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Una entrañable comedia romántica con aroma a chimenea, nubes y cookies de chocolate. Tras perder a su mujer en un accidente, Nathan se ve obligado a trasladarse a Stowe, un pueblecito de Vermont habitado por gente bastante disparatada. Sin duda, la peor de todos es April, una mujer empeñada en convertir su vida en un infierno. April no tiene muy buena opinión de Nathan, por muy viudo que sea. Es cínico y orgulloso y ha puesto en peligro el nombramiento de su empresa como Mejor Negocio del Año en Stowe. A pesar de su tendencia al desastre y su obsesión por hacer listas, está decidida a lograr sus sueños, aunque deba someterse al chantaje de Nathan. Tres quejas, un niño, un granero rojo, un beso, algunas grietas y muchas galletas harán aflorar los sentimientos de ambos, una lista perfecta de casualidades donde falta la más importante: un secreto.
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Seitenzahl: 596
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Título: Cosas que hacer antes de quererte
©️ 2024 Patricia A. Miller
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Diseño de cubierta y fotomontaje: Eva Olaya
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1.ª edición: marzo 2024
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Derechos exclusivos de edición en español reservados para todo el mundo:
© 2024: Ediciones Versátil S.L.
Calle Muntaner, 423, planta 2
08021 Barcelona
www.ed-versatil.com
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Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación o fotocopia, sin autorización escrita de la editorial.
«Ríe y el mundo reirá contigo; llora y el mundo, dándote la espalda, te dejará llorar». Charles Chaplin
Boston, Massachussets. Agosto de 2017.
No estaba furioso. Aunque apretara el teléfono como si quisiera romperlo en mil pedazos, no era furia lo que sentía. Era desilusión, vacío… Y cansancio, mucho cansancio. Tener que explicarle a un niño de ocho años por qué su madre no había venido a pasear con ellos en bote por la bahía era agotador.
—No, Diane, Adrien no lo entiende. Y yo tampoco. ¡Se lo prometiste! —exclamó Nathan en medio de la calle. Llevaba de la mano a su hijo, que lo seguía dando traspiés—. Pero no te preocupes. Tú sigue a lo tuyo. Está claro que en la vida de Diane McPherson solo hay sitio para Diane McPherson.
—No lo conviertas en un drama, Nathan. Me he disculpado, ¿no? La reunión se ha alargado, no podía irme sin más por un paseo en bote. Nos jugamos las municipales. ¡Es mi trabajo!
—¡Y nosotros tu familia!
—Una familia que puede permitirse pasear en bote gracias a mi trabajo.
«Ahí está», pensó Nathan. Había llegado el momento de los reproches.
Diane suspiró al otro lado de la línea, se había pasado y suavizó el tono.
—Pide pizza para cenar, ¿de acuerdo? Llegaré en cuarenta minutos, si no hay atasco a la entrada de East End. Iré todo lo rápido que pueda.
—No lo suficiente —murmuró Nathan, tan acostumbrado a sus excusas que todas le sonaban igual.
—Mañana os compensaré —dijo, conciliadora—. Me levantaré pronto, haré tortitas y volveremos a la bahía a ver si podemos alquilar otro bote. Seré toda vuestra, prometido.
Nathan puso los ojos en blanco y evitó dar voz a sus pensamientos. Las promesas incumplidas eran la especialidad de Diane, y no quería que Adrien se sintiera más defraudado con su madre. Era un niño muy listo y observador, y se daba perfecta cuenta de que la relación de sus padres no pasaba por un buen momento.
—Dile adiós a mamá, enano. —Nathan le puso el teléfono en la oreja y él le dio un manotazo. El móvil acabó sobre el asfalto de Pembroke Street y la llamada se cortó—. Vamos, Adrien, solo nos faltaría tener que comprar un móvil nuevo.
—¡Quiero montar en bote!
—Y yo, de verdad que me apetecía un montón, pero tendrá que ser otro día. Puede que mañana.
Adrien frunció el ceño y se negó a dar un paso más. Nathan resopló agotado. Se acuclilló delante de su hijo y lo sujetó por las mejillas.
—Te diré lo que haremos: pediré una pizza con extra de queso y pepperoni, de las que te gustan, y veremos una peli de dibujos. Mamá ha dicho que tardará cuarenta minutos…
—Nunca tarda cuarenta minutos —refunfuñó el niño.
—Vale, sí, siempre se retrasa, pero seguro que llega a tiempo para comerse la pizza que tú le dejes.
—¡No dejaré nada! —exclamó, aún molesto. Pero el trato que le ofrecía su padre le cambió el humor—. ¿Y me contarás un cuento?
—¿También un cuento? No sé, no sé… —Nathan fingió pensárselo y se acarició el mentón con aire distraído—. ¿Qué me darás tú a cambio? No puedo darte pizza, peli y cuento sin recibir algo por tu parte.
Adrien le dedicó su sonrisa más amplia y se aferró a la mano de su padre, que reemprendió la marcha por las calles empedradas del barrio residencial donde vivían.
—Te daré un abrazo. ¡No! Dos abrazos. Y un beso de gnomo.
—¿Y te lavarás los dientes sin protestar? —lo azuzó Nathan.
—Jo, papi…
Cómo le gustaba cuando ponía esa voz de pequeñajo y usaba sus armas para convencerlo. Se lo hubiera comido a besos en medio de la calle.
Tal y como Adrien había pronosticado, Diane no llegó a la hora de cenar. La esperaron despiertos hasta que los créditos de la película llegaron a su fin, pero al cabo de un rato los párpados del niño se cerraron, cansados. Y cuando Nathan regresó al salón y se sentó en el sofá, frente a la puerta de entrada del apartamento, notó que el vaso de su paciencia rebosaba con aquella última gota.
La quería, Dios sabía que no había querido a nadie igual en su vida, pero no podían seguir así. Hacía algún tiempo que barajaba la idea de una separación temporal, la relación se había enfriado durante los últimos tres años, «desde el aborto», se recordó Nathan, y quizá le conviniera coger distancia para aclarar sus sentimientos hacia ella. No deseaba un enfrentamiento con Diane ni una guerra por la custodia del niño, pero sí un tiempo. Un mes, dos, seis… Lo que su mujer decidiera.
Esperó frente al televisor mientras hacían un repaso de la actualidad internacional en las noticias, trató de no darle más vueltas al tema pues, cuanto más se retrasaba ella, más frustrado se sentía él. Ya sabía la facilidad con la que Diane perdía la noción del tiempo, solo hacía falta que sonara su teléfono, y raro era el minuto en que ese maldito trasto estaba en silencio. Pero excusarla no aplacaba sus sentimientos.
«Hoy no», se dijo.
Quizá porque tenía la esperanza de que fuera puntual por un día, quizá porque no quería pensar en que era el fin de su relación. Un fracaso, un matrimonio fallido, algo en común con su padre.
—Eso nunca —murmuró, consternado por sus propios pensamientos. Él no se parecía a su padre, era diametralmente opuesto a Lewis August Farley.
La hora de retraso se convirtió en dos, y en tres, y Nathan se fue a dormir con una sonrisa triste en los labios. A la mañana siguiente, ella le pediría disculpas, le contaría una historia acerca de algún cliente en apuros y probablemente tendrían sexo de reconciliación, pero sería la última vez.
Había llegado el momento de poner las cartas sobre la mesa.
El timbre del apartamento sonó de madrugada y sobresaltó a Nathan, que miró a un lado y otro de la habitación, sentado en medio de la cama, sin saber si lo había soñado. Hasta que volvió a sonar.
Lo primero que se le pasó por la mente fue que Diane se había dejado las llaves, algo que ya había pasado. Se imaginó su expresión culpable y todas las excusas que le ofrecería para justificar la hora en que había llegado. Terminarían discutiendo, como siempre, y ya podía prepararse, porque, por una vez en su vida, no iba a ser cordial.
