Flores de invierno - Patricia A. Miller - E-Book

Flores de invierno E-Book

Patricia A. Miller

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Beschreibung

Katherina y Scott solo tienen en común una cosa: la reforma de los majestuosos jardines de Lambert Resort. Ella es la gerente del hotel de lujo; él el paisajista contratado. Ella es metódica y fría; él un seductor que siempre llega tarde. Ella adora el orden y la limpieza; él… él no tiene orden ni en su vida. De la limpieza, mejor no hablamos. La vida no se lo ha puesto fácil, no tienen fe en el amor, no buscan una relación, pero eso ya da igual. La reforma lo ha puesto todo patas arriba y el destino les va a dar una lección. Porque el amor puede ser salvaje como la tormenta, efímero como un suspiro, frío como la nieve o tan bello como las flores de invierno

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Título original: Flores de invierno

© 2018 Patricia A. Miller

Cubierta:

Diseño: Ediciones Versátil

© Shutterstock, de la fotografía de la cubierta

1.ª edición: marzo 2018

Derechos exclusivos de edición en español reservados para todo el mundo:

© 2018: Ediciones Versátil S.L.

Av. Diagonal, 601 planta 8

08028 Barcelona

www.ed-versatil.com

Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación o fotocopia, sin autorización escrita del editor.

CAPÍTULO 1

¿Qué importa la belleza de la flor si nunca podrás olerla, nunca podrás tocarla,nunca podrás tenerla…?

Hay errores que se pagan durante toda la vida y él había cometido uno imperdonable. Era lo que se repetía cada domingo mientras la veía divertirse con su amiga.

Llegaba al centro comercial entre risas y confidencias, recorría las tiendas en busca de algo bonito y, cuando estaba exhausta tras haberse probado mil modelitos, se tomaba algo fresco para refugiarse del calor de la tarde. Y mientras, Scott la observaba con el ceño fruncido y los puños apretados hasta doler. Maldecía entre dientes cada vez que sonreía, porque quería ser el motivo de su felicidad, y se le partía el corazón cuando se retiraba el pelo de los hombros, porque se moría por notar la suavidad de esas hebras entre los dedos. La miraba sin perder detalle, atesorando cada gesto en la memoria, como había estado haciendo desde el momento en que apareció en su vida.

Una orden de alejamiento le impedía acercarse y decirle que la quería como nunca había querido a nadie; hacía imposible que pudiera abrazarla hasta fundirla con su piel. No podía cogerla de la mano, ni mirarla a los ojos para demostrarle que estaría siempre a su lado para cuidar de ella. Lo habían condenado a estar lejos, solo le quedaba observarla desde la clandestinidad cada domingo mientras sentía que la herida en su alma se hacía cada vez más profunda.

Su móvil empezó a sonar y lo sacó del trance en el que se había sumido. Retrocedió asustado, con miedo a que ella pudiera descubrirlo y, apoyado contra la cristalera de una boutique, cerró los ojos y dejó que el corazón latiera acelerado antes de centrar la atención en el teléfono.

—Ahora no, Robbin. Ahora no —musitó a la pantalla sin llegar a descolgar. No estaba de humor para los sermones de su amiga, ni para darle explicaciones sobre lo que estaba haciendo.

Ya sabía que no podía estar allí, pero le daba igual. Todos le decían que con el afán de verla se estaba cavando su propia tumba, pero… ¿qué sabían ellos de lo que él sentía? ¡Se estaba ahogando por no tenerla!

Las manos le temblaron cuando se las llevó a los ojos y los frotó por debajo de las gafas. Respiró hondo para infundirse confianza y volvió a asomar la cabeza cuando una risa cantarina le llegó entre el bullicio. Llevaba unos pantalones cortos y una camiseta de tirantes que le había visto comprar semanas atrás. Se cruzaba de piernas con coquetería y no dejaba de mover las manos al hablar. Era condenadamente preciosa y él estaba perdido.

El pañuelo que llevaba atado en el bolso se desprendió de repente y cayó al suelo sin que ella se diera cuenta. El primer impulso de Scott fue ir a recogerlo para dárselo en persona y acariciarle los dedos al devolvérselo, pero al dar el primer paso, se detuvo de golpe. ¿Qué estaba haciendo? No podía acercarse, no podía ir contra la ley porque hacerlo significaría perderla para siempre.

Era mejor salir de allí. Cuando llegaba al extremo de perder el control de sus actos, lo más conveniente era volver a casa. Si continuaba espiándola un minuto más se olvidaría de las advertencias de su abogado y cometería una locura. Había soñado con llevársela lejos, poner el mundo a sus pies, hacerla feliz... Pero estaría cometiendo un nuevo error. Tal vez el último.

Se despidió en silencio y caminó con el peso del mundo hundiéndole los hombros. Volvería otro domingo. La esperaría en el mismo lugar, a la misma hora, con las mismas ganas de abrazarla. La esperaría siempre.

Justo en ese instante, movida por un impulso, ella se inclinó para recoger el pañuelo y miró en su dirección. Algo había cambiado a su alrededor, no supo explicar qué, pero sintió desazón en el alma, como una herida, como una pérdida.

Como un adiós.

CAPÍTULO 2

—Es demasiado temprano —gruñó Scott nada más responder al teléfono. Tenía una resaca de mil demonios, el aire acondicionado estaba apagado, hacía un calor asfixiante y, por los sutiles ruidos que llegaban del cuarto de baño, seguía acompañado. Odiaba despertarse acompañado. Odiaba que lo despertara el estridente sonido del móvil. Odiaba a Robbin porque sabía que le soltaría alguno de sus sermones cuando supiera que había vuelto a hacerlo—. Soy tu jefe, deja de acosarme. Además, es lunes. Dame un poco de tregua, ¿quieres?

—Fuiste a verla, ¿verdad? —preguntó Roberta Giles sin ambages. Había intentado hablar con él la mañana anterior, sin éxito, y cuando volvió a intentarlo por la tarde obtuvo el mismo resultado. Scott solo ignoraba el teléfono por un motivo y no tuvo la menor duda de que había vuelto a las andadas.

—¿Y qué más da? —Se desperezó con un enérgico levantar de brazos que distorsionó los tatuajes que se extendían por el pecho y costado izquierdo.

—Esto empieza a ser enfermizo. Hacía semanas que lo habías dejado estar, pero ya veo que te gusta jugar con fuego. Cuando se entere Montgomery…

—Solo fui a dar un paseo, no hice nada malo —se defendió mientras se incorporaba en la cama y observaba el revoltijo de sábanas a su alrededor.

La ropa de la noche anterior estaba desperdigada por el suelo y se entremezclaba con prendas femeninas que ya no deberían estar en su casa. En la mesilla, junto a sus gafas, vio un pequeño bolso de mano y el envoltorio de un preservativo. Sacudió la cabeza al empezar a recordar cómo había terminado su escapada a Montreal y sacó los pies de la cama, dispuesto a imponer un poco de orden a sus pensamientos.

—¿Un paseo? ¡Son cinco horas y media de viaje, Scott!

Cinco horas para cinco minutos, se dijo. Robbin tenía razón, como siempre, pero se había levantado temprano el domingo y un aluvión de emociones se había adueñado de él en la soledad de aquel apartamento. No había podido evitar pensar, como tantas otras veces, en lo que hubieran hecho de haber estado juntos. Un paseo por la orilla del río Genesee escuchándola hablar del último libro que había leído, una visita al museo de ciencias donde, estaba seguro, aquellos ojos tan expresivos como tristes se abrirían con sorpresa ante los descubrimientos, un pícnic en cualquier jardín con el único sonido de su risa, esa fresca risa que lo hacía sonreír pese al dolor… Había tanto que hacer a su lado… Y ella estaba tan lejos que, cuando se levantaba echándola de menos con tanta intensidad como la de aquella mañana no había distancia que le impidiera verla.

