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Criar a una niña de tres años y sobrevivir en la gran ciudad eran los dos únicos objetivos de Lydia Martins, una joven camarera sin más familia que sus compañeras de trabajo. Conseguir el puesto de socio de uno de los mejores bufetes de abogados de Chicago y huir de cualquier compromiso emocional, eran las principales metas de Austin Gallagher, el mayor seductor del estado de Illinois. Un día de viento, una mirada cálida y un número de teléfono en la cuenta del desayuno tuvieron la culpa de que sus caminos se entrelazaran y acabaran enredados. O tal vez fue una mano amiga, o el destino, ese traidor que no entiende de negativas cuando se empeña en unir a dos personas. Austin nunca decía que no a un reto. Lydia nunca decía que sí a una cita. Pero él tenía algo que ella deseaba: una familia increíble. Y ella algo a lo que él no pudo resistirse: Sophia.
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Título original: Cuando te enamores del viento
© 2020 Patricia Rodríguez Huertas
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Diseño de cubierta y fotomontaje: Eva Olaya
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1.ª edición: marzo 2021
Derechos exclusivos de edición en español reservados para todo el mundo:
© 2021: Ediciones Versátil S.L.
Av. Diagonal, 601 planta 8
08028 Barcelona
www.ed-versatil.com
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Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación o fotocopia, sin autorización escrita del editor.
Lydia
Mayo de 2018
—¡Vamos, hazlo! ¿Qué puedes perder? Si un chico así me mirara como te ha mirado ese a ti, no le daría mi número de teléfono, le daría mi vida entera.
«Exagerada», pensé.
Mi jefa veía romances y grandes historias de amor a diario en las miradas de las parejas de clientes, en sus sonrisas, en sus gestos de desesperación mientras esperaban, aunque no supiera si se trataba de una cita. Melinda era una romántica empedernida y me había puesto en su punto de mira.
Pero lo cierto era que el hombre de la mesa siete era guapo, más que guapo. Lo había traído una ráfaga de viento y la cafetería entera había suspirado al verlo entrar. Parecía uno de esos ejecutivos que te miran de arriba abajo y parece que te escaneen. Y sí, a mí me había hecho un TAC integral. Y sí, yo le había sonreído. Dos veces. Tres, si contaba la sonrisa que acababa de lanzarle.
—A alguien se le van los ojos hacia la mesa sieteeeee —canturreó mi compañera Jess al pasar con la bandeja repleta de platos sucios.
—Dejadlo ya. ¿Es que no veis que está acompañado?
—¡Bah! Nada importante. La chica es muy bonita, pero tienen una conversación demasiado formal —observó Melinda—. Por cierto, él se llama Austin. —Levanté una ceja, suspicaz. Seguro que se lo estaba inventando. Como siempre—. Es verdad. He oído como ella lo llamaba así al servir el pedido de la mesa ocho.
—Es un nombre bonito —dijo Jess con un guiño muy sugerente—. Dale tu número. Si tiene interés te llamará.
¿Darle mi número? ¿Es que se había vuelto loca? Que trabajáramos en una cafetería que podría ser la localización de una película romántica no significaba que la vida fuera de color de rosa. Podía tontear un poco con los clientes guapos, pero mi descaro acababa ahí.
Hui de ellas con el pedido de la mesa seis. Estaban muy colgadas, o muy aburridas, que era mucho peor. Se habían empeñado en reactivar mi vida sentimental y ya habían dejado claro que mi opinión no contaba. Creían en el amor, «el amor está en el aire», decían. Pero eso solo eran gilipolleces. Hacía tiempo que había dejado de creer en cuentos de princesas o en historias a lo Oficial y caballero. Los hombres, cuanto más lejos, mejor.
Desde que me quedé embarazada de Sophia no había vuelto a estar con nadie. No me interesaba. Mi pequeña fiera de dos años era todo lo que necesitaba para sentirme completa, y lo demás había quedado relegado a un segundo plano.
—Está pidiendo la cuenta —susurró Jess—. Yo te la preparo y se la llevas con tu mejor sonrisa.
Me pellizcó las mejillas, me arregló el pelo y me desabrochó un botón más de la blusa del uniforme. Luego, puso el platillo del ticket en mis manos y me empujó hacia el pasillo.
Si hubiera sabido que mi número de teléfono estaba escrito en el revés de la cuenta jamás se la hubiera entregado, jamás le hubiera vuelto a sonreír. Y jamás, ¡jamás!, le hubiera guiñando un ojo a ese hombre. ¡Jamás!
Austin
Me guardé la cuenta en el bolsillo de la americana y Alice soltó una carcajada. ¡Qué esperaba! La camarera era preciosa, muy de mi estilo: rubia, pelo largo, buenas curvas y mirada provocadora. Su sonrisa era sugerente, pero no tanto como ese escote que insinuaba algo mucho más tentador.
—¿Vas a llamarla? ¿En serio?
—Probablemente. Ese uniforme rosa ha despertado mi curiosidad.
—Eres increíble.
Alice, que se había mostrado muy pesimista durante el almuerzo, volvió a reír y me dio un beso en la mejilla antes de meterse en el taxi que había parado para ella. Me gustó arrancarle una sonrisa. Su empresa estaba atravesando una situación complicada, y yo estaba intentado ayudarla en todo lo que fuera posible. Era mi trabajo: abogado mercantil o un «vendemotos», como decía mi madre.
Empecé mi trayectoria profesional volcándome por completo en la rama penal de la abogacía, pero me di cuenta enseguida de que aquella no era mi vocación. A mí me iba más la negociación en los despachos, resolver disputas entre empresas, identificar riesgos, asesorar en la firma de contratos… En resumidas cuentas: simplificar las cosas a los empresarios. Y cobraba bien, muy bien. Trusk, Eaton and Associates era uno de los bufetes más prestigiosos de Chicago, y yo era un hijo de puta con mucha suerte.
Pero en aquel asunto de Alice no iba a ver ni un centavo. Era amiga de mi única hermana, MC, la conocí en su boda, y, si mi intuición masculina no me fallaba, había algo entre mi hermano mayor y ella que tenía pinta de convertirse en una relación en toda regla. Ojalá fuera así, porque Alice era una mujer de armas tomar y Tyler necesitaba que alguien le bajara un poco los humos.
Levanté la mano para decirle adiós y, cuando la perdí de vista, volví a la cafetería.
Las campanillas de la puerta me delataron, las dos camareras que servían en ese momento se quedaron congeladas al verme de nuevo. Sus miradas se movieron al unísono hacia el interior de la cocina y les sonreí por aquella información involuntaria y silenciosa.
Las puertas dobles se abrieron y ella apareció con dos platos de ensalada y las mejillas encendidas.
—Jess, el pedido de la mesa cuatro… —Mantuvo las manos suspendidas sobre la barra al encontrarse cara a cara conmigo. Luego soltó los platos con demasiada brusquedad—. ¡Jess, mesa cuatro!
Desplegué mi estudiada sonrisa de chico bueno encantado de haberse conocido, pero ella ni se inmutó. Por norma general, las mujeres se sonrojaban ante ese gesto, o suspiraban, o mojaban las bragas, como siempre puntualizaba mi hermana. Pero esta chica era inmune, y eso me provocaba más curiosidad. ¿Por qué una mujer que me daba su número de teléfono se mostraba tan indiferente?
—¿Se te ha olvidado algo? —me preguntó.
—No, no, solo quería saber… Tal vez podrías explicarme qué significa esto. —Extraje la cuenta del interior de la americana y la dejé sobre la barra.
—Es tu cuenta. No veo cuál es el problema. —Se cruzó de brazos y me ofreció una panorámica increíble del encaje blanco de su sujetador—. ¿Es que quieres poner una reclamación?