Echó un vistazo al pasar por el dormitorio de Adrien y comprobó que seguía dormido. Bien, lo último que necesitaba era que su hijo se despertara.
—¿Nathan Farley? —preguntó uno de los dos policías que encontró al abrir la puerta.
—Sí, soy yo. ¿Hay algún problema?
—Señor Farley, soy el agente Murray, y él es mi compañero, el agente Brown, de la Policía de Boston. —Nathan se aferró al marco de la puerta, expectante—. ¿Es usted el marido de Diane McPherson?
—Sí, es mi mujer. ¿Ha pasado algo?
—Señor Farley, su mujer ha tenido un accidente en la I-93 a la altura del puente de Southampton.
—¡Oh, joder! ¿Un accidente? —Se le formó un nudo en las tripas y se movió nervioso. Abrió un poco más la puerta y dejó que la pareja de agentes entrara en su salón—. ¿Está bien? ¿Está herida?
Los policías se miraron con indecisión y un gesto incómodo que no auguraba buenas noticias. Nathan se obligó a mantener la calma, pese a la ligera desesperación que empezó a sentir alrededor de su corazón, y cuando creyó que el silencio de aquellos hombres terminaría con sus nervios, el más joven respondió:
—Señor Farley, lamentamos comunicarle que su mujer no ha sobrevivido al accidente.
Y, en ese momento, todo su mundo se apagó.
IMPORTANTE. NO OLVIDAR:
- Comprar más pañuelos
- Llamar al técnico de la caldera
- Bufanda del alcalde: tintorería
- Estrangular al yerno de los McPherson
- Reunión vecinal. 8 p.m.
Stowe, Vermont. Enero de 2018.
Un estornudo, dos estornudos, tres estornudos… Un ojo pegado, la nariz hinchada, la boca seca y… ¡mierda! ¿Qué hora era? ¡El despertador no había sonado! ¡¿Por qué no había sonado?!
Me arrastré fuera de la cama y me llevé conmigo el edredón y la montaña de pañuelitos de papel que había usado durante la noche. Un odioso catarro había fulminado mis defensas y llevaba dos días fuera de combate. Pero el deber me llamaba. Dirigir, gestionar y ejecutar los encargos de mi propia empresa no me dejaba tiempo para remolonear.
—¿Por qué hace tanto frío?
Yo, April Marie Williamson, era la mejor organizadora de eventos del pueblo. Y la única. El ayuntamiento me iba a otorgar un reconocimiento por mi labor. ¡Era tan emocionante! Saldría en la prensa, me harían una entrevista de radio, me darían una placa en el Festival de la Calabaza y mi negocio tomaría impulso por fin. Las fiestas de cumpleaños y los almuerzos fúnebres daban para llenar la nevera, pero no eran el objetivo. Las bodas. Esa sí era mi meta. Como romántica empedernida, destacada integrante del Club de Lectura Suspiros y Amor y fan número uno de las comedias románticas de Hollywood, no podía prescindir del romanticismo en mi trabajo.
La empresa se llamaba Stowe Dreams Events. Mi madre decía que era poco original, pero para mí era el nombre perfecto. Fácil de pronunciar y de recordar, la S y la D encajaban perfectamente en el bonito logo del cartel y, estética aparte, se trataba de hacer realidad los sueños de la gente, de convertir un buen día en un día inolvidable.
El pitido de la cafetera y el timbre de la puerta sonaron al mismo tiempo en una cacofonía de ruidos muy molestos. Vertí leche en la taza y me serví dos cucharadas de azúcar.
«Mejor tres».
—¡Ya voy! —grazné con la voz ronca.
Abrí la puerta con mi mejor expresión acatarrada y… ¡Aaachís!, estornudé sobre la taza.
El alcalde Merryweather miró su bufanda de cuadros amarillos manchada de café y levantó la mano a modo de saludo.
—¡Ostras! Lo siento. Deje que se la limpie, será un minuto.
Tiré de él casi a la fuerza y cerré la puerta con un estudiado puntapié.
—April, tienes un aspecto horrible. ¿Y por qué hace tanto frío aquí dentro? ¿Tienes problemas con la caldera?
—Buenos días a usted también, alcalde —balbucí mientras mojaba una bayeta—. Sí, tengo problemas con la caldera. Se para cuando le da la gana.
—¿Y por qué no llamas a Anthony?
—¿Porque son las siete de la mañana? —le recordé con tonito irónico—. ¿A qué se debe una visita tan temprana? ¿Ahora se dedica a poner las calles?
Fitzgerald Merryweather resopló debajo de su elaborado bigote de estilo inglés en respuesta a mi descaro, se quitó el gorro de lana y la bufanda, y miró a su alrededor con aprobación, como siempre. Mi casa no era nada extraordinaria comparada con las maravillas históricas del pueblo, pero me había esforzado mucho para dejarla a mi gusto, y el resultado despertaba admiración.
—Si ha venido por la fiesta de cumpleaños de su mujer…
—No, de eso ya hablaremos en otro momento —me interrumpió. A continuación, metió la mano en el bolsillo interior de su anorak y sacó varios papeles doblados—. He venido por el servicio de canguros.
—¿No es usted mayorcito para que lo cuiden? —bromeé y tosí al mismo tiempo.
—No te rías, April. Esto es más serio de lo que parece.
El servicio de canguros era la salvación de las parejas jóvenes con niños y me sentía muy orgullosa de haberlo puesto en marcha. Tanto residentes como turistas podían hacer uso de él por un módico precio/hora. Mis canguritas, las chicas del último curso del instituto, eran maravillosas, dulces, amables y todas habían hecho un taller obligatorio de primeros auxilios. Fui la fundadora, la primera cangurita de Stowe, y tuve tanto éxito que el servicio se ganó un lugar privilegiado en la página principal de la web del ayuntamiento.
El alcalde Merryweather dejó tres hojas impresas sobre el mostrador de la cocina y las golpeó varias veces con un dedo.
—Esto, April, no se puede permitir.
—Venga, déjese de misterios y dígame qué ha pasado. El servicio de canguros es una máquina bien engrasada —le recordé mientras me empleaba a fondo con las manchas de leche de su bufanda supersuave—. Esta Navidad hemos batido un récord. Las cifras hablan por sí solas.
—Tienes quejas, April. Quejas sobre tu negocio.
—¡¿Qué?! —Al cuerno la bufanda. La tiré a un lado y atrapé los folios—. No puede ser.
—Tres quejas en un día, April —insistió.
Su costumbre de repetir mi nombre en cada frase me ponía tan nerviosita como su manía de rizarse las puntas del bigote con los dedos.
—¿Cómo es posible? ¿Y cuándo ha sucedido esto? Mamá se ha hecho cargo del servicio para que yo descansara. Estoy enferma, por si no se ha dado cuenta.
Fitzgerald chasqueó la lengua y tomó asiento en uno de los taburetes. Mi fuente de galletas con trocitos de chocolate llamó su atención, y aunque levantó una mano para servirse una, lo pensó mejor y apartó la mirada.
—Son de ayer. Las vi anoche a última hora. Van dirigidas a tu empresa, pero han puesto el correo del ayuntamiento en copia.
—¿Clientes insatisfechos? No tiene sentido.
—Un cliente en concreto.
Leí con atención lo que decían y mi nivel de indignación creció por momentos. El yerno de los McPherson estaba ofendido porque ninguna de mis chicas había cumplido con el servicio que él necesitaba. Ese hombre llegó a Stowe tres semanas atrás, dejó a su hijo abandonado con los abuelos y se largó a la ciudad, como si fuera demasiado bueno para relacionarse con la gente de pueblo. ¡Qué desfachatez!