—¿Puedo utilizar la toalla que hay colgada? —escuchó Robbin de fondo al otro lado de la línea.

Scott hizo un gesto con la mano para indicarle a la mujer que sí y compuso una mueca de fastidio al percibir el silencio de su amiga. Estaba seguro de que la había oído, tanto como de lo que vendría a continuación.

—¿Hay una mujer en tu casa? ¡No, no, espera! ¿Hay una mujer en tu ducha?

—Sí a ambas preguntas —respondió con un suspiro.

—¿Has pasado la noche con una mujer? ¡No me lo puedo creer, Scott! —No esperó respuesta, tampoco la necesitaba. No era la primera vez que sucedía aquello después de una visita a Montreal, pero tanto ella como Lana habían confiado en que esa necesidad de sexo sin más se aplacara con el tiempo—. Al menos dime que la conoces, que no es una cualquiera.

—Tiene cierto estilo —comentó mientras se ponía un pantalón corto y se acercaba de puntillas al cuarto de baño. El grifo de la ducha fue todo lo que oyó. Se aventuró a echar una ojeada sin hacer ruido y una nube de vaho le dio la bienvenida. Tras la mampara de cristal, la silueta de la mujer se perfilaba borrosa.

—Eso quiere decir que no la conoces. ¡Por lo que más quieras, Scott! No puedes volver a las andadas.

—No estoy volviendo a las andadas, solo ha sido una noche y ella ni siquiera debería estar aquí —se justificó—. Estaba hecho polvo, fui a tomar algo y me la encontré. Es una señora muy convincente, créeme.

—¿Señora? ¿De qué edad estamos hablando? —Robbin besó los labios de Lana para darle los buenos días cuando esta la sorprendió en la cocina y asintió en silencio a la pregunta de su pareja. ¡Claro que era Scott quien estaba al otro lado de la línea!

—No sé, cincuenta y cinco, sesenta como mucho —murmuró un tanto avergonzado. No le pareció tan mala idea cuando se acercó a él en la barra y entablaron una amigable conversación. A pesar de la edad, era una mujer en forma, interesante, atractiva y que conservaba intactos sus apetitos sexuales. Llegó a la cocina arrastrando los pies y sonrió al ver que quedaba café en el vaso de la cafetera. Se puso las gafas de repuesto, que estaban tiradas en la encimera, y ojeó el periódico de la semana anterior mientras daba sorbos al desayuno frío—. Oye, duendecillo, tengo que dejarte. Necesito un analgésico, una ducha y unos minutos para flagelarme, pero antes debo sacar a mi amiga de aquí sin herir sus sentimientos. Espero que no quiera quedarse a desayunar.

—Algún día, querido Scott, encontrarás a una mujer que ponga tu mundo del revés, y, cuando eso ocurra, estaré ahí para ver cómo sufres, cómo te supera la situación y cómo te pesan todas las conquistas que vas acumulando. —Le encantaba dramatizar, aunque no lograría que Scott entrase en razón. Tal vez fuera un alma herida y apaleada por las mujeres de su vida, pero tenía un problema, tenía varios problemas con el sexo opuesto—. Y dicho esto… ¿A qué hora tienes la reunión con la gente de Lambert Resort? Lana me hizo repasar diez veces el diseño que te di el viernes por si había algún modo de…

—¡Joder!¡La reunión! ¡Coño! ¡Me cago en…!

Se tiró el café encima al bajar del taburete de la cocina. Había olvidado la cita, pero si se daba prisa todavía podría llegar. Tarde, pero llegaría.

Lana había conseguido una reunión con el director adjunto del complejo turístico. Estaban pensando en realizar una reforma completa de los jardines, aprovechando que la temporada estival estaba resultando un poco floja. Lambert Resort había sido el lugar de moda, un inigualable remanso de paz y serenidad que simulaba la campiña florentina; perfecto para desintoxicarse, recuperarse de un retoque quirúrgico o, simplemente, descansar del ajetreo diario a cambio de unos cuantos miles de dólares.

Junto al hotel, de líneas palaciegas, la familia Lambert había construido las bodegas del mismo nombre, en las que se elaboraban caldos para paladares y bolsillos exquisitos. Las malas lenguas hablaban de la decadencia del viñedo y de la situación de asfixia que la familia vivía por culpa de las deudas que acumulaban las bodegas.

—La prensa dice que la ocupación ha caído en picado este verano y que están al borde de la quiebra —había comentado Lana en aquella cena en la que se fraguó el proyecto inicial.

—Lo que pasa es que los grandes centros vacacionales que se han construido en el lago Ontario le han quitado interés a un lugar arcaico y falto de una buena reforma —había añadido Robbin, siempre tan crítica.

—Pues entonces hagamos que Lambert Resort vuelva a estar de moda —les propuso Scott, entusiasmado con un proyecto de tal envergadura—. Al menos conseguiremos que esos jardines vuelvan a tener vida.

De eso hacía un par de meses ya. El verano se les había echado encima y a él se le había olvidado una cita tan importante para SN Garden. Robbin estaba en lo cierto, necesitaba centrarse de una vez.

Revolvió la ropa en el armario en busca de una camisa limpia y un pantalón decente, pero Nani, la mujer que le hacía las tareas domésticas, había sido abuela y estaba de visita en casa de su hija, en San Francisco. Él había puesto una lavadora la mañana anterior, justo antes de marcharse a Montreal, pero la ropa continuaba dentro de la máquina y, por alguna extraña razón, el tambor seguía lleno de agua.

Tomó una camisa cualquiera, con tiento de que fuera oscura, y se enfundó los pantalones que había llevado durante dos días. Eran unos vaqueros rotos, pero el efecto con la camisa y con la americana de paño no sería tan desastroso. Dejaría que su encanto natural hiciera el resto.

Cogió las llaves de la camioneta y corrió hacia la puerta con los zapatos en la mano. Justo cuando cerraba, se acordó de algo que le detuvo el latido del corazón.

—¡El proyecto! —exclamó. Retrocedió hasta la mesa del salón donde le aguardaba la carpeta con los diseños que quería mostrarle a la gente del resort. Era un buen trabajo; la oportunidad que Lana había conseguido era fundamental para el futuro de SN Garden y esperaba que el resultado de la reunión fuera el pasaporte a un encargo sin precedentes.

Blandió la carpeta en el aire y la besó, satisfecho. Iba dispuesto a todo, en la mente le bailoteaban cada una de las elocuentes frases que pensaba utilizar para acompañar las ilustraciones y los montajes fotográficos que había hecho Robbin. Scott era un seductor, un hombre con don de gentes, con una personalidad abierta y conquistadora, tanto con hombres como con mujeres, y meterse en el bolsillo a un par de ricachones estirados sería coser y cantar. Estaba seguro, estaba animado, estaba… ¡Joder! Miró de nuevo el reloj cuando el ascensor llegó al sótano donde aparcaba la camioneta. ¡Llegaba tarde! Faltaban cinco minutos para las diez y le quedaban al menos treinta para llegar a Lambert.

