Cuando te enamores del viento - Patricia A. Miller - E-Book

Cuando te enamores del viento E-Book

Patricia A. Miller

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Beschreibung

Criar a una niña de tres años y sobrevivir en la gran ciudad eran los dos únicos objetivos de Lydia Martins, una joven camarera sin más familia que sus compañeras de trabajo. Conseguir el puesto de socio de uno de los mejores bufetes de abogados de Chicago y huir de cualquier compromiso emocional, eran las principales metas de Austin Gallagher, el mayor seductor del estado de Illinois. Un día de viento, una mirada cálida y un número de teléfono en la cuenta del desayuno tuvieron la culpa de que sus caminos se entrelazaran y acabaran enredados. O tal vez fue una mano amiga, o el destino, ese traidor que no entiende de negativas cuando se empeña en unir a dos personas. Austin nunca decía que no a un reto. Lydia nunca decía que sí a una cita. Pero él tenía algo que ella deseaba: una familia increíble. Y ella algo a lo que él no pudo resistirse: Sophia.

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- 61 -
- Epí­lo­go -
Agra­de­ci­m­ien­tos

Título ori­gi­nal: Cuando te ena­mo­res del viento

© 2020 Pa­tri­c­ia Ro­drí­g­uez Huer­tas

____________________

Diseño de cu­b­ier­ta y fo­to­mon­ta­je: Eva Olaya

___________________

1.ª edi­ción: marzo 2021

De­re­chos ex­clu­si­vos de edi­ción en es­pa­ñol re­ser­va­dos para todo el mundo:

© 2021: Edi­c­io­nes Ver­sá­til S.L.

Av. Dia­go­nal, 601 planta 8

08028 Bar­ce­lo­na

www.ed-ver­sa­til.com

____________________

Nin­gu­na parte de esta pu­bli­ca­ción, in­cl­ui­do el diseño de la cu­b­ier­ta, puede ser re­pro­du­ci­da, al­ma­ce­na­da o trans­mi­ti­da en manera alguna ni por ningún medio, ya sea elec­tró­ni­co, quí­mi­co, me­cá­ni­co, óptico, de gra­ba­ción o fo­to­co­p­ia, sin au­to­ri­za­ción es­cri­ta del editor.

- 1 -

Lydia

Mayo de 2018

—¡Vamos, hazlo! ¿Qué puedes perder? Si un chico así me mirara como te ha mirado ese a ti, no le daría mi número de te­lé­fo­no, le daría mi vida entera.

«Exa­ge­ra­da», pensé.

Mi jefa veía ro­man­ces y gran­des his­to­r­ias de amor a diario en las mi­ra­das de las pa­re­jas de cl­ien­tes, en sus son­ri­sas, en sus gestos de de­ses­pe­ra­ción mien­tras es­pe­ra­ban, aunque no su­p­ie­ra si se tra­ta­ba de una cita. Me­lin­da era una ro­mán­ti­ca em­pe­der­ni­da y me había puesto en su punto de mira.

Pero lo cierto era que el hombre de la mesa siete era guapo, más que guapo. Lo había traído una ráfaga de viento y la ca­fe­te­ría entera había sus­pi­ra­do al verlo entrar. Pa­re­cía uno de esos eje­cu­ti­vos que te miran de arriba abajo y parece que te es­ca­ne­en. Y sí, a mí me había hecho un TAC in­te­gral. Y sí, yo le había son­re­í­do. Dos veces. Tres, si con­ta­ba la son­ri­sa que aca­ba­ba de lan­zar­le.

—A al­g­u­ien se le van los ojos hacia la mesa sie­te­e­e­ee —can­tu­rreó mi com­pa­ñe­ra Jess al pasar con la ban­de­ja re­ple­ta de platos sucios.

—De­jad­lo ya. ¿Es que no veis que está acom­pa­ña­do?

—¡Bah! Nada im­por­tan­te. La chica es muy bonita, pero tienen una con­ver­sa­ción de­ma­s­ia­do formal —ob­ser­vó Me­lin­da—. Por cierto, él se llama Austin. —Le­van­té una ceja, sus­pi­caz. Seguro que se lo estaba in­ven­tan­do. Como siem­pre—. Es verdad. He oído como ella lo lla­ma­ba así al servir el pedido de la mesa ocho.

—Es un nombre bonito —dijo Jess con un guiño muy su­ge­ren­te—. Dale tu número. Si tiene in­te­rés te lla­ma­rá.

¿Darle mi número? ¿Es que se había vuelto loca? Que tra­ba­já­ra­mos en una ca­fe­te­ría que podría ser la lo­ca­li­za­ción de una pe­lí­cu­la ro­mán­ti­ca no sig­ni­fi­ca­ba que la vida fuera de color de rosa. Podía ton­te­ar un poco con los cl­ien­tes guapos, pero mi des­ca­ro aca­ba­ba ahí.

Hui de ellas con el pedido de la mesa seis. Es­ta­ban muy col­ga­das, o muy abu­rri­das, que era mucho peor. Se habían em­pe­ña­do en re­ac­ti­var mi vida sen­ti­men­tal y ya habían dejado claro que mi opi­nión no con­ta­ba. Creían en el amor, «el amor está en el aire», decían. Pero eso solo eran gi­li­po­lle­ces. Hacía tiempo que había dejado de creer en cuen­tos de prin­ce­sas o en his­to­r­ias a lo Ofi­c­ial y ca­ba­lle­ro. Los hom­bres, cuanto más lejos, mejor.

Desde que me quedé em­ba­ra­za­da de Sophia no había vuelto a estar con nadie. No me in­te­re­sa­ba. Mi pe­q­ue­ña fiera de dos años era todo lo que ne­ce­si­ta­ba para sen­tir­me com­ple­ta, y lo demás había que­da­do re­le­ga­do a un se­gun­do plano.

—Está pi­d­ien­do la cuenta —su­su­rró Jess—. Yo te la pre­pa­ro y se la llevas con tu mejor son­ri­sa.

Me pe­lliz­có las me­ji­llas, me arre­gló el pelo y me de­sa­bro­chó un botón más de la blusa del uni­for­me. Luego, puso el pla­ti­llo del ticket en mis manos y me empujó hacia el pa­si­llo.

Si hu­b­ie­ra sabido que mi número de te­lé­fo­no estaba es­cri­to en el revés de la cuenta jamás se la hu­b­ie­ra en­tre­ga­do, jamás le hu­b­ie­ra vuelto a son­re­ír. Y jamás, ¡jamás!, le hu­b­ie­ra gui­ñan­do un ojo a ese hombre. ¡Jamás!

Austin

Me guardé la cuenta en el bol­si­llo de la ame­ri­ca­na y Alice soltó una car­ca­ja­da. ¡Qué es­pe­ra­ba! La ca­ma­re­ra era pre­c­io­sa, muy de mi estilo: rubia, pelo largo, buenas curvas y mirada pro­vo­ca­do­ra. Su son­ri­sa era su­ge­ren­te, pero no tanto como ese escote que in­si­n­ua­ba algo mucho más ten­ta­dor.

—¿Vas a lla­mar­la? ¿En serio?

—Pro­ba­ble­men­te. Ese uni­for­me rosa ha des­per­ta­do mi cu­r­io­si­dad.

—Eres in­cre­í­ble.

Alice, que se había mos­tra­do muy pe­si­mis­ta du­ran­te el al­m­uer­zo, volvió a reír y me dio un beso en la me­ji­lla antes de me­ter­se en el taxi que había parado para ella. Me gustó arran­car­le una son­ri­sa. Su em­pre­sa estaba atra­ve­san­do una si­t­ua­ción com­pli­ca­da, y yo estaba in­ten­ta­do ayu­dar­la en todo lo que fuera po­si­ble. Era mi tra­ba­jo: abo­ga­do mer­can­til o un «ven­de­mo­tos», como decía mi madre.

Empecé mi tr­a­yec­to­r­ia pro­fe­s­io­nal vol­cán­do­me por com­ple­to en la rama penal de la abo­ga­cía, pero me di cuenta en­se­g­ui­da de que aq­ue­lla no era mi vo­ca­ción. A mí me iba más la ne­go­c­ia­ción en los des­pa­chos, re­sol­ver dis­pu­tas entre em­pre­sas, iden­ti­fi­car ries­gos, ase­so­rar en la firma de con­tra­tos… En re­su­mi­das cuen­tas: sim­pli­fi­car las cosas a los em­pre­sa­r­ios. Y co­bra­ba bien, muy bien. Trusk, Eaton and As­so­c­ia­tes era uno de los bu­fe­tes más pres­ti­g­io­sos de Chi­ca­go, y yo era un hijo de puta con mucha suerte.

Pero en aquel asunto de Alice no iba a ver ni un cen­ta­vo. Era amiga de mi única her­ma­na, MC, la conocí en su boda, y, si mi in­t­ui­ción mas­cu­li­na no me fa­lla­ba, había algo entre mi her­ma­no mayor y ella que tenía pinta de con­ver­tir­se en una re­la­ción en toda regla. Ojalá fuera así, porque Alice era una mujer de armas tomar y Tyler ne­ce­si­ta­ba que al­g­u­ien le bajara un poco los humos.

Le­van­té la mano para de­cir­le adiós y, cuando la perdí de vista, volví a la ca­fe­te­ría.

Las cam­pa­ni­llas de la puerta me de­la­ta­ron, las dos ca­ma­re­ras que ser­ví­an en ese mo­men­to se que­da­ron con­ge­la­das al verme de nuevo. Sus mi­ra­das se mo­v­ie­ron al uní­so­no hacia el in­te­r­ior de la cocina y les sonreí por aq­ue­lla in­for­ma­ción in­vo­lun­ta­r­ia y si­len­c­io­sa.

Las puer­tas dobles se abr­ie­ron y ella apa­re­ció con dos platos de en­sa­la­da y las me­ji­llas en­cen­di­das.

—Jess, el pedido de la mesa cuatro… —Man­tu­vo las manos sus­pen­di­das sobre la barra al en­con­trar­se cara a cara con­mi­go. Luego soltó los platos con de­ma­s­ia­da brus­q­ue­dad—. ¡Jess, mesa cuatro!

