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La muerte de mi padre me ha traído de nuevo a Chicago, donde solo he encontrado problemas: he tomado las riendas de la empresa familiar, que está ahogada por las deudas, he descubierto secretos que jamás hubiera imaginado y reconozco que tengo serias dificultades para mantenerme alejada de él: Tyler Gallagher. Un bombero insoportable cuyo cinismo me impulsa a correr en sentido contrario. Soy Alice Jane Lynch y así empezó todo. Han pasado diez años desde que Alice me abandonó; de repente ha vuelto para colarse en mi casa, en mi familia… y, aunque no parece la misma niñata caprichosa que yo conocí, no me fío de ella. No sé cómo lo hace, pero ella solita se basta y se sobra para acabar con mi paciencia, con mi sensatez… y con mi fuerza de voluntad. Soy Tyler Gallagher y aquí empieza nuestra historia.
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Título original: Sobre las luces de Chicago
© 2020 Patricia A. Miller
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Diseño de cubierta: Eva Olaya
Fotografía de cubierta: Shutterstock
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1.ª edición: marzo 2020
Derechos exclusivos de edición en español reservados para todo el mundo:
© 2020: Ediciones Versátil S.L.
Av. Diagonal, 601 planta 8
08028 Barcelona
www.ed-versatil.com
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Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación o fotocopia, sin autorización escrita del editor.
Diciembre de 2007
Aquella risa fue la gloria y mi perdición. Resonó por el pasillo a oscuras mientras tiraba de mi mano, cada vez con más necesidad. Me apretó los dedos para que no me echara atrás, como si eso fuera a ser posible. Alice no soportaba el rechazo y, en los últimos días, yo le había servido una ración extra. Le había dado un ultimátum: tenía que tomar una decisión.
Era una chica intrépida, atrevida, descarada y con las cosas claras. Cuando en alguna ocasión se dejaba caer por el parque de bomberos, mis compañeros solo veían en ella a una mocosa mimada. Siempre con sus minifaldas, siempre con sus curvas tentadoras, siempre con la mirada brillante y los labios húmedos.
Tenía a su disposición la fortuna que había amasado su padre en el negocio del transporte de mercancías. Y era la niña de sus ojos, la hija mimada de un matrimonio que decidió formar una familia demasiado tarde y que quizá no empleó suficiente mano dura con ella. Alice siempre conseguía lo que quería, cuando quería y como quería.
Maldita la hora en que puso sus ojos en mí.
Maldita la hora en que mi corazón se rindió a ella.
—Vamos, hablemos en un lugar más tranquilo —me apremió en un susurro.
Mi cuerpo la adoraba. Su fragilidad era solo una máscara y eso me empujaba a desearla todavía más. Detrás de la apariencia de jovencita obediente se escondía una salvaje de pensamiento lujurioso. Su feminidad estaba en plena efervescencia y sabía usar sus armas. Era muy apasionada y se entregaba al sexo, al placer y al deseo con suma vehemencia.
Solo yo sé cuánto la quise y cuánto la odié por convertirme en un hombre vulnerable.
Me besó al llegar a las puertas dobles de madera que había al final del corredor. No puedo decir que me sorprendiera, su sonrisa de medio lado no auguraba una conversación convencional, pero sí la creí cuando me dijo que pretendía aclarar las cosas, y me dejé llevar. Cerró la puerta y se desató el apocalipsis.
—Pensé que querías hablar —dije tras unos frenéticos minutos que dedicamos a devorarnos mutuamente. Todavía quedaba algo de cordura en mi cerebro.
—Luego.
Fue todo lo que recibí por respuesta.
El dormitorio estaba tan a oscuras como el pasillo, pero la iluminación del exterior, que se colaba entre las pesadas cortinas, lo sumía en una agradable penumbra, la justa para comprobar que aquella habitación era más grande que mi propio apartamento.
—Aquí nadie nos molestará. Es el dormitorio de los padres de Hugh, pero están de viaje. Y… ¿sabes lo que me volvería loca? —preguntó con su voz inocente al tiempo que desabrochaba con lentitud los botones de mi camisa—. Que me follaras en esta cama. —Me pilló desprevenido, así de idiota era yo, y con un leve empujón me hizo caer sobre la colcha de seda—. Te he echado de menos, Tyler, y algo me dice que tú a mí también.
Su mano acarició la erección que tan dignamente había soportado durante la noche a través de la tela de los pantalones. Desde el mismo instante en que la vi en la fiesta supe que había sido un error aceptar su invitación y mi cuerpo se encargó de recordármelo. Pero no me fui. Pese a encontrarme en terreno enemigo, pese a saber que saldría malparado, pese a todo… me quedé.
Empecé a pasarlo bien después de la segunda cerveza, conocía a varios invitados y no me costó integrarme. Seguí sus movimientos durante la velada y apagué mi sed de ella con más alcohol. Creí que lo había logrado hasta que salí del cuarto de baño y la encontré esperándome en el pasillo.
No sé bien en qué momento dejé de pensar con coherencia. No sé si fue cuando se acercó y me besó en la comisura de los labios o cuando su dedo recorrió el contorno de mi brazo. Tal vez fue cuando sus ojos profundos brillaron por el deseo o por el alcohol, no lo sé, pero mi decisión de no volver a tocarla se hizo añicos cuando me tomó de la mano y me invitó a seguirla.
Cerré los ojos al sentir sus labios contra la piel desnuda de mi pecho, inspiré con fuerza e intenté recordar los motivos por los que había decidido huir de aquella relación.
Alice era una manipuladora.
Alice era una embustera.
Alice era tóxica.
Alice estaba comprometida.
«O él o yo», le dije después de saber la verdad. Mi hermana había anunciado felizmente que Alice, su maravillosa y mejor amiga Alice, se había prometido con un joven de la alta sociedad californiana y yo por poco me atraganto en plena comida familiar. Nadie sabía lo nuestro y en ese momento entendí por qué. Llevábamos más de tres meses viéndonos y ni siquiera sabía que ella tuviera novio.