—Mala organización, irresponsables, ¡¿peligrosas?! —leí, horrorizada—. Pero ¿qué se ha creído? Este hombre no está bien de la cabeza. Tres chicas estupendas, con experiencia, ¿y ninguna supo ocuparse de su hijo?
—Sabes quién es, ¿verdad?
—¡Claro que sé quién es! —Tosí de nuevo por culpa del esfuerzo. Ya no me dolía tanto el pecho, pero sonaba como una olla de caracoles—. Todo el mundo sabe quién es el yerno de los McPherson, aunque él no haya hecho nada por simpatizar con el pueblo. El niño, en cambio, es un encanto.
—Parece que tiene motivos para quejarse. ¿Tu madre no te ha dicho nada?
—Ni una palabra. Le habrá dado la misma importancia que yo: cero —concluí, y le devolví los papeles—. Son quejas absurdas y no voy prestarles atención.
—Pues deberías. —El alcalde me señaló con un dedo acusador—. No podemos dar un reconocimiento a un negocio que tiene malas críticas de los clientes. Es la política del ayuntamiento.
—¡¿Cómo?! ¿Me está diciendo que va a retirar mi nombramiento? ¡Alcalde! ¡Son quejas insignificantes!
—Son quejas, April. Y están registradas en el buzón del ayuntamiento. En cuanto mi secretaria abra la puerta del edificio, correrán como la pólvora.
—¡Pues no abra esa puerta!
—April…
Cerré los ojos un instante y me infundí calma.
«Ooom namo naraianaia —me dije—. Ooom Shanti Shanti Shanti. Ooom esto no sirve de nada».
Dos clases de yoga en casa de Danielle no eran suficientes para afrontar una crisis así.
—¿Y si hablo con él? ¿Y si consigo que las quite? —pregunté desesperada—. Necesito ese reconocimiento, por favor. Deje que lo solucione.
Lo pensó más de lo que cabía esperar, pero finalmente asintió y se puso en pie.
—Una semana, ¿de acuerdo? Tienes una semana para que desaparezcan o no podré hacer nada. Ya sabes que tu tía quiere que sea su joyería la que reciba el reconocimiento. Si se entera de que te he hecho el favor, me despellejará.
Mi tía Dorothy, la mujer del hermano de mi padre, era una oportunista. Su joyería no sería merecedora del nombramiento, aunque regalara oro a los turistas.
—Una semana. Está hecho. Y llevaré su bufanda a la tintorería, por las molestias. —Y porque mi intento de acabar con las manchas solo las había hecho más grandes. ¿De qué demonios estaba hecha?
—No es necesario, yo puedo…
—Yo me ocupo, cuente con ello.
Había llegado el momento de conocer cara a cara al yerno de los McPherson.
No iba a permitir que pasara lo del día anterior. Necesitaba el trabajo, necesitaba que me consideraran una persona comprometida. Cambiar de fecha una reunión tan importante por no haber conseguido canguro era inaceptable.
Por desgracia, no había nadie que pudiera hacerse cargo de mi hijo. Mis suegros se habían ido a pasar unos días a Los Cayos, en Florida, y me habían dejado sin alternativas. Ginger dijo que podía confiar en el servicio SD si lo necesitaba y pegó la tarjetita en la puerta de la nevera con un imán. Percival me aseguró que las canguritas eran una maravilla, que no tendría problemas. Pero la impresión que me llevé fue muy contraria.
Además de tener un nombre absurdo, eran irresponsables.
Y no podía hacer nada. ¡Estaba solo! Tenía que ir a Boston a presentar una propuesta muy importante, una que, si salía bien, me cambiaría la vida, pero no podía llevarme a Adrien.
—¡El desayuno se enfría! —anuncié muy paciente.
Recibí un portazo como respuesta. Lo habitual desde que se habían marchado sus abuelos.
La decisión de enviar a Adrien a Stowe, Vermont, a casa de los padres de mi difunta esposa, fue desesperada. Tras el accidente de Diane vinieron meses muy duros. Tuve que asimilar que había perdido a mi mujer, que me había quedado solo con un niño, que no tenía empleo… La culpa me estaba destrozando. Yo la animé a ir más rápido para estar con nosotros y la perdí.
Creí que podría con todo, pero me equivoqué. Adrien ocupaba hasta el último segundo de mi tiempo, incluso cuando estaba en el colegio: hacer la compra, ir a la lavandería, limpiar la casa… Acabar el proyecto de arquitectura con el que debía impresionar a mis futuros jefes se convirtió en una misión imposible.
Una noche toqué fondo. Estaba tan desesperado por conseguir un poco de silencio para concentrarme que le grité. Le grité tanto que se asustó y lloró. Estaba perdiendo la cabeza y no sabía cómo remediarlo. No era mi estilo pedir ayuda.
Los McPherson se portaron fenomenal, atendieron mi llamada de socorro y me tendieron una mano que yo acepté sin dudar. No me sentía orgulloso de la decisión que había tomado, un buen padre no se separaría de su pequeño, pero no tenía otra opción.
«Si al menos Adrien colaborara un poco».
Era tan volátil… Se enfadaba con facilidad y cambiaba de opinión en un parpadeo. Me desafiaba, lo que me resultaba desconcertante. Tenía ocho años. Siempre fue un niño muy despierto y observador, pero ¿hasta el punto de jugar conmigo?
Cuando estaba con sus abuelos no era así. Se portaba bien, se comía todo lo que le ponían en el plato, se acostaba pronto y hacía los deberes. Pero cuando estaba yo…
—¡Si no bajas ya, tendré que tirar el desayuno a la basura! —insistí mientras envolvía el sándwich de mantequilla de cacahuete que le había preparado para el almuerzo.
Mi suegra me regañaría por no haberle preparado algo más saludable, pero a mí me interesaba más ganar puntos con el enano, complacerlo para que se portara mejor, y los palitos de zanahoria no les resultan demasiado seductores a los niños.
Dejé mi segunda taza de café junto al portátil y los bocetos que había terminado la noche anterior. Me habían soplado que a los directivos de la empresa con la que debía reunirme les impresionaba el trabajo a mano, eran de la vieja escuela, y aunque llevaba todo digitalizado, me había propuesto sorprenderlos con unos cuantos dibujos a lápiz. Me sentía muy orgulloso.
—¡Adrien, el desayuno! —grité una vez más. Me planté en las escaleras con la vena del cuello a punto de explotar y maldije en voz alta—. ¡Adrien Farley, llegaremos tarde al colegio!
Oí sus pisadas arriba, pero ni rastro de él. ¿Por qué demonios tardaba tanto?
Abrí la puerta para recoger la prensa de la entrada y me encontré con una chica a punto de llamar. El gorro le cubría hasta la línea de los ojos, el pompón que llevaba en lo alto era ridículo y la bufanda le tapaba la boca. Un grueso anorak acolchado la protegía contra el frío. Sus botas de agua rosas con lunares blancos pisoteaban el envoltorio vacío de mi periódico, el mismo que ella sostenía bajo el brazo.
—Buenos días, señor Farley, ¿tiene un minuto?
La observé con una ceja levantada. Nadie me llamaba así. El señor Farley era mi padre y no me gustaba que se dirigieran a mí por mi apellido.
—¿Quién eres?
—Soy April Williamson, de Stowe Dreams.
Abrí mucho los ojos y me crucé de brazos.
—¿Una cangurita? ¿Ahora? No te necesito en este momento. Si no te importa, ese periódico es mío —señalé.
—¡Ah, sí! Es suyo, desde luego. —Prácticamente se lo arranqué de las manos—. No soy…
—Adiós. —Intenté cerrar la puerta, pero ella me lo impidió—. ¿Qué quieres? Ya te he dicho que no me interesan tus servicios ahora. Además, no volvería a recurrir a esa empresa ni loco.