Des­ple­gué mi es­tu­d­ia­da son­ri­sa de chico bueno en­can­ta­do de ha­ber­se co­no­ci­do, pero ella ni se inmutó. Por norma ge­ne­ral, las mu­je­res se son­ro­ja­ban ante ese gesto, o sus­pi­ra­ban, o mo­ja­ban las bragas, como siem­pre pun­t­ua­li­za­ba mi her­ma­na. Pero esta chica era inmune, y eso me pro­vo­ca­ba más cu­r­io­si­dad. ¿Por qué una mujer que me daba su número de te­lé­fo­no se mos­tra­ba tan in­di­fe­ren­te?

—¿Se te ha ol­vi­da­do algo? —me pre­gun­tó.

—No, no, solo quería saber… Tal vez po­drí­as ex­pli­car­me qué sig­ni­fi­ca esto. —Ex­tra­je la cuenta del in­te­r­ior de la ame­ri­ca­na y la dejé sobre la barra.

—Es tu cuenta. No veo cuál es el pro­ble­ma. —Se cruzó de brazos y me ofre­ció una pa­no­rá­mi­ca in­cre­í­ble del encaje blanco de su su­je­ta­dor—. ¿Es que qu­ie­res poner una re­cla­ma­ción?

—Me re­f­ie­ro a esto. —Le di la vuelta a la nota y le señalé los nú­me­ros es­cri­tos con bo­lí­gra­fo rojo—. Es tu te­lé­fo­no, ¿no?

Algo en su ex­pre­sión me dijo que ella no tenía nada que ver con eso. Buscó a sus com­pa­ñe­ras con la mirada en­cen­di­da y las en­con­tró es­p­ian­do la escena desde el otro lado de la sala.

—Lo siento, creo que mi amiga Jess ha debido de pensar que tú… y yo… Ol­ví­da­lo, por favor. Esto es muy bo­chor­no­so.

In­ten­tó re­cu­pe­rar el papel, pero fui más rápido. Era mi cuenta y pen­sa­ba con­ser­var­la.

—Oh, no, no voy a ol­vi­dar­lo. Ahora me siento en la obli­ga­ción de quedar con­ti­go.

—Pues te libero de esa obli­ga­ción. Ha sido una broma de mal gusto. Lo la­men­to.

—Vaya. —Fingí sen­tir­me ape­na­do, in­clu­so hice un leve pu­che­ro—. Pensé que podría in­vi­tar­te a un café al ter­mi­nar tu turno.

—Lo siento, no puedo.

—¡Sí puede! —ex­cla­mó la ca­ma­re­ra más joven, car­ga­da con una ban­de­ja de vasos—. Vamos, Lydia. El chico es guapo y sim­pá­ti­co.

—Soy guapo y sim­pá­ti­co —le repetí le­van­tan­do las cejas de forma cómica—. Y soy un tipo de fiar. Soy abo­ga­do.

—Como si eres Tom Cruise.

—¿No sal­drí­as con Tom Cruise? —me sor­pren­dí, pero estaba ani­ma­do y ella ya no pa­re­cía tan in­có­mo­da—. En­t­ien­do, no te gustan las na­ri­ces gran­des. ¡Qué suerte! La mía es pre­c­io­sa, ¿no crees?

—Ya lo creo —co­men­tó la tal Jess de pasada—. Y es más alto.

—¿Lo ves? Guapo, alto, sim­pá­ti­co y con una nariz de lujo. Soy un par­ti­da­zo.

—Lo siento, pero no estoy in­te­re­sa­da.

Cogí uno de los te­ne­do­res de postre que había sobre la barra y fingí un apu­ña­la­m­ien­to en el co­ra­zón con toda la te­a­tra­li­dad que había apren­di­do de mi her­ma­na me­lli­za. Las risas y los mur­mu­llos de los co­men­sa­les lle­na­ron el am­b­ien­te, las ca­ma­re­ras se rieron a car­ca­ja­das y logré que Lydia, la mujer más im­pla­ca­ble de cuan­tas había co­no­ci­do hasta el mo­men­to, se son­ro­ja­se le­ve­men­te. Fue todo cuanto con­se­guí de ella aquel primer día.

Tenía una reu­nión im­por­tan­te y lle­ga­ría tarde si no me mar­cha­ba.

—Te lla­ma­ré —le dije con mi son­ri­sa de medio lado. Alcé la cuenta y la agité para re­cor­dar­le que tenía su número—. Por si cam­b­ias de pa­re­cer.

—No lo haré —ase­ve­ró, pero no me quedé a re­ba­tír­se­lo.

Me des­pe­dí de sus com­pa­ñe­ras con un guiño y salí de la ca­fe­te­ría con­ven­ci­do de que no tar­da­ría mucho en volver.

- 2 -

Lydia

—Me rindo, de verdad, no puedo más. ¿TDAH? ¡Si solo tiene dos años, joder! —De­lan­te de Jess podía hablar como me diera la gana sin pa­re­cer la peor madre del mundo—. Solo tiene dos años.

—Cál­ma­te, anda. Tú lo has dicho, tiene dos años y eso solo es un diag­nós­ti­co de mierda de una cui­da­do­ra inútil. —Ella sí que sabía cómo ha­cer­me sentir bien. Me sirvió un vaso de zumo de na­ran­ja y se sentó a mi lado—. No le hagas caso. Lla­ma­ré a mi amiga Marla y le diré que le haga un hueco a Sophia.

—No puedo pagar a tu amiga Marla —gi­mo­teé—. No me lo cubre el seguro, ¿re­c­uer­das?

—Ha­bla­ré con ella, dé­ja­me­lo a mí. No os podrá re­ci­bir en el hos­pi­tal, pero tiene con­sul­ta pri­va­da.

Me tapé la cara con las manos y sus­pi­ré. Odiaba que tu­v­ie­ran que ha­cer­me fa­vo­res y me sentía ago­ta­da. La si­t­ua­ción de Sophia se hacía in­sos­te­ni­ble, solo podía pensar en salir co­rr­ien­do y no parar. ¿Qué iba a hacer si ne­ce­si­ta­ba cui­da­dos es­pe­c­ia­les? Yo tenía que tra­ba­jar, no podía estar con ella todo el día, y los jar­di­nes de in­fan­c­ia con per­so­nal es­pe­c­ia­li­za­do eran de­ma­s­ia­do caros. Todo era de­ma­s­ia­do caro.

—Po­drí­as hablar con Me­lin­da y…

—Me­lin­da ya me ha pres­ta­do mucho dinero y no quiero pe­dir­le más. Haría lo que fuera por Sophia, in­clu­so en­d­eu­dar­se, cuando le queda tan poco para ju­bi­lar­se. No lo voy a per­mi­tir.

—Ya —dijo ape­na­da—. Sé que tienes razón, pero tam­bién sé que para Me­lin­da somos como sus hijas y le dolerá saber que no has con­ta­do con ella para una cosa así.

—Ha­bla­mos de mucha pasta, Jess. No son un puñado de dó­la­res.

—¿Y una de esas fun­da­c­io­nes que con­ce­den ayudas para niños? El otro día salió en el Canal 8 un médico gua­pí­si­mo ha­blan­do del gran tra­ba­jo que es­ta­ban ha­c­ien­do con un montón de niños de Chi­ca­go. ¿Cómo se lla­ma­ba? ¿Slater?

—Da igual, nadie regala nada. ¿Crees que entrar en una de esas ins­ti­tu­c­io­nes no cuesta dinero? —Quiso re­pli­car, pero se lo impedí—. Cam­b­ie­mos de tema, ¿vale? Ne­ce­si­to pensar en cual­q­u­ier otra cosa.

El do­min­go, en su casa, me animó la comida con­tán­do­me los úl­ti­mos chis­mes de sus ve­ci­nos; una pareja de jó­ve­nes uni­ver­si­ta­r­ios, que lo mismo se gri­ta­ban que se ma­ta­ban a polvos. Co­men­ta­mos tam­bién el último libro que ha­bí­a­mos leído y que, como siem­pre que elegía Jess, a ella le había en­can­ta­do y a mí no, y eso nos llevó de cabeza a sacar el tema del chico de la ca­fe­te­ría.

—Tienes que dejar de leer no­ve­las ro­mán­ti­cas, joder, Jess.

—¿Por qué? ¿Porque creo que ese tío en­ca­ja­ría muy bien con­ti­go? Ha estado vi­n­ien­do toda la semana solo para verte.

—¡No viene por mí! —Puse los ojos en blanco por ené­si­ma vez—. Viene por las tor­ti­tas.

—¡Venga ya! Ni tú te crees eso. —Me dio un pe­q­ue­ño em­pu­jón que me hizo reír. La verdad es que Jess tenía razón—. Sal con él. ¿Qué hay de malo? Un poco de charla, un poco de di­ver­sión, un poco de sexo… ¡Por Dios, Ly, jura por tu hija que no has pen­sa­do en echar un polvo con él!

Miré hacia la ha­bi­ta­ción de Jess donde mi te­rre­mo­to dormía la siesta y negué con la cabeza.

—No me ape­te­ce salir con nadie, ¿tan di­fí­cil es de en­ten­der? Estoy en un punto de mi vida…

—Ne­ce­si­tas sexo, y no hablo de mas­tur­bar­te en la ducha o un de­sa­ho­go ra­pi­di­to con el papi chulo de tu me­si­lla de noche. —Odiaba que usara ese nombre para re­fe­rir­se al ju­g­ue­ti­to que Me­lin­da nos había re­ga­la­do a cada una por Na­vi­dad—. Ne­ce­si­tas sexo guarro, del que te pone los ojos del revés y te deja agu­je­tas una semana.

—Puedo pasar sin eso, gra­c­ias.

—No, no puedes, y lo sabes. Y sabes que ese Austin es un em­po­tra­dor en po­ten­c­ia y por eso te aco­jo­nas.

—¿Em­po­tra­dor en po­ten­c­ia? Estás loca.

—Un tío que es capaz de mirar así, de son­re­ír así y no pa­re­cer un gi­li­po­llas, es un em­po­tra­dor en po­ten­c­ia. ¡Si solo con su voz fue capaz de po­ner­me a mil!

—Pues sal tú con él.

—Lydia, Lydia, Lydia, tienes vein­ti­cin­co años y, si sigues así, vas a volver a ser virgen. No puedes estar tan ce­rra­da. Si dejas es­ca­par al guapo de la ca­fe­te­ría, te vas a arre­pen­tir.