Observé cómo su boca descendía por mi abdomen y sus manos se hacían cargo de mi cinturón. La melena lisa que siempre llevaba recogida en una coleta alta, ahora le caía en ondas descuidadas sobre los hombros; el impulso de enredar mis dedos en ella y someterla a mi voluntad me aceleró la respiración. Apreté los puños a los costados, inmóvil, y percibí con claridad el momento en que mi determinación saltaba por los aires. Cuando Alice cayó de rodillas entre mis piernas y se hizo cargo de mi erección no pude soportarlo más.
Soy humano y, como diría mi madre: «Un humano muy tonto».
Fue el mejor sexo de mi vida. Sucio y salvaje primero. Suave y delicado después. Lento, lascivo. En algunas ocasiones, indescriptible; en otras, perfectamente definido. Jugamos con nuestros cuerpos y nos dimos el capricho de aguantar. La acaricié como si fuera mía, le brindé el mismo placer que ella me había dado a mí, la embriagué de deseo para que no olvidara nunca quién la hacía entrar en combustión y la llevé del cielo al infierno con cada pulgada de piel que hundí en ella. Era mi Alice, la chica que rompió todas mis defensas y levantó las murallas de nuestro mundo juntos. Y yo era su Tyler y le iba a pedir que se casara conmigo.
Me había enamorado de ella.
—¿Qué pasará con tu compromiso? ¿Cuándo hablarás con Hugh? —quise saber después de que nuestras respiraciones se acompasaran con calma.
Di por hecho que me había elegido a mí, que hacer el amor de nuevo era su respuesta al ultimátum, y aquella noche, sin más demora, le ofrecería mi vida entera.
Iluso.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Alice mientras repasaba con un dedo mis abdominales.
—Ya sabes lo que quiero decir —protesté, incómodo—. Tendrás que explicarle lo nuestro, anular el compromiso…
—¿Por qué tendría que hacer eso? —Se apartó de mí como si la hubiera agredido y paseó su desnudez hasta el cuarto de baño de la habitación—. Voy a ducharme. ¿Vienes?
Juro por Dios que tuve ganas de estrangularla, pero su guiño mantuvo encendidas mis esperanzas y mi deseo. No iba a renunciar a ella. Alice me quería. No lo había confesado, pero yo lo sabía, si no no sería capaz de entregarse a mí de aquella manera.
¡Tonto!
La hice mía en la ducha con brusquedad, con ira contenida, y cuanto más fuerte sonaban sus gemidos, más ciego me volvía yo. Aquello no era amor; era locura, desesperación, ansiedad y necesidad. Era lo que ella quería. Para amar ya tenía a otro, pero eso yo no lo entendí hasta mucho después.
—Dime que me quieres, Alice. ¡Dilo! —le rogué entre jadeos y feroces embestidas—. Dime que te casarás conmigo.
Me besó con la boca abierta y un hambre incontrolable. Noté el sabor de su desesperación y lo confundí con amor. Dijo «sí», lo oí, dijo sí mientras se corría, dijo sí mientras lo hacía yo. Dijo sí todo el tiempo. Aquella noche fui el hombre más feliz del mundo, el más afortunado… y el más idiota.
Incluso después de verla besar a un Hugh Anderson muy borracho y ser testigo de cómo se marchaba con él por el mismo pasillo que habíamos recorrido nosotros, seguí creyendo en mi buena suerte. Había dicho que sí.
Era la mujer de mi vida.
Era la futura madre de mis hijos.
Era el sueño de cualquier hombre.
Y era mía.
Alice se marchó a Los Ángeles una semana más tarde. Su prometido se presentaba a senador por el estado de California; era un joven republicano con un futuro político muy prometedor, o eso leí en la prensa, y ella había sido educada para ir del brazo de un hombre así, como en una jodida novela victoriana.
Lo eligió a él y eso me destrozó a mí.
La llamé de manera obsesiva, la busqué como un sabueso, fui tras ella para obligarla a confesar la verdad: que solo yo podía hacerla feliz, que me amaba a mí. Pero no pude llegar a Alice, me anuló, me sacó de su vida sin contemplaciones. No iba a volver. Se había acabado.
El dolor dejó paso al vacío y el vacío a la frialdad. ¿Y qué si me había roto el corazón? No me hacía falta para nada.
No me hacía falta para sobrevivir.
Enero de 2018. Diez años después…
La copia del testamento de papá me pesaba en la mano como una tonelada de papeles llenos de letras sin sentido. Sujeté el documento con tanta fuerza que, sin darme cuenta, atravesé uno de los folios con las uñas, justo en el lugar donde ponía mi nombre: Alice Jane Lynch.
—Gracias por haberse desplazado hasta Sacramento para la lectura del testamento, señor Sanders. Ahora si me disculpa… —Quería que saliera del despacho y se largara de mi casa cuanto antes.
Me presioné el puente de la nariz y cerré los ojos. Estaba agotada.
—Entiendo su congoja, señora Anderson, pero debe tomar una decisión. Esto no es algo que pueda postergar.
La censura en el tono de voz de Rob Sanders me abofeteó y a punto estuve de echarlo de mi casa sin ningún miramiento. ¿Quién se había creído que era? ¿Quién era él para decirme qué debía o qué no debía hacer? Solo era el abogado de la compañía desde hacía poco más de dos años, más o menos desde que su padre falleció. El viejo Sanders era un cabrón malnacido, con muy malas pulgas y una reputación bastante dudosa, pero hacía buen equipo con papá.
—Hace dos días que enterré a mi padre. Me cuesta tomar decisiones ahora mismo. Sabe de sobra que no estoy al tanto de los pormenores del negocio. Necesito un poco de tiempo para estudiar el contenido de estos documentos y ponerme al día. —No creí que hiciera falta explicar lo evidente, pero, al parecer, a Rob Sanders le costaba empatizar con mi situación—. Estoy segura de que no será difícil mantener la empresa en stand by un tiempo hasta que decida qué hacer. Mientras tanto, si hay algo que precise de una atención urgente, puede usted hablar con el señor Russell.
Theodor Russell, el primo Teddy, era quien tendría que haber heredado KME WorldWide Inc., no yo. Era la mano derecha de papá, el director gerente, la persona que más sabía del negocio del transporte de mercancías en Chicago después de Jefferson Lynch. Junto a Bret McAllyster y el padre de Sanders, formaban un núcleo irrompible. Entonces ¿qué locura había llevado a mi padre a dejarme como única heredera de todos sus bienes y propiedades?