—Me refiero a esto. —Le di la vuelta a la nota y le señalé los números escritos con bolígrafo rojo—. Es tu teléfono, ¿no?
Algo en su expresión me dijo que ella no tenía nada que ver con eso. Buscó a sus compañeras con la mirada encendida y las encontró espiando la escena desde el otro lado de la sala.
—Lo siento, creo que mi amiga Jess ha debido de pensar que tú… y yo… Olvídalo, por favor. Esto es muy bochornoso.
Intentó recuperar el papel, pero fui más rápido. Era mi cuenta y pensaba conservarla.
—Oh, no, no voy a olvidarlo. Ahora me siento en la obligación de quedar contigo.
—Pues te libero de esa obligación. Ha sido una broma de mal gusto. Lo lamento.
—Vaya. —Fingí sentirme apenado, incluso hice un leve puchero—. Pensé que podría invitarte a un café al terminar tu turno.
—Lo siento, no puedo.
—¡Sí puede! —exclamó la camarera más joven, cargada con una bandeja de vasos—. Vamos, Lydia. El chico es guapo y simpático.
—Soy guapo y simpático —le repetí levantando las cejas de forma cómica—. Y soy un tipo de fiar. Soy abogado.
—Como si eres Tom Cruise.
—¿No saldrías con Tom Cruise? —me sorprendí, pero estaba animado y ella ya no parecía tan incómoda—. Entiendo, no te gustan las narices grandes. ¡Qué suerte! La mía es preciosa, ¿no crees?
—Ya lo creo —comentó la tal Jess de pasada—. Y es más alto.
—¿Lo ves? Guapo, alto, simpático y con una nariz de lujo. Soy un partidazo.
—Lo siento, pero no estoy interesada.
Cogí uno de los tenedores de postre que había sobre la barra y fingí un apuñalamiento en el corazón con toda la teatralidad que había aprendido de mi hermana melliza. Las risas y los murmullos de los comensales llenaron el ambiente, las camareras se rieron a carcajadas y logré que Lydia, la mujer más implacable de cuantas había conocido hasta el momento, se sonrojase levemente. Fue todo cuanto conseguí de ella aquel primer día.
Tenía una reunión importante y llegaría tarde si no me marchaba.
—Te llamaré —le dije con mi sonrisa de medio lado. Alcé la cuenta y la agité para recordarle que tenía su número—. Por si cambias de parecer.
—No lo haré —aseveró, pero no me quedé a rebatírselo.
Me despedí de sus compañeras con un guiño y salí de la cafetería convencido de que no tardaría mucho en volver.
Lydia
—Me rindo, de verdad, no puedo más. ¿TDAH? ¡Si solo tiene dos años, joder! —Delante de Jess podía hablar como me diera la gana sin parecer la peor madre del mundo—. Solo tiene dos años.
—Cálmate, anda. Tú lo has dicho, tiene dos años y eso solo es un diagnóstico de mierda de una cuidadora inútil. —Ella sí que sabía cómo hacerme sentir bien. Me sirvió un vaso de zumo de naranja y se sentó a mi lado—. No le hagas caso. Llamaré a mi amiga Marla y le diré que le haga un hueco a Sophia.
—No puedo pagar a tu amiga Marla —gimoteé—. No me lo cubre el seguro, ¿recuerdas?
—Hablaré con ella, déjamelo a mí. No os podrá recibir en el hospital, pero tiene consulta privada.
Me tapé la cara con las manos y suspiré. Odiaba que tuvieran que hacerme favores y me sentía agotada. La situación de Sophia se hacía insostenible, solo podía pensar en salir corriendo y no parar. ¿Qué iba a hacer si necesitaba cuidados especiales? Yo tenía que trabajar, no podía estar con ella todo el día, y los jardines de infancia con personal especializado eran demasiado caros. Todo era demasiado caro.
—Podrías hablar con Melinda y…
—Melinda ya me ha prestado mucho dinero y no quiero pedirle más. Haría lo que fuera por Sophia, incluso endeudarse, cuando le queda tan poco para jubilarse. No lo voy a permitir.
—Ya —dijo apenada—. Sé que tienes razón, pero también sé que para Melinda somos como sus hijas y le dolerá saber que no has contado con ella para una cosa así.
—Hablamos de mucha pasta, Jess. No son un puñado de dólares.
—¿Y una de esas fundaciones que conceden ayudas para niños? El otro día salió en el Canal 8 un médico guapísimo hablando del gran trabajo que estaban haciendo con un montón de niños de Chicago. ¿Cómo se llamaba? ¿Slater?
—Da igual, nadie regala nada. ¿Crees que entrar en una de esas instituciones no cuesta dinero? —Quiso replicar, pero se lo impedí—. Cambiemos de tema, ¿vale? Necesito pensar en cualquier otra cosa.
El domingo, en su casa, me animó la comida contándome los últimos chismes de sus vecinos; una pareja de jóvenes universitarios, que lo mismo se gritaban que se mataban a polvos. Comentamos también el último libro que habíamos leído y que, como siempre que elegía Jess, a ella le había encantado y a mí no, y eso nos llevó de cabeza a sacar el tema del chico de la cafetería.
—Tienes que dejar de leer novelas románticas, joder, Jess.
—¿Por qué? ¿Porque creo que ese tío encajaría muy bien contigo? Ha estado viniendo toda la semana solo para verte.
—¡No viene por mí! —Puse los ojos en blanco por enésima vez—. Viene por las tortitas.
—¡Venga ya! Ni tú te crees eso. —Me dio un pequeño empujón que me hizo reír. La verdad es que Jess tenía razón—. Sal con él. ¿Qué hay de malo? Un poco de charla, un poco de diversión, un poco de sexo… ¡Por Dios, Ly, jura por tu hija que no has pensado en echar un polvo con él!
Miré hacia la habitación de Jess donde mi terremoto dormía la siesta y negué con la cabeza.
—No me apetece salir con nadie, ¿tan difícil es de entender? Estoy en un punto de mi vida…
—Necesitas sexo, y no hablo de masturbarte en la ducha o un desahogo rapidito con el papi chulo de tu mesilla de noche. —Odiaba que usara ese nombre para referirse al juguetito que Melinda nos había regalado a cada una por Navidad—. Necesitas sexo guarro, del que te pone los ojos del revés y te deja agujetas una semana.
—Puedo pasar sin eso, gracias.
—No, no puedes, y lo sabes. Y sabes que ese Austin es un empotrador en potencia y por eso te acojonas.
—¿Empotrador en potencia? Estás loca.
—Un tío que es capaz de mirar así, de sonreír así y no parecer un gilipollas, es un empotrador en potencia. ¡Si solo con su voz fue capaz de ponerme a mil!
—Pues sal tú con él.
—Lydia, Lydia, Lydia, tienes veinticinco años y, si sigues así, vas a volver a ser virgen. No puedes estar tan cerrada. Si dejas escapar al guapo de la cafetería, te vas a arrepentir.
Austin
Fui a desayunar al Melinda’s Sweets and Coffee cada día de esa semana y de la siguiente. Me sentaba en la misma mesa, pedía lo mismo de siempre y me dedicaba a observar a la chica durante el tiempo que tardaba en tomarme las tortitas con sirope de fresa. Me pillaba cerca del despacho, el café era aceptable y las jodidas tortitas estaban para morirse. Mi hermana mataría por la receta; yo mataría por la camarera. No tanto, vale, pero de la curiosidad había pasado a un insano dolor de huevos al llegar el viernes… Eso sí era cierto.
—¿Has pedido la cuenta? —me preguntó Lydia.
