierte que el sueño es de una extraña intemporalidad y que es eso mismo lo que lo hace, si no grato, inquietante. Incluso lo apasiona ver que en el horizonte del sueño amanecen gaviotas. Se oye un grito en alguna arboladura.
Se produce un corte en el sueño y de pronto se ven árboles exuberantes más allá de playas doradas de arena y de sol; hay pájaros multicolores, ríos y cascadas, y hasta unas gentes extrañas como aquellas de las que habló Marco Polo el Veneciano.
Las visiones se superponen y se enturbian. El sueño se torna borrascoso, se oyen gritos e imprecaciones, y hay como una atmósfera preñada de peligros. El que sueña desea despertarse pero evoca, justo antes de la vigilia, a Dante, a Giotto y a Leonardo, artistas que jamás se limitaron, que solo tuvieron rumbo ascendente y que, probablemente, también desesperaron en sus sueños.
Cuando despierta, y mientras se calza lenta, pensativamente el jubón, decide que esa misma mañana irá a la Corte para pedir audiencia con Doña Isabel y Don Fernando.
El plural que utilizo en este texto, como he dicho, incluye a Fernando Operé, catedrático de la Universidad de Virginia, en Estados Unidos. Déjenme decir unas palabras acerca de él: es un madrileño típico, simpático y seductor, con todas las virtudes del español moderno y casi ninguno de sus defectos: Fernando es suave, elegante, culto, respetuoso, modesto y sincero. Es una de las personas más confiables que uno puede encontrar en la vida, derecho como una hipotenusa y además canta y recita maravillosamente a Lorca, Hernández y Machado, y es poeta él mismo y de los buenos. Desde hace veinte años enseña historia y literatura en Virginia. Vive en el campus de esa Universidad, en la muy bonita ciudad de Charlottesville, y nuestra amistad tiene una historia extensa y rica que en este texto no viene al caso. Pero que ha sido enhebrada a lo largo de los últimos dieciséis años.
Mediante sucesivas electrocartas, a lo largo de todo el 99 habíamos organizado la lista de cosas para llevar, que se componía del montón de objetos obvios que llevan los viajeros como nosotros -varias cámaras de fotos, tienda de campaña, bolsas de dormir, grabadora, linternas, cuchillos y mapas- incluyendo, por supuesto, mi computadora y mi cuaderno de apuntes lleno de textos frustrados, protocuentos y la relación de mis sueños, que para mí son una especie de práctica autoral cotidiana.
Porque -permítaseme la digresión- yo sueño siempre, casi todas las noches. O mejor dicho: sueño en casi todos mis sueños. Y como tengo la costumbre de dormir siesta invariablemente todos los días, eso me garantiza por lo menos unos setecientos sueños por año. Por supuesto, la inmensa mayoría de ellos no sirve para nada y surgen condenados al olvido. Pero hay algunos que se repiten, otros que me impresionan, otros que me despiertan la sospecha de que podría aprovecharlos como material literario. A esos yo digo que «los guardo». Esto es: los escribo, los anoto en algún papel, en libretas o cuadernos, y de vez en cuando los traspaso al ordenador. Algunos de esos sueños -desdichadamente muy pocos porque mi mundo onírico es generoso pero no muy brillante- los he convertido en cuentos o utilizado como fragmentos o sueños de mis personajes en algunas novelas.
Fernando había llegado a Resistencia a finales de enero y en una semana cumplimos con todos los rituales de la preparación. Estábamos muy excitados y en esos días hablamos mucho de nuestros planes y de antiguas lecturas. Enumeramos libros, catálogos y revistas, para advertir que la bibliografía patagónica ya es nutrida, pero en particular recordamos las novelas de Osvaldo Soriano y su Colonia Vela, ese pueblo literario que perfectamente puede ubicarse en los límites de La Pampa y la Patagonia, en el borde mismo de la realidad y la parodia. También evocamos la impresionante novela de David Viñas Los dueños de la tierra (1958); Bajo la tierra (1974) y algunos cuentos de Con otro sol, de Diego Angelino; la reciente La traducción (1997), novela de Pablo de Santis que se ambienta en un imaginario puerto atlántico patagónico; y por supuesto la inmensa producción de los escritores propiamente patagónicos: yo conocía y admiraba los cuentos, relatos y poemas de Asencio Abeijón, David Aracena, Aquilino Elpidio Isla, Luisa Peluffo, Juan Carlos Moisés y Gerardo Burton, entre otros. Sí, y también de autores no argentinos como el brasileño João-Batista Melo, el ítalo-brasileño Luigi del Re y el chileno Francisco Coloane.