—Pues es la única que hay —se defendió con insolencia.
Se retiró un poco la bufanda y descubrió unas mejillas arreboladas por el frío. Tenía la nariz colorada y los ojos brillantes. También se quitó el gorro y su melena se desparramó por los hombros. Ondas rubias que desprendían olor a ¿caramelo?
No era como las adolescentes del día anterior. De hecho, hacía un par de décadas que había dejado la adolescencia atrás.
—El alcalde Merryweather me ha hecho llegar tres quejas sobre el servicio de canguros. ¡Tres! Suyas —puntualizó con una vocecilla chillona—. ¿Podría explicarme por qué?
—Vale, ya entiendo. Eres «la jefa», ¿no?
—La misma. —Cuadró los hombros y asintió muy seria—. He venido a pedirle que las retire de inmediato.
—¿Retirarlas? Ni hablar. Están más que justificadas.
—¿Justificadas?
La invité a pasar con un movimiento de la mano, hacía un frío de mil demonios y necesitaba otro café con urgencia. Estaba seguro de que la charla no sería amistosa.
—¿Ve esto? —Saqué de la basura la bayeta que había tirado el día anterior y ella frunció los labios de una manera muy cómica—. Una de sus chicas la quemó mientras yo me afeitaba en el cuarto de baño. ¿Cómo no se dio cuenta de que se estaba quemando algo? ¡Yo se lo diré! Estaba mirando el móvil en lugar de prestar atención a lo que pasaba en la cocina.
—¿Y por qué debería prestar atención a lo que pasaba en la cocina? Vino para cuidar de su hijo, no para controlar un incendio.
—Pero es que mi hijo estaba en la cocina y ella, al parecer, en la luna.
—Un descuido lo puede tener cualquiera. Además, ¿por qué estaba la bayeta junto al fuego? ¿Y qué hacía el fuego encendido si usted se estaba afeitando?
Eran buenas preguntas para las que no tenía respuesta. El último que encendió el hornillo fui yo cuando recalenté el café, pero estaba seguro de haberlo apagado. ¿O no?
—¿Y qué hay de las otras dos? ¿También le quemaron una bayeta?
—No. La segunda se retrasó más de media hora. Era toda amabilidad, pero no tolero la impuntualidad, me parece una falta de compromiso y de organización.
—Qué raro —dudó—, Marlene vive aquí al lado, no tiene sentido que se retrasara tanto. ¿Está seguro de que fue más de media hora?
—Cuarenta y tres minutos, para ser exactos. —Golpeé la esfera del viejo reloj de mi abuelo con el dedo. Era una pieza única de una precisión increíble—. ¿Te parece suficiente motivo para la segunda queja?
April Williamson se mordió el labio, pensativa. Tenía una boca amplia de labios finos y cortados por el frío, pero con un color natural que llamaba la atención. Lástima que solo sirvieran para decir sandeces.
—Lo que me parece es que tiene usted mucho tiempo libre para dedicarlo a mirar los defectos de los demás, señor Farley.
—¡No me llames así! —estallé. Ella abrió mucho los ojos y dio un paso atrás. Se había asustado—. No me llames así, por favor —repetí más sosegado—. Nathan, me llamo Nathan. Puedes tutearme, solo tengo treinta y cinco años.
No sé por qué le dije mi edad. De pronto, me sentí muy estúpido.
—Está bien Nathan de treinta y cinco años, ¿qué pasó con la tercera chica?
—La psicópata.
—¡No! Natasha es un amor de niña. ¿Cómo puedes decir eso?
—Llevaba una pistola en la mochila.
—¿Que llevaba quééé? ¡No! —exclamó.
—Tú no la viste, yo sí. Estoy en contra de las armas y todavía más en manos de una adolescente que se dispone a cuidar a mi hijo. Es peligroso y estoy seguro de que esa niña no tiene licencia, por lo que o se la han dado sus padres o la ha robado.
—Pero… pero… ¡No es posible!
La señorita Williamson sacó su teléfono móvil del pequeño bolsito que llevaba cruzado delante del pecho y buscó el número de la jovencita. Se alejó un par de pasos hacia el salón sin ser consciente de que nadie la había invitado a pasar a la siguiente estancia.
Habló en voz baja y se mordisqueó la uña del pulgar durante la conversación. Cinco minutos después la vi sonreír como si hubiera descubierto el secreto de la felicidad, y me dio mala espina.
—Caso resuelto —anunció—. ¡Era de juguete!
—Ya, claro.
—En serio, era de juguete. Están ensayando el musical de Bonnie y Clyde en el instituto. ¡Era una pistola de agua!
La miré fijamente. Sonaba sincera, pero me resistí a admitir que había sido un idiota exigente, maniático y quisquilloso.
—Bien, misterio aclarado, pues. Ahora, si me disculpa, tengo un hijo al que llevar al colegio. —Me acerqué al hueco de la escalera una vez más y voceé—: ¡Adrien, ya no hay más avisos, si tengo que subir, estarás castigado! Vamos a llegar tarde, por el amor de Dios.
—¿Tarde? ¿Adónde?
—¿Adónde va a ser? Al colegio.
April Williamson miró la pantalla de su teléfono móvil y contuvo un estornudo que se mezcló con una sonrisa pérfida.
—Son las ocho.
Yo miré mi reloj de muñeca.
—Querrás decir las nueve menos cuarto.
—No, quiero decir que son las ocho, las ocho de la mañana, las ocho en punto. —Me mostró el teléfono para demostrarlo—. Los niños no entran hasta las nueve.
—Pero… —dudé— mi reloj marca las…
Echó un descarado vistazo a mi muñeca y se rio con desfachatez.
—Esa antigualla lleva cuarenta y tres minutos de adelanto. Qué casualidad, ¿verdad? Cuarenta y tres.
—¡No es ninguna antigualla! —protesté. Puede que tuviera razón, pero ese reloj me había acompañado desde que tenía la edad de Adrien y no pensaba claudicar—. Da igual, será mejor que te vayas.
—¿Y las quejas?
Las pisadas de Adrien bajando las escaleras me libraron de responder. El niño aún llevaba puesto el pijama y se frotaba los ojos con fruición. Su pelo era una maraña de mechones rubios a los que les convendría un buen corte, por mucho que él no quisiera. Miré de nuevo el reloj, entrecerré los ojos y me pregunté si el pequeño diablillo no tendría algo que ver con el desajuste de la hora.
April estornudó de una forma muy poco femenina y mi hijo levantó la mirada de golpe.
—¡April! —gritó, y corrió a abrazarla por la cintura con más emoción de la que me había recibido a mí en las últimas visitas a Stowe—. ¿Qué haces aquí? ¿Vas a cuidarme tú? ¡Di que sí, por favor! ¡Por favor!
Me dolió el entusiasmo de Adrien. Su carita suplicante era la prueba de que yo no lo estaba haciendo bien. Pero ¿qué podía hacer? Necesitaba conseguir el empleo de Boston, necesitaba dedicarle tiempo a los bocetos y a los planos y a los números… Le había explicado a Adrien lo importante que era ese trabajo y él me aseguró que lo había entendido, pero no había sido así, y me estaba castigando por ello.
April Williamson se arrodilló delante de mi hijo y lo abrazó con ternura.
—No puedo cuidar de ti, cielo, tengo que trabajar, ¿recuerdas?
—Pero me quedaré muy quieto y no tocaré tus cosas, te lo prometo. ¿Me has traído galletas?
La risa de April sonó fresca y sincera hasta que un acceso de tos la interrumpió.