Y, como cada día desde hacía cinco, asentí, alargué la mano y le rocé los dedos al coger el trozo de papel. Luego, pagué en efectivo e insistí una vez más.
—No sé si te lo he preguntado ya hoy, pero ¿te apetecería tomar algo conmigo esta noche?
Se rio. Era la primera vez que lo hacía y supe que algo había cambiado. Durante la semana había sufrido miradas fulminantes, bufidos de rechazo, noes lapidarios y silencios por respuesta. El martes me pidió que no volviera, el miércoles fingió sentirse acosada y amenazó con denunciarme a la policía, el jueves incluso se atrevió a decir que era feo y que no saldría conmigo, aunque fuera el último hombre del planeta. ¡Feo, yo, por favor!
—¿Nunca te rindes?
—Nunca —respondí con una amplia sonrisa de casi victoria.
—No voy a salir contigo.
—Bueno, eso ya lo veremos.
—No, no lo veremos. No lo verás.
Miré la hora y vi que era tarde. Me puse en pie con ímpetu y la obligué a retroceder. Me gustaba cuando se escudaba detrás de la bandeja y se mordía el labio inferior. Ella no se daba cuenta, pero era un gesto jodidamente sexy, un gesto que echaba por tierra su postura cerrada ante mi propuesta. Yo le caía bien, a pesar de mi insistencia, y no le resultaba indiferente para nada. Solo era cuestión de tiempo.
—¿Puedo hacerte una pregunta? —comenté, al tiempo que me arreglaba los puños de la camisa bajo la americana.
—Ya estás preguntando, así que…
Me invitó a continuar con un gesto de la mano y una sonrisa escondida bajo una máscara de desidia. Una chica que me considerara un tipo feo ya me habría despachado.
—¿Por qué te da tanto miedo decir que sí a algo que te apetece tanto como a mí? —Intentó contestar con el ceño fruncido, pero no se lo permití—. Solo es un café, una copa, una hamburguesa, lo que te apetezca. No te estoy pidiendo que te cases conmigo. Eso ya lo hablaremos más adelante —bromeé y volvió a abrir la boca para contratacar—. Solo es una cita. Si no te gusta, si te aburres, si no te parezco un tío encantador, dejaré que huyas cuando vayas al baño. Te lo prometo. —Creí que ya la tenía, que diría que sí—. ¿Y bien? ¿Hay trato?
—Lo siento —dijo después de un largo y esperanzador silencio—, mañana tengo que madrugar. Tal vez en otra ocasión.
No dijo que no, eso era importante. Dijo: «Tal vez en otra ocasión», y me bastó. Fue una pequeña victoria que sentí como si me hubiera llevado el premio gordo de la lotería estatal.
—Hasta el lunes, entonces. Ya cuento los segundos.
Lydia
Junio de 2018
No tuve que esperar al lunes.
El sábado por la noche terminé el turno más tarde de lo habitual. Me despedí de las chicas con prisa y salí de la cafetería dispuesta a echar a correr hasta la parada del autobús. Sin embargo, no había dado ni dos pasos cuando me topé con Austin, que caminaba igual de despistado que yo.
Llevaba uno de sus trajes perfectos, pero se había quitado la corbata y se había desabrochado los primeros botones de la camisa. Estaba despeinado, parecía más joven y, aunque me negara a reconocerlo en voz alta, también más seductor.
—Eh, ¿qué haces por aquí? —le pregunté sin poder reprimir la sonrisa. Una bien grande, igual que la suya.
—Qué casualidad. Hace un momento me estaba preguntando qué estaría haciendo mi camarera favorita un sábado por la noche, y mira por donde…
—¿No estará acosándome, señor abogado? —tonteé un poco.
—No, no es mi estilo, la verdad. —Se pasó la mano por la nuca con cierta timidez. El aire desaliñado le sentaba muy bien. Era encantador—. El despacho en el que trabajo está muy cerca y para ir al aparcamiento tengo que pasar por aquí. Me voy a casa, estoy molido.
—Sí, yo también me iba ya. —Miré el reloj para disimular lo nerviosa que me ponían esos ojos brillantes que no dejaban de mirarme y solté una maldición al ver la hora—. ¡Voy a perder el autobús! Hasta otro día.
Eché a andar sin mirar atrás, sin hacer caso a los latidos de mi corazón que se habían acelerado de manera involuntaria. Y cuando escuché sus pasos tras de mí a punto estuve de salir corriendo como una tonta. ¿Por qué tenía que alterarme tanto su presencia?
—Puedo llevarte. Tengo el coche aquí mismo.
Señaló la puerta de un aparcamiento subterráneo, tenía las llaves del coche en la mano y parecía cansado.
—No es necesario. La parada está aquí al lado y… ¡Oh, no, mierda! ¡Mierda!
El autobús 156 que tenía que llevarme hasta Harlem con Lake acababa de detenerse en la parada. Corrí como si me fuera la vida en ello, pero antes de llegar a la esquina de la calle Clark emprendió la marcha y me quedé sin transporte. Era el último de la noche, y yo tenía que llegar a casa antes de que la señora Perkins, mi vecina del primero, se quedara dormida. Era quien cuidaba de Sophia y me había dejado muy claro que no volvería a hacerlo si llegaba más tarde de las diez.
—¡Ahora tendré que coger dos trenes, joder! —grité. Odiaba viajar en metro.
Austin abrió los ojos, sorprendido.
—Puedo llevarte yo. Podemos ir a tomar…
—¡No, no podemos! Y no quiero que me lleves. —Rebusqué el móvil en el bolso para llamar a mi vecina y avisarla de que llegaría tarde, pero me temblaban tanto las manos que solo conseguí que cayeran al suelo algunas de mis pertenencias. Cuando Austin hizo amago de ir a recogerlas, lo detuve con brusquedad—. ¡No! Puedo yo sola, gracias.
—Está bien, pero deja al menos que te acompañe a la estación del tren y espere contigo. Es tarde y…
—Sí, ya sé, es tarde, soy una mujer, hay mucho capullo suelto por las noches y bla, bla, bla… Tranquilo, sé defenderme.
—¿Con qué? ¿Con esto? —Se agachó, recogió el espray de pimienta que se me había caído y ojeó el bote con interés—. Está caducado. Deberías comprarte otro.
—Lo tendré en cuenta —murmuré mientras esperaba una respuesta de la señora Perkins. Que no cogiera el teléfono no era buena señal, y empezaba a sentirme muy desesperada—. Vamos, contesta, vamos, vamos…
—En serio, puedo acercarte si tienes prisa. Aunque te parezca una gilipollez, me quedaría más tranquilo y te prometo que no significará nada, ¿de acuerdo? No volveré a ir a la cafetería si es lo que quieres, pero deja que te lleve. Así al menos no me sentiré culpable por haberte entretenido.
Tenía ganas de llorar por haber perdido el bus, por haberle gritado a Austin que se mostraba tan amable, por no conseguir hablar con mi vecina y por pensar que llamaría a los servicios sociales si me retrasaba un solo minuto. Las advertencias de la señora Perkins eran así de radicales, pero no tenía a nadie más con quien dejar a Sophia los sábados.
Cuando por fin contestó al teléfono con su voz ronca, me sentí tan aliviada que se me escapó un sollozo.
—Llegaré un poco tarde, solo un poco, ¿de acuerdo? —Apreté los ojos cuando comenzó a sermonearme sobre la responsabilidad de una madre, pero aceptó mantenerse despierta—. No se volverá a repetir, lo prometo.