—¿Mantener la empresa en stand by? Entiendo. —Noté cierta hilaridad en su reacción, pero su rostro continuaba serio—. Doy por hecho que no tiene intención de trasladarse a Chicago, ¿verdad?
—No inmediatamente. Tengo asuntos que resolver.
—Es lógico —dijo con condescendencia—. Usted tiene su vida aquí. No creo que el senador Anderson esté en disposición de abandonar su cargo para responsabilizarse de KME.
—¿Y por qué iba mi marido a hacer una cosa así con algo que es mío por herencia? —Puse en él toda mi atención—. ¿Cree que no soy capaz de gestionar el negocio yo sola?
Levantó una ceja con una insolencia que me revolvió las tripas.
—Lo que creo, señora Anderson, con todos mis respetos, es que ahora mismo no es usted consciente de la situación que atraviesa la compañía.
—Solo le he pedido un poco de tiempo. Creo que es comprensible.
—KME no tiene ese tiempo. Necesita que alguien tome las riendas de inmediato. Si acepta mi consejo, lo más adecuado para la compañía es que alguien de dentro se encargue de…
—No voy a cederle a nadie el control de la empresa —anuncié, tajante—. Mi padre me la dejó a mí por algo y pienso ocuparme de esto personalmente.
—Entonces hay cosas que debería saber ya mismo, no dentro de un tiempo.
Suspiré. Sanders era un tiburón que no respetaba nada.
—Adelante, ilústreme.
Le palpitó un músculo en la mandíbula y sentí su desprecio como un aguijón. La imagen que ese hombre tenía de mí y de mis capacidades estaba manipulada por los estereotipos y las habladurías. Era una mujer bonita, de treinta y cuatro años, con un marido senador de los Estados Unidos. Vivía en una mansión en Arden Oaks, el mejor barrio de Sacramento, y no tenía que preocuparme por llegar a final de mes. La gente como Rob Sanders pensaba que mis aficiones eran las típicas de una niña rica: peluquería, manicura, compras y, de vez en cuando, una obra de caridad para quedar bien ante la prensa. ¡Jodidos prejuicios! ¿Qué sabría él de mi vida?
Sacó un puñado de informes de su maletín y los dejó delante de mí sin ninguna explicación. Su expresión era tan sombría que no me atreví a mirar de qué se trataba. Estaba segura de que me lo iba a explicar en cuanto dejara de apretar los dientes.
—La empresa tiene deudas, muchas deudas, señora Anderson, y, por su forma de mirarme, deduzco que nadie se lo había contado.
—¿Deudas? —pregunté, incrédula. Eso sí que no me lo esperaba—. ¿De qué demonios está hablando?
—Por si no está familiarizada con la palabra, las deudas son esos compromisos de pago obligatorio que se contraen con otra entidad, ya sea el banco, trabajadores u otras empresas.
—¿Me toma usted por idiota? —Era evidente que sí. Si no hubiera estado tan alterada le hubiera estampado mi postgrado en Economía en toda la cara—. No es posible que KME tenga deudas. Mi padre era un excelente gestor.
Se encogió de hombros y señaló el montón de papeles que había sacado. Solo tuve que echar un rápido vistazo al primer informe para sentir que el mundo se desplomaba sobre mi cabeza.
—Esto… esto es imposible —me dije de manera casi inaudible. Repasé con el dedo las cifras de la columna final, cotejé algunos datos con la información especificada en los anexos y noté como, poco a poco, los latidos de mi corazón se hacían ensordecedores. Me quité las gafas y me apreté el puente de la nariz una vez más. Era una pesadilla—. ¿Cómo… cómo llegó a esto? Yo no sabía nada, no puedo hacer frente a… Yo… Esto no puede ser, mi marido estaría informado. Él…
—Su marido está al tanto, señora Anderson. Debería preguntarle. Quizá pueda explicarle por qué no recibió apoyo de su padre en la última campaña electoral.
¡Maldito Hugh! Su imagen y su carrera política eran lo único que le importaba. Era cierto que lo nuestro nunca fue una relación convencional. Yo vi en Hugh el medio para convertirme en una mujer relevante, una gran dama de la sociedad, y él me consideró siempre una puerta directa a la fortuna de los Lynch, además del accesorio que cualquier hombre desearía llevar colgado del brazo. Nunca quise una gran historia de amor, pero sí deseé la vida que él me prometía: fiestas exclusivas, brunchs en el club de campo, los mejores restaurantes, paseos en yate, vacaciones en Dubai… El amor llegaría, o eso pensé. Pero no lo hizo y no me importó. Ambos teníamos lo que queríamos y todo iría bien mientras la prensa viera en nosotros a la pareja perfecta.
Pero las cosas se complicaron. Yo cambié; él cambió.
Ninguno de los dos estaba satisfecho con la mentira que vivíamos y eso nos empujó a cometer errores y a dar rienda suelta a toda nuestra frustración. Sí, lo confieso, le fui infiel, busqué en las camas de otros el calor que mi marido no estaba dispuesto a darme, tal cual hizo él, y, lejos de considerar nuestros comportamientos una ofensa, decidimos llegar a un acuerdo que nos beneficiara a ambos.
Aunque pudiera parecer una locura, nuestros errores nos unieron más. Nos convertimos en amigos, en la clase de amigos que se conocen a fondo y se guardan secretos inconfesables.
Hacía años que vivíamos juntos sin estar revueltos, pero no habíamos hablado de divorcio más que en un par de ocasiones, en las que habíamos llegado a la conclusión de que era mejor esperar. A Hugh no le interesaba un escándalo así y a mí me daba igual. A fin de cuentas, todo lo que tenía lo había conseguido gracias a él. Salí huyendo del paraguas de papá para meterme en el de un matrimonio de mi conveniencia. Yo no quería hacerme cargo de KME entonces, estudié para mantener contento a mi padre, para que su cartera permaneciera abierta. Él pretendía que continuara con su legado y yo solo deseaba tener la vida de lujo con la que siempre había soñado. Y la conseguí, pero la confianza del hombre al que más quería se quedó por el camino. Papá nunca volvió a verme como a su digna sucesora, me dio por perdida y se aferró a Hugh. Había depositado en él toda su confianza para que gestionase el salto de KME al mercado internacional y el trabajo se iría a la mierda si nuestra relación acababa.