—No, no he traído galletas, pero lo haré la próxima vez. Y no me importa que toques mis cosas. Sabes que puedes venir a verme a la oficina cuando quieras, pero hoy tengo reuniones y asuntos fuera, y no puedo llevarte conmigo.
—Pero yo quiero que me cuides tú, por favor. Mis abus se han ido y no tengo a nadie.
—Esto… ¿Hola? Estoy aquí —dije con la poca dignidad que me quedaba.
Adrien me fulminó de reojo y me recordó tanto a su madre que por poco vuelco el café sobre los bocetos.
—¿Ves? Papá se encargará de ti cuando salgas del colegio y seguro que tiene unos planes estupendos para pasar la tarde contigo.
—Ejem… En realidad, no es posible —comenté con culpa—. Ayer no pude ir a Boston y tengo que ir hoy sin falta.
April arqueó una ceja, insolente, y le acarició el pelo a Adrien. El niño escondió su gesto de tristeza en el hombro de la señorita Williamson y me partió el alma.
—¿Y quién va a cuidar de tu hijo? Has dicho que no necesitabas canguro.
—No la necesito ahora.
—Pero sí luego.
—Exacto —susurré, avergonzado. Me estaba exponiendo a la voluntad del karma, pero no tenía otra alternativa—. Si pudieras conseguirme…
—Has dicho que no volverías a contratar mis servicios jamás —me recordó.
—Ya sé todo lo que he dicho —mascullé entre dientes—. Lamento haber sido tan…
—¿Capullo?
Adrien se tapó la boca al oír la palabra y ahogó una risa.
—Te agradecería que no utilizaras ese lenguaje delante de mi hijo.
—Tienes razón, lo lamento, ha sido un fallo por mi parte. ¿Ves lo fácil que es disculparse cuando metes la pata? Ahora te toca a ti.
Me cedió la palabra con un estudiado movimiento de la mano y me dieron ganas de estrangularla, y de reír, y de echarla de una patada en el culo. Pero esa mujer orgullosa era mi única opción.
—Siento lo que pasó ayer. Debí fijarme mejor —dije a regañadientes.
—Bien, acepto tus disculpas. Se las transmitiré a las chicas. En cuanto a las quejas, estaría bien que las retiraras. Eso estuvo tan feo como mi palabrota.
Adrien asintió, de acuerdo con April Williamson.
—Sí, sí, por supuesto. Lo haré. Pero consígueme una canguro, por favor.
Ella se quedó pensativa un segundo, le revolvió el pelo al niño una vez más y se puso en pie muy despacio. Me sorprendió que llevara a Adrien hasta la mesa de la cocina y le pusiera delante la taza de cacao que yo le había preparado. Y fue más sorprendente aún que mi hijo diera el primer trago sin rechistar.
—Vamos a ver a quién tenemos disponible para esta tarde.
Una llamada fallida, dos, tres… Mi nivel de desesperación crecía con cada una de ellas. Contactó con quince chicas, pero ninguna podía.
—¿Qué esperabas? Es viernes. Además, hay asamblea vecinal y los adultos aprovechan para ir a tomar algo luego.
Gruñí y me llevé las manos a la nuca con frustración. Clamé al cielo para que me ayudara a solucionar el entuerto y el cielo me envió una señal: April golpeó mi taza de café sin querer y volcó el contenido sobre los rollos de papel que contenían los dibujos de mi presentación.
—¡No, no, no, joder, no! —bramé—. ¡Me cago en…!
Adrien abrió los ojos como un pequeño búho. Me mordí la lengua, apreté los puños, tensé los tendones del cuello y estuve a punto de saltar sobre April Williamson.
—¡Ups! Lo siento —se disculpó mientras usaba la bayeta quemada para evitar que el líquido se derramara más—. ¿Era algo importante?
Volví a morderme la lengua más fuerte. No podía hablar. Si lo hacía, explotaría.
—Es el trabajo de papá. Papá dibuja edificios muy feos.
—No son feos —mascullé entre dientes. Le arrebaté la dichosa bayeta de un tirón y retiré los rollos de papel para que no se empaparan más—. Maldita sea… Tengo que presentarlos esta tarde.
—Siempre puedes secarlos. Menos mal que casi te habías acabado el café.
¿Se estaba riendo? ¿La mueca de sus labios era una burla? Sí, fue una burla, una que Adrien imitó y que los hizo reír a carcajadas.
Me había pasado toda la noche perfeccionando esos dibujos, no me podía creer que el maldito trabajo se hubiera ido a la mierda.
—Míralo por el lado bueno: si no hay bocetos, no tienes que ir a Boston. Y si no tienes que ir a Boston, no te hace falta canguro. Podrás cuidar tú mismo de Adrien y hacer lo que un padre y su hijo hagan un viernes por la noche.
«Lo que un padre y su hijo hagan un viernes por la noche».
¿Y qué se suponía que era eso?
Olvidé el trabajo por un instante. La carita de ilusión de Adrien me provocó un vuelco en el corazón.
—¿Podemos hacer palomitas y ver una peli de superhéroes? —preguntó con su vocecilla de inocencia.
—¡Oh! ¡Palomitas y superhéroes, un clásico! —aplaudió April, y volvió a toser con más intensidad.
Apreté la mandíbula. No me estaba ayudando.
De pronto, se me ocurrió una idea magistral. ¿Cómo no lo había pensado antes?
—¡Lo harás tú! —dije con firmeza. April parpadeó, confundida—. Si cuidas de mi hijo esta tarde, retiraré una queja.
—¿Una? —graznó, a punto de un nuevo acceso de tos—. ¡Has dicho que retirarías las tres!
—He cambiado de opinión.
Conté con la aprobación de mi hijo, que me miraba feliz. Le guiñé un ojo y lo mandé arriba a vestirse con un movimiento de la cabeza.
La batalla era mía.
—¡No puedes cambiar de opinión! ¡No es justo!
—Tampoco es justo que me hayas destrozado el trabajo de toda la noche. No podré rehacerlos a tiempo y eso quiere decir que perderé puntos delante de las personas a las que debo impresionar para que me den el empleo. —Levanté el rollo de los dibujos para recalcar mi esfuerzo—. ¿Quieres que retire una queja? Cuida de Adrien mientras estoy en Boston.
—¿O si no?
Entrecerré los ojos igual que ella. Quería parecer amenazadora, pero la nariz colorada y la voz gangosa se cargaban el efecto. Estaba muy graciosa.
—O si no, pondré otra queja por invadir mi casa, por montar un escándalo y por destrozar mi trabajo como venganza por no querer retirar las quejas anteriores.
—¡Eso no es cierto! Ha sido un accidente.
—Yo creo que lo has hecho a propósito —la chinché—. Claro que podría considerar olvidar este episodio de ira incontrolada si tú…
—¿Me estás chantajeando?
—Sí. Es lo que pasa cuando estás desesperado —admití sin remordimientos—. ¿Qué me dices? ¿Palomitas y peli de superhéroes?
Ya era mía.
TAREAS QUE DEBERÍAN ESTAR HECHAS:
- Galletas
- Terminar lectura del club
- Alejar a Gael del yerno de los McPherson
- Borrar «esa» sonrisa de mi cabeza
Mi oficina se escondía en el 86 de la avenida Vermont, en la ruta 100, a escasos cincuenta pasos de la casa consistorial de Stowe. Y digo que se escondía porque Stowe Dreams Events no era más que una habitación a la que se accedía desde el interior de una cafetería. La cafetería, la habitación y la joyería que había al lado eran propiedad de mi tío, el hermano de mi padre.
Por suerte para mí, mi buena relación con él me había librado de pagar un alquiler por el espacio.
Por desgracia para mí, no pagar el alquiler implicaba soportar el mal carácter de mi querida tía Dorothy.