Cuando colgué, la cara de Austin ya no era de comprensión, sino de duda. No sé a qué conclusión llegó después de las escuetas palabras que había escuchado, pero funcionó, dejó de insistir. Levanté la mano en silencio para despedirme. Él hizo lo mismo y, por primera vez, eché en falta una broma, una palabra, no sé, incluso esa media sonrisa a la que era fácil acostumbrarse.
Austin
Aquella noche decidí retirarme de la conquista. Había muchas más mujeres en el mundo como para tener que ir detrás de una a la que ni siquiera le interesaba mi compañía. Además, no me gustaban las mujeres casadas. Esa breve llamada telefónica me había dicho todo lo que necesitaba saber: había alguien en su vida.
Cuando me levanté al día siguiente ya no me acordaba de ella, o de eso intenté convencerme mientras iba de camino al parque Montgomery, donde mi cuñado me esperaba para un partido de béisbol benéfico que organizaba su fundación.
Ayudar a Nick era una de esas cosas que siempre quería hacer, pero que nunca hacía por falta de tiempo o porque siempre había otra cosa más importante que los proyectos del doctor Slater.
—Llegas tarde, Gallagher —destacó Nick—. Ya te pareces a tu hermana en algo más.
—¿Dónde está? Creí que la encontraría aquí, agitando los pompones para animarte.
—Te bateará los huevos cuando le diga que has dicho eso. —Rio—. Anoche se dejó el teléfono en la taquilla del parque y, conociéndola, se habrá liado con algo.
Mi hermana MC era bombera en la compañía 52 de Chicago. Éramos mellizos y, al contrario de lo que ocurría con mis otros dos hermanos, éramos inseparables. Thomas, el pequeño de la familia, siempre había sido nuestro juguete, incluso ahora que andaba perdido por algún lugar de la selva amazónica, continuaba siendo nuestra principal fuente de bromas. Tyler, el mayor, era el más distante, el más hermético. Mi madre decía que era la secuela de haber tenido que ejercer como hermano mayor y soportarnos a los demás, pero MC y yo creíamos que era todo fachada, que solo necesitaba a alguien que resquebrajara esa armadura.
—¿Para qué recogemos fondos hoy? —pregunté mientras le daba la vuelta a mi gorra de los Sox y miraba al campo de béisbol.
—He creado un programa para niños con altas capacidades —respondió, como si el tema no fuera importante. Pero lo era, cualquier cosa que hiciera el doctor Nicholas Slater era importante y tenía una repercusión brutal—. Quiero rehabilitar el edificio de los antiguos laboratorios que hay junto al Northwestern para crear un centro especializado que dependa de la fundación.
—¿No tenías bastante con arreglar huesos, poner prótesis y atender a los que no tienen seguro médico?
—Mi mente no descansa, ¿recuerdas? —Se dio varios golpecitos en la frente y se encogió de hombros. Tenía un cerebro privilegiado y unas ideas brillantes—. Voy a atender a la prensa, ahora nos vemos.
La NBC Sports de Chicago estaba cubriendo el evento. No era un domingo cualquiera en el parque, era un día cojonudo. Algunos de los mejores jugadores de los Sox y de los Cubs se mezclaban con los niños y adolescentes y se jugaba una liguilla de lo más divertida. Vi al mexicano Miguel González, lanzador de los Sox, palmearle la espalda a Nick mientras Welington Castillo, el receptor estrella, le hacía una reverencia de lo más teatral. Mi cuñado era el puto amo y tuve que recordarme lo que MC me dijo la primera vez que estuve en un evento así: «Eres un adulto, un adulto responsable de más de treinta años que no pide autógrafos y que no persigue a los jugadores para hacerse fotos con ellos. Compórtate».
Comportarme, bien. Tenía que recordarlo.
De repente, alguien me golpeó en el brazo y ahí estaba ella, mi hermana, tan sonriente como siempre.
—Has llegado pronto, chaval. ¿Has visto a Nick?
La besé en la mejilla que me ofreció y ella entornó los ojos satisfecha.
—Está con la prensa.
—¿Y Tyler? ¿Ha venido?
—Está de turno y, además, esta tarde tenía cosas que hacer —respondí mientras continuaba con la vista fija en los jugadores de mi equipo favorito.
—¿Qué cosas? —Me encogí de hombros. Ni que yo fuera el asistente de mi hermano—. ¿Has hablado con mamá? ¿Cómo habéis quedado?
—¿Con mamá? ¿Qué le pasa? ¿Y con quién tengo que quedar? Te juro que cuando me haces tantas preguntas me dan ganas de desconectarte las baterías.
—Mamá tiene club de lectura y dijo que se quedaría a dormir en tu casa.
—¡Ah, no! No, no, ni hablar —exclamé. Levanté las manos como si así pudiera evitar el marrón y me aparté de MC—. A mí nadie me ha dicho nada y no pienso hacerme responsable. Cuando se junta con esas… señoras luego no deja de hablarme de sexo, joder. Una madre no debería hablar de sexo con su hijo. Que se quede en tu casa.
—¡Que te den! Ya se quedó el mes pasado porque tú tenías una cita. Te toca a ti.
—¿Y si tengo una cita hoy también?
—Mentira —atacó—. ¿Con quién?
No entendí por qué se extrañó; yo siempre tenía citas.
—Con una camarera que hace unas tortitas de muerte.
—¿Por eso estás más gordo? ¿Te está cebando para comerte luego?
—¡No estoy más gordo! —Jodida MC.
Me miré la camiseta de los Sox y me pasé las manos por el abdomen. No estaba más gordo, que los vaqueros me apretaran un poco en la cintura no era porque hubiera cogido peso, sino porque habían encogido.
—Si tuvieras una cita no estarías aquí, que nos conocemos, chaval.
—MC, mamá no se va a quedar en mi casa. Y punto —determiné con contundencia. Pero ella ya había decidido que sí y levantó una ceja, insolente. Era el momento de negociar—. ¿Qué quieres a cambio de hacerte cargo tú?
—¿Te das cuenta de que estás trapicheando para deshacerte de tu madre?
—¡Sí, joder, sí! Soy el peor hijo del mundo —exclamé—. Pero tú no eres mejor que yo, así que dime qué quieres por hacerme este «pequeño favor».
—Me lo pensaré, pero te saldrá caro, te lo aseguro. Ahora vamos a jugar al béisbol.
Lydia
—¿Hoy no ha venido tu galán? —me preguntó Melinda el lunes a la hora del descanso de media mañana.
—Se habrá cansado ya —dijo Jess.
No les había contado lo que ocurrió el sábado por la noche al salir de la cafetería ni tampoco que me sentía un poco mal por haber sido tan descortés.
Si Austin no volvía, lo entendería. Pero debía reconocer que la mañana no había sido lo mismo sin él sentado en la mesa siete, comiéndose un plato de tortitas con sirope de fresa y regalándome su sonrisa canalla.
El martes y el miércoles tampoco vino a desayunar, y me convencí de que su insistencia se había agotado. No me importaba, era lógico, pero por mucho que me lo repitiera, no podía evitar levantar la vista cada vez que sonaba la campanilla de la puerta.
Pero el jueves todo cambió.
No fue un buen día en la cafetería, no para mí. Sophia había pasado una mala noche, no había dormido más que un par de horas y perdí el autobús para ir a trabajar. Cuando llegué, Jess me puso al tanto de la situación: Melinda había pillado a la cocinera echando mano al dinero de las propinas y la había despedido. La cafetera hacía un ruido raro y varios clientes, los más madrugadores, se habían quejado de que el café sabía a rayos.
—Mal día para llegar tarde —susurré mientras me ataba el delantal y metía en el bolsillo la libreta de pedidos.
—Deja eso —me ordenó Melinda—. Te necesito en la cocina.