Tal vez pensó que su yerno trataría con más estima aquello a lo que yo había renunciado.
Sí, fui una idiota. Y ahora estaba cabreada y decepcionada, pero, por encima de todo, estaba muy triste.
Respiré hondo, volví a ponerme las gafas y enderecé la espalda.
—Podría declarar suspensión de pagos y cerrar KME, algo que me ahorraría muchos dolores de cabeza.
—Sin duda, aunque tendría usted que enfrentarse a las demandas de más de un centenar de trabajadores.
—Cierto.
—Le diré lo que podemos hacer. —Sanders se puso en pie y tiró de los puños de la camisa bajo la chaqueta para recuperar el porte distinguido—. Deje que yo me ocupe de la empresa junto al señor Russell y el señor McAllyster mientras usted juega al golf o acude a alguna gala benéfica. Su nombre será el que figure como directora de la compañía. Le haremos llegar cualquier documento que necesite su firma y listo.
—Gracias, señor Sanders. Tanta consideración me abruma.
Yo también me puse en pie y recogí la mesa hasta que todos los informes estuvieron en un mismo montón. Estaba a punto de dar un paso decisivo, uno tan importante que sacudiría la tierra a mis pies. Puede que, en secreto, hubiera estado esperando una señal así, algo que me hiciera reaccionar y me obligara a abandonar la vida vacía y superficial que había llevado hasta entonces. Tendría que ponerme al día con muchos asuntos, desempolvar mis conocimientos empresariales, pelear contra hombres en un mundo de hombres, pero lo haría. Así lo había dejado escrito mi padre por algún motivo y no iba a volver a defraudarlo.
—Ahora le diré lo que vamos a hacer, señor Sanders: le concedo hasta finales de marzo para intentar averiguar qué demonios ha pasado con las cuentas de la compañía. Encargue un estudio financiero exhaustivo, contrate una auditoría o hágalo usted si está capacitado para ello, pero cuando llegue a Chicago quiero conocer a fondo dónde están los agujeros que han dejado a la empresa en esta situación. Necesito un par de meses para poner en orden mis asuntos aquí antes de trasladarme y ese es el tiempo que va a tener usted. Hablaré personalmente con Bret McAllyster y con el primo Teddy. Mi intención es que sigan estando a la cabeza de KME porque mi padre así lo querría. Y usted quizá desee seguir manteniendo su puesto. Si es así, estaré encantada de tenerle a bordo. Si no, es libre de marcharse.
—No está capacitada para hacerse cargo de KME, no tiene ni idea de cómo funciona el negocio.
—Aprenderé —aseguré con firmeza—. Sé hacer mucho más que jugar al golf y asistir a galas benéficas, se lo aseguro. Esa empresa era la vida de mi padre y voy a hacerme cargo, le guste a usted o no. Y ahora, le ruego que me disculpe, pero tengo un millón de cosas que hacer.
En cuanto oí el sonido de la puerta me desplomé contra la butaca y comencé a temblar. El despacho pareció tragarse todo el oxígeno y por muchas bocanadas de aire que tomara ninguna me llegaba a los pulmones. Los ojos se me llenaron de lágrimas, la sangre me rugió en los oídos y la garganta se me cerró antes de soltar el primer sollozo.
No me había permitido llorar desde la noche en que me dieron la trágica noticia: un infarto fulminante había acabado con la vida de mi padre. Habíamos hablado unos días antes y la conversación no había acabado bien. Me enfadé con él por insistir una vez más en que arreglara mis diferencias con Hugh. ¡Ni siquiera quiso saber los motivos por los que me había separado! A él solo parecía importarle la expansión de KME. Le dije cosas horribles, le eché en cara que no hubiera peleado por mí cuando debió hacerlo. Me dejó salirme con la mía demasiado pronto e igual de pronto entendí que mi matrimonio había servido a las mil maravillas a sus propósitos. Para él solo fui una transacción más, la moneda de pago para salvar su negocio, un negocio que se iría a la mierda si yo decidía abandonar a Hugh.
Un miembro de seguridad lo encontró desmayado en el suelo de su despacho y, cuando llegó la ambulancia, ya era tarde. Fue el primo Teddy quien me llamó y quien se hizo cargo de la situación, aunque mi padre siempre tuvo claras sus últimas voluntades y ni siquiera tuve que desplazarme a Chicago. Lo había dispuesto todo de antemano para que sus restos descansaran junto a los de mamá, en el acogedor cementerio de Loveland, en el condado de Larimer, Colorado. Allí nacieron, crecieron y se enamoraron. Allí vivieron sus primeros años de matrimonio hasta que decidieron dar el salto a una gran ciudad. Tenían tantos recuerdos de aquel lugar que, a veces, cuando hablaban de tiempos pasados, me daba la sensación de haber vivido aquella época en primera persona y no a través de sus miles de historias.
No volvería a escucharlos. Me había quedado sola.
El móvil vibró sobre la mesa y, entre lágrimas, distinguí el nombre de Hugh. No podía hablar en ese momento, estaba cabreada con él, con mi padre, con la vida, pero, sobre todo, conmigo misma.
Apoyé la frente en la mesa, derrotada. Ya daba igual lo que Hugh hiciera, lo importante era lo que iba a hacer yo. Enfrentarme a una empresa en bancarrota no entraba en mis planes. ¿Qué sabía yo de dirigir un negocio como aquel? Pero, por alguna razón que no comprendía, mi padre había cambiado el testamento y el primo Teddy se había quedado fuera del legado familiar. Aún no había encajado lo que eso iba a suponer, pero lo descubriría pronto.
Iba a volver a Chicago.
Con poco más de treinta años me había convertido en una de esas señoras con vestidos de punto y collares de perlas, de las que hacen tartas de frutas para actos benéficos y lucen blancas sonrisas mientras sus maridos las manejan como a muñecas de exposición. Salvo que yo jamás preparaba tartas, mis perlas no eran auténticas y mi sonrisa se había esfumado hacía tiempo.