Atravesé la puerta de la cafetería como un vendaval y me dejé caer desmadejada en una silla frente a la barra. La bolsa de galletas caseras que llevaba en la mano crujió como protesta.
—Dime que tienes un café bien grande preparado, hoy necesito dosis extra —le lloriqueé a Emma, la dueña de la cafetería y una de mis mejores amigas desde el jardín de infancia.
—¿Un fin de semana movidito? —Me tendió el vaso de cartón extragrande y le lancé un beso. Ella se agenció una galleta y continuó construyendo una bonita pirámide de donuts de colores—. No te vi el viernes en la reunión del pueblo.
—Me surgió un problema de última hora y no pude ir.
«Un problema odioso que merecía una patada en el culo», pensé.
—Tampoco te perdiste demasiado. El alcalde anunció la construcción del centro social y ahora hay que votar en qué parte del pueblo quedaría mejor. Se pasaron cuarenta minutos discutiendo si al norte o al sur.
—Muy interesante —ironicé, y emití un suspiro de resignación. Era hora de ponerse a trabajar—. El deber me llama. Por cierto, el libro de esta semana es soporífero.
—Lo eligió Agnes.
—Ya, ya lo sé. Se enfadará, pero no pienso acabarlo para la reunión.
—Te pondrá un puntito rojo, como hace Beth con los niños —bromeó—. O a lo mejor, una queja en el ayuntamiento.
—¡Emma! —Le lancé una cañita que cogí del mostrador—. No bromees con eso. Es un tema serio.
—Venga, April, todo el que te conoce sabe que esas quejas son absurdas, y ese tío, el yerno de los McPherson, es un amargado. Desde que llegó al pueblo no ha hecho nada por integrarse en la comunidad. El niño es un encanto, pero él…
—Qué me vas a contar… —mascullé, y di un trago al café. Estaba dulce y delicioso—. Ha prometido que las retirará.
—¿En serio? ¿Así, sin más? Qué considerado.
De considerado nada, era un patán, pero ese patán tenía una habilidad asombrosa para girar las tornas. Y yo tenía una habilidad más asombrosa aún para meterme en líos con ese hombre.
Cuidar de Adrien el viernes no estuvo mal, el enano era un angelito y ni siquiera me molestó cuando me dormí en el sofá viendo Spiderman. Las medicinas para el catarro me adormilaron y creo que manché de baba el cojín donde apoyé la cabeza.
Cuando Nathan regresó a casa, Adrien ya hacía una hora que dormía. Él no dijo demasiado, parecía tan abatido que no le pregunté qué tal le había ido la reunión. No es que me importaran sus problemas, no íbamos a ser amigos, pero transmitía desolación y yo no soportaba ver a la gente así. Bromeé con su aspecto de ejecutivo venido a menos, le conté lo divertida que había sido la tarde y me recordó, muy amablemente, que todavía tendría que cumplir con dos tardes más si quería librarme de las quejas.
A Emma le dio un ataque de risa cuando le conté la historia y hubiera seguido riendo de no haber sido por los clientes que esperaban sus desayunos.
Una hora más tarde, unos golpecitos en la puerta me sacaron de la lectura del nuevo listado de normas que el Mountain Resort había elaborado para la realización de eventos en sus instalaciones. Cameron Blevins, mi agente inmobiliario, con quien tuve una relación de seis meses a los diecisiete, asomó su perfecta cabellera oscura y me ofreció otro vaso de café gigante.
—¿Estás ocupada? —preguntó con un estudiado guiño. Dejó la bebida sobre el escritorio y se agenció un par de galletas, como tenía costumbre—. ¿Puedo llevarme algunas? A la gente le encanta ver un plato de repostería en las casas que vendo. Y el olor es…
—Que los lunes vengas a robarme galletas se ha convertido en una costumbre, ¿no te parece? Debería cobrártelas.
—Si me dijeras el ingrediente secreto…
—En tus sueños, Cam. —Le tendí la bolsa de papel que había llevado para él, pero la retiré antes de que pudiera rozarla—. ¿Sabemos algo de lo mío?
Compuso una mueca, una mirada esquiva y un gruñidito que no auguraba buenas noticias.
—¿Has vuelto a pintar las paredes de rosa? —Su escasa sutilidad para esquivar la respuesta me desanimó más todavía.
—Son blancas, Cam, ve a que te revisen la vista.
—¿Seguro?
—¡Aquí todo es blanco! Deja de darme largas, Cameron Blevins. ¿Qué hay de lo mío?
—¿Estás planificando la fiesta de cumpleaños de la mujer del alcalde? ¡Caray! Eso sí es un reto —comentó después de ojear las carpetas que había sobre la mesa.
Le arranqué el dossier de un tirón y le lancé una advertencia silenciosa.
—Si no tienes noticias, coge las galletas y lárgate.
—Tengo noticias, pero no te van a gustar —respondió al fin.
Dejé caer los hombros y me recosté contra el respaldo de la silla.
Cameron estaba negociando para mí la compra de un viejo granero a las afueras de Stowe. La propiedad pertenecía a un anciano fallecido hacía años, pero los herederos legales no se ponían de acuerdo y llevábamos meses tratando de convencerlos para que me la vendieran por un módico precio.
Ese granero era mi apuesta, mi billete ganador. Quería habilitarlo para organizar grandes celebraciones, un espacio de ensueño de techos altos, vigas de madera, lámparas de araña y gasas ondulantes. El ambiente perfecto para bailar un vals, para enamorarse, para ser feliz.
—Han subido el precio. —Abrí los ojos con estupefacción—. Dicen que, si tanto te interesa, no te importará pagar un poco más.
—¿Me tomas el pelo? ¡Pero si solo se salva la estructura! Tendré que reformar hasta las paredes. —Cameron se encogió de hombros y le dio un buen mordisco a una galleta—. Las tuberías están atascadas; la madera de las ventanas, podrida; y la instalación eléctrica es de la Guerra de Secesión, por el amor de Dios. Necesita obra, pintura, revisiones. ¡Tendré que contratar a alguien para que me haga el proyecto! ¿Y esas sanguijuelas aún quieren más dinero? ¿Se han creído que soy la Reserva Nacional?
—Podemos ir por las malas, ya te lo dije. Tengo un amigo ingeniero al que no le importaría hacer una inspección. Si les insinuamos que el sitio tiene carencias y que podría caerles una multa, tal vez…
—No, nada de chantajes. Déjame que le dé unas vueltas, algo se me ocurrirá. —Me quedé pensativa mientras él masticaba ruidosamente—. Por cierto, ¿cómo está Anne de la otitis? Tu mujer me dijo que había tenido mucha fiebre.
—Bien, bien, los niños de hoy son muy delicados, pero mi Annie es una fiera, nada puede con ella. Es como su padre, fuerte y robusto. —Compuso un gesto de fuerza, se besó el bíceps por encima de la chaqueta y di gracias al cielo por haber dejado pasar ese tren—. No te preocupes por el granero, lo conseguiremos. Ya verás.
Recogió su bolsa de repostería y se encaminó hacia la puerta.
—Oye, una putada lo de las quejas esas, ¿no? —Resoplé. ¿Quedaba alguien en el pueblo por enterarse de mi desgracia?—. Ese tipo, Farley, es el que se casó con Diane McPherson, ¿verdad? Ella era de mi promoción. ¿No salía con…?
—Cameron, tengo trabajo.
—Bah, da igual. Es un gilipollas. No le dediques ni medio pensamiento.
Consiguió hacerme sonreír. No fue el novio perfecto, ni siquiera estaba segura de que fuera el marido perfecto para Ava, pero era un amigo sensacional, y tenía suerte de tenerlo en mi vida.