—Pero…
—No, Lydia, sin peros. Sé que no es justo, pero eres la única que puede cocinar algo parecido a lo que hacía esa miserable de Rachel. Hoy mismo contrataré a alguien, te lo prometo.
Cuando dieron las siete de la tarde, mi cabeza estaba muy cerca de estallar como una calabaza. Había perdido la cuenta de los menús que había preparado. Me dolían las manos y los pies, me había cortado en un dedo y las mejillas me ardían, el calor de la cocina era un infierno. En más de una ocasión había ayudado a Rachel a preparar comidas y repostería, pero nunca yo sola, y estaba agotada.
—Saco la basura, recojo y me voy a casa —anuncié a nadie en particular.
Jess me enseñó el pulgar como signo de aprobación y Melinda me abrazó con fuerza.
—Eres un sol, cariño.
«Este sol necesita una ducha y un sueño reparador», pensé mientras arrastraba las dos grandes bolsas de basura por la puerta de atrás hasta los contenedores de Garvey Ct. Levanté la primera con gran esfuerzo, pero la segunda me costó más.
—Espera, deja que te ayude —dijo una voz a mi espalda.
Contuve la respiración al ver a Austin levantar el saco de basura como si no pesara nada. Iba impecable, como siempre, pero varios mechones de pelo le tapaban parte de los ojos y, al retirárselos, vi que estaba un poco ojeroso.
—Gracias —musité, avergonzada.
¿Qué más podía decir? ¿Te he echado de menos estos cinco días sin verte? Era absurdo.
—No hay de qué.
Nos miramos unos incómodos segundos en los que ninguno de los dos encontró las palabras adecuadas. Me mordí el labio y creo que le sonreí, pero no estoy segura.
—¿Llegaste bien el sábado? ¿Sin contratiempos?
—Sin contratiempos. Un poco tarde, pero nada importante.
—Bien.
—Bien —repetí.
Pero ¿qué me pasaba? ¿Por qué seguía allí plantada como una idiota?
—Oye, tengo que…
—¿Te apetece entrar a tomar un café? —solté de repente.
Me ruboricé con violencia y, al llevarme las manos a las mejillas, recordé que llevaba la redecilla de la cocina en el pelo y me la quité de un tirón. No quería ni pensar en el aspecto que tendría. Tampoco quería pensar en por qué me importaba tanto que él me viera… bonita.
—Tengo que irme —dijo con suavidad y, a continuación, me colocó un mechón de pelo detrás de la oreja.
—Oh, claro…
—Otro día, ¿vale?
—Vale, sí, cuando quieras…
Se despidió con una sonrisa y lo acompañé con la mirada hasta que desapareció. Me sentí como una tonta allí de pie, junto a los contenedores de basura. No sé qué esperaba que pasara, pero el encuentro me dejó un regusto a decepción que puso la guinda a un día para olvidar.
Austin
Toda la semana evitando pasar por la cafetería para vencer la tentación de entrar; toda la jodida semana yendo del despacho al aparcamiento por Garvey Ct. para no encontrármela, y justo ahí estaba ella.
Joder, era preciosa. Incluso con esa redecilla que le envolvía el pelo.
Me hubiera tomado ese café encantado, pero tenía un asunto urgente y eso era lo primero. Sin embargo, después de una visita rápida a casa de mi hermano Tyler y de descubrir que él y Alice habían avanzado en su relación más rápido de lo que me esperaba, volví a pensar en Lydia y en su forma de ruborizarse. Se me ocurrían algunas formas muy originales de sacarle los colores a esa rubia tan cabezota y estaba dispuesto a insistir un poco más hasta conseguirlo.
Eran ya las once de la noche cuando salí de la ducha y me tumbé desnudo en la cama. Hacía un calor insoportable y lo de los pijamas no iba conmigo.
Estaba terminando de revisar algunos correos electrónicos cuando me entró una llamada de MC.
—Nick quiere saber si podrías ocuparte de los temas legales de la fundación mientras su abogada está de baja por maternidad.
—¿Y por qué no me llama Nick?
—Porque está de guardia. ¿Lo harás o no? —insistió sin paciencia alguna—. Si no puedes, dime a qué pringado de tu bufete le interesaría. Por cierto, ¿has hablado con Thomas? Ha renovado con la universidad por otro semestre. ¿No es increíble?
El pequeño de mis hermanos era periodista de investigación y le había cogido el gusto a hacer reportajes sobre el Amazonas.
—Sí, lo sé. Tyler y yo hablamos con él el lunes por la noche por Skype.
—¿Habláis sin mí? ¡Qué cabrones!
—Estabas de turno.
—¿Y qué? Podrías haberme avisado, joder —se quejó y se me escapó una risilla que la enfadó más—. Siempre soy la última en enterarse de todo.
—No me llores, drama queen. ¿Quieres que te cuente algo que he descubierto esta noche? —le dije en tono conspirador. Me gustaba compartir secretos con MC.
—Dispara.
—Tyler y Alice… están juntos.
—Pero ¿qué dices? ¿Estás loco? ¿De dónde has sacado una gilipollez así? —Se rio mientras yo esperaba a que asimilara la información. Estaba seguro de que si se paraba a pensarlo un momento no le costaría tanto entenderlo—. ¡Oh, joder! ¿Va en serio?
—En serio.
—Pero ¿cuándo ha…? ¡No me lo creo! No puede ser.
—¿Quieres apostar? —le propuse.
La manera más fácil de ganar pasta era apostando contra MC.
—Diez dólares a que es mentira.
—Que sean veinte —aumenté—. Y dile a Nick que seré su abogado, pero quiero entradas para los Sox. No trabajo gratis.
Lydia
Nuestro primer cliente ese viernes fue Austin.
Había vuelto.
—¿Café y tortitas? —preguntó Melinda con una amplia sonrisa.
—Solo café —respondió—. Si sigo comiendo así no podré abrocharme los pantalones.
«Bobadas», pensé, estaba estupendo. Cuando me fijé en su cintura se me fue la vista a la entrepierna y supongo que mi cara debió de resultarle de lo más expresiva, porque su carcajada se oyó hasta en la acera de enfrente.
Hui a la cocina, abochornada, pero su voz llegó hasta mi escondite.
—¿Puedes quedarte un rato conmigo? Es raro ser el único cliente —me pidió a gritos—. Por favor.
—No puedo, estoy trabajando —respondí de regreso a la barra con un montón de platos limpios.
—Soy la única persona en la cafetería. Vamos, siéntate.
No debía, no quería que hubiera ningún tipo de confianza entre nosotros. O sí, sí quería. No me hubiera importado apartarle el pelo de la frente, pero era demasiado. Todo él era demasiado.
—Solo un minuto —susurré.
Se quedó callado contemplándome sin ningún pudor. Le daba vueltas al café como si le hubiera puesto una tonelada de azúcar, pero los dos azucarillos continuaban en el plato, como siempre. Después de lo que me pareció una incómoda eternidad, cuando ya estaba decidida a levantarme, dio un sorbo y cerró los ojos para saborearlo con un gemido de placer. El gemido más sensual de cuantos hubiera escuchado en mi vida.
—¿Habéis cambiado de marca? Hoy el café está buenísimo.
—Hemos cambiado la cafetera. Murió ayer, pero Melinda ya tenía la nueva en el almacén. Estuvo hasta las dos de la mañana haciéndola funcionar a pleno rendimiento para que esta mañana el café estuviera… así. —Le señalé la taza.
Estaba parloteando, por favor. Era patética.
—Pues objetivo conseguido. —Dio un nuevo sorbo y le siguió otro silencio.
No tenía ni idea de qué hacer con las manos ni de dónde mirar.