Austin

Fui a de­s­a­yu­nar al Me­lin­da’s Sweets and Coffee cada día de esa semana y de la si­g­u­ien­te. Me sen­ta­ba en la misma mesa, pedía lo mismo de siem­pre y me de­di­ca­ba a ob­ser­var a la chica du­ran­te el tiempo que tar­da­ba en to­mar­me las tor­ti­tas con sirope de fresa. Me pi­lla­ba cerca del des­pa­cho, el café era acep­ta­ble y las jo­di­das tor­ti­tas es­ta­ban para mo­rir­se. Mi her­ma­na ma­ta­ría por la receta; yo ma­ta­ría por la ca­ma­re­ra. No tanto, vale, pero de la cu­r­io­si­dad había pasado a un insano dolor de huevos al llegar el vier­nes… Eso sí era cierto.

—¿Has pedido la cuenta? —me pre­gun­tó Lydia.

Y, como cada día desde hacía cinco, asentí, alar­gué la mano y le rocé los dedos al coger el trozo de papel. Luego, pagué en efec­ti­vo e in­sis­tí una vez más.

—No sé si te lo he pre­gun­ta­do ya hoy, pero ¿te ape­te­ce­ría tomar algo con­mi­go esta noche?

Se rio. Era la pri­me­ra vez que lo hacía y supe que algo había cam­b­ia­do. Du­ran­te la semana había su­fri­do mi­ra­das ful­mi­nan­tes, bu­fi­dos de re­cha­zo, noes la­pi­da­r­ios y si­len­c­ios por res­p­ues­ta. El martes me pidió que no vol­v­ie­ra, el miér­co­les fingió sen­tir­se aco­sa­da y ame­na­zó con de­nun­c­iar­me a la po­li­cía, el jueves in­clu­so se atre­vió a decir que era feo y que no sal­dría con­mi­go, aunque fuera el último hombre del pla­ne­ta. ¡Feo, yo, por favor!

—¿Nunca te rindes?

—Nunca —res­pon­dí con una amplia son­ri­sa de casi vic­to­r­ia.

—No voy a salir con­ti­go.

—Bueno, eso ya lo ve­re­mos.

—No, no lo ve­re­mos. No lo verás.

Miré la hora y vi que era tarde. Me puse en pie con ímpetu y la obli­gué a re­tro­ce­der. Me gus­ta­ba cuando se es­cu­da­ba detrás de la ban­de­ja y se mordía el labio in­fe­r­ior. Ella no se daba cuenta, pero era un gesto jo­di­da­men­te sexy, un gesto que echaba por tierra su pos­tu­ra ce­rra­da ante mi pro­p­ues­ta. Yo le caía bien, a pesar de mi in­sis­ten­c­ia, y no le re­sul­ta­ba in­di­fe­ren­te para nada. Solo era cues­tión de tiempo.

—¿Puedo ha­cer­te una pre­gun­ta? —co­men­té, al tiempo que me arre­gla­ba los puños de la camisa bajo la ame­ri­ca­na.

—Ya estás pre­gun­tan­do, así que…

Me invitó a con­ti­n­uar con un gesto de la mano y una son­ri­sa es­con­di­da bajo una más­ca­ra de de­si­d­ia. Una chica que me con­si­de­ra­ra un tipo feo ya me habría des­pa­cha­do.

—¿Por qué te da tanto miedo decir que sí a algo que te ape­te­ce tanto como a mí? —In­ten­tó con­tes­tar con el ceño frun­ci­do, pero no se lo per­mi­tí—. Solo es un café, una copa, una ham­bur­g­ue­sa, lo que te ape­tez­ca. No te estoy pi­d­ien­do que te cases con­mi­go. Eso ya lo ha­bla­re­mos más ade­lan­te —bromeé y volvió a abrir la boca para con­tra­ta­car—. Solo es una cita. Si no te gusta, si te abu­rres, si no te pa­rez­co un tío en­can­ta­dor, dejaré que huyas cuando vayas al baño. Te lo pro­me­to. —Creí que ya la tenía, que diría que sí—. ¿Y bien? ¿Hay trato?

—Lo siento —dijo des­pués de un largo y es­pe­ran­za­dor si­len­c­io—, mañana tengo que ma­dru­gar. Tal vez en otra oca­sión.

No dijo que no, eso era im­por­tan­te. Dijo: «Tal vez en otra oca­sión», y me bastó. Fue una pe­q­ue­ña vic­to­r­ia que sentí como si me hu­b­ie­ra lle­va­do el premio gordo de la lo­te­ría es­ta­tal.

—Hasta el lunes, en­ton­ces. Ya cuento los se­gun­dos.

- 3 -

Lydia

Junio de 2018

No tuve que es­pe­rar al lunes.

El sábado por la noche ter­mi­né el turno más tarde de lo ha­bi­t­ual. Me des­pe­dí de las chicas con prisa y salí de la ca­fe­te­ría dis­p­ues­ta a echar a correr hasta la parada del au­to­bús. Sin em­bar­go, no había dado ni dos pasos cuando me topé con Austin, que ca­mi­na­ba igual de des­pis­ta­do que yo.

Lle­va­ba uno de sus trajes per­fec­tos, pero se había qui­ta­do la cor­ba­ta y se había de­sa­bro­cha­do los pri­me­ros bo­to­nes de la camisa. Estaba des­p­ei­na­do, pa­re­cía más joven y, aunque me negara a re­co­no­cer­lo en voz alta, tam­bién más se­duc­tor.

—Eh, ¿qué haces por aquí? —le pre­gun­té sin poder re­pri­mir la son­ri­sa. Una bien grande, igual que la suya.

—Qué ca­s­ua­li­dad. Hace un mo­men­to me estaba pre­gun­tan­do qué es­ta­ría ha­c­ien­do mi ca­ma­re­ra fa­vo­ri­ta un sábado por la noche, y mira por donde…

—¿No estará aco­sán­do­me, señor abo­ga­do? —tonteé un poco.

—No, no es mi estilo, la verdad. —Se pasó la mano por la nuca con cierta ti­mi­dez. El aire de­sa­li­ña­do le sen­ta­ba muy bien. Era en­can­ta­dor—. El des­pa­cho en el que tra­ba­jo está muy cerca y para ir al apar­ca­m­ien­to tengo que pasar por aquí. Me voy a casa, estoy molido.

—Sí, yo tam­bién me iba ya. —Miré el reloj para di­si­mu­lar lo ner­v­io­sa que me ponían esos ojos bri­llan­tes que no de­ja­ban de mi­rar­me y solté una mal­di­ción al ver la hora—. ¡Voy a perder el au­to­bús! Hasta otro día.

Eché a andar sin mirar atrás, sin hacer caso a los la­ti­dos de mi co­ra­zón que se habían ace­le­ra­do de manera in­vo­lun­ta­r­ia. Y cuando es­cu­ché sus pasos tras de mí a punto estuve de salir co­rr­ien­do como una tonta. ¿Por qué tenía que al­te­rar­me tanto su pre­sen­c­ia?

—Puedo lle­var­te. Tengo el coche aquí mismo.

Señaló la puerta de un apar­ca­m­ien­to sub­te­rrá­neo, tenía las llaves del coche en la mano y pa­re­cía can­sa­do.

—No es ne­ce­sa­r­io. La parada está aquí al lado y… ¡Oh, no, mierda! ¡Mierda!

El au­to­bús 156 que tenía que lle­var­me hasta Harlem con Lake aca­ba­ba de de­te­ner­se en la parada. Corrí como si me fuera la vida en ello, pero antes de llegar a la es­q­ui­na de la calle Clark em­pren­dió la marcha y me quedé sin trans­por­te. Era el último de la noche, y yo tenía que llegar a casa antes de que la señora Per­kins, mi vecina del pri­me­ro, se que­da­ra dor­mi­da. Era quien cui­da­ba de Sophia y me había dejado muy claro que no vol­ve­ría a ha­cer­lo si lle­ga­ba más tarde de las diez.

—¡Ahora tendré que coger dos trenes, joder! —grité. Odiaba viajar en metro.

Austin abrió los ojos, sor­pren­di­do.

—Puedo lle­var­te yo. Po­de­mos ir a tomar…

—¡No, no po­de­mos! Y no quiero que me lleves. —Re­bus­qué el móvil en el bolso para llamar a mi vecina y avi­sar­la de que lle­ga­ría tarde, pero me tem­bla­ban tanto las manos que solo con­se­guí que ca­ye­ran al suelo al­gu­nas de mis per­te­nen­c­ias. Cuando Austin hizo amago de ir a re­co­ger­las, lo detuve con brus­q­ue­dad—. ¡No! Puedo yo sola, gra­c­ias.

—Está bien, pero deja al menos que te acom­pa­ñe a la es­ta­ción del tren y espere con­ti­go. Es tarde y…

—Sí, ya sé, es tarde, soy una mujer, hay mucho ca­pu­llo suelto por las noches y bla, bla, bla… Tran­q­ui­lo, sé de­fen­der­me.

—¿Con qué? ¿Con esto? —Se agachó, re­co­gió el espray de pi­m­ien­ta que se me había caído y ojeó el bote con in­te­rés—. Está ca­du­ca­do. De­be­rí­as com­prar­te otro.

—Lo tendré en cuenta —mur­mu­ré mien­tras es­pe­ra­ba una res­p­ues­ta de la señora Per­kins. Que no co­g­ie­ra el te­lé­fo­no no era buena señal, y em­pe­za­ba a sen­tir­me muy de­ses­pe­ra­da—. Vamos, con­tes­ta, vamos, vamos…

—En serio, puedo acer­car­te si tienes prisa. Aunque te pa­rez­ca una gi­li­po­llez, me que­da­ría más tran­q­ui­lo y te pro­me­to que no sig­ni­fi­ca­rá nada, ¿de ac­uer­do? No vol­ve­ré a ir a la ca­fe­te­ría si es lo que qu­ie­res, pero deja que te lleve. Así al menos no me sen­ti­ré cul­pa­ble por ha­ber­te en­tre­te­ni­do.

Tenía ganas de llorar por haber per­di­do el bus, por ha­ber­le gri­ta­do a Austin que se mos­tra­ba tan amable, por no con­se­g­uir hablar con mi vecina y por pensar que lla­ma­ría a los ser­vi­c­ios so­c­ia­les si me re­tra­sa­ba un solo minuto. Las ad­ver­ten­c­ias de la señora Per­kins eran así de ra­di­ca­les, pero no tenía a nadie más con quien dejar a Sophia los sá­ba­dos.

Cuando por fin con­tes­tó al te­lé­fo­no con su voz ronca, me sentí tan ali­v­ia­da que se me escapó un so­llo­zo.