Me centré en los dos eventos que me habían encargado para las próximas semanas e hice mi lista de tareas. Hacía listas de todo: de comida, de utensilios, de ideas, de libros, de personas… Tenía una mente muy dispersa y hacía muchos años que me había habituado a escribirlo todo. No podía vivir sin ellas.
Una hora y dos cafés más tarde, un carraspeo en la puerta rompió de nuevo mi concentración.
—¿La hermana más maravillosa del mundo tiene un par de minutos para mí? —preguntó mi hermano, que irrumpió en la oficina desbordando energía y aroma a after shave.
—La hermana más maravillosa, y la única que tienes, está hasta arriba de trabajo. Pero como soy una hermana maravillosa y hace una semana que no sé nada de ti, te daré esos minutos. ¿Qué tal por Chicago?
Apoyé los codos en la mesa y la cabeza en las manos. No había terminado la lista de decoración y se me olvidarían la mitad de las cosas, pero Gael era mi debilidad. Y mis galletas eran la suya, a juzgar por cómo las miraba.
—Como siempre, mucho viento y mucho divorcio. Nada nuevo. ¿Y tú? —dijo con la boca llena. A veces me sorprendía que fuera un abogado respetable cuatro años mayor que yo—. He oído lo de las quejas. ¿No había nadie más en el pueblo con quien enemistarte? ¿Tenía que ser Nathan Farley?
—¡Ni que yo tuviera la culpa!
—¿Qué hace en el pueblo? ¿Va a quedarse?
—Ni idea. Los McPherson están de vacaciones y alguien tenía que cuidar del niño. Lo lógico es que fuera él. O una canguro.
«O yo», pensé, pero omití el dato. A Gael no le haría gracia saber que me había enredado para cuidar a Adrien.
—¿Sabes si Percival y Ginger le han contado algo de… ya sabes? —me preguntó en voz baja.
Estaba inquieto. A pesar de sus esfuerzos por disimularlo, se le oscurecía el azul de los ojos y le palpitaba una venita en la sien. Además, siempre se frotaba la nuca cuando algo le preocupaba, y no había dejado de hacerlo desde que había entrado por la puerta.
—No creo. Los McPherson son buenas personas. Ya no tiene sentido hablar del tema. Tú también deberías olvidarlo. Es lo mejor.
—¿Y qué harás con las quejas? Mamá dice que el alcalde podría retirar tu nombramiento. Eso sería un golpe duro. Creo que tía Dorothy ha puesto el champagne a enfriar, por si acaso.
—Las quitará, me lo prometió.
—¿A cambio de qué? —No respondí de inmediato—. April, ¿qué has hecho?
—¡Nada! —exclamé—. Hablé con él y llegamos a un acuerdo.
—¿Qué acuerdo?
El teléfono de la oficina sonó en ese instante y me apresuré a contestar. Al otro lado de la línea, como si lo hubiéramos invocado, Nathan Farley se aclaró la garganta.
—¿Qué tal te va mañana por la tarde? —preguntó sin rodeos.
—Como si tuviera elección —farfullé sin demasiada simpatía. Abrí la agenda y chequeé la lista de tareas. La limpieza de la casa tendría que esperar y mi rato de lectura también. Con un poco de suerte me daría tiempo a llegar a la cerveza de los martes con las chicas del club—. ¿A qué hora?
—Recoge a Adrien en el colegio. Yo no llegaré muy tarde.
—Ir a por tu hijo al colegio no es mi función.
Nathan rio o gruñó o emitió un sonido gutural que me erizó la piel.
—Ahora sí.
No había luz en la planta baja cuando entré en casa. El silencio, bendito silencio, armonizaba con el crepitar de los troncos que April había encendido en la chimenea. El calor me reconfortó y el aroma dulce de los malvaviscos que dejaron en la alfombra me provocó un tremendo bienestar.
Hacía mucho tiempo que no experimentaba algo así.
La casa estaba recogida; los cojines del sofá, alineados; las mantas, dobladas; y no se veían cacharros ni platos en el fregadero. Hasta la ropa que había recogido de la lavandería después de llevar a Adrien al colegio estaba plegada. Lo único que se salía de lo habitual, además del orden, era la fuente de galletas con trocitos de chocolate que, por el calor que desprendían, estaban recién horneadas.
—Joder, qué buena —susurré al meterme un trocito en la boca.
¿Qué llevaban esas galletas? Jamás había probado algo tan delicioso.
La risilla de Adrien en el piso superior me animó a subir. Hablaban en susurros, tan bajito, que no identifiqué lo que April le estaba contando hasta que estuve en la puerta. Me demoré en la sombra, observando cómo ella ponía voces a los personajes de uno de los miles de cómics de Superman. «Diane nunca hizo nada parecido», pensé de pronto, y me sentí mal por comprarla con otra mujer. Pero ella no tenía paciencia, y en cuanto Adrien empezaba a preguntar detalles de la historia se desesperaba y apagaba la luz para que se durmiera.
Era lo mismo que había hecho yo desde que llegué al pueblo: desesperarme.
—¿Vas a ser mi canguro para siempre? —preguntó Adrien sin venir a cuento.
April apartó el cómic a un lado y le acarició el rostro con infinita ternura.
—No, solo hasta que tu papá esté un poco menos ocupado.
—Entonces serás mi canguro para siempre —afirmó el niño—. Papá está ocupado tooodos los días. Está tan ocupado que se le olvida que estoy aquí.
—No se le olvida, cariño. Nadie podría olvidarse de ti. Tu papá solo necesita tiempo para adaptarse al pueblo.
—Él no se quedará —musitó Adrien. Me estaba destrozando—. Cuando vuelvan mis abus se irá a Boston.
April chasqueó la lengua y tardó unos segundos en decir algo. La preciosa carita de mi pequeño se arrugó en una mueca triste y una lágrima le rodó por la mejilla.
«Cree que lo voy a dejar aquí». ¿Tan mal lo estaba haciendo?
—Estarás bien, estoy segura. Vendré a hacer galletas siempre que quieras y tú podrás visitarme en mi oficina y comer todas las que te apetezcan, ¿de acuerdo?
—¿Y me llevarás a patinar? Mi abu dice que ella no puede porque no sabe, y si se cae, puede romperse la cadera.
—Echaré un vistazo a mi agenda y me reservaré una tarde para ir a la pista, ¿te parece? —Adrien asintió con entusiasmo y se abrazó más a su osito de peluche—. Puedo recogerte en el colegio e ir a merendar chocolate caliente y bollos de calabaza.
—¡Y helado de fresa! ¡Y gofres con nata!
—¡Por supuesto! —exclamó April, que le seguía la corriente—. Y luego volveremos rodando cuesta abajo.
La risa me delató. April miró por encima del hombro y Adrien se incorporó en la cama.
—Mira quién anda espiando en las sombras. Está muy feo escuchar conversaciones ajenas, señor Farley —me reprendió como una maestra de escuela. Y lo de usar mi apellido… Lo había hecho a propósito—. ¿Cuánto tiempo llevas ahí?
—Acabo de llegar —mentí.
Me senté al otro lado de la cama y arropé a Adrien, que permanecía extrañamente callado.
—¿Qué tal ha ido la tarde? ¿Lo has pasado bien?
—Hemos hecho galletas —dijo en voz baja. Había resentimiento en su voz y lamenté que la situación entre nosotros hubiera llegado a ese extremo—. Y hemos comido malvaviscos en la chimenea.
—Demasiados dulces para una sola tarde, ¿no crees?
Mis ojos miraban a Adrien, pero el reproche era para April.
—Si tú lo dices… —murmuró la señorita Williamson en un tono condescendiente que me puso de mal humor.
Nos despedimos del niño, que bostezaba de cansancio, y nos dirigimos al piso de abajo.