—¿Puedo preguntarte algo personal? —dijo al fin.
—No.
—Vaya. —Sonrió como si supiera algo de mí que yo ignorase y se acercó más a la mesa—. Me gustan las mujeres directas y sinceras. ¿Estás casada?
—Ese es el tipo de pregunta que no puedes hacer.
—Vale. ¿Tienes pareja o sales con alguien? —Agité la cabeza con incredulidad y se me escapó una risa. Era insistente y tenía unos ojos marrones preciosos.
«No pierdes nada respondiendo», me dije.
—No estoy casada y no hay ningún hombre en mi vida.
—¿Y qué tipo de cosas haces cuando no estás trabajando?
—Eso ya son dos preguntas personales. —Se encogió de hombros con fingida inocencia. Me gustaba ese gesto—. No tengo mucho tiempo libre, pero supongo que lo normal: leer, pasear, escuchar música…
—Perfecto, podríamos ir a leer un poco a Millennium Park. Tú llevas tu libro, yo llevo el mío, escogemos la sombra de un árbol y pasamos el sábado por la tarde.
—Tengo que trabajar.
—¿Eso es un «sí, pero en otro momento»? —se entusiasmó y a mí se me contrajo el estómago—. Podríamos ir el domingo.
El domingo era el único día que tenía para disfrutar de mi niña y no lo iba a desperdiciar con un hombre al que no conocía, por muy guapo y simpático que fuera. Sin embargo, mi mente construyó un universo paralelo en ese preciso instante y me vi riendo bajo un árbol de Millennium Park mientras Austin hacía cosquillas a Sophia. Me vi quitándole briznas de hierba del pelo, acunando su cabeza en mi regazo y besándolo en los labios como recompensa por conseguir que mi pequeña se quedara dormida sobre su pecho. Dios mío, si hasta sentí su caricia en la piel…
—¿Lydia? —Me había cogido la mano y trazaba suaves círculos en la palma con el pulgar—. ¿Te encuentras bien?
Miré un segundo sus dedos entrelazados con los míos y me solté con brusquedad. Me puse en pie al mismo tiempo que sonaba la campanilla de la puerta y me disculpé con un susurro entrecortado. No sé qué pasó ni por qué mi imaginación creó algo tan absurdo, pero el corazón estaba a punto de salírseme del pecho y necesité un par de minutos a solas en el almacén para recobrar la compostura.
Cuando salí, la cafetería se había llenado y él ya no estaba.
Austin
La esperé hasta que me di cuenta de que el tiempo había volado y llegaba tarde a una reunión en el ayuntamiento. Le dije a su compañera Jess que me tenía que marchar y no me dejó pagar el café.
—Invita la casa —me dijo con un guiño. Luego se acercó a mí y, en tono confidente, me susurró—: Sale de trabajar a las siete, pero la mejor hora para llamarla es a las diez.
¿Para qué? Ella no quería una cita, no quería nada de mí. ¿Por qué insistir?
—Porque te ha tocado el orgullo —acertó Alice cuando hablamos por teléfono horas más tarde—. Te gusta y no puedes tenerla. Es un reto, por eso vuelves a la cafetería una y otra vez. Si sigues comiendo tortitas con sirope…
—Sí, ya sé, acabaré rodando.
Podía llamarla, podía decirle que no había tenido la oportunidad de despedirme de ella por la mañana o que su reacción me había dejado preocupado. Algo la había alterado, su pulso había latido acelerado en las yemas de mis dedos mientras le sujetaba la mano y se le habían coloreado las mejillas. Me intrigaba y me gustaba a partes iguales, porque era sencilla, nada pretenciosa; el tacto de su mano era áspero, pero cálido, y en lo profundo de esos lagos azules escondía secretos que quería descubrir. Y no estaba casada ni había otro hombre en su vida, así que, aunque ella se comportara como si no fuera así, estaba disponible.
Podría haberle mandado un mensaje, pero yo no era mucho de mensajes y corría el riesgo de que me dejara en leído. Me dejé llevar por el instinto y la llamé. Su voz sonó ronca y sensual al otro lado de la línea, como un susurro después del sexo, y la anticipación de algo bueno me inundó el pecho. Si no fuera porque lo de conquistar a una mujer no tenía secretos para mí, hubiera reconocido que me puse nervioso.
—¿Estabas dormida?
—¿Eres…?
—¡Ah, sí, perdona! Soy Austin, ¿te acuerdas de mí? Alto, guapo, buen partido… —bromeé—. Espero no haberte despertado.
—No no, estaba… leyendo un poco.
—¿Algo interesante?
—Nada importante.
Se quedó callada y yo tampoco supe qué decir.
A mis hermanos les hubiera encantado verme en una situación así, expectante, indeciso. Totalmente perdido, como un puto loser. Se iban a estar riendo de mí una buena temporada.
Me pasé la mano por el pelo y tiré de él con fuerza, como si así pudiera sacar algo elocuente que decir. Al final, fue Lydia la que rompió el silencio.
—Siento no haber podido despedirme de ti esta mañana. Tenemos nueva cocinera y todavía no controla dónde está cada cosa. Melinda me pidió que le echara una mano.
—No te preocupes. Casi llego tarde por tu culpa, pero no importa.
—¿Por mi culpa? —preguntó con fingida indignación—. Pero si eres tú el que no ha dejado de hacer preguntas.
—Y eras tú la que contestaba. Ya deberías saber que cuando me hablas se para el tiempo.
Silencio. Jodido silencio.
—¿Este rollo te funciona con todas?
—Por lo que veo, con todas no —respondí—. Pero no desisto. Es lo que pasa cuando me gusta alguien. ¿A ti no?
—No, a mí no me pasa.
Un nuevo silencio, mi mente en blanco, su respiración en mi oído y muchas ganas de verla. Me la estaba imaginando en el sofá de su casa, mordiéndose el labio a la espera de que dijera algo más, con esa media sonrisa que también me asomaba a mí y buscando la forma de no mostrar un interés que, en realidad, sí tenía. Yo sabía detectar bien esas cosas.
—Me gustas —le dije sin más, quería que no le quedaran dudas al respecto.
—Vaya…
—Y yo a ti —afirmé—. Si no te gustara no me seguirías el rollo; a tu manera, pero me lo sigues. Tampoco te hubieras sentado conmigo esta mañana. Creo que te gusto más de lo que quieres reconocer. Admítelo, no pasa nada.
Su risa me llenó de esperanza.
—Digamos que me caes bien. Eres… simpático.
—¡Oh, joder! Eso ha sido como una ducha fría. ¿Simpático? ¿En serio? —Me mostré indignado—. Es lo que le dirías a un amigo feo, que es simpático. ¿No se te ocurre nada mejor? ¿Carismático? ¿Atractivo? ¿Irresistible?
—Charlatán.
—Me estás matando, lo sabes, ¿verdad? —Volvió a reír con más ganas y tuve la completa y absoluta certeza de que estaba ganando esta batalla—. Venga, sé buena y dime la verdad: te gusto.
—Y si fuera así, ¿qué harías?
Hice un gesto de victoria con el puño e ignoré el vuelco que acababa de darme el estómago.
—¿Qué haría si una chica preciosa reconociera que le gusto? Pues le diría que tiene buen ojo y la invitaría a salir.
—¿Y a dónde la llevarías?
Hinché el pecho de orgullo y me relajé contra el cabezal de la cama. Había comenzado el maravilloso arte del coqueteo; y a ella, con su aire inocente y sus preguntas hipotéticas, se le daba muy bien.
—¿A dónde la llevaría? ¿Qué versión prefieres, la del perfecto caballero o la del Austin de verdad?
—Sorpréndeme.