—Lle­ga­ré un poco tarde, solo un poco, ¿de ac­uer­do? —Apreté los ojos cuando co­men­zó a ser­mo­ne­ar­me sobre la res­pon­sa­bi­li­dad de una madre, pero aceptó man­te­ner­se des­p­ier­ta—. No se vol­ve­rá a re­pe­tir, lo pro­me­to.

Cuando colgué, la cara de Austin ya no era de com­pren­sión, sino de duda. No sé a qué con­clu­sión llegó des­pués de las es­c­ue­tas pa­la­bras que había es­cu­cha­do, pero fun­c­io­nó, dejó de in­sis­tir. Le­van­té la mano en si­len­c­io para des­pe­dir­me. Él hizo lo mismo y, por pri­me­ra vez, eché en falta una broma, una pa­la­bra, no sé, in­clu­so esa media son­ri­sa a la que era fácil acos­tum­brar­se.

Austin

Aq­ue­lla noche decidí re­ti­rar­me de la con­q­uis­ta. Había muchas más mu­je­res en el mundo como para tener que ir detrás de una a la que ni si­q­u­ie­ra le in­te­re­sa­ba mi com­pa­ñía. Además, no me gus­ta­ban las mu­je­res ca­sa­das. Esa breve lla­ma­da te­le­fó­ni­ca me había dicho todo lo que ne­ce­si­ta­ba saber: había al­g­u­ien en su vida.

Cuando me le­van­té al día si­g­u­ien­te ya no me acor­da­ba de ella, o de eso in­ten­té con­ven­cer­me mien­tras iba de camino al parque Mont­go­mery, donde mi cuñado me es­pe­ra­ba para un par­ti­do de béis­bol be­né­fi­co que or­ga­ni­za­ba su fun­da­ción.

Ayudar a Nick era una de esas cosas que siem­pre quería hacer, pero que nunca hacía por falta de tiempo o porque siem­pre había otra cosa más im­por­tan­te que los pr­o­yec­tos del doctor Slater.

—Llegas tarde, Ga­llagher —des­ta­có Nick—. Ya te pa­re­ces a tu her­ma­na en algo más.

—¿Dónde está? Creí que la en­con­tra­ría aquí, agi­tan­do los pom­po­nes para ani­mar­te.

—Te ba­te­a­rá los huevos cuando le diga que has dicho eso. —Rio—. Anoche se dejó el te­lé­fo­no en la ta­q­ui­lla del parque y, co­no­cién­do­la, se habrá liado con algo.

Mi her­ma­na MC era bom­be­ra en la com­pa­ñía 52 de Chi­ca­go. Éramos me­lli­zos y, al con­tra­r­io de lo que ocu­rría con mis otros dos her­ma­nos, éramos in­se­pa­ra­bles. Thomas, el pe­q­ue­ño de la fa­mi­l­ia, siem­pre había sido nues­tro ju­g­ue­te, in­clu­so ahora que andaba per­di­do por algún lugar de la selva ama­zó­ni­ca, con­ti­n­ua­ba siendo nues­tra prin­ci­pal fuente de bromas. Tyler, el mayor, era el más dis­tan­te, el más her­mé­ti­co. Mi madre decía que era la se­c­ue­la de haber tenido que ejer­cer como her­ma­no mayor y so­por­tar­nos a los demás, pero MC y yo cre­í­a­mos que era todo fa­cha­da, que solo ne­ce­si­ta­ba a al­g­u­ien que res­q­ue­bra­ja­ra esa ar­ma­du­ra.

—¿Para qué re­co­ge­mos fondos hoy? —pre­gun­té mien­tras le daba la vuelta a mi gorra de los Sox y miraba al campo de béis­bol.

—He creado un pro­gra­ma para niños con altas ca­pa­ci­da­des —res­pon­dió, como si el tema no fuera im­por­tan­te. Pero lo era, cual­q­u­ier cosa que hi­c­ie­ra el doctor Ni­cho­las Slater era im­por­tan­te y tenía una re­per­cu­sión brutal—. Quiero re­ha­bi­li­tar el edi­fi­c­io de los an­ti­g­uos la­bo­ra­to­r­ios que hay junto al North­wes­tern para crear un centro es­pe­c­ia­li­za­do que de­pen­da de la fun­da­ción.

—¿No tenías bas­tan­te con arre­glar huesos, poner pró­te­sis y aten­der a los que no tienen seguro médico?

—Mi mente no des­can­sa, ¿re­c­uer­das? —Se dio varios gol­pe­ci­tos en la frente y se en­co­gió de hom­bros. Tenía un ce­re­bro pri­vi­le­g­ia­do y unas ideas bri­llan­tes—. Voy a aten­der a la prensa, ahora nos vemos.

La NBC Sports de Chi­ca­go estaba cu­br­ien­do el evento. No era un do­min­go cual­q­u­ie­ra en el parque, era un día co­jo­nu­do. Al­gu­nos de los me­jo­res ju­ga­do­res de los Sox y de los Cubs se mez­cla­ban con los niños y ado­les­cen­tes y se jugaba una li­g­ui­lla de lo más di­ver­ti­da. Vi al me­xi­ca­no Miguel Gon­zá­lez, lan­za­dor de los Sox, pal­me­ar­le la es­pal­da a Nick mien­tras We­ling­ton Cas­ti­llo, el re­cep­tor es­tre­lla, le hacía una re­ve­ren­c­ia de lo más te­a­tral. Mi cuñado era el puto amo y tuve que re­cor­dar­me lo que MC me dijo la pri­me­ra vez que estuve en un evento así: «Eres un adulto, un adulto res­pon­sa­ble de más de tr­ein­ta años que no pide au­tó­gra­fos y que no per­si­g­ue a los ju­ga­do­res para ha­cer­se fotos con ellos. Com­pór­ta­te».

Com­por­tar­me, bien. Tenía que re­cor­dar­lo.

De re­pen­te, al­g­u­ien me golpeó en el brazo y ahí estaba ella, mi her­ma­na, tan son­r­ien­te como siem­pre.

—Has lle­ga­do pronto, chaval. ¿Has visto a Nick?

La besé en la me­ji­lla que me ofre­ció y ella en­tor­nó los ojos sa­tis­fe­cha.

—Está con la prensa.

—¿Y Tyler? ¿Ha venido?

—Está de turno y, además, esta tarde tenía cosas que hacer —res­pon­dí mien­tras con­ti­n­ua­ba con la vista fija en los ju­ga­do­res de mi equipo fa­vo­ri­to.

—¿Qué cosas? —Me encogí de hom­bros. Ni que yo fuera el asis­ten­te de mi her­ma­no—. ¿Has ha­bla­do con mamá? ¿Cómo habéis que­da­do?

—¿Con mamá? ¿Qué le pasa? ¿Y con quién tengo que quedar? Te juro que cuando me haces tantas pre­gun­tas me dan ganas de des­co­nec­tar­te las ba­te­rí­as.

—Mamá tiene club de lec­tu­ra y dijo que se que­da­ría a dormir en tu casa.

—¡Ah, no! No, no, ni hablar —ex­cla­mé. Le­van­té las manos como si así pu­d­ie­ra evitar el marrón y me aparté de MC—. A mí nadie me ha dicho nada y no pienso ha­cer­me res­pon­sa­ble. Cuando se junta con esas… se­ño­ras luego no deja de ha­blar­me de sexo, joder. Una madre no de­be­ría hablar de sexo con su hijo. Que se quede en tu casa.

—¡Que te den! Ya se quedó el mes pasado porque tú tenías una cita. Te toca a ti.

—¿Y si tengo una cita hoy tam­bién?

—Men­ti­ra —atacó—. ¿Con quién?

No en­ten­dí por qué se ex­tra­ñó; yo siem­pre tenía citas.

—Con una ca­ma­re­ra que hace unas tor­ti­tas de muerte.

—¿Por eso estás más gordo? ¿Te está ce­ban­do para co­mer­te luego?

—¡No estoy más gordo! —Jodida MC.

Me miré la ca­mi­se­ta de los Sox y me pasé las manos por el ab­do­men. No estaba más gordo, que los va­q­ue­ros me apre­ta­ran un poco en la cin­tu­ra no era porque hu­b­ie­ra cogido peso, sino porque habían en­co­gi­do.

—Si tu­v­ie­ras una cita no es­ta­rí­as aquí, que nos co­no­ce­mos, chaval.

—MC, mamá no se va a quedar en mi casa. Y punto —de­ter­mi­né con con­tun­den­c­ia. Pero ella ya había de­ci­di­do que sí y le­van­tó una ceja, in­so­len­te. Era el mo­men­to de ne­go­c­iar—. ¿Qué qu­ie­res a cambio de ha­cer­te cargo tú?

—¿Te das cuenta de que estás tra­pi­che­an­do para desha­cer­te de tu madre?

—¡Sí, joder, sí! Soy el peor hijo del mundo —ex­cla­mé—. Pero tú no eres mejor que yo, así que dime qué qu­ie­res por ha­cer­me este «pe­q­ue­ño favor».

—Me lo pen­sa­ré, pero te saldrá caro, te lo ase­gu­ro. Ahora vamos a jugar al béis­bol.

- 4 -

Lydia

—¿Hoy no ha venido tu galán? —me pre­gun­tó Me­lin­da el lunes a la hora del des­can­so de media mañana.

—Se habrá can­sa­do ya —dijo Jess.

No les había con­ta­do lo que ocu­rrió el sábado por la noche al salir de la ca­fe­te­ría ni tam­po­co que me sentía un poco mal por haber sido tan des­cor­tés.

Si Austin no volvía, lo en­ten­de­ría. Pero debía re­co­no­cer que la mañana no había sido lo mismo sin él sen­ta­do en la mesa siete, co­mién­do­se un plato de tor­ti­tas con sirope de fresa y re­ga­lán­do­me su son­ri­sa ca­na­lla.

El martes y el miér­co­les tam­po­co vino a de­s­a­yu­nar, y me con­ven­cí de que su in­sis­ten­c­ia se había ago­ta­do. No me im­por­ta­ba, era lógico, pero por mucho que me lo re­pi­t­ie­ra, no podía evitar le­van­tar la vista cada vez que sonaba la cam­pa­ni­lla de la puerta.

Pero el jueves todo cambió.