—¡Toca correr! ¡Vamos, vamos, vamos! —se animó con entusiasmo. Si tenía suerte y no pillaba mucho tráfico, se retrasaría solo un cuarto de hora. ¿Quién no esperaba un cuarto de hora de cortesía?

Reguló el aire acondicionado de la camioneta y canturreó a voz en grito el tema que sonaba en la radio. Bring me to life, de Evanescence, siempre le ponía las pilas. Se estaba felicitando por su destreza en la conducción cuando la luz roja de un semáforo lo obligó a parar. Ese fue el detonante que le hizo dar un brinco en el asiento. Dejó de respirar una milésima de segundo, se agarró con fuerza al volante y compuso una cara de horror que se mezcló con una maldición.

—¡No! ¡Joder! ¡No, no, no! —Se golpeó la frente contra el claxon varias veces. ¿Cómo había podido olvidar que había una mujer en su cuarto de baño? Había salido con tanta prisa y tenía la cabeza tan embotada que la había borrado por completo. ¡Se había vuelto loco!

—¡Robbin! —Ella tenía unas llaves del apartamento. No le haría ninguna gracia salvarle el culo de esa forma, pero entendería la situación. Cuando escuchó el saludo de la chica elevó los ojos al techo y dio gracias por su suerte—. Necesito que me hagas un favor.

Mientras tanto, el sonido de agua en el baño había cesado y la mujer que había ocupado la ducha limpió el espejo para mirar las sombras oscuras que se perfilaban bajo los ojos. Ni siquiera había deseado quedarse a dormir, pero últimamente se encontraba más cansada de lo habitual y la actividad física de la noche la había dejado exhausta.

No tenía por costumbre frecuentar clubs, pero los hombres con los que había cenado se habían empeñado en parecer adolescentes y, después del tercer combinado, se había dejado llevar por el ambiente cargado y la música excesiva. Haría cualquier cosa para potenciar sus negocios en Europa, pero para eso necesitaba liquidez y tenía la fórmula para llenar de nuevo su insuficiente cuenta corriente. Cuando todo estuviera resuelto, la posición de su hijo en la alta sociedad estaría asegurada y le daría igual lo que sucediese a partir de entonces. No le debía nada a nadie, ni siquiera a la ingrata de su hija. A veces la sangre era lo de menos y, a fin de cuentas, ella nunca había estado a la altura de las circunstancias.

Apartó ese tema de la mente y decidió centrar los pensamientos en algo mucho más placentero. No solía sonreír a extraños en la barra de los bares, pero esa noche lo hizo sin pensar. Perdida en la mirada azul de un joven bien parecido, rememoró tiempos pasados, tiempos felices en los que decenas de hombres se rifaban sus atenciones y la llamaban Lizzie al oído. A Henry jamás le gustó ese diminutivo, pero a ella le encantaba cualquier cosa que supusiera llevarle la contraria.

—Es una Diphylleia grayi, originaria de China —le dijo el chico. No tendría más de cuarenta años. Levantó la mano y tomó su collar entre los dedos. Luego, con delicadeza, acarició con el pulgar la flor de porcelana que llevaba prendida entre los pechos—. Las de verdad son una maravilla de la naturaleza. Comunes a simple vista, pero al contacto con la humedad, sufren una transformación sin igual y los pétalos se vuelven transparentes hasta parecer de cristal.

Se le veía triste, apagado, y, después de intercambiar algunas palabras, se había sentido tan joven a su lado que se había atrevido a dar un paso más. Así había empezado la noche y, en ese momento, frente al reflejo de un rostro demacrado, sonrió satisfecha. A él pareció no importarle la diferencia de edad y a ella, acostumbrada a hoteles de lujo, no le molestó que su apartamento fuera una auténtica pocilga.

Se aplicó una buena base del maquillaje que llevaba en el bolso y se coloreó las mejillas con los polvos de sol que le daban ese aspecto tan saludable. No podía hacer mucho más, pero tampoco le importaba. En cuanto saliera de aquella casa iría directa a su sesión de spa. Allí no le hacía falta aparentar nada.

Abrió la puerta del cuarto de baño envuelta en una amplia toalla negra que olía a gel masculino. Miró a un lado y a otro del pasillo y el silencio le resultó de lo más extraño.

—¿Hola? —llamó mientras caminaba descalza hasta el salón, poniendo especial cuidado en ver dónde pisaba—. ¿Scott?

La idea de que se encontraba sola en aquel apartamento apestoso se afianzó al llegar al recibidor. Un furioso burbujeo le subió desde el estómago y gruñó con rabia. Se sentía denigrada, abandonada como una fulana. Abrió y cerró puertas para comprobar que sus sospechas eran acertadas, cuando por fin se convenció de que él se había marchado sin más, tomó los vasos en los que se habían bebido la última copa de la noche y los estrelló contra la pared de piedra que decoraba la zona del sofá.

Nadie volvería a tratarla así.

CAPÍTULO 3

Te echo de menos y resulta absurdo porque nunca te he tenido, nunca te he abrazado, pero sé que hueles a jazmín y a primavera, que tu risa suena a lirios blancos… Y duele, duele tanto…

Katherina emitió un bufido arisco como muestra del humor de perros que lucía esa mañana. Era uno de esos días en los que nada salía bien y, desde que había puesto un pie en el complejo, todo parecía empeorar por momentos. Había tenido que soportar un desayuno horrendo en compañía de Víctor Lambert, un cabreado y egocéntrico Víctor Lambert, que se creía el ombligo del mundo y pensaba que llegar tarde a su partida de golf era lo peor que podía pasarle esa mañana.

Bufó con desesperación y volvió a mirar el reloj por tercera vez en el último segundo. Tenía que llamar a casa. Yelena, su adorable nana, convertida en empleada de hogar, estaba acatarrada y no había querido oír hablar de ir al médico. Debía insistir para que se tratara, pero no tenía tiempo para una nueva discusión. Además, Maximilian, su gato, se había pasado la noche maullando, aquejado de un dolor de tripa. Eso le sucedía por tragón, por comerse los restos de la cena que Katherina había dejado sobre la mesa de la cocina mientras se duchaba. Para colmo, el coche había decidido no arrancar y el taxista que la había llevado al trabajo no había dejado de parlotear acerca de las decisiones que el presidente de los Estados Unidos había tomado sobre no sabía qué asunto de estado. Al llegar al hotel, se ganó un buen sermón por el retraso, porque si algo detestaba Víctor era que lo hicieran esperar a primera hora.

Ahora era ella la que esperaba, y no hacía más que revisar la agenda en la tablet para corroborar que la cita que Víctor le había endosado a última hora no se iba a presentar. El resort necesitaba un arquitecto paisajista que convirtiera los jardines de Lambert en un paraíso y hacía algunos meses que Adrik, su amigo ruso, le había pedido una oportunidad para la empresa en la que trabajaba una de las clientas del gimnasio. Aseguraba con ímpetu que SN Garden era lo que necesitaba y había convencido a Víctor para empezar por ellos antes de hacer una selección más extensa. No le correspondía a ella entrar en esas competencias; Thomas Merci, el gerente de servicios generales, era un tipo muy concienzudo que se encargaría de controlar el trabajo del jardín una vez estuviera el contrato adjudicado. Era organizado y llevaba con firmeza la batuta de las tres áreas que gestionaba: mantenimiento, seguridad y jardinería.

Pero durante el desayuno, en algún punto entre las proezas de Víctor con el golf y el balance de cuentas que debían revisar, las directrices acerca de la reforma se volvieron en contra de Katherina.

—Quiero que lo supervises tú —le había dicho de forma despectiva sin apartar los ojos de la prensa.