Tan solo era un fraude, una mentirosa que lanzaba bien lejos los zapatos de tacón en cuanto traspasaba la puerta de casa, una casa independiente de la de mi marido, un marido tan mentiroso como su esposa. Si hace diez años me hubieran dicho que preferiría unos vaqueros y una sudadera antes que un vestido de diseño exclusivo, me hubiera reído a carcajadas. Era increíble cómo había cambiado mi vida y cómo había cambiado yo.
Me refugié en la calidez de mi dormitorio y me tumbé sobre la cama. Si de mí dependiera, no saldría de allí ni en un millón de años. Enero no me había traído nada bueno y el pronóstico para los próximos meses se presentaba tan desapacible como el vendaval que hacía golpear las ramas contra la ventana. Cómo odiaba los días de lluvia. Jamás me habían traído nada bueno.
Ojalá todo fuera un mal sueño.
Alargué la mano para apagar la luz y mis dedos tropezaron con el sobre satinado que había dejado allí por la mañana. El destino, ese personaje cruel que se interponía en mi vida cuando menos lo necesitaba, se había empeñado en enviarme las señales que guiarían mis pasos a partir de ahora. Mi amiga Megan iba a casarse en Chicago. El hombre de su vida apareció en el peor momento y su historia de amor no fue fácil, pero lo habían superado y estaban dispuestos a poner un broche de oro a su relación. Me sentía muy feliz por ella, pero, en el fondo, también notaba ese pellizco de envidia que me recordaba que yo jamás había tenido algo así, que no sabía lo que era estar enamorada, que nunca le había dado importancia al amor y ahora quizá fuera tarde para encontrarlo. Había prescindido de las cosas sencillas, de los paseos al atardecer, de las manos entrelazadas o de la complicidad de un beso.
Tomé nota mental de llamar a Megan en los próximos días, cuando me encontrara menos conmocionada y tuviera claro qué decirle. No estaba de humor para una boda, pero era la única amiga de verdad que conservaba, una que no se movía por intereses y a la que no le importaba el número de ceros de mi cuenta corriente.
Nos conocimos en una tienda de lencería cuando intentaba comprarse algo para sorprender al hombre con el que había empezado a verse. Tenía un gusto pésimo y la dependienta no la trató demasiado bien. Por primera vez en mi vida, vi más allá del aspecto de una persona, pasé por alto sus maneras masculinas y ese mascar chicle que me ponía tan nerviosa. No me acerqué a ella con la intención de entablar una amistad, fue más una obra de caridad, pero sucedió, nos caímos bien, la invité a algunas fiestas y ella me llevó a bares de mala muerte donde yo desentonaba. Éramos como el agua y el aceite, y tal vez por eso congeniamos. Su diminuto apartamento se convirtió en mi lugar favorito porque allí, en medio del caos de Megan, podía ser yo misma. No hablábamos de moda ni de qué color de pintauñas iría a conjunto con el bolso, no importaba cuántas grasas saturadas tuviera una hamburguesa completa o el número de galletas de mantequilla que era capaz de comerme. Hablábamos de problemas, de sentimientos, de nuestras familias y de cómo veíamos el futuro. Hablábamos de cosas de las que no podía hablar con mi círculo de amistades y, durante algo más de un año, forjamos un lazo que se mantuvo atado incluso después de que me marchara a Los Ángeles.
No nos habíamos vuelto a ver más que en un par de ocasiones señaladas, pero nos bastaba con una sencilla llamada de teléfono para recuperar el tiempo perdido; unos minutos de charla eran suficientes para saber que podíamos contar la una con la otra, pese a la distancia que nos separaba.
Ya con la luz apagada y arrebujada entre las mantas, comencé una lista mental de las cosas a las que debía dar prioridad: el divorcio sería la primera. Ponerme al día con los problemas de la empresa me costaría un poco más, pero debía confiar en mí misma y en mi capacidad para afrontar nuevos retos.
—Tendré que vender esta casa —susurré con labios temblorosos y un nuevo dolor en el corazón.
Iba a añorar estar en Kinkaid Way, lejos del bullicio de la ciudad. Era el lugar en el que me refugiaba de todo, aunque la mayor parte del tiempo me viera obligada a vivir en la casa de Arden Oaks, nuestra residencia oficial. Pero, por mucha pena que me diera deshacerme de la propiedad, iba a necesitar cualquier ingreso extra para hacer frente a la situación de KME. También tendría que hacer algo con la residencia de mis padres en Chicago, tal vez contratar un agente inmobiliario para que se hiciera cargo de venderla, como había sugerido Sanders en algún momento de nuestra conversación. Siempre podría alquilar algo un poco más pequeño. Al fin y al cabo, estaba sola…
Sola y muy perdida.
—¿Despedida de soltero? ¿Club de striptease? —preguntó Nick a punto de atragantarse con la cerveza. Austin lo miró con su sonrisa de medio lado y yo puse los ojos en blanco—. ¡Ni hablar!
—Piénsalo, Slater, será la última vez que puedas estar rodeado de tías ligeras de ropa sin que mi hermana te corte los huevos —argumentó Austin mientras daba cuenta del segundo taco mexicano, especialidad del restaurante que había frente a mi edificio de apartamentos—. ¿Tú qué dices, Tyler?
—MC le cortará los huevos igual y luego irá a por ti —respondí con poco entusiasmo—. No le temblará el pulso porque seas su hermano favorito.
—¡No se enterará, eso es lo mejor! Será como cualquier otro viernes de béisbol solo que no iremos a corear a los Sox precisamente. Conozco un club muy selecto, con unas mujeres que te dejan con ganas de vivir mil vidas…
Nick volvió a negar y el bufido de frustración de Austin me hizo sonreír. Si mi hermano Thomas hubiera estado presente, la decisión hubiera estado más equilibrada. Pero el pequeño de la familia estaba perdido en la selva amazónica en pleno reportaje para la universidad y, con toda seguridad, no regresaría a Chicago hasta la boda de MC y Nick.
—Entonces ¿qué proponéis? Algo habrá que hacer, ¿no? —insistió Austin—. ¿Qué tal un viaje a Las Vegas? Un poco de Black Jack, un poco de espectáculo, tías en tanga, bailes sensuales…
—¿Estás seguro de que este tío es de tu familia? —me preguntó Nick, tan harto como yo del parloteo de mi hermano.