No fue un buen día en la ca­fe­te­ría, no para mí. Sophia había pasado una mala noche, no había dor­mi­do más que un par de horas y perdí el au­to­bús para ir a tra­ba­jar. Cuando llegué, Jess me puso al tanto de la si­t­ua­ción: Me­lin­da había pi­lla­do a la co­ci­ne­ra echan­do mano al dinero de las pro­pi­nas y la había des­pe­di­do. La ca­fe­te­ra hacía un ruido raro y varios cl­ien­tes, los más ma­dru­ga­do­res, se habían que­ja­do de que el café sabía a rayos.

—Mal día para llegar tarde —su­su­rré mien­tras me ataba el de­lan­tal y metía en el bol­si­llo la li­bre­ta de pe­di­dos.

—Deja eso —me ordenó Me­lin­da—. Te ne­ce­si­to en la cocina.

—Pero…

—No, Lydia, sin peros. Sé que no es justo, pero eres la única que puede co­ci­nar algo pa­re­ci­do a lo que hacía esa mi­se­ra­ble de Rachel. Hoy mismo con­tra­ta­ré a al­g­u­ien, te lo pro­me­to.

Cuando dieron las siete de la tarde, mi cabeza estaba muy cerca de es­ta­llar como una ca­la­ba­za. Había per­di­do la cuenta de los menús que había pre­pa­ra­do. Me dolían las manos y los pies, me había cor­ta­do en un dedo y las me­ji­llas me ardían, el calor de la cocina era un in­f­ier­no. En más de una oca­sión había ayu­da­do a Rachel a pre­pa­rar co­mi­das y re­pos­te­ría, pero nunca yo sola, y estaba ago­ta­da.

—Saco la basura, recojo y me voy a casa —anun­cié a nadie en par­ti­cu­lar.

Jess me enseñó el pulgar como signo de apro­ba­ción y Me­lin­da me abrazó con fuerza.

—Eres un sol, cariño.

«Este sol ne­ce­si­ta una ducha y un sueño re­pa­ra­dor», pensé mien­tras arras­tra­ba las dos gran­des bolsas de basura por la puerta de atrás hasta los con­te­ne­do­res de Garvey Ct. Le­van­té la pri­me­ra con gran es­f­uer­zo, pero la se­gun­da me costó más.

—Espera, deja que te ayude —dijo una voz a mi es­pal­da.

Con­tu­ve la res­pi­ra­ción al ver a Austin le­van­tar el saco de basura como si no pesara nada. Iba im­pe­ca­ble, como siem­pre, pero varios me­cho­nes de pelo le ta­pa­ban parte de los ojos y, al re­ti­rár­se­los, vi que estaba un poco oje­ro­so.

—Gra­c­ias —musité, aver­gon­za­da.

¿Qué más podía decir? ¿Te he echado de menos estos cinco días sin verte? Era ab­sur­do.

—No hay de qué.

Nos mi­ra­mos unos in­có­mo­dos se­gun­dos en los que nin­gu­no de los dos en­con­tró las pa­la­bras ade­c­ua­das. Me mordí el labio y creo que le sonreí, pero no estoy segura.

—¿Lle­gas­te bien el sábado? ¿Sin con­tra­t­iem­pos?

—Sin con­tra­t­iem­pos. Un poco tarde, pero nada im­por­tan­te.

—Bien.

—Bien —repetí.

Pero ¿qué me pasaba? ¿Por qué seguía allí plan­ta­da como una idiota?

—Oye, tengo que…

—¿Te ape­te­ce entrar a tomar un café? —solté de re­pen­te.

Me ru­bo­ri­cé con vio­len­c­ia y, al lle­var­me las manos a las me­ji­llas, re­cor­dé que lle­va­ba la re­de­ci­lla de la cocina en el pelo y me la quité de un tirón. No quería ni pensar en el as­pec­to que ten­dría. Tam­po­co quería pensar en por qué me im­por­ta­ba tanto que él me viera… bonita.

—Tengo que irme —dijo con sua­vi­dad y, a con­ti­n­ua­ción, me colocó un mechón de pelo detrás de la oreja.

—Oh, claro…

—Otro día, ¿vale?

—Vale, sí, cuando qu­ie­ras…

Se des­pi­dió con una son­ri­sa y lo acom­pa­ñé con la mirada hasta que de­sa­pa­re­ció. Me sentí como una tonta allí de pie, junto a los con­te­ne­do­res de basura. No sé qué es­pe­ra­ba que pasara, pero el en­c­uen­tro me dejó un re­gus­to a de­cep­ción que puso la guinda a un día para ol­vi­dar.

Austin

Toda la semana evi­tan­do pasar por la ca­fe­te­ría para vencer la ten­ta­ción de entrar; toda la jodida semana yendo del des­pa­cho al apar­ca­m­ien­to por Garvey Ct. para no en­con­trár­me­la, y justo ahí estaba ella.

Joder, era pre­c­io­sa. In­clu­so con esa re­de­ci­lla que le en­vol­vía el pelo.

Me hu­b­ie­ra tomado ese café en­can­ta­do, pero tenía un asunto ur­gen­te y eso era lo pri­me­ro. Sin em­bar­go, des­pués de una visita rápida a casa de mi her­ma­no Tyler y de des­cu­brir que él y Alice habían avan­za­do en su re­la­ción más rápido de lo que me es­pe­ra­ba, volví a pensar en Lydia y en su forma de ru­bo­ri­zar­se. Se me ocu­rrí­an al­gu­nas formas muy ori­gi­na­les de sa­car­le los co­lo­res a esa rubia tan ca­be­zo­ta y estaba dis­p­ues­to a in­sis­tir un poco más hasta con­se­g­uir­lo.

Eran ya las once de la noche cuando salí de la ducha y me tumbé des­nu­do en la cama. Hacía un calor in­so­por­ta­ble y lo de los pi­ja­mas no iba con­mi­go.

Estaba ter­mi­nan­do de re­vi­sar al­gu­nos co­rre­os elec­tró­ni­cos cuando me entró una lla­ma­da de MC.

—Nick quiere saber si po­drí­as ocu­par­te de los temas le­ga­les de la fun­da­ción mien­tras su abo­ga­da está de baja por ma­ter­ni­dad.

—¿Y por qué no me llama Nick?

—Porque está de guar­d­ia. ¿Lo harás o no? —in­sis­tió sin pa­c­ien­c­ia alguna—. Si no puedes, dime a qué prin­ga­do de tu bufete le in­te­re­sa­ría. Por cierto, ¿has ha­bla­do con Thomas? Ha re­no­va­do con la uni­ver­si­dad por otro se­mes­tre. ¿No es in­cre­í­ble?

El pe­q­ue­ño de mis her­ma­nos era pe­r­io­dis­ta de in­ves­ti­ga­ción y le había cogido el gusto a hacer re­por­ta­jes sobre el Ama­zo­nas.

—Sí, lo sé. Tyler y yo ha­bla­mos con él el lunes por la noche por Skype.

—¿Ha­bláis sin mí? ¡Qué ca­bro­nes!

—Es­ta­bas de turno.

—¿Y qué? Po­drí­as ha­ber­me avi­sa­do, joder —se quejó y se me escapó una ri­si­lla que la enfadó más—. Siem­pre soy la última en en­te­rar­se de todo.

—No me llores, drama queen. ¿Qu­ie­res que te cuente algo que he des­cu­b­ier­to esta noche? —le dije en tono cons­pi­ra­dor. Me gus­ta­ba com­par­tir se­cre­tos con MC.

—Dis­pa­ra.

—Tyler y Alice… están juntos.

—Pero ¿qué dices? ¿Estás loco? ¿De dónde has sacado una gi­li­po­llez así? —Se rio mien­tras yo es­pe­ra­ba a que asi­mi­la­ra la in­for­ma­ción. Estaba seguro de que si se paraba a pen­sar­lo un mo­men­to no le cos­ta­ría tanto en­ten­der­lo—. ¡Oh, joder! ¿Va en serio?

—En serio.

—Pero ¿cuándo ha…? ¡No me lo creo! No puede ser.

—¿Qu­ie­res apos­tar? —le pro­pu­se.

La manera más fácil de ganar pasta era apos­tan­do contra MC.

—Diez dó­la­res a que es men­ti­ra.

—Que sean veinte —au­men­té—. Y dile a Nick que seré su abo­ga­do, pero quiero en­tra­das para los Sox. No tra­ba­jo gratis.

- 5 -

Lydia

Nues­tro primer cl­ien­te ese vier­nes fue Austin.

Había vuelto.

—¿Café y tor­ti­tas? —pre­gun­tó Me­lin­da con una amplia son­ri­sa.

—Solo café —res­pon­dió—. Si sigo co­m­ien­do así no podré abro­char­me los pan­ta­lo­nes.

«Bo­ba­das», pensé, estaba es­tu­pen­do. Cuando me fijé en su cin­tu­ra se me fue la vista a la en­tre­p­ier­na y su­pon­go que mi cara debió de re­sul­tar­le de lo más ex­pre­si­va, porque su car­ca­ja­da se oyó hasta en la acera de en­fren­te.

Hui a la cocina, abo­chor­na­da, pero su voz llegó hasta mi es­con­di­te.

—¿Puedes que­dar­te un rato con­mi­go? Es raro ser el único cl­ien­te —me pidió a gritos—. Por favor.

—No puedo, estoy tra­ba­jan­do —res­pon­dí de re­gre­so a la barra con un montón de platos lim­p­ios.

—Soy la única per­so­na en la ca­fe­te­ría. Vamos, sién­ta­te.

No debía, no quería que hu­b­ie­ra ningún tipo de con­f­ian­za entre no­so­tros. O sí, sí quería. No me hu­b­ie­ra im­por­ta­do apar­tar­le el pelo de la frente, pero era de­ma­s­ia­do. Todo él era de­ma­s­ia­do.

—Solo un minuto —su­su­rré.

Se quedó ca­lla­do con­tem­plán­do­me sin ningún pudor. Le daba vuel­tas al café como si le hu­b­ie­ra puesto una to­ne­la­da de azúcar, pero los dos azu­ca­ri­llos con­ti­n­ua­ban en el plato, como siem­pre. Des­pués de lo que me pa­re­ció una in­có­mo­da eter­ni­dad, cuando ya estaba de­ci­di­da a le­van­tar­me, dio un sorbo y cerró los ojos para sa­bo­re­ar­lo con un gemido de placer. El gemido más sen­s­ual de cuan­tos hu­b­ie­ra es­cu­cha­do en mi vida.

—¿Habéis cam­b­ia­do de marca? Hoy el café está bue­ní­si­mo.