—¿Qué dices? Yo no puedo ocuparme de cada cuestión que afecte a la finca, Víctor. Para eso hay gerentes de área. Thomas Merci es…

—Querida, tú eres la gerente general y quiero que seas tú quien me ponga al día. Mamá y yo coincidimos en que hace falta que te dé más el sol. —Su risita tonta y la mirada de superioridad que le brindó antes de sorber el café con maneras exquisitas dejaba claro que, encomendarle esa tarea, era más un acto para degradarla que para ensalzar las capacidades que tenía—. ¡Venga! No me mires de ese modo. Seguro que será divertido y aprenderás mucho de plantas y de flores.

Servir de enlace directo entre la obra y la dirección general no era su trabajo, reunirse con las empresas no era su trabajo, decidir sobre el diseño y la estructura del jardín no era su trabajo. ¡Nada de eso era su maldito trabajo! Pero Víctor era quien mandaba y acababa de poner del revés la organizada vida de Katherina.

—Soy Scott Nolan. Tengo una reunión con el señor Lambert —escuchó de pronto.

Levantó la mirada y la enfocó sobre una de las decenas de pantallas que había delante de ella. Había ido a la sala de control para tratar con Maya Harris, la jefa de seguridad, la planificación para la cena de esa misma noche. Ya no esperaba que la cita de la mañana se presentase. Incluso había anotado mentalmente hacer una lista de paisajistas antes de que Elizabeth Lambert se le adelantara y le impusiera cualquier cosa sin criterio, pero ahí lo tenía sin parar de mover los pies, aguardando a que Bridget, la agente del acceso, revisara los archivos.

Cuando decidió salir para despacharlo personalmente, aquel hombre, con aspecto de haberse caído de la cama, se encaramó al control de seguridad con insolencia. Llevaba una carpeta que sujetaba bajo el brazo como al descuido y unas gafas de sol que cambió por otras de vista cuando Bridget lo miró con desagrado.

—Su nombre no aparece en el listado de citas del señor Lambert —le informó la empleada—. ¿Seguro que tenía una reunión?

—Pruebe con SN Garden, por favor. —La observó teclear con rapidez y asentir al encontrar el nombre que él le había proporcionado.

—En efecto, señor Nolan. Tenía usted una reunión que ha sido anulada hace exactamente veinte minutos.

—¡Mierda! —masculló demasiado alto, y dio tal puñetazo sobre la superficie pulida de mármol que llamó la atención de Sir Richard Benton, un respetable anciano octogenario que acostumbraba a escabullirse de su esposa y se refugiaba en aquella parte del edificio, donde el personal estaba habituado a encontrárselo, periódico en mano—. Solo he llegado veintiocho minutos tarde —se quejó al mirar el reloj—. ¿Es que ya no queda cortesía en este mundo?

Katherina se rio sin humor y abandonó su postura de fingida tranquilidad para traspasar la puerta y hacer los honores. Ella se encargaría de aquel alborotador con un buen jarro de agua helada y una demostración de buena educación.

—¿Señor Nolan?

La voz erizó la piel de Scott y notó cierto estremecimiento en la columna, como cuando el profesor de álgebra lo pillaba mirándole las bragas a alguna de sus compañeras de clase en el instituto. El tono gélido de la pregunta no era alentador y, como siempre que se encontraba en una situación comprometida delante de una mujer bonita, se peinó con los dedos, un gesto nervioso que lo delataba.

—Scott Nolan, el mismo. ¿Y usted es…?

—Katherina Kovaleva, gerente de Lambert Resort.

Miró la mano que él le tendió y no tardó nada en decidir que el tipo no le gustaba en absoluto. Desgreñado, sin afeitar, sucio y despedía un nauseabundo olor que había intentado tapar con colonia, pero no lo había conseguido. Los pantalones estaban rotos a la altura de las rodillas, muy a la moda, pero nada adecuado para una entrevista tan importante; la camisa bajo la chaqueta abierta, además de arrugada, lucía dos lamparones más oscuros en el frontal. Tal vez para él fueran inapreciables, pero era el tipo de cosas que Katherina no dejaba pasar a nadie. Llevaba unas bonitas gafas de montura negra que perdían todo su atractivo por culpa de los cristales sucios tras los que se escondía una intensa mirada azul. Era muy maniática con la limpieza y el orden, y quizá por eso sintió unos irrefrenables deseos de quitarle las lentes y limpiarlas hasta dejarlas relucientes. No lo hizo, desde luego. Estaba demasiado tensa, porque si había algo que le molestaba, más incluso que la limpieza, era la falta de puntualidad, y ese hombre lo reunía todo.

—Cinco minutos de espera, se consideran cortesía. —Se expresó con sumo cuidado, imprimiéndole a las palabras el grado justo de frialdad y la cadencia perfecta para que se apreciara cómo de molesta se sentía. Eso acentuó el leve ronroneo que emitía al pronunciar las erres, estigma de su procedencia rusa—. Diez minutos, responden a una evidente falta de planificación temporal. Treinta, sin embargo, es una tomadura de pelo, señor Nolan.

—Han sido veintiocho —masculló al tiempo que se llevaba la mano al pelo de nuevo y se peinaba de forma compulsiva—, pero ya no importa. Si tiene un minuto más yo...

Katherina levantó un dedo con elegancia, como solía hacer para acallar lo que no fuera de su interés. No iba a darle ese minuto. No iba a darle ni un segundo. SN Garden no trabajaría en Lambert Resort. La decisión estaba tomada.

—No nos interesa. Usted no es lo que estamos buscando. Lamento haberle hecho venir hasta aquí. Buenos días.

Vio decepción en el gesto de Scott Nolan y algo que la empujó a sentir culpabilidad por unos breves instantes. Aun así, dio media vuelta dispuesta a regresar al despacho, al otro lado del hotel. Tenía un millón de cosas que hacer. Quería contactar con Yelena para saber si le había hecho caso y había llamado al doctor. Conociéndola, andaría subida a alguna escalera limpiando armarios o habría puesto de nuevo la cocina patas arriba para sacar brillo hasta la última cacerola. La adoraba, le debía la vida. A pesar de no tener parentesco con ella, la consideraba más familia que algunos miembros de la misma, aunque ella se empeñara en asumir el ficticio papel de empleada de hogar que Katherina le ofreció solo para que desistiera de regresar a Rusia, donde ya no tenía a nadie. A sus setenta años, Yelena conservaba una vitalidad contagiosa, un espíritu arrebatador y era terca como una mula.

—Hazme un favor, Bridget. Envía a alguno de los chicos de portería a la clínica PetsStar para que recojan a Maximilian y lo lleven a mi casa —le pidió a la empleada—. No voy a poder pasar a recogerlo. Desde que Amie está de baja y despedí al último asistente, mi vida es un completo desastre.

—Tranquila. Lo haré de inmediato.

—Y en cuanto llegue el chico de la tintorería, que me lleven el vestido de la fiesta al despacho—recordó—. Antes de que se marche quiero comprobar si la mancha de vino de la última vez que me lo puse ha desaparecido.

El camión de la floristería, con el cargamento de centros que había encargado, paró delante de la puerta con un frenazo que la detuvo en seco y la obligó a mirar por encima del hombro. Sonrió con sinceridad por primera vez en el día. Le entusiasmaba el momento en que las puertas del vehículo se abrían y la fila de empleados uniformados recibía los ornamentos con el mimo que siempre depositaba el florista en ellos. Luego, con un colorido movimiento de hojas y detalles, avanzaban con cuidado, desde la puerta lateral, reservada al personal, hasta la cámara frigorífica, donde se conservaban a la temperatura adecuada hasta que los montadores se hacían cargo de decorar el salón.