Me encogí de hombros y disimulé una sonrisa. La batalla contra Austin tendría que librarla él solito. Yo ya había vivido suficientes iniciativas de los mellizos como para saber que, si algo se les metía entre ceja y ceja, no paraban hasta conseguirlo. Ahora Nick no solo iba a casarse con MC, también tendría que habituarse a la locura de la otra mitad de su futura esposa. No pude evitar compadecerme de él. Era un tipo respetable, trabajador, un listo de cojones, todo había que decirlo, pero un buen tío. Quizá nuestros inicios no fueron muy buenos, pero eso era agua pasada. Ahora, Nicholas Slater también era mi familia y además un buen amigo.
Un inesperado mensaje de cierta rubia me dio la excusa perfecta para largarme de una vez. Brenda Ayers, la sanitaria del parque 45, estaba muy interesada en revisar conmigo el informe de la intervención en la que habíamos coincidido la semana pasada. También estaba muy interesada en otros aspectos que nada tenían que ver con el cuerpo de bomberos de Chicago, pero sí con el mío.
—El trabajo me llama —me excusé.
Tecleé una respuesta afirmativa y dejé un par de billetes sobre la mesa antes de levantarme.
—¿Adónde vas? ¡Pero si hoy no tienes turno hasta la noche! No hemos decidido nada aún, Tyler —se quejó Austin.
—Estoy convencido de que entre Nick y tú llegaréis a un entendimiento razonable. Eres abogado, hermano. Demuestra que tus argumentos son buenos también fuera del tribunal.
—Lo tiene difícil —murmuró Nick con una mano sobre la boca.
—Ya me contaréis el resultado. Tengo prisa. —Mi sonrisa me delató.
—¿Es por una tía? —preguntó mi hermano, indignado—. Nos dejas por una tía, ¿verdad? ¿Quién es? ¿La sanitaria? ¿Cómo se llamaba? ¡Oh, Dios! Esa chica tiene un culo de los que no quieres soltar jamás. ¿Cómo era? ¿Tania? ¿Tara?
—Tatiana. Y no, no es ella. —De sanitarias iba la cosa.
Me subí la cremallera de la cazadora y me ajusté la bufanda, el frío del mes de febrero era capaz de colarse hasta el mismísimo tuétano. Brenda vivía en el extremo opuesto de Chicago y mi camioneta estaba en Rockford desde hacía una semana. Mi padre se había cargado la transmisión de su coche y mi pick up siempre era el comodín. No me importaba, yo disponía de la niña de mis ojos, una Suzuki GSX, mucho más rápida y fácil de aparcar.
Cuando me puse el casco y escuché el ronroneo del motor, un agradable cosquilleo me recorrió la espalda hasta la yema de los dedos. Adoraba la sensación de libertad que me provocaban aquellas dos ruedas sobre el asfalto o tal vez mi emoción tenía que ver con lo que me esperaba en casa de Brenda. Era un hijo de puta con suerte, no me cabía ninguna duda.
***
Llegué al parque de bomberos con el tiempo justo para cambiarme antes de mi turno. La tarde había sido salvaje y mi sonrisa era buena prueba de ello.
—¡Gallagher! —gritó el asistente del capitán desde el pasillo de los vestuarios—. Tienes una llamada. ¡Es tu hermana!
¿Y qué diablos quería MC ahora? Terminé de guardar mis cosas en la taquilla y me tomé mi tiempo hasta llegar a la oficina. El número reflejado en la pantalla digital de la centralita no era el de su móvil, sino el de la 52, el parque de bomberos en el que ella trabajaba.
—Espero que sea algo importante, enana —dije nada más sujetar el auricular con el hombro—. Si me dices que es sobre la boda, te denunciaré a tu capitán. Estoy seguro de que a Grant le encantará saber que usas los recursos del parque para cuestiones particulares.
—Capullo —masculló y me hizo reír—. No es sobre la boda.
—Vale. Dispara, entro ahora y tengo que hablar de algunos asuntos con los del turno anterior antes de que se larguen. ¿Qué pasa?
—Necesito… necesito un favor… personal.
—MC… —le advertí.
—¡Vale, sí, es sobre la boda! —exclamó, enfadada—. ¡No puedo hacerlo yo todo, ¿sabes?! Nick está ocupado con un nuevo estudio médico, Thomas está perdido por la selva y Austin está de un tonto subido que no lo aguanto. A lo mejor cree que comportándose como un gilipollas no me voy a enterar de lo de la despedida de Nick. ¡Un club de striptease, por favor!
Dios, cómo adoraba a mi hermana. Era igual de insoportable que el resto de la familia, incluso más, pero era extraordinaria y había encontrado en Nick la horma de su zapato.
—Deja de lloriquear, nenaza —la pinché—. Ve al grano.
—¿Se lo contarás a Grant? Ya sabes que esto de la boda lo tiene un poco jodido.
¿Tal vez porque fuise su prometida antes de conocer a Nick? Me moría de ganas de soltar un comentario así, pero me mordí la lengua. Fueron las infidelidades de mi querido amigo, el capitán Grant Hogan, las que acabaron con la relación.
—MC, tienes dos segundos para contarme lo que sea que quieres antes de que cuelgue.
—Necesito que recojas a mi amiga AJ en el aeropuerto el próximo viernes —soltó sin respirar. Cuando ya iba a negarme en redondo, prosiguió—. Y luego, el día de la boda, tienes que llevarla al hotel.
—¿Qué soy yo, el puto chófer de Miss Daisy? Que coja un taxi.
—Le dije que me encargaría de todo. No quiero que esté sola. Su padre acaba de morir y no se encuentra muy bien. Y tú estás libre.
—El viernes tengo turno doble, así que olvídalo —dije con la vista fija en el cuadrante de las brigadas.
—De acuerdo, pues la llevarás al hotel el sábado, ¿capito?
—Repito: que coja un jodido taxi.
—No seas grosero. No te estoy pidiendo que te cases con ella, solo tienes que recogerla en su casa y llevarla al hotel. Te mandaré su dirección.