Por el lado del cine, yo guardaba la impresión de hermosos planos de muchas películas con temas patagónicos rodados en los últimos años La película del Rey (de Carlos Sorín), La nave de los locos (de Ricardo Wülicher), El viaje (de Pino Solanas), El Faro (de Eduardo Mignogna), Flores amarillas en tu ventana (de Víctor Jorge Ruiz), La vida según Muriel (de Eduardo Milewicz) y Mundo grúa (de Pablo Trapero), todas las cuales rendían homenaje, en cierto modo, al gran clásico del cine argentino que es La Patagonia rebelde. Y otro filme que me hacía mucho ruido interno era Caballos salvajes, de Marcelo Piñeyro, porque en esa exitosa película también había una parejita que huía por los caminos del Sur y etcétera, etcétera. Y digo «también» porque yo tengo mi propia pareja literaria, Victorio y Clelia, que protagonizan mi novela Imposible equilibrio (de 1995) y a quienes había decidido retomar para que continuaran su peripecia en otras latitudes, precisamente la Patagonia. Mi plan consistía en llevarlos conmigo en este viaje e ir escribiéndolos sobre la marcha. Ese y no otro era el texto que yo tenía atascado y que tanto me desvelaba.
Creo que los preparativos terminaron cuando nos dimos cuenta de que tantas referencias literarias y cinematográficas no nos hacían bien. Podían incluso ser contraproducentes. Nuestro viaje debía ser el que nos saliera a nosotros, y punto.
El tercer protagonista -y luego actor principalísimo- fue mi pequeño coche rojo, un Ford Fiesta del 98 que uso en mi vida diaria y al cual simplemente le hicimos un servicio de rutina en una concesionaria. Desde que lo compré fue bautizado como «Coloradito Pérez» y, como es obvio, se trata e un coche moderno y para uso urbano. Con Fernando nos juramentamos a no tener prisas ni exigencias excesivas. Simplemente queríamos recorrer la Patagonia viendo qué nos ofrecía, qué limitaciones imponía, qué nos gustaba y qué no. Con el Coloradito formaríamos un trío y pues entonces cada uno a lo suyo. Por eso descartamos alquilar una camioneta especial para ese tipo de largos viajes, esas fantásticas 4x4 que en los últimos años se han puesto tan de moda en todo el mundo y que suelen ser usadas para traslado familiar en las ciudades antes que para su especificidad. Nosotros llevamos por supuesto, una segunda rueda de auxilio y un elemental equipo de herramientas y repuestos, algo así como una caja de primeros auxilios mecánicos que no tuvimos necesidad de usar, pues el coche funcionó perfectamente. Pero nada más porque nuestra idea era hacer el viaje del modo y con el tiempo que mejor se pudiera y por los caminos que el Coloradito pudiese afrontar.
Reacomodamos varias veces la carga, porque la estiba de muchas cosas en un coche pequeño no es tarea sencilla. Más adelante, ya en plena marcha, advertiríamos la inutilidad de la carpa y las bolsas de dormir, por ejemplo, pues no las usamos jamás porque nos dimos cuenta de que terminábamos cada jornada tan agotados que no solo no teníamos deseos de levantar un campamento sino que necesitábamos urgentemente una cama. Nos fuimos arreglando con hoteles de una o dos estrellas, modestos y baratos, de los cuales hay recomendables y muy limpios en casi todas las ciudades y pueblos de la Patagonia. Lo mismo nos sucedió con la guitarra, que fue una inclusión absurda porque aunque los dos somos capaces de entonar alguna cancioncilla sin desafinar demasiado, y nos encanta cantar a dúo, de hecho jamás la sacamos del estuche y solo sirvió para ocupar lugar y fastidiarnos. Igual que la segunda rueda de auxilio: colocada en el espacio que queda libre detrás del asiento del copiloto, no hacía más que incomodar al que ocupaba ese asiento, que no se podía reclinar. Pero llevada con nosotros funcionó cabalísticamente porque, una de dos: o la llevábamos y en todo el viaje no la necesitábamos; o la dejábamos pero a riesgo de que nuestra vida fuese un infierno porque en la Patagonia casi no hay gomerías ni auxilios y los caminos son espantosos. Por supuesto la llevamos y nos incomodó, pero en más de 10.000 kilómetros recorridos por caminos horribles, no nos hizo falta cambiar gomas ni una sola vez.