El exquisito decorador que siempre contrataban para eventos importantes apareció con la espalda recta, seguido de una fila de botones, lanzó dos besos al aire dirigidos a Katherina y comenzó a dispensar órdenes al tiempo que apremiaba al personal con palmaditas.

El último ornamento en salir del camión levantó suspiros entre los presentes. Era de una belleza y un exotismo sin igual, y la sonrisa de Katherina se ensanchó al ver la composición de delicadas orquídeas que presidiría la mesa principal.

—¡Atención con eso! ¡Cuidado extremo modo on! —advirtió el decorador a los dos portadores con su afeminado estilo—. La suma del sueldo de ambos no sería suficiente para comprar ni uno solo de los pétalos de esas flores.

Scott vio el despliegue de colores desde la puerta de la camioneta y se sorprendió al percibir el cambio que había sufrido el rostro de la gerente. Aún saboreaba el regusto amargo que le había quedado en la boca al verla marchar. No le había permitido explicarse, ni se había molestado en echar un vistazo al proyecto en el que tan duro habían trabajado. Sin embargo, a la luz del sol, rodeada de flores, le pareció ver a una mujer diferente que sonreía sin reparos al tomar entre los dedos una rosa para embriagarse con su aroma.

—Es venenosa, Nolan —siseó al mirarla por última vez—. Una ensalada de adelfas[1] sería menos perjudicial.

Justo cuando daba por satisfecha la curiosidad que le despertaba Katherina Kovaleva y abría la puerta del coche, un estruendo de cristales lo detuvo y retrocedió hasta tener una buena panorámica de lo ocurrido. Los dos chicos que portaban el delicado centro de orquídeas habían tropezado y se les había escapado de las manos.

El grito de la señorita Kovaleva detuvo la vida en el complejo turístico: varios hombres, que empujaban los carros de la lavandería, se quedaron inmóviles, asustados, tratando de encontrar la razón de aquel alboroto antes de acudir en auxilio de quien lo hubiera provocado; el tipo que aspiraba hojas junto al parking detuvo la máquina y se quitó la gorra; algunas ventanas de los pisos superiores se abrieron y asomaron las cabezas de las camareras de piso. Fue un grito de película, seguido de una tormenta de improperios y del fingido desmayo del decorador.

Scott dejó la chaqueta en el asiento trasero, cerró la puerta de la pick-up y se cruzó de brazos. Tuvo ganas de reír por un instante, e incluso pensó que esa mujer se lo tenía merecido. Se había puesto roja de ira y fruncía el ceño con tanta intensidad que los ojos se habían convertido en una fina línea bordeada de pestañas y de arruguitas de expresión. Incluso parecía tener problemas para respirar. Era gratificante ver como el karma le pasaba factura, pero era un crimen dejar que una creación tan bella se fuera al traste, y algo le dijo que nadie tenía ni idea de cómo arreglar el desaguisado.

—¡No, no, no! ¡Maldita sea! —vociferó Katherina al borde de la desesperación. Aquella obra de arte era un encargo muy importante de Elizabeth Lambert para el homenajeado de la noche, y quienes la conocían bien sabían lo exigente que era con los detalles—. Tú… ¡aggg!, y tú… ¡Haced algo! —se dirigió a los dos muchachos que la contemplaban como si le hubiera salido una segunda cabeza. Ellos no tenían ni idea de plantas—. ¡Recoged los cristales! ¡Y traed algo para poner las orquídeas!

—¿Puedo ayudarte? —le preguntó Scott sin perder de vista el estropicio. De lejos no parecía tan grave, pero de cerca había encontrado raíces de orquídea cortadas, cortezas, piedras y algunos pétalos mezclados con los trozos de vidrio del recipiente.

—¿Sabes cómo solucionar esto? —Si me dice que es mejor tirarlo todo a la basura y comprar otras orquídeas, le doy una patada en el culo, pensó al límite de su paciencia.

—¿Puedes traerme un rollo de cinta adhesiva transparente? —le preguntó a uno de los empleados causantes del destrozo. Al chico le temblaba el labio inferior como si fuera a romper a llorar de un momento a otro y mantenerse ocupado le vendría bien para evitar quedar en evidencia delante de su jefa—. Y encuentra un recipiente en el que poner un poco de agua para limpiar las hojas y refrescar las raíces. Ve. No tardes.

—¡Que alguien avise al servicio de limpieza! —exclamó Katherina a nadie en particular hasta que el otro joven que había provocado el desastre entró en su punto de mira—. ¡Tú! Lárgate de inmediato y avisa a limpieza. ¡Muévete!

Al escuchar el desprecio con que se dirigía a él, Scott sintió un aguijonazo de rabia y por poco no la dejó allí plantada con toda su soberbia. No soportaba a las personas que no tenían ni un ápice de empatía con los trabajadores. ¿Es que esa mujer no veía que los dos chicos estaban tan afectados que ni siquiera podían articular las palabras? Se comportaba como una auténtica déspota insensible con un palo de escoba metido por el culo.

Arregló las varas partidas de las orquídeas con un poco de cinta adhesiva. También la utilizó para bordear el cuenco de cristal que se había roto, y así recomponer la orquesta de bellas flores. Con piedras y cortezas, acomodó de nuevo las orquídeas, justo después de sumergir las raíces en el agua fresca para limpiarlas. No dudó en utilizar el pico de su camisa para quitarle las sombras de suciedad a las hojas que rebosaban a los lados del recipiente, ni en soplar con delicadeza sobre los pétalos de colores al advertir que la corteza había dejado manchas que le restaban belleza. Cuando acabó, unos minutos más tarde, se puso en pie, se sacudió los pantalones y esbozó una amplia sonrisa en dirección a Katherina.

—¡Arreglado! Procure que nadie toque el cuenco de cristal por el lado de la cinta adhesiva —le sugirió—. Mañana puede pedirle a la floristería que vengan con otro y hagan el cambio. —Al ver que ella no decía nada, que ni siquiera había mudado la expresión del rostro, dejó escapar un suspiro y emprendió el regreso al coche. Había gente que no merecía la pena—. ¡De nada!

—Gracias por el trabajo —dijo por fin. Le había sorprendido la pasión que había empleado con cada orquídea hasta dejarlas todas perfectas. Resultaba evidente que era un profesional y que le apasionaba su trabajo. Había movido los dedos sobre las hojas como si acariciara la piel de un niño y su sonrisa había asomado con cada planta recuperada. Estaba impresionada y confundida. Tal vez no fuera el tipo irrespetuoso que había pensado, tal vez lo había juzgado con demasiada premeditación—. Hágame llegar la factura por sus servicios y… a lo mejor sería adecuado que volviéramos a reunirnos durante la semana, señor Nolan.

—Después de ver cómo tratas a tus empleados, no aceptaría una oferta para trabajar en este lugar ni loco.

Las palabras de Scott Nolan anularon la capacidad de concentración de Katherina durante el resto de la jornada.

—Insolente —masculló al tiempo que estampaba la firma en un documento.

Dejó a un lado el papel y se llevó las manos al cuello. Nunca había tratado mal a sus empleados, ni siquiera cuando sus acciones eran motivo de despido. Creía en las segundas oportunidades y se había llevado más de una bofetada extra por poner la otra mejilla una y otra vez. Pero esa mañana había perdido los nervios y eso significaba que su nivel de estrés sobrepasaba los límites permitidos. No era bueno para el trabajo ni para su salud. Yo no soy así, pensó.