La señal de aviso sonó en el parque de la 52 y MC maldijo de una forma muy poco femenina. Masculló una despedida rápida, un «te quiero» más rápido aún y colgó sin darme opción a responder que yo también la quería. No creo que lo esperara de mí, era el único Gallagher que jamás expresaba sus sentimientos, pero en las últimas semanas, con el rollo de los preparativos para el gran día, la relación con mis hermanos se estaba estrechando y, lejos de sentirme agobiado, debía admitir que estaba disfrutando con sus muestras de afecto.
La alarma de mi parque rompió la calma en la centralita. Se requería una ambulancia y a la 13 en un incendio a pocas manzanas de allí. Era hora de dejar a un lado las tonterías sentimentales y ponerse a trabajar.
Allí estaba de nuevo, imponente, majestuoso. Mi hogar.
Los ojos se me inundaron de recuerdos y el conocido dolor de la nostalgia me apuñaló una vez más el corazón mientras el taxista silbaba de admiración.
La valla exterior se abrió en cuanto tecleé el código en la aplicación del teléfono y, casi al mismo tiempo, me entró una llamada de Megan.
—¿Has llegado ya? ¿Ha ido bien el vuelo? Ay, me muero de ganas de verte y darte un abrazo. ¿Cómo te encuentras?
Se me escapó la risa y también las lágrimas. Volver a casa se hacía un poco menos doloroso con la voz de Megan pegada al oído. Aun así, cuando miré hacia los grandes ventanales de la planta baja, los ojos se me empañaron todavía más. Mi madre solía apartar las cortinas para verme llegar a casa de regreso del colegio mientras me sonreía con dulzura. Era tan bonita y desprendía tanta luz… La eché de menos desde el mismo momento en que escapó de sus labios su último suspiro y, aunque ya no era tan duro pensar en ella, todavía me ahogaba cuando despertaba en mitad de la noche y era consciente de que nunca más volvería a disfrutar de su compañía ni de sus palabras de aliento. Desde hacía un tiempo, esa maldita sensación se había hecho más profunda y convivía conmigo para recordarme que estaba sola, que ya no tenía a nadie.
—Acabo de llegar ahora mismo —respondí indicándole al taxista con un gesto dónde dejar las maletas.
Pagué la carrera y, al cerrar la puerta, agradecí tener a mi amiga al teléfono. No hubiera podido soportar el silencio de aquella casa.
Todo estaba sumido en una inquietante penumbra, solo interrumpida por algún haz de luz que se colaba entre las cortinas. Olía a cerrado, pero el perfume floral que mis sentidos recordaban todavía flotaba en el aire, como si se negara a abandonar la casa. Sanders se había encargado de redactar los contratos de cese del personal doméstico y me dio mucha pena ver los muebles cubiertos por sábanas. Causaban una visión fantasmagórica.
—Todo tiene un aspecto tan triste…
—Ya me imagino, no debe de ser fácil. Por eso era buena idea que alguien de mi familia te recogiera, para que no estuvieras sola en este momento —me recordó—. También podrías haber aceptado mi invitación y haberte quedado en mi casa, pero como eres tan cabezota…
—Tu casa debe de ser un caos ahora mismo y tampoco necesito chófer, Megan —insistí, como las mil veces anteriores en que había sugerido que me acompañasen a casa desde el aeropuerto—. Esto es algo que prefiero hacer sola. Mejor antes que después. A fin de cuentas, tengo que dormir aquí hasta que encuentre un apartamento.
—Vas a venderla, ¿no? Quizá sea lo mejor.
—Sí, es lo mejor, pero duele.
Descorrí los pesados cortinajes y levanté un ejército de motas de polvo, las únicas inquilinas desde que papá murió.
—¿Estás preparada para el gran día? —le pregunté para distraer mis pensamientos.
—¡No! Bueno, sí, pero hay tantas cosas que hacer aún y Nick está tan liado… Puede que acabe matando a alguien antes de mañana. Mi madre está insoportable, mis hermanos me rehúyen… —lloriqueó—. No quería cogerme días libres en el parque para no joderle los turnos a Grant, pero no me ha quedado más remedio. Si no me ocupo yo de los detalles, nadie lo hace.
—Todo va a salir bien —la tranquilicé. Estaba segura de ello—. Será una boda maravillosa.
—Me alegro mucho de que estés aquí y de que vayas a quedarte, Alice —dijo con un súbito cambio de tono en la voz—. Te echaba de menos.
—Y yo a ti, futura señora de Nicholas Slater —bromeé. Sabía cuánto le molestaba que la llamara así.
—Sí, muy graciosa —ironizó—. Oye, esta noche tenemos cena familiar en un restaurante del centro. Si no estás muy cansada y te apetece venir…
—Me encantaría, pero no sería una buena compañía. Estoy muerta.
—Lo sé, lo sé, descansa, ¿vale? Mañana te recogerá Tyler sobre las cuatro para llevarte al hotel.
—¿Tyler? —«Ay, Dios», pensé—. Ya te he dicho que no es necesario, de verdad. —La oí chistar para hacerme callar y cerré los ojos con fuerza—. Vale, vale, tú ganas.
Un rato después de colgar, aún me rondaba la cabeza la mención a Tyler. Tenía un vago recuerdo de él, un recuerdo distorsionado por el tiempo, pero, como cualquier cosa que se conserva con cariño, guardaba en la memoria ciertos gestos de aquel chico impetuoso: su sonrisa ladeada, el brillo de una mirada, su forma de inclinar la cabeza para prestar atención, la mano en la nuca cuando se ponía nervioso… Fue un amante sobresaliente, pero lo nuestro, esa relación a escondidas, transgresora y peligrosa, llegó en un momento equivocado.
¿Qué habría sido de su vida? Lo único que sabía por Megan era que seguía siendo bombero en el mismo parque que hacía diez años. Pero ¿y lo demás? ¿Seguiría viviendo en aquel diminuto apartamento en Englewood? ¿Estaría casado? Seguro que sí, era demasiado bueno para seguir soltero. Además, le gustaban los niños. Y el béisbol.
Y le gustaba yo. Pero eso era parte del pasado.