April se puso el anorak y todos los complementos que la protegían del frío de enero. Esa actitud me enfureció más, no entendía por qué, y dije cualquier cosa, lo más absurdo que se me pasó por la cabeza, lo que fuera con tal de descargar un poco de irritación.
—Tal vez debería poner otra queja por atiborrar a mi hijo de dulces. Estoy seguro de que no ha cenado nada saludable.
—Y yo estoy segura de que te diste un golpe en la cabeza al nacer. —Abrí mucho los ojos. Su respuesta me pilló desprevenido. Casi sonreí—. Ha cenado menestra de verduras. No he dejado que coma ninguna galleta porque estaban demasiado calientes, aunque por lo que veo alguien ha metido la mano y falta justo la que le gustaba a Adrien. Mañana le explicas por qué.
—Mierda…
—Ah, y solo nos hemos comido un malvavisco de postre —añadió con insolencia—. Un premio, porque Adrien ha hecho los deberes, ha practicado cálculo para el examen que tiene la semana que viene y me ha recitado diez veces el poema que tiene que presentar en clase de Lengua. Y todo sin protestar.
Se acomodó el gorro como punto final y abrió la puerta para marcharse. Un viento helado barrió la entrada y le arrebató los guantes que aún sostenía en la mano.
Nos agachamos a recogerlos al mismo tiempo y me fijé en la quemadura que tenía en la muñeca.
—¿Eso te lo has hecho aquí?
April apartó la mano, pero yo fui más rápido. Le sujeté los dedos y estudié de cerca la marca alargada que había empezado a hincharse y a formar una fea ampolla.
—No tiene importancia. —Intentó recuperar la mano, pero no la dejé. Su piel era muy suave y caliente. Las mías siempre estaban frías, salvo cuando dibujaba—. ¿O también vas a poner una queja por mi falta de habilidad con las bandejas del horno?
—Puede que lo haga —bromeé, y ella aprovechó para romper el contacto y ponerse los guantes.
—Bien, tú mismo. Buenas noches, Nathan.
—¿No vas a rogar un poco para que te quite la tercera queja sin hacer el trabajo? —la provoqué—. Estás perdiendo facultades.
Dio media vuelta y me encaró muy cerca.
—Lo que estoy perdiendo es la paciencia. Si fueras una persona honesta, habrías admitido que esas quejas son una basura infundada y las habrías retirado sin sacar partido de ello. Pero como no tienes ni medio pelo de buena persona, no voy a perder el tiempo pidiéndote nada. ¿Quieres que te ruegue algo? Está bien. Te ruego que seas el padre de ese niño y dejes de comportarte como si solo existieras tú en este mundo. Adrien te necesita y tú ni siquiera sabes darle los buenos días sin berrear como un borrego.
—No recuerdo haberte pedido opinión sobre la relación con mi hijo —dije con los dientes apretados y más dolido de lo que quería reconocer.
—Qué suerte que no sea una opinión, ¿verdad? —Ese descaro y esa respuesta fácil me hicieron hervir la sangre—. Buenas noches, señor Farley.
Dejar de mirarla a través de la ventana me supuso todo un reto y, cuando aparté la vista, sucedió algo insólito: se me escapó un bufido, y luego una carcajada, y luego otra más profunda y liberadora.
Y, de repente, me apeteció una galleta. Y luego otra, y otra más.
NO TE OLVIDES:
- Bizcocho para el club de lectura
- Club de lectura. 8 p.m.
- Programar lobotomía para mi cerebro
Agnes Howell, bibliotecaria y presidenta del club de lectura Suspiros y Amor, cerró con llave la puerta de la biblioteca municipal y ocupó su lugar en uno de los sillones que las chicas habían dispuesto en círculo para la sesión del viernes.
—¿Quién ha acabado el libro? —preguntó con las gafas en equilibrio sobre la punta de su nariz afilada. Solo Rosie, nuestra querida octogenaria, levantó la mano—. ¡Chicas! La norma es que hay que terminarlo.
—Yo he ido de cabeza estas dos semanas —alegó Beth, maestra de primaria. Era la profesora de Adrien—. Elliott ha tenido un par de crisis y la vuelta de las vacaciones de Navidad ha sido caótica.
Las chicas mostraron su preocupación e interrogaron a Beth acerca del estado del niño. Su hijo, de cinco añitos, sufría ataques de epilepsia.
—Yo me quedé en el capítulo diez, no he podido avanzar más. Entre el servicio de canguros y los exámenes… —se quejó Jenna, la más joven. Era una de mis canguritas en plantilla. Un amor.
—Ya ha leído más que yo —me susurró Danielle con una mueca. A veces me costaba entender cómo le quedaban energías al acabar el día. Tenía tres niños que eran tres demonios—. Por cierto, ¿dónde está Emma?
—Se le ha complicado la tarde —respondió Constance. Acababa de cumplir cuarenta años, pero no aparentaba ni la mitad—. ¡Atención! He traído provisiones.
Abrió su bolso extragrande y extrajo una botella.
—¡Tequila! ¡Genial! —grité—. He comido en Burlington con mi madre y necesito olvidarlo.
—¿Aún trata de emparejarte con todos los camareros? —preguntó Beth.
—Con todos, hasta con los casados. Es horrible. —Alcancé la bandeja que había llevado y la dejé sobre la mesa con un gesto muy teatral—. Yo he preparado un bizcocho de jengibre y calabaza.
Todas aplaudieron, menos Krista.
—Cariño, sabes que te quiero, ¿verdad? —Me cogió de la mano y me la apretó a modo de ruego—. Si tú me quieres a mí, deja de preparar cosas tan ricas. Yo no tengo tu metabolismo.
—Pero el tequila bien que te lo bebes —señalé.
—¡El tequila no engorda! —exclamó ella, indignada.
—No, el tequila no engorda. ¡Engordas tú!
Rompimos a reír y brindamos con los vasitos de plástico que había dispuesto Constance. Hasta Agnes se permitió un poco de alcohol para sobrellevar la tediosa sesión del viernes. Rosie hipó al tragar, y su cara, de por sí arrugada por los años, se contrajo en una mueca de asco.
Tras dos chupitos de tequila, a Danielle se le soltó la lengua.
—Venga, que quede claro, ¿a todas nos ha parecido igual de soporífero el libro que eligió Agnes?
Hubo reacciones de todo tipo, desde la que asintió de acuerdo hasta la que evitó una respuesta directa. Sin embargo, la opinión fue unánime.
—¡No todos pueden contar historias que incluyen erotismo, sexo y finales felices! —se defendió Agnes.
—¿Y por qué no? —pregunté—. El club se llama Suspiros y Amor, no Bostezos y Ronquidos. Yo necesito algo que me retuerza las tripas cuando leo, intensidad y chispazos y ese cosquilleo tan potente que hace que me remueva en la cama.
—Es lo único que me remueve a mí en la cama —declaró Krista con hastío—. En invierno, a Anthony solo le va el misionero. Dice que hace mucho frío.
Danielle, Constance y Beth apoyaron el comentario de Krista y derivaron la conversación hacia las rarezas de sus maridos. Mientras, Rosie cabeceaba en su sillón, Jenna respondía mensajes de móvil y Agnes se servía otro chupito de tequila cuando creía que nadie la miraba.
A mí me dio la risa floja al observarlas. Hablar sobre los hábitos sexuales de mis amigas no era cosa de risa, más bien me incomodaba, pero el tequila ayudaba a pasar el trago porque, en el fondo, ellas tenían a alguien con quien compartir sus vidas y yo solo tenía… tenía… nada, salvo a un arquitecto que me chantajeaba con una sonrisa preciosa.
—¿Verdad, April?
—¿Qué? —Di un respingo en la butaca y tiré la mitad del vasito de tequila. Beth me miraba, interrogante—. No te he oído, estaba… estaba pensando en algo que… que dijo…