—Hemos cam­b­ia­do la ca­fe­te­ra. Murió ayer, pero Me­lin­da ya tenía la nueva en el al­ma­cén. Estuvo hasta las dos de la mañana ha­cién­do­la fun­c­io­nar a pleno ren­di­m­ien­to para que esta mañana el café es­tu­v­ie­ra… así. —Le señalé la taza.

Estaba par­lo­te­an­do, por favor. Era pa­té­ti­ca.

—Pues ob­je­ti­vo con­se­g­ui­do. —Dio un nuevo sorbo y le siguió otro si­len­c­io.

No tenía ni idea de qué hacer con las manos ni de dónde mirar.

—¿Puedo pre­gun­tar­te algo per­so­nal? —dijo al fin.

—No.

—Vaya. —Sonrió como si su­p­ie­ra algo de mí que yo ig­no­ra­se y se acercó más a la mesa—. Me gustan las mu­je­res di­rec­tas y sin­ce­ras. ¿Estás casada?

—Ese es el tipo de pre­gun­ta que no puedes hacer.

—Vale. ¿Tienes pareja o sales con al­g­u­ien? —Agité la cabeza con in­cre­du­li­dad y se me escapó una risa. Era in­sis­ten­te y tenía unos ojos ma­rro­nes pre­c­io­sos.

«No pier­des nada res­pon­d­ien­do», me dije.

—No estoy casada y no hay ningún hombre en mi vida.

—¿Y qué tipo de cosas haces cuando no estás tra­ba­jan­do?

—Eso ya son dos pre­gun­tas per­so­na­les. —Se en­co­gió de hom­bros con fin­gi­da ino­cen­c­ia. Me gus­ta­ba ese gesto—. No tengo mucho tiempo libre, pero su­pon­go que lo normal: leer, pasear, es­cu­char música…

—Per­fec­to, po­drí­a­mos ir a leer un poco a Mi­llen­n­ium Park. Tú llevas tu libro, yo llevo el mío, es­co­ge­mos la sombra de un árbol y pa­sa­mos el sábado por la tarde.

—Tengo que tra­ba­jar.

—¿Eso es un «sí, pero en otro mo­men­to»? —se en­tu­s­ias­mó y a mí se me con­tra­jo el es­tó­ma­go—. Po­drí­a­mos ir el do­min­go.

El do­min­go era el único día que tenía para dis­fru­tar de mi niña y no lo iba a des­per­di­c­iar con un hombre al que no co­no­cía, por muy guapo y sim­pá­ti­co que fuera. Sin em­bar­go, mi mente cons­tru­yó un uni­ver­so pa­ra­le­lo en ese pre­ci­so ins­tan­te y me vi riendo bajo un árbol de Mi­llen­n­ium Park mien­tras Austin hacía cos­q­ui­llas a Sophia. Me vi qui­tán­do­le briz­nas de hierba del pelo, acu­nan­do su cabeza en mi regazo y be­sán­do­lo en los labios como re­com­pen­sa por con­se­g­uir que mi pe­q­ue­ña se que­da­ra dor­mi­da sobre su pecho. Dios mío, si hasta sentí su ca­ri­c­ia en la piel…

—¿Lydia? —Me había cogido la mano y tra­za­ba suaves cír­cu­los en la palma con el pulgar—. ¿Te en­c­uen­tras bien?

Miré un se­gun­do sus dedos en­tre­la­za­dos con los míos y me solté con brus­q­ue­dad. Me puse en pie al mismo tiempo que sonaba la cam­pa­ni­lla de la puerta y me dis­cul­pé con un su­su­rro en­tre­cor­ta­do. No sé qué pasó ni por qué mi ima­gi­na­ción creó algo tan ab­sur­do, pero el co­ra­zón estaba a punto de sa­lír­se­me del pecho y ne­ce­si­té un par de mi­nu­tos a solas en el al­ma­cén para re­co­brar la com­pos­tu­ra.

Cuando salí, la ca­fe­te­ría se había lle­na­do y él ya no estaba.

Austin

La esperé hasta que me di cuenta de que el tiempo había volado y lle­ga­ba tarde a una reu­nión en el ayun­ta­m­ien­to. Le dije a su com­pa­ñe­ra Jess que me tenía que mar­char y no me dejó pagar el café.

—Invita la casa —me dijo con un guiño. Luego se acercó a mí y, en tono con­fi­den­te, me su­su­rró—: Sale de tra­ba­jar a las siete, pero la mejor hora para lla­mar­la es a las diez.

¿Para qué? Ella no quería una cita, no quería nada de mí. ¿Por qué in­sis­tir?

—Porque te ha tocado el or­gu­llo —acertó Alice cuando ha­bla­mos por te­lé­fo­no horas más tarde—. Te gusta y no puedes te­ner­la. Es un reto, por eso vuel­ves a la ca­fe­te­ría una y otra vez. Si sigues co­m­ien­do tor­ti­tas con sirope…

—Sí, ya sé, aca­ba­ré ro­dan­do.

Podía lla­mar­la, podía de­cir­le que no había tenido la opor­tu­ni­dad de des­pe­dir­me de ella por la mañana o que su re­ac­ción me había dejado pre­o­cu­pa­do. Algo la había al­te­ra­do, su pulso había latido ace­le­ra­do en las yemas de mis dedos mien­tras le su­je­ta­ba la mano y se le habían co­lo­re­a­do las me­ji­llas. Me in­tri­ga­ba y me gus­ta­ba a partes ig­ua­les, porque era sen­ci­lla, nada pre­ten­c­io­sa; el tacto de su mano era áspero, pero cálido, y en lo pro­fun­do de esos lagos azules es­con­día se­cre­tos que quería des­cu­brir. Y no estaba casada ni había otro hombre en su vida, así que, aunque ella se com­por­ta­ra como si no fuera así, estaba dis­po­ni­ble.

Podría ha­ber­le man­da­do un men­sa­je, pero yo no era mucho de men­sa­jes y corría el riesgo de que me dejara en leído. Me dejé llevar por el ins­tin­to y la llamé. Su voz sonó ronca y sen­s­ual al otro lado de la línea, como un su­su­rro des­pués del sexo, y la an­ti­ci­pa­ción de algo bueno me inundó el pecho. Si no fuera porque lo de con­q­uis­tar a una mujer no tenía se­cre­tos para mí, hu­b­ie­ra re­co­no­ci­do que me puse ner­v­io­so.

—¿Es­ta­bas dor­mi­da?

—¿Eres…?

—¡Ah, sí, per­do­na! Soy Austin, ¿te ac­uer­das de mí? Alto, guapo, buen par­ti­do… —bromeé—. Espero no ha­ber­te des­per­ta­do.

—No no, estaba… le­yen­do un poco.

—¿Algo in­te­re­san­te?

—Nada im­por­tan­te.

Se quedó ca­lla­da y yo tam­po­co supe qué decir.

A mis her­ma­nos les hu­b­ie­ra en­can­ta­do verme en una si­t­ua­ción así, ex­pec­tan­te, in­de­ci­so. To­tal­men­te per­di­do, como un puto loser. Se iban a estar riendo de mí una buena tem­po­ra­da.

Me pasé la mano por el pelo y tiré de él con fuerza, como si así pu­d­ie­ra sacar algo elo­c­uen­te que decir. Al final, fue Lydia la que rompió el si­len­c­io.

—Siento no haber podido des­pe­dir­me de ti esta mañana. Te­ne­mos nueva co­ci­ne­ra y to­da­vía no con­tro­la dónde está cada cosa. Me­lin­da me pidió que le echara una mano.

—No te pre­o­cu­pes. Casi llego tarde por tu culpa, pero no im­por­ta.

—¿Por mi culpa? —pre­gun­tó con fin­gi­da in­dig­na­ción—. Pero si eres tú el que no ha dejado de hacer pre­gun­tas.

—Y eras tú la que con­tes­ta­ba. Ya de­be­rí­as saber que cuando me hablas se para el tiempo.

Si­len­c­io. Jodido si­len­c­io.

—¿Este rollo te fun­c­io­na con todas?

—Por lo que veo, con todas no —res­pon­dí—. Pero no de­sis­to. Es lo que pasa cuando me gusta al­g­u­ien. ¿A ti no?

—No, a mí no me pasa.

Un nuevo si­len­c­io, mi mente en blanco, su res­pi­ra­ción en mi oído y muchas ganas de verla. Me la estaba ima­gi­nan­do en el sofá de su casa, mor­dién­do­se el labio a la espera de que dijera algo más, con esa media son­ri­sa que tam­bién me aso­ma­ba a mí y bus­can­do la forma de no mos­trar un in­te­rés que, en re­a­li­dad, sí tenía. Yo sabía de­tec­tar bien esas cosas.

—Me gustas —le dije sin más, quería que no le que­da­ran dudas al res­pec­to.

—Vaya…

—Y yo a ti —afirmé—. Si no te gus­ta­ra no me se­g­ui­rí­as el rollo; a tu manera, pero me lo sigues. Tam­po­co te hu­b­ie­ras sen­ta­do con­mi­go esta mañana. Creo que te gusto más de lo que qu­ie­res re­co­no­cer. Ad­mí­te­lo, no pasa nada.

Su risa me llenó de es­pe­ran­za.

—Di­ga­mos que me caes bien. Eres… sim­pá­ti­co.

—¡Oh, joder! Eso ha sido como una ducha fría. ¿Sim­pá­ti­co? ¿En serio? —Me mostré in­dig­na­do—. Es lo que le dirías a un amigo feo, que es sim­pá­ti­co. ¿No se te ocurre nada mejor? ¿Ca­ris­má­ti­co? ¿Atrac­ti­vo? ¿Irre­sis­ti­ble?

—Char­la­tán.

—Me estás ma­tan­do, lo sabes, ¿verdad? —Volvió a reír con más ganas y tuve la com­ple­ta y ab­so­lu­ta cer­te­za de que estaba ga­nan­do esta ba­ta­lla—. Venga, sé buena y dime la verdad: te gusto.

—Y si fuera así, ¿qué harías?

Hice un gesto de vic­to­r­ia con el puño e ignoré el vuelco que aca­ba­ba de darme el es­tó­ma­go.

—¿Qué haría si una chica pre­c­io­sa re­co­no­c­ie­ra que le gusto? Pues le diría que tiene buen ojo y la in­vi­ta­ría a salir.

—¿Y a dónde la lle­va­rí­as?