—Pues, verás, me gustan las cosas sencillas, sin demasiadas florituras, así que llevaría a esa chica a un paseo por Lake Shore al atardecer, por ejemplo. —Bajé el tono de voz hasta convertirlo en un suave susurro—. Hablaríamos de nuestros gustos, de nuestros trabajos, de la vida… Nos detendríamos a admirar los colores del cielo en algún punto del camino, pero yo solo la miraría a ella, porque es preciosa y porque los reflejos de la puesta de sol la convierten en algo extraordinario. La abrazaría por la espalda y le besaría la nuca muy despacio, solo un roce. Me encanta dar besos en la nuca, la piel reacciona al segundo y se eriza de placer. ¿Te han besado alguna vez en la nuca, Lydia?
—No.
—Yo lo haré, si me dejas.
—Austin…
—Dame una oportunidad, una sola. Ni siquiera te tocaré si es lo que quieres, solo un chico y una chica dando un paseo. Podemos comprar un helado, tomar un café o ir a cenar después, lo que surja.
—Lo que surja, ¿eh? —Asentí como si pudiera verme y sonreí como un bobo. Podía escuchar la duda en su voz, pero también las ganas de decir que sí—. No habrá nada de eso que has dicho: ni abrazos por la espalda ni besos en la nuca, ¿entendido?
—Entendido.
—Ni manitas ni nada.
—Nada de nada.
—Ni besos de ningún tipo.
—Nada de besos —repetí.
—Y solo podrán ser un par de horas.
—Me sobra. —¡Ya era mía, sí!—. ¿Cuándo? ¿Mañana?
—No, mañana imposible. El domingo por la tarde.
—Perfecto. Si me das tu dirección, te recojo sobre las cuatro.
—Buen intento, pero no. Nos vemos en las escaleras del Museo de Ciencia a las cinco. Allí ya decidiremos a dónde vamos.
—Bien, a las cinco.
—Y, Austin…
—¿Mmm?
—Esto no es una cita. No te hagas ilusiones.
«Eso ya lo veremos, preciosa».
Lydia
—Solo es un paseo —le recordé a Jess cuando llegó a casa para hacerse cargo de Sophia. Sus bromas e insinuaciones me estaban poniendo de mal humor.
—Un paseo con un tío buenísimo que te ha dicho que le gustas. Es más que un paseo, reconócelo.
No, no podía reconocerlo, porque eso supondría darle alas a mi mente para continuar construyendo situaciones hipotéticas que me agobiaban. No tenía tiempo para una relación. Mi vida se dividía entre el trabajo y Sophia, entre respirar y sobrevivir. Mis responsabilidades pesaban más que la emoción de un mensaje en mitad de la noche o la ilusión del atuendo perfecto para una cita. Y, sin embargo, ahí estaba, cediendo ante la insistencia de un hombre y robándole tiempo a mi pequeña, que estaba encantada con el desmadre de ropa que había sobre la cama.
—Ponte el vestido rojo. Es mi favorito —sugirió Jess—. La blusa azul con la falda de cuero también es una buena opción.
—¡Es todo demasiado formal!
—Pues entonces el vestido estampado.
—Demasiado veraniego.
—¿Y los pantalones negros con el top amarillo?
—Pareceré una buscona.
—¡Me rindo! —exclamó Jess. Sophia levantó la cabecita de sus brazos y se quitó el chupete para ofrecerme una sonrisa—. Si solo es un paseo, ponte cómoda. ¿Con qué te sientes cómoda?
—¿Con un chándal? —Puso los ojos en blanco ante mi respuesta—. No lo sé. ¿Unos vaqueros y una blusa? Me gusta la negra, la de gasa.
—¡Bien! Pues ya lo tenemos. Ponte unas botas bonitas y la chaqueta de punto. Si no está ya enamorado, caerá esta tarde.
—¡Eso no me ayuda! —le grité cuando ya se iba.
—¡Vas a llegar tarde!
Cuando me miré en el espejo a punto estuve de dar marcha atrás e inventarme una excusa para no ir. Vi una imagen de mí misma muy aceptable, una que no había visto en mucho tiempo porque, cuando eres madre soltera y no tienes con quien compartir tu vida, cambias las noches locas por sesiones maratonianas de series; pasas de las citas románticas y terminas por beberte botella y media de batido de plátano en la soledad de tu salón mientras Brad Pitt se enamora de la novia de su hermano en Leyendas de pasión. Lo más cerca que había estado de cuidar mi imagen personal era procurar ponerme unas mallas sin agujeros y, aunque estuviera feo reconocerlo, me conformaba con el amigo a pilas que Melinda me había regalado por Navidad.
—Lo he buscado en redes sociales y no tenemos nada en común.
—Tonterías —dijo Jess.
—En serio, va de fiesta en fiesta y de mujer en mujer. No es mi tipo.
—Tú no tienes tipo, Ly. Déjate llevar un poco.
—¿Y si es un gilipollas? ¿Y si es uno de esos hombres que no deja de hablar de sí mismo? ¿Y si es un muermo? ¿Y si es como…?
—¿Y si no lo es? —contratacó Jess—. Por ahora, ha demostrado ser atento y agradable. ¿Y si resulta que, además, es uno de esos que no se andan con tonterías y te empotra contra la pared de su apartamento? Necesitas un hombre así, y Austin tiene toda la pinta de encajar.
—Eso no va a pasar.
—No lo saaaaaabes… —Volvió a canturrear. Cómo me jodía que hiciera eso—. Ve, pásalo bien, disfruta un poco y no te cierres a nada, y eso incluye las piernas.
Austin
Con el tiempo había perfeccionado mis estrategias en las citas, y ya no tenían secretos para mí. En la primera me mostraba siempre encantador y eso las relajaba, les soltaba la lengua si estaban algo intranquilas y me permitía verlas tal y como eran. No solía besarlas más que en la mejilla porque, si la chica me gustaba y yo a ella, la espera alimentaba el deseo. «Strike uno», pensé, la chica ya me gustaba, yo a ella también y la espera me estaba matando.
En la segunda cita la cosa cambiaba un poco. No dejaba pasar mucho tiempo e intentaba sorprenderlas con algo que les gustase, algo que hubiera advertido en nuestra conversación del primer día. Y entraba en juego el factor seducción. Seducir a una mujer era como tocar el violín: suavidad, delicadeza, precisión y dedos hábiles. Yo no tenía ni puta idea de violines, pero se me daban muy bien las segundas citas. Si la chica entraba en mi juego y respondía a mis insinuaciones, ya lo teníamos. Me valía su casa o la mía, el baño del restaurante o un motel de carretera. Pero si aún quedaban barreras por destruir me esmeraba en despedirme con un beso arrebatador, de los que las dejaba preguntándose por qué seguían oponiendo resistencia. «Strike dos», me dije. En el hipotético caso de que hubiera una segunda cita, ya había quedado claro que mi poder de seducción con ella cojeaba más que la mesa del salón de mi madre. Lo de tocar el violín con Lydia iba a ser misión imposible.
Y en la tercera cita… ¡zas! ¡A saco! Podía ser muy animal, podía pasar de un: «Hola, ¿cómo estás?» a hacerle un reconocimiento manual en toda regla en cuestión de segundos. Y… «Strike tres». Llegar a la tercera cita era el problema en sí.