Se preparó una buena taza de té y cerró los ojos unos minutos para tranquilizarse. Si fuera de otra forma, si su educación no se lo hubiera impedido, habría mandado a Scott Nolan a un lugar muy feo. Le salió de los labios el nombre en ruso, solo un siseo imperceptible, y eso la hizo esbozar una leve sonrisa antes de degustar con placer el primer sorbo de té. Estaba delicioso. El aroma siempre la transportaba a su más tierna infancia, a las tardes de cuentos en las que Yelena se sentaba con ella en la cama, a los días de curiosidad infantil cuando andaba de puntillas por la alfombra del pasillo para escuchar a su padre hablar por teléfono, a los domingos de frío intenso en los que no la dejaban salir de su cuarto, a Moscú. El aroma del té la llevaba directa a Rusia y le traía tantos recuerdos buenos como malos.

Que Mijaíl Kovalev fuera embajador ruso en los Estados Unidos durante tanto tiempo solo había conseguido que ella, una niña solitaria y tímida, de salud precaria, se encerrase más en sí misma. «Introvertida», así era como la definía la mujer de su padre, una texana con mucho don de gentes que supo cautivar el corazón del apuesto diplomático. Por el contrario, su querido amigo Adrik, decía que había una mujer salvaje y distendida debajo de la capa de frialdad y corrección que siempre llevaba puesta. Para los hombres, en general, era una mujer inalcanzable. No soportaba que la trataran como a una muñeca, ni toleraba que la infravaloraran por su dulce apariencia. Era celosa de su intimidad, temerosa de abrirse a los demás por miedo al dolor y quizá por eso sus relaciones con el sexo masculino habían sido escasas y nada satisfactorias. Jamás había experimentado ninguna de las sensaciones que Adrik enumeraba cuando le gustaba una mujer, o un hombre, su amigo era así de dispar. No había mariposas en el estómago, ni escalofríos de excitación, ni campanas en los oídos… La intimidad, en todas sus vertientes, no era lo suyo.

Pero se consideraba una persona justa y nunca se mostraba condescendiente con aquellos que se empleaban bajo su batuta. El resort funcionaba bien porque el personal trabajaba bien y eso, aunque fuera presuntuoso pensarlo, era gracias a que se había preparado para resolver conflictos, afrontar las crisis con los huéspedes y dirigir al personal, entre otras muchas cosas.

Volvió a rememorar el momento vivido con las orquídeas. Había perdido los nervios al ver peligrar el obsequio que Elizabeth había encargado con tanto celo. Víctor había parloteado acerca de la importancia que tendrían los detalles aquella noche. Estaban a punto de hacer efectiva la venta de los viñedos que limitaban la propiedad por la zona oeste. Llevaban mucho tiempo queriendo deshacerse de aquel lastre y por fin habían encontrado un comprador. El dichoso centro de flores no era más que la guinda de un pastel muy suculento, el regalo perfecto para un empresario que presumía de tener la mayor colección de orquídeas de la costa este; un empresario que había pagado una fortuna por un olvidado trozo de tierra.

Scott Nolan le había salvado de un nuevo enfrentamiento con Elizabeth porque, sin duda alguna, ella no hubiera tenido miramientos en culparla del estropicio, como hacía siempre. Verlo trabajar había despertado su admiración: la delicadeza, la forma de soplar sobre las hojas, como si susurrase disculpas por cada roce y premiase a las plantas con una sonrisa de dientes blancos y alineados. Había mirado las flores con los ojos brillantes, con ese brillo que el sol le arranca al mar en las primeras horas del día, y ella lo había observado maravillada y arrepentida de haber sido tan brusca con él. Pero luego, el desdén que detectó en sus palabras cuando le ofreció llevar a cabo la entrevista durante la semana le hizo olvidar la magia que había obrado minutos antes. Que hubiera solventado la situación no le daba derecho a juzgarla, aunque… ¿no había hecho ella lo mismo con él?

[1]. La adelfa está considerada una de las plantas más tóxicas del mundo. En caso de ingerirse puede ser mortalmente venenosa. (N. de la A.)

CAPÍTULO 4

—Nos hemos visto durante toda esta semana casi a diario, y he aceptado venir a cenar esta noche a condición de que te mostrases un poco más comunicativa, pero es que hoy ni me hablas, es el colmo —se quejó Adrik—. Dime que lo que hay en esos dibujos es tan bueno como estos pasteles y te perdonaré la tortura a la que me estás sometiendo. —Se sirvió el cuarto kartóshka[2] mientras Katherina continuaba con los ojos puestos en los papeles—. Por cierto, los shashlikí[3] estaban para chuparse los dedos. Gracias.

—Na zdorov’ye[4] —respondió distraída. Habían pasado cinco días desde el incidente con las orquídeas y su nivel de ansiedad mantenía una competición insana con otra emoción mucho más preocupante: admiración—. Es difícil de explicar…

Había pasado la tarde haciendo repostería, algo que solo sucedía cuando se encontraba en una verdadera encrucijada, y necesitaba a alguien que acabara con todo el festival de azúcar que había en su cocina. El ruso, con su pelo rubio cortado a cepillo y sus dos metros de altura y anchura, se derretía cuando Katherina tenía esos días de creatividad azucarada y no hacía preguntas. Se limitaba a ponerse la servilleta al cuello y a hartarse de ricos dulces caseros típicos de su querida Rusia, mientras ella se desahogaba y maldecía el día en que la familia Lambert se puso en el camino de su padre.

Aquella noche era el proyecto de SN Garden lo que la había llevado al límite. Scott Nolan había dejado tirada en el suelo, junto a los restos de las orquídeas, la idea que iba a presentar y que no llegó a exponer. Lo había tenido encima de la mesa del despacho todo ese tiempo, lo había mirado de reojo, se había mordido el labio pensando en lo que habría dentro y había ocupado sus pensamientos durante la semana con otros asuntos de mayor importancia. Pero día tras día, al entrar en el despacho, allí seguía. No tenía nada de particular, solo era una carpeta de cartón con gomas, pero no la dejaba concentrarse y, pese a que la tiró a la papelera en un par de ocasiones, siempre volvía a sacarla. Al final, se convenció a sí misma de que no estaría mal analizar la propuesta. Estaba claro que no contrataría a SN Garden, que no le daría esa satisfacción a un hombre como Nolan, aunque en cuanto abrió el proyecto se sintió inmersa en algo extraordinario.

—Es increíble —murmuró Katherina. Se sirvió un pastelillo en el plato y apartó la bandeja para que Maximilian, al que acariciaba distraída, no lanzara la zarpa para hacerse con el delicioso postre. Le pasó a Adrik una imagen aérea en la que se veía el resultado final de los jardines. Tras un breve vistazo, el ruso asintió y ella le quitó el papel de las manos—. El lujo de detalles es… Es perfecto.

—Ya te dije que era una buena empresa. La novia de Lana Klein es quien hace esos fabulosos diseños digitales. Es una lástima que hayáis decidido no contratarlos.

Adrik se midió en glotonería con el gato mientras se relamían por el kartóshka que había en el plato de Katherina. Pero cuando fue a alargar la mano para hacerse con él, recibió un manotazo que, además de hacerlo desistir, espantó al gato.