Hinché el pecho de or­gu­llo y me relajé contra el ca­be­zal de la cama. Había co­men­za­do el ma­ra­vi­llo­so arte del co­q­ue­teo; y a ella, con su aire ino­cen­te y sus pre­gun­tas hi­po­té­ti­cas, se le daba muy bien.

—¿A dónde la lle­va­ría? ¿Qué ver­sión pre­f­ie­res, la del per­fec­to ca­ba­lle­ro o la del Austin de verdad?

—Sor­prén­de­me.

—Pues, verás, me gustan las cosas sen­ci­llas, sin de­ma­s­ia­das flo­ri­tu­ras, así que lle­va­ría a esa chica a un paseo por Lake Shore al atar­de­cer, por ejem­plo. —Bajé el tono de voz hasta con­ver­tir­lo en un suave su­su­rro—. Ha­bla­rí­a­mos de nues­tros gustos, de nues­tros tra­ba­jos, de la vida… Nos de­ten­drí­a­mos a ad­mi­rar los co­lo­res del cielo en algún punto del camino, pero yo solo la mi­ra­ría a ella, porque es pre­c­io­sa y porque los re­fle­jos de la puesta de sol la con­v­ier­ten en algo ex­tra­or­di­na­r­io. La abra­za­ría por la es­pal­da y le be­sa­ría la nuca muy des­pa­c­io, solo un roce. Me en­can­ta dar besos en la nuca, la piel re­ac­c­io­na al se­gun­do y se eriza de placer. ¿Te han besado alguna vez en la nuca, Lydia?

—No.

—Yo lo haré, si me dejas.

—Austin…

—Dame una opor­tu­ni­dad, una sola. Ni si­q­u­ie­ra te tocaré si es lo que qu­ie­res, solo un chico y una chica dando un paseo. Po­de­mos com­prar un helado, tomar un café o ir a cenar des­pués, lo que surja.

—Lo que surja, ¿eh? —Asentí como si pu­d­ie­ra verme y sonreí como un bobo. Podía es­cu­char la duda en su voz, pero tam­bién las ganas de decir que sí—. No habrá nada de eso que has dicho: ni abra­zos por la es­pal­da ni besos en la nuca, ¿en­ten­di­do?

—En­ten­di­do.

—Ni ma­ni­tas ni nada.

—Nada de nada.

—Ni besos de ningún tipo.

—Nada de besos —repetí.

—Y solo podrán ser un par de horas.

—Me sobra. —¡Ya era mía, sí!—. ¿Cuándo? ¿Mañana?

—No, mañana im­po­si­ble. El do­min­go por la tarde.

—Per­fec­to. Si me das tu di­rec­ción, te recojo sobre las cuatro.

—Buen in­ten­to, pero no. Nos vemos en las es­ca­le­ras del Museo de Cien­c­ia a las cinco. Allí ya de­ci­di­re­mos a dónde vamos.

—Bien, a las cinco.

—Y, Austin…

—¿Mmm?

—Esto no es una cita. No te hagas ilu­s­io­nes.

«Eso ya lo ve­re­mos, pre­c­io­sa».

- 6 -

Lydia

—Solo es un paseo —le re­cor­dé a Jess cuando llegó a casa para ha­cer­se cargo de Sophia. Sus bromas e in­si­n­ua­c­io­nes me es­ta­ban po­n­ien­do de mal humor.

—Un paseo con un tío bue­ní­si­mo que te ha dicho que le gustas. Es más que un paseo, re­co­nó­ce­lo.

No, no podía re­co­no­cer­lo, porque eso su­pon­dría darle alas a mi mente para con­ti­n­uar cons­tru­yen­do si­t­ua­c­io­nes hi­po­té­ti­cas que me ago­b­ia­ban. No tenía tiempo para una re­la­ción. Mi vida se di­vi­día entre el tra­ba­jo y Sophia, entre res­pi­rar y so­bre­vi­vir. Mis res­pon­sa­bi­li­da­des pe­sa­ban más que la emo­ción de un men­sa­je en mitad de la noche o la ilu­sión del at­uen­do per­fec­to para una cita. Y, sin em­bar­go, ahí estaba, ce­d­ien­do ante la in­sis­ten­c­ia de un hombre y ro­bán­do­le tiempo a mi pe­q­ue­ña, que estaba en­can­ta­da con el des­ma­dre de ropa que había sobre la cama.

—Ponte el ves­ti­do rojo. Es mi fa­vo­ri­to —su­gi­rió Jess—. La blusa azul con la falda de cuero tam­bién es una buena opción.

—¡Es todo de­ma­s­ia­do formal!

—Pues en­ton­ces el ves­ti­do es­tam­pa­do.

—De­ma­s­ia­do ve­ra­n­ie­go.

—¿Y los pan­ta­lo­nes negros con el top ama­ri­llo?

—Pa­re­ce­ré una bus­co­na.

—¡Me rindo! —ex­cla­mó Jess. Sophia le­van­tó la ca­be­ci­ta de sus brazos y se quitó el chu­pe­te para ofre­cer­me una son­ri­sa—. Si solo es un paseo, ponte cómoda. ¿Con qué te sien­tes cómoda?

—¿Con un chán­dal? —Puso los ojos en blanco ante mi res­p­ues­ta—. No lo sé. ¿Unos va­q­ue­ros y una blusa? Me gusta la negra, la de gasa.

—¡Bien! Pues ya lo te­ne­mos. Ponte unas botas bo­ni­tas y la cha­q­ue­ta de punto. Si no está ya ena­mo­ra­do, caerá esta tarde.

—¡Eso no me ayuda! —le grité cuando ya se iba.

—¡Vas a llegar tarde!

Cuando me miré en el espejo a punto estuve de dar marcha atrás e in­ven­tar­me una excusa para no ir. Vi una imagen de mí misma muy acep­ta­ble, una que no había visto en mucho tiempo porque, cuando eres madre sol­te­ra y no tienes con quien com­par­tir tu vida, cam­b­ias las noches locas por se­s­io­nes ma­ra­to­n­ia­nas de series; pasas de las citas ro­mán­ti­cas y ter­mi­nas por be­ber­te bo­te­lla y media de batido de plá­ta­no en la so­le­dad de tu salón mien­tras Brad Pitt se ena­mo­ra de la novia de su her­ma­no en Le­yen­das de pasión. Lo más cerca que había estado de cuidar mi imagen per­so­nal era pro­cu­rar po­ner­me unas mallas sin agu­je­ros y, aunque es­tu­v­ie­ra feo re­co­no­cer­lo, me con­for­ma­ba con el amigo a pilas que Me­lin­da me había re­ga­la­do por Na­vi­dad.

—Lo he bus­ca­do en redes so­c­ia­les y no te­ne­mos nada en común.

—Ton­te­rí­as —dijo Jess.

—En serio, va de fiesta en fiesta y de mujer en mujer. No es mi tipo.

—Tú no tienes tipo, Ly. Déjate llevar un poco.

—¿Y si es un gi­li­po­llas? ¿Y si es uno de esos hom­bres que no deja de hablar de sí mismo? ¿Y si es un muermo? ¿Y si es como…?

—¿Y si no lo es? —con­tra­ta­có Jess—. Por ahora, ha de­mos­tra­do ser atento y agra­da­ble. ¿Y si re­sul­ta que, además, es uno de esos que no se andan con ton­te­rí­as y te em­po­tra contra la pared de su apar­ta­men­to? Ne­ce­si­tas un hombre así, y Austin tiene toda la pinta de en­ca­jar.

—Eso no va a pasar.

—No lo sa­a­a­a­a­a­bes… —Volvió a can­tu­rre­ar. Cómo me jodía que hi­c­ie­ra eso—. Ve, pásalo bien, dis­fru­ta un poco y no te cie­rres a nada, y eso in­clu­ye las pier­nas.

Austin

Con el tiempo había per­fec­c­io­na­do mis es­tra­te­g­ias en las citas, y ya no tenían se­cre­tos para mí. En la pri­me­ra me mos­tra­ba siem­pre en­can­ta­dor y eso las re­la­ja­ba, les sol­ta­ba la lengua si es­ta­ban algo in­tran­q­ui­las y me per­mi­tía verlas tal y como eran. No solía be­sar­las más que en la me­ji­lla porque, si la chica me gus­ta­ba y yo a ella, la espera ali­men­ta­ba el deseo. «Strike uno», pensé, la chica ya me gus­ta­ba, yo a ella tam­bién y la espera me estaba ma­tan­do.

En la se­gun­da cita la cosa cam­b­ia­ba un poco. No dejaba pasar mucho tiempo e in­ten­ta­ba sor­pren­der­las con algo que les gus­ta­se, algo que hu­b­ie­ra ad­ver­ti­do en nues­tra con­ver­sa­ción del primer día. Y en­tra­ba en juego el factor se­duc­ción. Se­du­cir a una mujer era como tocar el violín: sua­vi­dad, de­li­ca­de­za, pre­ci­sión y dedos há­bi­les. Yo no tenía ni puta idea de vio­li­nes, pero se me daban muy bien las se­gun­das citas. Si la chica en­tra­ba en mi juego y res­pon­día a mis in­si­n­ua­c­io­nes, ya lo te­ní­a­mos. Me valía su casa o la mía, el baño del res­t­au­ran­te o un motel de ca­rre­te­ra. Pero si aún que­da­ban ba­rre­ras por des­tr­uir me es­me­ra­ba en des­pe­dir­me con un beso arre­ba­ta­dor, de los que las dejaba pre­gun­tán­do­se por qué se­guí­an opo­n­ien­do re­sis­ten­c­ia. «Strike dos», me dije. En el hi­po­té­ti­co caso de que hu­b­ie­ra una se­gun­da cita, ya había que­da­do claro que mi poder de se­duc­ción con ella co­je­a­ba más que la mesa del salón de mi madre. Lo de tocar el violín con Lydia iba a ser misión im­po­si­ble.

Y en la ter­ce­ra cita… ¡zas! ¡A saco! Podía ser muy animal, podía pasar de un: «Hola, ¿cómo estás?» a ha­cer­le un re­co­no­ci­m­ien­to manual en toda regla en cues­tión de se­gun­dos. Y… «Strike tres». Llegar a la ter­ce­ra cita era el pro­ble­ma en sí.