***
Fue extraño moverme por la casa con tanta calma. El salón, que en otro tiempo me pareció la estancia más preciosa que habían visto mis ojos, me resultó anticuado esa noche. La decoración que quedaba a la vista era horrenda, aunque no tanto como la que continuaba escondida bajo las sábanas. Sin embargo, al pasar a la cocina me llevé la mano al pecho y presioné para aliviar la emoción. Había habido tanta ternura en aquel espacio que ni el paso del tiempo había logrado borrarla. Mi padre fue un gran cocinero y hubiera podido ganarse la vida con ello de no haber sido por la pasión que sentía por su empresa. Alrededor de aquella preciosa isla de mármol blanco habíamos bromeado, reído y discutido casi a diario. De allí habían salido los mejores olores de mi vida: a tortitas de domingo, a café de lunes, a postres que aún me hacían salivar de pensarlos, a pavo de Navidad…
Acaricié la encimera, ahora sin vida, desprovista de manchas y utensilios; contuve el impulso de abrir los armarios a sabiendas de que dentro no encontraría nada que me recordara a ellos, y me sentí la peor hija del mundo por haber permitido que el orgullo me hubiera alejado del único sitio que siempre sería mi hogar. Mi dulce hogar.
Había tardado diez años en darme cuenta de algo tan importante.
Tras inspeccionar el resto de la casa y deshacer parte del equipaje, me puse ropa cómoda, hice gala de toda mi destreza para encender la caldera y conecté la calefacción. No me había dado cuenta del frío que hacía hasta que salí de mi dormitorio y una nubecilla de vaho se me escapó de los labios. Hubiera dado cualquier cosa por un buen fuego en la chimenea de la sala de estar, pero iba a tener que conformarme con taparme hasta el mentón a la espera de la pizza y el caldo de pollo que había pedido por teléfono. Mi particular cena de bienvenida.
Debí de quedarme dormida después del considerable atracón. Cuando abrí los ojos, el tenue resplandor de la mañana me provocó un quejido y me cubrí la cabeza con la manta para dejar de escuchar el molesto sonido que me taladraba la cabeza. Pasaron unos segundos hasta que descubrí que era el tono de llamada que le había asignado a Hugh el que me mortificaba. En el reloj del salón aún no habían dado las diez, las ocho en Sacramento. Tenía un exmarido muy madrugador, la verdad.
—¿No has oído hablar de la diferencia horaria? —pregunté adormilada.
Ahogué un bostezo contra la mano y me permití remolonear en la comodidad del sofá.
—No me vengas con esas, en Chicago hay dos horas más que en Sacramento.
—Touché! —le concedí con una risilla—. ¿Qué pasa?
—Pues pasa que no puedes hacer las cosas sin avisarme, Alice. Ya sabes cómo funciona mi vida.
«Uy, el senador Anderson está molesto», pensé. Supongo que por el sobre que le mandó mi abogado antes de que me fuera de Sacramento.
—Si te refieres a los papeles del divorcio, solo tienes que firmar donde pone tu nombre —le expliqué como si fuera un niño pequeño.
—¡Teníamos un trato, maldita sea, Alice! ¡No puedes hacerme esto!
Ni me inmuté. Sus gritos eran tan falsos como algunas de las promesas que hacía en sus mítines. Hablaba su orgullo herido y sabía que antes o después se arrepentiría de ser desagradable conmigo. La imagen que América tenía de su senador por California, uno de los más prometedores en política, era de un hombre contundente, serio, despiadado en sus negociaciones; pero tan solo era una máscara que había ido perfeccionando con los años.
—Oh, ya lo creo que puedo. ¿Y sabes por qué? —No esperé a que respondiera, no quería escuchar ni una tontería más—. Porque a la prensa le encantaría nuestra historia: «La increíble mentira de un romance», podríamos llamarla. Estoy convencida de que eso despejaría las dudas de todos los que aún se preguntan por qué el senador más conservador de la Cámara no tiene una gran familia feliz con hijos y más hijos. Aunque ahora que lo pienso… Quizá les interese más conocer ciertos aspectos de la financiación de tus campañas que tu gabinete ha sabido mantener ocultos…
—¿Me estás amenazando? No te reconozco —masculló.
—Firma los papeles, anda.
—¿Qué diría tu padre? —Apelar a la memoria de Jefferson Lynch no iba a servirle de nada—. Estaría tan avergonzado…
—Deja a mi padre en paz, por favor. Esto es entre tú y yo. Ya no tenemos que fingir nada. Se acabó, Hugh, se acabó la farsa. Ahora que estoy al frente de KME lo que menos necesito son más problemas. Tengo que centrarme en levantar la empresa.
—Pues si no quieres más problemas, ¿por qué divorciarnos? Yo podría ayudarte con la gestión.
—No.
—Alice… —se exasperó—. Solo eres una niña con un juguete nuevo que no sabe dar ni un paso sin un bolso de Gucci colgando del brazo. ¿Qué harás cuando no te quede dinero ni para comprarte unas bragas de segunda mano?
—Pues iré sin bragas. A lo mejor eso también le interesa la prensa—añadí con fingida inocencia. A continuación, recuperé mi tono más categórico y puse el punto final—. Firma los papeles, sabes que no tienes opción. No hace falta que lo hagas público y si se enteran y te preguntan, di que teníamos incompatibilidad de caracteres, cuéntales que se acabó el amor o lo que se te ocurra. Si te portas bien, tal vez con el tiempo sufra una amnesia que borre algunos de los recuerdos que guardo en mi memoria. Te puedo asegurar que muchos de ellos desearía arrancármelos de cuajo.
—Me quieres demasiado para sacar a la luz mis trapos sucios.
—Ponme a prueba.
—Tú también fuiste infiel, yo podría hacer lo mismo.
—¿Y quién saldría perdiendo si se supieran mis aventurillas? ¿A quién señalarían?
—Alice… No me hagas esto.
—Sabes tan bien como yo que es lo mejor, que deberías replantearte tu futuro en la política y que no te hace bien seguir…
—¡Ya lo sé!
—Pues, si lo sabes, empieza por firmar el divorcio. Es más fácil que te adelantes a la prensa antes de que se haga oficial que estoy en Chicago y que pienso quedarme.
—Eres muy cruel. Sabes que mi situación es…
—Ya sé cuál es tu situación. Y hablando de eso, ¿has ido a hacerte…?
—¡No cambies de tema, maldita sea! Prométeme que no…
—Adiós, Hugh.
Colgué. Sin más.