—Tiene ese algo que necesita Lambert. Es exótico, pero al mismo tiempo conserva el romanticismo europeo —musitó para sí misma. Le faltaban manos para sostener tantas buenas ideas y, al mismo tiempo, sujetar la taza de té que se había servido casi sin mirar. El proyecto estaba prácticamente listo, tan solo faltaba discutir algunos detalles. De haber aceptado la propuesta de SN Garden la reforma hubiera terminado antes de San Valentín, como deseaban los Lambert—. No me gusta el laberinto, pero lo demás es perfecto.

—¿Un laberinto? —El ruso levantó las cejas varias veces y sonrió con picardía—. Podría ser interesante, ¿no crees? Escondites en los que desaparecer, besos apasionados entre setos, la excitación de llegar al centro o de perderte con algún hombre de grandes atributos… —El azoramiento de Katherina lo hizo reír. Era tan fácil hacerla sonrojar—. ¿Tienes que contar con la aprobación de ellos?

La aversión que Adrik sentía por los Lambert se palpaba cada vez que hacía referencia al nombre del complejo hotelero. Y no era porque hubieran influido en su vida de forma negativa, en realidad no habían tenido contacto más que un par de veces y muy breves, pero no soportaba como trataban a Katherina.

—No necesito la aprobación de ellos —repitió con sorna. Tomó un sorbo de té y repasó con el dedo algunos trazos muy originales que, casi de inmediato, vio hechos realidad en su imaginación—. Elizabeth anda ocupada entre inversores y políticos, y Víctor tiene bastante con el golf y las faldas que levanta cada día —resumió—. Quiere que me ocupe yo de esto y te juro que pensé en mandarlo a la mierda cuando me lo dijo. Me degrada, siempre lo ha hecho, pero con esto lo ha dejado tan claro… Lo que parece no entender ese capullo egocéntrico, después de tanto tiempo, es que me encantan los retos.

—¿Y qué hay de lo otro? —preguntó Adrik con el semblante serio. Echó una rápida mirada al pasillo y bajó el tono de voz para que Yelena, que leía con placidez en su dormitorio, no lo escuchara—. ¿Qué hay de Nueva York y de Washington?

Katherina se levantó de la mesa y recogió los platos de la cena, que continuaban a un lado. El tema que Adrik sacaba a colación siempre le aceleraba el pulso y provocaba cierta presión que le impedía respirar con normalidad. Abrió el cajón de los cubiertos y comprobó que su inhalador seguía allí. Había tenido que echar mano de él más de una vez en los últimos días, algo que no le sucedía desde hacía bastante tiempo.

—No hay nada. Las ofertas siguen ahí.

—¿Y entonces? —Adrik se recostó contra el respaldo de la silla de la cocina y se cruzó de brazos, provocando que la tela de la camiseta se tensara alrededor de los bíceps. Vio duda en unos ojos azules que se negaban a mirarlo; también encontró incomodidad y fastidio. Quería a Katherina como si fuera su hermana. Mijaíl Kovalev le arrancó la promesa de cuidarla antes de regresar a Moscú. La ayudaría siempre que hiciera falta, la protegería si era necesario, incluso de ella misma, sobre todo de ella misma. Era la mujer más fuerte que conocía, pero esa virtud se desvanecía cuando se trataba de cumplir sus propios sueños—. Si asumes la responsabilidad de este proyecto no te irás. Luego saldrá otra cosa y otra más… No van a estar esperándote siempre. —Katherina se encogió de hombros y eso lo sacó de quicio. Tenía miedo, y era lícito que así fuera, pero se empeñaba en vivir una vida que no era para ella y no iba a consentirlo. No iba a dejar que el imperio Lambert acabara con ella—. Deja de jugar a los jardines y vive tu vida.

Adrik tenía razón, las excusas ya solo sonaban a eso, a excusas, no conseguiría avanzar hasta que no dejara atrás el resort, pero no estaba preparada. Por alguna razón que no podía explicar, todavía había lazos que era incapaz de cortar, por muy dolorosos que fueran y, hasta que el momento llegase, continuaría enganchándose a cualquier pretexto que la mantuviera allí.

Volvió a fijarse en algunos detalles del proyecto de SN Garden y sintió una extraña sensación. Tal vez ese jardín no fuera más que una nueva evasiva para no asumir que debía marcharse, pero era una evasiva preciosa e interesante. No controlaba nada acerca de especies, ni de floración, ni de por qué era mejor sembrar en una estación u otra. Lo único que sabía de flores era que, en Rusia, se regalaban en número impar porque los números pares eran para los funerales y se asociaban con la muerte. Pero sí tenía una ligera idea de lo que necesitaba el hotel y, si los propósitos de Scott Nolan eran tan precisos como su forma de tratar las plantas, estaba segura de que el resultado final sería espectacular.

—Mis planes tendrán que esperar —sentenció.

***

Cuando Scott abrió la puerta de la cafetería y vio los tres pares de ojos que lo miraban desde la mesa del fondo, se planteó seriamente echar a correr y no detenerse hasta traspasar la frontera de México. Cada uno de aquellos rostros, tan familiares para él, expresaban sentimientos que, de un modo o de otro, acabarían por amargarle un día más.

Estaba claro que Robbin, después de cinco días callada, no había podido resistirlo y había hecho partícipes a las demás de su hazaña dominguera entre sábanas y, por la mirada de pesar que le dedicó Ywen, también había tenido tiempo de ponerlas al tanto de su última excursión a Montreal. Había tenido cinco días para esquivarlas, cinco días evitando dar explicaciones acerca de lo impetuosas y poco acertadas que eran sus decisiones, cinco días fingiendo estar a la espera de una respuesta laboral que, al final, sería negativa y desencadenaría un drama que no quería vivir. Si bien sus meteduras de pata sentimentales eran suficiente motivo para que aquellas tres brujas formaran un aquelarre, cuando les dijera que no había contrato con Lambert pedirían su cabeza y se la comerían mojada en el café.

—No vamos a morderte, Scott —lo animó Ywen al ver que se quedaba parado bajo el dintel de la puerta.

—No lo digas demasiado alto, querida —murmuró Robbin sin apartar sus acusadores ojos del rostro de su jefe.

—Vamos a relajarnos un poco, por favor. Ya sabéis cómo es. Si lo presionáis saldrá corriendo. Estamos aquí para ayudarlo, no para hundirlo más. —Lana, siempre conciliadora, fue la única que le sonrió con amabilidad.

Era la más tranquila de las tres. Tenía una belleza clásica, con la tez pálida y los cabellos castaños lacios, siempre retirados en una sencilla coleta. Su forma de vestir tampoco destacaba por ir a la moda, más bien parecía que se había quedado anclada en los años veinte, aunque Robbin se esforzase en actualizar su vestuario constantemente.

Robbin era la cruz de aquella moneda que ambas formaban. Eran una pareja de lo más extraña, una simbiosis entre Ava Gardner y Lisbeth Salander, la afamada protagonista de Millennium. Se adoraban la una a la otra, se complementaban de una forma que daba miedo; no había pensamiento en la cabeza de Lana que Robbin no hubiera captado con una simple mirada, y viceversa. Sin embargo, el carácter de las chicas se encontraba en polos tan opuestos como sus apariencias. A Robbin le encantaba ser un bicho raro. El color azul eléctrico del pelo y la infinidad de pendientes que llevaba en las orejas despertaba la curiosidad de muchas personas, pero también la antipatía. Mientras la tranquilidad de Lana servía de sosiego para cualquiera, el nervio de Robbin podía revolucionar hasta un velatorio. Lana era cabal, concienzuda, meticulosa con cualquier detalle, todo lo contrario que Robbin que, al igual que él, se dejaba llevar por sus impulsos. El punto fuerte de Lana eran los números; el de Robbin la creatividad, pero ambas eran imprescindibles en la vida de Scott.