Por norma general, a riesgo de parecer un tío superficial, no me gustaban las mujeres complicadas, me gustaba que la cosa fuera fácil. Me atraían las que tenían las ideas claras y las que compartían mi visión de la vida y el sexo. Las veces que me había dejado llevar por mi cabezonería y me había costado más de lo normal llegar a una mujer, se me había ido de las manos. Las difíciles eran luego las más peligrosas, las que convertían tres besos con lengua en una relación seria, las que me fundían el móvil a mensajes y se presentaban en mi casa en pleno partido decisivo de los Sox, las que esperaban una declaración de amor después de cada orgasmo. Yo no era así y no quería a una chica pegada a mi culo por muy bien que se le diera el sexo. Quería pasarlo bien, divertirme, follar y no cargarme de preocupaciones. Por eso pocas pasaban de la tercera base.
Pero cuando vi aparecer a Lydia… ¡Jooooder! Iba a tener un problema, ¡muchos problemas! Respirar estaba siendo el primero. No parecer un idiota, no comportarme como un troglodita, no babear, no tartamudear…
«Austin Gallagher, ¡eliminado!».
Lydia
Llegué tarde a las escaleras del museo y había tanta gente que me costó localizarlo. Él lo hizo por mí. Me tocó el hombro y lo encontré demasiado cerca.
—Hola.
—Siento el retraso —dije a modo de saludo—. El autobús… —… y mi hija, que se ha puesto a llorar justo antes de irme, y mi aversión a subir al metro, y mi economía que me impide pedir un taxi para llegar a tiempo…, quise explicarle.
—No importa. ¿Paseamos?
Asentí, nerviosa, y seguí la dirección de su mano hacia Lake Shore. La tarde hubiera sido perfecta si el viento me hubiera dado una tregua. Dejarme el pelo suelto no había sido una buena idea, y estaba pagando las consecuencias: los mechones me cubrían los ojos cada dos pasos y terminé maldiciendo.
—¡Aggg! No sé cómo lo aguantáis.
—¿El qué? —preguntó Austin, muy divertido con mis constantes manoteos.
—¡El viento! Es lo que llevo peor.
—Es parte del encanto de Chicago. —Le fruncí el ceño. Yo no le veía encanto alguno, pero su mueca ante una nueva ráfaga me hizo sonreír—. ¡Eso está mejor!
El cielo comenzaba a cubrirse con sus característicos tonos rojizos, el calor del mes de junio aún no era sofocante y, sin embargo, notaba las mejillas ardiendo. Era el efecto que tenía la mirada de Austin fija sobre mí.
—Deja de hacer eso —le dije disimulando una sonrisa.
—¿Hacer qué?
—Ya sabes qué —insistí—. Deja de mirarme así.
—Así, ¿cómo?
—Austin…
—Entiéndeme, es la primera vez que te veo sin el uniforme, y es difícil no enamorarse de ti. —Estaba de coña. Se llevó una mano al pecho con mucha teatralidad y caminó de espaldas frente a mí esquivando a duras penas a las personas que nos cruzábamos—. No puedes culparme. Estás… ¡wow!
Puse los ojos en blanco y él volvió a reír con ese sonido contagioso que empezaba a gustarme tanto.
—No te enfades, rubia. —Me dio un empujoncito con el hombro y acompasó sus pasos a los míos—. Me gusta tu uniforme, pero esta Lydia es menos… rosa.
—Sí, la verdad es que el vestido es un poco llamativo, pero no me importa. Ni a Jess. Si Melinda nos pidiera ir vestidas con un saco de basura, lo haríamos. Es maravillosa.
Lo miré de reojo y vi cómo se soplaba el pelo que le caía en la frente. Era una de las cosas que más me llamaba la atención de Austin: ese gesto era encantador.
—¿Llevas mucho tiempo trabajando allí?
—A veces tengo la sensación de que he pasado mi vida entera en esa cafetería, pero en realidad entré hace solo tres años. Son como… mi familia.
—Es una suerte. No todo el mundo siente devoción por su empleo y mucho menos por su jefe.
—¿Ese es tu caso? —curioseé.
—No, no, al contrario. A mí me pasa un poco como a ti, solo que yo no llevo uniforme rosa. No me quedaría nada bien —bromeó. Lo repasé de arriba abajo y no pude estar de acuerdo con él: le sentaría bien cualquier cosa que se pusiera—. Me gusta lo que hago, unos temas más que otros, desde luego, pero, en general, es lo que siempre he querido hacer. Y, además, me ha permitido conocer a gente interesante y me ha dado la oportunidad de formar parte de cosas muy bonitas.
—¿Qué cosas? —quise saber. A Austin le gustó mi entusiasmo.
—Pues, a ver, por ejemplo… Fui abogado penalista hace un tiempo y ayudé a muchos chavales a reinsertarse en la sociedad. Hacían labores de servicio en centros asistenciales y terminé de voluntario en uno de ellos. Es una experiencia increíble.
—Voluntario, ¿eh? No te pega.
—Ah, ¿no? ¿Y qué me pega, según tú?
—No sé, te veo más asistiendo a grandes fiestas de esmoquin y codeándote con la flor y nata de Chicago —respondí—. Tienes ese aire…
—¿Qué aire? —Abrió los brazos y se exhibió delante de mí—. Mírame, vaqueros, camiseta, deportivas… Soy un tipo normal. Que lleve traje a diario no quiere decir que… ¿Qué aire crees que tengo?
No pude aguantar la risa. Lo dijo con un tono tan cómico que me salió una carcajada espontánea y me tapé la boca. Dio varias vueltas sobre sí mismo, incluso tiró de su camiseta para verse mejor. Cuando llevaba traje tenía aspecto de hombre de éxito, de los que ganan pasta y viven con comodidad, sin preocupaciones. Pero en ese momento, allí, en aquel camino de Jackson Park, con el cielo púrpura de Chicago como telón de fondo, tenía razón: era un tipo normal, divertido. Y que olía condenadamente bien.
Se acercó poco a poco, muy serio, y me cogió de las muñecas. La risa se me cortó de golpe y tragué saliva con dificultad.
—Me gusta verte sonreír —dijo, y tiró de mis manos para descubrir mis labios—. Tienes una sonrisa preciosa. No te escondas. Vamos, sigamos paseando un poco más.
Me quedó claro muy pronto que esto de las citas no tenía misterios para él. Era todo un seductor: controlaba los temas de conversación, hacía las preguntas correctas y sus bromas iban dirigidas a romper la tensión que aún había entre nosotros. No invadió mi espacio, salvo en contadas ocasiones en las que nuestros dedos se rozaban al caminar. Si lo estaba haciendo de forma intencionada, también se le daba de lujo.
—¿Te gusta el béisbol? —preguntó de pronto.
—No especialmente. Digamos que puedo vivir sin él.
—¡Eso habrá que solucionarlo! —exclamó—. ¿Y algún otro deporte?
—No soy muy deportista —dije avergonzada. Era evidente que él sí y que no teníamos nada en común—. Me gustaba patinar sobre ruedas, pero hace años que no me pongo unos patines.
—¿Patines en línea?
—No, skate roller.
—Te pega —dijo con descaro—. Ya te imagino con patines rosas en la cafetería.
—No creas, a Melinda se le ha pasado por la cabeza en alguna ocasión. ¿Y tú? ¿Línea o roller?
—¡Oh, no, no, no! El patinaje y yo no somos buenos amigos. Además, en mi casa se prohibieron los patines después de que mi hermana y yo engancháramos a mi hermano Thomas a la bici. Lloró y gritó por toda la calle.
—¡Pobre niño! ¿Qué edad tenía?
—Nosotros teníamos diez años. MC y yo somos mellizos. Thomas tenía seis.
Me gustó escucharlo hablar sobre sus travesuras mientras hacía pedazos algunas briznas que había cogido del césped. Me confesó cómo estrellaron el coche de su hermano mayor, algo que no le había contado a nadie, y cómo emborracharon al perro de la vecina para que dejara de ladrarles.