Cuando yo era chico, era común que los muchachos jugáramos a los cowboys. Era la época del cine épico norteamericano y John Wayne, Gary Cooper, Audie Murphy y otros famosos actores de los cincuenta y sesenta encarnaban héroes de ficción que para nosotros, los chicos de entonces, resultaban fascinantes. No sabíamos, y al parecer también lo ignoraban nuestros padres, que estábamos siendo colonizados. Lo importante era que los imitábamos y por eso en los cumpleaños no había mejor regalo que unas cartucheras con revólveres de plástico, botas tejanas o sombreros de alas voladoras. Por supuesto, lo que siempre nos faltaba era el caballo, ese compañero insustituible del cowboy y al que solo nuestra imaginación podía concebir. Pero era tan importante el caballo que un palo de escoba al que uno montara e hiciera corcovear imaginariamente bien podía ser un corcel de fantasía perfectamente capaz de saltar el mismísimo Cañón de Colorado de un brinco formidable. Bueno, a todo lo largo de este viaje el Coloradito Pérez se constituyó en mi caballo imaginario.
La luminosa mañana de enero en que el enorme globo multicolor se descolgó del cielo como una araña cae del techo, etérea y segura a la caza de la mosca, Victorio Lagomarsino contempló el paisaje sintiendo que el verde se le filtraba en las venas como para cambiarle el color a su corazón. Silenciosamente, como si no estuviera sucediendo nada, el globo se había posado unos minutos antes en medio de un trigal esplendoroso e infinito que, en algunas partes, estaba siendo segado. Como a un kilómetro se veía una trilladora en movimiento, roja como un tomate con patas.
Despeinado y con el aspecto de quien ha pasado los cincuenta años y debe empezar el balance de sus muchas derrotas, Victorio saltó a tierra y enseguida giró para extender la mano a esa mujer mucho más joven, que podía parecer su hija pero que no era su hija, y que tampoco era demasiado bella pero se sabía poseedora de la hermosa insolencia de la juventud. Montada sobre la barandilla de la góndola, ella tomó la mano de él y también saltó graciosamente a tierra.
Los demás pasajeros contemplaban La Pampa santafesina con evidente desinterés. Ignoraban exactamente dónde se había posado el globo, y no les importaba demasiado establecerlo porque cada uno de ellos provenía de otras, múltiples, lejanas geografías, y el propósito de su viaje era completamente otro.
El hombre que parecía comandar el dirigible, de barbita decimonónica y terno y moñito a la moda de la Inglaterra victoriana, fue el único que los saludó con un severo pero enternecido movimiento de cabeza.
-Adiós, Don Julio, y gracias -dijo Victorio, sin soltar la mano de la muchacha.
-Adiós -dijo ella también, sonriendo con el mismo esplendor de la mañana.
-Adiós -dijo el victoriano de barbita, con una ligera y elegante inclinación de cabeza.
Inmediatamente el gigantesco globo aerostático empezó a elevarse nuevamente,con velocidad y fuerza, como si todos los fuegos del mundo hincharan el aire que lo remontaba, como si los aires calientes que lo inflaban como a una teta magnífica tuvieran urgencia por desaparecer entre las nubes, esa implacable discreción del cielo en el que rápidamente se perdieron.
El hombre miró a su alrededor como mensurando distancias. A lo lejos, sobre una porción de campo devastado por la segazón, pululaban bandadas de pájaros que escarbaban la tierra en busca de los restos de la cosecha de granos. La muchacha señaló un autobús que pasaba, silencioso, como medio kilómetro hacia el poniente. Evidentemente había allí una carretera. Hacia allá se encamino sin esperar que el hombre la siguiera.
Ella se veía extremadamente bella esa mañana, y él estaba demasiado cansado. Por eso, cuando llegaron hasta la vera del camino, antes de cruzar el alambrado e instalarse en la banquina, fuera para hacer dedo hacia algún lado o para caminar por el costado de la carretera, él suspiró profundamente y se recostó en el pasto, debajo de un enorme jacarandá todavía florecido. Hacía mucho calor, y algunos moscardones daban vueltas sobre ellos, como sorprendidos y a la vez encantados por la presencia humana. Clelia Riganti se sentó a su lado y empezó a morder un tallito de gramilla.