Por norma ge­ne­ral, a riesgo de pa­re­cer un tío su­per­fi­c­ial, no me gus­ta­ban las mu­je­res com­pli­ca­das, me gus­ta­ba que la cosa fuera fácil. Me atra­í­an las que tenían las ideas claras y las que com­par­tí­an mi visión de la vida y el sexo. Las veces que me había dejado llevar por mi ca­be­zo­ne­ría y me había cos­ta­do más de lo normal llegar a una mujer, se me había ido de las manos. Las di­fí­ci­les eran luego las más pe­li­gro­sas, las que con­ver­tí­an tres besos con lengua en una re­la­ción seria, las que me fun­dí­an el móvil a men­sa­jes y se pre­sen­ta­ban en mi casa en pleno par­ti­do de­ci­si­vo de los Sox, las que es­pe­ra­ban una de­cla­ra­ción de amor des­pués de cada or­gas­mo. Yo no era así y no quería a una chica pegada a mi culo por muy bien que se le diera el sexo. Quería pa­sar­lo bien, di­ver­tir­me, follar y no car­gar­me de pre­o­cu­pa­c­io­nes. Por eso pocas pa­sa­ban de la ter­ce­ra base.

Pero cuando vi apa­re­cer a Lydia… ¡Jo­o­o­o­der! Iba a tener un pro­ble­ma, ¡muchos pro­ble­mas! Res­pi­rar estaba siendo el pri­me­ro. No pa­re­cer un idiota, no com­por­tar­me como un tro­glo­di­ta, no babear, no tar­ta­mu­de­ar…

«Austin Ga­llagher, ¡eli­mi­na­do!».

- 7 -

Lydia

Llegué tarde a las es­ca­le­ras del museo y había tanta gente que me costó lo­ca­li­zar­lo. Él lo hizo por mí. Me tocó el hombro y lo en­con­tré de­ma­s­ia­do cerca.

—Hola.

—Siento el re­tra­so —dije a modo de saludo—. El au­to­bús… —… y mi hija, que se ha puesto a llorar justo antes de irme, y mi aver­sión a subir al metro, y mi eco­no­mía que me impide pedir un taxi para llegar a tiempo…, quise ex­pli­car­le.

—No im­por­ta. ¿Pa­se­a­mos?

Asentí, ner­v­io­sa, y seguí la di­rec­ción de su mano hacia Lake Shore. La tarde hu­b­ie­ra sido per­fec­ta si el viento me hu­b­ie­ra dado una tregua. De­jar­me el pelo suelto no había sido una buena idea, y estaba pa­gan­do las con­se­c­uen­c­ias: los me­cho­nes me cu­brí­an los ojos cada dos pasos y ter­mi­né mal­di­c­ien­do.

—¡Aggg! No sé cómo lo ag­uan­táis.

—¿El qué? —pre­gun­tó Austin, muy di­ver­ti­do con mis cons­tan­tes ma­no­te­os.

—¡El viento! Es lo que llevo peor.

—Es parte del en­can­to de Chi­ca­go. —Le fruncí el ceño. Yo no le veía en­can­to alguno, pero su mueca ante una nueva ráfaga me hizo son­re­ír—. ¡Eso está mejor!

El cielo co­men­za­ba a cu­brir­se con sus ca­rac­te­rís­ti­cos tonos ro­ji­zos, el calor del mes de junio aún no era so­fo­can­te y, sin em­bar­go, notaba las me­ji­llas ar­d­ien­do. Era el efecto que tenía la mirada de Austin fija sobre mí.

—Deja de hacer eso —le dije di­si­mu­lan­do una son­ri­sa.

—¿Hacer qué?

—Ya sabes qué —in­sis­tí—. Deja de mi­rar­me así.

—Así, ¿cómo?

—Austin…

—En­tién­de­me, es la pri­me­ra vez que te veo sin el uni­for­me, y es di­fí­cil no ena­mo­rar­se de ti. —Estaba de coña. Se llevó una mano al pecho con mucha te­a­tra­li­dad y caminó de es­pal­das frente a mí es­q­ui­van­do a duras penas a las per­so­nas que nos cru­zá­ba­mos—. No puedes cul­par­me. Estás… ¡wow!

Puse los ojos en blanco y él volvió a reír con ese sonido con­ta­g­io­so que em­pe­za­ba a gus­tar­me tanto.

—No te en­fa­des, rubia. —Me dio un em­pu­jon­ci­to con el hombro y acom­pa­só sus pasos a los míos—. Me gusta tu uni­for­me, pero esta Lydia es menos… rosa.

—Sí, la verdad es que el ves­ti­do es un poco lla­ma­ti­vo, pero no me im­por­ta. Ni a Jess. Si Me­lin­da nos pi­d­ie­ra ir ves­ti­das con un saco de basura, lo ha­rí­a­mos. Es ma­ra­vi­llo­sa.

Lo miré de reojo y vi cómo se so­pla­ba el pelo que le caía en la frente. Era una de las cosas que más me lla­ma­ba la aten­ción de Austin: ese gesto era en­can­ta­dor.

—¿Llevas mucho tiempo tra­ba­jan­do allí?

—A veces tengo la sen­sa­ción de que he pasado mi vida entera en esa ca­fe­te­ría, pero en re­a­li­dad entré hace solo tres años. Son como… mi fa­mi­l­ia.

—Es una suerte. No todo el mundo siente de­vo­ción por su empleo y mucho menos por su jefe.

—¿Ese es tu caso? —cu­r­io­seé.

—No, no, al con­tra­r­io. A mí me pasa un poco como a ti, solo que yo no llevo uni­for­me rosa. No me que­da­ría nada bien —bromeó. Lo repasé de arriba abajo y no pude estar de ac­uer­do con él: le sen­ta­ría bien cual­q­u­ier cosa que se pu­s­ie­ra—. Me gusta lo que hago, unos temas más que otros, desde luego, pero, en ge­ne­ral, es lo que siem­pre he que­ri­do hacer. Y, además, me ha per­mi­ti­do co­no­cer a gente in­te­re­san­te y me ha dado la opor­tu­ni­dad de formar parte de cosas muy bo­ni­tas.

—¿Qué cosas? —quise saber. A Austin le gustó mi en­tu­s­ias­mo.

—Pues, a ver, por ejem­plo… Fui abo­ga­do pe­na­lis­ta hace un tiempo y ayudé a muchos cha­va­les a rein­ser­tar­se en la so­c­ie­dad. Hacían la­bo­res de ser­vi­c­io en cen­tros asis­ten­c­ia­les y ter­mi­né de vo­lun­ta­r­io en uno de ellos. Es una ex­pe­r­ien­c­ia in­cre­í­ble.

—Vo­lun­ta­r­io, ¿eh? No te pega.

—Ah, ¿no? ¿Y qué me pega, según tú?

—No sé, te veo más asis­t­ien­do a gran­des fies­tas de es­mo­q­uin y co­deán­do­te con la flor y nata de Chi­ca­go —res­pon­dí—. Tienes ese aire…

—¿Qué aire? —Abrió los brazos y se exhi­bió de­lan­te de mí—. Mírame, va­q­ue­ros, ca­mi­se­ta, de­por­ti­vas… Soy un tipo normal. Que lleve traje a diario no quiere decir que… ¿Qué aire crees que tengo?

No pude ag­uan­tar la risa. Lo dijo con un tono tan cómico que me salió una car­ca­ja­da es­pon­tá­nea y me tapé la boca. Dio varias vuel­tas sobre sí mismo, in­clu­so tiró de su ca­mi­se­ta para verse mejor. Cuando lle­va­ba traje tenía as­pec­to de hombre de éxito, de los que ganan pasta y viven con co­mo­di­dad, sin pre­o­cu­pa­c­io­nes. Pero en ese mo­men­to, allí, en aquel camino de Jack­son Park, con el cielo púr­pu­ra de Chi­ca­go como telón de fondo, tenía razón: era un tipo normal, di­ver­ti­do. Y que olía con­de­na­da­men­te bien.

Se acercó poco a poco, muy serio, y me cogió de las mu­ñe­cas. La risa se me cortó de golpe y tragué saliva con di­fi­cul­tad.

—Me gusta verte son­re­ír —dijo, y tiró de mis manos para des­cu­brir mis labios—. Tienes una son­ri­sa pre­c­io­sa. No te es­con­das. Vamos, si­ga­mos pa­se­an­do un poco más.

Me quedó claro muy pronto que esto de las citas no tenía mis­te­r­ios para él. Era todo un se­duc­tor: con­tro­la­ba los temas de con­ver­sa­ción, hacía las pre­gun­tas co­rrec­tas y sus bromas iban di­ri­gi­das a romper la ten­sión que aún había entre no­so­tros. No in­va­dió mi es­pa­c­io, salvo en con­ta­das oca­s­io­nes en las que nues­tros dedos se ro­za­ban al ca­mi­nar. Si lo estaba ha­c­ien­do de forma in­ten­c­io­na­da, tam­bién se le daba de lujo.

—¿Te gusta el béis­bol? —pre­gun­tó de pronto.

—No es­pe­c­ial­men­te. Di­ga­mos que puedo vivir sin él.

—¡Eso habrá que so­lu­c­io­nar­lo! —ex­cla­mó—. ¿Y algún otro de­por­te?

—No soy muy de­por­tis­ta —dije aver­gon­za­da. Era evi­den­te que él sí y que no te­ní­a­mos nada en común—. Me gus­ta­ba pa­ti­nar sobre ruedas, pero hace años que no me pongo unos pa­ti­nes.

—¿Pa­ti­nes en línea?

—No, skate roller.

—Te pega —dijo con des­ca­ro—. Ya te ima­gi­no con pa­ti­nes rosas en la ca­fe­te­ría.

—No creas, a Me­lin­da se le ha pasado por la cabeza en alguna oca­sión. ¿Y tú? ¿Línea o roller?

—¡Oh, no, no, no! El pa­ti­na­je y yo no somos buenos amigos. Además, en mi casa se prohi­b­ie­ron los pa­ti­nes des­pués de que mi her­ma­na y yo en­gan­chá­ra­mos a mi her­ma­no Thomas a la bici. Lloró y gritó por toda la calle.

—¡Pobre niño! ¿Qué edad tenía?

—No­so­tros te­ní­a­mos diez años. MC y yo somos me­lli­zos. Thomas tenía seis.

Me gustó es­cu­char­lo hablar sobre sus tra­ve­su­ras mien­tras hacía pe­da­zos al­gu­nas briz­nas que había cogido del césped. Me con­fe­só cómo es­tre­lla­ron el coche de su her­ma­no mayor, algo que no le había con­ta­do a nadie, y cómo em­bo­rra­cha­ron al perro de la vecina para que dejara de la­drar­les.