Y luego estaba Ywen, su Ywen, pensó con cariño. Era la personificación de la paciencia y el amor más puro. Su descendencia indonesia la convertían en una mujer de belleza exótica, de carácter dulce, con una voz que te mecía hasta transportarte al sueño, incluso cuando discutía con Gavin, su marido, un empresario inglés que salvaba compañías de la quiebra, y el quinto elemento de aquel dispar grupo de amigos.

Pidió una cerveza en la barra y respiró en profundidad antes de recorrer los pocos pasos entre él y la mesa de las chicas. Hubiera agradecido la presencia de Gavin en aquel momento, pero estaba ocupado con las gestiones del restaurante que había montado con Ywen. Era una fuera de serie en la cocina de vanguardia y, después de mucho pensarlo, se habían embarcado en aquel fantástico proyecto que pronto vería la luz.

—Haces bien en tener miedo —dijo Robbin en cuanto tuvo a Scott sentado enfrente—. Llevas cinco días sin aparecer por la oficina.

—¡Estaba ocupado con el jardín de los Morrigan! Llevo una jodida semana deshaciendo todo el trabajo que hicimos el mes pasado. El perro se ensañó con la tubería y el agua ha encharcado…

—¡Ya sé que estabas con los Morrigan! Pero no me refiero a eso, Scott. —Cuando Robbin entrecerraba los ojos y se acariciaba los piercings de la oreja, lo único que le salía era tragar saliva y agarrarse a la silla—. No tienes ni idea de la cantidad de mentiras que tuve que decirle a esa pobre mujer que dejaste abandonada en tu casa. ¡Eres un cretino!

—Roberta… Hemos dicho que nos lo tomaríamos con calma —la sosegó Lana, que no dudó en enredar los dedos con los de su pareja para conferirle paciencia.

—Lo siento, de verdad. No fue mi intención dejarla allí —se disculpó con sinceridad. Estaba cansado y todavía no había encontrado la forma de explicarles que lo de Lambert no iba a salir adelante.

—No estuvo bien lo que hiciste —intervino Ywen con su suave voz—. Tampoco estuvo bien que fueras a Montreal. No debes acercarte a ella hasta que se arreglen las cosas, Scott. Podrías tener problemas si se entera…

—Lo sé, lo sé. —Se quitó las gafas un segundo y se presionó el puente de la nariz con los dedos. Parecía ser el único que desconocía cuáles eran las consecuencias de hacer aquellos viajes a Montreal, pero no podía evitarlo. Necesitaba verla—. ¿Qué tal va todo por el restaurante?

—¡No cambies de tema! —exclamó Robbin—. Eres un irresponsable, un maldito estúpido. Tienes treinta y ocho años y no sé qué demonios pretendes haciendo semejantes estupideces, pero te diré una cosa Scott Nolan: no iré a llevarte revistas de flores a la cárcel.

—¡Roberta! —la amonestaron Lana e Ywen al unísono.

La joven se cruzó de brazos y fulminó a Scott con esa mirada que él tan bien conocía. Era mejor mantener la boca cerrada y bajar la cabeza.

—¿Hay alguna noticia del resort? No nos has contado qué tal te fue —se interesó Lana. Hablar de trabajo era zona segura. No conocía a nadie que le apasionara tanto lo que hacía como a Scott—. ¿Hablasteis del presupuesto? Ya sabes que es ajustado, pero puedo bajarlo un poco aún si es lo que quieren.

—Esos jardines son espectaculares y la familia Lambert tiene mucho dinero, no creo que haya problemas de presupuesto. Estoy segura —aseveró Ywen que había sido una pieza clave en la elaboración de los bocetos. Había trabajado de extra en los innumerables eventos que se organizaban allí en verano. Conocía los jardines tanto como el apartamento en el que vivía con Gavin. Su memoria fotográfica había servido para componer el diseño perfecto para cada una de las partes de aquella extensión, de casi dos hectáreas, y se había mostrado tan entusiasmada con la posibilidad de que SN Garden se llevase el contrato que no pasaba un día sin que se interesara por el proceso—. Imagino que tendrán que estudiar la propuesta, tal vez aún sea pronto para decidir.

Scott dejó caer los hombros y el gesto puso en alerta a las tres mujeres. Robbin, que había intentado mantenerse al margen de la conversación mirando las notificaciones del móvil, levantó la vista de la pantalla y apretó los labios hasta que formaron una fina línea.

Scott apoyó los codos en la mesa, consciente de que esperaban que dijera algo, y continuó callado, con la mirada perdida en la orquesta de vehículos. Sabía que, con cada respiración, ellas estaban más cerca de arrancarle la cabeza, y él más lejos de impedírselo.

—Nos han cerrado la puerta, ¿no es eso? —Robbin rompió el silencio con su particular forma de expresarse y puso palabras a lo que todas temían—. Espera, espera… Dime que llegaste a reunirte con ellos, dime que pudiste explicarles el proyecto… ¡Scott!

Lo conocía tan bien que, desde el primer minuto, estuvo temiendo algo así. Era demasiado intuitiva, tan observadora que resultaba asfixiante, eso le decía siempre Lana. Pero cuando de Scott se trataba, jamás se equivocaba.

Ante el mutismo y la mirada arrepentida de su jefe, se revolvió el pelo azul con ambas manos, evaluó qué hacer para no saltar sobre Scott y, finalmente, retiró la silla con un chirriar insoportable. Recogió sus cosas y salió de la cafetería destilando furia por cada poro de la piel. Lana chasqueó la lengua con fastidio y decidió quedarse. Roberta era como un polvorín a punto de estallar y no le apetecía demasiado estar cerca cuando se produjera la explosión.

—Habrá otros trabajos mejores —dijo Ywen en un susurro. Apretó la mano de Lana y palmeó con cariño la mejilla sin afeitar de Scott—. Ahora es cuestión de ser positivos. No podéis veniros abajo.

—No es fácil —respondió Lana con una mueca que pretendía ser una sonrisa.

—Os he fallado, lo sé. Hemos invertido mucho tiempo y esfuerzo en hacer algo espectacular para ese lugar y ni siquiera tuve la oportunidad de exponérselo a esa odiosa mujer —masculló Scott después de aclararse la garganta con un largo trago de cerveza. La voz de las chicas sonaba tan desanimada que le partía el alma, y eso sin hablar de todo lo que tendría que hacer para recuperar la confianza de Robbin. Sin ella estaba perdido—. Llegué tarde y me despachó sin más. No fue justo.

—Joder, Scott, tienes un serio problema con la puntualidad —se quejó Lana. Era tan extraño escucharla decir palabrotas que tanto Ywen como Scott se sorprendieron. Al darse cuenta de lo que había dicho, se llevó las manos a la boca y ocultó una sonrisa—. Lo siento. Roberta es una mala influencia, lo sé.

—Sois buenos, sois muy buenos. Yo estoy orgullosa de vosotros —manifestó Ywen recuperando la sonrisa—. Y si Gavin estuviera aquí os diría lo mismo. Ya sabéis lo que piensa del trabajo bien hecho. Es muy meticuloso.

—Es normal, es británico —dijo Lana.

—No es normal. Es maniático —la rectificó Ywen—. Pero es un amor.