-¿Y ahora, Vic? ¿Cómo sigue la película?
-No sé -dijo él lentamente, haciendo una pausa entre una palabra y la otra, como quien está cansado de dar explicaciones-. Sé que sigue, pero no sé el final. Si es que habrá un final...
-Siempre hay -dijo ella y lo miró a los ojos.
Lo anterior es el inicio de la novela que yo había empezado a escribir antes de viajar a la Patagonia. Algo me decía que ese territorio me reservaba el resto de ese texto que yo buscaba desde hacía tanto tiempo. Durante cinco años había pensado que Victorio y Clelia debían protagonizar nuevas aventuras. Me parecía que en Imposible equilibrio ambos habían quedado incompletos, a punto de caramelo, digamos, como si algo no hubiese terminado de cuajar. En esa novela ellos son perseguidos por la incomprensión y se salvan montándose en un globo aerostático-literario piloteado por Don Julio Verne.
Uno es demasiado exigente, hay que admitirlo, y ya se sabe que no hay peor crítica que la del propio autor, de modo que no podía saber si mi sospecha tenía sentido o eran puras majaderías autorales. Pero algo debía haber porque esa pareja, igual que otros dos personajes llamados Rafa y Cardozo, siempre retornaban -y vuelven aún, y a cada rato- en forma de deseo escritural. El caso es que en esa novela que yo escribía mentalmente mientras conducía, Clelia y Victorio bajan de aquel globo en plena Pampa santafesina, cerca de la ciudad de Rafaela, decididos a rehacer sus vidas. Victorio ha resuelto comenzar de nuevo junto a esa chica audaz y encantadora, y Clelia, como toda muchacha enamorada, está decidida a todo y a cualquier cosa junto a su hombre. Planean comportarse como ciudadanos normales, como una pareja que va a instalarse tranquilamente en algún lugar, donde acaso fundarán una familia. Victorio ya ha pasado los cincuenta y casi dobla en edad a Clelia, que además parece su hija, pero se aman y se ríen de ellos mismos y de los prejuicios de la gente que adora fantasear sobre los veteranos que se meten con chicas que podrían ser sus hijas y/o sobre las muy degeneraditas que se enganchan con viejos verdes. Por ahí va la novela, hasta que de pronto la maldita policía se les cruza en el camino: los confunden con ladrones fugitivos, los persiguen, algo sale mal y la vida se les complica. Entonces Victorio roba un coche y se lanzan hacia el sur y ya no pueden parar. En dos días llegan a la Patagonia, siempre huyendo de las policías provinciales, y así inician un viaje que -desde luego- yo aún debía escribirlo porque nosotros mismos apenas lo estábamos comenzando.
Todos los preparativos fueron importantes, pero nada me excitaba más que la perspectiva de acabar esa novela. Fernando, por su parte, llevaba su propia libreta de apuntes y a cada rato gatillaba sus cámaras, y yo sabía -me daba cuenta- de que además de todo lo que he dicho, para nosotros el viaje no dejaba de ser sino un juego fascinante, una aventura de dos hermanos que se eligieron en la vida. Y sabía, además, que se trataba de indagar en lo que se podría llamar la poética del viaje.
¿Qué es un poema sino miedo,
trompetazo, pétalo,
incorpórea genealogía?
¿Qué es la poesía
sino la emoción violenta
que produce el punto de partida
hacia lo nunca visto, lo improbable
o el ocaso?
¿Cuál es el verso final,
el imprecisable verso final
que sintetiza el ansia del regreso?
¿Qué queda del poema, finalmente,
cuando se ha pensado todo,
se ha decidido nada
y apenas sobreviven
preguntas inseguridades soledad fracaso dudas
o sea palabras, sueños, nada?
Nuestra primera escala fue en Mercedes, Corrientes, donde está el dizque «santuario» del Gaucho Gil. Aunque todavía estábamos muy lejos de la Patagonia, esta fue -de hecho- la primera experiencia fuerte del viaje: la figura del «gauchito milagroso», como se lo llama, nos acompañaría durante todo el periplo.